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Marvtza M. BumuI ul
U n iv e rs id a d A u tó n o m a d e Z a cate ca s, M é x ic o
El mito de la piel
El mito cuenta que Atenea acostumbra tocar la flauta. Un día, por casualidad, la diosa
descubre su reflejo en un río y queda horrorizada al ver cómo se le inflaman las mejillas,
desfigurando la belleza de su rostro. En consonancia con la tradición griega, que habla
del ingenio y de la inteligencia de la diosa, así como de su carácter fuerte e impulsivo
(Chevalier, Diccionario de los símbolos 148—149), Atenea de inmediato se deshace de la
flauta, lanzándola al agua del río. Ahí la encuentra Marsias (uno de los sátiros ligado al
dios Dionisio), quien, al poco tiempo, aprende a tocar la flauta de manera extraordinaria,
venciendo a cualquiera que intenta competirle.
Se dice que, al poco tiempo, colmado de fama y de soberbia, Marsias se atreve a
afirmar que su música es mejor que la del mismo Apolo, el dios solar, símbolo de la unión
entre la razón y la pasión, y hermano de Atenea (112). En consecuencia, esto desata la ira
del dios, quien no tarda en convocar a Marsias a un concurso donde se decidirá cuál de
los dos toca mejor. Las nueve musas fungirán como jurado, el premio consistirá en que el
vencedor puede hacerle cualquier cosa a su oponente, cualquiera.
Una versión del mito cuenta que Apolo acompaña el sonido de su lira con su
voz, lo que lo hace ganar; otra versión narra que Marsias sí toca mejor que Apolo, y que
éste, a punto de saberse perdido, voltea la lira y comienza a tocarla boca abajo, situación
que Marsias no puede igualar con la flauta. No obstante, las distintas versiones del mito
coinciden en que Apolo resulta vencedor, por lo que el castigo no se hace esperar: Apolo
desolla vivo a Marsias y cuelga su piel en un árbol.
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Se dice que de la sangre que fluye del árbol, mezclada con el llanto de las ninfas y de
los otros sátiros, se forma un nuevo río, bautizado con el nombre de Marsias, en honor al
sátiro desollado. Aquí el nacimiento del mito de la piel.
Pronto aprendió que el alcohol era un sustituto ideal de la libertad de las calles,
y lo bebía con llaneza pero adoptando estilo, sintiéndose hombre de mundo,
acumulando experiencia a cada trago. Sin embargo le hacía falta el sexo, y en ese
tiempo se dedicó a crear las fantasías más elaboradas, prometiéndose ponerlas
en práctica en la primera oportunidad. (Parra 28)
Memoria y piel
La segunda función corresponde a la piel como continente. En el cuento esta función se
muestra como carencia, las pulsiones no se contienen, no se guardan como simple fuerza,
no se reprimen; por el contrario, traspasan el Yo-piel del protagonista y, debido a que no
encuentran una corteza propia en la cual sostenerse, se centran en el dolor físico como un
hecho estético, pero no en un dolor infligido al Sí-mismo, sino en un dolor proyectado
hacia el otro.
Se puede sostener que las penetraciones al cuerpo femenino entran en relación directa
con el segundo y tercer mitema de Marsias y, a su vez, con la segunda y tercera función del
Yo-piel: cuando Roberto apuñala a la mujer con el cuchillo con el que minutos antes había
cortado un trozo de queso, lo que subraya su aparente frialdad y desapego a la manera de
Apolo vencedor que desolla a Marsias, el suplicio se hace presente como sacrificio.
Pero, una vez que es asesinada, ¿qué sucede con la piel de la mujer?, ¿permanece
como continente, conserva su identidad como Marsias conserva la suya al convertirse en
un río? Como vía de escape de un exceso de excitación, la paraexcitación lleva a Roberto
a apropiarse de otra piel, medio que le concede revestir o reforzar su propia piel, como
si se tratara de una prenda de vestir. Por lo tanto, resulta adecuada la siguiente analogía:
la mujer muerta encima de una cama, su piel ultrajada, es semejante a la piel de Marsias
clavada a un árbol, suspendida en el vacío. No obstante, a diferencia del mito analizado
por Anzieu, la mujer no mantiene su identidad de Yo-piel. En el cuento, el sacrificio es
completo, Roberto desintegra a la mujer, la borra en aras de asegurar la individuación del
Sí-mismo (cuarta función), que le brinda además el sentimiento de unicidad.
La individuación de Roberto es un algo que se conforma de manera paulatina desde
el inicio del cuento, en un acontecer donde los recuerdos se empalman en la memoria y
piel al interior de una habitación que huele a sexo, a cigarro y a alcohol. “El placer se agota
porque es uno mismo: por eso es necesario acumularlo, atesorarlo como riqueza debajo del
colchón de la memoria. Si no, es semejante al dolor, propio o ajeno: hay un momento en
que se desvanece” (Parra 33).
En la quinta función, el Yo-piel une sensaciones de distinta naturaleza y las
destaca como figuras en la envoltura táctil, “es la función de intersensorialidad [...], cuya
referencia básica se realiza siempre por medio del tacto” (Anzieu 114). El cuerpo todo de
Roberto trabaja como una envoltura táctil por donde se filtran tanto las sensaciones como
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los pensamientos. El imperio del tacto a través de la piel evidencia un tacto sensitivo y
sensorial, pero también pensante e inteligente, que en el límite de su reconocimiento en el
placer deja de seguir los paradigmas de Apolo para convertirse en Marsias al final del mito:
invulnerable e inmortal (sexta función). Sin embargo, Roberto tampoco resucita en río
como lo hace Marsias (resucitación que Anzieu ubica como sexto mitema), o no lo hace de
manera literal, aunque sí simbólica: Roberto resucita en la efervescencia o en el correr de
un placer inaudito, en la creación de una obra de arte. Es ahí donde se repliega “en esa sima
donde el signo mortal se confunde con el placer más intenso [...] y entonces se repite que
el placer supremo está en recordar y si muere nunca más podrá gozar de esos recuerdos”
(Parra 36). A propósito de la séptima función del Yo-piel, Anzieu asegura que “el exceso de
deseo sexual es tan peligroso para la fecundidad como su carencia” (63).
En la octava función, “el Yo-piel realiza la función de inscripción de huellas
sensoriales táctiles [...], es el pergamino originario que conserva, a la manera de un
palimpsesto, los garabatos tachados, raspados, sobrecargados de una escritura originaria
preverbal, hecha de trazas cutáneas” (116). Como pergamino que se reconoce como tal,
el acopio de recuerdos y vivencias en la piel de Roberto conducen hacia un único destino.
Gracias al recuento de su vida está interesado en la muerte, pero no en la suya, por lo que
de inmediato descarta el suicidio. Al poco tiempo, en consonancia con el personaje voyeur
que se encuentra en gran parte de la obra de Juan García Ponce, Roberto toma conciencia
de que no puede experimentar la muerte desde la vida, no puede experimentar un hecho
que desconoce y vivir para divulgarlo. Aunque en cada una de sus transgresiones viva para
paladear una muerte gozosa e instantánea, y aunque cada día reste vida y se aproxime a
la muerte, nunca, en vida, accederá a ella. Por eso, la única solución es edificar ese lugar,
construirlo, planearlo y regocijarse de esa supremacía, como cuando el artista interrumpe
el indiferente transcurrir del mundo y ocasiona una suspensión, un corte en el tiempo, con
la creación de una obra de arte.
Eros y Thanatos
En la novena función, Anzieu interroga: “¿Podría existir una función negativa del Yo-piel,
una especie de antifunción, al servicio de Thanatos, que tendiera a la autodestrucción de la
piel y del Yo?” (117). Hermanados, abrazados a un mismo ardor que se niega a extinguir
la llama, me parece que tanto el mito como la literatura responderían que sí. Desde la
primera palabra que Parra escribe en “El placer de morir”, el final de muerte se vislumbra.
El noveno mitema muestra la piel que se destruye a sí misma o que es destruida por
otra piel: la piel mortífera. Roberto reconoce a conciencia que el placer auténtico reside
en el recuerdo, en paladear el “sabor de un recuerdo conservado para siempre” (Parra 38).
Reconoce también que no puede entrar al espacio de la piel mortífera porque está vivo,
no puede volverse él mismo una obra de arte porque se encuentra en el terreno de la vida
dentro de la que se afirma su Yo-piel. No obstante, existe otro espacio que avizora y al cual
busca tener acceso desde temprana edad. Ese espacio no está situado en un lugar preciso
sino que se llena de misterio y de cualidades por lo que ahí (como sublime tentación) está
(¿siempre?) a punto de suceder: el ritual del sexo y de la muerte, la función negativa del
Yo-piel. Así, la cama de un hotel de paso pierde su inicial significación para convertirse en
parte del escenario donde se ejecuta un ritual milenario: Roberto es el verdugo o el artista,
[...] en ese instante final en que el gozo es una llamarada de furia destructiva,
cuando todo el sentir del cuerpo se agolpa de pronto en el falo y toda la fuerza
en un brazo independiente y autónomo que hunde varias veces el cuchillo
en una espalda [...] Y Roberto ya no piensa ni imagina nada cuando las
contracciones internas de la muerte son dos fauces que atrapan su miembro
hasta exprimirlo por completo, antes de desplomarse sobre un cuerpo húmedo
y pegajoso, temblando en la satisfacción de haber experimentado la última
frontera del placer (Parra 38).
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