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LA NIÑA DE LOS 33 NOMBRES

Érase una vez una bebé con seis tías mandonas, que exigieron que
llevara los nombres de cada una y que añadieran uno por cada letra
del alfabeto. Los padres no querían quedar mal con ellas y aceptaron
la sugerencia. Y así fue como a la pequeña la bautizaron Nicolasa
Agripina Eufrosina Pancracia Anacleta Vladimira, los nombres de sus
tías, seguidos de Antonia Berta Carolina Diana Ernestina Fernanda… y
así hasta llegar a Wendy Xóchitl Yadira Zoyla. Treinta y tres nombres
que incluían uno inventado, «Ñuñuca», pues con la letra eñe no existe
nombre alguno.
El asunto era ridículo y alguien debió detener tal excentricidad, pero
nadie osaba enfrentar a las tías enojonas. La mamá de la niña decía
que eran unas tías con mucho dinero, que no quería quedar mal con
ellas y que esperaba que les dejaran una herencia. El papá de la niña
era un señor pusilánime, sin ideas o valor para enfrentarse a las
ambiciones de su esposa. ¡Pobre niña de los treinta y tres nombres! Así
terminaron llamándola en la escuela porque, con tantos nombres,
nadie sabía cómo llamarla.

Si alguien en el recreo gritaba «¡Mariana!», la niña de los treinta y tres


nombres giraba la cabeza porque pensaba que le hablaban a ella.
«¡Rosalba!», gritaba alguien más y se preguntaba si también la
llamaban. Era una situación horrible porque sentía que no tenía
identidad.

Un día la niña de los treinta y tres nombres se despertó enojada, estaba


cansada de esa ridícula situación. «Debo buscarme un nombre de
verdad porque, de todos los que tengo, siento que ninguno me
pertenece», concluyó con sabiduría después de revisarlos uno por uno
en su credencial especial, que se doblaba en cuatro partes para que
cupieran todos los nombres. Ninguno le gustó. Y menos los nombres de
sus tías, señoras mandonas y gruñonas que se enojaban por cualquier
cosa.

«¿Entonces cuál será mi verdadero nombre?», se preguntó y decidió


que tendría que ser un nombre sencillo, fácil, con el que se sintiera a
gusto. «¿Qué tal Alicia?», se dijo y pensó que podrían llamarla Ali, pero
entonces se le vino a la mente un nombre mejor, el más corto y sencillo:
«¡Ana!», exclamó y saltó de felicidad. Era un nombre de verdad, nada
excéntrico, bastaban tres letras para escribirlo y solo usaba dos del
alfabeto. Además, tenía algo especial que le gustó: se podía leer al
derecho o al revés. «¡Ana! ¡Me llamaré Ana! Es un nombre simple y
hermoso».

La niña de los treinta y tres nombres, que de ahora en adelante se


llamaría Ana, se sintió ligera y capaz de hacer cualquier cosa: ser
bailarina, conducir un autobús de pasajeros o demoler edificios con
una de esas máquinas enormes con una bola de hierro colgando. Pero
como siempre sucede cuando todo va bien, apareció un nuevo
problema. ¿Cómo haría para que los demás la llamaran Ana? Por
suerte algo se le ocurrió.

Comenzó a buscar en el directorio telefónico y dio con la dirección de


la célebre Escuela de Hipnotismo de madame Dame. Ana llamó y se
inscribió en los cursos intensivos de Hipnotismo y de Cocina Japonesa.
En realidad, no tenía la intención de aprender a hacer sushis, pero
había una promoción de dos cursos por el precio de uno y la
aprovechó. Ana asistió a los cursos cuando salía de la escuela. Sus
papás pensaban que se quedaba a clases de costura, pero los lunes,
miércoles y viernes aprendía hipnotismo, mientras que los martes y
jueves aprendía los secretos de la sazón japonesa.
Cuando Ana se sintió lista, hizo una prueba de hipnosis con su papá.
Fue fácil dejarlo dormido, pero después no supo cómo despertarlo.
Intentó tronar los dedos, aplaudió en su cara y le gritó, pero su papá
seguía inmóvil, a punto de comerse un taco dorado de barbacoa. En
ese momento la mamá de Ana llegó y sus gritos de enfado se
escucharon por toda la casa. Siempre era así, se la pasaba quejándose
de todo, refunfuñando y esperando que alguien se atravesase en su
camino para reclamarle algo.

Ana debía despertar a su papá de alguna forma y le echó una cubeta


de agua fría. El pobre pegó un respingo, salió de la hipnosis y no
entendió por qué estaba empapado. Ana todavía tenía que practicar.

Los meses pasaron y, para fin de año, Ana ya tenía su diploma de


hipnotista calificada y cocinera experta en sushis de salmón. Su
propósito de Año Nuevo era que todos la llamaran Ana. Durante la
cena de Nochevieja, cuando faltaban pocos minutos para que
terminara el año, se levantó de su lugar en la mesa y pidió la palabra,
pero ni sus padres ni sus tías hicieron caso y siguieron devorando el
pavo. Ana tuvo que hacer ruido pegándole a un vaso con un tenedor.
—¡Que alguien calle a esa niña! —reclamó la tía Agripina.

—¡Ese ruido me mata! —añadió la tía Eufrosina.

—¡Cállenla de inmediato! —gritó la tía Anacleta.

—Pero ¿qué estás haciendo? —preguntó molesta la mamá de Ana.

—Quisiera recitar algo que escribí para la ocasión —contestó Ana con
seguridad.

—¡Ay, pero qué molesta, niña! —opinó Nicolasa.

—¡Recita lo que quieras, pero rápido! —añadió Pancracia.


Ana hizo un ruido con la garganta y extendió una hoja que comenzó a
leer:

—Esta noche, la última del año, quiero decirles algo… ¡MÍRENME A LOS
OJOS! —gritó con una voz clara y fuerte.

Las tías y la mamá se miraron como tratando de entender qué pasaba


y el papá cayó dormido sobre su plato.

—Esta cena es muy especial —continuó Ana—. Especial porque…


¡TODOS ESTÁN MUY CANSADOS! Y porque estoy contenta de decirles
que… ¡AHORA SUS PÁRPADOS PESAN! Espero que todos sus deseos se
hagan realidad porque… ¡AHORA ESTÁN BAJO MI CONTROL!

¡Funcionó! Sus papás y sus tías fueron hipnotizados. Su mamá


quedó a punto de pararse de su silla; la tía Pancracia, acercándose
para morder una pierna del pavo; y Vladimira, lista para decir algo que
seguro sería un regaño.

Ana miró la escena y se abrió paso entre la parentela. No se movían,


eran estatuas y ni siquiera parpadeaban. No tenía prisa por
despertarlos, así permanecerían hasta que diera la orden secreta para
que volvieran a la normalidad. Aprovechó para ir al baño, comerse un
racimo de uvas y revisar si había algo interesante en la tele. Cuando se
dio cuenta de que faltaban dos minutos para la medianoche, regresó
al comedor y se paró al centro, entre los hipnotizados.

—Ahora, escúchenme con atención. Cuando ustedes despierten no


deberán llamarme Antonia Berta Carolina Diana Ernestina… —
comenzó a recitar hasta completar los treinta y tres nombres, que
terminaron cuando llegó a Wendy Xóchitl Yadira Zoyla—. De ahora en
adelante seré únicamente Ana y así me llamarán.

Antes de sacarlos de la hipnosis hizo otra petición:

—Además, de ahora en adelante vivirán sus vidas con alegría, sin


egoísmo.

Después de eso, Ana dijo la frase secreta que le había


enseñado madame Dame para sacar de la hipnosis a cualquier
persona. Una frase que no debería escribir aquí, pero lo haré por si un
día les hace falta.
—¡Ahí va el agua!

La mamá de Ana dejó de balancearse y cayó pesadamente sobre el


enorme jarrón chino que tanto cuidaba. Y, para sorpresa de todos, lo
tomó con calma:
—Caray, por fin se rompió ese enorme jarrón que solo estorbaba. Ni
modo, vamos a poner una maceta.

—¡El año se acaba, pongan música, que estamos de fiesta! —gritó la


tía Nicolasa.

Un mambo comenzó a sonar en los parlantes y el papá de Ana se


levantó a dar instrucciones:

—¡Hagan una fila que vamos a bailar!

Dieron varias vueltas por la sala durante una hora, hasta que se
cansaron.

—Ana, por favor, sírvenos un poco de ponche, hija.

¡La hipnosis funcionó! Ana era llamada por su nuevo y único nombre.

Un mambo comenzó a sonar en los parlantes y el papá de Ana se


levantó a dar instrucciones:

—¡Hagan una fila que vamos a bailar!

Dieron varias vueltas por la sala durante una hora, hasta que se
cansaron.

—Ana, por favor, sírvenos un poco de ponche, hija.

¡La hipnosis funcionó! Ana era llamada por su nuevo y único nombre.

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