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“Ni una menos”:


Contextualizar la violencia de género del teatro del siglo XVII en la escena española
contemporánea

Esther Fernández (Rice University)

Hoy en día, muchos directores de adaptaciones de obras clásicas de contenido

social parecen sentir el compromiso de adherirse a una estética revisionista les lleva a

moldear a partir de eventos actuales y sensibilidades acordes a nuestro presente los

grandes títulos del teatro del Siglo de Oro y/o de la literatura universal. Para Alberto

Conejero, uno de los dramaturgos más punteros hoy en día en España: “Lo peor que

puedes hacerle a un clásico es pasearlo como una presa ganada en los campos del pasado

o como un fósil en una custodia para que el presente no lo roce” (Zubieta, “Entrevista a

Alberto Conejero” 62). La estética arqueológica de las obras clásicas ha ido

erosionándose en los escenarios españoles durante la última década y los directores se

han decantado por encontrar en estas obras un teatro más comprometido y de urgencia

que exige una toma de posición por parte de creadores y espectadores, aunque esto

implique sacrificar su esencia original.

Entre los montajes de obras clásicas que han pasado por los escenarios españoles

en los cinco últimos años, tres de ellos—El médico de su honra (2012) dirigida por Jesús

Peña, Otelo (2014) dirigido por Eduardo Vasco y Fuente Ovejuna (2017) dirigida por

Javier Hernández-Simón parten de tres obras canónicas como instrumento para denunciar

la violencia de género y la impunidad ante estos crímenes. Una problemática que si bien

está presente en sus tramas originales, la mayoría de las puestas en escena tienden a

relegarla al estatus de consecuencia de los celos, del honor o del feudalismo,

respectivamente.
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La trilogía de montajes que analizo en esta charla colocan la violencia de género

en el centro de sus narrativas/performances y dan a la mujer la última palabra. El

propósito de esta reflexión es, por lo tanto, analizar la ideología detrás de estas propuestas

escénicas que, no carentes de polémica, se arriesgaron a desviarse de lo que Conejero ha

llamado el “ruido de los siglos” (Zubieta, “Entrevista con Alberto Conejero 63). Un

“ruido” que, por otra parte, ha perpetuado la victimización de la mujer a la retaguardia

para destacar otros enfoques a partir de los cuales se ha consolidado una larga tradición

interpretativa entorno a estas obras.

Robert L. Benedetti destaca tres acercamientos en relación con la teoría de la

adaptación que nos sirven para enmarcar el trabajo de Peña, Vasco y Hernández-Simón.

Por un lado, Benedetti identifica la aproximación conservadora, basada en una

transmisión fiel del texto original. Por otro lado, la visión liberal es la que establece una

conexión de la obra con el presente pero manteniendo íntegro su espíritu y, finalmente, el

acercamiento radical utiliza el texto dramático original como pretexto para la creación de

una obra nueva (13-15). Dentro de estos parámetros, los tres montajes analizados se

situarían a caballo entre la adaptación liberal y la radical, ya que a la vez que establecen

un lazo con el presente social, también exploran nuevos significados y matices que

cambian por completo el mensaje de las obras.

En el 2004, bajo el mandato del presidente José Luis Rodríguez Zapatero se

aprobó en España la Ley Orgánica de Medidas de Protección con la violencia de Género

gracias a la cual este tipo de agresiones adquiría una visibilidad que trascendía el espacio

privado para proyectarse en el ámbito público como un problema social. Más

recientemente, la sonada convocatoria del 3 de Junio del 2015 en Argentina y su grito


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colectivo contra la violencia machista “Ni una menos” ha abierto nuevas vías para poner

fin a los feminicidios. Tanto Peña, Vasco, como Hernández-Simón, sin caer en lo

panfletario, han participado activamente en estos movimiento de concienciación sobre la

violencia de género, utilizando a los clásicos como sus principales portavoces.

En El médico de su honra, Peña recurre a un penetrante realismo para explorar la

escalada de la violencia entre Gutierre y Mencía, la cual progresa sin tapujos en escena,

desde las agresiones psicológicas, a las directamente verbales, a las físicas que culminan

con la muerte violenta de la protagonista. Si bien, cada uno de estos escalafones están

presentes en el texto original, Peña los refuerza a través de una actuación que subraya a

partir de una fisicalidad y emotividad que lleva a la víctima y su victimario hasta la

extenuación [slides 1, 2, 3]. Aunque no presenciamos al asesinato de Mencía en escena,

Peña no ahorra en detalles al exhibir el resultado de la sangría final. Una luz roja ilumina

el lecho de Mencía bañado en sangre, enmarcando su muerte dentro de una estética

propia del gótico vampiresco o del gore [slide 4].

Paralelamente, la muerte de Desdémona en la adaptación de Vasco, no resulta

menos cruda a nivel físico, psíquico o simbólico. Aunque, como analizaremos más

adelante, el director prescinde de la matanza colectiva final con la que Shakespeare cierra

su obra, Vasco escenifica también a partir del realismo social, tal como lo hizo Peña, la

violencia de género como un acto de absoluta psicopatía. En una de las reseñas del

montaje, titulada “Un Otelo que duele en el alma,” Mercedes Camacho califica la

violencia en escena de “tan real que duele” (s.p.) [slides 5, 6, 7]. A esta ‘dolorosa

violencia’ transmitida desde la escena contribuye la calculada fragilidad de la actuación

de Cristina Adua como Desdémona y la brutal manera en la que es asesinada. El Otelo de


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Vasco no ahoga a Desdémona con una almohada, tal como ocurre en el texto original sino

que la desnuca contra la pared y la remata estrangulándola. Emilia, por su parte, sufre

también numerosas agresiones verbales a manos de Yago, un maestro de la vejación

capaz de rebajar a su esposa y a Rodrigo hasta la animalización con un solo gesto. Esta

deshumanización de las víctimas tan conseguida por Vasco surge también en la Fuente

Ovejuna de Vázquez-Simón aunque, en este caso, Lope no trata el tema de la violencia

doméstica sino el del abuso sexual como una consecuencia de la tiranía política.

Vázquez-Simón prescinde de la manida violación de Laurencia en escena para

experimentar a nivel simbólico con una violencia de naturaleza más global que, hasta la

fecha—que yo sepa—no se había explorado con respecto a esta obra.

Tanto el director como el autor de la versión, Alberto Conejero, difuminan la

victimización de Laurencia y la canalizan hacia el personaje de Jacinta, la cual se erige

como la verdadera víctima, junto con Mengo. Este protagonismo de Jacinta se consigue

enfatizando, por un lado, el abuso sexual que sufre a manos de los soldados del

comendador y, por otro, subrayando la invisibilidad de su agravio ante su comunidad,

para la cual es tan solo “una más”. Hernández-Simón envuelve en un tempo lento y ritual

el prendimiento de Jacinta a la que sacan de la plaza pública con una soga al cuello como

si fuera un cordero que llevan a degollar [slide 8] ante un pueblo paralizado que solo

reaccionará ante el abuso cuando la víctima sea Laurencia, la hija—en este montaje, la

hermana—del Alcalde.

El énfasis en otorgar visibilidad y problematizar la violencia machista en estos

montajes justifica la inclusión de lo que podríamos denominar ‘micro narrativas de

resistencia’ apócrifas que combaten el abuso de la violencia machista y cuestionan los


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mensajes que hasta ahora se han venido perpetuando entorno a estas obras. En estas

micro-narrativas, el poder de resistencia surge por parte de tres personajes

femeninos—Leonor (Médico), Emilia (Otelo) y Jacinta (Fuente Ovejuna)—que, desde

una posición originalmente subalterna, inician un crecimiento interior que va de la

dominación a la liberación, pasando por la transgresión del sistema judicial, uno de los

pilares de la monarquía. La Leonor de Calderón—primera víctima de Gutierre al ser

abandonada después de su falsa promesa de matrimonio—empieza siendo un personaje

mercenario del honor tanto como el propio Gutierre o Mencía. Sin embargo, Peña la

empodera a lo largo del montaje empezando por desechar la opción de renunciar a su

vida y retirarse a un convento, tal como ella le ruega al rey en el texto de Calderoniano.

Más adelante, esta Leonor, mata a Gutierre sin titubeos para vengar sus abusos y la

injusta muerte de Mencía [slide 9]:

LEONOR. ¡Ay Mencía desdichada!


ayer tu agravio, hoy tu muerte
no han de quedar sin venganza.
[…]
LEONOR. ¿Que os admira, que os espanta?
GUTIERRE. Al que fue medico de su honra Leonor matas
LEONOR. De mi honra y de su muerte
haga justicia esta daga. (Peña s.p.)

Este final, no exento de polémica, pone fin a la impunidad que tanto el código del honor

como el sistema judicial justificaban y denuncia la aberración del crimen de Gutierre.

A través de este asesinato, Peña convierte a Leonor en el verdadero ‘médico’ de la obra

que impide que la infección del honor se propague al dar muerte al principal enfermo. Al

cuestionar el ya de por sí complejo y debatible final Calderoniano, Peña se arriesgó ante


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la crítica para hacer de la obra de Calderón una dramaturgia de urgencia y ‘dar cuerpo’ al

grito de “Ni una más”.

Este mismo tono combativo es el que Vasco establece en su Otelo a través del

personaje de Emilia, la cual antes de que dé comienzo la obra revela la que será su

misión: vengar la violencia machista. Emilia abre el montaje apuntando a Yago con una

pistola en un plano estático y silencioso y al finalizar la obra, repite el mismo gesto pero

esta vez auntando a Otelo. A través de estas dos escenas apócrifas, Emilia se erige como

la sombra de una amenaza que impregna la totalidad del montaje, de principio a fin. De

hecho, su personaje adquiere mucho más peso y visibilidad en la versión de Vasco que en

el texto original al aglutinar al personaje de Bianca y ejercer de dama de compañía de

Desdémona y de amante de Casio. De hecho, su relación con Casio realza su papel de

mujer deseante y le otorga una mayor credibilidad a su famosa arenga por los derechos de

la mujer en el acto IV. Si bien la Emilia de Vasco sufre las vejaciones de Yago en público

y en privado, ésta no muere asesinada a manos de su marido como en la obra original.

Conmovida por la injusta muerte de su señora, esta nueva Emilia rompe con las jerarquías

sociales y le niega a Otelo la escapatoria del suicidio. Al apuntarle con una pistola, Emilia

reduce al protagonista a un vulgar criminal igualándole con Yago y le niega el privilegio

‘Shakespeareano’ inmolarse junto a su esposa.

Este tratamiento de la violencia de género propuesta por Peña y Vasco que se

desborda de los parámetros de sus respectivas obras originales para resurgir desde una

nueva perspectiva se da también en la Fuente Ovejuna de Hernández-Simón, como ya

hemos venido anticipado. En este montaje, la consabida victimización de Laurencia cede

el puesto a una Jacinta que destapa la hipocresía de su propia comunidad y hace que el
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ideal social detrás del icónico grito colectivo de Fuente Ovejuna se desmorone según va

avanzando la trama.

Después de ser víctima de los abusos de los soldados, Jacinta cruza la escena en

silencio mientras tienen lugar los festejos de la boda de Laurencia y Frondoso [slide 10].

Nadie, excepto de Mengo, nota su patético retorno. Por esta razón, cuando Laurencia

lanza su denuncia contra los hombres del pueblo, Jacinta, aunque se identifica con su

sufrimiento como mujer se niega a compartir el espíritu colectivo comunitario y formar

parte de la venganza colectiva [slide 11]:

JACINTA. Responde
Fuente Ovejuna muy tarde
y solo a importantes voces,
que cuando a mi me llevaron
no hubo mujer, no hubo hombre
que por mi honor batallara.
¿Son mis agravios menores?
Cuando mi cuerpo injuriaban
del Comendador los hombres
vosotros ricos manteles
colocabais cien en donde
vuestras bodas celebrar
olvidados de dolores.
No me pidas que te siga
ni banderas enarbole
que no hay justicia ninguna
cuando a pocos corresponde. (Conejero 47-48)

Jacinta no volverá a entrar en escena hasta el desenlace, cuando abandona Fuente Ovejuna

mientras que el resto de la comunidad—en posición de manso rebaño—declara su crimen ante

los Reyes Católicos y se muestra abierto a un nuevo sometimiento. En estas dos apariciones,

Jacinta deja claro su desprecio por la revolución social y la monarquía, dos construcciones

pantalla que pueden perpetuar la hipocresía, la injusticia y la dominación a distintos niveles.


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La violencia de género tal como aparece problematizada en este montaje pasa de ser una

consecuencia del abuso de poder para adquirir nuevos matices que, como ha apuntado el director,

están latentes pero no se habían explorado o evaluado lo suficiente desde otros puntos de vista.

La violencia social que subyace en la esencia de Fuente Ovejuna es uno de estos matices,

responsable de perpetuar la violencia de género y volverla invisible, como se demuestra en el

caso de Jacinta. La facilidad de “mirar hacia otro lado” ante una injusticia que a uno no le toca

directamente se convierte en una de las ideas principales que el adaptador y el director han

querido investigar con el espectador en este montaje [slide 12]. No obstante, el director es

consciente que adentrarse en esta reflexión implica re-conceptualizar el significado de una de las

obras cumbres de la literatura española, un acto que se debate entre la creatividad y el

vandalismo artístico que le ha valido críticas mixtas.

En las tres puestas en escena analizadas el honor, los celos y la revolución social ceden o,

al menos comparten a partes iguales, su papel protagónico con la violencia machista. Para ello,

tres heroínas, subalternas en los textos originales—Leonor , Emilia y Jacinta—toman vida propia

para cuestionar a sus creadores desde la escena. A través de ellas, Peña, Vasco y

Hernández-Simón se arriesgan a proponer nuevas aproximaciones que miran cara a cara a unos

protagonistas con los que estamos cansados de encontrarnos pero a los que, raramente, nadie se

ha enfrentado de manera directa [slide 13]. Parece que esta trilogía de montajes nos advierte, al

unísono, de que con la violencia ya no vale “mirar hacia otro lado” y, aunque se trate de clásicos

venerados hay que arriesgarse y acercarse a ellos desde el compromiso social aunque para ello

haya que y sacrificar una parte de su esencia original.

Se ha convertido en un tópico hablar del poder y de la riqueza de los clásicos por lo que

aportan a la sociedad en las distintas eras, tal vez, sea ahora el momento, de entablar con ellos
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una comunicación de doble vía y ver qué es lo que nosotros podemos aportarles. La sufragista

Mary Richardson, también conocida como “Mary la acuchilladora” apuñaló a la Venus del

Espejo con un hacha de carnicero en 1914 para acercarla al sufrimiento que padeció Emmeline

Pankhurst en prisión [slide 14]. Esta “nueva” versión de la icónica Venus velaqueña—que pudo

contemplarse durante un breve periodo en la National Gallery de Londres—si bien resulta menos

estética, es menos mucho más poderosa que la original intacta “pues alberga rastros que

testimonian, más que solo representar, la violencia que sufren las mujeres” (Gell 101). Los

directores de las obras discutidas ejercen también un vandalismo artístico en relación a sus

originales para que hoy en día, más que representar, estos textos testimonien y se conviertan en

actos de protesta capaces de entablar un diálogo que comprometa al espectador de hoy en día.

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