Está en la página 1de 8

¿Son realmente autónomas las ciencias?

Autor: José Ignacio Murillo.


Publicado en: "¿Son realmente autónomas las ciencias?", en Aranguren, J., Borobia, J. J., Lluch, M., Fe y Razón. I
Simposio Internacional "Fe cristiana y cultura contemporánea", Pamplona, Eunsa 1999, 473-488.
Fecha de publicación: 1999.

Es un lugar común hablar de la autonomía de las ciencias, pero, ¿qué se quiere decir con esta expresión?
Más en el fondo, ¿tiene un contenido real? Y, en ese caso, ¿en qué consiste realmente?

Actividad científica e interdisciplinar


A propósito de la primera pregunta, conviene observar que la autonomía* de las ciencias suele invocarse
para aislar la actividad científica de cualquier injerencia por parte de otras disciplinas. Según esta
pretensión, cada ciencia tiene su método y su objeto propios, de modo que no necesita de ningún
conocimiento que provenga de fuera. Esta advertencia, obviamente, va dirigida, de un modo particular,
a aquellos saberes que, por sus pretensiones de hacerse cargo de todo lo real, pueden tener mayores
tentaciones de interferir en los principios, métodos y resultados de otras disciplinas particulares. Se
trata, como es claro, de la filosofía, sea teórica o práctica, o la teología, pues suele ser distinta es la
posición que se toma respecto de otras ciencias particulares. Precisamente una de las características
más claras de los científicos contemporáneos es su propensión a trabajar en equipo y a invocar y poner
en práctica la llamada interdisciplinariedad para resolver los problemas que les ocupan.
¿Por qué, entonces, este reconocimiento de la aportación externa no se extiende de ordinario a
las mencionadas ramas del conocimiento, que podemos denominar disciplinas sapienciales**? En mi
opinión, la causa de esta actitud, bastante generalizada, hay que rastrearla más en un problema cultural
que en la propia naturaleza de la actividad científica. En último extremo resulta que, con frecuencia, el
científico no sólo se jacta de poseer un método y un objeto propios, sino que está convencido de que su
modo de actuar es el adecuado a la realidad que estudia, de forma que cualquier aportación por parte
de una disciplina que se diga superior ha de sonarle a una invasión indebida o a una aproximación
poética, y en modo alguno científica, a lo que sólo él junto con sus colegas tiene el privilegio de conocer
con hondura y seriedad.

* Expresa la capacidad de cada persona/ciencia para darse reglas a sí misma o de tomar decisiones sin intervención ni
influencias externas.
** Son aquellas ciencias que por su propia naturaleza permiten delimitar el campo de acción de las demás ciencias, además
de integrar los diferentes conocimientos obtenidos. Estas incluyen a la Teología (ciencia que, desde el diálogo interreligioso
e intercultural, explica y analiza los conceptos y fenómenos religiosos) y a la Filosofía (ciencia que estudia la esencia, las
causas primeras y los fines últimos de las cosas).
Es precisamente esta última pretensión, la de que el proceder del científico agote la realidad que
estudia, la que resulta más débil en la argumentación, y, en último extremo plantea un problema que
excede con creces el ámbito de las ciencias particulares. La misma historia de la ciencia moderna
demuestra su inconsistencia. Las ciencias no son fijas; incluso sus fronteras son lábiles. Por poner tan
sólo un ejemplo, la física y la química fueron ciencias claramente distintas hasta que alcanzaron una
teoría unificada. ¿Son desde entonces las mismas que antes? Es más; podemos preguntarnos, ¿por qué
es distinta la física de la biología? Ambas estudian realidades materiales. Entonces, ¿a qué se debe su en
apariencia rigurosa diferencia? Sólo razones extracientíficas, entiéndase, externas a cada una de ellas,
se encuentran en el origen de su distinción. La determinación misma del campo de realidad estudiado,
que preside la fundación de una ciencia, es ajena a ella. ¿De dónde viene, entonces, la pretensión de que
agotan su objeto de estudio? ¿A qué se debe la propensión del científico a depurar la ciencia de todo
presupuesto y de toda implicación filosófica?
La respuesta a estas preguntas nos remite a la historia de la constitución de estas disciplinas como
ciencias*. Antes de ella era pacífica la continuidad entre cualquier explicación de la realidad y la filosofía.
En último extremo, se pensaba, las ciencias explican lo que vemos, pero sus explicaciones no son
radicales. La llamada filosofía natural indagaba acerca de los principios de las realidades materiales. Sólo
porque estos principios no eran los principios últimos, se podía hablar de ciencias diferenciadas. En
consecuencia, si la explicación última de la realidad debe remitirse a la metafísica**, toda ciencia que no
alcance los últimos principios no puede ser sino un preludio de ésta. Lo mismo cabe decir acerca de
cualquier disciplina práctica. Si su cometido es orientar la acción, sólo puede hallarse subordinada a
aquella ciencia que encamina hacia el fin último. Por eso no se puede emancipar de la ética.

El paradigma matemático
Sin embargo, ya desde la antigüedad, se podía reconocer la existencia de una región de la ciencia capaz
de mantener su autonomía al margen de las ciencias primeras. Se trata de ciencias que no estudian los
principios reales, sino relaciones entre captaciones de la mente. Ahí se encuentra la lógica y las ciencias
matemáticas. Entre éstas, las ciencias matemáticas ocupan un lugar especial porque no se trata de
ciencias puramente formales; en ellas se encuentra la realidad, si bien no tal cual es. La realidad de los
entes matemáticos depende de una consideración parcial de la mente, que abstrae determinadas
propiedades y las objetiva al margen de su ser real. Por eso, las matemáticas son las ciencias abstractas
por excelencia. Como señala Aristóteles, la ciencia matemática no considera la eficiencia ni la finalidad,
y estudia la materia de un modo ideal, no tal como se da en la realidad. Por eso la continuidad de su
objeto con la metafísica o la ética es problemática. Mathematica non sunt bona y, podemos añadir, nec
activa, aunque su claridad y evidencia haga de su estudio algo especialmente atractivo para la mente.
Mathematica non sunt bona: Los objetos matemáticos, en tanto que son sólo entes de
razón, no son apetecibles en sí mismos, sino que lo que se apetece es su conocimiento.
Es decir, lo que puede quererse es su conocimiento, no ellos mismos.

* Disciplina: hace referencia al conocimiento, puede emplearse para referirse a un conjunto o sistema ordenado de
conocimientos; mientras que la Ciencia es un sistema de conocimientos estructurados que estudia, investiga e interpreta
fenómenos artificiales, sociales y naturales.
** Rama de la filosofía que estudia la naturaleza, estructura, componentes y principios fundamentales de la realidad.
La gran revolución de las Ciencias Naturales consiste precisamente en la formulación matemática
de su objeto. Es claro que este objetivo estaba bastante alejado de la por entonces descalificada visión
del filósofo natural. Pues bien, esa formulación matemática se corresponde con lo que conocemos con
el nombre de ley. Las leyes son el enunciado de relaciones cuantitativas entre fenómenos. La clave radica
en aislar algunos aspectos de la realidad cuantitativamente mensurables, y encontrar su mutua relación.
Conviene detenerse un momento en lo que se entiende por ley, una noción que tendrá un peso
decisivo en el origen o emancipación de todas las ciencias modernas, tanto naturales como sociales. La
ley explica cómo funciona la realidad, cuáles son algunos de los nexos entre sus partes. Seguramente, la
más interesante de sus virtualidades consiste en que permite predecir el comportamiento de la realidad
ante determinadas variaciones. El valor cognoscitivo de la ley es en gran medida predictivo de estados
futuros.
El momento de su formulación es uno de los más importante en las ciencias: la ciencia moderna
no existe hasta que se enuncian las leyes del objeto estudiado. Así podemos considerar inaugurada la
mecánica con la expresión de las leyes del movimiento, y algo semejante podríamos decir del
electromagnetismo, la termodinámica, la mecánica cuántica o la relativista. Y lo que decimos de las
ciencias naturales vale también para las ciencias humanas. La ley, cuyo paradigma son las leyes
matemáticas de la ciencia natural, en especial de la mecánica, ocupa un lugar privilegiado en las nuevas
ciencias.
Pero la ley no es una causa. Al enunciarla amplío mi saber acerca del funcionamiento de lo real,
pero no de la realidad en sí misma. Ahora bien, si el objetivo de estas ciencias fuera tan sólo el
descubrimiento de dichas leyes, el ya secular pleito entre éstas y la filosofía no tendría sentido. Las
ciencias modernas podrían reclamar sin problemas su autonomía respecto de la metafísica, basada
precisamente en la naturaleza matemática de sus resultados. Las ciencias tendrían así por único objetivo
la enunciación de leyes que rigen el comportamiento de los fenómenos, dejando el estudio de la
naturaleza de estos a la filosofía natural.
Sin embargo, no parece que los científicos estén dispuestos a conformarse con este panorama.
Más bien, éstos suelen actuar como si las ciencias que cultivan fueran el conocimiento de la realidad sin
competencia, y, de hecho, así las presentan. Basta leer una revista científica o escuchar a un investigador
en cualquier área para constatar que su interés no es sólo matematizar la realidad, sino también
conocerla en el más amplio sentido del término. Para el científico esta es una tarea que no le puede ser
arrebatada.
Si esto es así, el científico es instado por dos objetivos distintos, aunque a menudo no se
reconozcan como tales. Se podría hablar de dos "atractores", que acaban configurando lo que éste
entiende bajo la rúbrica de la ciencia que estudia: de un lado, el intento de formular leyes que describan
los fenómenos, que, es preciso señalarlo, tiene como presupuesto un cierto conocimiento pre-científico
de los mismos; y, por otro, el intento de avanzar en el conocimiento de la naturaleza de la realidad con
que se confronta. En resumen, de un lado, las matemáticas; y, de otro, la filosofía de la naturaleza.
Para entender esta dualidad inconfesada con un ejemplo, podemos pensar en una de las ciencias
humanas como es la economía. De entre ellas es seguramente en este terreno, en el que se ha
emprendido antes y con más éxito el proyecto de elaborar una ciencia moderna. De acuerdo con él, el
economista pondrá su interés en enunciar leyes que rijan los fenómenos económicos y en diseñar
modelos explicativos. Algo así como lo que hacían los primitivos astrónomos respecto de los
movimientos de los planetas, pretendiendo encontrar en ellos regularidades que permitan predecirlos.
Pero cuando los astrónomos antiguos se entregaban a sus cálculos e hipótesis, no pretendían conocer la
naturaleza de la realidad, sino tan sólo salvar los fenómenos, intentando organizarlos y predecirlos (al
menos así se expresa Gémino en el siglo I a. C.). ¿Se comportan igualmente los economistas? Creo que
un vistazo a su modo de proceder nos puede convencer de lo contrario.
En primer lugar, basta leer o escuchar algunas de sus afirmaciones para constatar su pretensión
de conocer en qué consiste la naturaleza de la actividad económica. Pero además, junto con ello, el
economista no sólo elabora sus teorías, sino que se considera la persona adecuada para juzgar acerca
de su aplicación. Es en este punto donde más se hace notar la ambivalencia del modo en que concibe su
actividad. Y es que la aplicación de las teorías económicas a la realidad exige conocer, además de las
leyes que se formulan para explicarlas, los límites que éstas tienen. Y esto es imposible sin atender a la
naturaleza de las mismas, y, a la naturaleza previa de la realidad a que se aplican. Ahora bien este
conocimiento exige un método distinto del que se usa para formular las leyes, y que es, en última
instancia, filosófico. ¿Cómo es posible aplicar el conocimiento de las leyes económicas a la acción
desconociendo la ética, es decir, los objetivos globales de la actividad humana? ¿Y cómo cabe explicar la
naturaleza de lo económico sin insertarla en un estudio antropológico?
No advertir esto puede llevar, como de hecho acaece, a incurrir en groseros errores en nombre
de la autonomía de la ciencia. Invocarla se convierte entonces en un subterfugio para reducir la realidad
a los límites del propio punto de vista, es decir, para despreciar la colaboración de la perspectiva
filosófica, que en este caso no puede estar ausente.

La confusión de planos epistemológicos


Esta actitud es la causante de muchas de las dificultades de la cultura científica. En primer lugar, del
reduccionismo*, que siempre está al acecho. En realidad dicha deformación de la actitud científica tiene
una lógica totalmente coherente con este modo de proceder. No en vano se recuerda con frecuencia
que, según Galileo, la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos. Al margen de lo que este autor
quisiera con ello decir, y sin excluir la parte de verdad que en ello hay, es claro que sólo si la realidad que
estudio se agota en las leyes que sobre ella formulo, es posible sustituir la filosofía natural por la física
matemática. Y lo mismo se puede decir de las otras ciencias, adaptándolo a la peculiaridad de las leyes
que formula, que siempre, recordémoslo, tienen como modelo las de la ciencia natural, y que tienden
inexorablemente a permitir la aplicación del cálculo matemático a la realidad que estudian.
Para la mencionada actitud es inevitable que la realidad aparezca como un conjunto de leyes,
que rigen unos fenómenos sin profundidad, puesto que el énfasis se sitúa en las leyes que los relacionan.
No es extraño que, en este contexto, la libertad aparezca como una realidad en retroceso, pues conocer
la realidad se identifica con conocer la ley, por matemática necesaria, que la rige. Así se postula en
algunos ambientes científicos que, cuando dispongamos de una teoría unificada de la física, habremos
conocido totalmente el universo. Esto recuerda a la teoría del Calculador divino de Laplace. Según ella,

* Enfoque filosófico según el cual la reducción es necesaria y suficiente para resolver diversos problemas de
conocimiento.
quien pudiera conocer la posición y velocidad de todas las partículas del universo en un instante
determinado, podría calcular todo lo que hubiera ocurrido en el pasado y todo cuanto hubiera de ocurrir
en el porvenir. Resulta interesante la condición exigida. Para cumplir este objetivo no basta conocer la
ley, sino también algo ajeno a ella, a saber, la posición y el movimiento de las partículas. Las leyes
matemáticas dejan fuera de sí gran parte de la realidad que explican. Por eso es imposible reducir a
aquéllas el estudio de la realidad. Además, semejante condición exige ponerse de acuerdo en acotar
dónde empiezan y dónde acaban las partículas y presuponer que nada físico hay relevante fuera de los
factores que se contemplan.
La confusión de planos afecta también al modo de comprender el conocimiento. Si nuestro
conocimiento de la realidad es el que aportan las ciencias, también está sujeto a sus límites. El optimismo
cientificista de siglos pasados se atemperó al ponerse de manifiesto lo precarias que las leyes enunciadas
resultaban. Y esto tuvo un especial efecto por suceder en la mecánica, la ciencia pionera. Primero la
teoría de la relatividad y después la mecánica cuántica, junto con el reconocimiento de su irreconciliable
contradicción, llevaron a percatarse de la provisionalidad del conocimiento científico. Es interesante
comprobar la facilidad con que este hecho se ha podido elevar a teoría gnoseológica global,
extendiéndola a todos los ámbitos del conocimiento. Una vez más encontramos en la base el mismo
presupuesto: nuestro conocimiento de la realidad se identifica con el que alcanzan las ciencias; y, de
nuevo, la misma confusión originada por el inconsciente conflicto entre el interés del científico por
conocer la realidad y la parcialidad de los resultados que considera relevantes.
Como puede verse, la contradicción no está en la ciencia, sino, nótese bien, en el científico
mismo. ¿Qué es la ciencia? A pesar de su pretendida autonomía y seriedad, resulta difícil aclararse si
preguntamos a los científicos. Con estos precedentes, ¿qué claridad podemos esperar de su aportación?
Precisamente es esa claridad, junto con el aparato de rigor y seriedad con que aparece ante la opinión
pública, lo que, en ocasiones, puede llegar a provocar el complejo de inferioridad del filósofo. Sin
embargo, si escarbamos un poco, no es difícil descubrir un profundo desamparo, que a veces empuja a
quienes no comparten el iluso optimismo reduccionista a la actitud escéptica del que piensa "sé qué
debo hacer para comportarme como científico, pero no sé exactamente qué puedo esperar de mi
actividad".
El caso es que la difusión de esta mentalidad ha hecho que la filosofía se haya visto cada vez más
arrinconada en su campo de acción. Al mismo tiempo, el saber se ha ido diversificando en un conjunto
de ciencias pretendidamente autónomas, a las que nada parece poderse añadir desde fuera. La unidad
del saber se ha hecho añicos y proliferan los especialistas, cuyas teorías deslumbran por la simplicidad
de sus afirmaciones y por la exuberancia de su aparato experimental, hasta que tarde o temprano se
estrellan contra la realidad que querían explicar o son sustituidas por otras mejores, o tan sólo más de
moda.
¿Cuál es la solución? ¿Invitar a la austeridad intelectual a los científicos? ¿Exigirles que moderen
sus pretensiones? No lo parece. Varias razones desaconsejan esta postura. De entrada, que lo que hoy
entendemos por ciencia moderna no parece concebible separado del interés por desentrañar la
naturaleza de lo real; no sólo exige como presupuesto un conocimiento, lo más adecuado posible, de la
realidad que investiga, sino que se ve obligado a dar razón de la relación de sus logros con la realidad
que investiga. En segundo, porque es cierto que el científico es el más indicado para conocer en
profundidad la realidad que estudia, precisamente porque está en contacto con ella de un modo
especialmente intenso. Además la misma evolución de la teoría científica y de los instrumentos de
observación le lleva a descubrir nuevos fenómenos que no pueden ser pasados por alto en un estudio
filosófico de la realidad.
Por todo ello, lo que urge más bien es que el científico asuma conscientemente su condición de
filósofo natural y se la tome en serio. Es decir, mientras éste siga concibiendo su actividad como lo viene
haciendo en los últimos siglos, sólo un interés de altura científica por los problemas gnoseológicos*,
éticos y metafísicos con que se encuentra, sin simplificaciones ni actitudes prepotentes puede permitirle
controlar su actividad.
En mi opinión sólo la formación filosófica del científico, y su aplicación a la actividad que ejercita, puede
sacar al diálogo de la filosofía y la ciencia, y por ende, de la razón y la fe, del atasco en que se encuentra.
Sólo hay diálogo entre quienes hablan el mismo lenguaje. Si la filosofía tiene que dialogar con las ciencias
no es sólo por la misma razón por la que tiene que dar razón de toda la realidad, sino también porque
los físicos abrigan intereses propiamente filosóficos. Por eso parece oportuno exigir a los científicos que
cultiven consciente y plenamente la filosofía, como el mejor modo de sentar las bases para lograr unificar
sus propias disciplinas con las otras ciencias y con la realidad. Tal vez esta actitud consiga de paso
despertar a los filósofos y sacarnos del ensueño literario en que con frecuencia nos encontramos. Tal vez
sea éste el camino para proceder a una revolución científica que, por fin, ponga las cosas en su lugar.

EL DEBATE: Las vías de la heteronomía en las ciencias sociales

Autor: Sergio Lorenzo Sandoval Aragón (2014).


Profesor Investigador y director del Centro de Estudios Sociales y Regionales (CESOR) del Centro Universitario de
la Ciénega, Universidad de Guadalajara, México.
Fuente: http://www.revistacts.net/las-vias-de-la-heteronomia-en-las-ciencias-sociales/

En ciencias sociales, como en cualquier ciencia, la dilucidación epistemológica de sus conceptos es una
tarea ineludible y permanente. Pero esta dilucidación no puede ser sólo filosófica, sino que
necesariamente implica preguntar por las condiciones objetivas, sociales e institucionales de su
formación. El cultivo de las ciencias sociales en América Latina, a diferencia sobre todo de Europa,
siempre se ha justificado por su contribución a un esfuerzo por comprender y solucionar sus diversas
problemáticas sociales. Sin embargo, los científicos sociales latinoamericanos se han cuestionado, con
toda legitimidad, si los recursos teóricos y metodológicos provenientes de las regiones predominantes
de producción de las ciencias sociales, en realidad son adecuados para comprender sus propias
* Cuestionamientos que ponen en duda la idea de un conocimiento en específico.
problemáticas, pues han surgido en situaciones históricas y sociales distintas. Así, se ha llegado a
proponer la “descolonización” de las ciencias sociales latinoamericanas, que no significa rechazar sin
más las tradiciones científicas europeas, sino asimilar sus aportes universales al mismo tiempo que se
elabora una comprensión de América Latina y sus problemáticas. Antes que cuestionar las teorías, es
necesario cuestionar los problemas que se plantean y comprobar si son resultado de una construcción
propia o si han sido impuestos de manera heterónoma, así como identificar las vías por las que pueden
haber sido impuestos, sobre todo las vías cultural, política y económica.
La vía cultural. En una reciente contribución, Yves Gingras y Sebastien Mosbah-Natanson (2011)
realizan un análisis geo-estadístico de la producción de las ciencias sociales en las pasadas dos décadas.
Entre otros datos, los autores encontraron que entre 1998 y 2007 el idioma inglés ocupaba el primer
lugar en publicaciones de ciencias sociales en el mundo con el 94.45% de artículos en el Thompson SCI,
seguido por el alemán con el 2.14% y el francés con el 1.25%, mientras que el idioma español ocupaba
el cuarto lugar con un 0.40%. La distribución en cuanto al número de artículos producidos en ese mismo
periodo es similar, pues Europa y América del Norte producen tres cuartas partes de las revistas en
ciencias sociales y América Latina ocupa el quinto lugar (tras Oceanía). En cuanto al análisis de las citas
por región, nuevamente Europa y Norteamérica ocupan lugares prominentes entre las 200 revistas más
citadas y se observa que en América Latina se citan textos de Norteamérica en un 56.2% y de Europa en
un 33.9%. Al comparar los datos de la última década del siglo XX con los de la primera del XXI, Gingras y
Mosbah-Natanson concluyen que «la globalización e internacionalización de la investigación han
favorecido esencialmente a Europa y América del Norte, las regiones que ya eran dominantes” y añaden
que “la autonomía de las otras regiones ha disminuido y su dependencia de los actores centrales ha
aumentado en las dos últimas décadas” (Gingras y Mosbah-Natanson, 2011: 155). Se verifica así, en el
campo científico internacional, la conocida ley general formulada por Karl Marx, según la cual el capital
va al capital, teoría que otros identifican con el llamado “principio Mateo”.
La vía política. El mero hecho de que la mayoría de la producción científica esté expresada en
inglés no constituye el problema más grave, sino todos los efectos de imposición simbólica de tipo
mediático-político que pueden acompañar esta predominancia idiomática, y que pueden hacer pasar
por conocimientos validados por la razón científica una serie de tópicos descontextualizados e incluso
vacuos. Esto es un aspecto, no menor, de lo que Bourdieu y Wacquant llamaron «las astucias de la razón
imperialista». Afirman: “Hoy, muchos tópicos directamente surgidos de confrontaciones intelectuales
ligados a la particularidad social de la sociedad y las universidades americanas son impuestas, bajo
formas en apariencia deshistorizadas, al conjunto del planeta” (Bourdieu y Wacquant, 2005b: 209).
Según estos autores existe un “imperialismo cultural” (correlativo del imperialismo económico) que
incluye una forma de falsa universalización de conceptos y teorías que circulan entre los países en libros
de divulgación, coloquios universitarios, revistas de mediocre calidad científica, informes de
especialistas, think-tanks y organismos internacionales de dudosa neutralidad (mencionan
explícitamente a la OCDE y a la Comisión Europea). Son ideas y términos polisémicos e imprecisos,
impuestos académica y mediáticamente, que se convierten en “lugares comunes” con los que se
argumenta pero que no son objeto de argumentación, de los cuales los más insidiosos son ciertos
términos de apariencia técnica que llegan a servir de “contraseñas políticas” en virtud de que
“condensan y vehiculizan toda una filosofía del individuo y de la organización social” (Bourdieu y
Wacquant, 2005b: 211). De esa forma, al des-historizar y des-politizar, se imponen problemáticas
artificiales que acaban por “anexionar” cultural y políticamente las regiones donde se aplican. Si estas
ideas son recibidas por los medios científicos, periodísticos y políticos en los países de América Latina,
ello se debe a que funcionan de manera análoga a los “falsos amigos” (faux amis) estudiados por la
lingüística aplicada: esos términos extranjeros que a veces utilizamos porque, debido a que se escriben
o se pronuncian igual o de manera muy similar a términos que usamos en nuestra propia lengua, parecen
querer decir lo mismo, cuando en realidad poseen significados muy diferentes (Bourdieu y Wacquant
2005b: 224).
La vía económica. Pero si estas ideas pueden ser impuestas, ello no se debe a la sola fuerza
simbólica de las que están revestidas, al presentarse como la vanguardia y gracias a la inmensa capacidad
de difusión que las rodea y que en buena medida las crea, sino que también se debe a la fuerza
económica de las naciones de las que provienen. Así pues, esta imposición no es sólo “cultural”, sino que
suele venir acompañada de mecanismos “duros” tales como los del financiamiento: se tiende a financiar
la investigación que incorpore las teorías y problemáticas sancionadas como legítimas. En América
Latina, afirma Alberto C. Cimadamore, “las fuentes de financiamiento están en la mayoría de los casos
en manos de agencias internacionales de cooperación y de gobiernos, que tienden a ser reticentes a
apoyar la investigación social crítica. ¿A quién le gustaría ser abiertamente criticado por aquellos a los
que se apoya, por su desempeño en asuntos sociales de los que es ampliamente responsable?”
(Cimadamore, 2011: 41).
Hacia una mayor autonomía de las ciencias sociales: Si bien en América Latina se han dado las
condiciones para el desarrollo profesional de las ciencias sociales, en el mismo proceso su autonomía se
ha visto vulnerada. En otras palabras, el campo científico latinoamericano ha estado expuesto a una
fuerte heteronomía (Rubinich, 2006: 13-14). Todavía en 2006, en Buenos Aires, se realizó el “Foro
Internacional sobre el Nexo entre Políticas y Ciencias Sociales” bajo la premisa de que la medida en que
se logre “el nexo entre las ciencias sociales y la acción” puede ser considerado “un objetivo central de la
evaluación del desarrollo de capacidades en las ciencias sociales latinoamericanas. La pregunta, todavía
en curso, es: ¿cómo puede lograrse ese objetivo?” (Cimadamore, 2010, pp.110-111).
Robert Castel, por su parte, al cuestionarse sobre cuál debe ser la postura del científico social
ante las “demandas sociales”, está convencido de que una pregunta como ésa, en todo caso, no es
susceptible de una respuesta unívoca y, en su opinión, las ciencias sociales no pueden ni deben ser ajenas
a las demandas sociales, siempre que éstas sean llevadas más allá de su formulación inmediata
expresada por los grupos dominantes y que, en esa medida, traduzcan objetivamente las
“configuraciones problemáticas” propias de cada sociedad (por ejemplo: la precariedad laboral, las
diferentes formas de discriminación y en general el abuso del poder), y que en última instancia justifican
toda investigación (Castel, 2006).

También podría gustarte