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Consolación divina

Consolación divina
Thomas Watson
Consolación divina
Publicado por Editorial Peregrino, S.L.
Apartado 19
13350 Moral de Calatrava (Ciudad Real) España
editorialperegrino@mac.com
www.editorialperegrino.com
Publicado por primera vez en inglés en 1663 bajo el título
A Divine Cordial
Primera edición en español: 1989
Segunda edición en español: 2006
Copyright © 1989, Editorial Peregrino, S.L. para la versión española
Traducción: Demetrio Cánovas Moreno
Diseño de la portada: José Antonio Juliá Moreno
Las citas bíblicas están tomadas de la Versión Reina–Valera 1960
© Sociedades Bíblicas Unidas, excepto cuando se cite otra
LBLA = La Biblia de las Américas © 1986, 1995, 1997 The Lockman
Foundation. Usada con permiso
VM = Versión Moderna
ISBN: 9788494149900
Extracto del prefacio de 1663
Introducción
1. Las mejores cosas obran para el bien de los piadosos
1. Los atributos de Dios
2. Las promesas de Dios
3. Las misericordias de Dios
4. Las virtudes del Espíritu
5. Los ángeles de Dios
6. La comunión de los santos
7. La intercesión de Cristo
8. Las oraciones de los santos
2. Las peores cosas obran para el bien de los piadosos
1. El mal de la aflicción
2. El mal de la tentación
3. El mal del abandono
4. El mal del pecado
3. La razón de que todas las cosas obren para el bien de los piadosos
1. La gran razón de que todas las cosas obren para bien
2. Inferencias de esta proposición
4. Del amor a Dios
1. La naturaleza del amor
2. La base del amor
3. Las clases de amor
4. Las características del amor
5. Los grados de amor Aplicación. Una reprensión a aquellos que no
aman a Dios
5. Las pruebas del amor a Dios
6. Una exhortación a amar a Dios
1. Una exhortación a amar a Dios: veinte motivos para amarle
2. Una exhortación a mantener tu amor a Dios
3. Una exhortación a aumentar tu amor a Dios
7. El llamamiento eficaz
1. Una distinción acerca del llamamiento
2. Nuestro estado antes de ser llamados
3. Los medios de nuestro llamamiento eficaz
4. Los métodos que Dios utiliza para llamar a los pecadores
5. Las características de este llamamiento eficaz
6. La finalidad del llamamiento eficaz Aplicación. Una exhortación a que
hagas firme tu llamamiento
8. Exhortaciones a los que son llamados
1. Admira la libre gracia de Dios
2. Apiádate de los que no son llamados
3. Anda como es digno de tu alto llamamiento
9. Acerca del propósito de Dios
1. El propósito de Dios es la causa de la salvación
2. El propósito de Dios es la base de la seguridad
Extracto del prefacio
Lector cristiano:
Hay dos cosas que siempre he considerado difíciles. Una de ellas es entristecer
a los inicuos; la otra es alegrar a los piadosos. El desánimo en los piadosos
tiene un origen doble: o bien se debe a que sus motivos internos de consuelo
se ven enturbiados, o bien a que sus motivos externos de consuelo se ven
perturbados. El objeto de esta obra es poner remedio a ambos problemas,
esperando que, mediante la bendición de Dios, anime sus desalentados
corazones y les haga ver las cosas desde una perspectiva más halagüeña. Yo les
prescribiría tomar de vez en cuando un poco de este estimulante: A LOS QUE
AMAN A DIOS, TODAS LAS COSAS LES AYUDAN A BIEN. Es motivo de
consuelo saber que nada puede dañar a los piadosos pero tener la certeza de
que TODAS las cosas que ocurran cooperarán para su bien, que sus cruces se
transformarán en bendiciones, que las lluvias de la aflicción riegan la raíz seca
de su gracia y la hacen florecer más; esto puede llenar sus corazones de gozo
hasta rebosar.
THOMAS WATSON
Introducción

Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto
es, a los que conforme a su propósito son llamados.
Romanos 8:28

i toda la Escritura es un banquete para el alma, como dijo Ambrosio1,


S entonces Romanos 8 puede ser uno de los platos de ese banquete, y con
su agradable variedad puede vigorizar y animar muchísimo los corazones
del pueblo de Dios. En los versículos precedentes el Apóstol había estado
vadeando las grandes doctrinas de la justificación y la adopción, unos
misterios tan arduos y profundos que, sin la ayuda y la dirección del Espíritu,
le habrían resultado inasequibles. En este versículo el Apóstol pulsa esa
agradable cuerda de la consolación: “Y SABEMOS QUE A LOS QUE AMAN
A DIOS, TODAS LAS COSAS LES AYUDAN A BIEN”. Cada palabra es de
peso; recogeré, pues, toda limadura de este oro, para que nada se pierda.
Hay tres puntos principales en el texto:
En primer lugar, un privilegio glorioso. Todas las cosas obran para bien.
En segundo lugar, las personas implicadas en este privilegio. Se les describe
de dos maneras: aman a Dios y son llamados.
En tercer lugar, el origen y la fuente de este llamamiento eficaz, expresado
en estas palabras: “Conforme a su propósito”.
Tenemos, pues, en primer lugar, un privilegio glorioso. Dos cosas deben
tomarse en consideración.
1. La certeza del privilegio: “Sabemos”.
2. La excelencia del privilegio: “Todas las cosas les ayudan a bien”.

1. La certeza del privilegio:


“Sabemos”. No se trata de algo inseguro o dudoso. El Apóstol no dice:
“Esperamos,” o: “Conjeturamos”, sino que es como un artículo en nuestro
credo: “SABEMOS que […] todas las cosas les ayudan a bien”. Observemos,
pues, que las verdades del Evangelio son evidentes e infalibles. Un cristiano
puede llegar a tener no una opinión indefinida, sino una certeza de lo que
sostiene. Al igual que los axiomas y los aforismos son evidentes a la razón, así
también las verdades de la religión son evidentes a la fe: “Sabemos”, dice el
Apóstol. Si bien el cristiano no tiene un conocimiento perfecto de los
misterios del Evangelio, tiene, sin embargo, un conocimiento seguro. “Ahora
vemos por espejo, oscuramente” (1 Co. 13:12), no tenemos, pues, un
conocimiento perfecto; sin embargo, miramos “a cara descubierta” (2 Co.
3:18), por lo que tenemos certeza. El Espíritu de Dios graba las verdades
celestiales en el corazón como con la punta de un diamante. El cristiano
puede saber infaliblemente que hay maldad en el pecado y hermosura en la
santidad. Puede saber que se halla en un estado de gracia”. Sabemos que
hemos pasado de muerte a vida” (1 Jn. 3:14).
Puede saber que irá al Cielo. “Sabemos que si nuestra morada terrestre, este
tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de
manos, eterna, en los cielos” (2 Co. 5:1). El Señor no deja a su pueblo en la
incertidumbre con respecto a la salvación. El Apóstol dice: “Sabemos”.
Hemos alcanzado una santa confianza: está sellada tanto por el Espíritu de
Dios como por nuestra propia experiencia.
No nos apoyemos, pues, en el escepticismo o las dudas, sino esforcémonos
por tener certeza en cuanto a las cosas de la religión. Como dijo aquella
mártir: “No puedo discutir por Cristo, pero puedo obrar por Cristo”. Dios
sabe si hemos de ser llamados a testificar de su verdad; por tanto, nos
incumbe estar bien cimentados y consolidados en ella. Si somos cristianos
dubitativos, seremos cristianos vacilantes. ¿De dónde viene la apostasía sino
de la incredulidad? Los hombres cuestionan primero la Verdad, y luego se
apartan de ella. ¡Oh, suplica al Espíritu de Dios que no solo te unja, sino que
te selle! (2 Co. 1:22).

2. La excelencia del privilegio:


“Todas las cosas les ayudan a bien”. Esto es como la vara de Jacob en la mano
de la fe, con la cual podemos caminar alegremente al monte de Dios. ¿Qué
nos puede satisfacer o contentar sino esto? Todas las cosas obran para bien.
Esta expresión “ayudan a bien” se refiere a la medicina. Varios ingredientes
venenosos, habilidosamente mezclados por el farmacéutico, forman una
excelente medicina y cooperan para el bien del paciente. De la misma manera,
todas las acciones providenciales de Dios, al estar divinamente mezcladas y
santificadas, cooperan para el máximo bien de los santos. Aquel que ama a
Dios y es llamado conforme a su propósito puede tener la seguridad de que
todo en el mundo será para su bien. Esto es un estimulante cristiano, que
puede hacerle entrar en calor: hacerle como a Jonatán a quien, cuando hubo
probado la miel en el extremo de la vara “fueron aclarados sus ojos” (1 S.
14:27). ¿Por qué debería un cristiano destruirse a sí mismo? ¿Por qué habría
de angustiarse, cuando todas las cosas van a concurrir dulcemente, más aún, a
colaborar para su bien? El resultado del texto es este: TODAS LAS
DIVERSAS FORMAS EN QUE DIOS TRATA A SUS HIJOS SE TORNAN,
MEDIANTE UNA PROVIDENCIA ESPECIAL, PARA SU BIEN. “Todas las
sendas del Señor son misericordia y verdad, para los que guardan su pacto y sus
testimonios” (Sal. 25:10). Si toda senda conlleva misericordia, entonces obra
para bien.

Notas
1Obispo de Milán en el siglo IV.
Capítulo 1

Las mejores cosas obran para el bien de los


piadosos
onsideraremos en primer lugar qué cosas obran para el bien de los
C piadosos; y aquí mostraremos que tanto las mejores cosas como las
peores obran para su bien. Comenzamos por las mejores cosas.

1. Los atributos de Dios obran para el bien de los piadosos


(1) El poder de Dios obra para bien. Es un poder glorioso (Col. 1:11), y obra
para el bien de los elegidos.
El poder de Dios obra para bien sosteniéndonos en las tribulaciones. “Acá
abajo los brazos eternos” (Dt. 33:27). ¿Qué sostuvo a Daniel en el foso de los
leones?; ¿a Jonás en el vientre del gran pez?; ¿a los tres hebreos en el horno?
¡Solo el poder de Dios! ¿No es extraño ver crecer y florecer una caña cascada?
¿Cómo puede un cristiano débil no ya soportar la aflicción, sino regocijarse
en ella? Siendo sostenido por los brazos del Todopoderoso. “Mi poder se
perfecciona en la debilidad” (2 Co. 12:9).
El poder de Dios obra a nuestro favor supliendo nuestras necesidades. Dios
crea bienestar cuando faltan los medios. Aquel que llevó alimentos al profeta
Elías mediante los cuervos proveerá el sustento de su pueblo. Dios puede
conservar “el aceite de la vasija” (1 R. 17:14). El Señor hizo volver la sombra
diez grados en el reloj de Acaz: cuando nuestras comodidades exteriores
declinan, y el Sol está casi en su ocaso, Dios produce con frecuencia un
avivamiento, y hace retroceder el Sol diez grados.
El poder de Dios subyuga nuestras corrupciones. “Sepultará nuestras
iniquidades” (Mi. 7:19). ¿Es fuerte tu pecado? Dios es poderoso, Él aplastará la
cabeza de este leviatán. ¿Es duro tu corazón? Dios disolverá esa piedra en la
sangre de Cristo. “Dios ha enervado mi corazón” (Job 23:16). Cuando, al igual
que Josafat, decimos: “En nosotros no hay fuerza contra tan grande multitud”.
El Señor va con nosotros, y nos ayuda a pelear nuestras batallas. Él corta las
cabezas a esos Goliats de nuestras concupiscencias que son demasiado fuertes
para nosotros.
El poder de Dios vence a nuestros enemigos. Él destruye el orgullo y
quebranta la confianza de los adversarios. “Los quebrantarás con vara de
hierro” (Sal. 2:9). Hay furia en el enemigo, malicia en el diablo, pero poder en
Dios. ¡Cuán fácilmente puede Él poner en fuga las fuerzas de los inicuos!
“Para ti no he diferencia alguna en dar ayuda al poderoso o al que no tiene
fuerzas!” (2 Cr. 14:11). El poder de Dios está del lado de su Iglesia.
“Bienaventurado tú, oh Israel. ¿Quién como tú, pueblo salvo por el Señor,
escudo de tu socorro, y espada de tu triunfo?” (Dt. 33:29).
(2) La sabiduría de Dios obra para bien. La sabiduría de Dios es nuestro
oráculo para instruirnos. De la misma manera en que Él es el Dios poderoso,
así también es el Consejero (Is. 9:6). A menudo estamos a oscuras, y en
asuntos intrincados y dudosos no sabemos qué camino tomar; ahí es donde
entra Dios con la luz. “Te haré entender” (Sal. 32:8). Esto se refiere a la
sabiduría de Dios. ¿Cómo es que los santos pueden ver más allá que los
políticos más perspicaces? Ellos prevén el mal y se esconden; ven los sofismas
de Satanás. La sabiduría de Dios es la columna de fuego que va delante y los
guía.
(3) La bondad de Dios obra para el bien de los piadosos. La bondad de Dios
es un medio para hacernos buenos. “Su benignidad te guía al arrepentimiento”
(Ro. 2:4). La bondad de Dios es un rayo de sol espiritual que reduce el
corazón a lágrimas. “Oh! —dice el alma—, ¿ha sido Dios tan bueno para
conmigo? ¿Me ha librado durante tanto tiempo del Infierno, y contristaré más
a su Espíritu? ¿Pecaré contra la bondad?”.
La bondad de Dios obra para bien, ya que da lugar a todas las bendiciones.
Los favores que recibimos son las corrientes de plata que fluyen de la
montaña de la bondad de Dios Este atributo divino de la bondad incluye dos
clases de bendiciones. Por un lado, las bendiciones comunes: todos participan
de estas, tanto los malos como los buenos. Este agradable rocío cae tanto
sobre el espino como sobre la rosa. Por otro, las bendiciones coronarias: solo
los piadosos participan de estas. “El que te corona de favores y misericordias”
(Sal. 103:4). Así es como obran los atributos de Dios para el bien de los santos.

2. Las promesas de Dios obran para el bien de los piadosos


Las promesas son marcas de la mano de Dios; ¿no es bueno tener seguridad?
Las promesas son la leche del Evangelio; ¿y no es la leche para el bien del
niño? Se las llama “preciosas y grandísimas promesas” (2 P. 1:4). Son como
estimulantes para el alma que está a punto de desfallecer. Las promesas están
llenas de virtud
¿Nos encontramos bajo la culpa del pecado? Hay una promesa: “¡El Señor!
fuerte, misericordioso y piadoso” (Ex. 34:6), en la que Dios, por así decirlo, se
viste de su glorioso bordado, y extiende el cetro de oro, para animar a pobres
y temblorosos pecadores a acudir a Él. “El Señor […] misericordioso”. Dios
está más dispuesto a perdonar que a castigar. La misericordia se multiplica en
Él más que el pecado en nosotros. La misericordia es su naturaleza. La abeja,
por naturaleza, da miel; pica solamente cuando se le incita. “Pero —dice el
pecador culpable—no puedo merecer misericordia”. Sin embargo, Él es
benevolente; muestra misericordia no porque merezcamos misericordia, sino
porque se deleita en la misericordia. ¿Pero qué tiene que ver eso conmigo?
Quizá mi nombre no está incluido en el indulto. “Guarda misericordia a
millares” (Éx. 34:7); el tesoro de la misericordia no se ha agotado. Dios tiene
tesoros disponibles, ¿y por qué no habrías de venir tú para tomar la parte de
un niño?
¿Sufrimos la contaminación del pecado? Hay una promesa obrando para
bien. “Yo sanaré su rebelión” (Os. 14:4). Dios no solo concederá misericordia,
sino gracia también. Y Él prometió que enviaría a su Espíritu (Is. 44:3), a
quien las Escrituras, por su naturaleza santificante, comparan con el agua, que
limpia la vasija; a veces con el aventador, que avienta el grano y purifica el
aire; a veces con el fuego, que refina los metales. De esta manera, el Espíritu
de Dios limpia y consagra el alma, y la hace partícipe de la naturaleza divina.
¿Estás muy angustiado? Hay una promesa que obra para nuestro bien:
“Con él estaré yo en la angustia” (Sal. 91:15). Dios no pone a los suyos en
situaciones angustiosas, y los deja ahí: Él permanece a su lado; sostendrá sus
cabezas y corazones cuando se sientan desfallecer. Y hay otra promesa: “Él es
su fortaleza en el tiempo de la angustia” (Sal. 37:39). “¡Oh! —dice el alma—,
desfalleceré en el día de la prueba”. Pero Dios será la fortaleza de nuestros
corazones; aunará con nosotros sus fuerzas. O bien aligerará su mano, o
fortalecerá nuestra fe. ¿Tememos las necesidades exteriores? Tenemos una
promesa: “Los que buscan al Señor no tendrán falta de ningún bien” (Sal.
34:10). Si es bueno para nosotros, lo tendremos; si no es bueno para nosotros,
entonces su retención es lo bueno. “Él bendecirá tu pan y tus aguas” (Ex.
23:25). Esta bendición cae como el rocío sobre la hoja; endulza lo poco que
poseemos. Quédeme yo sin el venado, si así obtengo la bendición. “Pero temo
no conseguir mi subsistencia”. Considera este versículo de la Escritura: “Joven
fui, y he envejecido, y no he visto justo desamparado, ni su descendencia que
mendigue pan” (Sal. 37:25). ¿Cómo hemos de interpretar esto? David habla de
ello como su propia observación; él nunca contempló tal decadencia, nunca
vio a un hombre piadoso que llegase al extremo de no tener un pedazo de pan
que llevarse a la boca. David nunca vio necesitados a los justos y su
descendencia. Aunque el Señor pruebe por un tiempo a padres piadosos
mediante la necesidad, no lo hará, sin embargo, también con su descendencia;
la descendencia de los piadosos tendrá su provisión. David nunca vio al justo
mendigando pan y desamparado. Aunque llegara a verse muy apurado, no se
vio desamparado; aún es un heredero del Cielo, y Dios le ama.
Pregunta. ¿Cómo obran para bien las promesas?
Respuesta. Son alimento para la fe; y aquello que fortalece la fe obra para
bien. Las promesas son la leche de la fe; la fe se nutre de ellas, al igual que el
niño del pecho. “Jacob tuvo gran temor, y se angustió” (Gn. 32:7). Su ánimo
estaba a punto de desfallecer; ahora recurre a la promesa: “Tú has dicho: Yo te
haré bien” (Gn. 32:12). Esta promesa era su alimento. Obtuvo tanta fortaleza
de esta promesa que pudo luchar con el Señor toda la noche en oración, y no
le quiso dejar ir hasta que le bendijese.
Las promesas son también fuente de gozo. Hay más en las promesas para
consolarnos que lo que hay en el mundo para enredarnos. Ursino2 se
consolaba con esta promesa: “Nadie las puede arrebatar de la mano de mi
Padre” (Jn. 10:29). Las promesas son estimulantes en un desfallecimiento. “Si
tu ley no hubiese sido mi delicia, ya en mi aflicción hubiera perecido” (Sal.
119:92). Las promesas son como el corcho a la red, para impedir que el
corazón se hunda en las aguas profundas de la angustia.

3. Las misericordias de Dios obran para el bien de los piadosos


Las misericordias de Dios nos humillan. “Y entró el rey David y se puso
delante del Señor, y dijo: Señor Dios, ¿quién soy yo, y qué es mi casa, para que
tú me hayas traído hasta aquí?” (2 S. 7:18). “Señor, ¿por qué se me confiere el
honor de ser rey?; ¿que yo, que iba detrás de las ovejas, entre y salga delante
de tu pueblo?”. Así dice un corazón benigno: “Señor, ¿qué soy yo para que me
vaya mejor que a otros?; ¿para que beba del fruto de la vid, cuando otros
beben no solo una copa de ajenjo, sino una copa de sangre (o sufrimiento
hasta la muerte)? ¿Qué soy yo para tener esas misericordias de las que otros
carecen, siendo mejores que yo? Señor, ¿cómo es que, a pesar de toda mi
indignidad, cada día recibo una nueva porción de misericordia?”. Las
misericordias de Dios vuelven orgulloso al pecador, pero vuelven humilde al
santo.
Las misericordias de Dios tienen la virtud de ablandar el alma; la derriten
de amor a Dios. Los juicios de Dios nos hacen temerle, sus misericordias nos
hacen amarle. ¡Qué efecto tuvo la bondad sobre Saúl! David le tenía a su
merced, y podía haberle cortado no solo la orla de su manto, sino la cabeza;
sin embargo, le perdonó la vida. Esta bondad derritió el corazón de Saúl. “¿No
es esta la voz tuya, hijo mío David? Y alzó Saúl su voz y lloró” (1 S. 24:16). Tal
virtud para ablandar tiene la misericordia de Dios; hace que los ojos se
aneguen de lágrimas de amor.
Las misericordias de Dios hacen fructífero el corazón. Cuanto más se
invierte en un campo, mejor cosecha se obtiene. Un alma benevolente honra
al Señor con su sustancia. No hace con sus misericordias —como Israel con
sus joyas y pendientes— un becerro de oro, sino que —como Salomón con el
dinero que se echó al tesoro— construye un templo para el Señor. Las lluvias
de oro de la misericordia producen fertilidad.
Las misericordias de Dios infunden agradecimiento al corazón. “¿Qué
pagaré al Señor por todos sus beneficios para conmigo? Tomaré la copa de la
salvación” (Sal. 116:12,13). David alude al pueblo de Israel, que en sus
ofrendas de paz acostumbraba a tomar una copa en sus manos, y dar gracias a
Dios por las liberaciones. Cada misericordia es una limosna de la libre gracia;
y esto llena el alma de gratitud. Un buen cristiano no es una tumba para
enterrar las misericordias de Dios, sino un templo para cantar sus alabanzas.
Si cada clase de pájaro, como dice Ambrosio, canta con gratitud a su Hacedor,
mucho más lo hará un cristiano sincero, cuya vida está enriquecida y
perfumada con la misericordia.
Las misericordias de Dios vivifican. Al igual que sirven de piedras de imán
al amor, así sirven de piedras de afilar a la obediencia. “Andaré delante del
Señor en la tierra de los vivientes” (Sal. 116:9). Aquel que repasa sus
bendiciones se considera a sí mismo una persona ocupada en las cosas de
Dios. Razona que la dulzura de la misericordia le lleva a la presteza del deber.
Gasta y se gasta por Cristo; se consagra a Dios. Entre los romanos, cuando
uno había sido redimido por otro, había de servirle desde entonces. Un alma
rodeada de misericordia está celosamente activa en el servicio de Dios.
Las misericordias de Dios obran compasión hacia los demás. El cristiano es
un salvador temporal. Alimenta al hambriento, viste al desnudo, y visita a la
viuda y el huérfano en sus tribulaciones; siembra entre ellos la simiente de oro
de su amor. “El hombre de bien tiene misericordia, y presta” (Sal. 112:5). El
amor fluye de él libremente, como la mirra del árbol. De la misma manera, las
misericordias de Dios obran para el bien de los piadosos; son alas para
elevarle al Cielo.
Las misericordias espirituales también obran para bien.
La Palabra predicada obra para bien. Es olor de vida, es una Palabra que
transforma el alma; asemeja el corazón a la imagen de Cristo; produce
certidumbre. “Nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente,
sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre” (1 Ts. 1:5).
Es el carro de la salvación.
La oración obra para bien. La oración es el fuelle de los afectos; insufla
deseos santos y fervor en el alma. La oración tiene poder con Dios.
“Mandadme” (Is. 45:11). Es una llave que abre el tesoro de la misericordia de
Dios. La oración tiene el corazón abierto a Dios, y cerrado al pecado; mitiga el
corazón intemperante y el engrosamiento de la concupiscencia. El consejo de
Lutero a un amigo, cuando percibió que comenzaba a surgir una tentación,
fue que se entregara a la oración. La oración es el arma del cristiano, que
dispara contra sus enemigos. La oración es la mejor medicina para el alma. La
oración santifica cada misericordia (1 Ti. 4:5). Es la que dispersa la tristeza: al
desahogar el dolor, alivia el corazón. Cuando Ana había orado, “se fue […]
por su camino […] y no estuvo más triste” (1 S. 1:18). Y si tiene estos inusuales
efectos, entonces obra para bien.
La Cena del Señor obra para bien; es un emblema de la cena de las bodas
del Cordero (Ap. 19:9), y un anticipo de aquella comunión que tendremos
con Cristo en la gloria. Es una gran fiesta, nos proporciona un pan del cielo
tal que preserva la vida e impide la muerte. Tiene efectos gloriosos en los
corazones de los piadosos. Vivifica sus afectos, fortalece sus virtudes,
mortifica sus corrupciones, aviva sus esperanzas e incrementa su gozo. Lutero
dice “Consolar a un alma abatida es una obra tan grande como resucitar a los
muertos”; sin embargo, esto puede ocurrir, ya veces ocurre, a las almas de los
piadosos en la bendita Cena.

4. Las virtudes del Espíritu obran para bien


La virtud es para el alma como la luz para el ojo, como la salud para el cuerpo.
La virtud le da al alma lo que la esposa virtuosa a su marido: “Le da ella bien y
no mal todos los días de su vida” (Pr. 31:12). ¡Cuán incomparablemente útiles
son las virtudes! La fe y el temor van de la mano. La fe mantiene alegre el
corazón, el temor mantiene serio el corazón. La fe guarda al corazón de
hundirse en la desesperación, el temor lo guarda de enaltecerse en la
presunción. Todas las virtudes muestran su propia hermosura: la esperanza es
el “yelmo” (1 Ts. 5:8), la mansedumbre es el “ornato” (1 P. 3:4), el amor es el
“vínculo perfecto” (Col. 3:14). Las virtudes de los santos son armas para
defenderlos, alas para elevarlos, joyas para enriquecerlos, especias para
perfumarlos, estrellas para adornarlos, estimulantes para refrescarlos. ¿Y no
obra todo esto para bien? Las virtudes son nuestras pruebas para el Cielo. ¿No
es bueno tener nuestras pruebas a la hora de la muerte?

5. Los ángeles obran para el bien de los santos


Los ángeles buenos están dispuestos a prestar todos los servicios de amor al
pueblo de Dios. “¿No son todos espíritus ministradores, enviados para servicio
a favor de los que serán herederos de la salvación?” (He. 1:14). Algunos de los
Padres tenían la opinión de que cada creyente tiene su ángel de la guarda. Esta
cuestión no requiere un debate acalorado. Nos basta con saber que toda la
jerarquía de los ángeles está empleada para el bien de los santos.
Los ángeles buenos sirven a los santos en esta vida. Un ángel confortó a la
virgen María (Lc. 1:28). Los ángeles cerraron las bocas de los leones, para que
no pudieran dañar a Daniel (Dn. 6:22). El cristiano tiene una guardia invisible
de ángeles a su alrededor. “A sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden
en todos tus cami-nos” (Sal. 91:11). Los ángeles forman la guardia personal de
los santos, aun el principal de los ángeles “¿No son todos espíritus
ministradores […]?”. Los más altos ángeles cuidan de los más bajos santos.
Los ángeles buenos prestan servicio a la hora de la muerte. Los ángeles
están alrededor de los lechos de enfermedad de los santos para confortarlos.
Al igual que Dios conforta por su Espíritu, así lo hace por sus ángeles. Cristo
fue fortalecido por un ángel en su sufrimiento (Lc. 22:43); así lo son los
creyentes en el tormento de la muerte: y cuando los santos exhalan su último
aliento, sus almas son llevadas al Cielo por una comitiva de ángeles (Lc.
16:22).
Los ángeles buenos también prestan servicio en el día del Juicio. Los
ángeles abrirán los sepulcros de los santos, y los conducirán a la presencia de
Cristo, cuando sean hechos semejantes a su cuerpo glorioso. “Enviará sus
ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro
vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (Mt. 24:31). En el día del
juicio los ángeles librarán a los piadosos de todos sus enemigos. Los santos
aquí están asediados por enemigos. “Me son contrarios, por seguir yo lo bueno”
(Sal. 38:20). Bien, los ángeles promulgarán pronto la libertad del pueblo de
Dios, y los librarán de todos sus enemigos: “El campo es el mundo; la buena
semilla son los hijos del reino y la cizaña son los hijos del malo. El enemigo que
la sembró es el diablo; la siega es el fin del siglo; y los segadores son los ángeles.
De manera que como se arranca la cizaña y se quema en el fuego, así será en el
fin de este siglo. Enviará el Hijo del Hombre a sus ángeles, y recogerá de su
reino a todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad, y los
echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mi.
13:3842). En el día del Juicio los ángeles de Dios tomarán a los inicuos, que
son la cizaña, los recogerán y los echarán en el horno del Infierno, y entonces
los piadosos no serán ya más atribulados por sus enemigos: de esta manera los
ángeles buenos obran para bien. Vemos aquí la honra y dignidad del creyente.
Tiene el nombre de Dios escrito sobre sí (Ap. 3:12), al Espíritu Santo que
habita en él (2 Ti. 1:14), y una guardia de ángeles que le asiste.

6. La comunión de los santos obra para bien


“Colaboramos para vuestro gozo” (2 Co. 1:24). Un cristiano que conversa con
otro es un medio para consolidarle. Al igual que las piedras en un arco se
afirman mutuamente, así un cristiano, que comparte su experiencia, infunde
calor y ánimo a otro. “Considerémonos unos a otros para estimularnos al amor
y a las buenas obras” (He. 10:24). ¡Cómo florece la virtud mediante una
conversación santa! Un cristiano, mediante buenas palabras, derrama sobre
otro ese aceite que hace que la lámpara de su fe arda más vivamente.

7. La intercesión de Cristo obra para bien


Cristo está en el Cielo como Aarón con su lámina de oro sobre su frente y su
precioso incienso; y Él ora por todos los creyentes al igual que lo hizo por los
Apóstoles. “Mas no ruego solamente por estos, sino también por los que han de
creer en mí” (Jn. 17:20). Cuando un cristiano es débil, y apenas puede orar por
sí mismo, Jesucristo está orando por él; y Él ora por tres cosas. En primer
lugar, por que los santos sean guardados del pecado (Jn. 17:15). “Ruego que
[…] los guardes del mal”. Vivimos en el mundo como en una casa infectada;
Cristo ora por que sus santos no sean infectados con el mal contagioso de los
tiempos. En segundo lugar, por el progreso de su pueblo en santidad.
“Santifícalos” (Jn. 17:17). Que tengan una participación constante del Espíritu
y sean ungidos con nuevo aceite. Y en tercer lugar, por su glorificación:
“Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos
estén conmigo” (Jn. 17:24). Cristo no está satisfecho hasta que los santos estén
en sus brazos. Esta oración, que hizo en la Tierra, es la copia y el modelo de su
oración en el Cielo. ¡Qué consuelo es este!; cuando Satanás está tentando,
¡Cristo está orando! Esto obra para bien.
La oración de Cristo quita los pecados de nuestras oraciones. Al igual que
un niño, dice Ambrosio, que quiere hacerle un regalo a su padre, va al jardín,
y allí recoge algunas flores y malas hierbas juntamente, pero al venir a su
madre, ella quita las malas hierbas y ata las flores, y así las presenta al padre;
así, cuando hemos ofrecido nuestras oraciones, viene Cristo, y quita las malas
hierbas, el pecado de nuestra oración, y no presenta a su Padre sino flores,
que son de un olor fragante.

8. Las oraciones de los santos obran para el bien de los piadosos


Los santos oran por todos los miembros del cuerpo místico, y sus oraciones
pueden mucho. Pueden sanar de enfermedades: “La oración de fe salvará al
enfermo, y el Señor lo levantará” (Stg. 5:15). Pueden dar la victoria sobre los
enemigos. “Eleva, pues, oración tú por el remanente que aún ha quedado” (Is.
37:4). “Y salió el ángel del Señor y mató a ciento ochenta y cinco mil en el
campamento de los asirios” (Is. 37:36). Pueden liberar de la cárcel. “La iglesia
hacía sin cesar oración a Dios por él. Y cuando Herodes le iba a sacar, aquella
misma noche estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, sujeto con dos
cadenas, y los guardas delante de la puerta custodiaban la cárcel. Y he aquí se
presentó un ángel del Señor, y una luz resplandeció en la cárcel; y tocando a
Pedro en el costado, le despertó, diciendo: Levántate pronto. Y las cadenas se le
cayeron de las manos” (Hch. 12:57). El ángel buscó a Pedro y lo sacó de la
cárcel, pero fue la oración la que buscó al ángel. Pueden conseguir el perdón
de pecados. “Mi siervo Job orará por vosotros; porque de cierto a él atenderé”
(Job 32:8). De esta manera las oraciones de los santos obran para el bien del
cuerpo místico. Y no es un privilegio desdeñable para un hijo de Dios el que
se esté dando un continuo flujo de oración por él. Cuando entra en cualquier
lugar, puede decir: “Tengo alguna oración aquí, más aún, en el mundo entero
tengo un almacén de oración a mi favor. Cuando me siento desanimado e
indispuesto, otros que se encuentran animados y avivados están orando por
mí”. De esta manera las mejores cosas obran para el bien del pueblo de Dios.

Notas
2Un reformador alemán del siglo XVI.
Capítulo 2

Las peores cosas obran para el bien de los


piadosos
o se me malentienda; no digo que por su propia naturaleza las peores
N cosas sean buenas, pues son fruto de la maldición; sino que, a pesar de
ser malas por naturaleza, al disponerlas y santificarlas la sabia mano de
Dios que todo lo controla, son moralmente buenas. Tal como sucede con los
elementos que, a pesar de tener características opuestas, Dios ha ordenado de
tal manera que obren armoniosamente para el bien del universo; o como con
un reloj, cuyas ruedas parecen moverse en dirección opuesta, pero todas
llevan a cabo el movimiento del reloj: así las cosas que parecen moverse en
contra de los piadosos, sin embargo, por la maravillosa providencia de Dios
obran para su bien. Entre estas cosas peores, hay cuatro tristes males que
obran para el bien de los que aman a Dios.

1. El mal de la aflicción obra para el bien de los piadosos


En todas nuestras aflicciones es consolador pensar que Dios tiene su mano
sobre ellas de forma especial: “El Todopoderoso me ha afligido” (Rut 1:21). Los
instrumentos no pueden actuar sin que Dios se lo ordene, de la misma
manera que el hacha no puede cortar por sí misma sin una mano. Job tenía la
mirada puesta en Dios en su aflicción: por tanto, como observa Agustín3, no
dice: “El Señor dio, y el diablo quitó”, sino: “El Señor quitó”. Quienquiera que
sea el que nos traiga una aflicción, es Dios quien la envía.
Otro pensamiento consolador es que las aflicciones obran para bien.
“Como a estos higos buenos, así miraré a los transportados de Judá, a los cuales
eché de este lugar a la tierra de los caldeos, para bien” (Jer. 24:5). La cautividad
de Judá en Babilonia fue para su bien. “Bueno me es haber sido humillado”
(Sal. 119:71). Este texto, como el árbol de Moisés echado en las aguas amargas
de la aflicción, puede volverlas dulces y potables. Las aflicciones son
medicinales para los piadosos. Dios puede extraer nuestra salvación de los
fármacos más venenosos. Las aflicciones son tan necesarias como las
ordenanzas (1 P. 1:6). Ninguna vasija puede hacerse de oro sin fuego; así
también, es imposible que seamos hechos vasijas para honra, a menos que
seamos fundidos y refinados en el horno de la aflicción. “Todas las sendas del
Señor son misericordia y verdad” (Sal. 25:10). Al igual que el pintor
entremezcla colores vivos con sombras oscuras, así el Dios sabio mezcla la
misericordia con el juicio. Esas providencias aflictivas, que parecen ser
perjudiciales, son beneficiosas; tomemos algunos ejemplos de la Escritura.
Los hermanos de José le arrojan en una cisterna; después le venden; luego
es arrojado en la cárcel; sin embargo, todo esto obró para su bien. Su
humillación abrió el camino para su exaltación, fue hecho el segundo hombre
en el reino. “Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien”
(Gn. 50:20). Jacob luchó con el ángel, y el muslo de Jacob se descoyuntó. Esto
fue penoso; pero Dios lo convirtió en bien, pues allí vio el rostro de Dios, y allí
el Señor le bendijo. “Y llamó Jacob el nombre de aquel lugar, Peniel; porque
dijo: Vi a Dios cara a cara” (Gn. 32:30). ¿Quién no estaría dispuesto a tener
un hueso descoyuntado, si así pudiera alcanzar una visión de Dios?
El rey Manasés estaba encadenado. Este era un triste espectáculo: una
corona de oro cambiada por grilletes; pero ello obró para su bien, pues “luego
que fue puesto en angustias, oró al Señor su Dios, humillado grandemente en la
presencia del Dios de sus padres. Y habiendo orado a él, fue atendido; pues Dios
oyó su oración” (2 Cr. 33:12,13). Estaba más agradecido a su cadena de hierro
que a su corona de oro; la una le volvió orgulloso, la otra le volvió humilde.
Job era un espectáculo de miseria; perdió todo lo que tenía; lo único que
tenía en abundancia eran llagas y úlceras. Esto era penoso; pero obró para su
bien, su virtud fue probada y mejorada; Dios dio testimonio desde el Cielo de
su integridad, y compensó su pérdida dándole el doble de lo que había tenido
anteriormente (Job 42:10).
Pablo se quedó ciego. Esto fue incómodo, pero resultó ser para u bien.
Mediante aquella ceguera Dios abrió el camino para que la luz de la gracia
brillara en su alma; fue el principio de una feliz conversión (Hch. 9:6).
Al igual que las severas heladas en el invierno conducen a las flores en la
primavera, y al igual que la noche da lugar a la estrella de la mañana, así
también los males de la aflicción producen mucho bien a aquellos que aman a
Dios. Pero nos apresuramos a cuestionar esta verdad, y decimos, como María
le dijo al ángel: “¿Cómo puede ser esto?”. Por tanto, procedo a mostrar varias
maneras en que la aflicción obra para bien.
(1) Como nuestro predicador y maestro: “Prestad atención al castigo” (Miq.
6:9). Lutero dijo que jamás pudo entender correctamente algunos salmos
dolorosos hasta que pasó por momentos de aflicción. La aflicción nos enseña
lo que es el pecado. En la palabra predicada oímos lo terrible que es el pecado,
que contamina y acarrea condenación, pero no lo tememos más que a un león
pintado; por tanto, Dios abre la puerta a la aflicción, y entonces sentimos lo
amargo del pecado en su fruto. Un lecho de enfermedad enseña a menudo
más que un sermón. La mejor manera de ver el vil aspecto del pecado es en el
espejo de la aflicción. La aflicción nos enseña a conocernos a nosotros
mismos. La mayoría de las veces, en la prosperidad nos desconocemos a
nosotros mismos. Dios nos hace conocer la aflicción para que nos
conozcamos mejor a nosotros mismos. En el tiempo de la aflicción vemos en
nuestros corazones una corrupción que no creeríamos que estuviera allí. El
agua en el vaso parece clara, pero si la ponemos al fuego, la espuma hierve. En
la prosperidad un hombre parece ser humilde y agradecido, el agua parece
clara; pero pongamos a este hombre un poco en el fuego de la aflicción, y
veremos cómo hierve la espuma: queda de manifiesto una gran dosis de
impaciencia e incredulidad. “Oh —dice un cristiano— nunca pensé que
tuviera un corazón tan malo como ahora veo que tengo; nunca pensé que mis
corrupciones fueran tan fuertes y mis virtudes tan débiles”.
(2) Las aflicciones obran para bien, al ser el medio para hacer más íntegro
el corazón. En la prosperidad el corazón es propenso a estar dividido (Os.
10:2). El corazón está en parte apegado a Dios, y en parte al mundo. Es como
una aguja entre dos imanes: Dios atrae, y el mundo atrae. Ahora bien, Dios
quita el mundo para que el corazón se apegue más a Él con sinceridad. El
correctivo consiste en hacer recto el corazón. Al igual que a veces ponemos
una barra de hierro en el fuego para enderezarla, así también Dios nos pone
en el fuego de la aflicción para hacemos más rectos. ¡Oh, cuán bueno es que la
aflicción enderece al alma cuando el pecado la ha torcido y apartado de Dios!
(3) Las aflicciones obran para bien, al conformamos a Cristo. La vara de
Dios es un lápiz para dibujar la imagen de Cristo más vivamente en nosotros.
Es bueno que haya simetría y proporción entre la Cabeza y los miembros.
¿Seremos parte del cuerpo místico de Cristo sin ser como Él? Su vida, como
dice Calvino, fue una serie de sufrimientos: “Varón de dolores, y
experimentado en quebranto” (Is. 53:3). Él lloró y sangró. ¿Fue su cabeza
coronada de espinas, y pensamos nosotros ser coronados de rosas? Es bueno
ser como Cristo, aunque sea por medio de sufrimientos. Jesucristo bebió una
amarga copa; le hizo sudar gotas de sangre el pensar en ello; y, aunque es
cierto que bebió veneno de la copa (la ira de Dios), aún queda ajenjo en ella
que los santos deben beber: solamente aquí reside la diferencia entre los
sufrimientos de Cristo y los nuestros; los suyos fueron satisfactorios4, los
nuestros solamente son punitivos.
(4) Las aflicciones obran para el bien de los piadosos, al ser destructivas
para el pecado. El pecado es la madre, la aflicción la hija; la hija ayuda a
destruir a la madre. El pecado es como el árbol que cría al gusano, y la
aflicción es como el gusano que come el árbol. El mejor de los corazones
atesora mucha corrupción; la aflicción la quita gradualmente, como el fuego
quita la escoria del oro: “Este será todo el fruto, la remoción de su pecado” (Is.
27:9). ¡Qué importa es tener una lima más basta, si con ello tenemos menos
herrumbre! Las aflicciones nada se llevan sino la escoria del pecado. Si un
médico le dijera a su paciente: “Su cuerpo está indispuesto y afectado por una
grave infección, que debe ser combatida, puesto que de otra forma morirá;
pero le voy a prescribir una medicina que, si bien le va a hacer vomitar, curará
su enfermedad y salvará su vida”; ¿no sería esto para el bien del paciente? Las
aflicciones son la medicina que Dios utiliza para quitar nuestras
enfermedades espirituales; curan el tumor del orgullo, la fiebre de la
concupiscencia, la hidropesía de la codicia. ¿No obran, pues, para bien?
(5) Las aflicciones obran para bien, al ser el medio para desligar nuestros
corazones del mundo. Cuando cavamos para quitar la tierra de la raíz de un
árbol es para desligar el árbol de la tierra; de la misma manera, Dios cava para
quitar nuestro bienestar terrenal, y así desligar nuestros corazones de la tierra.
Un espino crece con cada flor. Dios quiere que el mundo cuelgue como un
diente suelto que, al ser arrancado, ya no nos molesta. ¿No es buena esta
liberación? Los más ancianos santos la necesitan. ¿Por qué rompe el Señor la
acequia, sino para que vayamos a Él, en quien están “todas [nuestras] fuentes”
(Sal. 87:7)?
(6) Las aflicciones obran para bien, al abrir el camino para el consuelo. “Le
daré […] el valle de Acor por puerta de esperanza” (Os. 2:15). Acor significa
turbación. Dios endulza el dolor exterior con paz interior. “Vuestra tristeza se
convertirá en gozo” (Jn. 16:20). Aquí tenemos el agua convertida en vino. Tras
una pastilla amarga, Dios da azúcar. Pablo cantó en la cárcel. La vara de Dios
tiene miel en su extremo. Los santos han tenido en la aflicción tales éxtasis de
gozo que han creído rozar los límites de la Canaán celestial.
(7) Las aflicciones obran para bien, al ser para nuestro engrandecimiento.
“¿Qué es el hombre, para que lo engrandezcas, y para que pongas sobre él tu
corazón, y lo visites todas la mañanas?” (Job 7:17). Mediante la aflicción, Dios
nos engrandece de tres maneras. (a) Condescendiendo tanto como para
tenernos en cuenta. Es una honra que Dios tenga en cuenta el polvo y las
cenizas. Es nuestro engrandecimiento que Dios nos considere dignos de ser
golpeados. Que Dios no castigue es un desprecio: “¿Por qué querréis ser
castigados aún?” (Is. 1:5). Si queréis seguir pecando, seguid vuestro camino; id
al Infierno con vuestro pecado. (b) Las aflicciones también nos engrandecen,
al ser enseñas de gloria, signos de filiación. “Si soportáis la disciplina, Dios os
trata como a hijos” (He. 12:7). Cada estigma de la vara es una medalla de
honor. (c) Las aflicciones tienden a engrandecer a los santos, al darles
renombre en el mundo. Jamás han sido los soldados tan admirados por sus
victorias, como lo han sido los santos por sus sufrimientos. El celo y la
constancia de los mártires en sus pruebas los han hecho famosos para la
posteridad. ¡Qué eminente fue Job por su paciencia! Dios dejó constancia de
su nombre: “Habéis oído de la paciencia de Job” (Stg. 5:11). Job el sufriente
tiene más renombre que Alejandro el conquistador.
(8) Las aflicciones obran para bien, al ser el medio para hacernos felices.
“Bienaventurado es el hombre a quien Dios castiga” (Job 5:17). ¿Qué político o
moralista cifró jamás la felicidad en la cruz? Job lo hizo. “Bienaventurado es el
hombre a quien Dios castiga”.
Se puede preguntar: “¿Cómo nos hacen felices las aflicciones?”.
Respondemos que, siendo santificadas, nos acercan más a Dios. La Luna llena
es la que más lejos está del Sol: así, muchos están lejos de Dios en la Luna
llena de la prosperidad; las aflicciones les acercan a Dios. El imán de la
misericordia no nos acerca tanto a Dios como las cuerdas de la aflicción.
Cuando Absalón le prendió fuego al trigo de Joab, este fue corriendo a
Absalón (2 S. 14:30). Cuando Dios prende fuego a nuestro bienestar
mundano, entonces corremos a Él, y nos reconciliamos con Él. Cuando el hijo
pródigo se vio necesitado, entonces regresó al hogar de su padre (Lc. 15:13).
Cuando la paloma no pudo encontrar descanso para la planta de su pie,
entonces voló al arca. Cuando Dios nos trae un diluvio de aflicción, entonces
volamos al arca de Cristo. De esta manera, la aflicción nos hace felices, al
acercarnos a Dios. La fe puede utilizar las aguas de la aflicción para nadar más
velozmente a Cristo.
(9) Las aflicciones obran para bien, al silenciar a los inicuos. Qué
dispuestos están a difamar y calumniar a los piadosos, diciendo que sirven a
Dios solamente por egoísmo. Por tanto, Dios hace que su pueblo soporte
sufrimientos por su fe, para así poner un candado en los labios mentirosos de
los inicuos. Cuando los ateos del mundo ven que Dios tiene un pueblo, que le
sirve no por ganancia sino por amor, esto les cierra la boca. El diablo acusó a
Job de hipocresía, de ser un mercenario; toda su vida religiosa estaba
bordeada de oro y plata. “¿Acaso teme Job a Dios de balde? ¿No le has cercado
alrededor a él y a su casa y a todo lo que tiene?”. A lo que respondió Dios: “He
aquí, todo lo que tiene está en tu mano” (Job 1:9,10,12). Tan pronto recibió el
diablo su comisión, se lanzó a derribar la cerca de Job; pero aun así Job
adoraba a Dios (cap. 1:20), y profesaba tener fe en Él. “Aunque él me matare,
en él esperaré” (cap. 13:15). Esto silenció al diablo mismo. Cómo abate a los
inicuos ver que los piadosos se mantienen cerca de Dios en un estado de
sufrimiento, y que aún se mantienen firmes en su integridad cuando lo
pierden todo.
(10) Las aflicciones obran para bien, al abrir el camino para la gloria (2 Co.
4: 17). No es que nos hagan merecedores de la gloria, sino que preparan para
la misma. Tal como arar prepara la tierra para la cosecha, así también las
aflicciones nos preparan y capacitan para la gloria. El pintor pone su oro
sobre colores oscuros; así también, Dios pone primero los colores oscuros de
la aflicción, y después pone el color dorado de la gloria. La vasija se prepara
primero antes de echar en ella el vino; las vasijas de la misericordia se
preparan primero con la aflicción, y después se echa en ellas el vino de la
gloria. Así vemos, pues, que las aflicciones no son perjudiciales sino
beneficiosas para los santos. No debiéramos mirar al mal de la aflicción, sino
al bien; no al lado oscuro de la nube, sino a la luz. Lo peor que Dios hace a sus
hijos es azotarlos para llevarlos al Cielo.

2. El mal de la tentación es invalidado para el bien de los


piadosos
El mal de la tentación obra para bien. Satanás es llamado el tentador (Mr.
4:15). Siempre está tendiendo emboscadas, continuamente está activo con un
santo u otro. El diablo tiene su circuito que recorre cada día; no está
completamente encarcelado aún, sino que, de la misma forma que un preso
que está en libertad bajo fianza, anda alrededor para tentar a los santos. Esto
es una gran perturbación para el hijo de Dios. Ahora bien, con respecto a las
tentaciones de Satanás, hay tres cosas que deben tomarse en consideración.
(1) Su método para tentar. (2) La magnitud de su poder. (3) Estas tentaciones
son anuladas para bien.
(1) El método de Satanás para tentar. Tomemos nota aquí de dos cosas. Su
violencia al tentar, puesto que es la bestia escarlata. Se esfuerza por asaltar el
castillo del corazón, le arroja pensamientos blasfemos, nos tienta para que
neguemos a Dios; estos son los dardos de fuego que dispara, mediante los
cuales quiere inflamar las pasiones. Tomemos nota también de su sutileza al
tentar, puesto que es la serpiente antigua. El diablo utiliza cinco argucias
principalmente.
(a) Observa el temperamento y la constitución; pone cebos adecuados para
la tentación Al igual que el agricultor, sabe qué grano es mejor para la tierra.
Satanás no tienta en contra de la disposición y el temperamento naturales.
Esta es su política: hace que el viento y la marea vayan juntos; el viento de la
tentación sopla en la dirección en que avanza la marea natural del corazón.
Aunque el diablo no puede conocer los pensamientos de los hombres, sin
embargo, conoce su temperamento y, consecuentemente, pone sus cebos.
Tienta al ambicioso con una corona; al sanguíneo, con la belleza.
(b) Satanás observa cuál es el mejor momento para tentar; al igual que un
pescador habilidoso, echa su anzuelo cuando los peces pican mejor. El
momento en que Satanás tienta es, por regla general, después de cumplir un
deber. Y la razón es porque piensa que entonces nos encuentra más
confiados. Cuando hemos atendido a deberes solemnes somos propensos a
pensar que ya está todo hecho, nos volvemos remisos y abandonamos ese celo
y ese rigor que teníamos antes; exactamente igual que en el caso de un
soldado, quien se quita la armadura tras una batalla sin soñar que haya un
enemigo, Satanás espera la oportunidad y, cuando menos lo sospechamos,
entonces arroja una tentación.
(c) Utiliza a parientes cercanos; el diablo tienta por poder. De esta manera
le envió una tentación a Job mediante su esposa. “¿Aún retienes tu
integridad?” (Job 2:9). Una esposa en nuestro seno puede ser el instrumento
del diablo para tentarnos a pecar.
(d) Satanás tienta al mal mediante aquellos que son buenos, dando así el
veneno en una copa de oro. Tentó a Cristo a través de Pedro. Pedro intentó
disuadirle del sufrimiento. “Señor, ten compasión de ti”. ¿Quién habría
pensado encontrar al tentador en la boca de un apóstol?
(e) Satanás nos tienta a pecar bajo la apariencia de la religión. Ha de ser
temido al máximo cuando se transforma en ángel de luz. Vino a Cristo con la
Escritura en su boca: “Escrito está”. El diablo pone en su anzuelo el cebo de la
religión. Tienta a muchos con la codicia y la extorsión bajo la apariencia de
proveer para su familia; tienta a algunos a quitarse la vida para no vivir más
pecando contra Dios; y así les arrastra al pecado bajo la apariencia de evitarlo.
Estas son sus sutiles estratagemas al tentar.
(2) La magnitud de su poder; hasta dónde alcanza el poder de Satanás al
tentar.
(a) Puede proponer el objeto, como puso un lingote de oro delante de
Acán.
(b) Puede envenenar la imaginación, e instilar malos pensamientos en la
mente. Al igual que el Espíritu Santo sugiere cosas buenas, así también el
diablo sugiero cosas malas. Él puso en el corazón de Judas traicionar a Cristo
(Jn. 13:2).
(c) Satanás puede estimular e incitar la corrupción interior, y obrar algún
tipo de inclinación en el corazón para abrazar la tentación. Si bien es cierto
que Satanás no puede forzar la voluntad para obtener nuestro
consentimiento, sin embargo, al ser un pretendiente fervoroso, puede
producir el mal mediante sus continuos requerimientos. Así fue como indujo
a David a censar al pueblo (1 Cr. 21:1). El diablo puede utilizar sus sutiles
argumentos a fin de convencernos para pecar.
(3) Estas tentaciones son invalidadas para el bien de los hijos de Dios. Un
árbol sacudido por el viento está más firme y arraigado; así también, el soplo
de una tentación no hace sino afirmar más al cristiano en la gracia. Las
tentaciones son invalidadas para bien de ocho maneras:
(a) La tentación lleva al alma a la oración. Cuanto más furiosamente tienta
Satanás, tanto más fervientemente ora el santo. El ciervo al que se dispara una
flecha corre más velozmente al agua. Cuando Satanás dispara sus dardos de
fuego al alma, esta corre entonces más velozmente al trono de la gracia.
Cuando a Pablo se le envió un mensajero de Satanás para abofetearle, dijo:
“Respecto a lo cual tres veces he rogado al Señor, que lo quite de mí” (2 Co.
12:8). La tentación es una medicina para la seguridad. Aquello que nos hace
orar más obra para bien.
(b) La tentación a pecar es un medio para guardarnos de perpetrar el
pecado. Cuanto más es tentado un hijo de Dios, tanto más lucha contra la
tentación. Cuanto más tienta Satanás a blasfemar, tanto más tiembla el santo
ante tales pensamientos, y dice: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!”. Cuando
el ama de José le tentó a cometer una necedad, cuanto más fuerte era la
tentación de ella, más fuerte era la oposición de él. De la tentación que el
diablo utiliza como una incitación al pecado, Dios hace un freno para retraer
al cristiano del mismo.
(c) La tentación obra para bien, al reducir la hinchazón producida por el
orgullo. “Y para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase
desmedidamente, me fue dado un aguijón en mi carne, un. mensajero de
Satanás que me abofetee” (2 Co. 12:7). El aguijón en la carne tenía por objeto
punzar la ampolla de la vanidad. La tentación que nos humilla es preferible al
deber que nos enorgullece. Antes que permitir que un cristiano sea altivo,
Dios le dejará caer en las manos del diablo por un tiempo, para que se cure de
su absceso.
(d) La tentación obra para bien, al ser una piedra de toque para probar lo
que hay en el corazón. El diablo tienta para engañar, pero Dios permite que
seamos tentados para probarnos. La tentación es una prueba de nuestra
sinceridad: nuestro corazón demuestra ser casto y leal a Cristo cuando
podemos mirar a la tentación cara a cara, y volverle la espalda. Es también
una prueba de nuestro valor. A muchos les falta el valor; no tienen valor para
resistir la tentación. Tan pronto viene Satanás, se rinden; son como un
cobarde que, tan pronto se acerca el ladrón, le entrega la cartera. Pero el
cristiano valeroso es el que blande la espada del Espíritu contra Satanás, y está
dispuesto a morir antes que rendirse. Nunca se vio tan claramente el valor de
los romanos como cuando fueron asaltados por los cartagineses; nunca se ve
tanto el valor y poder de un santo como en un campo de batalla, cuando está
luchando contra la bestia escarlata y pone en fuga al diablo mediante el poder
de la fe. La virtud que puede permanecer firme en la prueba de fuego y resistir
los dardos de fuego es como oro refinado.
(e) Las tentaciones obran para bien, al capacitar Dios a quienes son
tentados para que consuelen a otros en la misma tribulación. Para que un
cristiano pueda decir algo al cansado debe ser abofeteado previamente por
Satanás. S. Pablo conocía las tentaciones por experiencia. “No ignoramos sus
maquinaciones” (2 Co. 2:11). De esta manera pudo hacer que otros se
familiarizaran con las infames asechanzas de Satanás (1 Co. 10:13). Quien ha
cabalgado por un lugar donde hay ciénagas y arenas movedizas es el más
adecuado para guiar a otros a través de ese peligroso camino. Quien ha
sentido las garras del león rugiente y ha quedado sangrando de esas heridas es
el más adecuado para ocuparse de quien es tentado. Nadie puede descubrir
mejor las estratagemas y planes de Satanás que quienes han pasado mucho
tiempo en la escuela de esgrima de la tentación.
(f) Las tentaciones obran para bien, al despertar la compasión paternal en
Dios hacia aquellos que son tentados. El niño enfermo y herido es el más
cuidado. Cuando un santo yace con heridas de la tentación, Cristo ora, y Dios
el Padre se apiada. Cuando Satanás hace que un alma tenga fiebre, Dios acude
con un tónico; lo cual llevó a Lutero a decir que las tentaciones son abrazos de
Cristo, porque es entonces cuando más dulcemente se manifiesta Él al alma.
(g) Las tentaciones obran para bien, al hacer que los santos anhelen más el
Cielo. Allí estarán fuera del alcance de los disparos. El Cielo es un lugar de
descanso; las balas de la tentación no entran allí. El águila que planea en las
alturas y se posa en altos árboles no teme la mordedura de la serpiente; así
también, al ascender al Cielo los creyentes ya no son perturbados por la
serpiente antigua. En esta vida, cuando acaba una tentación, viene otra. Esto
es para hacer desear a los creyentes que la muerte toque la retirada, y les llame
fuera del campo surcado por las veloces balas, para recibir una corona de
victoria, donde no se oiga el sonido perenne del tambor o del cañón, sino del
arpa y de la viola.
(h) Las tentaciones obran para bien, al requerir la fuerza de Cristo. Cristo
es nuestro Amigo, y cuando somos tentados, Él pone todo su poder a nuestra
disposición. “Pues en cuanto Él mismo padeció siendo tentado, es poderoso
para socorrer a los que son tentados” (He. 2:18). Si una pobre alma tuviera que
luchar sola contra el Goliat del Infierno, sería derrotada con toda seguridad;
pero Jesucristo nos proporciona sus fuerzas auxiliares, nos proporciona
nuevas provisiones de gracia. “Somos más que vencedores por medio de aquel
que nos amó” (Ro. 8:37). De esta manera se invalida para bien el mal de la
tentación.
Pregunta. Pero a veces Satanás vence a un hijo de Dios. ¿Cómo obra esto
para bien?
Respuesta. Reconozco que, mediante la suspensión de la gracia divina y la
furia de la tentación, un santo puede ser vencido; sin embargo, esta derrota
mediante una tentación será invalidada para bien. Mediante esta derrota Dios
abre el camino para un incremento de la gracia. Pedro fue tentado a confiar
en sí mismo, presumió de su propia fuerza; y cuando necesitó permanecer
firme en solitario, Cristo le dejó caer. Pero esto obró para su bien, le costó
muchas lágrimas. “Saliendo fuera lloró amargamente” (Mt. 26:75). Entonces
se volvió más humilde; no se atrevió a decir que amaba a Cristo más que los
otros apóstoles. “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que estos?” (Jn. 21:15).
No se atrevió a afirmarlo, su caída quebrantó la cerviz de su orgullo. La
derrota mediante una tentación produce más prudencia y vigilancia en un
hijo de Dios. Si bien Satanás le sedujo anteriormente a pecar, sin embargo, en
el futuro será más cauto. Tendrá cuidado de no adentrarse más en el radio de
acción marcado por la cadena del león. Es más tímido y temeroso en cuanto a
las ocasiones de pecar. Nunca sale sin la armadura espiritual, y se ciñe la
armadura con oración. Sabe que anda por terreno resbaladizo; por tanto,
observa cuidadosamente sus pasos. Mantiene una estrecha vigilancia en su
alma, y cuando observa que viene el diablo, toma sus armas y despliega la
capacidad de la fe (Ef. 6:16). Esto es todo el daño que hace el diablo. Cuando
derrota a un santo mediante la tentación, le cura de su negligencia; le hace
vigilar y orar más. Cuando los animales salvajes saltan la cerca y dañan el
grano, el hombre refuerza su cerca; así también, cuando el diablo salta la cerca
mediante la tentación, es seguro que el cristiano reparará su cerca; tendrá más
temor del pecado y más cuidado del deber. De esta manera, ser vencido por la
tentación obra para bien.
Objeción. Pero si ser vencido obra para bien, esto puede hacer que los
cristianos se despreocupen en cuanto a si son vencidos por las tentaciones o
no.
Respuesta. Hay una gran diferencia entre caer en la tentación y correr a la
tentación. Caer en la tentación es lo que obra para bien, no correr a ella.
Quien cae en un río es objeto de ayuda y compasión, pero quien se arroja
desesperadamente a él es culpable de su propia muerte. Es una locura correr a
la cueva de un león. El que corre a una tentación es como Saúl, que cayó sobre
su propia espada.
Por todo lo que se ha dicho, vemos cómo Dios frustra a la serpiente
antigua, haciendo que sus tentaciones se transformen en bien para su pueblo.
Seguramente, si el diablo supiera cuánto beneficio le reporta a los santos
mediante la tentación, desistiría de tentar. Lutero dijo una vez: “Hay tres
cosas que forman al cristiano: la oración, la meditación y la tentación”. El
apóstol Pablo, en su viaje a Roma, encontró un viento contrario (Hch. 27:4).
Así también, el viento de la tentación es contrario al viento del Espíritu; pero
Dios utiliza este viento cruzado para empujar a los santos hacia el Cielo.

3. El mal del abandono obra para el bien de los piadosos


El mal del abandono obra para bien. La esposa se queja del abandono del
esposo. “Mi amado se había ido, había ya pasado” (Cnt. 5:6). Hay una doble
retracción; puede ser con respecto a la gracia, cuando Dios suspende la
influencia de su Espíritu, y retiene la vigorosa acción de la gracia. Si el
Espíritu desaparece, la gracia se hiela para convertirse en frialdad e
indolencia. O puede ser una retracción en cuanto al consuelo. Cuando Dios
retiene las dulces manifestaciones de su favor, no tiene un aspecto tan
agradable, sino que vela su rostro y parece haber desaparecido
completamente del alma.
Dios es justo en todas sus retracciones. Nosotros le abandonamos a Él
antes que Él nos abandone a nosotros. Abandonamos a Dios cuando
abandonamos la comunión estrecha con Él, cuando abandonamos sus
verdades y no nos atrevemos a comparecer a favor de Él, cuando dejamos la
guía y la dirección de su Palabra y seguimos la luz engañosa do nuestros
corruptos afectos y pasiones. Generalmente, somos nosotros los que
abandonamos a Dios primero; por tanto, no podemos culpar a nadie sino a
nosotros mismos.
El abandono es algo trágico, porque tal como cuando desaparece la luz
llegan las tinieblas, así también cuando Dios se retrae las tinieblas y la tristeza
de apoderan del alma. El abandono es un tormento para la conciencia. Dios
suspende el alma sobre el Infierno. “Las saetas del Todopoderoso están en mí
cuyo veneno bebe mi espíritu” (Job 6:4). Durante la guerra, los persas tenían
por costumbre impregnar sus flechas con veneno de serpientes para hacerlas
más mortíferas. Así disparó Dios a Job la flecha envenenada del abandono,
bajo cuyas heridas su espíritu quedó sangrando. En tiempos de abandono los
creyentes son propensos al desánimo. Se cuestionan a sí mismos y piensan
que Dios los ha desechado por completo. Así, pues, prescribiré algún
consuelo para el alma abandonada. Aun cuando carece de estrellas que le
guíen, el marinero cuenta con la luz de su linterna, que le sirve de ayuda para
ver su brújula; de igual modo, mencionaré cuatro consuelos, que son como la
linterna del marinero, para arrojar alguna luz sobre la pobre alma que navega
en la oscuridad del abandono, y necesita el brillante lucero de la mañana.
(1) Solamente los piadosos son susceptibles de ser abandonados. Los
inicuos no saben lo que significa el amor de Dios, ni lo que es carecer de él.
Saben lo que es carecer de salud, amigos, negocios, pero no lo que es carecer
del favor de Dios. Temes no ser hijo de Dios porque has sido abandonado. No
puede decirse que el Señor prive de su amor a los inicuos, porque estos nunca
lo tuvieron. Ser abandonado evidencia que eres un hijo de Dios. ¿Cómo
podrías quejarte de que Dios se ha apartado de ti, si no hubieras recibido en
ocasiones sonrisas y muestras de amor por su parte?
(2) Puede existir la semilla de la gracia donde no existe la flor del gozo. La
tierra puede carecer de una cosecha de trigo; sin embargo, puede tener una
mina de oro en su interior. Un cristiano puede tener gracia interiormente,
aunque no coma el dulce fruto del gozo. Hay barcos en el mar, cargados con
abundancia de joyas y especias, que pueden estar en la oscuridad y
zarandeados por la tormenta. Un alma enriquecida con los tesoros de la
gracia puede, sin embargo, estar en la oscuridad del abandono, y zarandeada
de tal modo que llegue a pensar que será abandonada en la tormenta. David,
en un estado de desánimo, ora: “No quites de mí tu santo Espíritu” (Sal.
51:11). Él no ora, dice Agustín: “Señor, dame tu Espíritu”, sino: “No quites de
mí tu Espíritu”, por lo que el Espíritu de Dios aún permanecía en él.
(3) Estos abandonos solamente son temporales. Cristo puede retraerse, y
dejar el alma por un tiempo, pero volverá de nuevo. “Con un poco de ira
escondí mi rastro de ti por un momento; pero con misericordia eterna tendré
compasión de ti” (Is. 54:8). Una vez que el agua haya bajado totalmente, la
marea volverá de nuevo. “No contenderé para siempre, ni para siempre me
enojaré; pues decaería ante mí el espíritu, y las almas que yo he creado” (Is.
57:16). La tierna madre aparta enojada a su hijo, pero lo tomará de nuevo en
sus brazos y lo besará. Dios puede apartar el alma con enojo, pero la tomará
de nuevo en sus tiernos brazos, y desplegará sobre ella el estandarte del amor.
(4) Estos abandonos obran para el bien de los piadosos. El abandono cura
el alma de la pereza. Encontramos a la esposa echada en la cama de la pereza:
“Yo dormía” (Cnt. 5:2). Y al momento Cristo desapareció. “Mi amado se
había ido” (Cnt. 5:6). ¿Quién hablará a uno que está somnoliento?
El abandono cura el afecto desordenado por el mundo. “No améis al
mundo” (1 Jn. 2:15). Podemos asir el mundo como un ramillete en nuestra
mano, pero no debe permanecer demasiado cerca de nuestro corazón.
Podemos utilizarlo como una posada donde tomamos una comida, pero no
debe ser nuestro hogar. Quizá estas cosas seculares nos roban demasiado el
corazón. Los hombres buenos están a veces enfermos de indigestión, y
borrachos por las embriagadoras delicias de la prosperidad; y cuando han
manchado sus plateadas alas de gracia, y desfigurado la imagen de Dios
restregándolas contra la tierra, el Señor, para rescatarlos de esto, oculta su
rostro en una nube. Este eclipse tiene efectos beneficiosos: oscurece toda la
gloria del mundo, y la hace desaparecer.
El abandono obra para bien, al hacer que los santos aprecien más que
nunca el semblante de Dios. “Mejor es tu misericordia que la vida” (Sal. 63:3).
Sin embargo, la familiaridad con esta misericordia la devalúa en nuestra
estimación. Cuando las perlas se hicieron corrientes en Roma, comenzaron a
ser menospreciadas. Dios no tiene mejor manera de hacernos valorar su amor
que retraerlo por un tiempo. Si el Sol brillara solamente una vez al año, ¡cómo
sería apreciado! Cuando el alma se ha visto entenebrecida mucho tiempo por
el abandono, ¡qué bienvenido es ahora el regreso del Sol de justicia!
El abandono obra para bien, al ser el medio de hacernos amargo el pecado.
¿Puede haber mayor desventura que incurrir en el desagrado de Dios? ¿En
qué consiste el Infierno sino en que Dios oculte su rostro? ¿Y qué hace a Dios
ocultar su rostro sino el pecado? “Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le
han puesto” (Jn. 20:13). Así también, nuestros pecados se han llevado al
Señor, y no sabemos dónde está. El favor de Dios es la mejor joya; puede
endulzar una cárcel, y quitar a la muerte su aguijón. ¡Oh, qué odioso, pues, es
el pecado que nos roba nuestra mejor joya! El pecado hizo que Dios
abandonara su templo (Ez. 8:6). El pecado hace que se manifieste como un
enemigo, y le reviste de una armadura. Esto hace que el alma persiga al
pecado con un santo encarnizamiento, y busque ser vengada de él. El alma
abandonada da a beber hiel y vinagre al pecado y, con la lanza de la
mortificación, hace que se desangre.
El abandono obra para bien, al hacer llorar al alma por la pérdida de Dios.
Cuando el Sol desaparece, cae el rocío; y cuando Dios desaparece, los ojos
derraman lagrimas. ¡Qué turbado se vio Micaía cuando perdió a sus dioses!
“Tomasteis mis dioses que yo hice y […] ¿qué más me queda?” (Jue. 18:24). Así
también, cuando Dios desaparece, ¿qué más nos queda? No son el arpa y la
viola los que pueden consolar cuando Dios desaparece. Si bien es triste
carecer de la presencia de Dios, sin embargo, es bueno lamentar su ausencia.
El abandono hace que el alma busque a Dios. Cuando Cristo se marchó, la
esposa le siguió; le buscó “por las calles” (Cnt. 3:2). Y no habiéndole
encontrado, hizo sonar la alarma tras él. “¿Habéis visto al que ama mi alma?”
(Cnt. 3:3). El alma abandonada lanza verdaderas andanadas de suspiros y
quejidos. Llama a la puerta del Cielo mediante la oración; no puede tener
descanso basta que brillen los rayos de oro del rostro de Dios.
El abandono hace que el cristiano inquiera. Inquiere por la causa de la
partida de Dios. ¿Cuál es el nefasto motivo del enojo de Dios? Quizá el
orgullo, quizá un empacho de los medios de gracia, quizá la mundanalidad.
“Por la iniquidad de su codicia me enojé y le herí, escondí mi rostro” (Is. 57:17).
Quizá hay algún pecado secreto consentido. Una piedra en la cañería
obstaculiza la corriente de agua; así también, vivir en pecado obstaculiza la
dulce corriente del amor de Dios. De esta manera, tras haber encontrado y
dado alcance al pecado la conciencia como un sabueso, este Acán es muerto a
pedradas.
El abandono obra para bien, al ofrecernos una visión de lo que Jesucristo
sufrió por nosotros. Si el sorbo de la copa es amargo, ¿cuán amargo no sería lo
que Cristo bebió en la Cruz? Él bebió una copa de veneno mortal, que le hizo
clamar: “Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt. 27:46). Nadie puede
apreciar tanto los sufrimientos de Cristo, nadie puede sentir un amor tan
fervoroso hacia Cristo, como aquellos que se han visto humillados por el
abandono, y han sido expuestos a las llamas del Infierno por un tiempo.
El abandono obra para bien, al preparar a los santos para un futuro
consuelo. Las cortantes heladas preparan el terreno para las flores de la
primavera. El método de Dios consiste en abatir primero, para después
consolar (2 Co. 7:6). Cuando nuestro Salvador había estado ayunando,
entonces vinieron los ángeles y le ministraron. Cuando el Señor ha
mantenido a su pueblo ayunando durante mucho tiempo, entonces envía al
Consolador, y lo alimenta con el maná escondido. “Luz sembrada para el
justo” (Sal. 97:1 1). El consuelo de los santos puede estar escondido como la
semilla bajo la tierra, pero la semilla está germinando, y crecerá y florecerá
hasta convertirse en una cosecha.
Estos abandonos obran para bien, al hacernos el Cielo más dulce. Aquí
nuestros consuelos son como la Luna; a veces están llenos, a veces están
menguantes. Dios se nos manifiesta por un tiempo, y después se retira de
nosotros. ¡Cómo hará esto destacar más el Cielo, y lo hará más regocijante y
arrebatador, cuando tengamos una constante manifestación de amor por
parte de Dios! (1 Ts. 4:17).
Vemos, pues, que los abandonos obran para bien. El Señor nos lleva a las
profundidades del abandono, para no llevamos a las profundidades de la
condenación. Nos pone en un infierno aparente, para libramos de un infierno
real. Dios nos está preparando para aquel tiempo en que gozaremos de sus
sonrisas para siempre, cuando no habrá ni nubes en su rostro ni puestas de
Sol, cuando Cristo vendrá y estará con su esposa, y la esposa nunca dirá otra
vez: “Mi amado se ha ido”.

4. El mal del pecado obra para el bien de los piadosos


El pecado es condenable por naturaleza, pero Dios en su infinita sabiduría
prevalece sobre él, y hace que surja el bien de aquello que parece lo más
contrario al mismo. Ciertamente, es una maravilla que pueda manar miel de
este león. Podemos entenderlo en un doble sentido.
(1) Los pecados de otros son invalidados para el bien de los piadosos. No es
poca tribulación para un corazón bondadoso el vivir entre los inicuos. “¡Ay de
mí, que moro en Mesec […]!” (Sal. 120:5). Sin embargo, aun esto lo vuelve el
Señor en bien, pues:
(a) Los pecados de otros obran para el bien de los piadosos, al producir una
santa tristeza. El pueblo de Dios llora por lo que no puede reformar. “Ríos de
agua descendieron de mis ojos; porque no guardaban tu ley” (Sal. 119:136).
David lamentaba los pecados de su tiempo; su corazón se había convertido en
una fuente, y sus ojos en ríos. Los inicuos se divierten con el pecado. “¿Puedes
gloriarte de eso?” (Jer. 11:15). Pero los piadosos son palomas sollozantes; se
entristecen por los juramentos y las blasfemias del mundo. Los pecados de los
demás atraviesan sus almas como lanzas. Esta tristeza por los pecados de
otros es buena. Este lamento ofendido por los agravios contra nuestro Padre
celestial evidencia un corazón como el de un niño. También evidencia un
corazón como el de Cristo. Él se sintió “entristecido por la dureza de sus
corazones” (Mr. 3:5). El Señor percibe de forma especial estas lágrimas; le
complace que lloremos cuando su gloria resulta perjudicada. Demuestra más
gracia entristecerse por los pecados de otros que por los nuestros. Podemos
entristecernos por nuestros pecados por temor al Infierno, pero entristecerse
por los pecados de otros es fruto de un principio de amor a Dios. Estas
lágrimas caen como el agua de las rosas, son dulces y fragantes, y Dios las
pone en su redoma.
(b) Los pecados de otros obran para el bien de los piadosos, al hacerles orar
más contra el pecado. Si no hubiera tal espíritu de iniquidad por el mundo,
quizá no habría tal espíritu de oración. Los pecados clamorosos dan lugar a
oraciones que claman al Cielo. El pueblo de Dios ora contra la iniquidad de
los tiempos, para que Dios refrene el pecado, para que ponga de manifiesto su
oprobio. Si no pueden erradicar el pecado mediante sus oraciones, al menos
oran contra él; y Dios valora esto bondadosamente. Se tomará nota de estas
oraciones y serán recompensadas. Aunque no prevalezcamos en oración, no
perderemos nuestras oraciones. “Mi oración se volvía a mi seno” (Sal. 35:13).
(c) Los pecados de otros obran para bien, al hacernos amar más la gracia.
Los pecados de otros son un fondo sobre el que destaca más aún el brillo de la
gracia: lo opuesto de una cosa la destaca; la deformidad hace destacar la
hermosura. Los pecados de los inicuos les desfiguran mucho. La soberbia es
un pecado deformante; ahora bien, ¡contemplar la soberbia de otro nos hace
amar aún más la humildad! La malicia es un pecado deformante, es el retrato
del diablo; cuanto más vemos de esto en otros, tanto más amamos la
mansedumbre y la caridad. La embriaguez es un pecado deformante,
convierte a los hombres en animales, priva del uso de la razón; cuanto más
intemperantes vemos a otros, tanto más debemos amar la sobriedad. La negra
cara del pecado hace destacar mucho más la hermosura de la santidad.
(d) Los pecados de otros obran para bien, al obrar en nosotros una mayor
oposición al pecado. “Han invalidado tu ley. Por eso he amado tus
mandamientos” (Sal. 119:126,127). David no habría amado tanto la Ley de
Dios, si los inicuos no se hubieran enfrentado a ella con tanto empeño.
Cuanto más violentos son los otros contra la Verdad; tanto más
valientemente están los santos a favor de ella. Los peces vivos nadan contra la
corriente; cuanto más sube la marea, tanto más nadan los piadosos contra
ella. Las impiedades de los tiempos provocan santas pasiones en los santos; la
ira contra el pecado está libre de pecado. Los pecados de otros son como una
piedra de afilar para agudizarnos; agudizan aún más nuestro celo e
indignación contra el pecado.
(e) Los pecados de otros obran para bien, al hacernos más fervientes en
ocupamos de nuestra salvación. Cuando vemos a los inicuos esforzándose
tanto para el Infierno, esto nos hace más laboriosos para el Cielo. Los inicuos
no tienen nada que les aliente, y sin embargo pecan. Se arriesgan a la
vergüenza y la deshonra, se abren paso a pesar de toda la oposición. Tienen la
Escritura y la conciencia en contra, tienen una espada de fuego en el camino,
y sin embargo pecan. Los corazones piadosos, al ver a los inicuos así de
enloquecidos por la fruta prohibida y extenuándose al servicio del diablo, se
vuelven tanto más denodados y avivados en los caminos de Dios. Toman el
Cielo, como si se dijera, por asalto. Los inicuos son dromedarias ligeras en el
pecado (Jer. 2:23). ¿Y nos arrastraremos nosotros como caracoles en la
religión? ¿Rendirán mayor servicio al diablo los pecadores impuros que
nosotros a Cristo? ¿Irán ellos más apresuradamente a una cárcel que nosotros
a un reino? ¿No se cansarán ellos nunca de pecar, y nos cansaremos nosotros
de orar? ¿No tenemos nosotros un mejor Maestro que ellos? ¿No son
agradables las sendas de la virtud? ¿No hay gozo en el camino del deber, y un
cielo al final? La actividad de los hijos de Belial en el pecado es un estímulo
para que los piadosos corrijan su ritmo y corran más deprisa hacia el Cielo.
(f) Los pecados de otros obran para bien, al ser espejos en los que podemos
ver nuestros propios corazones. ¿Vemos a un pecador abominable e impío?
Ahí tenemos un retrato de nuestros corazones. Así seríamos nosotros, si Dios
nos dejara. Lo que está en la práctica de otros hombres está en nuestra
naturaleza. El pecado en los inicuos es como el fuego en un faro, que fulgura y
resplandece; el pecado en los piadosos es como el fuego en el rescoldo.
Cristiano, aunque no prorrumpas en la llama escandalosa, no tienes motivos
para enorgullecerte, pues hay mucho pecado encubierto en el rescoldo de tu
naturaleza. Tienes la raíz de la amargura dentro de ti, y daría un fruto tan
infernal como cualquier otra, si Dios no te doblegara por su poder, o te
transformara por su gracia.
(g) Los pecados de otros obran para bien, al ser el medio para hacer al
pueblo de Dios más agradecido. Cuando vemos a otro infectado con la plaga,
¡qué agradecidos estamos de que Dios nos haya preservado de ella! Volvernos
más agradecidos es una buena forma de utilizar los pecados de otros. ¿Por qué
no podría Dios habernos dejado en el mismo desenfreno descontrolado?
Reflexiona, cristiano, ¿por qué debería Dios serte más propicio a ti que a otro?
¿Por qué debería sacarte a ti del olivo silvestre de la Naturaleza, y no a él?
¡Cómo puede esto hacerte adorar la libre gracia! Lo que el fariseo dijo con
orgullo nosotros lo decimos con gratitud: “Dios, te doy gracias porque no soy
como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros […]” (Lc. 18:11). Así,
pues, deberíamos adorar las riquezas de la gracia por no ser como otros:
borrachos, maldicientes, quebrantadores del día de reposo. Cada vez que
veamos a los hombres entregándose al pecado, hemos de bendecir a Dios por
que no somos como los tales. Si vemos a una persona fuera de sí, bendecimos
a Dios por que no nos ocurre lo mismo; mucho más, cuando vemos a otros
bajo el poder de Satanás, deberíamos reconocer con gratitud que no es esa
nuestra condición. No nos tomemos el pecado a la ligera.
(h) Los pecados de otros obran para bien, al ser el medio para mejorar al
pueblo de Dios. Cristiano, Dios puede hacer que salgas ganando mediante el
pecado de otro. Cuanto más impíos sean los demás, tanto más santo deberías
ser tú. Cuanto más se entrega el inicuo al pecado, tanto más se entrega el
hombre piadoso a la oración. “Mas yo oraba” (Sal. 109:4).
(i) Los pecados de otros obran para bien, al darnos una oportunidad para
hacer el bien. Si no hubiera pecadores, no tendríamos tanta capacidad de
servicio. Con frecuencia, los piadosos son el medio para convertir a los
inicuos; su prudente consejo y piadoso ejemplo son una atracción y un cebo
para atraer a los pecadores al abrazo del Evangelio. La enfermedad del
paciente obra para el bien del médico; al vaciar de abscesos nocivos al
paciente, el medico se enriquece; así también, al hacer volver a los pecadores
del error de su camino, nuestra corona se hace mayor. “Resplandecerán […]
los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua
eternidad” (Dn. 12:3). No como lámparas o velas, sino como las estrellas
perpetuas. De esta manera, vemos cómo los pecados de otros son invalidados
para nuestro bien.
(2) La conciencia de su propio pecado será invalidada para el bien de los
piadosos. Así, nuestros propios pecados obrarán para bien. Esto debe
entenderse con cuidado, cuando digo que los pecados de los piadosos obran
para bien, no digo que haya el más mínimo bien en el pecado. El pecado es
como veneno, que corrompe la sangre, infecta el corazón y que, sin un
antídoto eficaz, acarrea la muerte. Tal es la venenosa naturaleza del pecado, es
mortal y condenatoria. El pecado es peor que el Infierno, pero sin embargo,
Dios, mediante su gran poder para invalidar, hace que el pecado resulte para
el bien de su pueblo. De ahí esa afortunada frase de Agustín: “Dios nunca
permitiría el mal, si no pudiera sacar bien del mal”. El sentimiento de pecado
en los santos obra para bien de varias maneras.
(a) El pecado les hace sentir hastío de esta vida. Es triste que haya pecado
en los piadosos, pero es bueno que este sea una carga. Las aflicciones de S.
Pablo (perdón por la expresión) no eran para él sino un juego en
comparación con su pecado. Él se regocijaba en la tribulación (2 Co. 7:4).
¡Pero cómo lloraba y se lamentaba bajo el peso de sus pecados esta ave del
paraíso! “¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Ro. 7:24). Un creyente
lleva sus pecados como un preso sus cadenas; ¡oh, cómo anhela el día de la
liberación! Este sentimiento de pecado es bueno.
(b) Esta corrupción interior hace que los santos aprecien más a Cristo.
Aquel que siente su pecado, como un enfermo siente su enfermedad, ¡cuán
bienvenido le resulta Cristo el médico! A aquel que se siente mordido por el
pecado, ¡cuán preciosa le resulta la serpiente de bronce! Tras haber clamado
Pablo desde un cuerpo de muerte, ¡qué agradecido estaba a Cristo! “Gracias
doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Ro. 7:25). La sangre de Cristo salva
del pecado, ¡y es el sagrado ungüento que cura de esta infección!
(c) Este sentimiento de pecado obra para bien, al ofrecer la oportunidad de
inducir al alma a realizar seis deberes especiales:
(1) Induce al alma al autoexamen. Un hijo de Dios consciente del pecado
toma la vela y la lámpara de la Palabra, y examina su corazón. Desea conocer
lo peor de sí mismo; al igual que un hombre con una enfermedad corporal
desea conocer lo peor de su enfermedad. Si bien nuestro gozo reside en el
conocimiento de nuestras virtudes, sin embargo, obtenemos algún beneficio
del conocimiento de nuestras corrupciones. Por tanto, Job ora: “Hazme
entender mi transgresión y mi pecado” (Job 13:23). Es bueno conocer nuestros
pecados, para que no nos congratulemos, o consideremos nuestro estado
como mejor de lo que es. Es bueno dar alcance a nuestros pecados, no sea que
ellos nos den alcance a nosotros.
(2) La inherencia del pecado induce al hijo de Dios a la humildad. El
pecado permanece en un hombre piadoso como un cáncer en el pecho, o una
joroba en la espalda, para mantenerle libre de orgullo. La grava es buena para
lastrar un barco y evitar que vuelque; el sentimiento de pecado ayuda a lastrar
el alma para que la vanagloria no la vuelque. Leemos acerca de la mancha de
los hijos de Dios (Dt. 32:5). Cuando un hombre piadoso contempla su
condición en el espejo de la Escritura, y ve las manchas de la infidelidad y la
hipocresía, esto hace que caigan las plumas del orgullo; son manchas
humillantes. Podemos hacer un buen uso aun de nuestros pecados, cuando
estos nos infunden un bajo concepto de nosotros mismos. Es mejor el pecado
que nos vuelve humildes que el deber que nos vuelve orgullosos. El santo
Bradford pronunció estas palabras acerca de sí mismo: “Soy un hipócrita
pintado”; y Hooper5 dijo: “Señor, yo soy el Infierno, y tú el Cielo”.
(3) El pecado induce al hijo de Dios a la autocrítica; pronuncia una
sentencia contra sí mismo. “Ciertamente más rudo soy yo que ninguno” (Pr.
30:2). Es peligroso juzgar a otros, pero es bueno juzgarnos a nosotros mismos.
“Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados” (1 Co.
11:31). Cuando alguien se juzga a sí mismo, Satanás se queda sin trabajo.
Cuando acusa de algo a un santo, este puede replicar y decir: “Es cierto,
Satanás, soy culpable de estos pecados, pero ya me he juzgado a mí mismo
por ellos; y habiéndome condenado a mi mismo en el tribunal ordinario de la
conciencia, Dios me absolverá en el tribunal supremo del Cielo”.
(4) El pecado induce al hijo de Dios a tener un conflicto interior. El yo
espiritual está en conflicto con el yo carnal. “El deseo de la carne es contra el
Espíritu” (Gá. 5:17). Nuestra vida es una vida de tránsito y de lucha; hay un
duelo diario entre las dos simientes. El creyente no deja que el pecado tome
posesión apaciblemente. Si no puede mantener fuera el pecado, lo mantendrá
bajo control; si bien no puede vencer completamente, sin embargo, es
vencedor. “Al que venciere” (Ap. 2:7).
(5) El pecado induce al hijo de Dios a observarse a sí mismo. Sabe que el
pecado es un traidor nato; se observa, pues, cuidadosamente a sí mismo. Un
corazón sutil necesita un ojo vigilante. El corazón es como un castillo que está
en peligro de ser asaltado cada hora; esto hace que el hijo de Dios sea siempre
un centinela y monte guardia alrededor de su corazón. El creyente ejerce una
estricta vigilancia sobre sí mismo, no sea que caiga estrepitosamente, y así
abra una compuerta por la que se escape todo su consuelo.
(6) El pecado induce al alma a reformarse a sí misma. El hijo de Dios no
solo detecta el pecado, sino que lo expulsa. Pone un pie sobre el cuello de sus
pecados, y el otro pie lo vuelve a los testimonios de Dios (Sal. 119:59). De esta
manera los pecados de los piadosos obran para bien. Dios convierte las
enfermedades de los santos en sus medicinas.
Sin embargo, que nadie ABUSE de esta doctrina. No digo que el pecado
obre para el bien de un impenitente. No, obra para su condenación, pero obra
para el bien de los que aman a Dios; y sé que tú, que eres piadoso, NO sacarás
una conclusión errónea de esto, ya sea para tomarte el pecado a la ligera, o
para aventurarte en él. Si así lo hicieras, Dios te haría pagarlo caro. Recuerda a
David: él se aventuró temerariamente en el pecado, ¿y qué consiguió? Perdió
su paz, sintió los terrores del Omnipotente en su alma, aunque tenía todos los
medios para estar alegre. Era rey; tenía dones para la música, sin embargo,
nada podía proporcionarle consuelo; se lamenta de sus huesos abatidos (Sal.
51:8). Y, si bien al final salió de aquella oscura nube, algunos teólogos opinan
que jamás recuperó su pleno gozo hasta el día de su muerte. Si algún hijo de
Dios se mezclara con el pecado porque Dios puede convertirlo en bien,
aunque el Señor no le condene, puede enviarle al infierno en esta vida. Puede
someterle a unas angustias y convulsiones espirituales tan amargas que le
llenen de horror y le pongan al borde de la desesperación. Sirva esto de
espada encendida para impedirle acercarse al árbol prohibido.
Y de esta manera he mostrado que tanto las mejores cosas como las peores,
mediante la mano del gran Dios que las invalida, cooperan para el bien de los
santos.
Una vez más lo digo: NO TE TOMES A LA LIGERA EL PECADO.

Notas
3El más grande de los Padres primitivos, famoso por sus Confesiones (autobiográfica). Murió en el
430 d. C.
4Que hacen satisfacción por (pagan el precio de) el pecado.
5John Bradford y John Hooper (obispo de Gloucester) murieron como mártires durante el reinado de
la reina María Tudor).
Capítulo 3

La razón de que todas las cosas obren para


bien
1. La gran razón de que todas las cosas obren para bien, es el gran
interés que Dios tiene en su pueblo. El Señor ha hecho un pacto con ellos.
“Me serán por pueblo, y yo seré a ellos por Dios” (Jer. 32:38). En virtud de este
pacto, todas las cosas obran y deben obrar para el bien de ellos. “Yo soy Dios,
el Dios tuyo” (Sal. 50:7). Esta frase, “el Dios tuyo”, es la frase más dulce en la
Biblia, implica las mejores relaciones; y es imposible que existan estas
relaciones entre Dios y su pueblo sin que todas las cosas obren para el bien de
ellos. Esta expresión, “el Dios tuyo”, implica:
(1) La relación de un médico: “El Médico tuyo”. Dios es un Médico
competente. Él sabe qué es lo mejor: Dios observa los diferentes
temperamentos de los hombres, y sabe qué es lo que obrará más eficazmente.
Algunos tienen una disposición más dulce, y son atraídos por la misericordia.
Otros son más toscos y difíciles; Dios trata a estos de forma más enérgica.
Algunas cosas se conservan en azúcar, otras en salmuera. Dios no trata a
todos por igual; tiene pruebas para los fuertes y tónicos para los débiles. Dios
es un Médico fiel y, por tanto, hace mejor uso de todo. Si Dios no te da lo que
quieres, te dará lo que necesitas. Un médico no trata tanto de agradar el
paladar del paciente como de curar su enfermedad. Nos quejamos de las
duras pruebas que tenemos que soportar; recordemos que Dios es nuestro
Médico y que, por tanto, trabaja para curarnos más que para complacemos. El
proceder de Dios para con sus hijos, aunque sea doloroso, es seguro, y tiene
como objeto curar; “para a la postre hacerte bien” (Dt. 8:16).
(2) Esta frase, “el Dios tuyo”, implica la relación de un Padre. Un padre
ama a su hijo; por tanto, ya sea una sonrisa o un golpe, es para el bien del hijo.
“Yo soy tu Dios; tu Padre; por tanto, hago todo esto para tu bien”. “Como
castiga el hombre a su hijo, así el Señor tu Dios te castiga” (Dt. 8:5). El castigo
de Dios no tiene el propósito de destruir, sino de reformar. Dios no puede
hacer daño a sus hijos, porque es un Padre de corazón tierno: “Como el Padre
se compadece de los hijos, se compadece el Señor de los que le temen” (Sal.
103:13). ¿Buscará un padre la ruina de su hijo, el hijo que procede de él, que
lleva su imagen? En su hijo invierte todo su cuidado y su talento; ¿a quién le
deja la herencia, sino a su hijo? Dios es el tierno “Padre de misericordia” (2
Co. 1:3). Él engendra todas las misericordias y bondades en las criaturas.
Dios es un Padre eterno (Is. 9:6). Era ya nuestro Padre desde la eternidad;
antes de que fuésemos hijos, Dios era nuestro Padre, y será nuestro Padre por
la eternidad. Un padre provee para su hijo mientras vive; pero el padre muere
y entonces el hijo puede verse expuesto a algún perjuicio. Pero Dios nunca
cesa de ser Padre. Tú, que eres creyente, tienes un Padre que nunca muere; y
si Dios es tu Padre, nunca puedes verte perdido. Todas las cosas tienen que
obrar para tu bien.
(3) Esta frase, “el Dios tuyo”, implica la relación de un Marido. Esta es una
relación estrecha y dulce. El marido busca el bien de su esposa; sería
antinatural que buscara su destrucción: “Nadie aborreció jamás a su propia
carne” (Ef. 5:29). Hay una relación matrimonial entre Dios y su pueblo: “Tu
marido es tu Hacedor” (Is. 54:5). Dios ama cabalmente a los suyos. Los tiene
esculpidos en las palmas de sus manos (Is. 49:16). Los tiene puestos como un
sello sobre su corazón (Cnt. 8:6). Dará reinos por su rescate (Is. 43:3). Esto
muestra cuán cerca están de su corazón. Si Él es un Marido cuyo corazón está
lleno de amor, entonces buscará el bien de su esposa. O bien la escudará de un
daño, o lo tomará para lo mejor.
(4) Esta frase, “el Dios tuyo”, implica la relación de un Amigo. “Tal es mi
amigo” (Cnt. 5:16). Un amigo es — como dice Agustín— la mitad de nuestro
ser. Procura y desea hacer bien a su amigo de alguna manera; busca su
bienestar como el suyo propio. Jonatán se aventuró a incurrir en el desagrado
del rey por su amigo David (1 S. 19:4). Dios es nuestro Amigo; por tanto, hará
que todas las cosas se tornen para nuestro bien. Hay falsos amigos; Cristo fue
traicionado por un amigo; pero Dios es el mejor Amigo.
Él es un Amigo fiel. “Conoce, pues, que el Señor tu Dios es Dios, Dios fiel”
(Dt. 7:9). Él es fiel en su amor. Nos dio su mismísimo corazón cuando dio al
Hijo de su seno. Esto fue un modelo de amor sin igual. Él es fiel en sus
promesas: “Dios, que no miente, prometió” (Tit. 1:2). Puede cambiar su
promesa, pero no puede quebrantarla. Él es fiel en su proceder, cuando aflige
es fiel. “Conforme a su fidelidad me afligiste” (Sal. 119:75). Nos está cribando y
refinando como a plata (Sal. 66:10).
Dios es un Amigo inmutable. “No te desampararé, ni te dejaré” (He. 13:5).
A menudo, los amigos nos fallan en caso de apuro. Muchos tratan a sus
amigos como las mujeres a las flores; mientras están frescas las ponen en su
seno, pero cuando empiezan a marchitarse las desechan. O como hace el
viajero con el reloj de Sol; si el Sol brilla sobre el reloj, el viajero se toma la
molestia de mirar el reloj; pero si el Sol no brilla sobre el mismo, lo deja de
lado y no le presta ninguna atención. Así también, si brilla la prosperidad
sobre los hombres, entonces los amigos los toman en consideración; pero si
hay una nube de adversidad sobre ellos, no se les acercan. Pero Dios es un
Amigo para siempre; Él ha dicho: “No te desampararé”. Aunque David
anduvo en la sombra de muerte, sabía que tenía a un Amigo a su lado. “No
temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo” (Sal. 23:4). Dios nunca aparta
totalmente su amor de su pueblo. “Los amó hasta el fin” (Jn. 13:1). Siendo
Dios tal Amigo, hará que todas las cosas obren para nuestro bien. No hay
amigo que no busque el bien de su amigo.
(5) Esta frase, “el Dios tuyo”, implica una relación aún más estrecha, la
relación entre la Cabeza y los miembros. Existe una unión mística entre
Cristo y los santos. A Él se le llama “cabeza de la iglesia” (Ef. 5:23). ¿No
procura la cabeza el bien del cuerpo? La cabeza guía al cuerpo, lo comprende,
es la fuente del ánimo, envía influencia y consuelo al cuerpo. Todas las partes
de la cabeza están colocadas para el bien del cuerpo. El ojo está puesto, por así
decirlo, en la atalaya, está de centinela para observar cualquier peligro que
pueda venirle al cuerpo, e impedirlo. La lengua es tanto una catadora como
una oradora. Si el cuerpo es un microcosmos, o un mundo en miniatura, la
cabeza es el Sol de este mundo, de la cual procede la luz de la razón. La cabeza
está colocada para el bien del cuerpo. Cristo y los santos forman un cuerpo
místico. Nuestra Cabeza está en el Cielo y, ciertamente, no permitirá que su
cuerpo sufra daño alguno, sino que procurará su seguridad, y hará que todas
las cosas obren para el bien del cuerpo místico.

2. Inferencias de la proposición de que todas las cosas obran para


el bien de los santos
(1) Si todas las cosas obran para bien, de ello aprendemos que hay una
providencia. Las cosas no obran por sí mismas, sino que Dios las hace obrar
para bien. Dios es el gran Dispensador de todos los acontecimientos. Él hace
que funcionen todas las cosas. “Su reino domina sobre todos” (Sal. 103:19).
Esto se refiere a su reino providencial. Las cosas no son gobernadas en este
mundo por causas secundarias, por los planes de los hombres, por las estrellas
y por los planetas, sino por la providencia divina. La providencia es la reina y
gobernadora del mundo. Hay tres cosas en la providencia: la presciencia de
Dios, la determinación de Dios y la dirección que tiene Dios de todas las cosas
en cuanto a sus períodos y eventos. Cualesquiera que sean las cosas que
funcionan en el mundo, Dios las hace funcionar. Leemos en el capítulo 1 de
Ezequiel acerca de las ruedas, y los ojos en las ruedas, y el movimiento de las
ruedas. Las ruedas son el universo entero; los ojos en las ruedas son la
providencia de Dios; el movimiento de las ruedas es la mano de la
Providencia, que hace girar todas las cosas aquí abajo. Lo que algunos llaman
azar no es sino el resultado de la providencia.
Aprendamos a adorar la providencia. La providencia influye en todas las
cosas aquí abajo. Es esta la que mezcla los ingredientes, y forma todo el
conjunto.
(2) Observemos el feliz estado de todo hijo de Dios. Todas las cosas obran
para su bien, las mejores y las peores. “Resplandeció en las tinieblas luz a los
rectos” (Sal. 112:4). Las providencias más oscuras y sombrías de Dios
contienen luz. ¡En qué bienaventurada situación se encuentra el verdadero
creyente! Cuando muere va a Dios; y mientras vive, todo le hace bien. La
aflicción es para su bien. ¿Qué daño le hace el fuego al oro? Solamente lo
purifica. ¿Qué daño le hace el aventador al trigo? Solo lo separa de la paja.
¿Qué daño hacen las sanguijuelas al cuerpo? Solo succionan la sangre mala.
Dios nunca utiliza su vara sino para sacudir el polvo. La aflicción hace lo que
la Palabra muchas veces no hace, “despierta […] el oído de ellos para la
corrección” (Job 36:10). Cuando Dios hace que los hombres se tiendan sobre
sus espaldas, entonces miran al Cielo. Cuando Dios golpea a su pueblo es
como cuando el músico toca el violín, lo que produce un sonido melodioso.
¡Cuánto bien les viene a los santos mediante la aflicción! Cuando son molidos
y quebrantados, desprenden su más dulce olor. La aflicción es una raíz
amarga, pero da un fruto dulce. “Da fruto apacible de justicia” (He. 12:11). La
aflicción es el camino al Cielo; aunque sea pedregoso y espinoso, es el mejor
camino. La pobreza mata de hambre a nuestros pecados; la enfermedad hace
que la gracia sea más beneficiosa (2 Co. 4: 16). El vituperio hace que el
glorioso Espíritu de Dios repose sobre nosotros (1 P. 4:14). La muerte cerrará
la redoma de las lágrimas y abrirá la puerta del Paraíso. El día de la muerte del
creyente es el día de su ascenso a la gloria; por lo cual, los santos han puesto
sus aflicciones en el inventario de sus riquezas (He. 11:26). Temístocles6, tras
haber sido desterrado de su propio país, obtuvo el favor del rey de Egipto, con
motivo de lo cual dijo: “Habría perecido, de no haber perecido”. Hay tantos
hijos de Dios que dicen: “Si no hubiera sido afligido, habría sido destruido; si
no hubiera perdido mi salud y mis posesiones, habría perdido mi alma”
(3) Vemos, pues, qué estimulo tenemos para ser piadosos. Todas las cosas
obrarán para bien. ¡Oh, que esto induzca al mundo a amar la religión! ¿Puede
haber mayor imán para la piedad? ¿Existe algo que favorezca más nuestra
benignidad que el hecho de que todas las cosas obrarán para nuestro bien? La
religión es la verdadera piedra filosofal que convierte todo en oro. Tomemos
el aspecto más amargo de la religión, el aspecto del sufrimiento, y veremos
que hay consuelo en él. Dios endulza el sufrimiento con el gozo; dulcifica
nuestro ajenjo con azúcar. ¡Oh, qué soborno es este para que seamos
piadosos! “Vuelve ahora en amistad con él, y tendrás paz; y por ello te vendrá
bien” (Job 22:21). Nadie perdió jamás nada por su amistad con Dios. Por
medio de esto te vendrá el bien, un bien abundante, las dulces destilaciones de
la gracia, el maná escondido; sí, todo obrará para bien. ¡Oh!, consigue, pues, la
amistad de Dios, obtén su interés.
(4) Advirtamos la desdichada condición de los inicuos. Para quienes son
piadosos, las cosas malas obran para bien; para los malvados, las cosas buenas
obran para su perjuicio.
(a) Las cosas temporales buenas obran para perjuicio de los inicuos. Las
riquezas y la prosperidad no son beneficios sino lazos, como dice Séneca7. Las
cosas mundanas les son dadas a los inicuos, como Mical fue dada a David,
para que les sean por lazo (1 S. 18:21). Se dice que al buitre el perfume le hace
sentir enfermo; lo mismo les sucede a los inicuos con el agradable perfume de
la prosperidad. Sus misericordias son como el pan envenenado que se da a los
perros; sus mesas están servidas suntuosamente, pero hay un anzuelo bajo el
cebo: “Sea su convite delante de ellos por lazo” (Sal. 69:22). Todos sus goces
son como las codornices de Israel, que estaban sazonadas con la ira de Dios
(Nm. 11:33). El orgullo y el lujo son los hermanos gemelos de la prosperidad.
“Engordaste” (Dt. 32:15). Entonces abandonó a Dios. Las riquezas no solo son
como la telaraña, inservibles, sino como el huevo de la serpiente, perniciosas.
“Las riquezas guardadas por sus dueños para su mal” (Ec. 5:13). Las
misericordias ordinarias que tienen los inicuos no son piedras de imán para
atraerles a Dios, sino piedras de molino para hundirles más profundamente
en el Infierno (1 Ti. 6:9). Sus deliciosos manjares son como el banquete de
Amán; después de toda su fiesta señorial, la muerte pasará la cuenta, y
tendrán que pagarla en el Infierno.
(b) Las cosas espirituales buenas obran para perjuicio de los inicuos. Estos
liban veneno de la flor de las bendiciones celestiales.
Los ministros de Dios obran para perjuicio suyo. El mismo viento que
empuja un barco hacia el puerto, empuja a otro barco hacia una roca. El
mismo aliento en el ministerio que empuja a un hombre piadoso hacia el
Cielo, empuja a un pecador profano al Infierno. Los que vienen con la Palabra
de vida en sus bocas, son, sin embargo, para muchos olor de muerte.
“Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos” (Is. 6:10). El profeta
fue enviado con un mensaje triste, predicarles un sermón fúnebre. A los
inicuos les va peor con la predicación. “Ellos aborrecieron al reprensor en la
puerta de la ciudad” (Am. 5:10). Los pecadores se entregan más al pecado; ya
puede decir Dios lo que quiera, que ellos harán lo que les plazca. “La palabra
que nos has hablado en nombre del Señor, no la oiremos de ti” (Je. 44:16). La
palabra predicada no es sanadora, sino endurecedora. ¡Y qué terrible es que
los hombres se hundan en el Infierno por medio de sermones!
La oración obra para perjuicio suyo. “El sacrificio de los impíos es
abominación al Señor” (Pr. 15:8). El inicuo está en un gran aprieto: si no ora,
peca, si ora, peca. “Su oración sea para pecado” (Sal. 109:7). Sería un
desventurado juicio si todo el alimento que un hombre comiese se convirtiera
en abscesos, y engendrara enfermedades en el cuerpo; así es con el inicuo. La
oración que debiera hacerle bien, obra para su perjuicio; ora contra el pecado,
y peca contra su oración; sus deberes están manchados de ateísmo, cubiertos
de hipocresía. Dios los aborrece.
La Cena del Señor obra para su perjuicio. “No podéis participar de la mesa
del Señor, y de la mesa de los demonios. ¿O provocaremos a celos al Señor?” (1
Co. 10:21,22). Algunos profesantes continuaban con sus fiestas idolátricas; sin
embargo, venían a la mesa del Señor. El Apóstol está diciendo: “¿Provocáis a
ira al Señor?”. Las personas profanas banquetean en pecado; sin embargo,
quieren venir a banquetear a la mesa del Señor. Esto es provocar a Dios. Para
el pecador hay muerte en la copa, “juicio come y bebe para si” (1 Co. 11:29).
De esta manera, la Cena del Señor obra para perjuicio de los pecadores
impenitentes. Después del bocado, Satanás entra.
Cristo mismo obra para perjuicio de los pecadores perdidos. Él es “piedra
de tropiezo y roca que hace caer” (1 P. 2:8). Lo es por la depravación de los
corazones de los hombres; pues en lugar de creer en Él, tropiezan en Él. El
Sol, aunque es puro y agradable por naturaleza, es dañino para los ojos
irritados. Jesucristo está puesto para caída, al igual que para levantamiento, de
muchos (Lc. 2:34). Los pecadores tropiezan en un Salvador, y arrancan la
muerte del árbol de la vida. Al igual que los aceites químicos hacen
recuperarse a algunos pacientes, pero destruyen a otros, así también la sangre
de Cristo, aunque para algunos es medicina, para otros es condenación. Esta
es la sin igual desdicha de aquellos que viven y mueren en pecado. Las
mejores cosas obran para perjuicio suyo; los estimulantes mismos matan.
(5) Aquí vemos la sabiduría de Dios, que puede hacer que las peores cosas
imaginables se tornen para el bien de los santos. Mediante una alquimia
divina, puede extraer oro de la escoria. “¡Oh profundidad de las riquezas de la
sabiduría y de la ciencia de Dios!” (Ro. 11:33). Dios tiene el gran propósito de
proclamar la maravilla de su sabiduría. El Señor convirtió la cárcel de José en
un escalón para su ascenso. No había manera de que Jonás se salvase, sino
siendo tragado. Dios permitió que los egipcios aborreciesen a Israel (Sal.
106:41), y este fue el medio de su liberación. El apóstol Pablo estaba atado con
una cadena, y aquella cadena que le ataba fue el medio para extender el
Evangelio (Fil. 1:12). Dios enriquece empobreciendo; hace que aumente la
gracia disminuyendo las posesiones. Cuando las cosas materiales se alejan de
nosotros, es para que Cristo se acerque más a nosotros. Dios obra de forma
extraña; produce orden a partir de la confusión, y armonía a partir de la
discordancia. Frecuentemente utiliza a hombres injustos para hacer lo que es
justo. “Él es sabio de corazón” (Job 9:4). Puede cosechar su gloria del furor de
los hombres (Sal. 76:10). O bien los inicuos no causan el perjuicio que se
proponían, o hacen el bien que no se proponían. A menudo, Dios ayuda
cuando menos esperanza hay, y salva a su pueblo de una manera que ellos
consideran destructiva. Utiliza la malicia del sumo sacerdote y la traición de
Judas para redimir al mundo. Por nuestras necias pasiones somos propensos
a encontrar fallos en las cosas que ocurren lo cual es como si un analfabeto
criticara la filosofía, o un ciego sacara defectos al cuadro de un paisaje. “El
hombre vano se hará entendido” (Job 11:12). Los animales necios censurarán
la Providencia, y llevarán la sabiduría de Dios al tribunal de la razón. Los
caminos de Dios son “inescrutables” (Ro. 11:33); han de ser admirados en
lugar de sondeados. No existe ninguna providencia de Dios que no contenga
misericordia o maravilla. ¡Qué estupenda e infinita es esa sabiduría que hace
que las más adversas situaciones obren para el bien de sus hijos!
(6) ¡Aprendamos, pues, qué pocos motivos tenemos para estar descontentos
con nuestras pruebas y eventualidades exteriores! ¿Cómo?, ¿descontentos con
aquello que nos hará bien? Todas las cosas obrarán para bien. No hay pecados
a los que los creyentes sean más propensos que la incredulidad y la
impaciencia. Están inclinados a desfallecer por incredulidad o a
impacientarse. Cuando los hombres se enojan contra Dios por descontento e
impaciencia es señal de que no creen este texto. El descontento es un pecado
de ingratitud, porque tenemos más misericordias que aflicciones; y es un
pecado irracional, porque las aflicciones obran para bien. El descontento es
un pecado que nos acarrea más pecado. “No te excites en manera alguna a
hacer lo malo” (Sal. 37:8). El que se excita está pronto a hacer lo malo; un
Jonás irritado era un Jonás pecador (Jon. 4:9). El diablo sopla las brasas de la
pasión y el descontento, y luego se calienta al fuego. ¡Oh, no alberguemos esta
furiosa víbora en nuestro pecho! Que este texto produzca paciencia: “A los
que aman a Dios todas las cosas les ayudan a bien” (Ro. 8:28). ¿Estaremos
descontentos con aquello que obra para nuestro bien? Si un amigo le arrojara
una bolsa con dinero a otro, y al arrojarla le arañase la cabeza, no se
preocuparía demasiado, al ver que por este medio había conseguido una bolsa
con dinero. Así también, el Señor puede herimos mediante aflicciones, pero
es para enriquecernos. Estas aflicciones producen en nosotros un peso de
gloria, ¿y estaremos descontentos?
(7) Vemos cumplida aquí este versículo de la Escritura: “Es bueno Dios para
con Israel” (Sal. 73:1). Cuando consideramos las providencias adversas, y
vemos al Señor cubriendo a su pueblo de cenizas, y embriagándolo de ajenjos
(Lm. 3:15), podemos sentirnos inclinados a cuestionar el amor de Dios, y
decir que trata con dureza a su pueblo. Pero, ¡oh, no!, a pesar de todo, Dios es
bueno para con Israel, porque hace que todas las cosas obren para bien. ¿No
es Él un Dios bueno, que torna todo en bien? Él echa fuera el pecado e
introduce la gracia; ¿no es esto bueno? “Somos castigados por el Señor, para
que no seamos condenados con el mundo” (1 Co. 11:32). La profundidad de la
aflicción es para salvarnos de la profundidad de la condenación.
Justifiquemos siempre a Dios; cuando nuestra condición exterior sea peor que
nunca, digamos: “Sin embargo, Dios es bueno”.
(8) Observemos qué motivos tienen los santos para ocuparse frecuentemente
en la acción de gracias. En esto los cristianos son deficientes; aunque se
aplican mucho a la súplica, se aplican poco a la acción de gracias. El Apóstol
dice: “Dad gracias en todo” (1 Ts. 5:18). ¿Por qué? Porque Dios hace que todo
obre para nuestro bien. Le damos las gracias al médico, aunque nos dé una
medicina amarga que nos haga vomitar, porque es para ponernos bien; le
damos las gracias a cualquier hombre que nos haga un buen servicio; ¿y no le
daremos las gracias a Dios, que hace que todo obre para nuestro bien? Dios
ama al cristiano agradecido. Job le dio las gracias a Dios cuando le quitó todo:
“El Señor quitó; sea el nombre del Señor bendito” (Job 1:21). Muchos le dan las
gracias a Dios cuando da; Job le dio las gracias cuando quitó, porque sabía
que Dios haría que obrase para bien. Leemos acerca de los santos con arpas en
las manos (Ap. 14:2), un emblema de alabanza. Vemos a muchos cristianos
con lágrimas en los ojos y quejas en la boca; pero hay pocos con arpas en las
manos, que alaben a Dios en la aflicción. Ser agradecido en la aflicción es una
obra propia del santo. Toda ave puede cantar en la primavera, pero algunas
aves cantan en el crudo invierno. Casi todos pueden estar agradecidos en la
prosperidad, pero un verdadero santo puede estar agradecido en la
adversidad; el buen cristiano bendice a Dios no solo en la aurora, sino
también en el crepúsculo. Bien podemos, en la peor adversidad, cantar un
salmo de acción de gracias, porque todas las cosas obran para bien. ¡Oh,
apliquémonos a bendecir a Dios!; demos gracias a Aquel que nos brinda su
amistad.
(9) Pensemos que, si las peores cosas obran para el bien del creyente, ¡qué no
harán las mejores cosas: Cristo y el Cielo! ¡Cuánto más obrarán estos para
bien! Si la cruz conlleva tanto bien, ¿qué no conlleva la corona? Si tan
preciosos racimos se crían en el Gólgota; ¿cuán delicioso no será el fruto que
se cría en Canaán? Si hay dulzura en las aguas de Mara, ¿qué no habrá en el
vino del Paraíso? Si la vara de Dios tiene miel en su extremo, ¿qué no tendrá
su cetro de oro? Si el pan de aflicción es tan sabroso, ¿qué no será el maná?,
¿qué no será la ambrosía celestial? Si el golpe y el azote de Dios obran para
bien, ¿qué no harán la sonrisas de su rostro? Si las tentaciones y los
sufrimientos son motivo de gozo, ¿qué no será la gloria? Si hay tanto bien en
el mal, ¿qué no será ese bien donde no habrá ningún mal? Si las misericordias
disciplinarias de Dios son tan grandes, ¿qué no serán sus misericordias
supremas? Por tanto, alentémonos los unos a los otros con estas palabras.
(10) Consideremos que si Dios hace que todas las cosas se tornen para
nuestro bien, ¡qué apropiado no será que nosotros hagamos que todas las
cosas redunden para su gloria! “Hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Co.
10:31). Los ángeles glorifican a Dios, cantan himnos divinos de alabanza.
¡Cuánto, pues, debe glorificarlo el hombre, por quien Dios ha hecho más que
por los ángeles! Nos ha dignificado por encima de ellos al unir nuestra
naturaleza a la divinidad. Cristo murió por nosotros, y no por los ángeles. El
Señor no solo nos ha dado del fondo común de su liberalidad, sino que nos ha
enriquecido con las bendiciones del pacto, nos ha concedido su Espíritu. Él
procura nuestro bienestar, hace que todo obre para nuestro bien; la libre
gracia ha ideado un plan para nuestra salvación. Si Dios busca nuestro bien,
¿no buscaremos nosotros su gloria?
Pregunta. ¿Cómo puede decirse con propiedad que nosotros glorificamos a
Dios? Él es infinito en sus perfecciones, y no puede recibir un incremento por
nuestra parte.
Respuesta. Es cierto que, en un sentido estricto, no podemos proporcionar
gloria a Dios, pero en un sentido evangélico podemos. Cuando hacemos lo
que está de nuestra parte para ensalzar el nombre de Dios en el mundo, y
hacemos que otros tengan pensamientos elevados y reverentes acerca de Dios,
esto lo interpreta el Señor como una glorificación de Él; de la misma manera
en que se dice que alguien deshonra a Dios cuando hace que el nombre de
Dios sea vilipendiado.
Se dice que promovemos la gloria de Dios de tres maneras: (1) Cuando
tenemos su gloria como meta; cuando le concedemos el primer lugar en
nuestros pensamientos, y hacemos de Él nuestro objetivo final. Tal como
todos los ríos corren al mar, y todas las líneas se encuentran en el centro, así
también todas nuestras acciones terminan y se centran en Dios. (2)
Promovemos la gloria de Dios siendo fructíferos en la gracia. “En esto es
glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto” (Jn. 15:8). La esterilidad
refleja deshonra sobre Dios. Glorificamos a Dios cuando crecemos en
hermosura como el lirio, en altura como el cedro, en fecundidad. como la vid.
(3) Glorificamos a Dios cuando le damos la alabanza y la gloria de todo lo que
hacemos. Fue un discurso excelente y humilde el de cierto rey de Suecia;
temía que el pueblo le atribuyera a él la gloria debida a Dios, y esto le hiciera
ser destronado antes de acabar su obra. Cuando el gusano de seda teje su
curiosa obra, se oculta a sí mismo bajo la seda, y no se le ve. Cuando hayamos
hecho lo mejor que podamos, debemos desvanecernos en nuestros
pensamientos, y transferir la gloria de todo a Dios. El apóstol Pablo dijo: “He
trabajado más que todos ellos” (1 Co. 15:10). Se podría pensar que estas
palabras revelan orgullo; pero el Apóstol se quita la corona de su propia
cabeza, y la pone sobre la cabeza de la libre gracia: “Pero no yo, sino la gracia
de Dios conmigo”. Constantino8 acostumbraba a escribir el nombre de Cristo
sobre la puerta; así deberíamos hacer nosotros sobre nuestros deberes.
Empeñémonos en hacer que el nombre de Dios sea glorioso y renombrado.
Si Dios busca nuestro bien, busquemos nosotros su gloria. Si Él hace que
todas las cosas redunden para nuestra edificación, hagamos nosotros que
todas las cosas redunden para su exaltación. Esto es todo cuanto cabe decir
con respecto al privilegio mencionado en el texto.

Notas
6Un estadista ateniense que derrotó a los persas en la famosa batalla naval de Salamis en el 480 a. C.
7Un notable filósofo (estoico) romano y escritor, especialmente prominente durante el reinado del
emperador Nerón (m. 65 d. C.)
8El primero de los emperadores romanos en profesar el cristianismo (m. 337 d. C.).
Capítulo 4

Del amor a Dios


ontinúo con la segunda división general del texto: las personas incluidas
C en este privilegio. Son los que aman a Dios. “A los que aman a Dios,
todas las cosas les ayudan a bien”.
Los que desprecian y odian a Dios no tienen parte ni suerte en este
privilegio. Es el pan de los hijos, pertenece solamente a los que aman a Dios.
Debido a que el amor es el espíritu y corazón mismo de la religión, trataré
esto con mayor amplitud; y para ahondar más en esta cuestión, advirtamos
estas cinco cosas acerca del amor a Dios.

1. La naturaleza del amor a Dios


El amor es un ensanchamiento del alma, o un avivamiento de los afectos, por
el cual el cristiano anhela a Dios como el bien supremo y soberano. El amor es
al alma lo que las pesas al reloj: pone en movimiento al alma hacia Dios, como
las alas con que volamos al ciclo. Por el amor nos apegamos a Dios, como la
aguja al imán.

2. La base del amor a Dios; esto es, el conocimiento. No podemos amar


lo que no conocemos. Para que nuestro amor sea atraído hacia Dios, debemos
conocer estas tres cosas en Él:
(1) Plenitud (Col. 1:19). Él tiene una plenitud de gracia para limpiarnos, y
de gloria para coronarnos; una plenitud no solo de suficiencia, sino de
sobreabundancia. Él es un mar de bondad sin fondo ni orillas.
(2) Libertad. Dios tiene una propensión innata a dispensar misericordia y
gracia; gotea como el panal. “El que quiera, tome del agua de la vida
gratuitamente” (Ap. 22:17). Dios no requiere que llevemos dinero con
nosotros, solo apetito.
(3) Propiedad o pertenencia. Debemos saber que esta plenitud en Dios es
nuestra. “Este Dios es Dios nuestro” (Sal. 48:14). Esta es la base del amor: su
deidad y su interés en nosotros.
3. Las clases de amor, de las que distinguiré estas tres:
(1) Hay un amor de apreciación. Cuando atribuimos un alto valor a Dios
como el bien más sublime e infinito, le estimamos de tal manera como si,
teniéndole a Él, no nos preocupase carecer de todo lo demás. Las estrellas se
desvanecen cuando aparece el Sol. Todas las criaturas se desvanecen en
nuestros pensamientos cuando el Sol de justicia brilla en todo su esplendor.
(2) Un amor de complacencia y deleite: tal como un hombre se deleita en
un amigo a quien ama. El alma que ama a Dios se regocija en Él como su
tesoro, y se apoya en Él como su centro. El corazón está tan consagrado a
Dios que no desea nada más. “Muéstranos el Padre, y nos basta” (Jn. 14:8).
(3) Un amor de benevolencia: que consiste en desear el bien a la causa de
Dios. Aquel que está unido afectivamente a su amigo le desea toda felicidad.
Esto es amar a Dios, cuando deseamos el bien. Deseamos que sus intereses
prevalezcan; nuestros votos y oraciones son que su nombre sea honrado; que
su Evangelio, que es la vara de su poder, al igual que lavara de Aarón, florezca
y dé fruto.

4. Las características del amor


(1) Nuestro amor a Dios debe ser total, y en lo que respecta al sujeto, debe ser
con todo el corazón. “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón” (Mr.
12:30). En la antigua ley, el sumo sacerdote no había de casarse con una viuda
ni con una ramera: no con una viuda, porque no tendría su primer amor, ni
con una ramera, porque no tendría todo su amor. Dios quiere tener todo el
corazón. “Está dividido su corazón” (Os. 10:2). La verdadera madre no quería
que el niño fuese dividido en dos; y Dios no quiere que el corazón esté
dividido. Dios no quiere ser un inquilino que ocupe solo una habitación en el
corazón, mientras todas las demás habitaciones están alquiladas al pecado.
Tiene que ser un amor completo.
(2) Debe ser un amor sincero. “La gracia sea con todos los que aman a
nuestro Señor Jesucristo en sinceridad” (Ef. 6:24 VM). La palabra “sin-cera”
hace referencia a la miel que es completamente pura. Nuestro amor a Dios es
sincero cuando es puro y sin egoísmo: a esto le llaman las personas cultas un
amor de amistad. Debemos amar a Cristo —como dice Agustín— por Él
mismo: como amamos el vino dulce por su sabor. La hermosura y el amor de
Dios deben ser los dos imanes que atraigan nuestro amor a Él. Alejandro9
tenía dos amigos, Hefestión y Cratero, de los cuales dijo: “Hefestión me ama
porque soy Alejandro; Cratero me ama porque soy el rey Alejandro”. El uno
amaba su persona, el otro amaba sus dones. Muchos aman a Dios porque Él
les da grano y vino, y no por sus excelencias intrínsecas. Debemos amar a
Dios más por lo que Él es que por lo que Él da. El verdadero amor no es
mercenario: no es necesario alquilar a una madre para que ame a su hijo; un
alma que ama profundamente a Dios no necesita ser alquilada con
recompensas. No puede sino amarle por el hermoso resplandor que Él
desprende.
(3) Debe ser un amor ferviente. La palabra hebrea que se traduce como
“amor” significa afecto ardiente. Los santos deben ser serafines que ardan en
santo amor. Amar a una persona fríamente equivale a no amarla. El Sol brilla
con tanto calor como puede. Nuestro amor a Dios debe ser intenso y
vehemente, como brasas de enebro, que son las más vivas y ardientes (Sal.
120:4). Nuestro amor a las cosas transitorias debe ser indiferente; debemos
amar como si no amásemos (1 Co. 7:30). Pero nuestro amor a Dios debe
fulgurar. La esposa estaba enferma de amor a Cristo (Cnt. 2:5). Nunca
podremos amar a Dios como Él merece. Tal como Dios nos castiga menos de
lo que merecemos (Esd. 9:13), así también nosotros le amamos menos de lo
que Él merece.
(4) El amor a Dios debe ser activo. Es como fuego, que es el elemento más
activo; se le llama trabajo de amor (1 Ts. 1:3). El amor no es una virtud ociosa;
hace que la cabeza se esfuerce por Dios y que los pies corran en los caminos
de sus mandamientos. “El amor de Cristo nos constriñe” (2 Co. 5:14). Un
amor aparente no es suficiente. El verdadero amor no solo se ve en la punta
de la lengua, sino en la punta de los dedos; es un trabajo de amor. Los seres
vivientes, mencionados en Ezequiel 1:8, tenían alas: un emblema del buen
cristiano. No solo tiene las alas de la fe para volar, sino también manos bajo
sus alas: obra por amor, gasta y se gasta por Cristo.
(5) El amor es liberal. Da pruebas de ello (1 Co. 13:4). El amor es amable.
El amor no solo tiene una lengua lisonjera, sino un corazón amable. El
corazón de David estaba enfervorizado de amor a Dios, y no quiso ofrecerle a
Dios aquello que no le costase nada (2 S. 24:24). El amor no solo está lleno de
benevolencia, sino de beneficencia. El amor que ensancha el corazón nunca
cierra el puño. Aquel que ama a Cristo será liberal para con sus miembros.
Será ojos al ciego y pies al cojo. Las espaldas y los estómagos de los pobres
serán los surcos donde siembre las semillas de oro de la liberalidad. Algunos
dicen que aman a Dios, pero su amor está manco: no dan nada para buenas
causas. Ciertamente, la fe tiene que ver con lo invisible, pero Dios aborrece
ese amor que es invisible. El amor es como el mosto, que necesita fermentar,
fermenta en buenas obras. El Apóstol tributa honra a los macedonios, que
dieron a los santos pobres no solo según la medida, sino más allá de sus
fuerzas (2 Co. 8:3). El amor se engendra en la corte, es una virtud noble y
generosa.
(6) El amor a Dios es exclusivo. Aquel que ama a Dios le muestra un amor
que no le muestra a nadie más. Tal como Dios le muestra a sus hijos un amor
que no le muestra a los inicuos —un amor que elige y adopta— así también
un corazón benevolente le muestra a Dios un amor especial y distintivo que
nadie más puede compartir. “Os he desposado con un solo esposo, para
presentaros como una virgen pura a Cristo” (2 Co. 11:2). Una esposa casada
con un marido le muestra un amor que no tiene hacia nadie más; no
comparte su amor conyugal con nadie excepto su marido. Así también, un
santo desposado con Cristo le muestra un amor peculiar, un amor
incomunicable a nadie más, es decir, un amor unido a la adoración. No solo
se le da a Dios el amor, sino también el alma. “Huerto cerrado eres, hermana
mía, esposa mía” (Cnt. 4:12). El corazón del creyente es el huerto de Cristo. La
flor que crece en Él es el amor mezclado con adoración divina, y esta flor es
para el uso exclusivo de Cristo. La esposa guarda la llave del huerto, para que
no entre nadie sino Cristo.
(7) El amor a Dios es permanente. Es como el fuego que las vírgenes
vestales10 mantenían en Roma, que no se apaga. El verdadero amor hierve,
pero no se vierte. El amor a Dios, al ser sincero y sin hipocresía, es constante y
sin apostasía. El amor es como el pulso del cuerpo: siempre está palpitando;
no es una inundación temporal, sino una fuente continua. Al igual que los
inicuos son constantes en amar sus pecados, y ni la vergüenza, ni la
enfermedad, ni el temor del Infierno les hacen abandonarlos; así también,
nada puede impedir que el cristiano ame a Dios. Nada puede vencer al amor,
ni las dificultades ni la oposición. “Fuerte es como la muerte el amor” (Cnt.
8:6). La muerte se traga a los cuerpos más fuertes; así también, el amor se
traga las dificultades más fuertes. “Las muchas aguas no podrán apagar el
amor” (Cnt. 8:7). ¡Ni las aguas dulces del placer, ni las aguas amargas de la
persecución! El amor a Dios permanece firme hasta la muerte. “Arraigados y
cimentados en amor” (Ef. 3:17). Las cosas ligeras, como la paja y las plumas,
son rápidamente arrastradas por el viento pero un árbol que está arraigado
resiste la tormenta; el que está arraigado en amor permanece. El verdadero
amor no termina nunca, salvo con la vida.

5. Los grados de amor


Debemos amar a Dios por encima de todas las cosas. “Fuera de ti nada deseo
en la tierra” (Sal. 73:25). Dios es la quintaesencia de todo lo bueno, es bueno
en grado superlativo. Al ver el alma la supereminencia de Dios, y admirar en
Él la constelación de todo lo excelente, es arrebatada en amor a Él en el más
alto grado. La medida de nuestro amor a Dios —dice Bernardo11— debe ser
amarle sin medida. Dios, que es nuestra suprema felicidad, debe tener nuestro
supremo afecto. La criatura puede tener la leche de nuestro amor, pero Dios
debe tener la crema. El amor a Dios debe estar por encima de todo, como el
aceite flota encima del agua.
Debemos amar a Dios más que a los parientes. Como en el caso de
Abraham ofreciendo a Isaac; siendo Isaac el hijo de su ancianidad, es
incuestionable que le amaba plenamente y estaba muy apegado a él; pero
cuando Dios dijo: “Toma ahora tu lujo […] y ofrécelo” (Gn. 22:2), aunque
fuese algo que le pareciera no solo opuesto a su razón, sino a su fe, pues el
Mesías había de venir de Isaac, y si este fuera destruido, ¿cómo tendría el
mundo un Mediador?, sin embargo, tal era la fortaleza de la fe de Abraham y
el fervor de su amor a Dios, que tomó el cuchillo del sacrificio para derramar
la sangre de Isaac. Nuestro bendito Salvador habla de aborrecer a padre y
madre (Lc. 14:26). Cristo no quería que fuésemos antinaturales; pero si
nuestros parientes más queridos obstaculizan nuestro camino, y quieren
apartarnos de Cristo, entonces tenemos o bien que pasar por encima de ellos,
o desconocerlos (Dt. 33:9). Si bien algunas gotas de amor pueden correr hacia
nuestros parientes y amigos, el torrente en sí debe correr hacia Cristo.
Podemos albergar a los parientes en nuestro seno, pero debemos albergar a
Cristo en nuestro corazón.
Debemos amar a Dios más que a nuestras posesiones. “El despojo de
vuestros bienes sufristeis con gozo” (He. 10:34). Estaban gozosos de tener algo
que perder por Cristo. Si se pone el mundo en un platillo de la balanza y a
Cristo en el otro, este debe ser quien pese más. ¿Y es esto así? ¿Tiene Dios el
lugar más elevado en nuestros afectos? Dice Plutarco12: “Cuando surgía un
dictador en Roma, toda otra autoridad quedaba momentáneamente
suspendida”; así también, cuando el amor de Dios controla el corazón, todo
otro amor es suspendido, y es como nada en comparación con este amor.

Aplicación. Una dura reprensión a aquellos que no aman a Dios


Esto puede servir de dura reprensión a aquellos que no tienen un ápice de
amor a Dios en sus corazones: ¿y existen tales descreídos? El que no ama a
Dios es una bestia con cabeza de hombre. ¡Miserable de ti!, ¿vives de Dios
cada día y, sin embargo, no le amas? Si uno tuviera un amigo que le
suministrara dinero continuamente, y le proporcionara toda su renta, ¿no
sería peor que un bárbaro si no respetara y honrara a ese amigo? Ese amigo es
Dios; Él te da el aliento, te concede los medios de vida, ¿Y no le vas a amar?
Amarías a tu príncipe si te salvara la vida, ¿y no vas a amar a Dios que te la
da? ¿Qué imán más poderoso para atraer el amor que la bendita Deidad? Es
ciego el que no es tentado por la belleza; es necio el que no es atraído por las
cuerdas del amor. Cuando el cuerpo está frío, sin ningún calor, es señal de
muerte; el que no tiene el calor del amor a Dios en su alma está muerto.
¿Cómo puede esperar amor por parte de Dios aquel que no le muestra ningún
amor? ¿Dará Dios cobijo en su seno a una víbora como esa, que arroja el
veneno de la malicia y la enemistad contra Él?
Esta reprensión va dirigida directamente contra los incrédulos de nuestro
tiempo; están tan lejos de amar a Dios que hacen todo lo que pueden para
mostrar su odio hacia Él. “Como Sodoma publican su pecado” (Is. 3:9). “Ponen
su boca contra el cielo” (Sal. 73:9) de forma soberbia y blasfema, y desafían
abiertamente a Dios. Estos son monstruos por naturaleza, demonios en forma
de hombres. Lean estos su sentencia “El que no amare al Señor Jesucristo, sea
anatema. El Señor viene” (1 Co. 16:22), esto es, sea maldecido por Dios hasta
que Cristo venga a juzgar. Sea heredero de una maldición mientras viva, y en
el temible día del Señor, oiga la angustiosa sentencia pronunciada contra él:
“Apartaos de mí, malditos” (Mt. 25:41).

Notas
9Rey de Macedonia y conquistador del Imperio Persa (m. 323 a. C). Hefestión era tan parecido a
Alejandro en fisonomía y estatura que era con frecuencia saludado con el nombre de Alejandro.
10Sacerdotisas en el templo de Vesta (diosa del fuego del hogar) en la Roma pagana.
11Bernardo de Claraval (m. 1153 d. C.). Se le atribuyen los himnos: “Jesús, solo pensar en Ti” y
“Jesús, gozo de los corazones amantes”.
12Un autor griego que escribió biografías de personajes griegos y romanos destacados (m. 120 d. C.).
Capítulo 5

Las pruebas del amor a Dios


ongámonos a prueba imparcialmente para ver si estamos entre aquellos
P que aman a Dios. Para decidir esto, como nuestro amor se ve mejor por
sus frutos, mencionaré catorce señales, o frutos, del amor a Dios, y nos
concierne investigar con cuidado si estos frutos crecen en nuestro huerto.

1. El primer fruto del amor es centrar nuestros pensamientos en


Dios
Aquel que ama dirige sus pensamientos al objeto de su amor. El que ama a
Dios se extasía con la contemplación de Dios. “Despierto, y aún estoy contigo”
(Sal. 139:18). Los pensamientos son como viajeros en la mente. Los
pensamientos de David se mantenían en el camino celestial: “Aún estoy
contigo”. Dios es el tesoro, y donde está el tesoro, allí está el corazón. Con esto
podemos poner a prueba nuestro amor a Dios: ¿en qué ponemos
principalmente nuestros pensamientos? ¿Podemos decir que nos extasiamos
de deleite cuándo pensamos en Dios? ¿Tienen alas nuestros pensamientos?
¿Vuelan muy alto? ¿Contemplamos a Cristo y la gloria? ¡Oh, qué lejos están
de amar a Dios aquellos que apenas piensan en Él! “No hay Dios en ninguno
de sus pensamientos” (Sal. 10:4). El pecador no tiene lugar para Dios en sus
pensamientos. Nunca piensa en Dios, a no ser con horror, como el prisionero
piensa en el juez.

2. El siguiente fruto del amor es el deseo de tener comunión


El amor desea la familiaridad y la relación. “Mi corazón y mi carne cantan al
Dios vivo” (Sal. 84:2). El rey David, al ser alejado de la casa de Dios donde
estaba el Tabernáculo, la muestra visible de su presencia, suspira por Dios, y
con un santo y emocionado deseo, canta al Dios vivo. Los que se aman desean
conversar entre sí. Si amamos a Dios apreciaremos sus mandatos, porque en
ellos nos encontramos con Dios. Él nos habla en su Palabra, y nosotros le
hablamos en la oración. Examinemos a la luz de esto nuestro amor a Dios.
¿Deseamos una comunión íntima con Dios? Los que se aman no pueden estar
separados mucho tiempo. Los que aman a Dios sienten un santo afecto, no
saben estar sin Él. Pueden soportar la falta de todo menos de la presencia de
Dios. Pueden arreglárselas sin salud ni amigos, pueden sentirse felices sin una
mesa repleta, pero no pueden ser felices sin Dios. “No escondas de mí tu
rostro, no venga yo a ser semejante a los que descienden a la sepultura” (Sal.
143:7). Los que aman tienen sus desmayos. David estuvo a punto de desmayar
y morir al no tener una visión de Dios. Los que aman a Dios no pueden
contentarse con cumplir sus mandatos, a menos que gocen de Dios en ellos;
eso sería lamer el vaso, y no la miel.
¿Qué diremos a aquellos que pueden pasar toda su vida sin Dios? Piensan
que lo mejor es dejar a Dios aun lado; se quejan de que les falta salud y dinero,
¡pero no que les falta Dios! Los inicuos no conocen a Dios; ¿y cómo pueden
amar a Aquel a quien no conocen? Lo que es peor, ni siquiera desean
conocerle. “Dicen, pues, a Dios: Apártate de nosotros, porque no queremos el
conocimiento de tus caminos” (Job 21:14). Los pecadores evitan conocer a
Dios, consideran una carga su presencia; ¿y son estos los que aman a Dios?
¿Ama a su marido una mujer que no puede soportar estar en su presencia?

3. Otro fruto del amor es el dolor


Donde hay amor a Dios, hay dolor por nuestros pecados de aspereza contra
Él. Un niño que ama a su padre no puede sino llorar por haberle ofendido. El
corazón que arde de amor se deshace en lágrimas. ¡Oh, cómo podría
traicionar el amor de un Salvador tan amante! ¿No sufrió mi Señor lo
suficiente en la Cruz, para que yo le haga sufrir más? ¿Le daré más hiel y
vinagre a beber? ¡Qué desleal y falso he sido! ¡Cómo he contristado a su
Espíritu, pisoteado sus mandatos reales y despreciado su sangre! Esto crea
una actitud de piadosa tristeza y hace que el corazón sangre de nuevo.
“[Pedro] saliendo fuera, lloró amargamente” (Mt. 26:75). Cuando Pedro pensó
cuánto le amaba Cristo, cómo había sido llevado al monte de la
Transfiguración, donde Cristo le mostró la gloria del Cielo en una visión; que
negara a Cristo tras haber recibido tan señalado amor por parte de Él,
quebrantó su corazón de dolor, salió fuera y lloró amargamente.
Pongamos a prueba nuestro amor a Dios a la luz de esto. ¿Derramamos
lágrimas de piadosa tristeza? ¿Nos dolemos por nuestra aspereza contra Dios,
nuestra injusticia con la misericordia, nuestra negligencia con respecto a
nuestros talentos? ¡Qué lejos están de amar a Dios aquellos que pecan
diariamente sin que les remuerda la conciencia! Tienen un mar de pecado y
ni una gota de tristeza. Están tan lejos de preocuparse que se divierten con sus
pecados. “¿Puedes gloriarte de eso?” (Jer. 11:15). ¡Miserable de ti!, ¿sangró
Cristo por el pecado, y tú te ríes de Él? Estos están lejos de amar a Dios. ¿Ama
a su amigo aquel que se complace en herirle?

4. Otro fruto del amor es la magnanimidad


El amor es valiente, convierte la cobardía en valor. El amor nos hace
aventurarnos en las mayores dificultades y peligros. La temerosa gallina se
lanza sobre un perro o una serpiente para defender a sus polluelos. El amor
infunde un espíritu de fortaleza y denuedo en el cristiano. El que ama a Dios
estará firme en su causa, y actuará como su abogado. “No podemos dejar de
decir lo que hemos visto y oído” (Hch. 4:20). El que teme confesar a Cristo
tiene poco amor hacia Él. Nicodemo vino secretamente a Cristo de noche (Jn.
3:2). Tenía temor de ser visto con Él a la luz del día. El amor echa fuera el
temor. Tal como el Sol disipa las nieblas y las brumas, así también el amor
divino disipa en gran medida el temor carnal. ¿Ama a Dios quien oye
contradecir sus benditas verdades, y permanece en silencio? Quien ama a su
amigo le defenderá y le vindicará cuando sea afrentado. ¿Comparece Cristo
por nosotros en el Cielo, y temeremos nosotros comparecer por Él en la
Tierra? El amor anima al cristiano; hace arder de celo su corazón y lo reviste
de valor.

5. El quinto fruto del amor es la sensibilidad


Si amamos a Dios, nuestros corazones se dolerán por las deshonras hechas a
Dios por los inicuos. Al ver derrumbarse no solo los diques de la religión sino
también de la moralidad, y sobrevenir una inundación de iniquidad; al ver los
días de reposo de Dios profanados, sus juramentos violados, su nombre
deshonrado; si hay algún amor a Dios en nosotros, sentiremos estas cosas en
el corazón. Lot “afligía cada día su alma justa, viendo y oyendo los hechos
inicuos de ellos” (2 P. 2:7). Los pecados de Sodoma eran como otras tantas
lanzas clavadas en su alma. ¡Qué lejos están de amar a Dios aquellos que no se
sienten afectados en absoluto cuando Él es deshonrado! Si tienen paz y
dinero, nada sienten en el corazón. A alguien que está completamente bebido
no le importa ni le afecta que otro se esté desangrando a su lado; así también,
muchos que están bebidos con el vino de la prosperidad, cuando la honra de
Dios está herida y sus verdades sangrando, no se sienten afectados por ello. Si
los hombres amaran a Dios, se dolerían al ver sufrir su gloria y convertirse en
mártir la religión misma.

6. El sexto fruto del amor es el odio hacia el pecado


El fuego purifica de escorias el metal; el fuego del amor purifica del pecado.
“Efraín dirá: ¿Qué más tendré ya con los ídolos?” (Os. 14:8). Quien ama a Dios
no querrá tener nada que ver con el pecado, a menos que sea para luchar
contra él. El pecado golpea no solo la honra de Dios, sino también su ser.
¿Ama a su príncipe quien da cobijo a uno que es traidor a la corona? ¿Es
amigo de Dios quien ama lo que Dios odia? El amor a Dios y el amor al
pecado no pueden habitar juntos. No se puede mostrar afecto a dos contrarios
al mismo tiempo. Una persona no puede amar la salud y también el veneno;
igualmente, no se puede amar a Dios y también al pecado. Quien permite en
su corazón cualquier pecado secreto está tan lejos de amar a Dios como lo
está el cielo de la Tierra.

7. Otro fruto del amor es la crucifixión


Quien ama a Dios está muerto para el mundo. “El mundo me es crucificado a
mí” (Gá. 6:14). Estoy muerto a sus honores y placeres. Quien ama a Dios no
ama mucho ninguna otra cosa. El amor a Dios y un ardiente amor al mundo
son inconsecuentes. “Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él”
(1 Jn. 2:15). El amor a Dios engulle todo otro amor, como la vara de Moisés
engulló las varas de los egipcios. Si alguien pudiera vivir en el Sol, qué punto
tan pequeño sería la Tierra; así también, cuando el corazón de un hombre es
elevado por encima del mundo en admiración y amor a Dios, ¡qué pobres y
endebles resultan las cosas de abajo! Parecen como nada a sus ojos. Era una
señal de que los cristianos primitivos amaban a Dios el que sus posesiones no
permanecían cerca de sus corazones; por el contrario, las “ponían a los pies de
los apóstoles” (Hch. 4:35).
Pon a prueba tu amor a Dios con esto. ¿Qué pensaremos de aquellos que
nunca se sacian del mundo? Tienen la hidropesía de la codicia, que les
produce una insaciable sed de riquezas: “Codician hasta el polvo de la tierra”
(Am. 2:7 VM) “Nunca hables de tu amor a Cristo —dice Ignacio13— cuando
prefieres el mundo a la Perla preciosa”; ¿y no hay muchos así, que aprecian su
oro más que a Dios? Si tienen un terreno fértil, no se preocupan por el agua
de la vida. Venden a Cristo y una buena conciencia por dinero. ¿Concederá
Dios jamás el Cielo a aquellos que tanto le infravaloran, prefiriendo polvo
reluciente a la gloriosa Deidad? ¿Qué hay en la Tierra para que pongamos
nuestros corazones en ella? El diablo simplemente nos hace mirarla a través
de una lupa. El mundo no tiene un valor intrínseco real, no es sino una
pintura y un engaño.

8. El siguiente fruto del amor es el temor


En los piadosos el amor y el temor se besan. Hay un doble temor que surge
del amor.
(1) Un temor a desagradar. La esposa ama a su marido; prefiere negarse a sí
misma, pues, antes que desagradarle a él. Cuanto más amamos a Dios, tanto
más tememos contristar a su Espíritu. “¿Cómo, pues, haría yo este grande mal,
y pecaría contra Dios?” (Gn. 39:9). Cuando Eudoxia, la emperatriz, amenazó
con desterrar a Crisóstomo14, respondió: “Decidle que no temo a nada sino al
pecado”. Es un amor bendito el que somete al cristiano a convulsiones
ardientes de celo y convulsiones frías de temor, haciéndole temblar y
estremecerse, sin atreverse a ofender a Dios voluntariamente.
(2) Un temor mezclado con celo: el corazón de Elí “estaba temblando por
causa del arca de Dios” (1 S. 4:13). No se dice que su corazón temblara por
Ofni y Finees, sus dos hijos, sino que su corazón temblaba por el arca, porque
si el arca era tomada, entonces la gloria de Dios sería traspasada. Quien ama a
Dios siente un gran temor de que le vaya mal a la Iglesia. Teme que la
profanidad (que es la plaga de la lepra) se incremente, que el papismo avance,
que Dios se aparte de su pueblo. La presencia de Dios en sus mandatos es la
hermosura y la fortaleza de una nación. En tanto que la presencia de Dios esté
con su pueblo, este estará a salvo; pero el alma inflamada de amor a Dios teme
que las muestras visibles de la presencia de Dios sean sustraídas.
Pongamos a prueba nuestro amor a Dios mediante esta piedra de toque.
Muchos temen perder la paz y el dinero, pero no perder a Dios y su
Evangelio. ¿Aman estos a Dios? Quien ama a Dios teme más la pérdida de las
bendiciones espirituales que las terrenales. Si el Sol de justicia desaparece de
nuestro horizonte, ¿qué queda sino tinieblas? ¿Qué consuelo puede
proporcionar un órgano o un himno si desaparece el Evangelio? ¿No es como
e1 sonido de una trompeta o una salva de disparos en un funeral?

9. Si amamos a Dios, amaremos lo que Dios ama


(1) Amaremos la Palabra de Dios. David estimaba la Palabra, por su dulzura,
más que la miel (Sal. 119:103), y por su valor, más que el oro (Sal. 119:72). Los
renglones de la Escritura son más ricos que las minas de oro. Bien podemos
amar la Palabra; es la estrella polar que nos dirige al Cielo; es el campo en que
está escondida la Perla. Aquel que no ama la Palabra, sino que piensa que es
demasiado estricta, y desearía que fuese arrancada alguna parte de la Biblia
(como un adúltero lo haría con el séptimo mandamiento), no tiene la menor
chispa de amor en su corazón.
(2) Amaremos el día del Señor. No solo guardaremos el día de reposo, sino
que lo amaremos. “Si […] lo llamares delicia” (Is. 58:13). El día de reposo es lo
que mantiene en alto el rostro de la religión entre nosotros; este día debe ser
consagrado como glorioso para el Señor. La casa de Dios es el palacio del gran
rey; en el día de reposo Dios se muestra a sí mismo allí a través de la celosía. Si
amamos a Dios valoraremos su día por encima de los demás días. Toda la
semana sería oscura si no fuera por este día; en este día tenemos doble ración
de maná. Es entonces, más que nunca, cuando la puerta del Cielo se abre de
par en par, y Dios desciende en una lluvia de oro. En este bendito día el Sol de
justicia nace en el alma. ¡Cómo aprecia el corazón benevolente ese día que fue
hecho con el propósito de gozar de Dios en él!
(3) Amaremos las leyes de Dios. El alma benevolente se goza en la Ley porque
esta controla sus excesos pecaminosos. El corazón estaría dispuesto a
desenfrenarse en el pecado si la ley de Dios no pusiera benditas restricciones
sobre él. El que ama a Dios ama su ley: la ley del arrepentimiento, la ley de la
abnegación. Muchos dicen amar a Dios, pero aborrecen sus leyes. “Rompamos
sus ligaduras, y echemos de nosotros sus cuerdas” (Sal. 2:3). Los preceptos de
Dios son comparados con cuerdas, atan a los hombres a su buena conducta;
pero los inicuos piensan que estas cuerdas están demasiado apretadas; por
tanto, dicen: “Rompámoslas”. Pretenden amar a Cristo como Salvador, pero
le odian como Rey. Cristo nos habla de su yugo (Mt. 11:29). Los pecadores
querrían que Cristo pusiera una corona sobre su cabeza, pero no un yugo
sobre su cuello. Sería extraño el rey que gobernara sin leyes.
(4) Amaremos el retrato de Dios, amaremos su imagen resplandeciendo en
los santos. “Todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido
engendrado por él” (1 Jn.5:1). Es posible amar a un santo y, sin embargo, no
amarle como santo; podemos amarle por alguna otra cosa: por su ingenio, o
porque es afable y generoso. Un animal ama a un hombre, pero no por ser un
hombre, sino porque le alimenta. Pero amar a un santo por ser santo es señal
de amar a Dios. Si amamos a un santo por su santidad, como teniendo algo de
Dios en sí mismo, entonces le amaremos en estos cuatro casos.
(a) Amaremos a un santo aunque sea pobre. Aquel que ama el oro amará
un pedazo de oro aunque esté en un harapo; así también, aunque un santo
esté en harapos, le amaremos porque hay algo de Cristo en él.
(b) Amaremos a un santo aunque tenga muchos defectos personales. No
existe la perfección aquí: en algunos prevalece una ira irreflexiva; en otros, la
inconstancia; en otros, demasiado amor al mundo. Un santo en esta vida es
como el oro en el yacimiento: con mucha escoria de debilidad adherida a él;
sin embargo, le amamos por la gracia que hay en él. Un santo es como un
rostro hermoso con una cicatriz: amamos el hermoso rostro de la santidad
aunque tenga una cicatriz. La mejor esmeralda tiene imperfecciones, las más
brillantes estrellas sus titilaciones, y los mejores santos sus defectos. Tú que
no puedes amar a otro por causa de sus debilidades, ¿cómo pretendes que te
ame Dios a ti?
(c) Amaremos a los santos aunque en algunas cosas secundarias difieran de
nosotros. Quizá otro cristiano no tenga tanta luz como tú, y esto puede
hacerle errar en algunas cosas; ¿le vas a descalificar de inmediato porque no
tenga tu misma luz? Donde hay unión en lo fundamental, debería haber
unión en los afectos.
(d) Amaremos a los santos aunque sean perseguidos. Amamos el metal
precioso aunque esté en el horno. El apóstol Pablo llevaba en su cuerpo las
marcas del Señor Jesús (Gá. 6:17). Aquellas marcas eran, como las cicatrices
del soldado, honorables. Debemos amar a un santo tanto en cadenas como en
púrpura. Si amamos a Cristo, amaremos a sus miembros perseguidos.
Si esto es amar a Dios, cuando amamos su imagen reluciendo en los santos,
¡qué pocos amantes de Dios se encuentran! ¿Aman a Dios quienes odian a los
que son como Dios? ¿Aman a la persona de Cristo quienes están llenos de un
espíritu de venganza contra su pueblo? ¿Cómo puede decirse que ama a su
marido la mujer que rompe su retrato? Sin duda alguna, Judas y Julián15 no
han muerto aún, su espíritu vive todavía en el mundo. ¿Quiénes son culpables
sino los inocentes? ¿Qué mayor crimen que la santidad, si el diablo es
miembro del jurado? Los inicuos parecen sentir gran reverencia hacia los
santos que han fallecido; canonizan a los santos muertos, pero persiguen a los
santos vivos. En vano se ponen en pie los hombres para recitar el Credo y
decirle al mundo que creen en Dios, cuando abominan uno de los artículos
del Credo, a saber, la comunión de los santos. Sin duda alguna, no hay mayor
señal de que alguien está listo para el Infierno que esta: no solo carecer de la
gracia, sino odiarla.

10. Otra bendita señal de amor es albergar buenos pensamientos


hacia Dios
Aquel que ama a su amigo interpreta en el mejor sentido lo que este hace. La
malicia lo interpreta todo en el peor sentido. El amor lo interpreta todo en el
mejor sentido. Es un excelente comentarista de la providencia; no piensa mal.
El que ama a Dios tiene una buena opinión de Dios; aunque Él aflija
dolorosamente, el alma lo acepta todo bien. Este es el lenguaje de un espíritu
benevolente: “Mi Dios ve lo duro que tengo el corazón; introduce, pues, una
cuña de aflicción tras otra, para romper mi corazón. Él sabe cuán lleno estoy
de malos humores, cuán enfermo de pleuresía; por tanto, me hace sangrar
para salvar mi vida. Esta severa prescripción tiene por objeto mortificar
alguna corrupción o ejercitar alguna virtud. ¡Cuán bueno es Dios que no me
abandona en mis pecados, sino que golpea mi cuerpo para salvar mi alma!”.
De esta manera, el que ama a Dios lo toma todo a bien. El amor pone un
barniz de candidez sobre todas las acciones de Dios. Tú que eres propenso a
murmurar contra Dios, como si Él te hubiera tratado mal, humíllate por esto;
dite a ti mismo: “Si yo amara más a Dios, tendría mejores pensamientos hacia
Él”. Es Satanás quien nos hace tener buenos pensamientos acerca de nosotros
mismos y malos pensamientos acerca de Dios. El amor lo toma todo en el
mejor sentido; no piensa mal.
11. Otro fruto del amor es la obediencia
“El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama” (Jn;
14:21). De nada sirve decir que amamos a la persona de Cristo, si
menospreciamos sus mandatos. ¿Ama a su padre el niño que rehúsa
obedecerle? Si amamos a Dios, le obedeceremos en aquellas cosas que
contrarían la carne y la sangre. (a) En cosas difíciles, y (b) en cosas peligrosas.
(a) En cosas difíciles. Como en mortificar el pecado. Hay algunos pecados
que no solo están tan cerca de nosotros como nuestros vestidos, sino que nos
son tan queridos como nuestros ojos. Si amamos a Dios, nos opondremos a
ellos tanto en propósito como en la práctica. También en perdonar a nuestros
enemigos; Dios nos manda perdonar so pena de muerte. “Perdonándoos unos
a otros” (Ef. 4:32). Esto es duro; es ir a contracorriente. Somos propensos a
olvidar las bondades y a recordar las ofensas; pero si amamos a Dios,
pasaremos por alto las ofensas. Cuando consideramos seriamente cuántos
pecados nos ha perdonado Dios, cuántas afrentas y agravios ha soportado por
parte de nosotros, nos hace imitar su ejemplo, y procurar sepultar la ofensa en
lugar de desquitarnos de ella.
(b) En cosas peligrosas. Cuando Dios nos llame a sufrir por Él,
obedeceremos. El amor hizo que Cristo sufriera por nosotros, el amor es la
cadena que le ataba a la Cruz; así pues, si amamos a Dios, estaremos
dispuestos a sufrir por Él. El amor tiene una extraña cualidad; es la virtud
menos tolerante y, sin embargo, es la virtud más tolerante. Es la virtud menos
tolerante en un sentido; no tolera que un pecado conocido permanezca en el
alma sin arrepentimiento, no tolera las infamias y deshonras hechas a Dios;
de esta manera es la virtud menos tolerante. Sin embargo, es la virtud más
tolerante; tolera oprobios, cadenas y cárceles por amor de Cristo. “Yo estoy
dispuesto no solo a ser atado, más aún a morir en Jerusalén por el nombre del
Señor Jesús” (Hch. 21:13). Es verdad que no todo cristiano es un mártir, pero
tiene espíritu de martirio en sí mismo. Dice, como Pablo: “Yo estoy dispuesto
[…] a ser atado”; tiene una disposición mental para sufrir, si Dios le llama a
ello. El amor eleva a los hombres por encima de su propia fuerza. Tertuliano16
observa cuánto sufrían los paganos por amor a su propio país. Si la naturaleza
puede elevarse tanto, ciertamente la virtud ha de elevarse más. Si por amor a
su país, los hombres están dispuestos a sufrir, mucho más deberían hacerlo
por amor a Cristo. El amor “todo lo soporta” (1 Co. 13:7). Basilio17 habla de
una virgen condenada al fuego, quien habiéndosele ofrecido su vida y sus
posesiones si se postraba ante un ídolo, respondió: “Váyanse la vida y el
dinero; bienvenido sea Cristo”. Nobles y apasionadas son estas palabras de
Ignacio: “Sea yo triturado por los dientes de las fieras, si puedo ser el más
puro trigo de Dios”. ¡Cómo elevó el afecto divino a los santos primitivos por
encima del amor a la vida y el temor a la muerte! Esteban fue lapidado, Lucas
fue colgado de un olivo, Pedro fue crucificado boca abajo en Jerusalén. Estos
héroes divinos estuvieron dispuestos a sufrir, antes que hacer sufrir afrenta al
nombre de Dios por su cobardía. ¡Cómo valoraba Pablo la cadena que llevaba
por amor a Cristo! Se gloriaba en ella como una mujer se enorgullece de sus
joyas, dice Crisóstomo. Y el santo Ignacio llevaba sus cadenas como un
brazalete de diamantes. “No aceptando el rescate” (He. 11:35). Rehusaron salir
de la cárcel mediante condiciones pecaminosas, prefirieron su inocencia a su
libertad.
Pongamos a prueba nuestro amor a Dios mediante esto: ¿tenemos espíritu
de martirio? Muchos dicen amar a Dios, ¿pero cómo se manifiesta? No están
dispuestos a privarse de la más mínima comodidad, o soportar la más mínima
cruz por causa de Él. Si Jesucristo nos hubiera dicho: “Os amo mucho, me
sois muy queridos, pero no puedo sufrir, no puedo poner mi vida por
vosotros”, habríamos cuestionado mucho su amor; ¿y no desconfiará Cristo
de nosotros cuando pretendemos amarle a Él y, sin embargo, no estamos
dispuestos a soportar nada por Él?

12. El que ama a Dios procurará hacerle aparecer glorioso a los


ojos de los demás
Los que se aman alaban y proclaman la afabilidad de aquellos a quienes aman.
Si amamos a Dios, propagaremos sus excelencias, de forma que elevemos su
fama y estimación e induzcamos a otros a amarle. El amor no puede estar
silencioso; seremos como una multitud de trompetas, anunciando la
liberalidad de la gracia de Dios, la trascendencia de su amor, y la gloria de su
Reino. El amor es como fuego: cuando arde en el corazón, prorrumpe en los
labios. Será exuberante en proclamar la alabanza de Dios: el amor debe
expresarse.
13. Otro fruto del amor es anhelar la venida de Cristo
“Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor,
juez justo, en aquel día; y no solo a mí sino también a todos los que aman su
venida” (2 Ti. 4:8). El amor desea la unión; Aristóteles18 da la razón: el gozo
fluye de la unión. Cuando nuestra unión con Cristo sea perfecta en la gloria,
entonces nuestro gozo será completo. El que ama a Cristo ama su venida. La
venida de Cristo será una venida feliz para los santos. Es sumamente
consolador que Él se presente ahora con nosotros ante Dios como un
Abogado (He. 9:24). Pero será mucho más consolador cuando venga por
nosotros como nuestro Esposo. En aquel día nos concederá dos joyas. Su
amor; un amor tan grande y asombroso que es mejor sentirlo que expresarlo.
Y su semejanza. “Cuando él se manifieste, seremos semejantes a él” (1 Jn. 3:2).
Y de estas dos cosas, amor y semejanza, fluirá un gozo infinito en el alma. No
es de sorprender, pues, que quien ama a Cristo anhele su venida. “Y el
Espíritu y la Esposa dicen: Ven […] sí, ven, Señor Jesús” (Ap. 22:17,20).
Pongamos a prueba nuestro amor a Cristo mediante esto: un inicuo que se
condena a sí mismo teme la venida de Cristo y desea que no venga nunca;
pero quienes aman a Cristo se sienten gozosos al pensar en su venida en las
nubes. Entonces serán librados de todos sus pecados y temores, serán
absueltos ante los hombres y los ángeles, y serán trasladados para siempre al
paraíso de Dios.

14. El amor nos hará rebajarnos a realizar los oficios más


humildes
El amor es una virtud humilde; no se pasea rodeado de pompa; se arrastra
sobre las manos; se rebaja y se somete a cualquier cosa mediante la cual pueda
prestar servicio a Cristo. Esto es lo que vemos en José de Arimatea y
Nicodemo, ambos personas honorables y, sin embargo, uno toma el cuerpo
de Cristo con sus propias manos, y el otro lo embalsama con especias
aromáticas. Pudiera parecer demasiado para personas de su rango el ser
empleados en ese servicio, pero el amor los llevó a hacerlo. Si amamos a Dios,
no consideraremos ningún trabajo demasiado humilde para nosotros,
mediante el cual sirvamos de ayuda a los miembros de Cristo. El amor no es
escrupuloso; visita a los enfermos, alivia a los pobres, lava las heridas de los
santos. La madre que ama a su hijo no es retraída ni refinada; está dispuesta a
hacer por su hijo lo que otras desdeñarían hacer. El que ama a Dios se
humillará a realizar el más humilde cometido de amor a Cristo y sus
miembros.
Estos son los frutos del amor a Dios. Felices aquellos que pueden hallar
estos frutos, tan ajenos a sus naturalezas, creciendo en sus almas.

Notas
13Obispo de Antioquía a principios del siglo II. Fue enviado a Roma para su martirio.
14Obispo de Constantinopla a principios del siglo IV. Muchos de sus sermones y cartas han sido
preservados.
15Un emperador romano del siglo IV que profesó el cristianismo, pero que más tarde apostató y
procuró restaurar las religiones paganas.
16Un teólogo cristiano quien, durante el siglo II y comienzos del siglo III, nos ofrece “un inestimable
espejo del cristianismo africano primitivo” (nació en Cartago o en sus inmediaciones, en la provincia
romana de África).
17Un teólogo y maestro del siglo IV que llegó a ser obispo de Cesarea (en Capadocia); conocido
como Basilio el Grande.
18Filósofo griego del siglo 1V a. C., famoso por sus escritos sobre ética, política, lógica y ciencia.
Capítulo 6

Una exhortación a amar a Dios


1. Una exhortación
Quisiera persuadir fervientemente a todos los que llevan el nombre de
cristianos a ser amantes de Dios. “Amad al Señor, todos vosotros sus santos”
(Sal. 31:23). Son pocos los que aman a Dios: son muchos los que le besan
hipócritamente, pero son pocos los que le aman. No es tan fácil amar a Dios
como la mayoría se imagina. El afecto del amor es natural, pero la virtud no lo
es. Los hombres, por naturaleza, odian a Dios (Ro. 1:30). Los inicuos querrían
huir de Dios; no quisieran estar bajo sus normas, ni a su alcance. Temen a
Dios, pero no le aman. Toda la fuerza de los hombres o los ángeles no puede
hacer que el corazón ame a Dios. Los mandatos no lo hacen de por sí, ni los
juicios; es solo el poder omnipotente e invencible del Espíritu de Dios el que
puede infundir amor en el alma. Al ser esta una obra tan dura, la prosecución
de esta angélica virtud del amor demanda de nosotros la oración y el esfuerzo
más fervientes. Para estimular e inflamar nuestros deseos hacia el mismo,
prescribiré veinte motivos para amar a Dios.
(1) Sin esto, toda nuestra religión es vana. No es el deber, sino el amor al
deber, lo que Dios toma en consideración. No se trata de cuánto hacemos,
sino de cuánto amamos. Si un siervo no realiza su trabajo de buena gana y por
amor, no es aceptable. Los deberes que no están mezclados con amor le
resultan tan gravosos a Dios como a nosotros. David aconseja, pues, a su hijo
Salomón que sirva a Dios con ánimo voluntario (1 Cr. 28:9). Realizar un
deber sin amor no es sacrificio, sino penitencia.
(2) El amor es la virtud más noble y excelente. Es una llama pura encendida
desde el Cielo; mediante ella nos asemejamos a Dios, que es amor. Creer y
obedecer no nos hacen semejantes a Dios, pero mediante el amor nos
asemejamos más a Él (1 Jn. 4:16). El amor es una virtud que se deleita al
máximo en Dios, y es la que más le deleita a Él. Aquel discípulo que estaba
más lleno de amor se recostaba en el regazo de Cristo. El amor pone verdor y
brillo en todas las virtudes; las virtudes parecen eclipsadas a menos que el
amor brille y destelle en ellas. La fe no es verdadera a menos que obre por el
amor. Las aguas del arrepentimiento no son puras a menos que fluyan de la
fuente del amor. El amor es el incienso que hace a todos nuestros servicios
fragantes y aceptables a Dios.
(3) ¿Es irrazonable lo que Dios requiere? No es otra cosa que nuestro amor.
¿Si nos pidiera nuestras posesiones o el fruto de nuestros cuerpos, podríamos
negárselos? Pero Él solo pide nuestro amor, solo quiere tomar esta flor. ¿Es
esta una petición difícil? ¿Hubo jamás una deuda tan fácilmente pagada como
esta? No nos empobrecemos lo más mínimo al pagarla. El amor no es una
carga. ¿Es un trabajo para la esposa amar a su marido? El amor es placentero.
(4) Dios es el más adecuado y completo objeto de nuestro amor. Todas las
excelencias que están desperdigadas en las criaturas están reunidas en Él. Él es
sabiduría, hermosura, amor, sí, la esencia misma de la bondad. Nada hay en
Dios que cause aversión; la criatura hastía en lugar de satisfacer, pero siempre
hay nuevas bellezas resplandeciendo en Dios. Cuanto más gozamos de Él,
tanto más nos extasiamos de deleite.
Nada hay en Dios que amortigüe nuestros afectos o apague nuestro amor,
ninguna debilidad o deformidad como las que suelen debilitar y enfriar el
amor. Hay una excelencia en Dios que no solo invita sino que demanda
nuestro amor. Si hubiera más ángeles en el Cielo de los que hay, y todos
aquellos gloriosos serafines tuvieran una inmensa llama de amor ardiendo en
sus pechos por toda la eternidad no podrían, sin embargo, amar a Dios de
forma equivalente a esa infinita perfección y trascendencia de bondad que hay
en Él. Sin duda, pues, hay suficiente para inducirnos a amar a Dios; no
podemos prodigar nuestro amor a un objeto mejor.
(5) El amor facilita la religión. Lubrica las ruedas de los afectos, y los vuelve
más vivos y animosos en el servicio de Dios. El amor elimina el tedio del
deber. Jacob consideró siete años como poca cosa por el amor que tenía a
Raquel. El amor convierte el deber en placer. ¿Por qué son los ángeles tan
ligeros y alados en el servicio de Dios? Es porque le aman. El amor nunca se
cansa: el que ama a Dios nunca se cansa de decirlo; el que ama a Dios nunca
se cansa de servirle.
(6) Dios desea nuestro amor. Hemos perdido nuestra hermosura y
manchado nuestra sangre; sin embargo, el Rey del Cielo es un pretendiente
nuestro. ¿Qué hay en nuestro amor para que Dios lo busque? ¿Qué beneficio
le reporta a Dios nuestro amor? Él no lo necesita, es infinitamente
bienaventurado en sí mismo. Si le negamos nuestro amor, Él tiene criaturas
más sublimes que le rinden el alegre tributo del amor. Dios no necesita
nuestro amor; sin embargo, lo busca.
(7) Dios merece nuestro amor, ¡cómo nos ha amado! Nuestros afectos
debieran encenderse con el fuego del amor de Dios. Qué milagro de amor es
que Dios nos ame, cuando nada amable hay en nosotros. “Cuando estabas en
tus sangres te dije: ¡Vive!” (Ez. 16:6). El tiempo de nuestra aversión fue el
tiempo del amor de Dios. Había algo en nosotros que producía el furor, pero
nada que estimulase el amor. ¡Qué amor, que excede a todo cono-cimiento,
fue el que nos dio a Cristo! ¡Que Cristo muriera por los pecadores! Dios ha
hecho que todos los ángeles en el Cielo se maravillen de este amor. Agustín
dice: “La cruz es un púlpito, y la lección que Cristo predicó en él es el amor”.
¡Oh, el amor viviente de un Salvador moribundo! ¡Creo ver a Cristo sobre la
Cruz sangrando por todas partes! Creo que le oigo decimos: “Acercad
vuestras manos. Metedlas en mi costado. Sentid mi corazón sangrante. Ved si
es que no os amo. ¿Y no depositaréis vosotros vuestro amor en mí? ¿Amaréis
al mundo más que a mí? ¿Apaciguó el mundo la ira de Dios hacia vosotros?
¿No he hecho yo todo esto? ¿Y no me amaréis a mí?”. Es natural amar cuando
somos amados. Puesto que Cristo nos ha dejado un modelo de amor, y lo ha
escrito con su sangre, esforcémonos por copiar ese buen modelo e imitarle en
amor.
(8) El amor a Dios es el mejor amor propio. Es amor propio salvar el alma;
amando a Dios promovemos nuestra propia salvación. “El que permanece en
amor, permanece en Dios, y Dios en él” (1 Jn. 4:16). El que tiene a Dios
habitando en su corazón puede estar seguro de habitar con Dios en el Cielo.
Así, pues, amar a Dios es el más auténtico amor propio; el que no ama a Dios
no se ama a sí mismo.
(9) El amor a Dios evidencia sinceridad. “Con razón te aman” (Cnt. 1:4).
Muchos hijos de Dios temen ser hipócritas. ¿Amas a Dios? Cuando Pedro
estaba deprimido por su sentimiento de pecado, se consideró indigno de que
Cristo le tomara siquiera en consideración, o siguiera empleándolo en la obra
de su apostolado; pero veamos cómo Cristo busca consolarle. “Simón, hijo de
Jonás, ¿me amas?” (Jn. 21:16). Como si Cristo hubiera dicho: “Aunque me has
negado por temor, sin embargo, si puedes decir de corazón que me amas,
entonces eres sincero y recto”. Amar a Dios es mejor señal de sinceridad que
temerle. Los israelitas temían la justicia de Dios. “Si los hacía morir, entonces
buscaban a Dios” (Sal. 78:34). ¿Pero en qué quedaba todo esto? “Pero le
lisonjeaban con su boca, y con su lengua le mentían; pues sus corazones no eran
rectos con él, ni estuvieron firmes en su pacto” (vv. 36,37). El arrepentimiento
que surge solamente del temor a los juicios de Dios no es mejor que la
adulación, y no conlleva amor. Amar a Dios evidencia que Dios posee el
corazón; y si el corazón es suyo, esto condicionará el resto.
(10) Mediante nuestro amor a Dios podemos deducir que Dios nos ama.
“Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Jn. 4:19). “¡Oh! —
dice el alma—, si supiera que Dios me ama, podría regocijarme”. ¿Amas tú a
Dios? Entonces puedes estar seguro de que Dios te ama a ti. Es como con las
lentes de aumento; si la lente quema, es porque en primer lugar el Sol ha
brillado sobre ella, de otra manera no podría quemar; así también, si nuestros
corazones arden de amor a Dios, es porque el amor de Dios ha brillado sobre
nosotros en primer lugar, de otra manera no podríamos arder de amor.
Nuestro amor no es sino el reflejo del amor de Dios.
(11) Si no amas a Dios, amarás alguna otra cosa, ya sea el mundo o el
pecado; ¿y son estas cosas dignas de tu amor? ¿No es mejor amar a Dios que
estas cosas? Es mejor amar a Dios que al mundo, como se ve por lo siguiente.
Si depositas tu amor en cosas mundanas, estas no te satisfarán: satisfacer el
alma con tierra es como vivir del aire. “En el colmo de su abundancia padecerá
estrechez” (Job 20:22). La abundancia tiene su penuria. Si el globo terráqueo
fuese tuyo, no llenaría tu alma. ¿Y depositarás tu amor en aquello que nunca
te dará contentamiento? ¿No es mejor amar a Dios? Él te dará aquello que
satisface. “Estaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza” (Sal. 17:15).
Cuando despierte del sueño de la muerte, y tenga sobre mí los rayos de la
gloria de Dios, estaré satisfecho con su semejanza.
Si amas las cosas mundanas, estas no podrán quitar la angustia de tu
mente. Si hay un aguijón en la conciencia, el mundo entero no puede
arrancarlo. Al rey Saúl, cuando estaba angustiado, las joyas de su corona no le
sirvieron de consuelo (1 S. 28:15). Pero si amamos a Dios, Él puede darnos
paz cuando ninguna otra cosa puede hacerlo; Él “vuelve las tinieblas en
mañana” (Am. 5:8). Él puede aplicar la sangre de Cristo para renovar tu alma;
puede susurrar su amor mediante el Espíritu, y disipar todos tus temores e
inquietudes con una sonrisa.
Si amas al mundo, amas lo que te excluye del Cielo. Las diversiones
mundanas pueden compararse con los carruajes en un ejército; mientras los
soldados han estado avituallándose en los carruajes, han perdido la batalla.
“¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!” (Mr.
10:23). La prosperidad, para muchos, es como la vela para el barco, que lo
hace volcar rápidamente; así, pues, al amar al mundo, amamos aquello que
nos pone en peligro. Pero si amamos a Dios, no temeremos perder el Cielo. Él
será una Roca para refugiarnos, pero no para dañarnos. Amándole es como
llegamos a gozar de Él.
Puede que ames las cosas mundanas, pero estas no pueden amarte
recíprocamente: amas el oro y la plata, pero tu oro no puede amarte
recíprocamente; amas un cuadro, pero el cuadro no puede amarte
recíprocamente. Puede que entregues tu amor a la criatura, y no recibas amor
a cambio. Pero si amas a Dios, El te amará recíprocamente. “El que me ama
[…] mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Jn.
14:23). Dios no se queda atrás en amarnos: por nuestra gota recibimos un
océano.
Cuando amamos al mundo, amamos algo que es peor que nosotros. El
alma —como dice Damasceno19— es una chispa de resplandor celestial;
conlleva una idea y semblanza de Dios. Al amar al mundo, amamos aquello
que es infinitamente inferior al valor de nuestra alma. ¿Hará alguno una
valoración de la tela de saco? Cuando depositamos nuestro amor en el mundo
arrojamos una perla a un cerdo, amamos aquello que es inferior a nosotros
mismos. Tal como Cristo habla en otro sentido de las aves del aire: “¿No valéis
vosotros mucho más que ellas?” (Mt. 6:26), así digo yo de las cosas mundanas:
“¿No eres tú mucho mejor que ellas?”. Amas una buena casa, un hermoso
cuadro, ¿no eres tú mucho mejor que estas cosas? Pero si amas a Dios, pones
tú amor en el objeto más noble y sublime; amas aquello que es mejor que tú
mismo. Dios es mejor que el alma, mejor que los ángeles, mejor que el Cielo.
Puede que ames al mundo, y recibas odio por tu amor. “Porque no sois del
mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (Jn. 15:19).
¿No le exasperaría a uno invertir un dinero en un terreno que, en lugar de
producir maíz o uvas, solo produjera ortigas? Así es con las cosas terrenales:
las amamos, y resultan ser ortigas que pican. No encontramos sino
frustración. “Salga fuego de la zarza y devore a los cedros del Líbano” (Jue.
9:15). Al amar a la criatura, sale fuego de esta zarza para devorarnos; pero si
amamos a Dios, Él no nos devolverá odio por amor. “Yo amo a los que me
aman” (Pr. 8:17). Dios puede castigar, pero no puede odiar. Todo creyente es
parte de Cristo, y tan imposible es que Dios odie a Cristo como que odie a un
creyente.
Podemos amar excesivamente las cosas creadas. Podemos amar el vino
demasiado, y amar la plata demasiado; pero no podemos amar a Dios
demasiado. Si fuera posible excederse, el exceso aquí sería una virtud; pero
nuestro pecado es que no podemos amar a Dios lo suficiente. “¡Cuán
inconstante es tu corazón!” (Ez. 16:30). Así también, se puede decir: “¡Qué
inconstante es nuestro amor a Dios!”. Es como lo último que se destila, que
contiene menos alcohol. Si pudiéramos amar a Dios mucho más de lo que lo
hacemos, no estaría, sin embargo, en proporción a su valía; así, pues, no hay
peligro de exceso en nuestro amor a Dios.
Puede que ames las cosas mundanas, y estas mueran y te dejen. Las
riquezas levantan el vuelo, los parientes desaparecen. Nada hay permanente
aquí; la criatura tiene algo de miel en su boca, pero tiene alas, y pronto sale
volando. Pero si amas a Dios, una “porción es Dios para siempre” (Sal. 73:26).
Tal como se le denomina un Sol por su consuelo, así también una Roca por su
eternidad; Él permanece para siempre. De esta manera, vemos que es mejor
amar a Dios que al mundo.
Si es mejor amar a Dios que al mundo, sin duda es también mejor amar a
Dios que al pecado. ¿Qué hay en el pecado para que alguien lo ame? El pecado
es una deuda. “Perdónanos nuestras deudas” (Mt. 6:12). Es una deuda que nos
acarrea la ira de Dios; ¿por qué amar el pecado? ¿Le gusta a alguien estar
endeudado? El pecado es una enfermedad. “Toda cabeza está enferma” (Is.
1:5). ¿Y amarás el pecado? ¿Acariciará alguien una enfermedad? ¿Amará sus
úlceras? El pecado es corrupción. El Apóstol lo llama “inmundicia” (Stg. 1:21).
Se lo compara a la lepra y al veneno de áspides. El corazón de Dios se vuelve
contra los pecadores. “Mi alma se impacientó contra ellos” (Zac. 11:8). El
pecado es un monstruo deforme: la lascivia embrutece al hombre, la malicia le
vuelve diabólico. ¿Qué se puede amar en el pecado? ¿Amaremos la
deformidad? El pecado es un enemigo. Se le compara a una “serpiente” (Pr.
23:32). Tiene cuatro aguijones: vergüenza, culpabilidad, horror y muerte.
¿Amará alguien aquello que procura su muerte? Sin duda alguna, pues, es
mejor amar a Dios que amar el pecado. Dios te salva, el pecado te condena;
¿no es de necios amar la condenación?
(12) La relación que tenemos con Dios requiere amor. Hay un parentesco
cercano. “Tu marido es tu Hacedor” (Is. 54:5). ¿Y no amará una esposa a su
marido? Él está lleno de ternura: su esposa es para Él como la niña de su ojo.
Se regocija en ella como el novio se regocija en la novia (Is. 62:5). Ama al
creyente como ama a Cristo (Jn. 17:26). El mismo amor en cuanto a calidad,
aunque no en cuanto a igualdad. O bien debemos amar a Dios, o daremos pie
a la sospecha de que aún no estamos unidos a Él.
(13) El amor es la virtud más permanente. El amor permanecerá con
nosotros cuando ya no quede nada de otras virtudes. En el Cielo no
necesitaremos arrepentimiento, porque no tendremos pecado. En el Cielo no
necesitaremos paciencia, porque no habrá aflicción. En el Cielo no
necesitaremos fe, porque la fe dirige su mirada a cosas invisibles (He. 11:1).
Pero entonces veremos a Dios cara a cara; y donde hay visión, no hay
necesidad de fe.
Pero cuando las otras virtudes hayan caducado, el amor continuará, y es en
este sentido como dice el Apóstol que el amor es mayor que la fe, porque
permanece más tiempo. “El amor nunca deja de ser” (1 Co. 13:8). La fe es el
bastón con que caminamos por esta vida. “Por fe andamos” (2 Co. 5:7). Pero
dejaremos este bastón a la puerta del Cielo, y solo el amor entrará. De esta
manera, el amor se lleva la corona de todas las demás virtudes. El amor es la
virtud que vive por más tiempo, es una flor de la eternidad. ¡Cómo
deberíamos esforzamos en destacar en esta virtud, que es la única que vivirá
con nosotros en el Cielo, y nos acompañará a la cena de las bodas del
Cordero!
(14) El amor a Dios nunca permitirá al pecado florecer en el corazón.
Algunas plantas no florecen cuando están juntas; el amor de Dios marchita el
pecado. Aunque el viejo hombre vive, sin embargo, siendo un hombre
enfermo, está débil y jadeante. La flor del amor mata la mala hierba del
pecado; aunque el pecado no muere totalmente, sin embargo, muere a diario.
¡Cómo debiéramos esforzamos por esa virtud que es el único corrosivo capaz
de destruir el pecado!
(15) El amor a Dios es un medio excelente para crecer en la gracia. “Antes
bien, creced en la gracia” (2 P. 3:18). El crecimiento en la gracia es muy
agradable a Dios. Cristo acepta la verdad de la gracia, pero encomia los grados
de gracia; ¿y qué puede promover e incrementar más la gracia que el amor a
Dios? El amor es como el riego de las raíces, que hace crecer el árbol. El
Apóstol utiliza, pues, esta expresión en su oración: “El Señor encamine
vuestros corazones al amor de Dios” (2 Ts. 3:5). Sabía que esta virtud del amor
alimentaría y fomentaría todas las virtudes.
(16) El gran beneficio que nos proporcionará amar a Dios. “Cosas que ojo
no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha
preparado para los que le aman” (1 Co. 2:9). El ojo ha visto escenas inusuales,
el oído ha oído buena música, ¡pero ningún ojo ha visto, ni oído ha oído, ni
puede concebir el corazón de un hombre lo que Dios ha preparado para
aquellos que le aman! Tales gloriosas recompensas son tan elevadas que —
como dice Agustín— la fe misma no es capaz de comprenderlas. Dios ha
prometido una corona de vida a los que le aman (Stg. 1:12). Esta corona
encierra dentro de sí toda bendición: riquezas, gloria y deleites; y es una
corona inmarcesible (1 P. 5:4). De esta manera, Dios nos quiere atraer a sí
mediante recompensas.
(17) El amor a Dios es una armadura a prueba de error. Por falta de
corazones llenos de amor, los hombres tienen cabezas llenas de error; las
opiniones profanas se deben a la falta de afectos santos. ¿Por qué se entrega a
los hombres a un poder engañoso? Porque “no recibieron el amor de la
verdad” (2 Ts. 2: 10,11). Cuanto más amamos a Dios, tanto más odiamos esas
opiniones heterodoxas que nos apartan de Dios y nos inducen al libertinaje.
(18) Si amamos a Dios, todos los vientos soplan a nuestro favor, todas las
cosas en el mundo se confabulan para nuestro bien. No sabemos qué pruebas
de fuego podemos encontrarnos, pero a los que a Dios aman todas las cosas
les ayudarán a bien. Las cosas que obran contra ellos obrarán a su favor; su
cruz dará lugar a una corona; todo viento los impulsará hacia el puerto
celestial.
(19) La falta de amor a Dios es el fundamento de la apostasía. La semilla en
la parábola que no tenía raíces representa a los que se apartan. El que no tiene
el amor de Dios arraigado en su corazón se apartará en el tiempo de la
tentación. El que ama a Dios se apegará a Él, como Rut a Noemí.
“Dondequiera que tú fueres, iré yo […] donde tú murieres, moriré yo” (Rut
1:16,17). Pero el que no tiene amor a Dios hará como Orfa con su suegra; la
besó y se despidió de ella. El soldado que no tiene amor a su superior, cuando
ve una oportunidad, le dejará, y correrá al bando enemigo. Al que no tiene
amor a Dios en su corazón se le puede considerar un apóstata.
El amor es lo único en que podemos ser recíprocos con Dios. Si Dios se
enoja contra nosotros, no debemos enojarnos contra Él; si nos reprende, no
debemos devolverle la reprensión; pero si Dios nos ama, debemos devolverle
su amor. Nada hay con que podamos corresponder a Dios, sino con amor. No
debemos darle palabra por palabra, pero sí debemos darle amor por amor.
Así, pues, hemos visto veinte motivos para estimular e inflamar nuestro
amor a Dios.
Pregunta. ¿Que haremos para amar a Dios?
Respuesta. Estudiemos a Dios. Si le estudiáramos más, le amaríamos más.
Consideremos sus superlativas excelencias, su santidad, su bondad
incomprensible. Los ángeles conocen a Dios mejor que nosotros, y
contemplan claramente el esplendor de su majestad; es por eso por lo que le
aman tan profundamente.
Estimulemos nuestro interés en Dios. “Dios, Dios mío eres tú” (Sal. 63:1). El
pronombre posesivo “mío” es un hermoso imán para el amor, una persona
ama lo que es suyo. Cuanto más creemos, tanto más amamos; la fe es la raíz, y
el amor es la flor que crece sobre ella. “La fe que obra por el amor” (Gá. 5:6).
Haz que tu ferviente petición a Dios sea que Él te dé un corazón que le
ame. Esta es una petición aceptable; sin duda, Dios no te la negará. Cuando el
rey Salomón le pidió a Dios sabiduría: “Da, pues, a tu siervo corazón
entendido” (1 R. 3:9), “agradó delante del Señor que Salomón pidiese esto” (v.
10). Así también, cuando clamamos a Dios: “Señor, dame un corazón que te
ame. Es mi dolor no poder amarte más. ¡Oh, enciende este fuego del Cielo
sobre el altar de mi corazón!”, esta oración, sin duda agrada al Señor, y Él
derramará sobre nosotros su Espíritu, cuyo dorado aceite hará que la lámpara
de nuestro amor arda con brillo.

2. Una exhortación a mantener tu amor a Dios


Tú que tienes amor a Dios esfuérzate en mantenerlo; no permitas que este
amor muera y se apague.
Tal como quieres que el amor de Dios hacia ti continúe, haz que continúe
tu amor hacia Él. El amor, como el fuego, es susceptible de apagarse. “Has
dejado tu primer amor” (Ap. 2:4). Satanás se esfuerza en apagar esta llama, y
mediante la negligencia en el deber la perdemos. Cuando un cuerpo delicado
se despoja de ropas, es susceptible de enfriarse; as también, cuando
descuidamos el deber, nos enfriamos gradualmente en nuestro amor a Dios.
De todas las virtudes, el amor es la más susceptible de decadencia;
necesitamos, pues, poner más cuidado en mantenerla. Si alguien tiene una
joya, la guardará; si tiene una heredad, la guardará; ¡qué cuidado, pues,
deberíamos poner en guardar esta virtud del amor! Es triste ver a cristianos
profesantes decayendo en su amor a Dios; muchos se hallan en un estado de
agotamiento espiritual, su amor está decayendo.
Hay cuatro señales por las que los cristianos pueden saber que su amor se
halla en un estado de agotamiento:
(1) Cuando han perdido el sentido del gusto. El que se halla en un estado
de profundo agotamiento carece del sentido del gusto; el alimento ya no le
proporciona esa sensación sabrosa como hacía antes. Así también, cuando los
cristianos han perdido el gusto, y no encuentran dulzura en una promesa, es
señal de agotamiento espiritual. “Si es que habéis gustado la benignidad del
Señor” (1 P. 2:3). Hubo un tiempo cuando encontraban consuelo en acercarse
a Dios. Su Palabra era como la miel que gotea, deliciosa al paladar de su alma;
pero ahora es lo contrario. No pueden encontrar ya más dulzura en las cosas
espirituales que en la “clara del huevo” (Job 6:6). Esta es una señal de que se
hallan en un estado de agotamiento; perder el sentido del gusto evidencia la
pérdida del primer amor.
(2) Cuando los cristianos han perdido el apetito. El que se encuentra en un
estado de profundo agotamiento no se deleita en su alimento como
anteriormente. Hubo un tiempo cuando estos cristianos tenían “hambre y sed
de justicia” (Mt. 5:6). Tenían interés en las cosas celestiales, la gracia del
Espíritu, la sangre de la Cruz, la luz del semblante de Dios. Sentían anhelo por
los medios de gracia, y acudían a ellos como un hambriento a un banquete.
Pero ahora la situación ha cambiado. No tienen apetito, no aprecian tanto a
Cristo, no sienten un afecto tan fuerte hacia la Palabra, sus corazones no
arden dentro de ellos; esto es un triste presagio, se hallan en un estado de
agotamiento, su amor está decayendo. La fuerza natural de David había
declinado cuando le cubrían de ropas y, sin embargo, no se calentaba (1 R.
1:1). Así también, cuando se cubre a los hombres con ropas cálidas (quiero
decir los medios de gracia) y, sin embargo, no sienten el calor del afecto, sino
que están fríos y rígidos, como si estuvieran a las puertas de su lecho de
muerte; esta es una señal de que su primer amor ha declinado, se hallan en un
estado de profundo agotamiento.
(3) Cuando los cristianos aman cada vez más al mundo, ello evidencia el
decrecimiento del amor espiritual. Hubo un tiempo cuando tenían una
disposición sublime y celestial, hablaban el lenguaje de Canaán; pero ahora
son como el pez en el Evangelio, que tenía dinero en la boca (Mt. 17:27). No
pueden pronunciar tres palabras sin que una de ellas sea acerca del dinero.
Sus pensamientos y afectos, como Satanás, aún están rodeando la Tierra, una
señal de que están yendo rápidamente cuesta abajo; su amor a Dios se halla en
un estado de agotamiento. Podemos observar que cuando la naturaleza decae
y se vuelve más débil, las personas andan más inclinadas; y ciertamente,
cuando el corazón se inclina más hacia la Tierra, y está tan doblegado que
apenas puede elevarse hacia un pensamiento celestial, está ahora tristemente
declinando en su primer amor. Cuando la herrumbre se adhiere al metal, no
solamente quita el brillo al metal, sino que lo corroe y lo consume; así
también, cuando la Tierra se aferra a las almas de los hombres, no solamente
empaña el brillante lustre de sus virtudes, sino que las corroe gradualmente.
(4) Cuando los cristianos tienen en poca consideración el culto a Dios. Los
deberes de la religión se realizan de una forma muerta y formal; aunque no se
dejen sin hacer, se hacen mal. Este es un triste síntoma de un agotamiento
espiritual; la negligencia en el deber muestra un decaimiento en nuestro
primer amor. Si las cuerdas de un violín están sueltas, el violinista nunca
podrá hacer buena música; cuando los hombres se vuelven laxos en el deber,
oran como si no orasen; esto nunca puede producir un sonido armonioso en
los oídos de Dios. Cuando el movimiento espiritual es lento y pesado, y el
pulso del alma palpita despacio, ello es una señal de que los cristianos han
dejado su primer amor.
Prestemos atención a este agotamiento espiritual; es peligroso debilitarnos
en nuestro amor. El amor es una virtud tal que no sabemos cómo valernos sin
ella. Tan difícil es que un soldado pueda valerse sin sus armas, un artista sin
su pincel y un músico sin su instrumento, como que un cristiano pueda estar
sin amor. El cuerpo no puede carecer de su calor natural. El amor es al alma
como el calor natural al cuerpo; no hay vida sin él. El amor influye en las
virtudes, estimula los afectos, nos hace dolernos por el pecado, nos hace
alegramos en Dios; es como el aceite para las ruedas; nos aviva en el servicio
de Dios. ¡Cuánto cuidado, pues, debiéramos tener de mantener vivo nuestro
amor a Dios!
Pregunta. ¿Cómo podemos impedir que nuestro amor se apague?
Respuesta. Vigilemos el corazón cada día. Observemos los primeros
menoscabos en la gracia. Obsérvate a ti mismo cuando comiences a volverte
insensible y descuidado, y utiliza todos lo medios para vivificarte. Dedica
mucho tiempo a la oración, la meditación y la conversación santa. Cuando se
está apagando el fuego, le echamos más combustible; así también, cuando la
llama de nuestro amor se esté apagando, recurramos a los mandatos y las
promesas del Evangelio, como combustible para mantener ardiendo el fuego
de nuestro amor.

3. Una exhortación a aumentar tu amor a Dios


Permíteme exhortarte, cristiano, a aumentar tu amor a Dios. Haz que tu amor
se eleve más alto. “Esto pido en oración, que vuestro amor abunde aún más y
más” (Fil. 1:9). Nuestro amor a Dios debería ser como la luz de la mañana;
primero tiene lugar la aurora, luego brilla cada vez más hasta el mediodía. Los
que tienen unas pocas chispas de amor deberían soplar estas chispas divinas
hasta convertirlas en una llama. Un cristiano no debería contentarse con una
porción tan pequeña de gracia que le haga preguntarse si tiene gracia o no,
sino que debería estar incrementando su provisión. El que tiene un poco de
oro querría tener más; tú que amas a Dios un poco esfuérzate por amarle más.
El hombre piadoso se contenta con poco de este mundo; sin embargo, nunca
está satisfecho, sino que quisiera tener más de la influencia del Espíritu, y se
esfuerza por añadir un grado de amor a otro. A fin de persuadir a los
cristianos a poner más aceite en la lámpara, e incrementar la llama de su
amor, permítaseme proponer estos cuatro incentivos divinos:
(1) El crecimiento del amor evidencia su veracidad. Si vemos que el
almendro echa renuevos y florece, sabemos que hay vida en la raíz. La pintura
no crece; un hipócrita, que no es sino una pintura, no crece. Pero donde
vemos el amor a Dios aumentando y desarrollándose, como la nube de Elías,
podemos deducir que es verdadero y genuino.
(2) Mediante el crecimiento en amor imitamos a los santos en la Biblia. Su
amor a Dios, al igual que las aguas del santuario, se elevaba cada vez más. El
amor de los discípulos hacia Cristo era débil al principio, huyeron de Cristo;
pero tras la muerte de Cristo se volvió más vigoroso, e hicieron una confesión
pública de Él. El amor de Pedro era al principio más débil y lánguido, negó a
Cristo; ¡pero con qué denuedo le predicó después! Cuando Cristo puso a
prueba su amor: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?” (Jn. 21:16), Pedro pudo
hacer esta humilde, pero confiada, apelación a Cristo: “Sí, Señor; tú sabes que
te amo”. De esta manera, aquella tierna planta que antes fuera doblegada por
el viento de una tentación, creció hasta convertirse en un cedro, que todos los
poderes del Infierno no pudieron sacudir.
(3) El crecimiento del amor amplía la recompensa. Cuanto más ardamos
en amor, tanto más brillaremos en la gloria; cuanto más elevado sea nuestro
amor, tanto más brillante será nuestra corona.
(4) Cuanto más amemos a Dios, tanto más amor recibiremos de Él.
¿Queremos que Dios nos descubra los dulces secretos de su amor hacia
nosotros? ¿Queremos recibir las sonrisas de su rostro? ¡Oh, entonces
esforcémonos por alcanzar mayores grados de amor! S. Pablo consideraba el
oro y las perlas como basura por amor de Cristo (Fil. 3:8). Sí, estaba tan
inflamado de amor a Dios que podía haber deseado ser él mismo anatema,
separado de Cristo, por sus hermanos los judíos (Ro. 9:3). No es que él
pudiera ser anatema y separado de Cristo; sino que tal era su ferviente amor y
piadoso celo por la gloria de Dios que hubiera estado dispuesto a haber
sufrido aun más allá de lo que es correcto hablar, si con ello Dios hubiera
tenido más honra.
Aquí había un amor elevado al más alto grado que le es posible alcanzar a
un mortal; ¡y qué cerca llegó a estar del corazón de Dios! El Señor le llevó al
Cielo por un tiempo y le tomó en su seno, donde tuvo una visión tan gloriosa
de Dios y oyó aquellas “palabras inefables que no le es dado al hombre
expresar” (2 Co. 12:4). Nadie salió perdiendo jamás por amar a Dios.
Si nuestro amor a Dios no aumenta, pronto menguará. Si no se sopla el
fuego, pronto se apagará. Por tanto, los cristianos deberían, por encima de
todo, esforzarse a fomentar y estimular su amor a Dios. Esta exhortación
estará desfasada cuando lleguemos al Cielo, pues entonces nuestra luz será
clara, y nuestro amor perfecto; pero ahora es oportuno exhortar que nuestro
amor a Dios abunde más y más.

Notas
19Escritor del siglo IV d. C. que luchó duramente contra los herejes y la herejía.
Capítulo 7

El llamamiento eficaz
a segunda calificación que se hace de las personas a quienes pertenece
L este privilegio en el texto es que son los llamados por Dios. Todas las
cosas ayudan a bien a los que “son llamados”. Aunque la palabra
llamados está colocada después de amar a Dios, sin embargo, por naturaleza
va delante de ello. El amor se menciona primero, pero no tiene lugar primero;
debemos ser llamados por Dios para poder amarle.
Al llamamiento se le ubica (Ro. 8:30) como el eslabón intermedio de la
cadena de oro de la salvación. Se le coloca entre la predestinación y la
glorificación; y si nos aferramos bien a este eslabón intermedio, podemos
estar seguros de tener los otros dos extremos de la cadena. Para entender esto
más claramente cabe observar seis cosas.

1. Una distinción acerca del llamamiento


Existe un doble llamamiento.
(1) Un llamamiento exterior, que no es otra cosa que el bendito
ofrecimiento de gracia que Dios hace en el Evangelio, su mensaje a los
pecadores cuando los invita a venir y aceptar su misericordia. Nuestro
Salvador dice al respecto: “Muchos son llamados, mas pocos escogidos” (Mt.
20:16). Este llamamiento exterior es insuficiente para la salvación, pero
suficiente para dejar a los hombres sin excusa.
(2) Un llamamiento interior, cuando Dios subyuga maravillosamente el
corazón y atrae a la voluntad para que abrace a Cristo. Esto es —como dice
Agustín— un llamamiento eficaz. Dios, mediante el llamamiento exterior,
toca una trompeta en el oído; mediante el llamamiento interior Él abre el
corazón, como hizo con el corazón de Lidia (Hch. 16:14). El llamamiento
exterior puede llevar a los hombres a hacer una profesión de Cristo, el llama-
miento interior los lleva a tomar posesión de Cristo. El llamamiento exterior
refrena al pecador, el llamamiento interior lo transforma.
2. Nuestro deplorable estado antes de ser llamados
(1) Nos hallamos en un estado de vasallaje. Antes que Dios llame a un
hombre, este está a disposición del diablo. Si le dice: “Ve”, él va; el pecador
engañado es como el esclavo que excava en la mina, pica en la cantera o
mueve los remos. Está a las órdenes de Satanás, como el asno lo está a las
órdenes del arriero.
(2) Nos hallamos en un estado de tinieblas. “En otro tiempo erais tinieblas”
(Ef. 5:8). Las tinieblas son desoladoras. Un hombre en la oscuridad está
atemorizado, tiembla a cada paso que da. Las tinieblas son peligrosas. El que
está en la oscuridad puede salirse fácilmente del camino y caer en ríos o
remolinos; así también, en las tinieblas de la ignorancia, podemos caer
fácilmente en la vorágine del Infierno.
(3) Nos hallamos en un estado de impotencia. “Cuando aún éramos
débiles” (Ro. 5:6). Débiles para resistir una tentación o dominar una
corrupción; el pecado corta la guedeja en que reside nuestra fuerza (Jue.
16:20). Más aún, no solo hay impotencia, sino obstinación: “Vosotros resistís
siempre al Espíritu Santo” (Hch. 7:5 1). Además de indisposición para hacer el
bien, hay oposición.
(4) Nos hallamos en un estado de suciedad. “Te vi sucia en tus sangres” (Ez.
16:6). La fantasía produce pensamientos terrenales; el corazón es la fragua del
diablo, donde vuelan las chispas de la lascivia.
(5) Nos hallamos en un estado de condenación. Hemos nacido bajo una
maldición. La ira de Dios permanece sobre nosotros (Jn. 3:36). Este es nuestro
estado antes que a Dios le plazca, mediante un llamamiento misericordioso,
atraernos hacia sí y librarnos de la miseria en la que anteriormente estábamos
enfangados.

3. Los medios de nuestro llamamiento eficaz


Los medios ordinarios que el Señor utiliza para llamarnos no son éxtasis y
revelaciones, sino
(1) Su Palabra, que es “la vara de [su] poder” (Sal. 110:2). La voz de la
Palabra es el llamamiento que Dios nos hace; se dice, pues, que Él nos habla
desde el Cielo (He. 12:25); esto es, en el ministerio de la Palabra. Cuando la
Palabra nos llama a apartarnos del pecado, es como si oyéramos una voz
desde el Cielo.
(2) Su Espíritu. Este es el llamamiento en voz alta. La Palabra es la causa
instrumental de nuestra conversión, el Espíritu es la causa eficiente. Los
ministros de Dios solo son las flautas y los órganos; es el Espíritu soplando en
ellos el que cambia eficazmente el corazón. “Mientras aún hablaba Pedro estas
palabras, el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso” (Hch.
10:44). La diligencia del agricultor en arar y sembrar no hace fructífero el
terreno sin la lluvia temprana y la tardía. Así también, la semilla de la Palabra
no convierte eficazmente a menos que el Espíritu ejerza su dulce influencia y
caiga como la lluvia sobre el corazón. Debe implorarse, pues, la ayuda del
Espíritu de Dios, para que emita su poderosa voz y nos despierte del sepulcro
de la incredulidad. Si alguien llama a una puerta de bronce, no se abrirá; pero
si viene con una llave en la mano, se abrirá; así también, cuando Dios, que
tiene la llave de la vida en la mano (Ap. 3:7), viene, abre el corazón, aunque
esté fuertemente acerrojado contra Él.

4. Los métodos que Dios utiliza para llamar a los pecadores


El Señor no está sujeto a una manera en particular, ni utiliza el mismo orden
con todos. A veces viene en un silbo apacible y delicado. Los que han tenido
padres piadosos, y se han sentado bajo el cálido Sol de la educación religiosa,
frecuentemente no saben cómo o cuándo fueron llamados. El Señor infundió
la gracia en sus corazones de forma secreta y gradual, al igual que las gotas de
rocío caen imperceptiblemente. Mediante los efectos celestiales saben que han
sido llamados, pero no saben el tiempo o la forma. La manecilla se mueve en
el reloj, pero no perciben cuándo se mueve.
Así procede Dios con algunos. Otros pecadores son más reacios y difíciles,
y Dios viene a ellos en un viento tempestuoso. Utiliza más escoplos de la Ley
para quebrantar sus corazones; los humilla profundamente y les muestra que
sin Cristo están condenados. Después, tras haber labrado el barbecho de sus
corazones mediante la humillación, siembra la semilla de la consolación. Les
presenta a Cristo y la misericordia, y lleva sus voluntades no solo a aceptar a
Cristo, sino a desearle apasionadamente y descansar fielmente en Él. Así obró
en Pablo, y le llamó de ser un perseguidor a ser un predicador. Este
llamamiento, si bien es más visible que el otro, no es, sin embargo, más real.
El método de Dios para llamar a los pecadores puede variar, pero el efecto es
aún el mismo.

5. Las características de este llamamiento eficaz


(1) Es un llamamiento dulce. Dios llama de tal manera que seduce; no fuerza,
sino que atrae. No quita la libertad de la voluntad, sino que vence su
terquedad. “Tu pueblo se te ofrecerá voluntariamente en el día de tu poder”
(Sal. 110:3). Tras este llamamiento no hay más disputas, el alma obedece
prontamente el llamamiento de Dios; tal como cuando Cristo llamó a Zaqueo,
este le recibió gozosamente en su corazón y en su casa.
(2) Es un llamamiento santo. “Quien nos salvó y llamó con llamamiento
santo” (2 Ti. 1:9). Este llamamiento de Dios llama a los hombres a apartarse
de sus pecados; mediante el mismo son consagrados y apartados para Dios.
Los utensilios del Tabernáculo se tomaban del uso común y se apartaban para
una utilización santa; así también, quienes son llamados eficazmente son
separados del pecado y consagrados al servicio de Dios. El Dios a quien
adoramos es santo, la obra en la que estamos empleados es santa, el lugar al
que esperamos llegar es santo; todo esto requiere santidad. El corazón del
cristiano ha de ser la sala de audiencias de la Santísima Trinidad; ¿y no se
escribirá sobre él santidad al Señor? Los creyentes son hijos de Dios el Padre,
miembros de Dios el Hijo, y templos de Dios el Espíritu Santo; ¿y no habrán
de ser santos? La santidad es la insignia y el uniforme del pueblo de Dios. “Tu
santo pueblo” (Is. 63:18). Tal como la castidad distingue a una mujer virtuosa
de una ramera, así también la santidad distingue a los piadosos de los inicuos.
Es un llamamiento santo, “pues no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a
santificación” (1 Ts. 4:7). Que nadie que viva en pecado diga que ha sido
llamado por Dios. ¿Te ha llamado Dios a ser un maldiciente o un borracho?
Más aún, que no diga la persona meramente moral que ha sido llamada
eficazmente ¿Qué es el decoro sin la santidad? No es sino un cadáver cubierto
de flores. La efigie del rey grabada sobre bronce no lo convierte en oro de
curso legal. El hombre meramente moral parece como si tuviera la imagen del
Rey del Cielo grabada sobre sí; pero no es mejor que una moneda falsificada,
que no pasa por ser de curso legal delante de Dios.
(3) Es un llamamiento irresistible. Cuando Dios llama a un hombre por su
gracia, este tiene que venir. Se puede resistir el llamamiento del ministro, pero
no el llamamiento del Espíritu. El dedo del bendito Espíritu puede escribir
sobre un corazón de piedra de la misma forma en que una vez escribió sus
leyes sobre tablas de piedra. Las palabras de Dios son palabras creadoras;
cuando Él dijo: “Sea la luz”, hubo luz; y cuando Él dice: “Sea la fe”, será así.
Cuando Dios llamó a Pablo, este respondió al llamamiento. “No fui rebelde a
la visión celestial” (Hch. 26:19). Dios avanza victoriosamente en el carro de su
Evangelio; hace ver a los ciegos, y hace sangrar los corazones de piedra. Si
Dios quiere llamar a un hombre, no hay nada que pueda impedirlo; las
dificultades serán resueltas, los poderes del Infierno serán dispersados.
“¿Quién ha resistido a su voluntad?” (Ro. 9:19). Dios quebranta las puertas de
bronce, y desmenuza los cerrojos de hierro (Sal. 107:16). Cuando el Señor
toca el corazón de un hombre por su Espíritu, toda jactancia es abatida, y la
fortaleza real de la voluntad se somete a Dios. Se puede citar el Salmo 114:5:
“¿Qué tuviste, oh mar, que huiste? ¿Y tú, oh Jordán, que te volviste atrás?”. El
hombre que antes era como un mar turbulento, que espumaba iniquidad,
ahora repentinamente huye y tiembla, y se postra como el carcelero: “¿Qué
debo hacer para ser salvo?” (Hch. 16:30). ¿Qué tienes, oh mar? ¿Qué tiene este
hombre? El Señor le ha estado llamando eficazmente. Ha estado llevando a
cabo una obra de gracia, y ahora su terco corazón ha sido vencido mediante
una dulce violencia.
(4) Es un llamamiento supremo. “Prosigo a la meta, al premio del supremo
llamamiento de Dios” (Fil. 3:14). Es un llamamiento supremo porque somos
llamados a realizar los ejercicios supremos de la religión: morir al pecado, ser
crucificados al mundo, vivir por fe, tener comunión con el Padre (1 Jn. 1:3).
Esto es un llamamiento supremo; es una obra demasiado elevada como para
que los hombres puedan realizarla en su estado natural. Es un llamamiento
supremo porque somos llamados a alcanzar privilegios supremos: la
justificación y la adopción, ser hechos coherederos con Cristo. El que es
llamado eficazmente tiene una posición más elevada que los príncipes de la
Tierra.
(5) Es un llamamiento benévolo. Es el fruto y el producto de la libre gracia.
Que Dios llame a unos y no a otros; que unos sean tomados y otros dejados,
que un hombre tosco e inculto sea llamado, y un hombre inteligente y
agradable sea rechazado; en ello hay libre gracia. Que los pobres sean ricos en
fe y herederos del Reino (Stg. 2:5), y los nobles y grandes del mundo sean
rechazados en su mayoría: “No sois muchos […] nobles” (1 Co. 1:26); esto es
gracia libre y rica. “Sí, Padre, porque así te agradó” (Mt. 11:26). Que bajo el
mismo sermón uno sea afectado eficazmente, y otro no sea conmovido más
que un muerto con el sonido de la música; que uno oiga la voz del Espíritu en
la Palabra, y otro no la oiga; que uno sea ablandado y empapado por la
influencia del Cielo, y otro, como el vellón seco de Gedeón, no tenga rocío
sobre sí; ¡he aquí una virtud distintiva! La misma aflicción convierte a uno y
endurece a otro. La aflicción es para uno como la majadura de las especias,
que produce un olor fragante; para otro es como la machacadura de malas
hierbas en un mortero, que las hace más desabridas. ¿Cuál es la causa de esto
sino la libre gracia de Dios? Es un llamamiento benévolo; está todo esmaltado
y entretejido con la libre gracia.
(6) Es un llamamiento glorioso. “Nos llamó a su gloria eterna” (1 P. 5:10).
Somos llamados a disfrutar del Dios bendito; como si alguien fuese llamado a
salir de una cárcel para sentarse en un trono. Quinto Curtio20 escribe acerca
de uno que, mientras cavaba en su huerto, fue llamado a ser rey. De esta
manera nos llama Dios a la gloria y a la virtud (2 P. 1:3). Primero a la virtud,
luego a la gloria. En Atenas había dos templos, el templo de la Virtud, y el
templo del Honor; y nadie podía ir al templo del Honor, sin pasar primero
por el templo de la Virtud. Así también, Dios nos llama primero a la virtud, y
luego a la gloria. ¿Qué es la gloria entre los hombres, que la mayoría persigue,
sino una pluma soplada en el aire? ¿Qué peso de gloria tiene? ¿No hay un
gran motivo para que sigamos el llamamiento de Dios? Él nos llama a una
posición elevada; ¿puede haber alguna pérdida o perjuicio en esto? Dios no
quiere que dejemos cosa alguna por Él, excepto aquello que nos perderá si lo
guardamos. Él no tiene ningún otro plan para nosotros que el de hacemos
felices. Nos llama a la salvación, nos llama a un reino. ¡Oh, cómo debiéramos
nosotros, pues, junto con Bartimeo, arrojar nuestra harapienta capa de
pecado, y seguir a Cristo cuando Él llama!
(7) Es un llamamiento inusual. Solo pocos son llamados para salvación.
“Pocos escogidos” (Mt. 22:14). Pocos no colectivamente, sino
comparativamente. La palabra “llamar” significa seleccionar a algunos de
entre los demás. A muchos les llega la luz, pero pocos tienen los ojos ungidos
para ver esa luz. “Tienes unas pocas personas en Sardis que no han manchado
sus vestiduras” (Ap. 3:4). ¡Cuántos millones están asentados en región de
sombra de muerte! Y en aquellos climas en que brilla el Sol de justicia, hay
muchos que reciben la luz de la verdad sin el amor de la misma. Hay muchos
formalistas, pero pocos creyentes. Hay algo que se parece a la fe, pero que no
lo es. El diamante chipriota —dice Plinio21— brilla como un verdadero
diamante, pero no es genuino, se rompe con el martillo; así también, la fe del
hipócrita se rompe con el martillo de la persecución. Solo pocos son
verdaderamente llamados. El número de las piedras preciosas es pequeño en
comparación con el número de las piedras corrientes. La mayoría de los
hombres amoldan su religión a la moda de los tiempos; están por la música y
el ídolo (Dn. 3:7). Pensar en esto seriamente debería hacer que nos
ocupásemos en nuestra salvación con temor, y nos esforzásemos para ser
contados entre aquellos pocos a quienes Dios ha trasladado a un estado de
gracia.
(8) Es un llamamiento inmutable. “Irrevocables son los dones y el
llamamiento de Dios” (Ro. 11:29). Esto es —como dice un autor erudito—
aquellos dones que fluyen de la elección. Cuando Dios llama a un hombre, no
se arrepiente de ello. Dios no ama un día, como hacen muchos amigos, para
luego odiar otro; o como los príncipes, que hacen favoritos de sus súbditos, y
después los arrojan en la cárcel. Esta es la bienaventuranza de un santo; su
estado no admite alteraciones. El llamamiento de Dios se fundamenta en su
decreto, y su decreto es inmutable. Las leyes de la gracia no se pueden
revocar. Dios borra los pecados de su pueblo, pero no sus nombres. Aunque
el mundo anuncie cambios cada hora, el estado del creyente es fijo e
inalterable.

6. La finalidad del llamamiento eficaz es la honra de Dios


“A fin de que seamos para alabanza de su gloria” (Ef. 1:12). El que se halla en
un estado natural no es más apto para honrar a Dios que lo es un animal para
actuar razonablemente. Antes de su conversión, un hombre trae deshonra a
Dios continuamente. Tal como los negros vapores que surgen de los terrenos
cenagosos y pantanosos nublan y oscurecen el Sol, así también, del corazón
del hombre natural surgen negros vapores de pecado, que nublan la gloria de
Dios. El pecador está versado en la traición, pero nada entiende de la lealtad al
Rey del Cielo. Pero hay algunos a quienes se adjudica la porción de la libre
gracia, y estos son tomados como joyas de entre la basura y llamados
eficazmente para que mantengan en alto el nombre de Dios en el mundo. El
Señor tiene a algunos en todas las épocas que se oponen a las corrupciones de
los tiempos, dan testimonio de sus verdades, y vuelven a los pecadores del
error de su camino. Él tiene sus dignatarios, como el rey David los tenía.
Quienes han sido monumentos a las misericordias de Dios serán trompetas
de su alabanza.
Estas consideraciones nos muestran la necesidad del llamamiento eficaz.
Sin este no podemos ir al Cielo. Debemos ser hechos “aptos para participar de
la herencia” (Col. 1:12). Tal como Dios hace el Cielo apto para nosotros, así
también nos hace aptos a nosotros para el Cielo; ¿y qué proporciona esta
aptitud sino el llamamiento eficaz? Un hombre que permanece en la basura y
suciedad de la Naturaleza no es más apto para el Cielo que lo es un muerto
para heredar una propiedad. El llamamiento supremo no es algo arbitrario u
opcional, sino tan necesario como la salvación; desgraciadamente, sin
embargo, ¡cómo es descuidada esta sola cosa necesaria! La mayoría de los
hombres, como el pueblo de Israel, vagan de un lado para otro para recoger
paja, pero no se preocupan por tener las pruebas de su llamamiento eficaz.
¡Observemos qué poder tan grande ejerce Dios para llamar a los pecadores!
Dios llama de tal manera que atrae (Jn. 6:44). La conversión se considera
como una resurrección. “Bienaventurado y santo el que tiene parte en la
primera resurrección” (Ap. 20:6). Esto es, una resurrección del pecado a la
gracia. Tan imposible es que un hombre se convierta a sí mismo como que un
hombre se resucite a sí mismo. Se le llama una creación (Col. 3:10). Crear está
por encima del poder de la Naturaleza;
Objeción. “Pero —dicen algunos— la voluntad no está muerta sino
dormida, y Dios, mediante una persuasión moral, solamente nos despierta, y
entonces la voluntad puede obedecer el llamamiento de Dios y moverse por sí
misma hacia su propia conversión”.
Respuesta. A esto respondo: todo hombre está atado con cadenas por causa
del pecado. “En prisión de maldad veo que estás” (Hch. 8:23). Si un hombre
está encadenado, ¿es suficiente que utilicemos argumentos y le persuadamos a
marcharse? Hay que romper sus cadenas y libertarle para que pueda andar.
Así es con todo hombre natural; está encadenado con la corrupción; ahora,
pues, el Señor, mediante la gracia de la conversión, debe limar sus cadenas,
más aún, debe darle también piernas para correr, pues de otra manera no
puede obtener la salvación.
Aplicación. Una exhortación a que hagas firme tu llamamiento
“Procurad hacer firme vuestra vocación” (2 P. 1:10). Esta es la gran ocupación
de nuestras vidas, conseguir pruebas fehacientes de nuestro llamamiento
eficaz. No confíes en privilegios exteriores, no clames como los judíos:
“Templo del Señor” (Jer. 7:4). No te apoyes en el bautismo; ¿de qué sirve tener
el agua, si se carece del Espíritu? No te contentes con que Cristo te haya sido
predicado. No te des por satisfecho con una profesión vacía; puedes tener
todo esto y, sin embargo, no ser mejor que un resplandeciente cometa.
Esfuérzate, por el contrario, en dar pruebas a tu alma de que has sido llamado
por Dios. No seas como los atenienses, que buscaban novedades. ¿Cuál es el
estado y la naturaleza de estos tiempos? ¿Qué cambios es probable que tengan
lugar este año? ¿De qué sirve todo esto si no has sido llamado eficazmente?
¿De qué sirve que los tiempos sean mejores? ¿De qué sirve que habite la gloria
en nuestra tierra, si la gracia no habita en nuestros corazones? ¡Oh!, hermano
mío, que cuando las cosas estén oscuras fuera, estén claras dentro. Pon
diligencia en hacer firme tu llamamiento, pues esto es factible y verosímil.
Dios no falta a quienes le buscan. Que no quede este asunto pendiente por
más tiempo. Si hubiera una controversia acerca de tus tierras, utilizarías todos
los medios para clarificar tu propiedad; ¿y no es nada la salvación? ¿No
clarificarás tu propiedad aquí? Considera cuán triste es tu situación si no has
sido llamado eficazmente.
Eres ajeno a Dios. El hijo pródigo se fue lejos a una provincia apartada (Lc.
15:13), lo cual implica que todo pecador, antes de la conversión, está lejos de
Dios. “En aquel tiempo estabais sin Cristo […] y ajenos a los pactos de 1a
promesa” (Ef. 2:12). Aquellos que mueren en sus pecados tienen tanto
derecho a las promesas como los extranjeros al privilegio de ser ciudadanos
libres. Si eres ajeno a Dios, ¿qué lenguaje puedes esperar de Él sino este: “No
te conozco”?
Si no has sido llamado eficazmente, eres un enemigo “Erais en otro tiempo
extraños y enemigos” (Col. 1:21). Nada hay en la Biblia que puedas reclamar
sino las amenazas. Eres heredero de todas las plagas escritas en el libro de
Dios. Aunque puedas resistir los mandatos de la Ley, no puedes huir de las
maldiciones de la Ley. Los que son enemigos de Dios lean su propia
sentencia: “A aquellos mis enemigos que no querían que yo reinase sobre ellos,
traedlos acá, y decapitadlos delante de mí” (Lc. 19:27). ¡Oh, cuánto debiera
preocuparte, por tanto, hacer firme tu llamamiento! ¡Qué desgraciada y
condenable será tu condición, si la muerte te llama antes que te llame el
Espíritu!
Pregunta. ¿Pero hay alguna esperanza de que yo sea llamado? He sido un
gran pecador.
Respuesta. Ha habido grandes pecadores que han sido llamados. Pablo era
un perseguidor, y sin embargo fue llamado. Algunos de los judíos
responsables de crucificar a Cristo fueron llamados. Dios se complace en
mostrar su libre gracia a los pecadores. No te desanimes, pues. Puedes ver una
cuerda de oro descendiendo desde el Cielo para que pobres almas
temblorosas se agarren a ella.
Pregunta. ¿Pero cómo puedo saber que he sido llamado eficazmente?
Respuesta. El que es llamado para salvación es llamado fuera de sí; no solo
fuera de su yo pecaminoso, sino fuera de su yo justo; desestima su obediencia
y sus dones morales. “No teniendo mi propia justicia” (Fil. 3:9). Aquel cuyo
corazón ha tocado Dios por su Espíritu pone el ídolo de la justicia propia a los
pies de Cristo, para ser pisado por Él. Practica la moralidad y los deberes de la
piedad, pero no confía en ellos. La paloma de Noé utilizaba las alas para volar,
pero confiaba en el arca para su seguridad. Es excelente cuando alguien es
llamado fuera de sí. Esta renuncia —como dice Agustín— es el primer paso a
la fe salvadora.
En el que es llamado eficazmente se produce un cambio visible. No es un
cambio de las facultades, sino de las cualidades. Es cambiado con respecto a lo
que era anteriormente. Su cuerpo es el mismo, pero no su mente; tiene otro
espíritu. Pablo fue transformado de tal manera después de su conversión que
los demás no le reconocían (Hch. 9:21). ¡Oh, qué metamorfosis produce la
gracia! “Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido
santificados, ya habéis sido justificados” (1 Co. 6:11). La gracia transforma el
corazón.
En el llamamiento eficaz se produce un triple cambio:
(1) Se produce un cambio en el entendimiento. Anteriormente había
ignorancia, las tinieblas estaban sobre la faz del abismo; pero ahora hay luz:
“Ahora sois luz en el Señor” (Ef. 5:8). La primera obra de Dios en la creación
del mundo fue la luz; así es también en la nueva creación. El que es llamado
para salvación dice con aquel hombre en el Evangelio: “Habiendo yo sido
ciego, ahora veo” (Jn. 9:25). Ve tal maldad en el pecado y tal excelencia en los
caminos de Dios como jamás había visto. En verdad, esta luz que trae el
bendito Espíritu bien puede llamarse una luz admirable. “Para que anunciéis
las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 P. 2:9).
Es una luz admirable en seis sentidos. (a) Porque se comunica de forma
extraordinaria. No procede de las órbitas celestiales donde están los planetas,
sino del Sol de justicia. (b) Es admirable en sus efectos. Esta luz hace lo que
ninguna otra luz puede hacer. Hace que el hombre se dé cuenta que es ciego.
(c) Es una luz admirable porque es más penetrante. Otra luz puede brillar
sobre el rostro; esta luz brilla en el corazón e ilumina la conciencia (2 Co. 4:6).
(d) Es una luz admirable porque hace que aquellos que la tienen se admiren.
Se admiran de sí mismos, de cómo pudieron contentarse con estar tanto
tiempo sin ella. Se admiran de que sus ojos fuesen abiertos, y no los de otros.
Se admiran de que, a pesar de que odiaban esta luz y se oponían ella, esta
brillase en el firmamento de sus almas. De esto se quedan admirados los
santos por toda la eternidad. (e) Es una luz admirable porque es más vital que
cualquier otra. No solo ilumina, sino que vivifica; da vida a aquellos que
estaban “muertos en […] delitos y pecados” (Ef. 2:1). Por eso se la denomina
“la luz de la vida” (Jn. 8:12). (f) Es admirable por ser el principio de la luz
eterna. La luz de la gracia es el lucero de la mañana que anuncia la luz gloriosa
del Sol.
Así, pues, lector, ¿puedes decir que esta admirable luz del Espíritu ha
amanecido sobre ti? Cuando estabas envuelto en la ignorancia y no conocías a
Dios ni a ti mismo, repentinamente, una luz del Cielo brilló a tu alrededor.
Esto es parte de esa bendita transformación que se produce en el llamamiento
eficaz.
(2) Se produce un cambio en la voluntad. “El querer el bien está en mí” (Ro.
7:18). La voluntad, que antes se oponía. a Cristo, ahora le abraza. La voluntad,
que antes era un cerrojo de hierro, es ahora como cera derretida; recibe
fácilmente el sello y la impresión del Espíritu Santo. La voluntad se mueve
hacia el Cielo, y lleva consigo todas las órbitas de los afectos. Los regenerados
responden a todo llamamiento de Dios como el eco responde a la voz. “Señor,
¿qué quieres que haga?” (Hch. 9:6). La voluntad se convierte ahora en un
voluntario, se alista a las órdenes del Autor de la salvación (He. 2:10). ¡Oh,
que transformación tan feliz se produce aquí! Anteriormente la voluntad
mantenía fuera a Cristo; ahora mantiene fuera el pecado.
(3) Se produce un cambio en la conducta. El que es llamado por Dios anda
en dirección contraria a como lo hacía anteriormente. Antes andaba en
envidia y malicia, ahora anda en amor; antes andaba en orgullo, ahora en
humildad. La corriente va en distinta dirección. Tal como en el corazón hay
un nuevo nacimiento, así también hay un nuevo comienzo en la vida. De esta
manera vemos qué transformación tan grande se produce en aquellos a los
que Dios llama.
¿A qué distancia están de este llamamiento eficaz aquellos que nunca han
experimentado cambio alguno? Son iguales que hace 40 o 50 años, tan
orgullosos y carnales como siempre. Han visto muchos cambios en su época,
pero no han experimentado cambio alguno en su corazón. Que no piensen los
hombres que van a saltar del regazo de la ramera (el mundo) al seno de
Abraham; o bien han de experimentar un bendito cambio mientras vivan, o
un maldito cambio cuando mueran.
El que es llamado por Dios estima este llamamiento como la bendición
suprema. Un rey, a quien Dios ha llamado por su gracia, estima más el
llamamiento a ser santo que el llamamiento a ser rey. Valora la nobleza de su
llamamiento más que la nobleza de su nacimiento. Teodosio22
consideraba mayor honor ser cristiano que ser emperador. Tan imposible
es que una persona carnal aprecie las bendiciones espirituales como que un
bebé aprecie un collar de diamantes. Prefiere su grandeza mundana, su
comodidad, su abundancia y sus títulos honoríficos antes que la conversión.
Prefiere ser llamado duque antes que santo, lo cual es señal de que es ajeno al
llamamiento eficaz. El que es iluminado por el Espíritu considera la santidad
su mejor blasón, y considera su llamamiento eficaz como su exaltación.
Cuando ha alcanzado este grado, es un candidato para el Cielo.
El que es llamado eficazmente es llamado fuera del mundo. Es un
“llamamiento celestial” (He. 3:1). El que es llamado por Dios se interesa en las
cosas celestiales; está en el mundo, pero no es del mundo. Los naturalistas
dicen acerca de las piedras preciosas que, si bien están formadas por
materiales terrestres, sin embargo, su resplandeciente brillo se debe a la
influencia de los cielos; lo mismo puede decirse del hombre piadoso, que si
bien su cuerpo procede de la Tierra, el resplandor de sus afectos procede del
Cielo; su corazón ha sido elevado a las regiones superiores, tan alto como
Cristo. No solo se despoja de toda obra inicua, sino de todo peso terrenal. No
es un gusano, sino un águila.
Otra señal de nuestro llamamiento eficaz es la diligencia en nuestro
llamamiento común. Algunos se jactan de su llamamiento supremo, pero
permanecen anclados ociosamente. La religión no refrenda la ociosidad. Los
cristianos no deben ser indolentes. La ociosidad es el baño del diablo; una
persona indolente es presa fácil de toda tentación. La gracia, si bien cura el
corazón, no vuelve paralítica la mano. El que es llamado por Dios, al igual que
trabaja para el Cielo, también trabaja en su oficio.

Notas
20Escritor del siglo I d. C. y biógrafo de Alejandro Magno.
21Un escritor romano sobre “Historia Natural”. Murió durante la famosa erupción del Vesubio en 79
d. C.
22Emperador romano (por sobrenombre “el Grande”) a finales del siglo IV. Es famoso por su
confrontación con el obispo Ambrosio de Milán (390 d. C.).
Capítulo 8

Exhortaciones a los que son llamados


i tras investigar encuentras que has sido llamado eficazmente, tengo tres
S exhortaciones para ti:

1. Admira la libre gracia de Dios al llamarte


Que Dios pase por alto a tantos, que deje de lado a los sabios y nobles, ¡y que
la porción de la libre gracia se te adjudique a ti! ¡Que te saque de un estado de
vasallaje, de moler en el molino del diablo, y te sitúe por encima de los
príncipes de la Tierra, y te llame a heredar el trono de la gloria! Ponte de
rodillas, prorrumpe en un agradecido canto de alabanza; que tu corazón se
convierta en un decacordio, para entonar el memorial de la misericordia de
Dios. Nadie está tan profundamente endeudado con la libre gracia como tú, y
nadie debería elevarse tan alto como tú sobre el pináculo de la acción de
gracias. Di como el dulce cantor: “Te exaltaré, mi Dios, mi Rey […]. Cada día
te bendeciré, y alabaré tu nombre eternamente y para siempre” (Sal. 145:1,2).
Los que son partícipes de la misericordia deberían ser trompetas de la
alabanza. Anhela estar en el Cielo, donde tus acciones de gracias serán más
puras, y elevadas una nota más alta.

2. Apiádate de los que no son llamados


Los pecadores vestidos de púrpura no son motivo de envidia, sino de
compasión; están bajo “la potestad de Satanás” (Hch. 26:18). Pisan cada día el
borde del abismo; ¿y qué ocurrirá si la muerte los arroja en él? ¡Oh, apiádate
de los pecadores inconversos! Si te apiadas de un buey o un asno que se
descarría, ¿no te apiadarás de un alma que se descarría de Dios, que ha
perdido el camino y la sabiduría y se encuentra ante el precipicio de la
condenación?
Más aún, no solo te apiades de los pecadores, sino ora también por ellos.
Aunque ellos maldigan, tú ora. Oramos por los dementes; los pecadores están
dementes. “Volviendo en sí” (Le. 15:17). Parece como si el hijo pródigo no
fuera él mismo antes de su conversión. Los inicuos caminan a su ejecución: el
pecado es la soga que los ahorca, la muerte los hace caer de la escalera, y el
Infierno es su quemadero; ¿y no orarás por ellos, al verlos en tal peligro?

3. Tú que eres llamado eficazmente anda como es digno de tu


alto llamamiento
“Os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados”
(Ef. 4:1). Los cristianos deben guardar el decoro; deben comportarse
adecuadamente. Este es un consejo oportuno cuando muchos que profesan
ser llamados por Dios, por su andar descuidado e irregular, mancillan la
religión, por lo que los caminos de Dios son blasfemados. Son palabras de
Salviano23: “¿Qué dicen los paganos cuando ven vivir escandalosamente a los
cristianos?: ‘Sin duda, Cristo no los ha enseñado mejor’”. ¿Afrentarás a Cristo
y le harás sufrir de nuevo traicionando tu llamamiento celestial? Una de las
escenas más tristes es ver a un hombre elevando sus manos en oración, y
oprimiendo con esas manos; oír la misma lengua alabando a Dios en una
ocasión, y en otra mintiendo y calumniando; oír a un hombre profesando fe
en Dios con palabras, y negándole con sus obras. ¡Oh, qué indigno es esto!
Tienes un llamamiento santo, ¿y serás profano? No pienses que puedes
tomarte las libertades que otros se toman. El nazareo tomaba un voto sobre sí,
se apartaba a sí mismo para Dios, y prometía abstinencia; aunque otros
bebieran vino, no era digno del nazareo hacerlo. Así también, aunque otros
sean descuidados y vanos, esto no es digno de aquellos que son apartados
para Dios mediante el llamamiento eficaz. ¿No son las flores más hermosas
que las malas hierbas? Ahora perteneces a “un pueblo adquirido por Dios” (1
P.2:9); y esto implica no solo una gran dignidad, sino una buena conducta.
Aborrece las pasiones pecaminosas, porque estas desacreditarían tu alto
llamamiento.
Pregunta. ¿En qué consiste andar como es digno de nuestro llamamiento
celestial?
Respuesta. Es andar ordenadamente, pisar con cuidado y caminar según las
reglas y los axiomas de la Palabra. Un verdadero santo practica una
obediencia reglada, sigue la regla de la Escritura. “A todos los que anden
conforme a esta regla” (Gá. 6:16). Cuando dejamos las invenciones de los
hombres y nos adherimos a las normas de Dios; cuando seguimos la Palabra,
como Israel seguía la columna de fuego; esto es andar como es digno de
nuestro llamamiento celestial.
Andar como es digno de nuestro llamamiento es andar singularmente.
“Noé, varón justo, era perfecto en sus generaciones” (Gn. 6:9). Cuando otros
andaban con el diablo, Noé andaba con Dios. Se nos prohíbe seguir a los
muchos para hacer mal (Éx. 23:2). Si bien no es recomendable la singularidad
en los asuntos civiles, sin embargo, en la religión es bueno ser singular.
Melanchton24 era la gloria de la época en que vivió. Atanasio25 era
singularmente santo; se mantuvo firme por Dios cuando la corriente de los
tiempos corría en otra dirección. Más vale ser un modelo de santidad que un
cómplice de la iniquidad. Más vale ir al Cielo con unos pocos que al Infierno
con una multitud. Debemos andar en dirección opuesta a la de los hombres
del mundo.
Andar como es digno de nuestro llamamiento es andar alegremente.
“Regocijaos en el Señor siempre” (Fil. 4:4). Un excesivo decaimiento del
espíritu desacredita nuestro alto llamamiento y hace sospechar a los demás
que una vida piadosa es melancólica. A Cristo le agrada vernos
regocijándonos en El. Caussin26, en sus jeroglíficos, habla de una paloma que,
por tener las alas perfumadas con aromáticos ungüentos, atraía a las demás
palomas tras de sí. La alegría es un perfume que atrae a otros a la piedad. La
religión no excluye todo el gozo. Tal como hay una seriedad sin acritud, así
también hay una alegre viveza sin superficialidad. Cuando el hijo pródigo se
convirtió, “comenzaron a regocijarse” (Lc. 15:24). ¿Quiénes deberían estar
alegres sino los hijos de Dios? Tan pronto nacen del Espíritu, son herederos
de una corona. Dios es su porción, y el Cielo su mansión, ¿y no habrán de
regocijarse? Andar como es digno de nuestro llamamiento es andar
sabiamente. Andar sabiamente implica tres cosas.
(1) Andar cautamente. “El sabio tiene sus ojos en su cabeza” (Ec. 2:14). Los
demás nos vigilan para ver si tropezamos; por tanto, necesitamos mirar cómo
andamos. No solo debemos evitar los escándalos, sino de todo lo que sea
impropio, no sea que de esta manera abramos la boca de otros con un nuevo
clamor contra la religión. Si nuestra piedad no convierte a los hombres,
nuestra prudencia puede silenciarlos.
(2) Andar amigablemente. El espíritu del Evangelio está lleno de
mansedumbre y candidez. “Sed […] amigables” (1 P. 3:8). Guárdate de una
conducta áspera y altanera. La religión no quita la cortesía, sino que la refina.
“Abraham se levantó, y se inclinó al pueblo de aquella tierra, a los hijos de Het”
(Gn. 23:7). Aunque pertenecían a una raza pagana, Abraham les mostró
respeto y cortesía. El apóstol Pablo tenía un temperamento afable. “A todos
me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos” (1 Co. 9:22). El
Apóstol se sometió a otros en asuntos secundarios, para poder ganarlos
mediante su actitud servicial.
(3) Andar magnánimamente. Aunque debemos ser humildes, no por eso
hemos de ser serviles. Es indigno que nos prostituyamos ante las codicias de
los hombres. Lo que se impone pecaminosamente debe ser rechazado
celosamente. La conciencia es la diócesis de Dios, que nadie tiene derecho a
visitar sino Aquel que es el Obispo de nuestras almas (1 P. 2:25). No debemos
ser como el hierro candente, que puede ser golpeado para que adquiera
cualquier forma. Un cristiano de espíritu valiente está dispuesto a sufrir antes
que permitir que se atente contra su conciencia. Aquí tenemos unidas la
serpiente y la paloma, la prudencia y la sencillez. Este andar prudente
concuerda con nuestro alto llamamiento, y adorna no poco el Evangelio de
Cristo.
Andar como es digno de nuestro llamamiento es andar influyentemente:
hacer bien a otros y ser ricos en acciones misericordiosas (He. 13:16). Las
buenas obras honran la religión. Tal como María derramó el ungüento sobre
Cristo, así también, mediante buenas obras, derramamos ungüentos sobre la
cabeza del Evangelio. Y le hacemos exhalar un olor fragante. Las buenas
obras, si bien no son la causa de la salvación, sí que la demuestran. Cuando
andamos haciendo bienes con nuestro Salvador, y esparcimos la refrescante
influencia de nuestra generosidad, andamos como es digno de nuestro alto
llamamiento.
Aquí hay motivo de consuelo para ti que has sido llamado eficazmente.
Dios ha magnificado su rica gracia hacia ti. Has sido llamado a un gran
honor: a ser copartícipe con los ángeles y coheredero con Cristo; esto debería
avivarte en los peores momentos. Deja que los hombres te afrenten y
difamen; contrapón el llamamiento de Dios a la difamación del hombre. Deja
que los hombres te persigan a muerte; lo único que hacen es darte un pasaje y
enviarte al Cielo más pronto. ¡Cómo puede esto curar el corazón tembloroso!
Aunque ruja el mar, aunque se agite la tierra, aunque las estrellas sean
sacudidas, no debes temer. Has sido llamado y, por tanto, tienes la seguridad
de que serás coronado.

Notas
23Un escritor del siglo V, que utilizaba la historia como un incentivo para que los cristianos vivan
rectamente y crean en la providencia de Dios.
24El famoso compañero de Martín Lutero durante los días de la Reforma en Alemania.
25Obispo de Alejandría en el siglo IV. Existe un famoso credo que lleva su nombre.
26Escritor francés del siglo XVII cuyas obras eran frecuentemente reimpresas.
Capítulo 9

Acerca del propósito de Dios


1. El propósito de Dios es la causa de la salvación
El tercer y último punto en el texto, que consideraré brevemente, es el
fundamento y el origen de nuestro llamamiento eficaz, que encontramos en
estas palabras: “Conforme a su propósito” (Ef. 1:11). Anselmo27 lo traduce
“conforme a su buena voluntad”. Pedro el Mártir28 lo traduce “conforme a su
decreto”. Este propósito, o decreto, de Dios es la fuente de nuestras
bendiciones espirituales. Es la causa impulsora de nuestra vocación, nuestra
justificación y nuestra glorificación. Es el eslabón más alto en la cadena de oro
de la salvación. ¿Cuál es el motivo de que un hombre sea llamado y otro no?
Se debe al propósito eterno de Dios. El decreto de Dios proclama la salvación
del hombre.
Atribuyamos, pues, toda la obra de la gracia al beneplácito de Dios. Dios
no nos eligió porque fuéramos dignos, sino que nos hace dignos al elegirnos.
Los orgullosos están inclinados a atribuirse y arrogarse demasiado en lo que a
ser partícipes de Dios se refiere. Mientras que muchos claman contra el
sacrilegio eclesiástico, son al mismo tiempo culpables de un sacrilegio mucho
mayor, puesto que le roban a Dios su gloria al ponerse la corona de la
salvación sobre su propia cabeza. Pero nosotros debemos enfocarlo todo
desde el punto de vista del propósito de Dios. Las señales de la salvación están
en los santos, pero la causa de la salvación está en Dios.
Si es el propósito de Dios el que salva, entonces no es el libre albedrío. Los
pelagianos son acérrimos defensores del libre albedrío. Nos dicen que el
hombre tiene un poder innato para efectuar su propia conversión; pero este
texto lo refuta. Nuestro llamamiento es “conforme a su propósito”. La
Escritura arranca de raíz el libre albedrío. “No depende del que quiere” (Ro.
9:16). Todo depende del propósito de Dios. Cuando el prisionero es
sentenciado por los tribunales, no hay salvación para él, a menos que el rey
tenga el propósito de salvarle. El propósito de Dios es su prerrogativa real.
Si es el propósito de Dios el que salva, entonces no hay méritos.
Belarmino29 sostiene que las buenas obras sí expían el pecado y merecen la
gloria; pero el texto dice que somos llamados conforme al propósito de Dios,
y hay un texto paralelo en la Escritura. “Quien nos salvó y llamó con
llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo
y la gracia” (2 Ti. 1:9). No existe tal cosa como el mérito. Nuestras mejores
obras contienen defección e infección y, por tanto, no son más que pecados
relucientes; de modo que, si somos llamados y justificados, es el propósito de
Dios lo que lo lleva a cabo.
Objeción. Pero los papistas alegan este versículo de la Escritura en cuanto al
mérito: “Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará
el Señor, juez justo, en aquel día” (2 Ti. 4:8). Su argumento se basa en esto: si
Dios, en justicia, recompensa nuestras obras, entonces estas merecen la
salvación.
Respuesta. A esto respondo que Dios concede una recompensa, como Juez
justo, no a la dignidad de nuestras obras, sino a la dignidad de Cristo. Dios,
como Juez justo, nos recompensa no porque lo hayamos merecido, sino
porque Él lo ha prometido. Dios tiene dos tribunales: un tribunal de
misericordia y un tribunal de justicia; el Señor condena en el tribunal de
justicia aquellas obras que corona en el tribunal de misericordia. Lo más
importante, pues, en cuanto a nuestra salvación es el propósito de Dios.
Además, si el propósito de Dios es la fuente de la felicidad, entonces no
somos salvados por una fe prevista. Es absurdo pensar que cualquier cosa en
nosotros pudiera tener la más mínima influencia sobre nuestra elección.
Algunos dicen que Dios previó que tales personas creerían y, por tanto, las
escogió; de esta manera hacen que el asunto de la salvación dependa de algo
en nosotros. Mientras que Dios no nos elige POR fe, sino PARA fe. “Nos
escogió […] para que fuésemos santos” (Ef. 1:4); no porque fuésemos santos,
sino para que fuésemos santos. Somos elegidos para santidad, no por ella
¿Qué podía prever Dios en nosotros sino corrupción y rebelión? Si alguien es
salvo, es conforme al propósito de Dios.
Pregunta. ¿Cómo sabremos que Dios tiene el propósito de salvarnos?
Respuesta. Siendo llamados eficazmente. “Procurad hacer firme vuestra
vocación y elección” (2 P. 1:10). Hacemos firme nuestra elección haciendo
firme nuestro llamamiento. Dios nos ha “escogido desde el principio para
salvación, mediante la santificación” (2 Ts. 2:13). Por la corriente llegamos
finalmente a la fuente. Si vemos que la corriente de la santificación corre en
nuestras almas, podemos llegar por esta a la fuente de la elección. Cuando una
persona no puede mirar al firmamento, puede, sin embargo, saber que la
Luna está allí al verla brillar sobre el agua; así también, aunque no podemos
observar lo secreto del propósito de Dios, sin embargo, podemos saber que
somos elegidos por el brillo de la gracia santificante en nuestra alma.
Quienquiera que encuentre la Palabra de Dios transcrita y copiada en su
corazón puede deducir innegablemente su elección.

2. El propósito de Dios es la base de la seguridad


Aquí tenemos un maravilloso elixir de inefable consuelo para aquellos que
son llamados por Dios. Su salvación se apoya en el propósito de Dios. “El
fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que
son suyos; y: Apártese de iniquidad toda aquel que invoca el nombre de Cristo”
(2 Ti. 2:19). Nuestras virtudes son imperfectas, nuestros consuelos mudables,
pero el fundamento de Dios está firme. Los que edifican sobre esta roca del
propósito eterno de Dios no tienen por qué temer apartarse; ni el poder del
hombre ni la violencia de la tentación podrán jamás derrumbarlos.

Notas
27Arzobispo de Cantórbery durante los reinados de William Rufus y Enrique I. Escribió un famoso
tratado sobre la expiación.
28Forma castellana del nombre de Pietro Martire Vermigli, un reformador italiano que ofreció ayuda
a los reformadores en Inglaterra a mitad del siglo XVI.
29Un cardenal y teólogo católico romano (m. 1621) cuyos escritos expresaron las enseñanzas del
concilio de Trento.
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superficial presuposición de que lo sabemos todo. No es así; y jamás lo sabremos. Pero necesitamos
tomarnos nuestro tiempo para aprender tanto como podamos. Necesitamos “mirar”, “examinar” y
“fijarnos”. Al releer estos capítulos, me he visto obligado más de una vez a detenerme por causa de la
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Frederick S. Leahy, pastor y también profesor de Teología sistemática y Ética cristiana en la Iglesia
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ISBN 84-86589-91-6
Enseñanzas para toda la vida 1
Jill Masters
240 pp.
¿Cómo se puede presentar el mensaje bíblico de forma fascinante a los corazones y a las mentes de los
niños y de los adolescentes? La especialidad de Jill Masters consiste en mostrar que las afirmaciones del
Evangelio pueden extraerse de toda la Palabra de Dios. Sus lecciones son inigualables a la hora de llevar
a cabo una presentación evangelística inteligente.
Estas lecciones se utilizan en las escuelas dominicales de todo el mundo anglohablante, y ahora,
después de haber sido traducidas a múltiples idiomas, se han traducido al español por vez primera. Son
igualmente adecuadas para los devocionales familiares y para la enseñanza en el hogar, y también las
han utilizado los responsables de reuniones de hombres y de mujeres.
Este volumen proporciona lecciones con un nivel ajustable a las necesidades de la clase, para ser
presentadas en la escuela dominical durante un año, con la inclusión de instrucciones para los diversos
complementos visuales. Los otros tres volúmenes amplían el programa hasta los cuatro años de
duración.
Jill Masters ha dedicado buena parte de su vida al trabajo con las escuelas dominicales para niños. Es la
coordinadora de la enorme escuela dominical del Metropolitan Tabernacle en Londres, la mayor de
Gran Bretaña, y ha dado conferencias para maestros de escuela dominical en todo el mundo.
ISBN 84-86589-99-1
La regeneración decisoria
Jaime Adams
64 pp.
¿Te has preguntado alguna vez cómo puede alguien profesar ser “cristiano” y, sin embargo, vivir como
le viene en gana? ¿Y por qué las culturas y los estilos de vida de los países “civilizados” y “cristianos” son
cada vez menos cristianos? Estas preocupantes cuestiones exigen una reflexión serena y un análisis
meticuloso por nuestra parte. ¿Cómo resolver esta asimetría entre la profesión y la práctica del
cristianismo?
Oramos para que este libro te sirva de ayuda en un análisis bíblico de estas cuestiones. ¡Comprender
correctamente la enseñanza de Cristo sobre cómo pasamos de muerte a vida es una cuestión de vida o
muerte!
Aquí tenemos un claro llamamiento a una nueva reforma en la Iglesia, a un regreso a la Biblia como
la única regla de fe y práctica, y un llamamiento a conocer a Cristo para gozar de vida eterna.
ISBN 84-86589-28-8
Meditaciones sobre los Evangelios

J.C. Ryle

Si el mejor modo de entender la fe cristiana es leer los Evangelios, se deduce que los libros que siguen a
estos por orden de importancia habrán de ser aquellos que ayudan a entender mejor esos Evangelios.
Al advertir esta necesidad en su propia congregación, J.C. Ryle escribió sus Meditaciones sobre los
Evangelios, que se han extendido por todo el mundo durante más de un siglo sin que haya disminuido
su popularidad ni su utilidad.
Las palabras “claras y directas” de Ryle son también un gran estímulo para la lectura de la Biblia. Si
bien su objetivo principal es ayudar al lector a conocer a Cristo, tiene además otra idea en mente:
escribe de tal manera que sus “meditaciones” puedan leerse en voz alta para otros. Al contrario de lo
que sucede con muchos autores, su obra es igual de buena escuchada que leída. Hay muchos otros
comentarios a los Evangelios más extensos, pero ninguno resulta tan fascinante de escuchar, ya sea en
familia, en grupos o a través de la radio, como los de J.C. Ryle.
Tomos de los que consta la serie:
Ref. 1059 Mateo
Ref. 1064 Marcos
Ref. 1069 Lucas 1-10
Ref. 1074 Lucas 11-24
Ref. 1087 Juan 1-6
Ref. 1099 Juan 7-12
Ref. 1107 Juan 13-21
Campanas de júbilo
Susannah Spurgeon
96 pp., guaflex estampado en oro

Susannah Spurgeon (de soltera, Susannah Thompson), fue la esposa del famoso príncipe de los
predicadores C.H. Spurgeon. Plenamente identificada con el ministerio de su marido, compartió su
obra durante los treinta y seis años que duró su matrimonio. Tras la muerte de Spurgeon en 1892,
escribió varias obritas de carácter devocional. La que ahora presentamos al público de habla hispana
evidencia la enorme influencia que sobre ella ejerció su marido (cuya sensible pérdida evoca) y nos
transmite un mensaje de profunda espiritualidad, devoción a Cristo y comunión con Dios; todo ello
envuelto en un encantador lenguaje poético que toca las más sensibles cuerdas del alma.
ISBN 84-86589-94-0
La Cruz
El camino de la salvación según Dios
Martyn Lloyd-Jones
224 pp.
Cuando observas la Cruz de Cristo, ¿qué ves? ¿La derrota de un hombre crucificado que sufre injusta y
vergonzosamente?
No —dice el Dr. Lloyd-Jones—. Considerar la Cruz un fracaso es perder de vista el propósito y la
gloria de ese acontecimiento decisivo que se produjo en el monte Calvario. Porque en Jesucristo, y
especialmente en su muerte, Dios estaba cumpliendo una promesa hecha en el amanecer de la Historia
humana. Estaba posibilitando que mujeres y hombres imperfectos tuvieran una relación personal con
su Creador perfecto.
En el presente libro, el Dr. Lloyd-Jones muestra clara y detalladamente la veracidad de esta
impresionante afirmación y analiza sus enormes implicaciones para todo el mundo en la actualidad.
ISBN 84-86589-93-2

El Aposento Alto
J.C. Ryle
432 pp.
El amanecer del cristianismo del Nuevo Testamento en un aposento alto en Jerusalén y su triunfo
definitivo cuando “vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y
Jacob en el reino de los cielos” marcan respectivamente el principio y el fin del recorrido general de este
volumen de textos escritos por el obispo J.C. Ryle.
Sermones en algunos casos, conferencias en otros, demuestran todos ellos la robusta doctrina
evangélica y la aplicación práctica que son características del estilo de Ryle. Con un vibrante tono de
desafío y algún destello de humor, se ofrece un consejo fiable, sólidamente basado en principios
bíblicos, a pastores y congregaciones, padres e hijos, jóvenes y ancianos, conversos e inconversos.
Con la viveza de cada palabra y frase, el celo evangelizador del escritor y su afectuosa preocupación
pastoral cautivan la atención del lector. Pocos son, sin duda, los que no resultarán conmovidos e
instruidos por estos mensajes dotados de un tono extraordinariamente contemporáneo.
ISBN 84-86589-88-6

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