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Misterios Gozosos

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1º: La Encarnación del Hijo de Dios

Canta un himno de la Liturgia de Adviento: «El rocío de los cielos/ sobre el mundo va a caer,/
el Mesías prometido,/ hecho niño, va a nacer» (Liturgia de las Horas I, pp. 127-128). Este anuncio,
esperado desde siglos, se empezó a cumplir desde la Encarnación del Verbo, a partir del «sí» de
María en la Anunciación. Ella ofreció su casto seno al Creador, y el Verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros.

Aprendamos a decir siempre «sí» al Señor, a hacer en todo momento su voluntad, como
María, quien en el mensaje de 7 de febrero de 1987 afirmaba: «Yo fui el primer miembro de la
Iglesia; en mí se obró de una manera santa la redención del mundo. Yo fui, hijos míos, el testigo
fiel, y obré en todo según la palabra de Dios, hice en todo su santa voluntad».

2º: La Visitación de la Virgen a santa Isabel

María, presurosa, acude en ayuda de su prima Isabel. En la espera gozosa del nacimiento del
Salvador, el fruto bendito que lleva en su seno va derramando gracias, anticipo de las que
otorgaría copiosamente, una vez nacido y viviendo entre los hombres. Donde está María, se
encuentra Jesús; donde Ella se hace presente, lleva siempre consigo —como entonces— a su Hijo
bendito.

En el mensaje de 3 de julio de 1993, manifestaba el Señor en Prado Nuevo: «¡Somos dos


Corazones unidos en uno! ¡Acudid todos a mi Madre y mi Madre os encaminará hacia el camino
del Evangelio! Estos tiempos los dejo en sus manos».

Acudamos todos a la Virgen; Ella nos conducirá a su Hijo, para que seamos buenos cristianos
e hijos fieles de la Iglesia, de la cual Ella es Madre.

3º: El Nacimiento del Hijo de Dios en Belén

En el prólogo del Evangelio según san Juan, hablando de la Palabra que vino a este mundo,
está escrito: «Vino a su casa, y los suyos no la recibieron» (Jn 1, 11). Es decir, que cuando el Verbo
tomó carne humana y nació en un tiempo concreto, muchos de su Pueblo no lo reconocieron
como el Mesías prometido.

Lo que aconteció hace más de dos mil años, sigue ocurriendo en el mundo de hoy, donde son
pocos los que acogen al Señor en sus casas. Se lamentaba, por ello, el Señor en un mensaje
dirigiéndose a Luz Amparo: «Ya te he dicho, hija mía, que ya vine a salvar la Humanidad; pero la
Humanidad está vacía, no quiere salvarse» (31-V-1984).

Las Navidades son, para muchos, ocasión de pecado por abusos, derroche, desenfreno… ¿Son
estas fiestas, para nosotros, motivo de abrir las puertas de nuestros corazones al Niño Jesús?
Participemos en ellas con alegría, fruto del alma que ha comprendido el verdadero sentido de la
Navidad.

4º: La Presentación del Niño Jesús en el Templo y la Purificación de la Virgen María

El misterio de la Presentación del Niño Jesús y la Purificación de su santísima Madre, en el que


ofrecen sus dones y, sobre todo, su propia vida, nos enseña la disponibilidad que hemos de tener a
los designios de Dios, y la generosidad en la ofrenda de todo lo que tenemos y somos.
Las Fiestas navideñas son días de intercambio de regalos; ¿qué vamos a regalar nosotros al
Niño Jesús? ¿De qué nos desprenderemos que pueda agradarle? Él espera, en especial, la ofrenda
de nuestras vidas sin ponerle condiciones.

De este modo, insistía la Virgen en el mensaje de 4 de noviembre de 1995: «Sed humildes,


hijos míos, y orad y desprendeos de las cosas materiales antes de que vuestro corazón deje de
latir; estad muertos antes a las cosas que os apeguen y que sean obstáculo para llegar a mí».

5º: El Niño Jesús perdido y hallado en el Templo

En el quinto misterio gozoso, se mezclan el dolor y el gozo: primero, por la pérdida del Niño
Jesús; después, al encontrarlo en el Templo.

Aunque las Navidades son fiestas para la alegría, vienen también en días como éstos, aunque
sea de modo fugaz, los recuerdos cargados de añoranzas por la ausencia de seres queridos, por la
enfermedad que nos visita… No dejemos que nos invada aquel tipo de tristeza que es, según santo
Tomás de Aquino, «un desordenado amor de sí mismo» (Suma Teológica, 2-2, q. 28, a. 4). Vivamos
la alegría de la Navidad, que renueva, cada año, el acontecimiento más grande de la Historia: el
Nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre para nuestra redención.

Manifestaba la Virgen en el mensaje de 15 de agosto de 1986: «…cuando nació el Verbo y lo


tuve en mis brazos, también sentí un gran gozo; esta criatura no era digna de ser Madre de Dios mi
Creador, pero mi cuerpo se estremeció de una gran alegría».

Misterios Gloriosos
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1º: La Resurrección del Señor

Por la fe, según rezamos en el Credo, creemos que Jesús nació de María Virgen, que vivió
entre los hombres, que padeció por nosotros y fue sepultado. Pero, como afirma san Pablo en su
Primera Carta a los Corintios (1 Co 15, 17), si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe.

Las Fiestas que celebramos, en torno a la Natividad del Salvador, adquieren sentido y valor
con el sello de la Resurrección de Jesucristo. El mismo que nació pobre y humilde en Belén, y que
sufrió muerte de cruz, por su propio poder venció a la muerte y resucitó al tercer día. Esta unidad
del Evangelio la recordaba el Señor en un mensaje de Prado Nuevo: «El Evangelio es uno, hijos
míos (…). Cuando toca morir, hay que aceptar la muerte, y cuando toca resucitar, hay que aceptar
la resurrección. Pero no lo dejéis todo en gloria y en resurrección, sin pasar antes por la
purificación y por la muerte» (4-X-1997).

2º: La Ascensión del Señor

Enseña el Catecismo de la Iglesia que de «la Encarnación a la Ascensión, la vida del Verbo
encarnado está rodeada de la adoración y del servicio de los ángeles. Cuando Dios introduce “a su
Primogénito en el mundo, dice: ‘adórenle todos los ángeles de Dios’”» (Hb 1, 6. CEC, 333). Y así
ocurrió en la primera Nochebuena, en que una multitud del ejército celestial alababa a Dios
dándole gloria (Cf. Lc 2, 13-14).

«De aquí que toda la vida de la Iglesia se beneficie de la ayuda misteriosa y poderosa de los
ángeles» (CEC, 334).
Tengamos nosotros una sólida devoción a estos espíritus celestiales, que, por otra parte,
están muy presentes en los mensajes de Prado Nuevo. De este modo, exhortaba la Virgen el día 3
de agosto de 1985: «…os pido devoción a vuestros Ángeles Custodios; mucha devoción, hijos míos,
porque ellos os guiarán vuestros pasos durante toda vuestra vida».

3º: La Venida del Espíritu Santo

El Espíritu Santo está siempre presente en la Historia de la salvación: ya en la Creación se


cernía sobre las aguas (Cf. Gn 1, 2); iluminó después a los profetas; en la Anunciación, la santísima
Virgen conci-bió por obra suya. Y en la primera Navidad estaba en el Niño Jesús, porque Dios le dio
el Espíritu sin medida (Cf. Jn 3, 34).

Que sea este mismo Espíritu Divino el que nos llene de alegría para celebrar con gozo la
Navidad; que nos dejemos guiar por Él para que en nuestros ambientes procuremos dar verdadero
sentido cristiano a estas fiestas, que no sean ocasión de ofender más a Dios. Por eso, se lamentaba
la Virgen en la víspera de la Epifanía del Señor del año 2002: «…quiero que aliviéis mi Corazón,
hijos míos, porque todas las fiestas aumenta más el pecado y el dolor de mi Corazón. Los hombres,
cada día están más metidos, hija mía, en los placeres del mundo».

4º: La Asunción de la Virgen María

Como señaló Benedicto XVI, necesitamos «ejemplos de fe que han marcado los últimos dos
mil años de nuestra historia de salvación», y propuso como modelo más ejemplar a la Virgen: «Por
la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios (…).
Con gozo y temblor dio a luz a su único Hijo, manteniendo intacta su virginidad». María creyó
siempre ante toda adversidad…

Por todo ello, la Mujer de fe por excelencia, llena de virtudes, mereció ser elevada al Cielo en
cuerpo y alma. Manifestaba Ella en el mensaje de 7 de septiembre de 1996: «Pido a todos los
hombres que se conserven en la fe fuertes, y todos aquéllos que están separados y han tenido fe,
que vuelvan a unirse al vínculo de la fe. Tened una fe firme, hijos míos, y una caridad ardiente».

5º: La Coronación de la Virgen

María, Reina y Señora de todo lo creado, es la Virgen obediente y humilde, la sencilla ama de
casa, trabajadora y diligente; la Madre solícita en las bodas de Caná junto a su Hijo; la primera y
más fiel discípula de Jesús…

Aprendamos de la Virgen de Nazaret que las coronas de gloria son para el otro mundo, y que
en éste no hay que suspirar por aquellas coronas que se marchitan y que sólo sirven para orgullo y
vanidad.

Aun así, bien merece nuestra Señora el cántico de alabanza más encendido por ser quien es,
por su entrega fiel, por el «sí» que nos trajo la salvación a la Tierra. La encontraremos estos días de
Navidad con Jesús Niño en su regazo. Nos pedía Ella en un mensaje de Prado Nuevo: «…venid a mí,
hijos míos, que soy vuestra Madre, y mi Corazón maternal os espera con cariño y con dulzura, hijos
míos. Yo os conduciré a mi Hijo. Así lo quiso Dios, y se vio en la humillación de su esclava, y me
otorgó venir la Luz al mundo por ese “sí” que di a Dios, mi Creador».

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