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El último vikingo: el heredero exiliado

Christopher Moltzau Anderson

Capítulo 1: ¡Avancen!

Un restallido de truenos y relámpagos anunció la llegada de la vanguardia de nubes


oscuras que ya acariciaba el valle de Veradalr con su lluvia helada. El calor del sol
menguaba con cada segundo que pasaba, y la tormenta inminente no podía
ignorarse. Cualquier otro día, semejante furia habría movido a todas las almas del
valle a buscar refugio y calidez, a apretujarse con sus seres queridos en torno a
cualquier mísero fuego que lograran encender. Pero no este día.

Este día, veinte mil almas permanecían plantadas en su sitio, soportando el peso de
sus armaduras, empuñando las armas, listas para quedar manchadas de violencia y
sangre. A través del campo, a tan solo una corta carrera de distancia, apenas unos
pasos fuera del alcance de las flechas, los dos ejércitos se miraban. Ni un solo árbol se
interponía entre ellos, ninguna cerca, colina o río. El único obstáculo era una roca
grande como un vagón, la misma en la que residía el Rey.

—Tres mil…contra quince… —susurró el Rey Olafo desde lo alto de su plataforma


natural, apretando con más fuerza la empuñadura de su temible martillo de guerra.
Salvo por la corona dorada, iba vestido como un soldado, de túnica carmesí. Alto, con
hombros anchos y grueso cabello rubio, era regio en cada aspecto de su apariencia, y
lo sabía. “Creo poder ver al Yärl Kálfr Árnason… Y al Yärl Thorir Hund… Y a ese
granjero, Hárek. Podrían tener un número diez veces superior al mío. Pero los
destruiré. Los destruiré a todos. Noruega es mía. Soy el Rey”.

Las personas de sangre y rango notable que lo acompañaban murmuraron entre sí,
pero no con palabras suaves, sino con sonidos estridentes y cortantes, sonidos que
venían del miedo a lo que estaba por venir. Pues todos, menos los más jóvenes, ya
habían visto la muerte y la batalla, y sabían lo que era sentir la sangre tibia de otros
sobre sus pieles… aunque nunca con tan poca esperanza de triunfar.

—¡Paren de cuchichear! —ordenó de repente el Rey Olafo con una voz áspera que
muy pronto suavizó con una sonrisa. —Están asustando a mi pequeño medio
hermano. Mírenlo temblar. Pequeño Harald.

Todos dirigieron su mirada hacia el quinceañero de cabello rubio, que era la viva
estampa del Rey, aunque más joven y apuesto. Era alto y, a primera vista, ataviado
como estaba para la guerra, se le habría podido tomar por un hombre del doble de su
edad, si no fuera por su casco, que era demasiado grande, y su absoluta carencia de
barba.

—¡No estoy asustado! —protestó—. ¡No lo estoy! ¡Estoy emocionado!


Risas suaves y carcajadas rompieron la tensión que se había ido formando, y por un
momento pareció que todos hubieran conseguido distraerse. Pero aquello no duró
mucho, pues la orden que todos habían estado esperando y temiendo sonó
estrepitosamente.

—¡ESCUDOS! —gritó el Rey Olafo, levantando su martillo de guerra para que todos
lo vieran—. ¡SE ESTÁN MOVIENDO! ¡ESCUDOS!

Como los árboles durante una tormenta, los maderos chocaron y sonaron mientras la
tropa se preparaba. Una tras otra, emergieron lanzas, espadas y hachas, y los
colmillos del ejército se hicieron visibles. Los arqueros aprestaron sus arcos en
silencio, mientras el ruido de los cascos y el relincho de los caballos hacían eco de la
tormenta.

Agitándose en todas direcciones, el estandarte del Rey, con su cruz roja y dorada,
seguía los caprichos del viento, un signo funesto para los supersticiosos. Pero el Rey
Olafo permaneció imperturbable, incluso al escudriñar con la mirada el batallón más
grande. Un bramido de los cielos alumbró el firmamento y en ambos ejércitos
finalmente se oyó la orden.

—¡AVANCEN! ¡AVANCEN! ¡AVANCEN!

Capítulo 2: Stiklarstaðir

Verdes briznas de hierba ondeaban suave y silenciosamente con el viento, al tiempo


que algunas gotas de lluvia comenzaban a acariciar el paisaje. Por un breve instante,
las gotas de agua permanecieron suspendidas en un rayo de luz, y entonces apareció
el Bilröst, aquel puente de arcoíris que atraviesa todo el valle y se pierde a lo lejos por
direcciones desconocidas. Sin embargo, a medida que las nubes avanzaban, la belleza
de la naturaleza se ahogaba bajo una turbulencia.

Cubiertos por sus cascos y sus escudos, ninguno advirtió esa belleza antes de que
desapareciera. Ambos ejércitos vociferaban, y el eco de botas y cascos retumbaba en
todas direcciones. Una lluvia fría caía con fuerza y penetraba las armaduras de
hombres y mujeres, haciéndolos temblar de frío, como también temblaban los
exaltados y los aterrorizados.

‘¡Níð! ¡Argr! ¡Ragr! ¡Ergi! ¡Draugr!’, eran algunos de los incesantes gritos y
provocaciones que brotaban de ambos lados, una avalancha de injurias contra la
descendencia, el coraje, el valor y el potencial del contrario.
Con la sangre hirviendo, un puñado de almas dejó de escuchar las órdenes de sus
Yärls, rompió la formación y se lanzó —temeraria e insensatamente— hacia una
muerte segura por el orgullo y el honor. Algunos de ellos lograron asestar un golpe
tras tomar a sus oponentes por sorpresa, pero pronto fueron abatidos y olvidados
bajo el firme avance de las tropas.

—¡NO RETROCEDAN! —gritaron los Yärls en ambos lados—. ¡CUIDEN LA


IZQUIERDA! ¡MANTÉNGANSE FIRMES AL ESTE! ¡A CUBIERTO!

Las flechas oscurecieron el cielo, primero las de un lado y luego las del otro. Muchos
escudos traquetearon y fueron sacudidos por los golpes de las flechas, a la vez que los
desventurados, los desprevenidos y los cobardes eran impactados. Los primeros
gritos de dolor atravesaron los ejércitos y resonaron en el oído de cada uno, un
ineludible destino compartido que muchos otros experimentarían muy pronto. A
pesar de todo, el sonido de las botas sobre la tierra no mermó nunca, y cada brecha
que se abría en las líneas fue cerrada al punto con las preparaciones finales.

La orden llegó cuando los dos ejércitos estaban tan cerca que los unos podían
saborear la respiración pesada y jadeante de los otros. Un estruendo reiterado una y
diez mil veces: “¡MÁTENLOS A TODOS!”.

En ese instante, todos los presentes expulsaron el aire de sus pulmones gritando tan
fuerte como pudieron. Haciendo acopio de su coraje y con toda la fuerza de la que
disponían, se echaron a la carga. Como un barco que se estrella contra las rocas, el
choque fue brutal y sangriento. En medio del campo, astillas y extremidades volaban
por los aires. Las armas afiladas y contundentes de ambos lados cortaban, hendían y
desgarraban tejidos vivientes por doquier. Los gritos de dolor de quienes recibían
sus primeras heridas traspasaron los cielos. De cada corazón moribundo bombeaba
un poco de sangre hacia la tierra, pero no había tiempo para lamentarse ni para tener
compasión.

Por lo que pareció una eternidad, ninguna de las dos fuerzas pudo hacer retroceder al
adversario, lo que condujo a una violenta parálisis. Un golpe respondía a otro golpe,
las heridas se repartían a ambos lados, la muerte llegaba indiscriminadamente. Miles
de sueños quedaron sepultados y miles de rencores fueron resarcidos.

—¡AVANCEN! —ordenó el Rey Olafo—. ¡MÁTENLOS A TODOS!

Pisando fuerte y con creciente impaciencia, el rey caminaba de arriba abajo, mientras
empujaba a sus soldados por la espalda con su propio cuerpo y su escudo. Aquello
pareció surtir poco efecto, aunque con cada empellón sus soldados avanzaban algún
ápice. Poco a poco sus fuerzas abrieron camino, doblegaron la primera línea enemiga
y comenzaron a causar heridas a la segunda.
—¡SIGAN AVANZANDO! —repitió el Rey Olafo—. ¡MÁTENLOS A TODOS!

El rey estaba como poseído por el poder de su dios, y sus esfuerzos parecían, por sí
solos, estar inclinando la batalla a su favor. Sin embargo, la fortuna empezó a
abandonar a Olafo tan rápidamente como se había puesto de su lado. Sin importar
qué tan fuerte empujara el rey, los pies de sus guerreros empezaron a resbalar y él
con ellos, mientras sus botas se anegaban de sangre en el terreno húmedo y frío.

El Rey Olafo sabía que tenía que tomar el control, y que tenía que hacerlo de prisa.
Podía escuchar las múltiples órdenes de sus jefes tratando de reagrupar a sus
soldados, y sabía que si cualquiera de ellos llegaba a fallar, todo el esfuerzo que había
hecho en su vida se vería destruido.

—¡CONMIGO! —gritó vigorosamente.

Como un endemoniado, el Rey Olafo se arrojó al combate, rugiendo y maldiciendo a


cada alma infortunada que se atrevía a encararlo. Su martillo de guerra troceaba
escudos, rompía lanzas, doblaba y desportillaba espadas, y las armaduras de sus
enemigos se mostraban incapaces de proteger el saco de carne y huesos que llevaban
dentro. Cada vez que blandía su martillo, el Rey Olafo extinguía otra alma y su cara
se pintaba nuevamente en la bruma de sangre tibia que se elevaba a su alrededor.
Pero los enemigos eran inagotables. Incluso después de haber acabado con una
treintena de almas, seguían llegando otras a ocupar ese lugar.

—¡ESTÁN ACABANDO CON NOSOTROS! —alertó el Yärl de Dalarna—. ¡DEBEMOS


RETIRARNOS!

Dejando que otro guerrero tomara su lugar, el Rey Olafo retrocedió hasta la roca en
la que había estado antes y desde allí examinó la batalla. Dondequiera que miraba
veía más enemigos acercándose a toda prisa y, para colmo de males, su brazo estaba
ya cansado y adolorido. Su muñeca estaba inflamada, los tendones y ligamentos
sufrían con la tensión, y emitía fuertes gruñidos de rabia. ¡Si tan solo fuera un poco
más joven! Por un momento consideró el consejo que le habían dado y preparó sus
labios para ordenar la retirada, pero en ese mismo instante divisó aquellos tres
personajes que hacían hervir su sangre. 

Justo detrás de la tercera línea enemiga, el Rey Olafo podía ver a los Yärls Kálfr
Árnason, Thorir Hund y Hárek de Tjøtta. Gritaban órdenes y agitaban los brazos.
Con cada palabra que salía de sus bocas inclinaban la batalla un poco más a su favor,
amenazando todo lo que él había planeado y logrado. 

—¡USTEDES! —gritó el Rey Olafo tan enérgicamente que todo el mundo pudo
escucharlo, mientras señalaba con su martillo de guerra a los tres hombres que se
habían vuelto en su contra—. ¡TRAIDORES! ¡YO SOY EL REY! ¡VOY A MATARLOS
A LOS TRES!

El grito de guerra retumbó hasta los huesos de los tres Yärls. Entonces se
prepararon. El Yärl Hárek de Tjøtta, un cobarde, retrocedió y se escondió detrás de
sus hombres, mientras que el Yärl Kálfr Árnason y Thorir Hund se mantuvieron
firmes de cara al singular e inevitable enfrentamiento que se avecinaba y apretaron
valientemente la empuñadura de sus armas. Lo sabían, el Rey venía por ellos. 

Apartando a empujones a sus propios hombres, el Rey Olafo entró una vez más en el
fragor de la batalla. Él solo atravesó rápidamente la primera línea enemiga, pasando
por encima de los muertos y los heridos. La segunda línea intentó detenerlo, pero el
rey derribó cuatro almas de un solo golpe. En un abrir y cerrar de ojos ya había
alcanzado la tercera línea, y una vez más sus enemigos intentaron pararlo.
Finalmente, lograron asestarle algunos golpes, pero el rey no dejaba de poner toda su
fuerza en su martillo de guerra y, golpe tras golpe, destrozaba a los enemigos y, al
tiempo, su propia muñeca. El tremendo dolor que hubiera hecho sucumbir a
cualquier persona normal era silenciando por su sangre hirviente y su voluntad
inagotable. 

—¡USTEDES! —bramó el Rey Olafo, respirando con dificultad. 

Listos y a la espera, los dos Yärls se abalanzaron juntos hacia el rey. El choque fue
brutal, y el campo de batalla se tornaba cada vez más violento con los hachazos,
puñaladas y tajaduras que venían de lado y lado. Por un brevísimo instante, pareció
que el Rey Olafo iba a abatirlos, ganar la batalla y cantar una victoria digna de la
historia. Sin embargo, aquello no estaba destinado a ocurrir. 

Mientras que el Rey Olafo había luchado y forcejeado como ningún otro, sus
hombres no habían podido reagruparse ni tan siquiera mantener su lugar. De modo
que, con el cansancio apretándole las extremidades cansadas y doloridas, no pudo
resistir, y no había nadie allí para ayudarlo. El sudor caía por su frente y le escocía en
los ojos, al tiempo que la lluvia no hacía sino burlarse de la sequedad de su garganta.
Necesitaba retroceder, pero no le daban tregua, la avalancha de golpes seguía
llegando y sus enemigos lo rodeaban por todos lados. 

—¡RÍNDETE! —gritaban los Yärls al unísono una y otra vez. 

Pero el Rey Olafo respondía siempre con la misma palabra desafiante: “¡NUNCA!”.

Y entonces, los ataques continuaron. Con cada uno de ellos, el Rey Olafo se veía
obligado a ceder más y más terreno. Así fue reculando hasta que sus pies tropezaron
con el borde de la roca que había llegado a conocer tan bien. Abrumado, el Rey Olafo
cayó sobre una rodilla. Aunque estaba exhausto y dolorido, se negaba a claudicar. 
Con una oración en lo profundo de su corazón, el Rey Olafo reunió las fuerzas que le
quedaban y, con un grito de batalla que retumbó más fuerte que la tormenta, atacó
por última vez. 

“¡POR NORUEGA!”

El golpe del Rey Olafo fue desesperado e insensato, pero también vigoroso. Fue un
golpe decisivo, uno que podría haber matado a un gran guerrero con facilidad y
reescrito así la historia. Pero en ese momento, cuando los Yärls habrían debido caer,
un hombre de Rovde de rasgos ordinarios y poco llamativos, que era apenas un
calafate y respondía al nombre de Thorstein, se interpuso en el camino del golpe
fatal, y lo recibió con el escudo que llevaba en el brazo izquierdo.

El golpe quebró casi todos los huesos del brazo de Thorstein con un sonoro crujido
que pareció imitar el de un gran árbol al caer. Sin embargo, lo resistió, y no dejó
pasar un instante antes de blandir su hacha de confianza contra su objetivo con toda
la fuerza de su otro brazo. 

—¡AHHHHH! —gritó adolorido el Rey Olafo. 

La herida era profunda y bastante más dolorosa que cualquier otra que el Rey Olafo
hubiera sufrido jamás, y por primera vez en mucho tiempo sintió el roce frío del
miedo y la mirada de la muerte sobre él. 

El hacha había atravesado armadura, carne y hueso, revelando una intensa marea de
rojo como la que saldría de cualquier otro hombre. Hubo una pausa momentánea no
solo en aquel embate, sino también en la batalla, mientras todos contemplaban la
tremenda herida del rey. Muchos se quedaron mirando con la respiración contenida,
preguntándose si lo que presenciaban era cierto. Pero la pausa duró poco, ya que el
Rey Olafo retrocedió como una bestia herida e indefensa.

—¡VENGANZA!  —vociferó el Yärl Thorir Hund—. ¡POR MI SOBRINO!

—¡OLAFO! —rugió Harald—. ¡HERMANO! ¡DEFIENDAN AL REY! ¡TODOS CON EL


REY!

Capítulo 3: El destino del rey

El terreno ensangrentado era un pantano de muerte, los rostros inmóviles y las


miradas apagadas de los caídos se perdían bajo un suelo que buscaba tragarlos por
completo. Aquellos que con dificultad daban sus últimos respiros no podían
encontrar la paz, pues el caos de la batalla ahogaba sus gritos de ayuda y aplastaba la
poca vida que les quedaba bajo una estampida de botas. Aunque el número de
heridos y caídos crecía de manera aparentemente interminable, muy por encima de
la lluvia de flechas, de las alas de los pájaros y de las nubes grises, la luna comenzó a
tragarse al sol en un acto no visto en siglos.

—¡A MÍ! —suplicó Olafo—. ¡A MÍ! ¡TODOS A MÍ!

Las desdibujadas líneas de los dos ejércitos se fusionaron en un desorden de


innumerables duelos, mientras la desesperada arremetida de ambos lados se fatigaba
sobre los muertos ensangrentados y cubiertos de barro. Los que quedaban de las
fuerzas del Rey Olafo trataron de correr a su lado; entretanto, la batalla llegaba a un
nivel de crueldad y ferocidad que pocos habían visto, y que los haría sufrir pesadillas
por el resto de sus días.

Allí, en medio de todo, Harald, el medio hermano del rey, reunió a dos almas a su
lado solo con su grito desesperado. Un hombre de cabello plateado que era conocido
por todos como Rognvald Brusason, y otro que era el poeta del rey, un hombre de
cabello negro y rizado conocido como Thormod Kolbrúnarskald, atacaron.

Sin pensar en su propio bienestar y el de sus aliados, Harald golpeaba salvajemente a


los que encontraba en su camino mientras se abría paso por el fragor de la batalla.
Balanceando su espada violentamente, golpeó a uno que trató de detenerlo y luego a
otro, hendiéndoles la carne y enviándolos a bañarse en el barro rojo. Sin embargo, la
desesperación lo hacía ser descuidado. Primero una maza lo golpeó y le quitó el
casco, y luego una espada se clavó en su armadura, antes de que empezara a
desfallecer.

Con la visión borrosa, los oídos zumbantes, el dolor extendiéndose y la sangre


goteando, Harald intentó avanzar la última parte de la corta distancia que lo
separaba de Olafo, pero fue imposible. Simplemente había demasiada gente en su
camino. La desesperación se apoderó de él y se volvió aún más descuidado. Trató de
abrirse paso con todas sus fuerzas, agarrando y empujando a cualquiera que pudiera,
pero fue inútil. Más de dos veces lo hicieron retroceder, y más de dos veces fue herido
nuevamente. Fue en su tercer intento desesperado cuando se dio cuenta de la
futilidad de sus esfuerzos, justo en el momento en que la punta penetrante de una
lanza le atravesó el hombro y finalmente se desplomó. Podría haber perecido en allí
en ese instante, si no fuera porque los dos que se habían unido a él lo protegieron.

Mientras Harald batallaba, no muy lejos de él, la muerte se acercaba a Olafo. El rey
pudo sentirlo. Los pelos de la nuca se lo advirtieron, su respiración laboriosa lo
repetía, y sus ojos contemplaron las armas que serían su perdición y las almas que las
esgrimían. La Muerte
lo estrechaba con más fuerza.
Con los dientes rechinando hasta el punto de romperse y lágrimas en los ojos, el Rey
Olafo trató de soportar la oleada de dolor e hizo lo único que pudo para sobrevivir.
Desesperado, golpeó con sus manos la piedra desde la que tan lejos había mirado y
usó la fuerza que le quedaba para arrastrarse. Se las arregló para trepar un poco en la
piedra, dejando un grueso rastro de sangre en el intento. Trató de seguir
arrastrándose, pero con tanta sangre brotando de su rodilla a cada momento, sus
extremidades cansadas a duras penas podían mantener el ritmo.

Con pasos lentos que la muerte misma guiaba, Kálfr Árnason y Thorir Hund le
seguían la pista. Avanzaban silenciosamente en medio del caos de la batalla. Ambos
miraban fijamente sin pestañear y su deseo era inconfundible. 

El rostro del Rey Olafo se mostraba furioso, aunque sus ojos lo traicionaban, ya que
en ellos brillaba el miedo. Con todas sus fuerzas y toda su desesperación trató de
levantar su martillo una vez más para defenderse de aquellos golpes inevitables que
no tardarían en llegar, pero no le quedaban fuerzas, contra su propia voluntad, su
muñeca temblorosa dejó abandonado su martillo. Intentó gritar de nuevo, pero su
voz se quebró y el pánico se apoderó de sus pulmones. Parecía que eso lo haría
sucumbir, el miedo, pero en lo profundo de su corazón hizo una oración y encontró
algo de paz que calmó su respiración y le hirvió la sangre.

“¡VÉNGUENME! ¡POR NORUEGA! ¡VÉNGUENME!”

Las palabras del Rey Olafo resonaron en el campo de batalla y, como un regalo del
cielo, rompieron las nubes e incitaron a todos aquellos que las escucharon a
reagruparse. Las fuerzas del rey embistieron por última vez contra la línea enemiga,
forzándola casi a romperse, pero la gran cantidad de enemigos no pudo ser superada.
Los enemigos de Olafo no lo dejarían escapar.

—¡TENEMOS QUE SALVARLO! —protestó Harald—. ¡TENEMOS QUE HACERLO!

Harald trató desesperadamente de cargar hacia adelante, pero, como el de tantos


otros, su cuerpo no pudo recuperarse. Sus heridas no se reducían simplemente al
dolor provocado por las costillas rotas y los moretones, sino que la sangre, su esencia
misma, le brotaba a borbotones por su hombro con cada latido del corazón.

—¡No sirve de nada! —comentó Rognvald.

Todas las fuerzas del Rey Olafo se hallaban impotentes ante un espectáculo del que
no podían apartar la mirada. 

Con un grito frenético y sus armas dispuestas, Thorir Hund y Kálfr Árnason
golpearon al rey mientras este se arrastraba. La lanza empuñada por Kálfr Árnason
dio una firme cuchillada y se hundió profundamente en el estómago del rey, justo
debajo de la cota de malla que lo protegía. En el mismo instante, la espada de Thorir
Hund se clavó en el cuello del rey, casi separando su cuerpo de su cabeza.

El Rey Olafo no tenía palabras y tampoco habría podido pronunciarlas de haberlo


querido. Algunos sonidos incomprensibles borbotearon de él, antes de que echara la
cabeza ligeramente hacia atrás para mirar al cielo. Con sus últimas fuerzas sonrió
levemente justo cuando las nubes se abrieron, y fue testigo de cómo la luna se
tragaba al sol y envolvía al mundo en su sombra mística. Un momento que nunca
sería enterrado en el olvido de la historia.

Por un instante, el campo de batalla estuvo igual que los muertos, silencioso y quieto.
Todos estaban asombrados y boquiabiertos. Apenas habría algún alma presente que
no se hubiera convencido de que una era había llegado a su fin. Pues al empapar el
campo la sangre de Sigurðarson empapó el campo, cuando los poderes más allá de la
humanidad se movieron y convirtieron el día en noche, el presagio de lo que estaba
por venir se hizo realidad. Noruega ahora pertenecía a otro.

Más de un alma entendió en ese momento el valor de la sangre que se escurría sobre
la tierra, esa sangre compartida por el rey que aún corría por las venas de uno de
ellos. En silencio, los más sabios miraron al medio hermano, Harald.

Pero, para las masas, tal entendimiento no era posible. Un puñado de palabras
rompió el silencio.

“¡EL REY ESTÁ MUERTO”

Las respiraciones contenidas de repente fueron liberadas cuando la totalidad de las


fuerzas estallaron en una plétora de emociones contradictorias. A su alrededor, lo
que quedaba del ejército del Rey Olafo se desmoronaba. Pocas almas se atrevieron a
hacerle frente al enemigo y las que lo hicieron fueron aplastadas y masacradas. La
batalla se hundió en el caos, los flancos derecho e izquierdo se derrumbaron mientras
los primeros hombres comenzaron a abandonar el cuerpo aún cálido de su rey.

“¡RETIRADA! ¡AL BOSQUE!”

—¡OLAFO! —chilló Harald—. ¡OLAFO!

—¡Está muerto, muchacho! —gritó Rognvald—. ¡Está muerto! ¡No podemos hacer
nada! ¡Vamos!

Sin perder tiempo para dejarlo llorar, Rognvald agarró a Harald por los hombros y
casi que se lo echó sobre el hombro, obligándolo a ponerse de pie.
—¡VAMOS! —repitió Rognvald—. ¡VAMOS!

“¡RETIRADA AL BOSQUE! ¡RETIRADA!”

Capítulo 4: El bosque

La madera oscura del bosque crujía débilmente. La acompañaban algunos cantos


lejanos de aves ocultas entre las copas de los árboles. El martillear de un pájaro
carpintero interrumpió momentáneamente esa calma, antes de ser devorado
nuevamente por el silencio. En aquel momento apacible, el ligero balanceo de los
pinos verdes susurraba tras las piñas a medio crecer que se achicharraban bajo el
calor del sol, y los discretos hongos florecían donde los cálidos rayos no penetraban.
Era un lugar sereno cuya existencia permanecía ignorada por la gran mayoría del
mundo. Nada podría, al parecer, romper aquella tranquilidad, pero el pesado andar
de dos pares de botas finalmente lo hizo.
Allí, en la espesura del bosque, rozando las cortezas de los árboles y pinos secos y
caídos, estaban los dos fugitivos. Ni una sola hora había pasado desde el comienzo de
la cacería, y, sin embargo, ya habían mirado la muerte a los ojos cuatro veces. Cada
escape los había dejado peor que el anterior.
Rognvald guiaba la marcha, sosteniendo a su compañero y a veces incluso
arrastrándolo. Como un pastor tratando de salvar a su rebaño de los lobos, se abría
paso por el bosque usando su desportillada y torcida espada como bastón. Era
apenas la sombra del orgulloso guerrero que había sido al clarear el día. Su armadura
estaba en condiciones deplorables, unas partes le faltaban y las restantes estaban en
pedazos. Bajo ella se ocultaban huesos rotos en la batalla y magulladuras frescas que
no dejaban de aparecer. Tenía un corte en medio de su nariz, y las gotas de sangre
que brotaban de él eran absorbidas por su alguna vez impoluta barba plateada, lo que
dejaba surcos rojos que acentuaban los tonos del lodo. Aun así, tan mal como se
veían las cosas para Rognvald, era Harald, el joven que andaba a su lado, el medio
hermano del recién fallecido rey, quien estaba al borde de la muerte. Había perdido
su casco, su escudo y su espada, su túnica azul estaba rasgada y su armadura había
sido penetrada. Su pecho y espalda estaban espolvoreados con flechas rotas, pero la
saliente punta de una lanza rota en su hombro era lo que realmente le producía aquel
dolor inimaginable con cada paso que daba, aún peor con cada tropezón. Las raíces
del camino sorbían con gusto el rastro de sangre que el joven dejaba a su paso y tras
el que pocos habrían podido sobrevivir.
—Ya casi estamos allí —mintió Rognvald con un suspiro.
Se abrieron paso a duras penas entre las raíces y las piedras. El cansancio devoraba
los restos de sus fuerzas a medida que avanzaban.
—No puedo —decía Harald cada tanto—. No puedo. 
Estaba pálido ya, con los labios descoloridos y temblando descontroladamente por
los escalofríos.
—¡Te estás desangrando! —comentó Rognvald—. Pero no podemos detenernos.
¡Vienen por nosotros!... ¡Vienen por nosotros!
Tras ellos crujía el indiscutible sonido de las botas sobre la tierra, al tiempo que los
gritos desesperados y las súplicas de misericordia eran ahogadas por el tintineo del
metal. Sonidos horrorosos brotaban una y otra vez, pero lo peor aún estaba por venir.
Pronto los alcanzarían.
—Vamos —dijo Rognvald. ¡Vamos!
Con un gruñido desesperado y otro tropezón, continuaron adentrándose en las
profundidades del bosque, buscando algún amparo de la muerte que los perseguía. 
Avanzaron, sin mucho esfuerzo y pocos gruñidos, unos cuantos pasos hasta
encontrarse con un arroyo en el fondo de un pequeño barranco. Lo que en otras
circunstancias habría sido un ágil salto se convirtió en una experiencia húmeda y
lodosa. Obligados a mojarse las botas y a caminar incluso más despacio, sus heridas
les ardieron y sus narices se llenaron con el olor del musgo.
—No puedo… —repitió Harald.
Sin añadir palabra alguna y prácticamente sin fuerza, cayó de rodillas sobre el agua.
Se habría entregado al arroyo para ser ahogado ahí mismo, pero Rognvald no estaba
dispuesto a dejarlo.
—No hay caso… Déjame aquí —murmuró Harald.
—¡Nada de eso! —replicó Rognvald duramente—. Tienes que sobrevivir. ¡Por Olaf!
¡Por Noruega! ¡Vamos! No puedo cargarte yo solo. Usa tus piernas.
Llegar de nuevo a tierra firme les costó toda la fuerza que les quedaba y más de un
intento. Al fin se atrevieron a sonreír y a dejar que una pequeña risa pasara por sus
labios, pero apenas habían dado un paso más cuando fueron alcanzados por las
palabras de un extraño.
—¡POR AQUÍ HAY MÁS DE ELLOS!
Las palabras los zarandearon como un trueno y los obligaron a volver la cabeza. A
unos cuantos pasos, a plena vista, había dos hombres con túnicas rojas. Estaban
todos magullados y cubiertos de sangre, pero sonreían. La larga mirada que se
permitieron lanzarles era inquietante, como si fueran lobos acorralando sin salida a
un conejo. Sus pesados pasos empezaron a sonar y antes de que Harald y Rognvald
pudieran siquiera moverse, sus perseguidores ya estaban en el arroyo. 
—Vamos… —ordenó Rognvald—. ¡Vamos! ¡Vamos! ¡VAMOS!
Fue un intento desesperado y patético, pero trataron de correr con todas sus fuerzas.
Tan solo consiguieron avanzar seis pasos antes de que se les presentara un
inamovible obstáculo. Un gigantesco árbol milenario yacía, volcado, frente a ellos.
Sobreponiéndose a la desesperación y oponiéndose a una muerte segura, intentaron
escalar el tronco cubierto de musgo y lleno/adornado de hongos anaranjados en su
corteza en descomposición/podrida. Pero las heridas y el cansancio no los dejaron.
—No podemos —susurró Harald—. No hay escapatoria. Solo déjame aquí.
Sin responder palabra, Rognvald presionó a Harald contra el tronco caído y empezó a
levantarlo con un largo gruñido. Parecía una tarea imposible en tales condiciones,
pero, a diferencia de Sísifo, logró alzar su carga sobre su cabeza y ponerla sobre aquel
gigante caído. Jadeando y temblando, Rognvald se volvió para encarar a sus
perseguidores y levantó su espada casi rota por completo. 
—Yo los detendré —susurró, con una risa que se burlaba de lo absurdo de sus propias
palabras.
Sus dos perseguidores se lanzaron al ataque, las armas cubiertas de sangre y sus risas
siniestras brotando de las profundidades de sus cascos de metal. El primer golpe dejó
claras las intenciones del destino, pues Rognvald casi se desplomó por el impacto y
su espalda golpeó contra la corteza podrida del tronco. Cuando vino el segundo
golpe, la espada Rognvald ya había sido arranchada de sus manos y se había perdido
en el bosque. Cuando llegó el tercero, que lo dejó tendido en el suelo, jadeando, no
solamente sangraba por la herida de la nariz, sino también por un corte recién hecho
en su mejilla. 
—Qué bien salió esto… —se burló Rognvald—. Mierda.
Sin fuerza en su cuerpo ni en su voluntad, no podía alzar los brazos ni mover las
piernas. Ni siquiera habría podido arrastrarse de haberlo querido. Todo lo que le
quedaba era el aire en sus pulmones. Inhaló profundamente el que presentía ser su
último aliento, saboreó el gusto fresco y musgoso del aire antes de expulsarlo de una
sola vez con un grito insoslayable.
—¡HARALD! ¡CORRE!
Los brazos y las piernas de Harald temblaban y batallaban contra sí mismos, por lo
que el joven apenas pudo ponerse de pie. Cada movimiento de sus músculos hacía
que más sangre brotara de sus heridas y enviaba una oleada de dolor por todo su
cuerpo. Un alma menos grande habría renunciado en aquel instante y se habría
despuesto a recibir, con brazos abiertos, la nada que la muerte ofrecía, pero en ese
momento Harald le fue fiel a su linaje. Apretando los dientes y sin poder respirar se
sobrepuso al dolor, se puso de pie y, en lugar de huir, saltó hacia sus perseguidores
con las pocas fuerzas que le quedaban en las piernas. El golpe fue aterrador e
inesperado, como un relámpago en un día sin nubes. Todo el peso de Harald cayó
sobre sus dos perseguidores con un estruendo como de árbol caído. En ese momento,
cuando todos cayeron al suelo, Harald no titubeó y agarró a ambos perseguidores
para no dejarlos ir. 
—¡Corre! —gritó.
A Rognvald lo sorprendió tanto esto que se quedó mirando fijamente lo que ocurría
frente a él. Daba la impresión de que difícilmente podría hacer otra cosa que
quedarse ahí tumbado con cara de tonto. Pero, dándose cuenta de repente, volvió a la
vida e intentó ayudar a Harald en la lucha. Entonces Rognvald se arrastró hacia
aquella confusión de miembros, brillantes por el sudor y la sangre fresca, que
luchaba por su supervivencia entre jadeos, y metió sus manos.
El barro y el musgo se les estaba metiendo a las heridas y la armadura, quitándoles la
poca fuerza que todavía les quedaba. Parecía que la lucha duraría largo rato: un
constante choque entre objetos inamovibles y fuerzas invencibles. Sin embargo,
terminó tan abruptamente como había empezado cuando los atacantes lograron
agarrar sus armas y golpearon a Harald y Rognvald con sus empuñaduras hasta
someterlos y dejarlos aún más malheridos que antes.  
La muerte no solo observaba a Harald y Rognvald, sino que les sonreía. Una mezcla
de miedo y resignación brilló en los ojos de ambos cuando notaron las espadas que
estaban tan peligrosamente cerca de sus cuellos. El corazón les dio un brinco, sus
cuerpos estaban entumecidos y prácticamente rotos del todo, mientras encontraban,
muy en el fondo de sus almas, algo de paz frente a la inescapable realidad de su
naturaleza mortal.
—Hasta aquí llegamos… —susurró Rognvald.
—Noruega… Cobra venganza por mí… —dijo Harald suavemente.
Sin responder más que con un gruñido, los verdugos alistaron sus espadas: elevaron
el brazo y apretaron más fuerte la empuñadura. Respiraron hondo, ya todo estaba
bien dispuesto. Los artefactos de la muerte estaban listos para caer. Sin embargo,
antes de que llegara el golpe final y las cabezas de Rognvald y Harald fuera separadas
de sus hombros, el chasquido de una rama atrajo la mirada de todos los presentes.
En ese momento, un hacha cortó el aire en dos. Se dejó ver apenas un instante antes
de alcanzar el cráneo que era su objetivo con un firme crujido que terminó en
desolación.
Como una sombra silenciosa, apareció un guerrero. Pero no se trataba de un hombre,
ni grueso ni menudo, sino de una mujer. La armadura y el barro mezclado con sangre
ocultaban sus rasgos casi por completo, pero tenía a la vista una cicatriz que le bajaba
por la mejilla y la mandíbula hasta el cuello, así como un largo y rubio pelo trenzado
que enmarcaba unos penetrantes ojos azules. Su armadura era negra, y habría
habido que recurrir a la imaginación para ver el poco brillo que quizás tuviera al
comienzo del día, pero eso a ella la tenía sin cuidado. Agarró con fuerza su segunda
hacha, cuyo metal reflejaba los movimientos del agua que corría por el arroyo, al
tiempo que su colgante de plata en forma de martillo brillaba en su cuello como una
hoguera, por el orgullo de su destino.
Antes de que cualquiera pudiera decir alguna cosa, aprovechando el elemento
sorpresa, la muchacha se abalanzó gritando sobre el perseguidor que quedaba.
—¡AAAHHHHH!
El choque fue breve. El metal chispeó un instante antes de que el hacha se abriera
paso hasta la carne de su presa, que terminaría en el suelo, desangrándose.
La caza había terminado. El destino de Harald y Rognvald ahora pertenecía a alguien
más.
—Gracias a los dioses... —dijo Rognvald finalmente—. Podré morir a manos de una
mujer. Alguna posibilidad de que más de tus amigos estén por...
—¡Cállate! —ordenó la muchacha.
Pasó por encima de Rognvald y se abrió paso hasta Harald. Estaba muy impaciente
cuando se puso en cuclillas junto a él. Lo agarró del pelo y lo atrajo hacía sí. Se quedó
mirándolo por un momento, su sonrisa tornándose inquietante con cada segundo
que pasaba: su blanca dentadura prácticamente brillaba en la tenue luz del bosque
contra su piel ensangrentada y embarrada. Pero fueron las palabras que al cabo
salieron de sus labios lo que por fin les permitió entrever sus intenciones.
—Tú eres el hermano del Rey, ¿no es cierto?

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