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CONVENCIONES CRONOLÓGICAS

Prof. Dr. Fernando Bermejo Rubio

(Departamento de Historia Antigua, U.N.E.D.)

La convención más habitual para datar acontecimientos históricos en castellano consiste en


las abreviaturas “a. C.” y “d. C.”, respectivamente “antes de Cristo” y “después de Cristo” (no
nos referimos a una viñeta de El Roto en plena pandemia, que presenta un letrero con las
abreviaturas tradicionales interpretadas, con cierto humor negro, de esta original forma: “A. C.”
= “Antes del Coronavirus”; “D. C.” = “Después del Coronavirus”). Existe, sin embargo, un
modo alternativo de indicar estas fechas, a saber, “a. e. c.” (“antes de la era común”) y “e. c.”
(“era común”). El presente documento informa de la posibilidad de usar esta segunda
convención y explica cuáles son las razones y reflexiones críticas que han llevado a un número
creciente de historiadores a utilizarla.
Las distintas civilizaciones han utilizado sistemas diferentes de computar el paso del tiempo, a
veces incluso recurriendo a métodos heterogéneos para hacerlo. En Grecia, por ejemplo, se
usaban las fechas de la última Olimpiada (que habrían comenzado a celebrarse, cada cuatro años,
en el 776 a. e. c.), si bien en Atenas se recurría también a la mención del arconte epónimo y en
Esparta al nombre de uno de los éforos. En el Imperio romano hubo formas diversas de situar un
acontecimiento histórico: tomando como referencia el año presunto de la fundación de Roma (ab
urbe condita = “desde la fundación de la Ciudad”, tradicionalmente fechada en el 753 a. e. c.),
citando a los dos cónsules que ejercían este cargo en el año, o bien mediante la mención del
gobierno de un determinado emperador. Este último sistema siguió siendo utilizado todavía
durante un cierto período tras la muerte del último emperador romano.
En la primera mitad del siglo VI, un monje llamado Dionisio el Exiguo, en un intento de fijar
la fecha de la celebración de la Pascua para las iglesias cristianas de Oriente y Occidente,
excogitó, para el cómputo del tiempo, el concepto de Anno Domini (“En el año del Señor”). En
lugar de los sistemas tradicionales de datación, que seguían todavía en esa época estándares
procedentes del Imperio romano –en Alejandría se atenían al comienzo del reinado del
emperador Diocleciano en el 284–, Dionisio propuso una cronología que tomaba como punto de
partida el supuesto año del nacimiento de Jesús de Nazaret. Ello, además, permitía eliminar una
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situación que pareció embarazosa al monje: que los acontecimientos se datasen a partir del
reinado de un emperador que había instigado persecuciones contra los cristianos.
La obra de Dionisio fue solo el punto de partida en la historia de la nueva notación, entre otras
razones porque él no consideró acontecimientos previos al “año del Señor”. El uso de las
designaciones “antes de Cristo” y “Anno Domini” para distinguir períodos de tiempo se produjo
más tarde, a partir de la publicación de la Historia eclesiástica (Historia ecclesiastica gentis
Anglorum) de Beda el Venerable, completada ca. 731. Aunque esas designaciones habían sido
empleadas en algunas obras anteriores, la obra de Beda las popularizó. Aun así, su uso no se
extendería hasta el reinado de Carlomagno (800-814). Pero incluso a pesar de los esfuerzos del
emperador, el sistema del “Anno Domini” no se universalizó en Europa hasta los siglos XV y
XVI, cuando en 1582 se estableció el llamado “calendario gregoriano” (por el papa Gregorio
XIII). Por supuesto, este sistema, típicamente cristianocéntrico, no fue reconocido en otras partes
del mundo. Con la colonización de las potencias europeas a partir del siglo XVI, este modo
particular de computar el tiempo conseguiría ser virtualmente universalizado y –a pesar de otros
sistemas de cómputo, como el judío (según el cual el 2020 es el año 5081) o el musulmán (que
establece como punto de partida el año 622, en que se conmemora el viaje de Mahoma de La
Meca a Yatrib/Medin)– ha llegado a ser aceptado en los calendarios civiles.
El éxito de la periodización tradicional no implica que posea algún tipo de justificación o de
validez intrínseca. De hecho, resulta problemática en varios sentidos que se explicitan a
continuación.
En primer lugar, todo apunta a que contiene un error fáctico, procedente de los cálculos de
Dionisio el Exiguo. La convención “después de Cristo” pretende referirse a Jesús de Nazaret, por
lo que presupone que este habría nacido en el primer año de la era cristiana. Sin embargo, no
parece ser así. Aunque –como ocurre con tantos otros personajes de la Antigüedad– se ignora el
año de nacimiento de Jesús de Nazaret, una conjetura probable (en la que están de acuerdo la
mayoría de estudiosos) es la de que nació en los últimos años del reinado de Herodes, llamado
“el Grande” 1. Ahora bien, diversas fuentes permiten fechar la muerte de este rey en el año 4

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La razón es que, si bien mucha de la información contenida en los evangelios canónicos es sospechosa o carece de
credibilidad, en este caso los relatos de la infancia de dos evangelios diferentes (Mateo y Lucas) coinciden entre sí al
dar a entender que Jesús nació durante el reinado de Herodes. Si se añade a esto que en Lucas 3,23 –en una
observación de paso que no parece determinada por intereses teológicos– se afirma que, cuando Jesús comenzó su
predicación, “tenía unos treinta años”, y que según Lucas 3,1-2 Juan el Bautista (conocido por el historiador judío
Flavio Josefo y relacionado por otros textos cristianos con Jesús) comenzó su actividad pública “en el año
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antes de la era común. Esto significa que Jesús probablemente nació entre los años 7 y 4 a. e. c.,
no en el primer año de esa era. Así pues, de entrada, el sistema basado en la notación “a. C.” y
“d. C.”, en la medida en que pretende referirse al nacimiento de Jesús de Nazaret, data ese hecho
con gran probabilidad de forma errónea.
En segundo lugar, la terminología correspondiente a las abreviaturas “a. C.” y “d. C.” no
contiene, como tal, la referencia a un sujeto histórico, sino una designación puramente religiosa.
“Cristo”, en efecto, no es el nombre real de un sujeto de carne y hueso (que habría sido Yeshúa
bar Yosef o –castellanizado– “Jesús hijo de José”), sino un apelativo procedente del griego
Χριστός, que significa “ungido”, y que es el equivalente del término hebreo Māšīaḥ, del que
procede el castellano “Mesías”. Los cristianos que identificaron a Jesús con “el Mesías”, al
expresarse en griego –tal y como hicieron muchos en época del Imperio romano–, lo
denominaron “Cristo”. Así pues, “a. C.” y “d. C.” equivalen a “antes del Mesías” y “después del
Mesías”. Ahora bien, “Mesías” y “Cristo” son términos que reflejan creencias religiosas, no
magnitudes históricas. Resulta francamente chocante y paradójico que, en un sistema destinado a
fechar acontecimientos históricos, se utilice una categoría religioso-teológica que, como tal,
carece de todo anclaje en la realidad histórica.
En tercer lugar, de lo anterior se sigue que la terminología tradicional responde a una
determinada visión del mundo –más específicamente, religiosa–, que por definición no es
compartida por la totalidad de la población. La terminología “a. C.” y “d. C.” hace de manera
explícita del objeto de veneración de la comunidad cristiana el centro de la historia, lo cual,
máxime en un mundo plural y con muy diversas sensibilidades, resulta parcial, sectario y
sesgado. Personas de diferentes culturas y que tienen convicciones diversas –sean religiosas,
agnósticas o ateas– deberían poder discutir acontecimientos históricos sin tener que utilizar para
ello una terminología que presupone y proclama elementos de una confesión de fe determinada,
sea cristiana u otra.
El carácter parcial y problemático de la notación procedente de la obra de Dionisio el Exiguo
y de Beda fue percibido pronto en la Edad Moderna. En el siglo XVII, el astrónomo alemán
Johannes Kepler (1571-1630) utilizó en varios de sus escritos la expresión latina aera vulgaris
(que ha de traducirse por “era común”) para reemplazar lo que se había conocido hasta entonces
como “Anno Domini”; por ejemplo, en una tabla de efemérides de 1616 usó la expresión ab

decimoquinto de Tiberio” (es decir, ca. 29 e. c.), resulta razonable pensar que Jesús naciese a finales del período de
reinado de Herodes.

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anno vulgaris aerae = “desde el año de la era común”. De este modo, “de la era común” fue
usado por algunos autores en lugar de “de la era cristiana”. La expresión se simplificaría
ulteriormente como “era común”.
En la lengua inglesa, el primer uso conocido de “common era” se remonta a una publicación
de principios del siglo XVIII titulada The History of the Works of the Learned, or An Impartial
Account of Books Lately Printed in all Parts of Europe: With a Particular Relation of the State
of Learning in Each Country (1708). Más tarde, se emplearían las abreviaturas “BCE” (Before
the Common Era = “antes de la era común”) y “CE” (Common Era = “era común”).
Estas nuevas designaciones fueron adoptadas por diversos autores, en especial por estudiosos
no cristianos (judíos y musulmanes, hindúes y budistas, librepensadores…) pero también por
algunos cristianos. De ese modo, todos podían compartir un calendario que se había convertido
en universalmente aceptado, pero utilizando para ello designaciones que, por su imparcialidad
(emplear “antes de Cristo” o “Anno Domini” sí implicaba una confesión de fe), no resultaban
ofensivas o problemáticas para nadie. De este modo, la expresión “era común” fue usada en los
siglos XVIII y XIX.
Las anteriores consideraciones implican que el uso actual –propagado sobre todo en medios
anglosajones a partir de finales del siglo XX– de BCE/CE (en castellano, “a. e. c.” y “e. c.” =
“antes de la era común” y “[de la] era común”) no es un intento novedoso o excéntrico, sino que,
por una parte, tiene precedentes historiográficos conocidos y, por otra, está basado en el intento
de obtener la deseable neutralidad en el uso del lenguaje.
En síntesis, quienes propugnan el empleo de “a. e. c.” (“antes de la era común”) y “e. c.” (“era
común”) aducen las siguientes ventajas de la nueva notación:
1) Evita el error fáctico de suponer que el individuo (Jesús de Nazaret) que fue calificado
como “Cristo” nació el primer año de la era, lo que no casa bien con la opinión
mayoritaria de los estudiosos.
2) Evita incurrir en la paradoja de que “Jesús de Nazaret nació antes de Cristo”.
3) Evita utilizar un término ahistórico como es el de “Cristo” en una terminología concebida
para datar acontecimientos históricos.
4) Evita la confesionalidad –y, por tanto, la parcialidad–, permitiendo de ese modo una
notación neutral e inclusiva, susceptible de ser usada sin reservas por todas las personas,
con total independencia de sus creencias religiosas o falta de ellas.
5) Permite captar de inmediato que se está usando una pura convención, a la que se acude de
forma corriente en un mundo innegablemente globalizado.
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Conviene asimismo señalar que equivalentes de esta convención cronológica se utilizan
también en otros idiomas europeos. Así, por ejemplo, tenemos en alemán: v. u. Z. (“vor unserer
Zeitrechnung”) / u. Z. (“unserer Zeitrechnung”); en francés: a. n. e. (“avant notre ère”) / d. n. e.
(“de notre ère”); en italiano: a. e. v. (“avanti [l’]era volgare”) / e. v. (era volgare).
La nueva notación, aunque ampliamente usada en el ámbito científico, no ha desplazado a la
anterior, que sigue siendo muy empleada. De hecho, se han esgrimido varias objeciones, de muy
diversa naturaleza, para conservar el sistema tradicional. Entre ellas, las siguientes parecen ser
las más habituales: 1) No hay necesidad alguna de cambiar una notación convencional que ha
funcionado hasta ahora y que tanta gente utiliza; 2) La nueva notación es una invención reciente
y que solo aspira a lo “políticamente correcto”; 3) La nueva notación es ideológica y
sectariamente anticristiana, pues busca eliminar del calendario el nombre de “Cristo”; 4) La
nueva convención cronológica es superflua, en la medida en que a ella subyace el mismo punto
de referencia temporal que en la notación tradicional; 5) La nueva notación es eurocéntrica,
porque impone una “era común” a culturas que poseen cómputos distintos del tiempo.
A estas objeciones cabe responder en los siguientes términos:
1) La inercia y la tradición no son razones convincentes para defender una idea –menos aún en el
ámbito académico, donde constituye un deber intelectual (y, en ocasiones, moral) el poner en
cuestión las ideas recibidas, siempre que existan buenos argumentos para ello–. La anterior
exposición ha señalado toda una serie de motivos que, como mínimo, hacen razonable la
utilización de una notación alternativa a la tradicional.
2) Que una idea sea reciente no es, por supuesto, motivo alguno para desecharla. Además, como
hemos visto, la terminología propuesta se remonta al menos al siglo XVII, y lo que la motiva
no es una moda pasajera, una simple ocurrencia o la voluntad de atenerse a lo “políticamente
correcto”, sino razones poderosas consideradas por personas reflexivas (el de Kepler es solo
un ejemplo). Por otra parte, la notación tradicional no se remonta a la noche de los tiempos –
lo cual tampoco sería un argumento válido en su favor–, sino que fue ideada en el siglo VI, y
tardó siglos en imponerse.
3) Habida cuenta de los argumentos esgrimidos, la idea de que la convención “a. e. c.” / “e. c.”
está ideológicamente determinada –y en un sentido antirreligioso– denota un preocupante
parroquialismo, e incluso podría entrañar cierta mala fe. La búsqueda de un lenguaje neutral,
riguroso e inclusivo se halla en las antípodas de cualquier tipo de sectarismo ideológico; de
hecho, la nueva convención ha sido y es usada por no pocos autores cristianos. Resulta

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paradójico, de hecho, que si algún sesgo ideológico existe en este campo quepa achacárselo
en todo caso a la convención tradicional.
4) Afirmar que la nueva convención cronológica es superflua porque no altera el punto de
referencia temporal de la notación tradicional no capta el sentido que anima el cambio
terminológico. El propósito de la convención alternativa no es cambiar una concepción del
mundo ni proponer una nueva cronología –lo que seguramente denotaría un intento tan
desaforado como vano–, sino algo mucho más modesto pero necesario, a saber, utilizar el
lenguaje con mayor corrección y rigor. Un uso preciso y neutral del lenguaje debería ser un
imperativo de toda persona con vocación intelectual, pero cuando se trata de expresar hechos
históricos el historiador debería emplear los términos con la mayor acribia.
5) La objeción según la cual la notación alternativa adolece de eurocentrismo podría ser, en este
caso, parcialmente válida, puesto que el lenguaje de la “era común” (a. e. c. / e. c.) utiliza una
cronología gestada en Occidente, pero no parece una razón suficiente para desecharla. En
efecto, a la objeción se puede responder, en primer lugar, que en un mundo globalizado se
necesita algún tipo de unificación, convencionalmente aceptada, por razones de simple
conveniencia; pero, sobre todo, que la notación tradicional (a. C. / d. C.) adolece, como se ha
argumentado, de un condicionamiento religioso e ideológico que presenta una parcialidad
mucho más evidente, con lo cual no supondría una alternativa preferible en virtud de la misma
lógica esgrimida en la objeción.

En cualquier caso, a la luz de lo expuesto se reparará en la posibilidad de elegir, a la hora


de referirse al tiempo histórico, entre dos convenciones cronológicas.

© Fernando Bermejo Rubio

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