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La gran final

Terminé de ver el partido de Francia y Marruecos y me fui a acostar. Un día antes le habíamos
ganado a Croacia y el domingo sería la gran final. Un rival durísimo. El seleccionado más fuerte,
incluso más fuerte que en el mundial anterior, con el juego más versátil. Me di cuenta desde el
primer partido que jugaron: Francia llegaría a la final.
Al día siguiente fui a completar mi fixture, sé que es una tontera, los resultados se guardan
en Internet, pero desde los seis años lo tengo por costumbre. Me encontré con que alguien me
había hecho una broma, seguramente alguno de los muchachos: tachó Argentina y encima
escribió Brasil. No me gustó ni medio, pero tampoco le di demasiada importancia.
Lo que sí me sorprendió más tarde es ver en todos los sitios web que la final la jugaban Brasil
y Francia. Hasta en el sitio oficial de la FIFA. Fue el tema del día. Se hablaba de que era obra de
un hacker que había cambiado los resultados. Nosotros decíamos que más que un hacker era un
ejército de hackers porque también estaban alterados los diarios digitales. “Brasil y Francia
medirán sus fuerzas el domingo”, “El equipo de Neymar ya aplastó a la Argentina. ¿Podrá con el
seleccionado de Mbappé?”, eran algunos titulares. No salía de mi asombro, ¿cómo de un
momento a otro lograron apoderarse de todos los medios? A pesar de todo, era un hecho que
me resultaba simpático. Teníamos de qué hablar y mantener la mente ocupada oyendo hipótesis
disparatadas, ingeniosas, inverosímiles, divertidas.
Además, me imaginaba una convención de hackers brasileños, desde todos los rincones del
país, organizándose para este ataque. ¡Qué trabajo! ¡Cuánto esfuerzo! Pero, cómo lo estarían
disfrutando.

Por fin llegó el día. Tenía fe. Esta vez nos quedaríamos con la copa. El estadio estaba repleto.
Miraras hacia donde miraras, podías ver camisetas celestes y blancas. Y a veces el rumor y a
veces el griterío ensordecedor, alentándonos. Otra vez éramos locales.
Yo estaba nervioso, no lo voy a negar. Por más experiencia que uno tenga, la presión se siente.
Ser un actor en un teatro que alberga ochenta mil espectadores no es sencillo. No hay
preparación para eso ni tampoco para evitar el pensamiento de que a través de las lentes hay
millones de personas en todo el mundo que están pendientes de tus movimientos. De todas
formas, apenas sonó el silbato, me relajé y me concentré en el juego.
Pasó un buen rato sin que el balón me llegara, eso no me preocupó. A los diez minutos de
comenzado el partido, recibí un pase perfecto: quedé solo, habilitado delante del arquero
francés. Me acomodé para darle de zurda, pero mi pie pasó a un costado de la pelota, ni la rocé.
Intenté con la diestra y tampoco hubo caso. La desesperación me inmovilizó. Jamás me había
pasado una cosa así. El resto de los jugadores, tanto mis compañeros como los contrarios, me
miraban expectantes.
—Junior, ven a comer. Hice pao de queijo que tanto te gusta. Y se enfría la feijoada.
—Ya voy, madre.
—Y apaga esa play station de una buena vez.
—Está bien.
El niño se acercó, me miró sonriendo y, un instante antes de presionar el botón de apagado,
dijo:
—Perdona, Messi, lo prefiero a Neymar.

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