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Capítulo 1: ¡Avancen!
Este día, veinte mil almas permanecían plantadas en su sitio, soportando el peso de
sus armaduras, empuñando las armas, listas para quedar manchadas de violencia y
sangre. A través del campo, a tan solo una corta carrera de distancia, apenas unos
pasos fuera del alcance de las flechas, los dos ejércitos se miraban. Ni un solo árbol se
interponía entre ellos, ninguna cerca, colina o río. El único obstáculo era una roca
grande como un vagón, la misma en la que residía el Rey.
Las personas de sangre y rango notable que lo acompañaban murmuraron entre sí,
pero no con palabras suaves, sino con sonidos estridentes y cortantes, sonidos que
venían del miedo a lo que estaba por venir. Pues todos, menos los más jóvenes, ya
habían visto la muerte y la batalla, y sabían lo que era sentir la sangre tibia de otros
sobre sus pieles… aunque nunca con tan poca esperanza de triunfar.
—¡Paren de cuchichear! —ordenó de repente el Rey Olafo con una voz áspera que
muy pronto suavizó con una sonrisa. —Están asustando a mi pequeño medio
hermano. Mírenlo temblar. Pequeño Harald.
Todos dirigieron su mirada hacia el quinceañero de cabello rubio, que era la viva
estampa del Rey, aunque más joven y apuesto. Era alto y, a primera vista, ataviado
como estaba para la guerra, se le habría podido tomar por un hombre del doble de su
edad, si no fuera por su casco, que era demasiado grande, y su absoluta carencia de
barba.
—¡ESCUDOS! —gritó el Rey Olafo, levantando su martillo de guerra para que todos
lo vieran—. ¡SE ESTÁN MOVIENDO! ¡ESCUDOS!
Como los árboles durante una tormenta, los maderos chocaron y sonaron mientras la
tropa se preparaba. Una tras otra, emergieron lanzas, espadas y hachas, y los
colmillos del ejército se hicieron visibles. Los arqueros aprestaron sus arcos en
silencio, mientras el ruido de los cascos y el relincho de los caballos hacían eco de la
tormenta.
Agitándose en todas direcciones, el estandarte del Rey, con su cruz roja y dorada,
seguía los caprichos del viento, un signo funesto para los supersticiosos. Pero el Rey
Olafo permaneció imperturbable, incluso al escudriñar con la mirada el batallón más
grande. Un bramido de los cielos alumbró el firmamento y en ambos ejércitos
finalmente se oyó la orden.
Capítulo 2: Stiklarstaðir
Cubiertos por sus cascos y sus escudos, ninguno advirtió esa belleza antes de que
desapareciera. Ambos ejércitos vociferaban, y el eco de botas y cascos retumbaba en
todas direcciones. Una lluvia fría caía con fuerza y penetraba las armaduras de
hombres y mujeres, haciéndolos temblar de frío, como también temblaban los
exaltados y los aterrorizados.
‘¡Níð! ¡Argr! ¡Ragr! ¡Ergi! ¡Draugr!’, eran algunos de los incesantes gritos y
provocaciones que brotaban de ambos lados, una avalancha de injurias contra la
descendencia, el coraje, el valor y el potencial del contrario.
Con la sangre hirviendo, un puñado de almas dejó de escuchar las órdenes de sus
Yärls, rompió la formación y se lanzó —temeraria e insensatamente— hacia una
muerte segura por el orgullo y el honor. Algunos de ellos lograron asestar un golpe
tras tomar a sus oponentes por sorpresa, pero pronto fueron abatidos y olvidados
bajo el firme avance de las tropas.
Las flechas oscurecieron el cielo, primero las de un lado y luego las del otro. Muchos
escudos traquetearon y fueron sacudidos por los golpes de las flechas, a la vez que los
desventurados, los desprevenidos y los cobardes eran impactados. Los primeros
gritos de dolor atravesaron los ejércitos y resonaron en el oído de cada uno, un
ineludible destino compartido que muchos otros experimentarían muy pronto. A
pesar de todo, el sonido de las botas sobre la tierra no mermó nunca, y cada brecha
que se abría en las líneas fue cerrada al punto con las preparaciones finales.
La orden llegó cuando los dos ejércitos estaban tan cerca que los unos podían
saborear la respiración pesada y jadeante de los otros. Un estruendo reiterado una y
diez mil veces: “¡MÁTENLOS A TODOS!”.
En ese instante, todos los presentes expulsaron el aire de sus pulmones gritando tan
fuerte como pudieron. Haciendo acopio de su coraje y con toda la fuerza de la que
disponían, se echaron a la carga. Como un barco que se estrella contra las rocas, el
choque fue brutal y sangriento. En medio del campo, astillas y extremidades volaban
por los aires. Las armas afiladas y contundentes de ambos lados cortaban, hendían y
desgarraban tejidos vivientes por doquier. Los gritos de dolor de quienes recibían
sus primeras heridas traspasaron los cielos. De cada corazón moribundo bombeaba
un poco de sangre hacia la tierra, pero no había tiempo para lamentarse ni para tener
compasión.
Por lo que pareció una eternidad, ninguna de las dos fuerzas pudo hacer retroceder al
adversario, lo que condujo a una violenta parálisis. Un golpe respondía a otro golpe,
las heridas se repartían a ambos lados, la muerte llegaba indiscriminadamente. Miles
de sueños quedaron sepultados y miles de rencores fueron resarcidos.
Pisando fuerte y con creciente impaciencia, el rey caminaba de arriba abajo, mientras
empujaba a sus soldados por la espalda con su propio cuerpo y su escudo. Aquello
pareció surtir poco efecto, aunque con cada empellón sus soldados avanzaban algún
ápice. Poco a poco sus fuerzas abrieron camino, doblegaron la primera línea enemiga
y comenzaron a causar heridas a la segunda.
—¡SIGAN AVANZANDO! —repitió el Rey Olafo—. ¡MÁTENLOS A TODOS!
El rey estaba como poseído por el poder de su dios, y sus esfuerzos parecían, por sí
solos, estar inclinando la batalla a su favor. Sin embargo, la fortuna empezó a
abandonar a Olafo tan rápidamente como se había puesto de su lado. Sin importar
qué tan fuerte empujara el rey, los pies de sus guerreros empezaron a resbalar y él
con ellos, mientras sus botas se anegaban de sangre en el terreno húmedo y frío.
El Rey Olafo sabía que tenía que tomar el control, y que tenía que hacerlo de prisa.
Podía escuchar las múltiples órdenes de sus jefes tratando de reagrupar a sus
soldados, y sabía que si cualquiera de ellos llegaba a fallar, todo el esfuerzo que había
hecho en su vida se vería destruido.
Dejando que otro guerrero tomara su lugar, el Rey Olafo retrocedió hasta la roca en
la que había estado antes y desde allí examinó la batalla. Dondequiera que miraba
veía más enemigos acercándose a toda prisa y, para colmo de males, su brazo estaba
ya cansado y adolorido. Su muñeca estaba inflamada, los tendones y ligamentos
sufrían con la tensión, y emitía fuertes gruñidos de rabia. ¡Si tan solo fuera un poco
más joven! Por un momento consideró el consejo que le habían dado y preparó sus
labios para ordenar la retirada, pero en ese mismo instante divisó aquellos tres
personajes que hacían hervir su sangre.
Justo detrás de la tercera línea enemiga, el Rey Olafo podía ver a los Yärls Kálfr
Árnason, Thorir Hund y Hárek de Tjøtta. Gritaban órdenes y agitaban los brazos.
Con cada palabra que salía de sus bocas inclinaban la batalla un poco más a su favor,
amenazando todo lo que él había planeado y logrado.
—¡USTEDES! —gritó el Rey Olafo tan enérgicamente que todo el mundo pudo
escucharlo, mientras señalaba con su martillo de guerra a los tres hombres que se
habían vuelto en su contra—. ¡TRAIDORES! ¡YO SOY EL REY! ¡VOY A MATARLOS
A LOS TRES!
El grito de guerra retumbó hasta los huesos de los tres Yärls. Entonces se
prepararon. El Yärl Hárek de Tjøtta, un cobarde, retrocedió y se escondió detrás de
sus hombres, mientras que el Yärl Kálfr Árnason y Thorir Hund se mantuvieron
firmes de cara al singular e inevitable enfrentamiento que se avecinaba y apretaron
valientemente la empuñadura de sus armas. Lo sabían, el Rey venía por ellos.
Apartando a empujones a sus propios hombres, el Rey Olafo entró una vez más en el
fragor de la batalla. Él solo atravesó rápidamente la primera línea enemiga, pasando
por encima de los muertos y los heridos. La segunda línea intentó detenerlo, pero el
rey derribó cuatro almas de un solo golpe. En un abrir y cerrar de ojos ya había
alcanzado la tercera línea, y una vez más sus enemigos intentaron pararlo.
Finalmente, lograron asestarle algunos golpes, pero el rey no dejaba de poner toda su
fuerza en su martillo de guerra y, golpe tras golpe, destrozaba a los enemigos y, al
tiempo, su propia muñeca. El tremendo dolor que hubiera hecho sucumbir a
cualquier persona normal era silenciando por su sangre hirviente y su voluntad
inagotable.
Listos y a la espera, los dos Yärls se abalanzaron juntos hacia el rey. El choque fue
brutal, y el campo de batalla se tornaba cada vez más violento con los hachazos,
puñaladas y tajaduras que venían de lado y lado. Por un brevísimo instante, pareció
que el Rey Olafo iba a abatirlos, ganar la batalla y cantar una victoria digna de la
historia. Sin embargo, aquello no estaba destinado a ocurrir.
Mientras que el Rey Olafo había luchado y forcejeado como ningún otro, sus
hombres no habían podido reagruparse ni tan siquiera mantener su lugar. De modo
que, con el cansancio apretándole las extremidades cansadas y doloridas, no pudo
resistir, y no había nadie allí para ayudarlo. El sudor caía por su frente y le escocía en
los ojos, al tiempo que la lluvia no hacía sino burlarse de la sequedad de su garganta.
Necesitaba retroceder, pero no le daban tregua, la avalancha de golpes seguía
llegando y sus enemigos lo rodeaban por todos lados.
Pero el Rey Olafo respondía siempre con la misma palabra desafiante: “¡NUNCA!”.
Y entonces, los ataques continuaron. Con cada uno de ellos, el Rey Olafo se veía
obligado a ceder más y más terreno. Así fue reculando hasta que sus pies tropezaron
con el borde de la roca que había llegado a conocer tan bien. Abrumado, el Rey Olafo
cayó sobre una rodilla. Aunque estaba exhausto y dolorido, se negaba a claudicar.
Con una oración en lo profundo de su corazón, el Rey Olafo reunió las fuerzas que le
quedaban y, con un grito de batalla que retumbó más fuerte que la tormenta, atacó
por última vez.
“¡POR NORUEGA!”
El golpe del Rey Olafo fue desesperado e insensato, pero también vigoroso. Fue un
golpe decisivo, uno que podría haber matado a un gran guerrero con facilidad y
reescrito así la historia. Pero en ese momento, cuando los Yärls habrían debido caer,
un hombre de Rovde de rasgos ordinarios y poco llamativos, que era apenas un
calafate y respondía al nombre de Thorstein, se interpuso en el camino del golpe
fatal, y lo recibió con el escudo que llevaba en el brazo izquierdo.
El golpe quebró casi todos los huesos del brazo de Thorstein con un sonoro crujido
que pareció imitar el de un gran árbol al caer. Sin embargo, lo resistió, y no dejó
pasar un instante antes de blandir su hacha de confianza contra su objetivo con toda
la fuerza de su otro brazo.
La herida era profunda y bastante más dolorosa que cualquier otra que el Rey Olafo
hubiera sufrido jamás, y por primera vez en mucho tiempo sintió el roce frío del
miedo y la mirada de la muerte sobre él.
El hacha había atravesado armadura, carne y hueso, revelando una intensa marea de
rojo como la que saldría de cualquier otro hombre. Hubo una pausa momentánea no
solo en aquel embate, sino también en la batalla, mientras todos contemplaban la
tremenda herida del rey. Muchos se quedaron mirando con la respiración contenida,
preguntándose si lo que presenciaban era cierto. Pero la pausa duró poco, ya que el
Rey Olafo retrocedió como una bestia herida e indefensa.
Allí, en medio de todo, Harald, el medio hermano del rey, reunió a dos almas a su
lado solo con su grito desesperado. Un hombre de cabello plateado que era conocido
por todos como Rognvald Brusason, y otro que era el poeta del rey, un hombre de
cabello negro y rizado conocido como Thormod Kolbrúnarskald, atacaron.
Mientras Harald batallaba, no muy lejos de él, la muerte se acercaba a Olafo. El rey
pudo sentirlo. Los pelos de la nuca se lo advirtieron, su respiración laboriosa lo
repetía, y sus ojos contemplaron las armas que serían su perdición y las almas que las
esgrimían. La Muerte
lo estrechaba con más fuerza.
Con los dientes rechinando hasta el punto de romperse y lágrimas en los ojos, el Rey
Olafo trató de soportar la oleada de dolor e hizo lo único que pudo para sobrevivir.
Desesperado, golpeó con sus manos la piedra desde la que tan lejos había mirado y
usó la fuerza que le quedaba para arrastrarse. Se las arregló para trepar un poco en la
piedra, dejando un grueso rastro de sangre en el intento. Trató de seguir
arrastrándose, pero con tanta sangre brotando de su rodilla a cada momento, sus
extremidades cansadas a duras penas podían mantener el ritmo.
Con pasos lentos que la muerte misma guiaba, Kálfr Árnason y Thorir Hund le
seguían la pista. Avanzaban silenciosamente en medio del caos de la batalla. Ambos
miraban fijamente sin pestañear y su deseo era inconfundible.
El rostro del Rey Olafo se mostraba furioso, aunque sus ojos lo traicionaban, ya que
en ellos brillaba el miedo. Con todas sus fuerzas y toda su desesperación trató de
levantar su martillo una vez más para defenderse de aquellos golpes inevitables que
no tardarían en llegar, pero no le quedaban fuerzas, contra su propia voluntad, su
muñeca temblorosa dejó abandonado su martillo. Intentó gritar de nuevo, pero su
voz se quebró y el pánico se apoderó de sus pulmones. Parecía que eso lo haría
sucumbir, el miedo, pero en lo profundo de su corazón hizo una oración y encontró
algo de paz que calmó su respiración y le hirvió la sangre.
Las palabras del Rey Olafo resonaron en el campo de batalla y, como un regalo del
cielo, rompieron las nubes e incitaron a todos aquellos que las escucharon a
reagruparse. Las fuerzas del rey embistieron por última vez contra la línea enemiga,
forzándola casi a romperse, pero la gran cantidad de enemigos no pudo ser superada.
Los enemigos de Olafo no lo dejarían escapar.
Todas las fuerzas del Rey Olafo se hallaban impotentes ante un espectáculo del que
no podían apartar la mirada.
Con un grito frenético y sus armas dispuestas, Thorir Hund y Kálfr Árnason
golpearon al rey mientras este se arrastraba. La lanza empuñada por Kálfr Árnason
dio una firme cuchillada y se hundió profundamente en el estómago del rey, justo
debajo de la cota de malla que lo protegía. En el mismo instante, la espada de Thorir
Hund se clavó en el cuello del rey, casi separando su cuerpo de su cabeza.
Por un instante, el campo de batalla estuvo igual que los muertos, silencioso y quieto.
Todos estaban asombrados y boquiabiertos. Apenas habría algún alma presente que
no se hubiera convencido de que una era había llegado a su fin. Pues al empapar el
campo la sangre de Sigurðarson empapó el campo, cuando los poderes más allá de la
humanidad se movieron y convirtieron el día en noche, el presagio de lo que estaba
por venir se hizo realidad. Noruega ahora pertenecía a otro.
Más de un alma entendió en ese momento el valor de la sangre que se escurría sobre
la tierra, esa sangre compartida por el rey que aún corría por las venas de uno de
ellos. En silencio, los más sabios miraron al medio hermano, Harald.
Pero, para las masas, tal entendimiento no era posible. Un puñado de palabras
rompió el silencio.
—¡Está muerto, muchacho! —gritó Rognvald—. ¡Está muerto! ¡No podemos hacer
nada! ¡Vamos!
Sin perder tiempo para dejarlo llorar, Rognvald agarró a Harald por los hombros y
casi que se lo echó sobre el hombro, obligándolo a ponerse de pie.
—¡VAMOS! —repitió Rognvald—. ¡VAMOS!
Capítulo 4: El bosque