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Dejarse las canas

Por Svetlana Rivera*

Que una mujer mexicana de clase media se deje las canas provoca comentarios variopintos,
por supuesto bien intencionados, de toda persona que la quiere bien: que si le ha dado
alergia al tinte; que si está deprimida; que anda tan ocupada que no se ha dado cuenta que
ya se le notan mucho las raíces; que se arregle más o su marido (si lo tiene) se va a buscar
una novia que no tenga canas y, si es soltera, que si no se pinta las canas nunca conseguirá
marido; que si necesita dinero para comprar el tinte; que se ve desaliñada; que se ve vieja;
que parece bruja; que por qué está triste. En otras palabras: en México, las canas en una
mujer son inaceptables. ¿Por qué? Veamos.

A las mujeres mexicanas no se nos educa, se nos doma. Esto significa que en la cultura
patriarcal en la que vivimos, una mujer debe aprender que, para ser merecedora de la
atención de los hombres, o de un solo hombre, preferentemente, debe mostrarse siempre
atractiva, lo cual se traduce como que siempre debe estar pulcra, maquillada, conservarse
delgada, estar siempre de buen humor y, por supuesto, no tener canas, entre muchos otros
requisitos que la sociedad exige.

A las mexicanas, sin distinción de clase, se nos marca con fuego la creencia de que lo único
de lo que debemos preocuparnos es de estar lindas, casarnos y tener hijos. La felicidad
vendrá como consecuencia. Por ende, entre más hijos e hijas, más felices seremos.
Estaremos, nos dicen, realizadas.

¿Pero qué pasa cuando ni casadas y con hijos somos felices? Toca seguir haciéndonos
cargo de lo que se espera de nosotras y, por supuesto, nunca permitir que se nos vean las
canas, aunque estemos verdaderamente tristes, deprimidas, frustradas porque no nos
sentimos realizadas.

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El tema del arreglo personal me persiguió desde niña. Mis hermanas mayores solían
experimentar conmigo cuáles eran los mejores peinados para cuando salieran con sus
novios. Una vez, a una de ellas se le ocurrió hacerme caireles. Te vas a ver muy bonita, me
dijo. Y como yo confiaba en que siendo bonita por consecuencia sería feliz, accedí a los
caireles. Aparte de que mi cabello lacio y rebelde sólo permitió los bucles unas horas,
terminé con una oreja quemada, pues las pinzas con las que me hicieron caireles tenían que
calentarse directamente en la estufa. Mi hermana tuvo que prometerme no sé cuántas cosas
para que no la acusara con mi mamá.

Con el tiempo y mis hermanas ya casadas viviendo en otras ciudades, mis decisiones sobre
el peinado y la ropa eran propias hasta cierto punto, porque la televisión y la radio se
encargaban de aleccionar a todo mundo sobre cuál era el último grito de la moda.

Y así, gracias a las modas del momento, pasé del cabello largo y lacio al corto y chino
estilo afro; y luego a dejarlo crecer nuevamente para eliminar lo maltratado que quedaba
después de varias permanentes seguidas. Unas veces usé fleco, otras no y, cuando los
hippies estaban de moda, me ponía una cinta alrededor de la cabeza. Luego vinieron los
cortes bob y la época de comprar rulos de todos tamaños para, en el clásico ensayo-error,
experimentar hasta dar con el tamaño ideal que me dejara las puntas ligeramente hacia
adentro. … y mil tonterías más.

Pasaron los años y llegaron las canas, casi desapercibidas, una a una; las primeras con
diferencias de algunos años, luego aparecían más en cuestión de unos meses y, finalmente,
como maldición, aparecieron mechones enteros casi de un día para otro.

Viví entonces la angustia de seguir las reglas aprendidas desde siempre. En mi cabeza
resonaban todo el tiempo los comentarios hirientes que se hacían cuando una mujer se
dejaba las canas: parece la madre del aire, la bruja de Blancanieves y un largo etcétera que
en ningún caso incluía un calificativo amable, como que las canas podrían verse elegantes,
por ejemplo.

En mi cerebro detonó en automático un pensamiento: antes muerta que con canas. No sé


cuántas veces me teñí el pelo, pero fueron años y años. Unas veces el tinte quedaba muy

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oscuro, otras un poco más rubio y rara vez igualaba el color natural de mi cabello, pero no
importaba. El caso era que no se notaran.

De pronto caí en la cuenta de que no me interesaba seguir los estándares de belleza que
dictan los medios de comunicación, pagados por las grandes y millonarias compañías de
cosméticos. Me he dado cuenta, al fin, que teñirme las canas nunca me ha garantizado la
felicidad, ni la estabilidad emocional y financiera, y tampoco me hace mejor persona. Y lo
más esencial: dejaron de importarme los prejuicios.

Esa convicción se refuerza con tres sucesos trascendentes que se dieron casi al mismo
tiempo: una enorme pérdida familiar, la decisión de jubilarme y declararle la guerra a los
tintes para el cabello y a los convencionalismos sociales.

Fueron meses de duelo y de serias reflexiones que viví en plena conciencia. Primero,
hacerme a la idea de que mi familia ascendiente no estaría para mí ya nunca más; después,
terminar una relación que, si bien laboral, había durado mucho más que mi matrimonio. Y,
por último, aceptar que los años han pasado y ya soy otra mujer, por fortuna muy diferente
a aquella jovencita que fue feliz haciendo locuras con su cabello para estar a la moda y
porque sentía que así pertenecía y era aceptada en el círculo familiar y social.

Tomar decisiones transcendentes que deconstruyen esquemas aprendidos a sangre y fuego,


que sólo han sido pensados y creados para beneficio de otros, siempre da buenos resultados.
¡Y hasta los astros pueden alinearse para ayudar en el proceso! En mi caso, una pandemia
que nos confinó globalmente, con todo lo grave y terrorífico que ha sido para el mundo
entero, me sirvió para reforzar la decisión de dejarme las canas.

Pero lo más importante: en el camino aprendí que nunca fue necesario cambiar ni seguir
tendencias. De haberlo sabido cuando era niña, me habría ahorrado una oreja quemada.

Ahora soy libre. He soltado amarras. Me he dejado las canas.

* Feliz sobreviviente de la sociedad patriarcal mexicana.

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