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Oh SEÑOR, escucha mi oración, Presta oído a mis súplicas,

Respóndeme por Tu fidelidad, por Tu justicia; Y no entres en juicio


con Tu siervo, porque no es justo delante de Ti ningún ser
humano. (Salmos 143:1)

Pero veo otra ley en los miembros de mi cuerpo que hace guerra
contra la ley de mi mente, y me hace prisionero de la ley del pecado
que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿Quién me libertará de
este cuerpo de muerte? Gracias a Dios, por Jesucristo Señor
nuestro.(Romanos 7:23)

A LA PAZ POR EL CAMINO DE LA AGONÍA


Uno de los atributos que más aprecio en muchos de los personajes de la
Biblia es esa mezcla de debilidad y fortaleza que se discierne en su
personalidad, las áreas sombrías y luminosas que pugnan
incesantemente dentro de ellos, y que me recuerdan de las vicisitudes y
zigzagueos de mi propia experiencia espiritual.

A través de los años yo también he luchado con los impulsos


contradictorios y persistentes de mi personalidad. En muchas ocasiones,
como Pablo, le he pedido al Señor múltiples veces que me libre de algún
aguijón secreto, y una y otra vez me he tenido que conformar con su
firme pero paternal consejo: “Bástate mi gracia; porque mi poder se
perfecciona en la debilidad”.

Es preciso aclarar que esas tendencias pecaminosas se han dado en el


contexto de una profunda aspiración a agradar al Señor, y una pasión
consumidora por servirlo y serle útil. He tenido que aceptar la realidad
psicológica y espiritual de que dentro de nosotros, dentro de lo que
somos en esta condición caída que habitamos, pueden convivir el bien y
el mal, lo carnal y lo espiritual, el amor profundo a Dios y las demandas
oscuras de la carne. Para los que reconocemos esta dura realidad de la
experiencia cristiana, las honestas palabras del apóstol Pablo, las cuales
ya hemos mencionado en otro contexto, resuenan con una claridad
meridiana (Romanos 7:21-25):

21 Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en
mí.
22 Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios;
23 pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi
mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis
miembros.
24 ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?
25 Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo
con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado.

Pablo reconoce la lucha interna que lo divide. Entiende que en él se


mueven algo así como dos naturalezas en pugna constante, lo que él
llama “la ley de mi mente”, y “la ley del pecado”. Esas dos inclinaciones lo
mantienen en tensión continua, alternando entre un profundo sentido de
frustración por la continua tendencia a pecar (“¡Miserable de mí! ¿quién
me librará de este cuerpo de muerte”?), y un sentido de gratitud ante el
hecho de que en Jesucristo hay esperanza de libertad y justificación
(“Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro”).

Por medio de estas palabras tan sinceras, el gran apóstol hace


reconocimiento de la verdadera condición de todos los que amamos al
Señor profundamente, pero que también nos vemos forzados a
reconocer que, mientras estemos en la carne, tendremos que luchar
contra las tendencias siniestras de nuestra naturaleza biológica.

Interesantemente, esa expresión de profunda frustración de parte del


gran apóstol da lugar en el próximo capítulo de Romanos a una de las
expresiones más maravillosas de confianza y seguridad del cristiano de
toda la Biblia. Allí Pablo confiadamente declara (Romanos 8:1,2 ):

1 Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo
Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.
2 Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la
ley del pecado y de la muerte.

Como hemos señalado antes ('Conociendo nuestras deformaciones'),


ese reconocimiento realista y honesto de la complejidad del alma
humana en nada empobrece nuestro entendimiento de la experiencia de
la santificación, o del poder de Dios para perfeccionarnos y pulirnos a
través del tiempo. Simplemente hace más profunda y compleja la jornada
espiritual del creyente. Le añade más textura y misterio—y más belleza
quizás—a nuestro peregrinaje espiritual aquí en la tierra. En mi propia
vida, así como he tenido que luchar con esos gigantes persistentes
durante mucho tiempo, también los he visto caer uno tras otro por medio
de la oración, el ayuno, la continua entrega de mi voluntad al Señor, la
confesión continua, y el ejercicio del dominio propio fortalecido por el
Espíritu Santo y la palabra de Dios.

Las victorias adquiridas durante ese peregrinaje han sido costosas y a


largo plazo. Me han costado lágrimas, desvelos y vergüenzas. Pero esas
largas jornadas por el desierto también han dejado en mi ser un
sedimento de humildad, paciencia y misericordia para con los demás que
me han resultado extremadamente útiles en mi carrera como pastor y
consejero de almas. Me han obligado a descubrir y acudir a los recursos
que provee la Palabra para los largos y desgastadores peregrinajes del
Espíritu. Me han dado acceso al corazón y a misterios de Dios que de
otra manera no hubiera conocido. Me han hecho mucho más realista y
tolerante con respecto a las fallas e inconsistencias de los demás.

Estoy seguro de que esas luchas con el ángel en medio de la noche me


han permitido conocer a Dios y conocerme a mí mismo de una manera
que no hubiera sido posible si el proceso de la santificación hubiera sido
lineal y sencillo. Dios se ha glorificado en todas mis luchas. En todo
momento El se ha mostrado fiel y consistente en sus procedimientos
misteriosos. ¡El resultado de esa jornada zigzagueante y agónica ha
justificado las peripecias del viaje! Puedo identificarme plenamente con
las palabras del escritor de Hebreos, que como vemos, entendía muy
bien de las luchas, agonías y victorias del agricultor, el corredor atlético y
el soldado (Hebreos 12:11):

11 Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de


gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los
que en ella han sido ejercitados.

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