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Érase una vez una bebé con seis tías mandonas, que exigieron que
llevara los nombres de cada una y que añadieran uno por cada letra
del alfabeto. Los padres no querían quedar mal con ellas y aceptaron
la sugerencia. Y así fue como a la pequeña la bautizaron Nicolasa
Agripina Eufrosina Pancracia Anacleta Vladimira, los nombres de sus
tías, seguidos de Antonia Berta Carolina Diana Ernestina Fernanda… y
así hasta llegar a Wendy Xóchitl Yadira Zoyla. Treinta y tres nombres
que incluían uno inventado, «Ñuñuca», pues con la letra eñe no existe
nombre alguno.
El asunto era ridículo y alguien debió detener tal excentricidad, pero
nadie osaba enfrentar a las tías enojonas. La mamá de la niña decía
que eran unas tías con mucho dinero, que no quería quedar mal con
ellas y que esperaba que les dejaran una herencia. El papá de la niña
era un señor pusilánime, sin ideas o valor para enfrentarse a las
ambiciones de su esposa. ¡Pobre niña de los treinta y tres nombres! Así
terminaron llamándola en la escuela porque, con tantos nombres,
nadie sabía cómo llamarla.
—Quisiera recitar algo que escribí para la ocasión —contestó Ana con
seguridad.
—Esta noche, la última del año, quiero decirles algo… ¡MÍRENME A LOS
OJOS! —gritó con una voz clara y fuerte.
Dieron varias vueltas por la sala durante una hora, hasta que se
cansaron.
¡La hipnosis funcionó! Ana era llamada por su nuevo y único nombre.
Dieron varias vueltas por la sala durante una hora, hasta que se
cansaron.
¡La hipnosis funcionó! Ana era llamada por su nuevo y único nombre.