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El yo y el no-yo

He aquí un gran misterio que finalmente sale a la luz. Es el recurso definitivo para eliminar todos los apegos, falsas
ilusiones y condicionamientos; es la búsqueda tradicional de todos los místicos y la última conquista de todos los santos.
Se trata, en una palabra, del todo-o-nada, del ahora-o-nunca de nuestro esfuerzo espiritual y de nuestra existencia sobre
la tierra.

He aquí formulado de un modo bien sencillo: el Yo no existe. El «Yo», el «ego», la «persona» o como quiera que se
llame aquello que yo soy y represento, es pura ilusión sin realidad alguna (sin “sustento ontológico”, se diría en lenguaje
filosófico). Esto no refiere que mi cuerpo y mi alma no existan; sí que existen clara y solemnemente, fuera de toda duda,
pero el «sujeto» que se presume existe dentro o por detrás o por encima de ese alma-cuerpo es pura imaginación, es
una ficción de la mente que es del todo gratuita, inútil y dañosa.

Ese imaginario Yo es la causa de todos nuestros problemas, y el deshacerse de él es la liberación final. Así de sencillo.
En una revelación, Jesús le dijo a Santa Catalina de Siena: «Yo soy el que es; tú eres la que no eres». Esa es la verdad que
hemos de alcanzar. Nosotros no existimos. Nosotros, en tanto que nosotros, no somos. Yo, como yo, no soy. Estoy tan
acostumbrado a verme a mí mismo como a mí mismo que esto no me resulta muy fácil de digerir.

El primer paso será entender con la mente el sentido exacto de esa proposición, y luego vendrá el paso mucho más
importante y mucho más difícil de aceptarlo, asimilarlo, identificarse con esa vedad íntima y llevarla a la vida cotidiana.

Supongamos que a una silla que está frente a nuestros ojos, yo la llamo «esta silla», y luego la llamo «mi silla»; ¿ha
cambiado algo? En la silla, desde luego que no. El que yo la llame “mía” no causa ningún cambio en ella. Es decir, que
por lo que concierne a la naturaleza de las cosas, el “mío” o “mía” no tiene sentido. Si yo desaparezco, esta silla se queda
tal como está. El decir “mía” no le añade nada a la silla; es pura invención de mi mente, una etiqueta en mi cabeza. Y lo
mismo hay que decir de mi comunidad, mi grupo, mi país, mi familia, mis amigos.

Si el “mi” no añade nada cuando se usa con cualquier otra cosa, tampoco añade nada cuando se usa con uno mismo.
“Mi” persona no quiere decir nada. “Yo mismo”, sencillamente, no existo.

Tomemos un libro. ¿De qué está hecho? Se puede expresar claramente como si fuera una expresión matemática:
páginas + letras + cubierta + ilustraciones + libro = LIBRO. Ahí hay algo que no funciona, ¿no es así? He metido de
contrabando la palabra “libro” en la definición de “libro”. Eso, desde luego, no vale. Cualquier profesor o alumno de
lógica descubrirá el sofisma e indicará que no se puede usar el concepto de libro para definir qué es un libro. Círculo
vicioso. Ahora bien: ¿de qué está hecho un ser humano, de nombre Pedro por ejemplo? Hay distintas teorías, según
cada cultura. Para algunos, está hecho de tierra, agua, aire y fuego; para otros, de alma y cuerpo. De modo que aquí
tenemos nuestra ecuación: alma + cuerpo = Pedro.

Pero no es eso lo que nosotros decimos en la práctica. Lo que nosotros pensamos y decimos es: alma + cuerpo +
Pedro = Pedro. Es decir, metemos también de contrabando la persona de Pedro en la definición de Pedro. Ponemos un
“Yo” por encima de su cuerpo y su alma, y distinto de ambos, es decir, metemos a “Pedro” en “Pedro” y hacemos que
Pedro posea y controle a Pedro, con lo cual le creamos un lío de identidad que Pedro ya no sabe quién es Pedro: si el
que controla o el que es controlado, y ya no sale de ahí en toda su vida.

Cada ser humano está hecho nada más que del conjunto de alma y cuerpo; y sin embargo, le pegamos un “Yo”
encima y hablamos de “mi” alma y “mi” cuerpo. No existe el tal “Yo”, pero nosotros nos imaginamos de algún modo que
hay una personilla, asentada allá por la base del cráneo, que es dueña de nuestra alma y cuerpo, se siente responsable
de ellos, los maneja y controla, y así se erige en el “yo” que me controla a “mí”. El Yo dirige por buena senda a ese
“alma-cuerpo”. Pero ¿quién supervisará a ese “Yo”? Hará falta otro… otro “Yo”. Y para supervisar a este segundo, otro, y
así hasta el infinito. Nos hemos metido en un lío sin fin, un laberinto sin salida, el salón de los mil espejos, la cueva de las
ilusiones. No hay manera de escapar de la trampa si no es eliminando de entrada el primer “Yo”.

El Yo es sólo una etiqueta pegada a este binomio alma-cuerpo. Yo soy un organismo que se llama “Javier”. Eso es
todo. El problema es que la etiqueta tapa a la realidad, y estamos muy acostumbrados a quedarnos con la etiqueta y no
con lo que significa, a quedarnos con el mapa y no con el territorio que refiere, a quedarnos con el dedo que señala al
sol, en lugar de con el sol mismo. Le concedemos una existencia independiente a la etiqueta, y creemos que la
“persona” de Pedro es algo que existe por sí mismo, independientemente de su alma y de su cuerpo, y que es quien rige
a ambos.

Vamos a neutralizar un poco la situación y a pensar y hablar de nosotros mismos como “organismos” a los que,
sencillamente, se ha dado un nombre para facilitar el trato mutuo. Por ejemplo: “He oído que este organismo llamado
Leandro hace una muy buena tarea como preceptor y profesor de filosofía; y también me han contado que ese otro
organismo que llaman Antonella es muy responsable en su trabajo. ¡Ah! Me olvidaba, hay un organismo que llaman
Anita y es muy amigable y sincera...”
Pero ¿qué tal suena si le agregamos el Yo? “Vos, Leo, sos muy buen preceptor y profe; vos, A ntonella, sos muy
responsable en tu trabajo; vos, Anita, sos muy amigable y sincera” ...creo que todos acordaríamos que da mayor
satisfacción.

Lo mismo ocurre si le digo: “Vos, Leo, sos un desastre como preceptor”; seguramente se sentirá con mayor
intensidad el juicio. En cambio, si digo: “Ese organismo alma-cuerpo que llaman Leo es un verdadero desastre de
preceptor”, no molesta tanto. Ya ven por dónde viene el problema. El “yo” o el “tú” directos son una amenaza, porque
se toman muy en serio a sí mismos como responsables en última instancia de lo que “este organismo” hace o deja de
hacer, y les afecta seriamente tanto el éxito como el fracaso. En cambio, en cuanto descartamos la etiqueta
amenazadora del “yo” o el “tú”, la intensidad del sentimiento, en un sentido o en otro, se rebaja al instante.

A cualquiera se le puede decir: “tu subconsciente es un histérico”, y no se va a sentir ofendido, hasta quizás sonría.
Pero si se le llega a decir “vos sos una histérica”, seguramente se sentirá ofendida por mucho tiempo. La devaluación del
“yo”, aunque sea verbal, rebaja al instante la tensión y facilita el trato mutuo en cualquier situación.

Imagínense qué descanso será cuando la devaluación sea no sólo verbal, sino real; cuando yo caiga en la cuenta de
que no hay Yo y, en consecuencia, tampoco hay nada de qué gloriarse ni de qué preocuparse. Esa es la experiencia de
los místicos. Santa Teresa de Ávila recibió la gracia de verse a sí misma como si fuera otra persona, como si fuese una
extraña a sí misma; es decir, que dejó de identificarse con su Yo, y eso la llevó a conseguir aquella paz suprema por la
que ya nada, bueno o malo, le afectaba, pues le resultaba como si le estuviese pasando a otro.

San Pablo escribió, en el momento más sublime de su vivencia espiritual, «Vivo…., bueno, no soy yo el que vive, es
Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). Y también «nuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3). La experiencia
religiosa más profunda en todos los climas y en todas las edades parece estar ligada a esta liberación del Yo a un nivel
más elevado de autopercepción, sea cual sea la manera con que éste pueda describirse o dejar de describirse.

Si alguien cree que es Napoleón, decimos que es un loco y lo encerramos en el manicomio. Si yo me creo que soy un
Yo independiente, estoy tan loco como él, sólo que, como todo el mundo piensa lo mismo, el manicomio en este caso es
el mundo entero.

Ya sabemos que es necesario deshacernos de todas las falsas ilusiones, y ésta es la principal y de la que dependen
todas las demás. El Yo es una ilusión, y hay que deshacerse de ella cuanto antes. También sabemos que es preciso
liberarse de todos los apegos que tenemos, y ahora comprenden que una vez que nos liberemos del Yo, todas esas
“aprehensiones” se caerán por sí mismas. Una vez que no hay Yo, no tienen a dónde agarrarse. Y, por último, aquí se
evidencia la etapa más gloriosa de nuestro viaje hacia el amor a través de las relaciones interpersonales: EL OBSTÁCULO
DEFINITIVO PARA EL VERDADERO AMOR ES EL EGOÍSMO, EL YO. Desentiéndete del Yo, y ese día entenderás lo que es el
amor (el verdadero, el que nos enseñó JESÚS, el que se entrega por entero hasta dar la vida), y serás LIBRE en serio, por
primera vez.

Lo aquí expresado sobre el desentenderse mentalmente del propio Yo se aplica a todo, menos al dolor físico. El dolor
físico pertenece al organismo, y tiene derecho a hacer sentirse en él (por ej, si me duele una muela, o un clavo atravesó
mi pie), y a provocar la reacción correspondiente. La equivocación comienza cuando ese mismo tipo de reacción
personal se aplica a cualquier otro tipo de dolor o sensación. Por ejemplo, cuando alguien te insulta: ahí es cuando tu
organismo debería mostrarse totalmente indiferente, como si fuera el organismo de Pedro el que ha sido insultado (no
te pueden insultar a vos, no conocen tu esencia más profunda; están insultando una apariencia, exteriorizando un enojo
que se gestó subjetivamente en el interior de la persona que insulta). Si el insulto te hace sentir algo, quiere decir que
aún queda algo del Yo en vos.

Alguno se preguntará: “¿Y qué sucede cuando yo muero, es decir, cuando ese organismo muere?” La respuesta es:

NO HAY YO. NADIE SE MUERE. LA MUERTE NO EXISTE.

Hay un antiguo relato: «Un joven se acerca a un afamado maestro espiritual y le dice: “Vengo a ofrecerte mis
servicios”. El sabio le contestó: “Si renuncias a tu Yo, el servicio brotará automáticamente”. Fin de la historia.»

Puedes entregar todos tus bienes para ayudar a los pobres, entregar tu cuerpo a la hoguera… pero si estás pensando
en “vos haciéndolo”, o en lo que los demás pensarán de vos… o en cómo te reconocerán… NO HAY AMOR EN
ABSOLUTO.

Guarda tus bienes, pero renuncia al Yo. No quemes tu cuerpo, quema tu ego… y el amor brotará automáticamente.

Y esto es tarea de cada uno, no hay recetas fijas ni mágicas. Cada cual se ha ido conociendo y ha recibido la FE para
poder afrontar éste, el gran desafío. Nadie puede hacer por vos lo que es exclusivamente tu tarea existencial y personal.
Y ahora viene algo más difícil aún: NO HAY ESFUERZO, POR VALIENTE QUE SEA, QUE PUEDA LLEVARNOS A
DESENTENDERNOS DEL YO. Al contrario, todo esfuerzo es contraproducente, porque refuerza al Yo en vez de rebajarlo.

El único método, es abrir los ojos y ver. Sencillamente ver, caer en la cuenta, dejar que caigan las escamas de los ojos
(Hechos 9,17-18). Es tan fácil que por eso mismo es difícil. Éste es el auténtico negarse a sí mismo (Marcos 8,34). La
mayoría de los humanos van a seguir necesitando muletas para andar. Quien sea valiente, que se despoje de todo (1
Samuel 17,39) y se lance a la búsqueda desnuda de DIOS despojándose de sí mismo (Filipenses 2,7).

Aquí llegamos a un punto de NO-RETORNO: o estás convencido de esto y te arrojás definitivamente a la aventura de
la santidad (que es abandonarse enteramente como JESÚS)… o caerás en lo cómodo, lo temeroso, lo “acostumbrado”, lo
acomodaticio. No es un camino para cobardes o pusilánimes (ningún santo lo fue). Precisamente el fracaso en esta
empresa viene de la falta de determinación al inicio (y debe transformarse en humilde e insistente súplica cotidiana).

Son demasiados los que no desean sanarse en serio, sino que acuden a un médico, a un terapeuta o a un sacerdote
simplemente para desahogarse y tranquilizar su conciencia… son muy pocos los que perseveran en el camino persistente
de enfocarse y entregarse cada día en JESÚS, en cada una de las propias actitudes y conductas, con cada situación y
persona que uno se encuentre.

Nadie quiere deshacerse en realidad de su Yo, porque es renunciar a comprenderlo, calcularlo y controlarlo todo… y
la idea de quedarnos sin nuestro “Yo” nos deja sin dónde agarrarnos, cosa que no nos gusta. En el fondo, es batalla de
FE. Si supiéramos confiar en DIOS, olvidarnos de nosotros mismos y dejarnos llevar por Él en cada momento,
entraríamos en este camino real que lleva a la liberación de la mente en medio mismo de la vida que vivimos.

Aun sin llegar a conseguirlo del todo, el ya intentar vivir en esta atmósfera y practicar esta espiritualidad cada día nos
brinda una gran alegría y serenidad, una apertura amable y generosa para con todas las circunstancias y personas que
DIOS nos manda a diario. ¡Ánimo! Es el mismo JESÚS el que te invita a vivir esta aventura de conocer la verdad y libertad
de los hijos de DIOS (Juan 8, 32; Romanos 8, 21).

La creencia en el Yo no es algo simplemente lingüístico, es algo que hace verdadero daño. Una vez que establecemos
un Yo que posee y manipula el cuerpo, la mente y el alma, éstos se convierten en objetos (y también las demás
personas). Se hacen cosas y pierden su misterio. Y esto no queda allí. Creyendo que el Yo es el último responsable en
controlar a la persona, ¿qué sucede cuando algo se escapa a su control? ¿Cuándo uno no consigue lo que quiere?
Cuando eso sucede, nos produce la impresión de que nuestro Yo es defectuoso, porque no lo ha hecho bien. Y si el Yo no
funciona como “Dios manda”, hay que controlarlo y mejorarlo. Un nuevo Yo, que no se sabe de dónde sale, se pone a
controlar a lo que, en el fondo, es el mismo Yo.

Parece increíble, peor aún hay más. Cuando tiene éxito, cuando uno consigue los resultados que esperaba… ¿quién
se atribuye el mérito? ¿Quién se infla de vana soberbia? El mismo escurridizo Yo (“Yo he hecho un gran trabajo”).
Atribuirse el mérito lleva a la soberbia, y echarse la culpa conduce a la autocompasión (“no sirvo para nada”). Esto
parece una locura, pero no hay quien escape de ella. La humanidad está ya en un tren en que no puede deshacerse del
Yo de una vez y para siempre. Es imposible eliminarlo porque es imposible encontrarlo.

Hay que aceptarlo como parte de la condición humana. Hay incluso que llegar a amarlo. Si se le acepta y se le quiere,
se le toma más a la ligera (hasta con humor), y uno puede descansar un rato. Y al descansar y relajarse, uno puede
empezar a sentir confianza. Confianza en que la conducta humana puede seguir siendo una conducta responsable aun
cuando uno afloje las manos del escurridizo volante. Confianza en que el vivir limpio y profundo tiene lugar cuando uno
desiste de mirarse según los resultados que alcanza, para entrar en la mirada y corazón del AMOR incondicional y fiel de
DIOS.

No hay nada que objetar al Yo como concepto. El problema comienza cuando nos creemos que la idea del Yo es una
realidad. Si pudiéramos pasar por la vida convencidos de que el Yo no es más que el nombre que se le ha dado a una
combinación concreta de cuerpo, mente y alma, no andaríamos tan chiflados. No es una cosa real con vida propia.

«DIOS te pide sólo una cosa, y es que te salgas de tu Yo, en cuanto eres un ser creado, y le dejes a DIOS ser DIOS en
ti» (Maestro Eckhart, místico alemán).

El Yo ha echado raíces. A la mayoría de los mortales no nos será fácil desentendernos de él. Pero sí podemos, al
menos, aligerar la carga tomándolo menos en serio, disminuyendo su importancia y sonriendo con alegría, en vez de
agobiarnos con apuro.

Al leer estas reflexiones uno puede llegar a quedar con la sensación de que no hay nada de dónde agarrarse…es lo
mismo que sintió el pájaro cuando pudo abandonar la jaula y empezó a volar…

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