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Talla grande.

Sobre el cine de Russ Meyer


Pablo Castriota

¡Damas y Caballeros… bienvenidos a la violencia! De palabra y de acción… porque la violencia


puede manifestarse de muchas maneras, aunque su preferida sea a través del sexo. La violencia devora
todo lo que toca. Su apetito casi nunca está satisfecho, sin importar lo que destruya (…). Examinemos
esta nueva y maligna creación con el aspecto de un cuerpo femenino. La dulzura y el perfume de la
femineidad son, por fuera, brillantes y lustrosos. El cuerpo dócil y flexible. ¡Pero atención, no bajen la
guardia! Esta especie causa estragos, sola o en grupos, sin importar el lugar ni el momento, ni en
quién. ¿Quiénes son ellas? ¿Secretarias? ¿Recepcionistas? ¿O bailarinas de un night-club?

Extraído del prólogo de Faster, Pussycat! Kill! Kill! (1965), de Russ Meyer

“No entiende de súplicas, menos de llanto”

¡Viva Satana!, canción de la agrupación argentina


Babasónicos con alusión a la legendaria actriz
protagónica de Faster, Pussycat! Kill! Kill!
Lo que sigue a continuación de este prólogo narrado por
una voz en off masculina (la del mismo Russ Meyer) y
con mucho de declaración de principios de su director, es
un montaje frenético compuesto de imágenes de tres explosivas go-go dancers bailando arriba del
escenario de un night club ante la mirada exultante de los clientes del lugar. Una sucesión veloz de
planos de un jukebox, fragmentos de cuerpos femeninos deslumbrantes que los encuadres apenas
pueden contener entre sus márgenes, primeros planos de rostros masculinos ostensiblemente excitados,
humo de cigarros y el tema que da nombre a la película sonando de fondo. Las tres protagonistas
de Faster, Pussycat! Kill! Kill!(1965) –el clásico de culto en blanco y negro filmado por Russ Meyer–
una vez fuera del escenario, se lanzan en sus descapotables hacia un violento recorrido por las rutas
norteamericanas, desafiando la hegemonía masculina con total y absoluta amoralidad, sin discursos
feministas ni ansias de revoluciones de clase. Simplemente se entregan a una andanada criminal, cuyo
objetivo es indiferente a cualquier cuestión de lucha de sexos. Esta película emblemática de Meyer
resulta atípica, en tanto contiene bastantes excepciones formales a lo que luego sería frecuente de ver en
sus otras realizaciones. Acá son las mujeres quienes generan la violencia sin ningún remordimiento, con
total brutalidad y sin forzar en el espectador el más mínimo deseo de empatía con la causa –si es que
defendieran alguna.

Desde las formas tampoco se trasciende el escote ni la ropa interior de sus voluptuosas protagonistas,
aun cuando sus cuerpos pedían a gritos el procedimiento contrario. Estos no reproches hacia la película,
que se tiene bien ganada su reputación de objeto de culto y su estatus de tratado feminista, sino más
bien una observación que permite advertir otros aspectos que luego el director se dedicaría a explorar (y
explotar) con bastante más desenfreno: una mirada hacia el sexo femenino desprovista de cualquier
rastro de misoginia, pero no por ello menos irritante para las más recalcitrantes visiones del machismo y
del feminismo mal entendido (quizás este último, el más dañino y misógino de los fundamentalismos,
todavía mucho más que el machismo, paradójicamente). Recursos formales que revelan una erudición
visual insólita en un cineasta de la carne, con una riqueza plástica para mostrar el cuerpo femenino en
todo su esplendor, a través de encuadres de gran composición (observen cualquier plano de una mujer
de Meyer recostada en una cama, ni que hablar en pleno acto sexual). Un ritmo de edición vertiginoso,
con algunos recursos dignos del antiguo montaje de atracciones soviético (sí, un
realizador sexploitation mirando hacia el cine de Eisenstein) que por momentos dificulta en mucho la
comprensión de la trama de sus películas (sí, señores, las películas de Russ Meyer tienen argumentos
también, a menudo ininteligibles no solo por las decisiones de montaje sino por las vueltas insólitas y
absurdas de sus guiones). Prodigios extraordinarios de forma y de contenido que hacen de Meyer un
cineasta absolutamente solitario, radical y fascinante, probablemente el único en su especie, solo
comparable al realizador argentino Armando Bo, con cuyas películas se han entablado asociaciones en
nada inadecuadas, aunque quizás el cine del californiano resulte mucho más corrosivo y profundo en su
visión de los aspectos más rancios y absurdos de su cultura de origen que la que el apasionado fotógrafo
de la Coca Sarli demostró tener a través de sus películas.

El seguimiento exhaustivo de su filmografía, así como también los detalles apasionantes que adornaron
la vida de este extraordinario realizador constituyen un emprendimiento demasiado voluminoso como
para cubrir en esta sola parte de la investigación (nada en Meyer parece poder ser pensado en términos
pequeños, trátese de cuerpos, genitales o aspectos biográficos), por lo cual hago la promesa de poder
extenderme sobre los mismos en otra oportunidad.
La asociación más pertinente que puedo hacer entre la obra de
Meyer y la de Bo recae de lleno en su representación de las
mujeres, a las cuales se reivindica y glorifica sin demasiada
vergüenza a través de su capacidad de disfrutar del sexo con una
libertad y satisfacción completamente ajenas a la del universo
masculino. Además de la voluptuosidad que se desprende a simple
vista de los cuerpos femeninos y de la explosiva carga sexual que
los invade, es notable cómo, en comparación, la figura masculina se
ve totalmente desplazada a un plano de inferioridad física, intelectual y, desde luego, sexual en sus
frustrados intentos por satisfacer la voracidad libidinosa de las mujeres. Ante estas incapacidades, los
hombres del cine de Meyer (y también los del cine de Bo, aquellos que asediaban incansablemente a la
sufrida y exuberante Coca Sarli) solo saben responder de dos maneras: por medio de la brutalidad y la
torpeza. Los ejemplos de estas dos tendencias en las películas de Meyer sobran: desde el oficial de
policía psicópata de Supervixens! (1975) quien, ante la imposibilidad de satisfacer sexualmente a Super
Angel, procede a matarla a golpes después de que esta lo hubiera humillado verbalmente hasta el
extremo por su impotencia, así como otros tantos violadores de ocasión (camioneros, leñadores,
estereotipos casi siempre extirpados de las entrañas de lo más bajo de la cultura white trash, a la que
Meyer retrata despiadadamente) que solo poseen como única respuesta instintiva para contrarrestar su
total ineficiencia sexual el puñetazo limpio contra aquellos cuerpos descomunales a los que no
encuentran manera de proporcionarles goce alguno. También hay otros casos más ligados a la torpeza,
quizás menos malintencionados que los anteriores, tal como el de Lamar, el protagonista de Beneath
The Valley of the Ultravixens (1979), un estúpido que se dedica a sacar cuentas con una calculadora
mientras su mujer, Lavonia, agota todas las variantes posibles de autosatisfacción al alcance de la mano
tras aguardarlo impacientemente en el dormitorio, o el de Clint Ramsey, protagonista de la ya
mencionada Supervixens!, el cual rechaza indiscriminadamente todo intento de abordaje sexual por
parte de una tropa de mujeres de ensueño con las que se va cruzando en su camino. El solo hecho de
que un policía rudo no logre tener una erección frente a la más fogosa de las civiles habla claramente de
la falta de respeto absoluta que Meyer sentía hacia toda figura de autoridad, algo que también se
vislumbra con contundencia en la recurrente alusión al nazismo que el director realiza en cada una de
sus películas y sobre las que volveré en los próximos párrafos.
Otro de los aspectos sorprendentes del universo de Meyer es la relación
que su poética entabla con una enorme variedad de referentes culturales
con los que comparte vocación masiva y afinidad popular, tales como el
comic, el cartoon, los géneros clásicos (western, melodrama) e, incluso
también, con otros más sofisticados como la tragedia griega. Este
diálogo plural, multifacético y fecundo del cine de Meyer con otras
formas narrativas habla a las claras de un cineasta de vocación popular
interesado en incorporar a su obra todos los elementos disponibles de la
alta y la baja cultura para enriquecer al máximo sus relatos, rasgo
prácticamente inhallable en la obra de cualquier otro colega del
cine sexploitation.

En el comienzo de Up! (1976), la gran musa meyeriana Francesca


Kitten Natividad nos interpela en primera persona, presentándose ante
nosotros como el Coro Griego, sentada sobre las ramas de un árbol como Dios la trajo al mundo,
portando solo sus botas de cuero –un fetiche visual reiterativo en las películas de Meyer, seguramente
ligado a alguna fantasía sexual del director, quien no tenía el mas mínimo dilema en transparentar sus
placeres sobre la pantalla. Lo que sigue a continuación es una escena de sodomización que involucra, ni
más ni menos, que a Adolph Hitler siendo aporreado en los testículos por una bellísima morocha etíope
y posteriormente asfixiado por las nalgas de una asiática, mientras lo azotan por el culo a puro golpe de
fusta. Un viejo himno nazi suena de fondo, mientras el Führer balbucea unas incomprensibles
expresiones de algarabía y éxtasis en su lengua germana natal. Estas referencias al nazismo ya
mencionadas son muy frecuentes en las películas de Meyer, secuelas probables de su experiencia como
camarógrafo en la Segunda Guerra Mundial, época donde, según él mismo afirmaría en su autobiografía
en tres tomos, titulada A Clean Breast, debutara sexualmente de la mano de Ernest Hemingway en un
burdel francés, pero también representan muestras de su total displicencia hacia toda figura de
autoridad, trátese de policías, políticos o exiliados nazis. Luego de gozar de lo lindo, el fiestero Führer
termina siendo brutalmente asesinado por una piraña que le arroja un anónimo asesino a su bañera,
devorándole los genitales (las bañeras, fuentes de placer y de muerte en la filmografía de Meyer, como
se ve en Supervixens! –en la escena del asesinato anteriormente mencionado de Super Angel– y
en Beneath The Valley… –en la escena del “bautismo sexual” de Lamar por parte de una sexy
predicadora radial–). Increíblemente y casi sin que nos demos cuenta, terminamos asistiendo a una
trama insólitamente complicada para una película de estas características, donde el asesinato del Tercer
Reich terminó formando parte de un complejo complot que involucraba a su celosa hija bastarda, Eva
Braun Jr., resolución de tintes surrealistas que se enuncia en medio de una secuencia de persecución
entre las dos mujeres protagonistas corriendo desnudas por un lago.

La cantidad de elementos visuales y sonoros que dan


cuerpo a la poética del director son de lo más variados. Sus
formas, como sus personajes y situaciones, son violentas y
pasionales. Una escena de sexo en sus películas puede
verse invadida de reiterados inserts, interrumpiendo el flujo
de la acción aunque no por eso contrarrestando la enorme
carga de erotismo presente en ellas. Quizás los inserts de
más vuelo que recuerde son todos aquellos que involucran
la aparición de la actriz de origen sueco Uschi Digard (una
habitué del cine de Meyer) en varios tramos de Cherry,
Harry & Raquel! (1970), donde la intermitente irrupción
en pantalla de la bomba escandinava nadando desnuda en una pileta se alternaba con las de varias
escenas eróticas de la película.

La galería de criaturas de Meyer es amplia y ubican al director en la línea de realizadores que lograron
consolidar un grupo de colaboradores de activa participación en cada una de sus películas: Stuart
Lancaster y Charles Napier como habituales villanos, varias de sus ninfas de talla extra natural,
Francesa Kitten Natividad, Uschi Digard, Haji, Lorna Maitland, todas ellas parte del cofre de tesoros
del director, probables hallazgos de su experiencia pasada como fotógrafo de Playboy.

La banda de sonido de sus películas es


un cocktail maravilloso que alterna el jazz y el funky,
mayormente en las escenas de sexo más festivas
(probablemente se trató del único director que supo
utilizar adecuadamente el sonido de un saxófon en este
campo), el bluegrass y el country (en las escenas más
graciosas y paródicas), así como también la música
clásica (habíamos hablado antes de la alegre convivencia
entre recursos de la alta y baja cultura en sus películas,
algo que se extiende también a su uso de la música), la
mayor parte de las veces utilizada en un sentido irónico,
dotando de un sospechoso aire naif algunas escenas de
erotismo lésbico. Vale mencionar que los consoladores
ocupan un lugar muy importante –dicho esto sin doble intención– para las mujeres en el cine de Meyer,
a menudo supliendo la inutilidad del músculo masculino en el universo del realizador. Los recursos
sonoros tienden a ser muy imaginativos, con notorias reminiscencias al cartoon, como puede ser el
hecho de utilizar el ruido de un resorte o de un trampolín para aludir a una erección, o la analogía
presente entre la música y los movimientos del cuerpo.

Quedan pendientes muchas otras cuestiones: la única incursión de Meyer en el mainstream con Beyond


The Valley of the Dolls (1970), producción de la 20th Century Fox con guion del crítico norteamericano
Roger Ebert, su fascinante recorrido por la noche de San Francisco, a través del retrato de sus mejores
go-go dancers en su documental Mondo Topless (1966), su breve cameo en un episodio de la
película Mujeres Amazonas en la Luna, sus incursiones en el western y el melodrama, algún intento de
homenaje algo superficial por parte de Quentin Tarantino en Death Proof (2007). Todos ellos, aspectos
que sabrán ocupar lugar en otros futuros escotes. Espero que de momento con esto les alcance para
introducirse en el explosivo mundo de Russ Meyer.

Russ Meyer: Mucho más que un par de tetas

Publicado por Josep Lapidario


“Las mujeres de Meyer son siempre más poderosas que los hombres… Mirando hacia atrás parece más un
empoderamiento que una explotación. ¿Cuánto de ello era consciente y cuánto inconsciente? No creo que
fuera algo calculado. La mayor parte de lo que hacía Russ le venía de las tripas”. Hugh Hefner

Siempre que afirmo que Russ Meyer es uno de mis directores de cine favoritos, alguien levanta las cejas y
piensa: “vaya, otro pervertido obsesionado por las tetas grandes”. Y en parte será cierto (no lo voy a negar a
estas alturas), pero hay mucho más que enormes dirigibles en el cine de Russell Albion Meyer, fascinante por
muchos motivos.

El primero, por supuesto, son las espectaculares actrices con las que trabajó: Tura Satana, Uschi
Digard, Erica Gavin y tantas otras: “mujeres con una exuberancia y una vitalidad que ya no se encuentran
en el cine”, según la feminista Camille Paglia. Imaginad a un arqueólogo extraterrestre excavando en una
Tierra devastada por la Cuarta Guerra Mundial. Si sólo encontrase el Sumo de Helmut Newton o
el Clic de Manara, pensaría que todas las mujeres terrícolas eran modelos elegantes y esculturales… Y si
encontrase la filmografía de Russ Meyer, su conclusión lógica sería que el tamaño mínimo de pechos de la
hembra humana era de 120 centímetros. Sin embargo, no basta con la medida de copa del sujetador para
describir a las inolvidables mujeres meyerianas, muy alejadas del look siliconado y bastorro de las estrellas
del porno reciente. Las “chicas Meyer” acompañan los pechos grandes con una curvilínea figura de pin-up,
cinturita de avispa y, sobre todo, una actitud hipersexual y dominante: son mujeres excesivas, “bigger than
life“, siempre más poderosas que los hombres que las rodean.

En los mojigatos sesenta Meyer retrató mujeres que luchan (a veces literalmente, véase la escena del pajar
de Supervixens) con los hombres para conseguir su propia satisfacción sexual, y que se enfrentan a durísimas
y violentas situaciones de las que suelen salir victoriosas. Se podría decir que Meyer era un feminista
involuntario, en sus películas y en la vida: soltaba borderías machistas medidas para escandalizar (“jamás he
visto una feminista guapa”), pero fue una mujer quien dirigió su distribuidora y coprodujo muchas de sus
películas en una época en que la presencia femenina en los despachos de Hollywood era casi inexistente.

Russ fue un tipo contradictorio: tanto podía echarse a llorar al ver Casablanca como amenazar a su equipo
durante un rodaje con una pistola cargada. Contagiadas de su espíritu volcánico, sus películas son una
brutal anarquía cinematográfica pop que mezcla en un cóctel explosivo rock and roll, pornografía softcore,
argumentos absurdos y un montaje frenético de ametralladora veinte años antes que la MTV (como recuerda
el montador de Beyond the Valley of the Dolls, nadie parpadea en las películas de Meyer: no hay planos
suficientemente largos para ello).

Las películas de este “Fellini rural” (así quería titular Meyer su autobiografía) no son sólo un testimonio de
la era del softcore, sino que están tan bien filmadas que siguen funcionando hoy en día: cada proyección
de Faster, pussycat! Kill! Kill! reúne a centenares de fans, y su herencia estética y visual ha dejado huella en
la cultura popular y en directores como Quentin Tarantino. El secreto del éxito de Meyer es que se tomaba
su trabajo en serio: era un perfeccionista obsesivo en una época y un género (el de la sexploitation) en que lo
habitual era la chapuza.

Como veremos en este monográfico meyeriano para Jot Down (tan titánico como los zepelines que amaba
Russ), la vida de Meyer es tan absurda como sus películas. De lo mucho que se ha escrito sobre él,
recomiendo encarecidamente la biografía Big bosoms and square jaws, de Jimmy McDonough, un libro
vibrante y entretenidísimo que se está usando como base para el futuro biopic de Meyer, dirigido por David
O. Russell. Aún no se conocen detalles del guión, pero me apostaría el hígado a que en la primera escena
aparecerá la mujer más importante para Russ… Su madre.

Las aventuras del sargento Meyer

“Russ siempre fue muy directo en el sexo: abrazo, beso, toque y adentro”. Jane Hower

Es tentadoramente freudiano rastrear la raíz


de las pechugonas obsesiones
cinematográficas de Meyer en su infancia y
su tormentosa vida familiar: una hermana
esquizofrénico-paranoide, una madre
exuberante, dominante y controladora a la
que Russ amaba con locura pero con la que
intentó mantener una cierta distancia…

Su padre fue un policía de origen alemán


que abandonó a su familia dos semanas
después del nacimiento de Russ, y su
padrastro, Howard Haywood, fue un tipo
enclenque maltratado verbal y físicamente por su esposa. Con un poco de psicología Fisher-Price podemos
hacer paralelismos entre estas dos figuras paternas y los personajes masculinos del cine meyeriano: por un
lado policías psicópatas, nazis dementes o moteros asesinos; por el otro maridos impotentes, tímidos,
inadecuados en la cama y fácilmente manipulables ante la indiscutible superioridad femenina.

Linda Meyer empeñó su anillo de bodas para comprarle a su hijo su primera cámara (una UniveX Cine 8), y
desde entonces apoyó siempre sus ambiciones… Y criticó siempre a sus parejas, a las que llamaba “vacas”:
ninguna mujer era lo suficientemente buena para su Russ (cortocircuito mental: Russ Meyer acudiendo a
¿Quién quiere casarse con mi hijo?). Es interesante que el punto de vista más frecuente en los encuadres
meyerianos sea el lower view: la cámara baja, a la altura de la visión de un crío, mirando hacia las torres de
imponente y pechugona femineidad de sus actrices.

Sin embargo, el punto clave para entender la forma de rodar de Meyer es su paso por la II Guerra
Mundial, que por extraño que suene fue la época más feliz de su vida. Meyer se alistó voluntariamente como
fotógrafo de combate y acabó como sargento en 1944 en la 166º Compañía Fotográfica, una de las más
condecoradas de la guerra. Meyer descubrió allí un talento innato para la composición de imagen, y una
tozudez y perfeccionismo que podría confundirse con valor extremo ante el peligro. Parte de su excelente
metraje de combate se utilizó en películas y documentales posteriores, entre ellas la monumental Patton.

De forma algo más retorcida, la mano de Meyer está también tras Dirty Dozen (Los doce del patíbulo). Russ
y su amigo Charlie Sumners fueron enviados a filmar una extraña prisión poblada por patibularios
exsoldados, en una misión secreta de la que nunca supieron más detalles. Meyer le explicó la historia a E.M.
Nathanson, que la convirtió primero en novela y más adelante en película, dándole a Russ un diez por ciento
de los beneficios como agradecimiento.

Russ perdió la virginidad en Francia gracias al mismísimo Ernest Hemingway, que invitó a algunos
miembros de la 166ª a un burdel local. Un nerviosísimo Russ pidió acostarse con la chica que tuviera los
pechos más grandes: una tal Babette a la que décadas más tarde Meyer dedicaría varias páginas de su
autobiografía recordando cada gemido y cada crujido del colchón.

Su paso por la guerra le moldearía de muchas maneras: no sólo conocería allí a sus más fieles amigos, sino
que el Meyer cineasta planearía sus rodajes como campañas militares. Puntualidad, trabajo duro, ambiente
espartano… Por ejemplo, estaba terminantemente prohibido follar durante el rodaje para conservar las
energías: nunca hay un momento de descanso para el sargento Meyer.

Siempre quise ser fotógrafo de Playboy

“A pesar de sus enormes manos, Russ manejaba la cámara suavemente, como si fuera una amante” Kitten
Natividad

Tras la guerra Meyer trató sin éxito de entrar en Hollywood,


y tuvo que conformarse con filmar aburridos vídeos
industriales de propaganda que influirían extrañamente en su
estilo posterior (por ejemplo, en su manía de incluir
extemporáneas voces en off). Un breve matrimonio
con Betty Valdovinos fue su intento más serio de sentar
cabeza, pero uno de los motivos por los que duró poco
casado fue por el descubrimiento de que fotografiar pin-
ups se le daba extraordinariamente bien.

Empezó retratando a voluptuosas strippers (como la reina


del burlesque Tempest Storm) y a las pin-ups
de revistas como Gent, Frolic y, más adelante, Playboy.
Actrices famosas acabarían posando ante su cámara, aunque
su favorita siempre fue (qué buen gusto tenía el amigo Russ) Anita Ekberg. Fue así como conoció a
la guapísima Eve Turner, que no tardaría en convertirse en Eve Meyer: una mujer
inteligente, voluptuosa y de fuerte carácter con la que Russ conectó enseguida. Juntos formaron un equipo
potentísimo: Eve era una negociadora nata que coprodujo algunas de las mejores películas de Russ bajo el
nombre de Eve Productions. Tras su divorcio amistoso continuaron manteniendo una buena amistad hasta
1977, cuando se interpuso en su camino el peor accidente de la historia de la aviación: la colisión
del Aeropuerto de Los Rodeos, en Tenerife. Un Meyer destrozado (su amigo Charlie Sumners le recuerda
llorando durante horas) hizo grabar sobre la tumba de su ex mujer una última y apropiada declaración de
amor: “Three times a lady”.

Nadie pidió que le devolvieran el dinero  

“Russ not only brings out the breast in women, he brings out the best in women”. Haji

1959. Mientras juega a poker con unos amigotes del ejército, Meyer tiene una idea brillante: convertir a uno
de ellos (un alcohólico con cara de pervertido llamado Bill Teas) en el protagonista de su primera gran
película, la que debería enterrarle en dólares.

The immoral Mr Teas se diferenciaba de cualquier film de su época en que era una película erótica que no se
avergonzaba de serlo. En aquellos años cualquier inclusión de desnudos en una películita de las
llamadas nudie-cuties debía incluir una retorcida justificación argumental y/o una buena ración de moralina.
Las advertencias educativas e inspiradoras sobre los peligros del aborto o el alcohol eran excusas necesarias
para poder incluir escenas de jóvenes guapas y promiscuas, que acababan recibiendo un duro castigo (o
redimiéndose con una boda repentina) al final del metraje… Aunque la excusa más habitual era la filmación
de campamentos nudistas por su presunto valor antropológico, como recuerda Miguel López-Neyra en un
artículo vecino.

En Teas no hay nada de eso: el guión es una


gilipollez (un tipo al que la anestesia de un
dentista le permite ver a todas las mujeres
desnudas, como El hombre con rayos X en los
ojos versión softcore), pero no hay ningún tipo de
justificación, reflexión pseudomoralista ni
castigo final: el ambiente general es de sano
cachondeo lúbrico y desinhibido. Y
aunque Teas haya envejecido fatal (es
completamente inseparable de su época), está
realmente muy bien filmada, con el montaje
entusiasta que se convertiría en habitual en Meyer y una enorme puntería para los encuadres sexys y
provocadores.

Casi nadie creyó durante el cutrísimo rodaje que The inmoral Mr Teas fuera a recaudar un solo dólar, pero
Meyer rió el último: la peli costó apenas 24.000 dólares y recaudó más de un millón y medio en pequeños
cines, convirtiéndose en la primera nudie-cutie comercialmente viable y haciendo nacer todo un género de
películas sesenteras que combinarían comedia y erotismo generalmente ingenuo: las pelis de sexploitation.
Desgraciadamente pocos directores tenían el ojo cinematográfico de Meyer, y lo que más abundó fueron las
pelis tediosas, mal filmadas y con trailers mil veces más interesantes que la película en sí.

Quizá el más divertido de los maestros de la sexploitation fuera David F. Friedman, amigo de Meyer y autor
de inolvidables basuras como El turco lujurioso o Los corruptores. Siempre en la cresta de la ola,
Friedman fue de los primeros en experimentar con el gore (Blood feast) o ese subgénero del porno demente
que haría las delicias de Max Mosley, la Nazi sexploitation, con esa joya trash llamada Ilsa, la loba de las
SS. A diferencia de Meyer, Friedman no se preocupó jamás de hacer buenas películas, pero lo que lo
convierte en un personaje simpático es que nunca se avergonzó de ello: “He filmado películas horrendas,
pero no pido perdón por nada. Nadie pidió que le devolvieran el dinero”.

Mientras tanto, Meyer filmaba una película tras otra, ninguna especialmente notable pero todas a años luz de
la sexploitation del momento: Eve and the handyman (con su esposa Eve y su amigo James Ryan), Wild
Gals of the Naked West (reinterpretada en este curioso vídeo reciente), Europe in the raw…Pero algo
estaba cambiando en el viento y el astuto Russ sería el primero en olerlo.

De los nudie-cuties a los roughies

“En el fondo he hecho lo mismo que DeMille hizo en su día: cortarle la cabeza al protagonista y lanzarlo a
los leones. Lo único nuevo que he añadido son las tetas grandes”. Russ Meyer

Tras el asesinato de Kennedy, la guerra de Vietnam y la confusión del nacimiento del movimiento hippie, el
gran público estaba furioso o desconcertado, y Meyer predijo con acierto que la época de los ingenuos nudie-
cuties había pasado. Era la hora de las roughies: películas eróticas con mucha más violencia, sordidez y
oscuridad… Sin olvidar los meyerianos pechos descomunales.
La estrella elegida para la primera
roughie de Meyer fue
la intimidante Lorna Maitland, la única
actriz que ha trabajado con Meyer y que
sin embargo le odiaba, no está muy claro
por qué. Rodada en apenas dos semanas
en 1963, Lorna sería la primera de las
películas de lo que el crítico Roger
Ebert llamaría más adelante “el periodo
gótico de Meyer”: cuatro films rodados
en blanco y negro y (por primera vez) 35
mm que se convertirían en los más
importantes de su carrera. Cuando se le
preguntaba por qué se había pasado al
melodrama en blanco y negro, el bromista
y mitómano Meyer respondía cada vez
algo diferente: podía ser por inspiración
del neorrealismo italiano de Arroz
Amargo y minutos más tarde porque no tenía presupuesto para filmar en color.

Los planos iniciales de Lorna muestran una carretera que avanza con una implacabilidad más propia de los
raíles de Europa. De repente, un predicador parado en medio de la carretera hace detenerse a la cámara y
suelta un horrendo discurso moralista: “¿sabes a dónde lleva esta carretera? ¡A la perdición!”. Perdámonos
todos, pues, en una confusa historia de mujeres insatisfechas, maridos débiles y exconvictos asesinos, que
mezclaba violentas escenas de violaciones y desnudos con intensos planos dramáticos absurdamente
bergmanianos.

Lorna fue un cartucho de dinamita encendido que Meyer lanzó al mundo: cuando el distribuidor favorito de
Russ la vio por primera vez, masculló: “mierda, ¡vamos a ir todos a la cárcel!”. Sin embargo, Meyer volvió a
nadar en dólares gracias a los autocines, pero despertó en el proceso al dragón de la censura: Lorna fue
perseguida con saña en al menos cuatro estados. Eso no preocupó a Meyer, consciente de que cuanto más
escándalo provocaba una película, más aumentaba su recaudación.

En 1965 se estrenó Mudhoney, “mi homenaje a Las uvas de la ira”, según Meyer. A pesar de ser
una roughie y contar por lo tanto con su ración de sexo y violencia, es muchísimo más divertida
que Lorna, tal vez por contar con una caterva de personajes secundarios que casi parecen descartes
del Freaks de Tod Browning. En Mudhoney aparece, por primera vez con un buen papel, la extrañísima
anciana llamada Princess Livingston, cuyo cloqueo (me resisto a llamarlo risa) se convertirá en presencia
habitual.
La tercera película “gótica” fue protagonizada por una de mis “chicas Meyer” favoritas: la extraterrestre
apodada Haji por motivos poco claros (“vine de visita con mi familia desde otra galaxia, y aterrizamos en
Quebec. Los terrícolas sois gente muy extraña”). Sensual y autoritaria, Haji llena la pantalla en Motor
Psycho, la historia de una banda de moteros violadores hiperviolentos que acabó siendo famosa por ser una
de las primeras películas en mostrar a un veterano traumatizado por la guerra de Vietnam.

Tras Motor Psycho, Meyer tuvo una iluminación: cambiar el sexo de los moteros pero no su actitud criminal.
De una premisa tan simple nació la mejor película de Meyer y una obra maestra indiscutible: Faster,
pussycat! Kill! Kill!

¡Más rápido, gatita! ¡Mata! ¡Mata!

“Como un guante de seda forjado en hierro. Como la cámara de gas… Varla, una tía divertida”. Billie, en
Faster, pussycat!Kill! Kill!

Para el guión de Pussycat Meyer contaría por


primera vez con un escritor magnífico que
rebosaba sarcasmo: Jack Moran, “el hombre
que hablaba usando one-liners”. Alcohólico y
descreído, aceptó trabajar por el salario
mínimo y unas botellas de whisky,
encerrándose en un hotel hasta que hubo
terminado el magnífico guión. Pero para
convertir una película en obra de culto no basta
con un buen guión, hace falta también una
estrella inolvidable. Y Tura Satana, en su
primera y última colaboración con Meyer, lo
fue.

La historia de su vida parece salida de un


guión de Tarantino (que, no por casualidad, se
ha declarado fan suyo). Nació en Hokkaido
con el nombre de Tura Luna Pascual
Yamaguchi, hija de padre japonés-filipino y
madre cheyenne-escocesa-irlandesa: una
mezcla de razas y continentes que dio como
resultado a una mujer guapísima de enormes
pechos y carácter inflamable. Tras un breve
paso por un campo japonés-norteamericano, su familia se estableció en Chicago, donde su vida no resultó
fácil.

Cuando tenía diez años fue violada y apaleada por un grupo de cinco hombres mientras volvía del colegio.
Los violadores no llegaron nunca a juicio, y hubo rumores de que se sobornó a un juez para mantener bocas
cerradas. La pequeña Tura reaccionó aprendiendo aikido y karate para convertirse en una mujer fuerte a la
que no pudiera volver a ocurrirle algo así. Y desde luego, no renunció a buscar venganza: “me prometí a mí
misma que algún día, de alguna manera, ajustaría cuentas con todos ellos”. Dice la leyenda que quince años
más tarde Tura se vengó de ellos uno por uno, revelándoles su identidad sólo después de la paliza de turno:
“no supieron quién era hasta que se lo dije”. Puro Kill Bill cuando Tarantino aún llevaba pañales.

La Tura adolescente lideró una banda de moteras (“éramos un poco delincuentes, pero principalmente
estábamos ahí para asegurarnos de que a ninguna otra chica le pasara lo que a mí”), fue brevemente cantante
de blues, posó desnuda en fotografías para el cómico Harold Lloyd y acabó como bailarina burlesque y
stripper con el nombre de Galatea, la estatua viviente: un nombre apropiado para una mujer escultural. Sus
números de baile eran extraordinarios (es especialmente recordado uno en que hacía acrobacias llevando
tacones altos), y llamaron la atención de un jovencísimo Elvis Presley, al que Tura se ofreció a enseñarle
pasos de baile. Una cosa llevó a la otra y ambos empezaron una tórrida y muy comentada relación que
terminaría cuando Elvis le propuso matrimonio y Tura lo rechazó (aunque se quedó el anillo, chica lista). Por
suerte Elvis no reaccionó como el anterior fan al que Tura rechazó una propuesta de matrimonio, que
minutos después de recibir el “no” se voló la cabeza.

Tura coincidió con Haji en el club The Losers de Los Ángeles, local en que Meyer descubriría a la mayor
parte de sus chicas. En un memorable primer encuentro con Meyer durante el casting de Pussycat, Satana
soltó un “creo que el personaje necesita más pelotas” y recitó algunas frases con tal convencimiento que
Meyer la fichó de inmediato para interpretar a Varla, la líder de la banda de moteras. Acababa de nacer una
versión malvada y trash de la flamígera Emma Peel de Los Vengadores, que comenzaría su andadura
también en 1965 (buen año para las femme fatale). Pussycat juntó a mujeres explosivas: Satana, Haji, la
impresionante Lori Williams… Y la jovencísima e ingenua Susan Bernard, que se pasó todo el rodaje
acompañada de su sobreprotectora madre y aterrorizada por el resto de chicas. Susan (que se convertiría
un año más tarde en la primera playmate judía) no recuerda aquellos días con demasiado cariño, aunque sí
con un comprensible puntito de nostalgia…

Tura modificó el personaje de Varla a su gusto decidiendo su look inolvidable (¡esos guantes de cuero


negro, ese escote kilométrico!), añadiéndole su propio dominio de las artes marciales e improvisando
alguna de las mejores frases de la película. De hecho no se detuvo ahí y pasó la mayor parte del rodaje
sugiriendo planos y situaciones: para el controlador Meyer aquello era intolerable. Frustrada al ver rechazada
una buena idea (filmar las ruedas del coche girando frenéticamente durante un atropellamiento), Tura estuvo
a punto de partirle la cara a Russ y en el último momento golpeó en su lugar una pared, fracturándose la
mano. A regañadientes, Meyer acabaría haciéndole caso: gran parte de la chispa que desprende Pussycat se
debe a la fricción de estas dos fuerzas de la naturaleza.

Ya desde el primer día Tura quiso marcar territorio: cuando le informaron de la regla número uno de los
rodajes meyerianos (“aquí no se folla”) se presentó ante Meyer diciendo “si no hago el amor al menos una
vez al día me pongo de mal humor y no actuaré bien, Russ”. Meyer se ofreció a “ser su semental”, siempre
dispuesto a sacrificarse por sus películas, pero Tura prefirió a un ayudante de cámara al que exprimió durante
todo el rodaje.

La película fracasó en taquilla, pero es una puñetera obra de arte cinematográfico de la que se ha alabado
su montaje eisensteniano o la estética (tanto de las chicas como de la propia película), que quedaría grabada
a fuego en el inconsciente colectivo. Se pueden encontrar rastros de Pussycat en camisetas, posters, flyers,
blogs, nombres de grupos de música, homenajes como el Death Proof de Tarantino o Quiero la cabeza de
Alfredo García, de Peckinpah…

Lenta pero firmemente, Pussycat fue


convirtiéndose en película de culto,
ganando más y más fans en cada
reposición. En 1983, casi veinte años
después del estreno, el divertidísimo
grupo de garage punk The
Cramps (del que soy fan fatal, como
ya explicaré algún día) grabó
una famosísima versión de la
canción principal de Pussycat en el
álbum de su primer directo,
llamado Smell of female en honor del
monólogo inicial de la película.

Meyer no volvió a rodar nunca con


Satana, algo de lo que se arrepentiría
más tarde: era muy difícil convivir con ella durante un rodaje, pero fue precisamente su enfrentamiento lo
que hizo nacer un producto único e irrepetible. Pero lo que necesitaba ahora Meyer, de vuelta en 1965, era
llenar sus maltrechos bolsillos.

Una raya de coca cinematográfica

“Un par de minutos de Meyer y ya sabes que has caído a través de un agujero en el tejido del
universo” Jimmy McDonough
Para reponerse del fracaso comercial de Pussycat, Meyer rodó en apenas cinco días una de sus películas más
absurdas y maníacas, descrita por McDonough como “una raya de coca cinematográfica”. El título ya era
toda una declaración de intenciones: MondoTopless, un falso documental sobre strippers de enormes pechos
que carece de argumento reconocible. Con un montaje atropellado y convulsivo incluso para los estándares
de Meyer, Mondo Topless es una sucesión de viñetas explosivas: bailarinas retozando en el desierto
abrazadas a una radio, strippers saltarinas, metafóricos trenes que se lanzan hacia los espectadores… Para
acabar de hacer la película surrealista, al montador de sonido se le ocurrió eliminar las preguntas del
entrevistador a las strippers, dejando sólo las respuestas y convirtiendo las entrevistas en monólogos
inconexos.

El gran descubrimiento de Mondo Topless es la impresionante Babette Bardot, gigantesca actriz medio


francesa medio sueca con las improbables credenciales de ser la cuarta prima de Brigitte Bardot y haber
posado para Picasso a los quince años. Podéis haceros una idea tanto de Babette como de Mondo
Topless con este magnífico vídeo: imaginad ahora sesenta minutos a este ritmo demencial y entenderéis que
los espectadores de 1966 acabaran extenuados… Aunque la película fue un exitazo de autocine, recaudando
muchísimo más que Pussycat.

Mondo Topless es un buen ejemplo de la influencia que tuvo sobre Meyer filmar documentales industriales
en su juventud: la voz en off que preside la película adopta el mismo tono que en las teletiendas o los No-Do.
O, en palabras de John Waters: “Russ fue un gran cineasta: sabía filmar y editar películas con un estilo
propio. Podías reconocer inmediatamente una película de Russ: filmaba pelis industriales con tetas”.

Un método mucho mejor que el


Stanislavski

“No pretendo ser un artista sensible.


Dame una película en que un coche
atraviesa un escaparate y el conductor
es apuñalado por una rubia tetona
guiada por un músico enano. ¡Las
películas deberían correr como trenes
de alta velocidad!” Russ Meyer

En 1967 Meyer filmaría dos películas


divertidísimas guionizadas por Jack
Moran: Common Law Cabin y Good
Morning… and Goodbye! La primera
es un confuso revoltillo de chicas
dominantes y esculturales, maridos
humillados y un policía psicópata, colisionando durante unas vacaciones paradisíacas. O ese era el plan, al
menos, hasta que por problemas de presupuesto se cambió el escenario inicial (una islita hawaiana) por una
infecta cabaña en medio de la nada cerca del río Colorado, en Arizona. El rodaje fue una pesadilla plagada de
incidentes: barcos que se estropeaban, electrocuciones, peleas y animales salvajes.

Las estrellas de Common Law Cabin son Babette Bardot y Alaina Capri: en este vídeo absolutamente
hilarante podréis comprobar el inimitable estilo de Babette para cortar leña con un puñetero machete:
siempre me río con esta escena aunque la haya visto veinte veces.

Durante el rodaje Russ aplicó una técnica meyeriana de interpretación absolutamente descojonante que
rivaliza con la del mismísimo Stanislavski: justo antes de empezar una escena, Meyer le encargaba a su
lugarteniente George Costello que cogiera a la actriz principal por los hombros y la agitara fuertemente de
un lado a otro. Cuando inmediatamente después del meneo sonaba la claqueta y empezaba la escena, la actriz
estaba “en el humor físico y mental adecuado para transmitir emoción al papel”. Russ ya había intentado
aplicar esta revolucionaria técnica interpretativa en Pussycat, hasta que una mirada asesina de Tura Satana
hizo que renunciase a la idea.

Otra historia que me encanta y que describe perfectamente el ambiente de demencia generalizado durante el
rodaje es la escena en que Babette debía girarse de repente y golpear a un actor con un bolso. El problema
fue que al girarse a destiempo abofeteó al actor en plena cara con una de sus enormes tetas en lugar de con la
bolsa: “¡corten!”, gritó Meyer, “¡no hace falta repetir la escena, ha quedado perfecta!”

Good Morning… and Goodbye tuvo también a Alaina Capri como protagonista femenina, pero si resulta
especialmente memorable es por la aparición de Haji en un papel hecho a su medida: la Catalista, una mujer
mística y salvaje rodeada de animales y apenas vestida con hojas y flores, que ayuda al protagonista a
recuperar su virilidad perdida. Falta le hacía: tanto el personaje como el actor sufrieron todo tipo de
desgracias. Prestad atención por ejemplo a la escena en que el protagonista es capturado por el típico lazo-
trampa que le suspende boca abajo por los tobillos: los gritos de dolor del actor son absolutamente reales, ya
que la cuerda demasiado fina y tensa por poco le partió en dos.

¿Es una mujer? ¿O un animal?

“Russ era un fetichista. Siempre se hacía el macho, pero estaba obsesionado con las tetas. Apenas podía
hablar de nada más que de tetas… ¡Pero poca gente convierte su fetiche en un género
cinematográfico!” John Waters

Echad un vistazo a esta belleza morena de mirada despierta y cejas prominentes: su nombre es Erica
Gavin, y a pesar de tener pechos pequeños para los estándares meyerianos, Russ la contrató para su nueva
película con el razonamiento algo peregrino de que su talla ligeramente-menor-que-titánica haría que las
mujeres del público se identificaran más fácilmente con ella. Russ se proponía subir la apuesta del softcore:
si en películas “serias” como Blow Up se mostraban escenas lésbicas sin recato, la próxima peli de Meyer
tenía que ir más allá… Y caray si lo consiguió.

En Vixen, anunciada con el infame slogan “¿Es una mujer o un animal?“, hay lesbianismo, sexo interracial
(bien poco frecuente en aquellos años), incesto entre hermanos y una especie de provocadora felación a un
pez (!). Erica Gavin resulta involvidable como la hipersexual y salvaje Vixen, un personaje difícil que
empieza siendo racista hasta llegar a la concordia de los pueblos a través del sexo (ríete tú del olimpismo).

En particular la escena lésbica resulta muy


tórrida y excitante: a pesar de que a Erica
Gavin le daba muchísimo miedo y vergüenza,
finalmente logró abstraerse y actuar con una
naturalidad y un abandono increíbles.
Terminada la escena, Meyer gritó: “¡Corten!
Voy a cambiarme los pantalones”. No era para
menos: la cara de placer de Gavin es lo
suficientemente memorable como para que se
hayan impreso posters y camisetas con ella (yo
tengo una de Annexia).

Es probable que Meyer se enamoriscase de


Erica Gavin, aunque como el niño que tira de
las coletas a la chica que le gusta, sólo supiese
demostrarlo siendo especialmente duro con
ella en los rodajes. Con ello sólo consiguió
echarla en los brazos de su mano derecha
George Costello (sí, el que se encargaba de
“agitar” a las actrices en Common Law
Cabin), que la consolaba con tal vez
demasiado cariño. Costello y Meyer
rompieron cualquier contacto durante treinta años después de Vixen, y Erica Gavin nunca acabó de recuperar
completamente la confianza de Russ: participaría en alguna otra película, pero acabó cayendo en la anorexia,
las drogas duras y el alcohol. Russ le ayudó de vez en cuando con dinero y algún que otro enchufe, hasta que
Erica sentó cabeza trabajando en una tienda de ropa de West Hollywood que acabaría regentando. A John
Waters siempre le hizo gracia imaginarse a los clientes de la pijísima tienda atendidos amablemente por una
guapa señorita, sin preguntarse en ningún momento: “¿Es una mujer o un animal?”

I was glad to do it

“Los moralistas y censores son los mejores publicistas del pornógrafo”. Russ Meyer
Vixen costó 68.000 dólares y recaudó más de veintiocho millones: el mayor éxito de la carrera de Meyer. Por
desgracia, su popularidad la convirtió en el blanco perfecto para quienes abogaban por la prohibición de la
pornografía, y los caminos de Russ Meyer y Charles Keating se cruzaron por primera vez.

Keating es un personaje complejo, apasionante y perfectamente hostiable. Abogado, atleta, banquero y


defensor de las bondades de la erradicación de la pornografía, Keating mantuvo durante décadas una cruzada
moral que le enfrentó a cara de perro con Russ Meyer o Larry Flynt: algunos recordaréis a Keating con la
cara de James Cromwell en El escándalo de Larry Flynt. Como ocurre a menudo con muchos moralistas,
parecía sentir una morbosa fascinación por la misma pornografía que intentaba prohibir: en sus oficinas
conservaba decenas de revistas eróticas para mostrar a los escépticos la gravedad del “drama de la
pornografía”, y sus descripciones resultaban siempre un poco demasiado vívidas y detalladas.

El día del estreno de Vixen en Cincinatti Keating logró que la policía detuviera la proyección e interviniera
todas las copias, y la batalla legal subsiguiente fue un fracaso para Meyer: aún hoy en día está oficialmente
prohibido proyectar Vixen en Ohio (la última vez que se intentó fue en 1984). Keating y Meyer se
convirtieron en Moriarty y Sherlock, chocando en decenas de ocasiones y haciendo saltar chispas en cada
encuentro. En su rifirafe más famoso, Keating afirmó que Meyer había hecho más que nadie para dinamitar
la moralidad de la nación, y Meyer respondió: “I was glad to do it” (“lo hice con mucho gusto”), frase
contundente que se convirtió en literalmente lapidaria años más tarde, cuando fue incluida como epitafio en
su tumba.

Confieso que considero a Keating un tipo despreciable. Para empezar, por esta famosa frase suya: “se pueden
consultar expertos y realizar estudios, pero el hecho de que la obscenidad corrompe yace en el sentido
común, la razón y la lógica de todo hombre”. Que se emplee el “sentido común” como argumento me hace
llevar la mano a la pistola: odio esa paupérrima (y cada vez más frecuente) argumentación que apela al
sentimentalismo vacío y al prejuicio disfrazándolos de lógica.

Keating acabó pasando cuatro años en la cárcel por fraude y estafa: un sucio asunto con sobornos y agencias
de rating que hizo perder sus ahorros a miles de personas. Y no puedo resistirme a comentar la ironía
definitiva sobre el mayor perseguidor de Meyer: cuando Keating cayó en desgracia se descubrió que le
gustaban tanto las tetas grandes como para haberle pagado un aumento mamario a doce de sus secretarias. La
noticia le hizo mucha gracia a Russ,
que incluyó en su autobiografía
recortes de prensa sobre la caída de
Keating acompañados de un
sarcástico: “Et tu, Charlie?”.

Con censura o sin ella,un Meyer en


racha estrenó en 1969 Cherry, Harry y
Raquel, notable no tanto por el papel
de la antipática Linda Ashton sino por marcar la primera colaboración importante de Charles Napier con
Meyer: con su mandíbula firme, sonrisa psicopática y actitud criminal Napier representa la quintaesencia
del macho meyeriano (todos los hombres de Meyer son impotentes o asesinos: Napier será ambas cosas).
Esa primera película por poco se convirtió en la última de su vida: en una escena en que un personaje tenía
que disparar a Napier, Meyer descubrió que no quedaban balas de fogueo y le indicó a un técnico que
fabricara una a lo McGyver, sustituyendo la pólvora de una bala por papel higiénico y chicle mascado. El
disparo con la cutre-bala trucada le agujereó el hombro a un sacrificado Napier cuyos gritos de dolor en esa
escena son absolutamente reales.

Pero fue otra escena a priori más inofensiva la que puso en peligro la película: Charles
Napier desenterrando lujuriosamente a una Linda Ashton desnuda y cubierta por la arena.
Desgraciadamente Linda se llevó la impresión de que Russ aprovechaba el teleobjetivo de la cámara para
filmarle las partes íntimas, lo que no entraba en su contrato. Ashton se equivocaba (Meyer era fetichista de
los pechos, no de los coños), pero no hubo forma de convencerla: se cabreó y se fue del set rompiendo su
contrato, lo que dejó la película corta de metraje.

La solución que encontró Russ fue memorablemente surreal: incluir a su amante, la inolvidable
vikinga Uschi Digard, en el papel de Soul, “un personaje simbólico que añadirá un aire de misticismo a la
película”. Planos completamente absurdos de Uschi galopando por el desierto vestida sólo con un tocado
indio, o posando sobre el capó de un coche, o golpeando el agua de una piscina con una raqueta de tenis.
Uno de estos surrealistas retablos es una imagen icónica de una extraña belleza: Russ en una piscina
hablando por teléfono acompañado de una atómica Digard amenazadoramente inclinada sobre una copa de
champagne…

Un Meyer en racha convirtió esta extrañísima película en otro exitazo que mereció buenas críticas y un
artículo en el Wall Street Journal alabando sus películas y comentando que ingresaban cuarenta veces su
coste… Un récord sólo igualado anteriormente por Lo que el viento se llevó.

El negro esperma de la venganza

“Mis películas pueden tomarse a dos niveles: como parodias o completamente en serio. Supongo que son
ambas cosas”. Russ Meyer

A finales de los sesenta la Fox necesitaba desesperadamente un taquillazo. La escritora Jacqueline Susann,


autora de la novela en que se basó Valley of the dolls, trataba de encontrar sin mucho éxito un tratamiento
adecuado para la secuela, que iba a llamarse, en un rapto de originalidad, Beyond the valley of the dolls. Y
en ese momento, inspirados por el artículo del Wall Street Journal, a dos ejecutivos de la Fox se les
cortocircuitó el cerebro y se les ocurrió contratar al mismísimo “Rey de los desnudos” para filmar la película,
concediéndole un millón de dólares de presupuesto. Ofendida, Susann empezó un larguísimo pleito que
ganaría después de muerta, como el Cid, pero demasiado tarde para impedir la filmación.
Entra en escena Roger Ebert: el crítico de cine más respetado de Estados Unidos, ganador del primer
Pulitzer concedido a un trabajo de crítica cinematográfica y gemelo perdido de Juan Manuel de
Prada (como puede apreciarse por ejemplo en esta curiosa fotografía). A finales de los sesenta un
primerizo Ebert había hecho amistad con Meyer, que fue su mentor, figura paterna y compañero de juergas.
Un crítico gafapasta y un pornógrafo, una extraña pareja con intereses comunes: en palabras de Russ, “Roger
está absolutamente poseído por la pasión por las tetas”… Le dijo la sartén al cazo.

Cuando recibió el sorprendente encargo de la Fox, un exultante Meyer le encargó a Ebert la escritura del
guión. Meyer sabía reconocer y explotar el zeitgeist del momento, así que decidió que la película tenía que
empaparse del espíritu hippie de amor libre y salpimentarse con violencia extrema al eco de los crímenes de
la familia Manson. El hecho de que ni Meyer ni Ebert tuvieran ni la menor idea sobre rock, el hippismo o la
cultura de la droga no les detuvo: en una memorable huida hacia adelante, decidieron que lo que no supieran,
se lo inventarían, pariendo un engendro con personajes vagamente basados en Phil Spector o Muhammad
Alí.

Sin interferencias del estudio, Meyer y Ebert pudieron hacer todo lo que se les pasara por la cabeza, “como si
dos locos se hubieran fugado del manicomio y se hubieran puesto al mando”, en palabras del propio Ebert.
Meyer reunió un casting de decenas de mujeres pechugonas, como se muestra en este trailer
impagable homenajeado en el Phantom of the Paradise de De Palma: es imposible verlo y no cogerle cariño
a Russ.
El secreto de la película es que Meyer daba indicaciones a los actores con una cara totalmente seria, como si
estuviera dirigiendo el mayor drama jamás filmado. El humor ya estaba presente en el guión de Ebert, no
hacían falta actores graciosillos haciendo muecas cual Jim Carrey en Ace Ventura. Esto llevó a que los
actores recitasen sus psicotrónicos diálogos con una seriedad shakesperiana que los convirtió en mucho más
divertidos, con frases inolvidables como “¡beberás el negro esperma de mi venganza!” o “esta es mi fiesta y
me está acojonando” (queda mejor en inglés: “¡this is my happening and it freaks me out!”, no me han
faltado ocasiones para gritarla a pleno pulmón).

Meyer se pasó tres meses montando la película y eliminando todo lo que consideró superfluo: el resultado es
un ritmo demencialmente rápido de planos y contraplanos con diálogos velocísimos y mutilados: da igual
que se pierda el sentido si se mantiene a cambio el ritmo. “Corta, corta, corta, corta: un ritmo castigador que
vapulee al público”: así describió Meyer su estilo de montaje-ametralladora, en ninguna película tan evidente
como en Beyond the Valley of the Dolls.

Tras el estreno (complicado al recibir la película una injusta clasificación X) miles de desprevenidos
espectadores se preguntaron al unísono: “¿pero qué coño es esto?”: hoy lo llamaríamos un WTF en toda
regla. Meyer y Ebert acababan de parir una parodia musical-sexual demente con toques de terror: un género
que no encontraría equivalente hasta que Tim Curry se puso medias y tacones en The Rocky Horror Picture
Show. Podría decirse que Dolls tiene un cierto espíritu Rocky cinco años antes de Rocky: es en cierto modo
sorprendente que en los pases de la película no aparezca gente disfrazada. Dolls se convirtió en peli de
culto, reestrenada a menudo y mil veces homenajeada, por ejemplo en la saga del Austin Powers de Mike
Myers o en este famoso videoclip de The Pipettes.

Las críticas fueron otra historia: para Variety fue “tan divertida como un orfanato en llamas”, y Keating pidió
el arresto y encarcelamiento inmediato de Meyer. Russ reía a carcajadas, pero Roger Ebert recibió una
amenaza de su jefe en el Sun-Times: o seguía como crítico o se metía a guionista de animaladas. Ebert optó
por la seguridad laboral y se convirtió, como decíamos, en el mejor crítico de cine de los USA.

Una consecuencia inesperada de Beyond the valley of the dolls fue la boda de Meyer con Edy Williams,
protagonista de la película. No fue un matrimonio feliz: a ella le gustaba el lujo y él era austero y espartano;
ella quería protagonizar todas las pelis de Meyer y él ir cambiando de chicas… Ambos trazaron planes para
que Edy protagonizara una sexploitation ambientada en una república bananera, pero tanto el proyecto
como el matrimonio acabarían yéndose a pique: el rey Midas estaba a punto de perder (momentáneamente)
su toque.

Meyer siempre había reaccionado con rabia ante cualquier sugerencia de que debería abandonar las pelis de
tetas y autocine para dar el salto a películas “serias”, pero finalmente se dejó convencer por la Fox para
adaptar una novela de Irving Wallace llamada The seven minutes. Sobre el papel la historia tenía garra:
abordaba el tema de la censura dándole a Meyer oportunidad de lanzar unas cuantas pullas a Keating, su
bestia negra… Pero el estudio no le concedió la libertad absoluta de que había disfrutado en Dolls, y le ató en
corto para que a la película no volviera a caerle una clasificación X. El resultado fue una peli aburrida y
perfectamente olvidable que pinchó en crítica y taquilla.

Un sobresaltado Meyer encadenó otro fracaso poco después: su único intento de filmar un cruce
entre blaxploitation y película de época, un engendro llamado Blacksnake que sólo salvan Anouska
Hempel manejando el látigo y David Prowse años antes de convertirse en Darth Vader.

El asesinato del correcaminos

“Somos todas dibujos animados, todas y cada una de nosotras. “De dibujos animados” no significa “falso”,
solamente “más grande que la vida””. Raven De La Croix

Para recuperar su entusiasmo, Meyer quiso volver a sus orígenes y rodar una película exagerada, erótica y
tetona, rodeado de sus actrices fetiche (Uschi Digard, Haji), sus últimos descubrimientos (como la
hermosa Shari Eubank) y su amigo Charles Napier. El resultado fue Supervixens, un exitazo comercial y
una película marciana y casi perfecta a pesar de su guión absurdo.
La escena más famosa de Supervixens es el brutal asesinato de SuperAngel por Harry Sledge (Napier), un
policía psicópata que no se toma muy bien un ataque de impotencia. Tan gráfico y exagerado es el crimen
que puede verse como un inesperado momento gore o como una sátira sobre la violencia: toda la película
oscila entre la comedia erótica, el thriller y los dibujos animados de carne y hueso (segundos antes de la
explosión que mata a un personaje se oye el “bip bip!” del Correcaminos). En 1974 Charles Napier vivía en
un trailer, a un paso de convertirse en white trash. Un año más tarde, tras el éxito de Supervixens, recibió una
llamada de Alfred Hitchcock, encantado con la brutalidad cruda de la escena del asesinato: Napier salió de
su entrevista con un cheque de 5000 dólares y un contrato en el bolsillo.

Una discusión de Meyer con Edy Williams les dejó sin chica para el clímax en el desierto, así que Russ
decidió volver a utilizar a Shari Eubank, cuyo personaje había sido apuñalado, pisoteado y electrocutado en
una bañera. Meyer le pidió consejo a Ebert, que le sugirió en un arranque de surrealismo que llevara la
bañera a la cima de una montaña y filmase a Shari resucitando al ritmo de Así habló Zaratustra. Meyer llegó
a filmar la escena (pidiendo ayuda a seis camioneros que llevaran la bañera a hombros, como un paso de
Semana Santa), pero finalmente no llegó a utilizarla y optó por usar a la misma actriz interpretando a un
personaje diferente pero idéntico, en una jugada como mínimo confusa. Qué más da.
Sorprende el contraste entre la genialidad de Supervixens y el poco brillo de Up!, rodada en un año más
tarde. Es una película extraña, en que no se encuentran muchas marcas de fábrica de Meyer, y resulta
divertida tan sólo como única incursión meyeriana en el campo de las perversiones sexuales (algo insólito en
alguien que no distinguía entre felación y cunnilingus). Tal vez la mano de Ebert, que participó en el guión,
se deje ver por ahí… De cualquier manera, Up! es una mezcla sin sentido de gigantescos dildos,
persecuciones, violaciones y Adolf Hitler recitando monólogos en alemán sin subtitular mientras recibe
latigazos: la pobre Raven De La Croix hubiera merecido mejor suerte en su única colaboración con Meyer.

Up! no triunfó ni de lejos tanto como Supervixens, pero a Meyer no le preocupó, absorbido como estaba por
su nuevo proyecto: filmar a los Sex Pistols. Sí, a los Sex Pistols.

¿Mató Russ Meyer a Bambi?

“Odié a Russ Meyer desde el primer momento en que le vi: un viejo senil, agobiante y gilipollas”. Johnny
Rotten

La idea de juntar agua y aceite, Meyer y


Pistols, fue del visionario Malcolm
McLaren, que preparaba el desembarco
de Sid Vicious y compañía en los
Estados Unidos y quiso abrirles paso con
una especie de A Hard Day’s Night pero
en punk.

Al recibir el encargo, un ilusionado


Meyer le pidió un tratamiento a Roger
Ebert: el resultado fue un guión
simbólico a varios niveles que
puede leerse aquí y que incluye entre
otras cosas un rockero llamado M.J.
(¿Mick Jagger?) que mata ciervos por
deporte y da título a la película: ¿Quién
mató a Bambi?

Desgraciadamente, el proyecto empezó a


irse a la mierda nada más arrancar. Como
era previsible, el estilo de rodaje militar
de Meyer chocó frontalmente con la
anarquía vital de los Pistols, que cuando
no se presentaban borrachos simplemente desaparecían o la liaban parda entre bastidores… O se negaban a
rodar alguna escena: Sid Vicious tenía que acostarse con su madre (papel para el que Meyer había fichado a
la mismísima Marianne Faithfull) y luego compartir con ella una jeringa de heroína. Vicious se negó: “no
me importa follarme a mi madre, pero… ¿Chutarme con ella? Olvídalo”. El único que se llevó mínimamente
bien con Meyer fue Sid Vicious, por el que Russ desarrolló una cierta ternura: una noche le vio hambriento y
decidió llenarle la nevera con “dos packs de seis cervezas y unas latas de cerdo con alubias”.

Mal que bien la película avanzaba, pero al cabo de unas semanas desapareció la financiación y el proyecto
acabó de hundirse, con tan sólo algunas escenas filmadas que aparecerían años más tarde en The Great Rock
and Roll Swindle o el documental The Filth and the Fury. ¿Qué hubiera pasado si el rodaje hubiera
terminado con éxito? Bueno, según Meyer, si se hubiera filmado ¿Quién mató a Bambi? Sid Vicious aún
seguiría vivo.

Una última carta de amor

“Al intercambio mutuo de maravillosos fluidos corporales” Placa en casa de Russ Meyer

La fracasada experiencia con los Sex Pistols dejó mal sabor de boca a Meyer, que quiso volver a proyectos
propios cada vez más deshilvanados, en particular la algo más explícita de lo habitual Beneath the valley of
the Ultravixens. La película es en realidad una carta de amor a Kitten Natividad, quizá la más dulce y
adorable de todas las “chicas Meyer” y su pareja durante muchos años. Por lo demás, Ultravixens es también
interesante porque aparece por primera y única vez June Mack, una inmensa dominatrix negra que
fascinó especialmente a Roger Ebert.

Después de Ultravixens, Meyer dejó de rodar películas y se dedicó a escribir su autobiografía (A clean


breast, un libro-mamut de 1213 páginas) y a irse alejando progresivamente de la realidad y la cordura. No
supo (o no quiso) adaptarse a los nuevos tiempos de la pornografía explícita y masiva: el auge del porno
devoró el terreno de la insinuación softcore en que Meyer se sentía cómodo. El escritor David K. Frasier,
que colaboró en la escritura de A clean breast y publicó Russ Meyer, the life and films, fue uno de sus
amigos más cercanos durante esa época, y en este interesante artículo repasa los últimos años de Meyer.

Es fascinante oírle hablar de su casa-santuario en Arrowhead Drive, llena de recuerdos y posters de sus


películas; una mansión-museo por lo demás espartana que se hizo famosa por un artículo-guía de Los
Ángeles publicado por John Waters en la Rolling Stone (y que le costó la amistad con Meyer, a quien no le
gustó nada que empezaran a aparecer fans en su casa). En lo personal, tras la dulzura de Kitten Natividad,
Meyer no encontró ninguna mujer con la que envejecer tranquilamente: Melissa Mounds, una de sus últimas
amantes, le atacó con un martíllo mientras dormía.

En un proceso minuciosamente narrado en el último y tristísimo capítulo de Big Bosoms and Square Jaws,
un Meyer afectado por el Alzheimer fue aislándose cada vez más de los suyos, dominado (hay quien dice que
con mala fe) por su secretaria y administradora Janice Cowart. Tras su muerte en 2004, Janice y Julio
Dottavio (el antiguo jardinero de Meyer) se hicieron cargo de su patrimonio y gestionan actualmente la
criticada empresa RM Films International. Incomprensiblemente, más allá de una web cutre en la que se
venden los DVDs de las películas a precios caros y sin apenas extras, la empresa no está promocionando la
obra de Meyer: ni Blu-Rays, ni remasterizaciones, ni promoción de material poco conocido, ni un triste
museo dedicado a su memoria (¿qué sentido tiene no aprovechar la memorabilia de Arrowhead Drive?). Por
suerte las películas más famosas pueden conseguirse por otras vías, pero hay material original que corre
riesgo de perderse.

Pero quisiera terminar este monográfico con una frase optimista: el sentido del humor, pasión y alegría de
vivir de Meyer lo merecen. Dijo McDonough: “La visión del mundo de Meyer y su ansia por la vida
influenciaron mi escritura y mi forma de ser. Hay quien tiene de referencia a Dios, la familia, la política o las
drogas: yo me quedo con Meyer y todos sus defectos”. Vaya pues un brindis por Russ desde aquí: donde
quiera que esté ahora, espero que sus ángeles (o demonios) tengan grandes tetas.
Russ Meyer, el rey de la Serie B
    11/30/2010

Vamos a dedicar este editorial al rey del softcore, al hombre que perdía la compostura cuando veía una mujer
con inmensas tetas, al voyeur que nos abrió las puertas del infierno a muchos de nosotros, al erotómano que
nos trajo a Tura Satana, Kitten Natividad, Sharon Kelly, Haji o Raven de la Croix entre otras, todas ellas
mujeres macizas y violentas que llenaron (nunca mejor dicho) con sus inmensos encantos naturales todas las
películas de este señor, en definitiva, al creador de un estilo de cine que sigue sorprendiendo, aún hoy en día,
por su frescura, originalidad y descaro. Vamos a sumergirnos en una de las mentes más viciosas, maliciosas y
geniales que nos ha dado, el mal llamado, cine de serie B. Pasen y vean.
Russell Albion Meyer nació el 21 de Marzo de 1922 en San Leandro (California), su padre William Arthur
Meyer, de profesión policía, su madre Lucinda Hank Howe, de profesión enfermera, ya estaban separados
cuando el pequeño Russ vio la luz por primera vez. Desde pequeño ya demostraba una afición natural por la
fotografía y el cine, por lo que a los catorce años le regalan su primera cámara de cine, a partir de ese
momento todo lo que rodea al chaval es filmado y clasificado en un primer, e involuntario, acto de
voyeurismo, afición que a la postre le haría famoso años después.
A raíz del bombardeo Japonés a Pearl Harbour, Estados Unidos esta en guerra y nuestro joven amigo se alista
en el ejército como cámara, lo que le permite adquirir una completa formación cinematográfica. Al acabar su
formación es enviado al frente y sigue el avance, entre otros, de los generales Omar Bradley y del famoso
George S. Patton, hasta que rueda en Paris la entrada del general Lecler en el día de la liberación, años
después algunas de esas escenas salen en la película “Patton (1970)” dirigida por Franklin J. Schaeffner y
protagonizada por George C. Scott. Durante esa época conoce a un joven Hemingway que lo lleva a un
burdel y consigue que nuestro protagonista pierda su virginidad, anécdotas como esta quedaron grabadas a
fuego en el cerebro de Russ y por eso, siempre que tenía ocasión, rememoraba esos tiempos con deleite y
fruición.

Después de licenciarse, trabaja como representante para Kodak y en 1946 se coloca como documentalista
en Gene Walker Productions, los siguientes años los dedica a rodar diferentes fábricas, astilleros y un largo
etcétera de industrias norteamericanas. En 1950 la vida de Russ esta a punto de dar un vuelco, dos
acontecimientos importantes en la vida de nuestro amigo le permiten entrar en la recién estrenada década de
los 50 con nuevos brios, por un lado entra a trabajar como fotógrafo de desnudos para una empresa de
reciente creación: Playboy. Paralelamente conoce a Eve Turner que pronto se convierte en su esposa, esta
relación, tanto sentimental como profesional, crea los cimientos para el crecimiento como cineasta y
empresario de Meyer. La relación marital perdura durante doce años pero la profesional se alarga hasta la
década de los 70.

Pero vamos paso a paso, en el año 1950 Russ había rodado una película de bajo presupuesto titulada “The
French Pep Show”, cuentan los más viejos del lugar que la peli es una sucesión de actuaciones de bailarinas
exóticas, a cada cual más excitante y caliente (me muero por verla, aunque creo que eso es imposible).
Sus trabajos para Playboy y otras revistas de la época pronto adquieren relevancia y su objetivo atrapa a las
más bellas actrices y pin-ups del momento, Gina Lollobrigida, Jayne Mansfield, Joan Collins, Mamie
Van Doren, Tempest Storm y otras muchas son inmortalizadas en sus fotografías, su fama crece como la
espuma. En sus ratos libres intenta trabajar en la industria del cine, consiguiendo pequeños trabajos, sin
acreditar, como foto fija en películas como “Gigante” de George Stevens o “Ellos y ellas” de Joseph L.
Mankiewicz, también participa como operador en algunas series televisivas.

El año 1959 lo celebra rodando la película “The Immoral Mr. Teas”, con un mínimo de guión, la película es
un desfase de ideas, cercano a la locura, mezclado con muchas mujeres semi-desnudas retozando divertidas
delante de la cámara. La película no tiene dialogo, todo el nexo de unión se consigue con una voz en off que
narra las aventuras de Mr. Teas con un estilo serio y académico, que por supuesto chirría, como los frenos de
un coche fuera de control, con las alucinadas imágenes que estamos viendo en pantalla. Este film es un
estupendo aperitivo, divertido e irreverente, que anticipa muchas de las obsesiones que posteriormente
Meyer plasmaría tan acertadamente en el resto de su producción artística.

La década de los 60 la inicia montando con su mujer la productora Eve Productions Inc., de todas maneras,
creo que por hoy es suficiente, en la segunda parte de este artículo nos adentraremos en la época más
divertida y salvaje de este director.

Un saludo.
Publicado por rawpower63 Publicado el 30 noviembre 2010

Hoy nos separamos un poco de los géneros cinematográficos que habitualmente ocupan estas páginas, pues
recupero un artículo dedicado al maestro del erotismo más loco y extremo (que algunos denominan softcore),
un hombre con una personalidad única que creó un cine especial y sumamente adictivo transcendiendo los
limites pre-establecidos, y, por lo tanto, regalándonos una obra verdaderamente interesante. Me estoy
refiriendo, como no, a Russ Meyer, y el post de hoy es la segunda parte de su biografía (puedes leer la
primera siguiendo este link: Russ Meyer: El rey de la serie B). Ya vale de introducción, vamos al lío: La
década de los sesenta fue para nuestro protagonista un estallido de creatividad, hasta un total de dieciséis
películas fueron estrenadas y muchas de ellas se convirtieron en films de culto en muy poco tiempo. Russ
estaba en el cenit de su trayectoria profesional y no tenía tiempo que perder. Vamos por partes.
Inicia la década con un corto de 10 minutos titulado The Naked Camera (1961), poco después se embarca en
el film Eve and the Handyman (1961), está película, protagonizada por su mujer Eve Meyer (ella sola se
encarga de casi todos los papeles femeninos) y Anthony-James Ryan, se estreno en mayo de ese mismo
año, a pesar de ser una película bastante curiosa, llena de continuos gags absurdos y colores agresivos el film
carece de ritmo y agilidad, siendo el éxito menor que el obtenido con su anterior largometraje. Después de
descartar algunos proyectos rueda Erotica aka Eroticon (1961), film de secuencias (un total de seis), que
narra (con voz en off) unas historias absurdas, todas ellas aderezadas con multitud de escenas de desnudos.
Puede decirse que es un experimento cinematográfico algo fallido pero muy entretenido.

Meyer tiene cada vez más claro sus objetivos pero su siguiente film es un pequeño tropiezo. Wild Gals of the
Naked West (1962), es una película del oeste, eso sí, bajo el prisma de Meyer, una borrachera de chistes,
golpes, encontronazos y desnudos femeninos que no acaba de cuajar, haciéndose por momentos realmente
pesada. Su siguiente largometraje, entre medio había rodado un corto titulado Skyscrappers and Brassieres,
es Europe in the Raw (1963), seudo-documental sobre los barrios calientes de ciertas ciudades europeas, el
film es una sucesión de filmaciones de actuaciones picantes con bailarinas de origen americano, comentarios
con voz en off y bastante coña entre medio. Del mismo año es Heavenly Bodies, trabajo que pretendía
descubrir al gran público los entresijos de la industria fotográfica sexual del momento.

Los tiempos están cambiando, que diría un conocido cantante, Meyer siempre con ojo avizor se da cuenta,
sus films dan un giro espectacular, el tono es más duro y salvaje, el fruto de este cambio se traduce en dos
películas muy importantes en la trayectoria del director.
La primera de ellas es Lorna (1964). Rodada en blanco y negro, con un guión más denso y dramático que en
obras anteriores que unido al entorno rural y solitario donde transcurre, dotan a la película del efecto de un
puñetazo en pleno plexo solar. Interpretada por Lorna Maitland, un tsunami de mujer con unos pechos que
amenazan con salir de la pantalla cada pocos minutos, su personaje provoca toda la acción del film, alrededor
de ella la violencia explota con la contundencia de una granada, la moral es resquebrajada sin piedad (el
personaje del predicador es impagable), el sexo es omnipresente y la tragedia final se masca como el mejor
de los chicles, Meyer se supera y su mezcla de erotismo, sexo y violencia crea escuela, a partir de ese
momento nada será lo mismo.

Russ se da un respiro con Fanny Hill: Memoirs of a Woman of Pleasure (1964), para en el año 1965 volver al
ataque con el largometraje Mudhoney. La película, basada en la novela Streets Paved With
Gold de Raymond Friday Locke, es una vuelta de tuerca a Lorna, superándola en mala leche y
contundencia el film significa para el director ir un paso más allá en el intento de plasmar en celuloide su
peculiar visión del mundo real.

Nuestro amigo Meyer esta pleno éxtasis creativo, Lorna y Mudhoney suponían un paso importante en su


carrera, pero el director quería ir más allá, quería que sus películas fueran más impactantes, duras y
descarnadas, el recurso que utilizó para lograr su objetivo fue la violencia con el componente sexual aun más
acentuado.
Con esa idea en la cabeza Russ se embarca en el rodaje de Motorpsycho (1965). Este film narra las
peripecias de tres motoristas, que a ritmo de Rock & Roll, van repartiendo palizas y violando a cualquier
chica que se cruce en su camino, precursora de las biker-movies (films con moteros, violencia y rock & roll
en perfecta combustión), Motorpsycho se nutre de las noticias que generaban continuamente los Ángeles del
Infierno en los medios de comunicación a partir del año 1965, Meyer se inspira en estos modernos vaqueros,
que asolaban las carreteras americanas con sus rugientes y relucientes máquinas, para producir un film en el
que la violencia aflora con naturalidad, sin tapujos, simplemente está ahí y se muestra con toda su
majestuosidad. Fue una producción muy barata (más o menos sobre los 38.000 $), los ingresos generados
sustanciosos y el director se lanzó de cabeza a un nuevo proyecto, un proyecto que generó la que,
probablemente, sea la película más importante y emblemática de toda su carrera: Faster, Pussycat!! Kill!
Kill! (1966).

Faster, Pussycat!! Kill! Kill! (1966) es un film de culto sin ninguna duda 
Rodada en blanco y negro en el desierto de Mojave, la película lleva a su máxima expresión toda la
parafernalia habitual de Meyer, sustituyendo los tres moteros de su anterior film por tres supermujeres
embarcadas en una lucha a muerte contra la explotación masculina, el director consigue realizar un film
100% efectivo, divertido y, sobre todo, influyente, influencia detectable en muchos directores posteriores
como John Waters o Quentin Tarantino entre otros. Las tres protagonistas son Rosi, interpretada
por Haji, actriz que ya había destacado notablemente en Motorpsycho, Varla interpretado por una
increíble Tura Satana que, vestida completamente de negro, se encarga de dar vida a una supermujer
bisexual y dominante y, por último Billie, interpretada por Lori Williams que da vida a una ninfómana muy,
pero que muy, caprichosa. El Film es poderoso, los diálogos brutales, el

montaje es rápido y trepidante, la sucesión de escenas de acción no dan lugar a respiro alguno, la banda
sonora complementa perfectamente toda la acción y por encima de todo sus tres protagonistas exudando
sexualidad por todos los poros de su cuerpo (curiosamente en la película de Russ más vacía de desnudos) que
logran con sus interpretaciones elevar el tono general de film. Capítulo aparte merece Tura Satana, su
personaje queda grabado a fuego en nuestras retinas, muchos la consideran la supermujer Meyer por
excelencia y no voy a ser yo el que los contradiga. Podéis ver el trailer en este link: Faster, Pussycat!! Kill!
Kill!

Russ se toma un respiro después de estos dos films tan contundentes, rueda Mondo Topless (1966), falso
documental sobre las bailarinas exóticas. El material rodado no tiene desperdicio, acompañado por una
excelente banda sonora de Rock & Roll instrumental, las chicas bailan y se contonean con descaro, una voz
en off nos presenta a las chicas y sus características principales. Ellas también tienen su cuota de dialogo,
hacen comentarios picantes y nos dan su opinión sobre el sexo, los hombres, nos desvelan sus medidas y se
lo pasan la mar de bien.

Para completar el metraje Russ incluye escenas directamente extraídas de Europe in the Raw (falso
documental rodado en 1963). La película está rodada en brillante color que hace justicia a las bellezas que
por ella van desfilando. En 1967 Russ filma dos películas Common-Law Cabin y Good Morning…And God
Bye! que junto a Finders Keepers, Love Weepers! rodada en 1968, forman una peculiar trilogía que
repasaremos en el próximo post.

Un saludo amigos/as de El Terror Tiene Forma.


Publicado por rawpower63 Publicado el 16 junio 2017

Con el artículo de hoy damos por finalizado la serie de post dedicados a Russ Meyer, un director con una
personalidad única con una filmografía a sus espaldas divertida / provocativa que sigue, a día de hoy,
despertando odios y amores entre los aficionados. Sin más doy paso al post.

Las tres películas mencionadas al final de la anterior editorial conforman la trilogía de la vida, en ella Russ
demuestra un interés creciente por la comedia de costumbres unido a una cada vez más acentuada estética
cercana a los cómics. Los films están rodados en vivos colores, el erotismo campa a sus anchas y los
personajes se mueven en las constantes ya conocidas y recurrentes en el cine del realizador. A finales de los
60 sus películas funcionan muy bien económicamente, paralelamente la aparición de las primeras películas
porno provoca una autentica controversia en los circuitos profesionales, ya que los limites a respetar o
superar cada vez son más difusos. Russ, ni corto ni perezoso, se descuelga con Vixen (1969), rodada en
California en seis semanas con la inestimable ayuda de la actriz Erica Gavin. La película pronto se convierte
en un fenómeno de masas. Descaradamente sexual el film muestra sin tapujos diferentes escenas más o
menos explicitas y sin quererlo la película se convierte en la primera muestra de cine softcore tal como lo
entendemos actualmente. Los platos servidos son provocadores: adulterio, temática interracial, comunismo,
intercambio de parejas o lesbianismo son puestos en escena con la precisión de un cirujano, se nota que
Meyer se los está pasando en grande y consigue que la película respire por sí misma y tenga vida propia. El
éxito de taquilla fue abrumador y a los pocos meses ya llevaba recaudados la increíble cantidad de siete
millones de dólares, por supuesto este éxito no pasa desapercibido para los organismos oficiales y el director
se ve envuelto en una gran cantidad de juicios, llegando incluso a la corte suprema, una batalla legal que
duraría bastante tiempo pero que no desanimaría a nuestro amigo, pues en poco tiempo ya está preparando su
nueva película Cherry, Harry & Raquel (1969).

Este film es otra comedia que gira entorno al intercambio de parejas, rodada en pleno desierto el film acusa,
a momentos, un ritmo discontinuo que puede llegar a desorientar, pero tiene en el actor Charles Napier un
motor que favorece el desarrollo de la misma. Napier da vida a un policía corrupto y corruptor, autentico
instigador de todos los acontecimientos que se narran en la película, bien secundado por Linda Ashton
y Larissa Ely, el actor consigue una actuación soberbia e inolvidable. Este film quizás sea una obra menor
en la carrera de Meyer, pero puedo jurar que es una película divertida y digna de verse.

Paralelamente el presidente de la 20th Century-Fox asiste a la proyección de Vixen, al salir del cine solo lleva
una idea en su mente, contratar a Meyer para revitalizar y rejuvenecer a la compañía, que en los últimos
tiempos había sufrido varios desastres en taquilla. El contrato firmado unía a ambas partes para un total de
cuatro películas, la primera de ellas Beyond the Valley of the Dolls (1970) tiene un presupuesto que sobrepasa
el millón y medio de dólares, imaginaos la cara de Meyer, acostumbrado a presupuestos ridículos, ante
semejante montaña de dinero, seguro que alucinó durante meses. El rodaje duro seis meses (finalizo en junio
de 1970), la película es impresionante, un viaje surrealista en los que nada es lo que parece, todo parece
posible y las situaciones imposibles se suceden sin descanso. El público acude en masa al estreno y, a pesar
de su clasificación X, el film se convierte en un éxito total, los estudios Fox lo celebran con reservas ya que
algunos de sus ejecutivos no parece que estén muy de acuerdo con los particulares gustos del realizador.

Su siguiente película es The Seven Minutes (1971), el tema central del proyecto es la censura y por primera
vez en su carrera Russ trabaja con actores serie A como John Carradine y Ivonne De Carlo. Yo no he
tenido acceso a esta película, pero los que la han visto dicen que sin ningún tipo de dudas es la peor de toda
su carrera, opinión secundada por el público en general, ya que en su estreno fue un mega-fracaso (el único
en toda la carrera de Meyer), fracaso que los directivos de la Fox no tardaron en usar como excusa para
despedirlo fulminantemente.

En 1972 Meyer funda su propia productora y se embarca en un proyecto titulado Blacksnake!, según el


propio Russ, en una carta dirigida a la revista Playboy, la intención al rodar Blacksnake! (1973) es hacer una
mezcla explosiva entre las pelis de James Bond, El Capitán Blood y Faster Pussycat Kill! Kill!. El rodaje se
realiza en las islas Barbados en co-producción con una empresa Inglesa, la trama transcurre en una
plantación de caña de azúcar propiedad de una bella y cruel mujer, la explotación es llevada con mano de
hierro por un brutal capataz que no duda en torturar a los esclavos que allí trabajan, la película avanza hasta
alcanzar un final apoteósico y sangriento. La película es cuanto menos extraña en la filmografía de Meyer,
pudiendo inscribirse en el subgénero del blaxploitation (películas realizadas y orientadas a un público de raza
negra). Siguiendo las coordenadas habituales del director, violencia, erotismo, colores agresivos se dan la
mano en esta digna serie B, que sin embargo no recibió buenas críticas y no tuvo demasiado éxito comercial.
Intentando recuperar el favor del público realiza el film Supervixens (1975), un súper espectáculo de ritmo
infernal increíblemente divertido, compuesto por varios sketches cuyo nexo de unión es un mismo personaje
perpetuamente en fuga (claro homenaje a los cartoons que tanto le gustan) la película recupera el tono
satírico y anárquico de sus primeras obras.

Como no podía ser de otra manera las mujeres que revolotean por el film son espectaculares, Shari
Eubank, Uschi Digard, Deborah Maguire o Haji se muestran en todo su esplendor y Charles Napier se lo
pasa de puta madre haciendo de hijodeputa rematado. Estrenada en agosto de 1975 la película recibe muy
buenas críticas y vuelve a facturar la cifra de siete millones de dólares en un año de exhibición, Meyer ha
vuelto a lo grande y para celebrarlo inicia el rodaje de Up! (1976).

Up!, también conocida como Megavixens, es una variante más insana de los parámetros habituales del
director, introduciendo en la misma un amplio muestrario de perversiones sexuales, la cinta incluye escenas
de sadomasoquismo, sodomía, incesto, violaciones y lesbianismo mezcladas con algunas pinceladas de Gore
malsano que adornan la última parte del film, Meyer desata toda su genialidad (recursos vulgares dirán otros)
para sacudir la conciencia del espectador. Up! es una película difícil pero imprescindible para entender el
mundo Meyer.

Poco después recibiría una oferta desde Inglaterra, dirigir una película protagonizada por los Sex
Pistols titulada Who Killed Bambi?, el encuentro entre dos mundos tan diferentes seguro que hubiera
incendiado plateas por todo el planeta tierra, pero desencuentros con el presupuesto y diferencias de criterio
dan al traste con el proyecto, lastima. Años después Julian Temple realiza el proyecto re-titulado The Great
Rock & Roll Swindle, una pequeña muestra de lo que pudo haber sido esa obra en su idea original.
Para reponerse del disgusto inicia el rodaje de Beneath the Valley of the Ultravixens (1979), la película es el
exceso en su más amplia definición, o por lo menos es lo que intentaba el bueno de Russ. Todas las
características habituales del cine de Meyer se dan la mano en ella, pero los tiempos han cambiado y el éxito
se muestra esquivo.

A partir de ese momento nuestro protagonista se dedica a dirigir con mano de hierro las ediciones en video
de sus películas, a recibir homenajes y a pensar en diferentes proyectos que nunca verían la luz. Su última
película fue Pandora Peaks (2001), no he tenido el gusto de verla todavía, por lo que, si se me permite,
pasare de puntillas por ella.

El 18 de Septiembre del 2004 Russ Meyer fallecía en Hollywood Hills (California), con el también


desparecía una forma única de ver y entender el mundo del cine y por extensión la vida misma. Pocos
directores han dado tanto con tan poco.

Me gustaría recomendar el libro editado por Midons en el año 1995 titulado Meyerama y escrito por Pedro
Calleja, lectura necesaria para entender en toda su profundidad el universo Meyer. Por mí parte voy a
visionar por enésima vez Faster Pussycat, no hay que perder las buenas costumbres. Saludos!!

Publicado por rawpower63 Publicado el 04 julio 2017

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