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Tristes trópicos
Prólogo de Manuel Delgado Ruiz
PAIDOS
Introducción................................................................................... 11
Primera parte
EL FIN DE LOS VIAJES
1. La partida ............................................................................... 19
2. Abordo .................................................................................. 25
3. Antillas ................................................................................... 33
4. La búsqueda del poder .......................................................... 41
Segunda parte
HOJAS DE RUTA
5. Mirada hacia atrás ................................................................. 51
6. Cómo se llega a ser etnógrafo ................................................ 55
7. La puesta del sol .................................................................... 65
Tercera parte EL
NUEVO MUNDO
8. El mar de los Sargazos .......................................................... 75
9. Guanabara ............................................................................. 83
10. Paso del trópico ..................................................................... 91
11. Sao Paulo ............................................................................... 97
Quinta parte
CADUVEO
17. Paraná .................................................................................... 157
18. Pantanal ................................................................................. 165
10 TRISTES TRÓPICOS
Sexta parte
BORORO
21. El oro y los diamantes ............................................................... 215
22. Buenos salvajes ............................................................................. 229
23. Los vivos y los muertos .............................................................. 245
Séptima parte
NAMBIQUARA
24. E l m undo perdido ....................................................................... 271
25. En el sertâo .................................................................................... 283
26. Sobre la línea ............................................................................... 295
27. En familia ...................................................................................... 305
28. Lección de escritura .................................................................... 319
29. Hombres, mujeres, jefes .............................................................. 329
Octava parte
TUPI-KAWAIB
30. En piragua ..................................................................................... 359
31. Robinson ......................................................................................... 369
32. En la selva ..................................................................................... 377
33. La aldea de los grillos ................................................................ 387
34. La farsa del japim ...................................................................... 393
35. Amazonia ....................................................................................... 401
36. Seringal ........................................................................................... 407
Novena parte
EL REGRESO
37. La apoteosis de Augusto ......................................................... 429
38. Un vasito de ron ........................................................................... 437
39. Taxila .............................................................................................. 449
40. Visita al kyong ............................................................................. 459
toda indagación que tenga como objeto la vida social debe situarse
en la dirección de reconstruir la gramática secreta sobre la que se
organiza. También se encontrará aquí el valor paradigmático que la
antropología encuentra en la geología, esa ciencia que constantemente
remite a la indisoluble solidaridad que une lo visible con lo profundo.
De igual modo, en Tristes trópicos aparecen las razones de una deser-
ción: la de su autor de la filosofía, argumento éste que adquiere una
especial entidad ahora mismo, cuando el propio Vattimo, exponente
de la orientación hermenéutica que anima los aires del fin de milenio,
ya ha convocado a los filósofos a disolver la especificidad de su saber
en la antropología.3 Por otra parte, se nos permite apreciar de qué
modo resulta aplicable a un material etnográfico de primera mano la
categorización levi-straussiana de la cultura como el nexo comunica-
cional entre mundo y sociedad, en que el hombre actúa como permu-
tador, y también como el lugar donde se evidencia la asimilabilidad
hombre-sociedad-lenguaje, que sitúa los estudios culturales en el ám-
bito de la semiología, convertida ésta ya en una nueva especie de
materialismo en que la materia ha dejado de ser una sustancia para
convertirse en una relación. Por lo demás, la obra contiene aprecia-
ciones sobre cuestiones muy puntuales, cuyo tratamiento aporta una
importante dosis de claridad acerca del pensamiento del autor: el
poder político, el budismo, el papel del islam, el sistema penitenciario
occidental, la escritura o la ciudad en su calidad de «cosa humana
por excelencia» (pág. 125), por citar sólo algunos ejemplos.
Pero, sobre todo, Tristes trópicos es la obra en que Lévi-Strauss
atiende con mayor detenimiento su experiencia de campo con varias
sociedades de la selva amazónica —caduveos, bororos, nambiqua-
ras...—, allá por los años treinta, veinte años antes, por tanto, de la
publicación del original francés del libro. Aquí, ante todo, se habla
de aquellos «salvajes civilizados», como los designaba en uno de sus
primeros trabajos,4 de los que extrajo una materia prima etnográfica
que nunca había dejado ni dejó de elaborar teóricamente y a quienes
dedicaría las últimas palabras de su discurso de toma de posesión
de la Cátedra de Antropología Social del Collège de France, para decla-
rarse públicamente «su discípulo y su testigo».5 En relación con ello
debe decirse que las páginas que siguen son una de las más hondas
reflexiones que se han formulado jamás sobre la profesión de etnó-
grafo y sobre el valor y las implicaciones asignables al trabajo sobre
el terreno, aquel sobre el cual la antropología edifica su singularidad
y el que le permite establecer una ruptura epistemológica con res-
1. Grésiller: encogerse una piel o cuero al contacto del fuego. (N. de la t.)
52 HOJAS DE RUTA
mas en los que se sentía encerrada la humanidad del siglo xvi hay
que recordar algunos incidentes. Los colonizadores enviaban comisión
tras comisión a la Española (hoy Haití y Santo Domingo) con el fin
de determinar la naturaleza de los indios —unos 100 000 en 1492 y
reducidos a 200 un siglo más tarde— que morían de horror y repug-
nancia por la civilización europea más aún que por la viruela y sus
golpes. Si realmente eran hombres, ¿eran los descendientes de las
diez tribus perdidas de Israel? ¿O mongoles llegados sobre elefantes?
¿O escoceses llevados siglos antes por el príncipe Modoc? ¿Eran de
origen pagano o se trataba de antiguos católicos bautizados por santo
Tomás y caídos después en la herejía? Tampoco estaban seguros de
que fueran hombres y no criaturas diabólicas o animales. Así lo
pensaba el rey Fernando, ya que en 1512 envió esclavas blancas a las
Indias Occidentales con el único fin de impedir que los españoles
se casaran con indígenas, que estaban muy lejos de ser criaturas racio-
nales. Frente a los esfuerzos de Las Casas para suprimir los trabajos
forzados, los colonos se mostraban no tanto indignados cuanto per-
plejos: «¿Cómo? ¿No podemos servirnos de bestias de carga?».
De todas esas comisiones, la más justamente célebre —la de los
monjes de la Orden de San Jerónimo— nos conmueve por un escrú-
pulo que las empresas coloniales olvidaron totalmente desde 1517 y
por la luz que arroja sobre las actitudes mentales de la época. En una
verdadera encuesta psicosociológica, concebida según los cánones más
modernos, se sometió a los colonos a un cuestionario para saber si,
según ellos, los indios eran o no capaces de vivir por sí mismos, como
los campesinos de Castilla. Todas las respuestas fueron negativas. Se
decía que, en rigor, quizá sus nietos pudieran serlo, pero los indígenas
eran tan profundamente viciosos, que cabía dudarlo. Por ejemplo:
huían de los españoles, se negaban a trabajar sin remuneración y, sin
embargo, llevaban su perversidad hasta el punto de regalar sus bie-
nes; no aceptaban a sus camaradas a quienes los españoles habían
cortado las orejas. Y como conclusión unánime: «Para los indios valía
más ser hombres esclavos que animales libres».
Un testimonio algo posterior pone la nota final a esa requisito-
ria: «señalando que los indios comen carne humana, no tienen jus-
ticia; van completamente desnudos, comen pulgas, arañas y gusanos
crudos... No tienen barba, y, si por casualidad les crece, se apresuran
a cortársela» (Ortiz, ante el Consejo de Indias, 1525).
Por otra parte, en el mismo momento y en una isla vecina (Puerto
Rico, según el testimonio de Oviedo), los indios se esmeraban en cap-
turar blancos y hacerlos perecer por inmersión; después, durante
semanas, montaban guardia junto a los ahogados para saber si esta-
ban o no sometidos a la putrefacción. De esta comparación entre las
encuestas se desprenden dos conclusiones: los blancos invocaban las
ciencias sociales, mientras que los indios confiaban más en las cien-
cias naturales; y en tanto que los blancos proclamaban que los indios
78 EL NUEVO MUNDO
juicios. Los que declaran que Nueva York es fea son tan sólo víctimas
de una ilusión de la percepción. Aún no han aprendido a cambiar el
marco de referencia, se obstinan en juzgar a Nueva York como una
ciudad y critican las avenidas, los parques, los monumentos. Y sin
duda, objetivamente, Nueva York es una ciudad; pero el espectáculo
que presenta a la sensibilidad europea es de otro orden de dimen-
sión: es el de nuestros propios paisajes, en tanto que los paisajes
americanos nos arrastrarían hacia un sistema aún más vasto, para el
cual no poseemos equivalente. La belleza de Nueva York, por lo tan-
to, no se refiere a su naturaleza de ciudad sino a su transposición,
inevitable para nuestra vista si renunciamos a toda rigidez, de la
ciudad al nivel de un paisaje artificial donde los principios del urba-
nismo ya no intervienen; los únicos valores significativos son la suavi-
dad de la luz, la sutileza de las lejanías, los precipicios sublimes al
pie de los rascacielos, y los valles umbríos sembrados de automóviles
multicolores, como flores.
Después de esto me siento aún más embarazado para hablar de
Rio de Janeiro, que me rechaza a pesar de su belleza tantas veces
celebrada. ¿Cómo decir? Me parece que el paisaje de Rio no está a
la escala de sus propias dimensiones. El Pan de Azúcar, el Corcovado,
todos esos puntos tan alabados, se le aparecen al viajero que penetra
en la bahía como raigones perdidos en los rincones de una boca
desdentada. Casi constantemente sumergidos en la bruma fangosa de
los trópicos, esos accidentes geográficos no llegan a llenar un horizonte
demasiado como para sentirse uno satisfecho. Si se quiere abrazar un
espectáculo hay que tomar la bahía de flanco y contemplarla desde las
alturas. Del lado del mar y por una ilusión inversa a la de Nueva
York, aquí es la naturaleza lo que reviste el aspecto de los astilleros.
Así las dimensiones de la bahía de Rio no son perceptibles con
la ayuda de referencias visuales: la lenta progresión del navio, sus
maniobras para evitar las islas, la frescura y los perfumes que des-
cienden bruscamente de las selvas pegadas a los morros, establecen
por anticipado cierto contacto físico con flores y rocas que aún no
existen como objetos, pero que preforman para el viajero la fisonomía
de un continente. Y otra vez Colón viene a mi memoria, cuando
señala que los árboles eran tan altos que parecían tocar el cielo, y
según creía, nunca perdían sus hojas, pues los había visto tan frescos
y verdes en noviembre como en mayo en España; algunos hasta
tenían flores y otros, frutos; en cualquier dirección hacia donde se
volviera, cantaba el ruiseñor acompañado por millares de pájaros de
especies diferentes. He allí América, el continente se impone. Está
hecho de todas las presencias que en el crepúsculo animan el hori-
zonte nebuloso de la bahía; pero para el recién llegado, esos movi-
mientos, esas formas, esas luces, no indican provincias, caseríos y
ciudades; no significan selvas, praderas, valles y paisajes; no traducen
los pasos y los quehaceres de individuos que se ignoran unos a otros,
82 EL NUEVO MUNDO
área de actividad de los pioneros como una franja, pues como devas-
tan el suelo casi tan rápidamente como lo desmontan, parecen conde-
nados a no ocupar más que una banda en movimiento que de un lado
muerde el suelo virgen y del otro abandona barbechos extenuados.
Como un incendio de matorral corriendo delante de la extenuación
de su propia sustancia, la tea agrícola atravesó en cien años el
Estado de Sao Paulo. Encendida a mediados del siglo xix por los
mineiros que abandonaban sus filones exhaustos, se desplazó de este
a oeste y yo pronto la recuperaría al otro lado del río Paraná, abrién-
dose paso a través de una multitud confusa de troncos caídos y fami-
lias desarraigadas.
El territorio atravesado por la ruta que va de Santos a Sâo Paulo
es uno de los que primeramente se empezaron a explotar en el país;
parece un paraje arqueológico dedicado a una agricultura difunta.
Cuchillas, taludes antiguamente cubiertos de bosques, dejan entrever
su osamenta bajo un delgado manto de hierba. De vez en cuando se
adivina el trazo de los mogotes que marcaban el asiento de los cafe-
tos; sobresalen bajo los flancos herbosos como tetas atrofiadas. En
los valles la vegetación ha reconquistado el suelo; pero ya no es
la noble arquitectura de la selva primitiva; la capoeira, es decir, la
selva secundaria, renace como una espesura continua de árboles enju-
tos. De vez en cuando se advierte la cabana de algún inmigrante
japonés que se empeña, con métodos arcaicos, en regenerar un rin-
cón de suelo para cultivar legumbres.
El viajero europeo se desconcierta frente a ese paisaje que no
entra en ninguna de sus categorías tradicionales. Ignoramos la natu-
raleza virgen; nuestro paisaje se halla visiblemente esclavizado al
hombre; a veces nos parece salvaje no porque lo sea realmente, sino
porque los intercambios se han producido con un ritmo más lento,
como el de la selva, o tal vez, como ocurre en los terrenos monta-
ñosos, porque los problemas planteados eran tan complejos que el
hombre, en lugar de darles una respuesta sistemática, reaccionó en
el curso de los siglos con una multitud de pequeños pasos; las solu-
ciones de conjunto que sintetizan éstos, y que jamás son claramente
destacados o pensados como tales, se le aparecen desde afuera con un
carácter primitivo. Se las toma por un salvajismo auténtico del pai-
saje, en tanto que resultan de un encadenamiento de iniciativas y de
decisiones inconscientes.
Pero aun los más salvajes paisajes de Europa presentan un orden,
del que Poussin ha sido un intérprete incomparable. Id a la monta-
ña; notad el contraste entre las pendientes áridas y las selvas, la
superposición de éstas por encima de las praderas, la diversidad de
los matices, que se deben a la preponderancia de una u otra especie
vegetal según la vertiente. Es preciso haber viajado a América para
saber que esa armonía sublime, lejos de ser una expresión espontánea
de la naturaleza, proviene de acuerdos largamente buscados en el
96 EL NUEVO MUNDO
dos, en los bosquecillos rústicos donde se hacen esos lotes para los
ricos.
Al pie de casas de departamentos de hormigón se extienden pas-
taderos de vacas; un barrio surge como un espejismo; avenidas bor-
deadas de lujosas residencias se interrumpen a ambos lados de los
barrancos; un torrente cenagoso circula entre los bananeros, sirviendo
a la vez como fuente y albañal a casuchas de argamasa construidas
sobre encañizados de bambú, donde vive la misma población negra
que en Rio acampaba en la cima de los morros. Las cabras corren a
lo largo de las pendientes. Ciertos lugares privilegiados de la ciudad
consiguen reunir todos los aspectos. Así, a la salida de dos calles
divergentes que conducen hacia el mar, se desemboca al pie de la
barranca del río Anhangabaú, franqueado por un puente que es una
de las principales arterias de la ciudad. El bajo fondo está ocupado
por un parque estilo inglés: extensiones de césped con estatuas
y pabellones, mientras que en la vertical de los dos taludes se elevan
los principales edificios: el Teatro Municipal, el hotel Explanada, el
Automóvil Club y las oficinas de la compañía canadiense que provee
la iluminación eléctrica y los transportes. Sus masas heterogéneas se
enfrentan en un desorden coagulado. Esos inmuebles en pugna evo-
can grandes rebaños de mamíferos reunidos por la noche alrededor
de un pozo de agua, por un momento titubeantes e inmóviles, con-
denados, por una necesidad más apremiante que el miedo, a mezclar
temporariamente sus especies antagónicas. La evolución animal se
cumple de acuerdo con fases más lentas que las de la vida urbana;
si contemplara hoy el mismo paraje, quizá comprobaría que el híbri-
do rebaño ha desaparecido, pisoteado por una raza más vigorosa y
más homogénea de rascacielos implantados en esas costas, fosilizadas
por el asfalto de una autopista.
Al abrigo de esta fauna pedregosa la élite paulista, así como sus
orquídeas favoritas, formaba una flora indolente y más exótica de lo
que ella misma creía. Los botánicos enseñan que las especies tropica-
les incluyen variedades más numerosas que las de las zonas templa-
das, aunque cada una de ellas está, en compensación, constituida por
un número a veces muy pequeño de individuos. El grâo fino local
había llevado al extremo esa especialización.
Una sociedad restringida se había repartido los papeles. Todas
las ocupaciones, los gustos, las curiosidades justificables de la civili-
zación contemporánea se daban cita allí, pero cada una estaba repre-
sentada por un solo individuo. Nuestros amigos no eran verdadera-
mente personas, sino más bien funciones cuya nómina parecía haber
sido determinada más por la importancia intrínseca que por su dis-
ponibilidad. Allí se encontraban el católico, el liberal, el legitimista,
el comunista; o, en otro plano, el gastrónomo, el bibliófilo, el amante
de los perros (o de los caballos) de raza, de la pintura antigua, de la
pintura moderna; y también el erudito local, el poeta surrealista, el
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pensamiento religioso, aunque sin ser la mejor; hasta diría que por
esta razón es la más inquietante de las tres.
Los hombres han hecho tres grandes tentativas religiosas para
liberarse de la persecución de los muertos, de la malevolencia del
más allá y de las angustias de la magia. Separados por el intervalo
aproximado de medio milenio, han concebido sucesivamente el bu-
dismo, el cristianismo y el Islam; y asombra que cada etapa, lejos
de marcar un progreso sobre la precedente, muestre más bien un
retroceso. No hay más allá para el budismo; allí todo se reduce a
una crítica radical, como nunca más la humanidad será capaz de
hacerla, al término de la cual el sabio desemboca en un rechazo
del sentido de las cosas y de los seres: disciplina que anula el uni-
verso y que se anula a sí misma como religión. Cediendo nueva-
mente al miedo, el cristianismo restablece el otro mundo, sus espe-
ranzas, sus amenazas y su juicio final. Al Islam no le queda más
remedio que encadenar éste a aquél: el mundo temporal y el mundo
espiritual se encuentran reunidos. El orden social se adorna con los
prestigios del orden sobrenatural, la política se vuelve teología. Al
fin de cuentas, se han reemplazado espíritus y fantasmas, a quienes
la superstición no llegaba a dar vida, por maestros demasiado rea-
les, a los cuales se les permite, además, monopolizar un más allá que
agrega su peso al peso ya aplastante del aquí.
Este ejemplo justifica la ambición del etnógrafo: remontarse siem-
pre a las fuentes. El hombre sólo crea verdaderamente al comienzo;
en cualquier campo de que se trate, sólo el primer paso es íntegra-
mente válido. Los que siguen titubean y se arrepienten, se esmeran
en recuperar palmo a palmo el territorio superado. Florencia —que
visité antes que Nueva York— no me sorprendió al principio: en su
arquitectura y en sus artes plásticas me parecía Wall Street en el
siglo xv. Comparando los primitivos con los maestros del Renaci-
miento, y los pintores de Siena con los de Florencia, tenía el senti-
miento de una decadencia: ¿qué han hecho, pues, los últimos sino
exactamente todo lo que no habría que haber hecho? Y, sin embar-
go, siguen siendo admirables. La grandeza que se encuentra en sus
comienzos es tan cierta que hasta los errores, a condición de ser
nuevos, nos abruman también con su belleza.
Hoy contemplo a la India por encima del Islam; pero la India
del Budha, antes de Mahoma, quien, para mí, europeo, y porque
soy europeo, se eleva entre nuestra reflexión y las doctrinas más
próximas a ella, como el burdo aguafiestas que separa las manos
de Oriente y Occidente interrumpiendo una ronda que las desti-
naba a unirse. ¡Qué error iba yo a cometer siguiendo a esos musul-
manes que se proclaman cristianos y occidentales y ubican en su
Oriente la frontera entre los dos mundos! Ambos mundos están
más próximos de lo que ninguno de los dos lo está de su anacro-
nismo. La evolución racional es inversa a la de la historia: el Islam
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durante la siesta oía los golpes de gong que escandían las plegarias
y las voces infantiles que canturreaban el alfabeto birmano. El kyong
estaba situado en el límite de la aldea, en la cima de una colinita
arbolada como las que los pintores tibetanos gustan representar en
los paisajes de lejanías. A su pie se encontraba el jedi, es decir, la
pagoda, reducida en esa pobre aldea a una construcción circular de
tierra que se elevaba en siete plataformas concéntricas ubicadas
en gradas, en un cercado cuadrado, hecho con un enrejado de bam-
bú. Nos descalzamos para subir la pendiente, cuya fina arcilla empa-
pada resultaba suave para nuestros pies desnudos. A ambos lados
de la cuesta se veían las plantas de ananás arrancadas la víspera
por los lugareños, ofendidos de que sus sacerdotes se permitieran
cultivar frutos, pues la población laica subvenía a sus necesidades.
La cima presentaba el aspecto de una placita rodeada, por tres
lados, de galpones de paja que guardaban grandes objetos de bambú
con tensos papeles multicolores —como barriletes— destinados a
adornar las procesiones. En el último costado se eleva el templo,
sobre pilotes, como las chozas de la aldea; se diferenciaba de éstas
por sus mayores dimensiones y por su cuerpo cuadrado, con un te-
cho de paja, que dominaban la construcción principal. Después de
nuestro ascenso por el barro, las abluciones prescritas parecían com-
pletamente naturales y desprovistas de significación religiosa. Entra-
mos. La única luz venía desde lo alto (del farol formado por el casco
central, exactamente encima del altar, de donde pendían estandar-
tes, paños o esteras), y se filtraba a través de la paja de las paredes.
Unas cincuenta estatuillas de latón fundido estaban sobre el altar, a
cuyo lado pendía un gong; en los muros se veían algunas cromoli-
tografías piadosas y una cabeza de ciervo. El piso de gruesos bam-
búes hendidos y trenzados, brillante por el frotamiento de los pies
desnudos, era, bajo nuestros pasos, más suave que una alfombra.
Reinaba una apacible atmósfera de granja y el aire tenía olor a
heno. Esta sala simple y espaciosa que parecía una molienda vacía,
la cortesía de dos bonzos de pie junto a sus jergones, que descansa-
ban sobre una armazón, la conmovedora dedicación con que habían
sido reunidos o confeccionados los accesorios del culto, todo contri-
buía a aproximarse más que nunca a la idea que podía hacerme de
un santuario. «Usted no tiene por qué hacer como yo», me dice mi
compañero mientras se arrodilla cuatro veces delante del altar; y yo
respeté esa opinión. Pero era menos por amor propio que por dis-
creción: él sabía que yo no pertenecía a su confesión y yo tendría
miedo de abusar de los gestos rituales haciéndole creer que los con-
sideraba como convenciones: por una vez no me hubiera sentido
molesto cumpliéndolas. Entre ese culto y yo no se introducía nin-
guna desinteligencia. Aquí no se trataba de inclinarme ante ídolos
o de adorar un pretendido orden sobrenatural, sino sólo de rendir
homenaje a la reflexión decisiva que un pensador, o la sociedad
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