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Final sin gloria

Soy lo que muchos llamarían “cantante de ducha”. Una de esas personas que aman cantar,
pero la timidez les impide llevar su arte más allá de aquel escenario donde el único público
presente son los muebles y artículos del baño. Aunque no siempre fue así, alguna vez tuve mis
cinco minutos de fama. A pesar de que no fue como esperaba.

Todo comenzó durante una fiesta de fin de año con amigos. El alcohol abundaba y la música
era agradable. Mis pares llevaban ya un rato provocándome para que me uniera a su
desafinado coro de aullidos; o como a ellos les gustaba llamarlo, su “alegre” torneo de
karaoke.

No cantaba frente a alguien más desde mi niñez, pero, envalentonado quizás por el exceso de
bebidas, no pude evitar aceptar el desafío. Acompañado por los aplausos, silbidos y vítores de
quienes habían decidido no participar, me dirigí al improvisado escenario y tomé el micrófono
que me ofrecían; sabiendo que me arrepentiría de aquella decisión.

Respiré hondo, y con un movimiento de cabeza pedí que pusieran la música. La intro
instrumental de la canción comenzó a sonar y todos guardaron silencio. El dj de la noche se
había apiadado de mí y elegido “Talismán” de Rata Blanca, una canción que sabía que me sería
fácil.

Para recuperar el valor, bebí un último trago de la botella de cerveza que me ofrecían, y
cerrando los ojos comencé a cantar. Para mi sorpresa las palabras fluían como si tuvieran
voluntad propia, fuera de mi control. Durante aquellos cinco minutos que duró la canción
olvidé a los que me rodeaban y canté como hacía tiempo no lo hacía.

Al terminar, todo quedó en silencio. Abrí los ojos, listo para enfrentar las burlas y risas de mis
amigos. Pero en lugar de eso, todos me miraban con sorpresa, y tras unos segundos de silencio
comenzaron a aplaudir y silbar enloquecidos. Agradecí la poca luz del lugar porque sabía que
en ese momento mi cara luciría tan roja como un tomate.

Durante días mi acto fue el tema de conversación principal del grupo, quienes bromeando se
disputaban el derecho de ser mi representante cuando llegara a la fama. Al principio pensé
que solo se burlaban, pero con el pasar de las semanas, me volvieron a pedir que cantara en
varias ocasiones; tanto en noches entre amigos como en eventos sociales y mi ego comenzó a
crecer sin barreras que le pusieran un límite.

Por un tiempo me contenté con ser la nueva celebridad local. Entrevistas en radios,
participación en festivales e incluso eventos privados me habían puesto en boca de todo el
pueblo. El “cantante de ducha” ahora iba camino al éxito.

Una tarde me contactó desde la capital un amigo a quien no veía desde la secundaria. Se
había enterado de mi reciente fama y había decidido llamarme para invitarme a participar de
un show de talentos televisivo que conducía su cuñado. Le respondí que necesitaba pensarlo,
argumentando que tenía una agenda muy ocupada. Pero la verdad era que el pánico me había
invadido por completo.
Segundos después de cortar la llamada comencé a escribirle a mis amigos para que nos
reuniéramos en mi casa. No les dije el verdadero motivo, solo que necesitaba urgentemente
sus consejos.

—estás loco si no vas —me dijo uno de ellos, apoyado por el ferviente asentimiento de los
demás.

—no hay mucho que puedas perder si te va mal, pero si ganas vas a ser famoso —agregó otro.

—y no olvides los millones que trae la fama después. Si llegas a ganar, no te olvides que fui el
primero en pedir ser tu representante —agregó un tercero, más interesado en las ganancias
que en otra cosa.

Así fue como algunas semanas después me encontré viajando a la capital, con más nervios
que coraje y un grupo de acompañantes que no paraban de repetirme lo que debía o no hacer.
“Que debía permanecer relajado”, “que cantara como si nadie estuviera viendo” y decenas de
consejos similares llenaban mi cabeza, mientras intentaba repetirme a mí mismo que no sería
nada diferente a los demás eventos en los que había actuado antes.

Un carismático asistente nos recibió y nos guió por una puerta trasera que llevaba a los
camarines, donde se me darían las instrucciones para mi presentación y podría prepararme
antes del show. Allí me despedí de mis bulliciosos amigos y pude al fin tener unos minutos de
tranquilidad.

Una y otra vez me repetí en voz alta que era el mejor, arrasaría con la competencia y
regresaría triunfante. Para cuando llegaron a buscarme, ya me encontraba nuevamente
ansioso y con una gran confianza en mi talento.

Me pidieron aguardar tras una puerta a un lado del escenario, hasta que fuera llamado. Al
otro lado un par de voces cantaban a coro una canción en inglés, no eran malos cantantes,
pero les faltaba mucho para estar a mi nivel. Los aplausos al final de la canción me dieron el
valor que me faltaba; si a ellos les aplaudían tanto, yo los volvería locos.

Ansioso aguardé a que el conductor del programa me anunciara y subí al escenario de un salto.
Habían atenuado las luces y el público quedó a oscuras. Solo podía ver el escenario y a los
cuatro miembros del jurado a pocos metros de distancia. Tras las debidas presentaciones y
saludos, cerré los ojos. Había comenzado a sonar la misma canción que en un comienzo me
había dado inicio a toda aquella locura de ser cantante. Solo debía mantener mis ojos cerrados
y cantar como si no hubiera nadie más ahí. Cosa fácil, si el grito de aliento de uno de mis
amigos desde la tribuna no me hubiera hecho abrir los ojos para buscarlo.

Al menos dos centenares de personas me observaban expectantes y una decena de cámaras


se movían a mi alrededor en espera de mi acto. La música seguía su curso, pero me había
quedado petrificado. Los nervios no me permitían mover ni un músculo, mucho menos cantar.

Con un ademán, el conductor del show pidió que detuvieran la música para preguntar si me
encontraba bien, a lo que respondí afirmativamente con un ligero asentimiento con la cabeza.

Nuevamente la intro comenzó a sonar y me preparé para cantar. Pero al momento de hacerlo,
de mi garganta solo brotó un sonido similar al croar de un sapo. Lo que desató una gran ola de
carcajadas entre los presentes. Estaba pálido, y me ardía la garganta, ero tenía que volver a
intentarlo.
Una vez más pedí que por favor reiniciaran la canción, pero nuevamente no pude pronunciar
más que balbuceos.

—Creo… creo que olvidé la letra en los camarines —Dije como escusa cuando volvieron a
detener la música, y más enrojecido que nunca por la vergüenza, hui corriendo; acompañado
por las ruidosas carcajadas de los presentes.

Poco después llegó el asistente que nos había recibido, acompañado por mis amigos; quienes
aún querían salir a festejar a pesar del fracaso.

—Me hiciste perder veinte pesos —dijo amargamente el más ambicioso de ellos. —aposté a
que no te atreverías ni siquiera a subir al escenario.

—Ni siquiera cambiando su voz por la de un sapo pudiste ganar —respondió otro, y todos
reímos a carcajadas.

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