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Piel y envoltura en "El placer de

morir" de Eduardo A ntonio Parra

Marvtza M. BumuI ul
U n iv e rs id a d A u tó n o m a d e Z a cate ca s, M é x ic o

La piel es la envoltura del cuerpo, de la


misma forma que la conciencia tiende a
envolver al aparato psíquico.
— Didier Anzieu

El mito de la piel
El mito cuenta que Atenea acostumbra tocar la flauta. Un día, por casualidad, la diosa
descubre su reflejo en un río y queda horrorizada al ver cómo se le inflaman las mejillas,
desfigurando la belleza de su rostro. En consonancia con la tradición griega, que habla
del ingenio y de la inteligencia de la diosa, así como de su carácter fuerte e impulsivo
(Chevalier, Diccionario de los símbolos 148—149), Atenea de inmediato se deshace de la
flauta, lanzándola al agua del río. Ahí la encuentra Marsias (uno de los sátiros ligado al
dios Dionisio), quien, al poco tiempo, aprende a tocar la flauta de manera extraordinaria,
venciendo a cualquiera que intenta competirle.
Se dice que, al poco tiempo, colmado de fama y de soberbia, Marsias se atreve a
afirmar que su música es mejor que la del mismo Apolo, el dios solar, símbolo de la unión
entre la razón y la pasión, y hermano de Atenea (112). En consecuencia, esto desata la ira
del dios, quien no tarda en convocar a Marsias a un concurso donde se decidirá cuál de
los dos toca mejor. Las nueve musas fungirán como jurado, el premio consistirá en que el
vencedor puede hacerle cualquier cosa a su oponente, cualquiera.
Una versión del mito cuenta que Apolo acompaña el sonido de su lira con su
voz, lo que lo hace ganar; otra versión narra que Marsias sí toca mejor que Apolo, y que
éste, a punto de saberse perdido, voltea la lira y comienza a tocarla boca abajo, situación
que Marsias no puede igualar con la flauta. No obstante, las distintas versiones del mito
coinciden en que Apolo resulta vencedor, por lo que el castigo no se hace esperar: Apolo
desolla vivo a Marsias y cuelga su piel en un árbol.

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Se dice que de la sangre que fluye del árbol, mezclada con el llanto de las ninfas y de
los otros sátiros, se forma un nuevo río, bautizado con el nombre de Marsias, en honor al
sátiro desollado. Aquí el nacimiento del mito de la piel.

Cartas sobre la mesa


El psicoanalista francés Didier Anzieu, interesado en relacionar sus investigaciones en
torno a la psique y el comportamiento humano con los engranajes de la creación literaria
y artística, propone una teoría del Yo-piel en torno a nueve funciones que se vinculan con
nueve mitemas de la historia de Marsias. Para los propósitos de este ensayo, tales mitemas
servirán como rasgos de corte semiótico y hermenéutico que propiciarán el análisis del
cuento titulado “El placer de morir”, del escritor mexicano Eduardo Antonio Parra; cuento
que se encuentra publicado por primera vez en Los límites de la noche (1996) y que años
más tarde será recopilado en Sombras detrás de la ventana (2009).
Las interrogantes principales se centrarán en reconocer las nueve funciones del
Yo-piel como nueve núcleos cardinales en el cuento que mostrarán tanto su apego a la
interpretación del mito propuesta por Anzieu, como sus respectivas diferencias. Asimismo,
se parte de la idea de que identificar los rasgos semióticos no será impedimento para llevar
a cabo una lectura interpretativa, ya que se tiene la certeza de que el analista o el intérprete
goza de la libertad de conjugar una teoría con otra, cuando las mismas son pertinentes, para
establecer el sentido de un texto; sentido concebido aquí como dirección, referencia a la
que apunta el texto, a la manera como lo define Paul Ricoeur, en Teoría de la interpretación.
Discurso y excedente de sentido (1976). Justo cuando una teoría guarda silencio la otra
comienza a hablar. De ahí, la pertinencia de conjugar también el concepto de continuidad
de Georges Bataille, desarrollada en El erotismo (1957) y en Las lágrimas de Eros (1961).
Además de Juan García Ponce, Alberto Ruy Sánchez y David Miklos, es importante
mencionar que son pocos los autores mexicanos que alcanzan tal carga de sensualidad y de
erotismo como el logrado por Eduardo Antonio Parra. La piel como texto violentado parece
ser su bandera, inscripción que muestra su doble cara: su lado mortal y su lado divino o,
si se prefiere, el espacio profano y finito que anhela ingresar a la zona de lo artístico y, por
ende, al tiempo ilimitado de lo sagrado. Todo esto, es cubierto por la densa sicología con
la que Parra enviste a sus personajes. Al momento de reescribir la naturaleza o la dinámica
del perverso, del sádico, del masoquista o del homosexual (sólo por mencionar algunos de
sus asuntos) impregna su escritura de tal intensidad, que la suya es una violencia artística
que revitaliza la literatura en un continuo derroche de placer estético, eficacia del artificio
y la palabra no exento de una profunda reflexión filosófica.
En ocasiones, la pasión se mezcla con el asesinato en clara analogía con el acto
sexual, donde el desencanto de la vida se vuelve el recurso que autoriza al autor a explorar
la violencia a través de renovadas puestas en escena como recuerdos y anhelos, o capas de
texto, que el protagonista reescribe en la piel de una mujer a quien finalmente aniquila (“El
placer de morir”). Pero, en otras ocasiones, es la noche y la miseria, el cuerpo violentado
de un travestí, quien es ultrajado por la misma policía, por la autoridad que lo debería de
proteger (“Nomás no me quiten lo poquito que tengo”). Igualmente, es el denso y opresivo
ambiente en el que se mueven los personajes de “Traveler Hotel”, a la manera de una carga
que no los deja libres.

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Las filias de Parra no son sencillas ni cándidas, la mayoría de sus personajes se
transforman en protagonistas de lo oscuro, antihéroes anónimos donde los nombres se
nublan por la preponderancia de una dinámica corporal que echa a andar el mecanismo
de una violencia exquisita. Es conocido el hecho de que los grandes temas de la literatura
son pocos: amor, vida y muerte (tal vez), y seguirá siendo así, lo relevante entonces es la
marca que recrudece la diferencia entre una escritura y otra. Y Parra tiene su propia marca.
Aunque nace en León, Guanajuato, en 1965, Parra es un constante viajero que
ha experimentado el ambiente de diversas ciudades del norte del país: Nuevo Laredo,
Ciudad Juárez, Linares y Monterrey, por ejemplo. Es autor de más de diez libros de
cuentos, entre los que destacan: Los límites de la noche (1996), Nadie los vio salir (2001)
y Parábolas del silencio (2006); y de dos novelas: Nostalgia de la sombra (2002) y Juárez, el
rostro de piedra (2008). La crítica literaria y académica coincide en ubicar a Christopher
Domínguez Michael como una de las primeras voces que contextualiza la trascendencia de
la obra de Parra dentro de la literatura mexicana. Domínguez Michael confiesa que desde
los cuentos de Enrique Serna, no encontraba un escritor con las cualidades necesarias
como para “atraparlo”. Como “los tipos duros del realismo”, las tramas de Parra “se nutren
postmodernizándolas, del pútrido y reseco estanque del realismo de medio siglo” (42).
En cuanto a su contexto generacional, en diversas entrevistas Parra habla de lo
fructífero que fue su experiencia al pertenecer al grupo denominado “El Panteón”, así
como de la alta exigencia de crítica que se vivía en cada una de sus reuniones al lado
de otros escritores como David Toscana, Hugo Valdés, Rubén Soto, Antonio Ramos y
Ramón López. Según Mauricio Carrera, el grupo se juntaba los miércoles en una cantina
de la ciudad de Monterrey: “Le llamaron ‘El Panteón’ [...] debido a la acepción original
de esta palabra, que significa el lugar de los dioses, y asimismo, por su uso moderno, [...]
sinónimo de cementerio” (9).
Dentro de La generación de los enterradores, Ricardo Chávez Castañeda y Celso
Santajuliana sitúan a Parra como un escritor centrípeto, es decir, como aquellos “escritores
cerrados a una única tendencia [...], atrapados en el remolino de un único hallazgo de
su escritura; insólitos en su maestría para reproducirse y por tanto con una longevidad
limitada al reciclamiento” (138). No obstante, vale la pena comentar que, si bien, tal libro
resulta un esfuerzo por demás encomiable por capturar la esencia y los avatares por los que
atraviesa una generación y la consecuente instauración de un canon (que, ciertamente, en
muchas ocasiones nada tienen que ver con la calidad literaria de un obra), me parece que la
postura crítica de Chávez Castañeda y Santajuliana se encuentra íntimamente ligada a una
experiencia vital o emocional hacia lo que ellos consideran el Campo Narrativo Mexicano.
En entrevista con Carlos Rojas Urrutia, es el mismo Parra quien aclara su cosmovisión:
“Creo que todos los escritores tenemos pocas obsesiones [...] Pienso por ejemplo en García
Ponce que es otra de mis influencias fuertes, aunque no se note [...] Eso me gusta, asediar los
mismos temas, las mismas obsesiones. Es la manera de llegar quizá a profundizarlas” (s/p).

Yo-piel: primera función. Intertextualidad


“En el placer de morir” se cuenta la historia de Roberto, personaje principal, a través de un
narrador omnisciente. Entre drogas y alcohol, Roberto despilfarra la herencia de sus padres
con prostitutas. Después de una vida de excesos, el cuento concluye cuando el protagonista

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asesina a la mujer con la que acaba de tener sexo en el cuarto de un hotel de paso. El hotel
se configura como el espacio que resguarda el anonimato de los personajes y subraya el
carácter efímero de las circunstancias.
Hasta ahí la anécdota. Sin embargo, a ello se superpone el artificio, la elaboración o
la puesta de manifiesto con la que Parra exhibe su quehacer, donde el qué de la historia se
debilita por la significación del cómo. Al respecto, Domínguez Michael afirma: “Un cuento
como ‘El placer de morir’ expresa una de las convenciones manidas del decadentismo: el
asesinato como culminación del orgasmo. Pero el fuste y la garra del narrador imponen
esa atracción que desvela el episodio con el estremecimiento de la terrible novedad” (42).
Aún más: si al asesinato como culminación del orgasmo lo interpretamos bajo la pregunta/
hipótesis de Anzieu, “¿Y si el pensamiento fuera un asunto tanto de piel como de cerebro?”
(20), tal vez alcancemos a vislumbrar la complejidad del cuento como una totalidad que
se auto-edifica.
El perfil del protagonista y la ambientación del cuento parecen responder a cabalidad
lo anterior: es imposible desligar el pensamiento de Roberto de su corporalidad y de la
corporalidad de su compañera, donde lo fugaz o el azar que caracteriza la relación entre
ambos personajes acentúa el valor del cuerpo como tal, por Sí mismo, entendido como piel,
lugar donde es posible escribir (grabar) la violencia de una historia; es absurdo encasillar las
acciones de Roberto como un asunto exclusivo del cerebro o, peor aún, catalogarlo como
una enfermedad. La segunda historia que se narra a partir de la primera es el descubrimiento
de otra cosa: la minuciosa preparación del protagonista para experimentar una sensación
total, artística, la búsqueda de un placer absoluto a pesar de las consecuencias (o gracias a
ellas), pues ¿qué alcance tendría el hecho de transgredir si el castigo o la pena no latiera al
interior de toda norma?

Pronto aprendió que el alcohol era un sustituto ideal de la libertad de las calles,
y lo bebía con llaneza pero adoptando estilo, sintiéndose hombre de mundo,
acumulando experiencia a cada trago. Sin embargo le hacía falta el sexo, y en ese
tiempo se dedicó a crear las fantasías más elaboradas, prometiéndose ponerlas
en práctica en la primera oportunidad. (Parra 28)

Como desprendimiento de la primera pregunta/hipótesis de Anzieu, enseguida aparece


la segunda: “¿Y si el Yo, definido entonces como el Yo-piel, tuviera una estructura de
envoltura?” (21). Más que palabras o conceptos, envoltura y penetración se conciben como
variables. Simbólicamente, la variable envoltura corresponde a una superficie protectora, a
una membrana o a la misma piel que se vincula a la percepción de las fronteras del cuerpo.
La variable penetración es contraria a la envoltura y se relaciona con cualquier respuesta de
un sentimiento subjetivo, donde el cuerpo es fácilmente penetrable (43).
Si bien, el lector se adentra en la mente de Roberto a través del correr de un discurso
profundamente reflexivo (y se entera, a partir de ello, de su deseo de vivir al límite, fuera
de la convención), es en la piel del personaje donde se inscriben, a manera de cicatriz, cada
uno de sus recuerdos: su primer encuentro sexual con la sirvienta de la casa, su primera
visita a las prostitutas, su relación con una joven virgen, los excesos del alcohol y de las
drogas, etcétera.

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La primera función del Yo-piel involucra a un objeto soporte, una pulsión de
agarramiento o de apego, y aunque en Roberto existe un aparente falta de apego hacia una
persona en específico, convirtiéndolo en un ser terriblemente solitario, eso no invalida las
necesidades de la piel, el deseo de tocar y de ser tocado: “se masturbaba con el ahínco y la
dedicación de quien trabaja en forjar su destino” (Parra 28). Con cierta suavidad, al inicio
del cuento, Roberto acaricia con la mirada y con la mano, la piel de la mujer dormida que
yace a su lado. Ella, de costado o en posición horizontal, está reducida, indefensa, rendida
a lo que pasó, se transforma así en una piel fácilmente penetrable.
Es el matiz sádico, la indiferencia o la indolencia, lo que sitúa a Roberto en un nivel
por encima de sus acciones, lejos de cualquier moralidad, características que encausan el
sentido de su búsqueda o lo que él llama su vocación: “exprimir el máximo goce que la
vida pueda ofrecer a un hombre” (Parra 25). Pero, ¿cuál es ese máximo goce que se puede
experimentar en vida? Ante la respuesta vuelta sentencia, los caminos de la historia se
estrechan en una única alternativa: propiciar el hecho de que otro ser se sumerja en la
continuidad, rasgar las fronteras de un cuerpo, anular la envoltura de un otro a través de
una doble penetración: el encuentro sexual, la cita con la muerte.
Todo ello encuentra un origen: el círculo de la reproducción que se fisura, la
actividad erótica que comulga con los cuerpos, la fatalidad del ser humano que es privativa
a su discontinuidad y que lo sentencia a gravitar por el mundo como línea paralela. El
humano añora la continuidad (unión, completud), pero desposeerse de la discontinuidad
implica un desgarramiento. Se sabe que el acto violento por excelencia es la muerte y que
esa muerte se invoca en el erotismo como el ritual de su existencia: la muerte física que
parpadea, la pequeña muerte del orgasmo. Pero “¿podría yo vivir plenamente esta pequeña
muerte sino como una anticipación de la muerte definitiva?” {Las lágrimas de Eros 37),
interroga Bataille.
Pronto, la ética de Roberto aspira a convertirse en una estética donde se produzca
la muerte definitiva, donde no importan las consecuencias ni el después: ser encarcelado
valdrá la pena si en un último encuentro sexual (insondable y tormentoso) se paladea la
hondura de la muerte y se arroja al mundo la creación de una obra de arte. No obstante,
el exprimir o el absorber (o el extraer) el placer infinito de un otro que se rinde a su
continuidad, conduce inevitablemente a su anulación y, al mismo tiempo, hace estallar el
goce extremo de quien propicia o atestigua todo. Rodrigo es el oficiante de una ceremonia,
cuyo fin se condensa en alcanzar ese anhelado (por imposeible) máximo placer.

M orir... de sólo pensarlo se excita como nunca antes. Pero de la muerte no


le interesa el misterio, la eterna duda sobre lo que habrá del otro lado, la
especulación acerca de otros mundos [...] No. El interés está en el acto de
morir, en el placer que con seguridad inundará ese instante de transición [...]
es necesario superponer las sensaciones: la muerte y el sexo, como dicen los
psicólogos; morir durante el coito (Parra 34).

Morir durante el coito, aspiración suprema. Para ejemplificar a cabalidad el pensamiento


de Roberto, Parra recurre a la intertextualidad y menciona cuatro películas que se
interrelacionan entre sí a la manera de palimpsestos que concentran la imagen en la

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visualización de una escena poderosa: el oriental que muere asfixiado de placer en manos
de su amante, en la película franco-japonesa El imperio de los sentidos (1976); la mujer
que clava un estoque en la espalda de un torero cuando se encuentra montada en él, en la
película española Matador (1986); el mafioso que es asesinado a tiros justo cuando tiene
sexo con una de sus prostitutas, en la película estadounidense El padrino (1972); y la
escritora que jadea por clavar un picahielo a su amante, en la película estadounidense Bajos
instintos (1972).
El objetivo es similar en cada una de las películas: obtener el placer mayúsculo,
superlativo; y, para ello, es preciso que uno de los amantes muera. “Lo sagrado es justamente
la continuidad del ser revelada a los que fijan su atención, en un rito solemne, en la muerte
de un ser discontinuo (Bataille El erotismo 36-37).

Memoria y piel
La segunda función corresponde a la piel como continente. En el cuento esta función se
muestra como carencia, las pulsiones no se contienen, no se guardan como simple fuerza,
no se reprimen; por el contrario, traspasan el Yo-piel del protagonista y, debido a que no
encuentran una corteza propia en la cual sostenerse, se centran en el dolor físico como un
hecho estético, pero no en un dolor infligido al Sí-mismo, sino en un dolor proyectado
hacia el otro.
Se puede sostener que las penetraciones al cuerpo femenino entran en relación directa
con el segundo y tercer mitema de Marsias y, a su vez, con la segunda y tercera función del
Yo-piel: cuando Roberto apuñala a la mujer con el cuchillo con el que minutos antes había
cortado un trozo de queso, lo que subraya su aparente frialdad y desapego a la manera de
Apolo vencedor que desolla a Marsias, el suplicio se hace presente como sacrificio.
Pero, una vez que es asesinada, ¿qué sucede con la piel de la mujer?, ¿permanece
como continente, conserva su identidad como Marsias conserva la suya al convertirse en
un río? Como vía de escape de un exceso de excitación, la paraexcitación lleva a Roberto
a apropiarse de otra piel, medio que le concede revestir o reforzar su propia piel, como
si se tratara de una prenda de vestir. Por lo tanto, resulta adecuada la siguiente analogía:
la mujer muerta encima de una cama, su piel ultrajada, es semejante a la piel de Marsias
clavada a un árbol, suspendida en el vacío. No obstante, a diferencia del mito analizado
por Anzieu, la mujer no mantiene su identidad de Yo-piel. En el cuento, el sacrificio es
completo, Roberto desintegra a la mujer, la borra en aras de asegurar la individuación del
Sí-mismo (cuarta función), que le brinda además el sentimiento de unicidad.
La individuación de Roberto es un algo que se conforma de manera paulatina desde
el inicio del cuento, en un acontecer donde los recuerdos se empalman en la memoria y
piel al interior de una habitación que huele a sexo, a cigarro y a alcohol. “El placer se agota
porque es uno mismo: por eso es necesario acumularlo, atesorarlo como riqueza debajo del
colchón de la memoria. Si no, es semejante al dolor, propio o ajeno: hay un momento en
que se desvanece” (Parra 33).
En la quinta función, el Yo-piel une sensaciones de distinta naturaleza y las
destaca como figuras en la envoltura táctil, “es la función de intersensorialidad [...], cuya
referencia básica se realiza siempre por medio del tacto” (Anzieu 114). El cuerpo todo de
Roberto trabaja como una envoltura táctil por donde se filtran tanto las sensaciones como

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los pensamientos. El imperio del tacto a través de la piel evidencia un tacto sensitivo y
sensorial, pero también pensante e inteligente, que en el límite de su reconocimiento en el
placer deja de seguir los paradigmas de Apolo para convertirse en Marsias al final del mito:
invulnerable e inmortal (sexta función). Sin embargo, Roberto tampoco resucita en río
como lo hace Marsias (resucitación que Anzieu ubica como sexto mitema), o no lo hace de
manera literal, aunque sí simbólica: Roberto resucita en la efervescencia o en el correr de
un placer inaudito, en la creación de una obra de arte. Es ahí donde se repliega “en esa sima
donde el signo mortal se confunde con el placer más intenso [...] y entonces se repite que
el placer supremo está en recordar y si muere nunca más podrá gozar de esos recuerdos”
(Parra 36). A propósito de la séptima función del Yo-piel, Anzieu asegura que “el exceso de
deseo sexual es tan peligroso para la fecundidad como su carencia” (63).
En la octava función, “el Yo-piel realiza la función de inscripción de huellas
sensoriales táctiles [...], es el pergamino originario que conserva, a la manera de un
palimpsesto, los garabatos tachados, raspados, sobrecargados de una escritura originaria
preverbal, hecha de trazas cutáneas” (116). Como pergamino que se reconoce como tal,
el acopio de recuerdos y vivencias en la piel de Roberto conducen hacia un único destino.
Gracias al recuento de su vida está interesado en la muerte, pero no en la suya, por lo que
de inmediato descarta el suicidio. Al poco tiempo, en consonancia con el personaje voyeur
que se encuentra en gran parte de la obra de Juan García Ponce, Roberto toma conciencia
de que no puede experimentar la muerte desde la vida, no puede experimentar un hecho
que desconoce y vivir para divulgarlo. Aunque en cada una de sus transgresiones viva para
paladear una muerte gozosa e instantánea, y aunque cada día reste vida y se aproxime a
la muerte, nunca, en vida, accederá a ella. Por eso, la única solución es edificar ese lugar,
construirlo, planearlo y regocijarse de esa supremacía, como cuando el artista interrumpe
el indiferente transcurrir del mundo y ocasiona una suspensión, un corte en el tiempo, con
la creación de una obra de arte.

Eros y Thanatos
En la novena función, Anzieu interroga: “¿Podría existir una función negativa del Yo-piel,
una especie de antifunción, al servicio de Thanatos, que tendiera a la autodestrucción de la
piel y del Yo?” (117). Hermanados, abrazados a un mismo ardor que se niega a extinguir
la llama, me parece que tanto el mito como la literatura responderían que sí. Desde la
primera palabra que Parra escribe en “El placer de morir”, el final de muerte se vislumbra.
El noveno mitema muestra la piel que se destruye a sí misma o que es destruida por
otra piel: la piel mortífera. Roberto reconoce a conciencia que el placer auténtico reside
en el recuerdo, en paladear el “sabor de un recuerdo conservado para siempre” (Parra 38).
Reconoce también que no puede entrar al espacio de la piel mortífera porque está vivo,
no puede volverse él mismo una obra de arte porque se encuentra en el terreno de la vida
dentro de la que se afirma su Yo-piel. No obstante, existe otro espacio que avizora y al cual
busca tener acceso desde temprana edad. Ese espacio no está situado en un lugar preciso
sino que se llena de misterio y de cualidades por lo que ahí (como sublime tentación) está
(¿siempre?) a punto de suceder: el ritual del sexo y de la muerte, la función negativa del
Yo-piel. Así, la cama de un hotel de paso pierde su inicial significación para convertirse en
parte del escenario donde se ejecuta un ritual milenario: Roberto es el verdugo o el artista,

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el sumo sacerdote que sacrifica; la mujer es el objeto que, perdido en su propio deseo, se
deja sacrificar.

[...] en ese instante final en que el gozo es una llamarada de furia destructiva,
cuando todo el sentir del cuerpo se agolpa de pronto en el falo y toda la fuerza
en un brazo independiente y autónomo que hunde varias veces el cuchillo
en una espalda [...] Y Roberto ya no piensa ni imagina nada cuando las
contracciones internas de la muerte son dos fauces que atrapan su miembro
hasta exprimirlo por completo, antes de desplomarse sobre un cuerpo húmedo
y pegajoso, temblando en la satisfacción de haber experimentado la última
frontera del placer (Parra 38).

La ansiada creación de una obra de arte se concentra en experimentar la muerte y el


placer supremos vertidos en una sensación total; sensación, al mismo tiempo, bella y
sobrecogedora, creadora y destructiva. Aunque Roberto entrevé su futuro como oscuro
habitante de una cárcel o, irónicamente, como apacible abuelo que reúne a sus nietos
para contarles sus vivencias, eso no invalida su deseo; por el contrario, lo empuja a su
conclusión, al hecho de atesorar un recuerdo absoluto: las últimas contracciones de la
vagina de la mujer alrededor de su piel más sensible.
El cuento concluye entonces en un abrazo que es, en realidad, un doble movimiento:
el de Eros que se aferra a Thanatos, el de Thanatos detenido en Eros.
Notas
1 Para un mayor acercamiento al estado de la cuestión sugiero consultar la tesis de Silvano Iván Higuera
Rojas, Frontera y violencia en la narrativa de Eduardo Antonio Parra.

B ibliografía
Anzieu, Didier. Elyo-piel. Biblioteca Nueva, 2010.
Bataille, Georges. El erotismo. Tusquets, 1997.
----------. Las lágrimas de Eros. Tusquets, 2002.
Carrera, Mauricio. “Del Panteón al beyond. Nociones y tendencias de la nueva narrativa del norte”, Casa del
Tiempo, vol. III, número 29, 2010, http://www.uam.mx/difusion/casadeltiempo/29_iv_mar_2010/
casa_del_tiempo_eIV_num29_09_ 15.pdf
Chávez Casteñada, Ricardo y Celso Santajuliana. La generación de los enterradores. Una expedición a la
narrativa mexicana del tercer milenio. Nueva Imagen, 2000.
Chevalier, Jean y Alain Gheerbrant. Diccionario de los símbolos. Herder, 1999.
Domínguez Michael, Christopher. “Los límites del limbo”. Letras Libres, agosto de 1996. http://www.
letraslibres.com/vuelta/Ios-limites-ia-noche-eduardo-antonio-parra-el-imaginador-ana-garcia-bergua
Higuera Rojas, Silvano Iván. Frontera y violencia en la narrativa de Eduardo Antonio Parra. Tesis digital,
http://www.bidi.uson.mx/TesisIndice.aspx?tesis=22273
Para, Eduardo Antonio. Sombras detrás de la ventana. Cuentos reunidos. Era/CONACULTA/Fondo Editorial
de Nuevo León/UANL, 2009.
Ricoeur, Paul, Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido, Siglo XXI, 1999.
Rojas Urrutia, Carlos. Correo del libro. Educal, http://www.correodellibro.com.mx/entrevista/coordenadas-
de-la-tierra-del-norte/
Filmografía
A i no korida (L’Empire des Sens). Dir. Nagisa Óshima. Oshima Productions / Shibata Organisation / Argos
Films, 1976.
Matador. Dir. Pedro Almodóvar. Compañía Iberoamericana de TV / Televisión Española (TVE), 1986.
The Godfather. Dir. Francis Ford Coppola. Paramount Pictures / Albert S. Ruddy Production, 1972.
Basic Instinct. Dir. Paul Verhoeven. TriStar Pictures, 1992.

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