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Colaboradores: Ana Almeida, Daniel Arella, Josué Ocando García, Ramón Grimalt,
Jorge Morales Corona, Josué Andrés Moz, Giselle Lucía Navarro, Ezequiel Varone
https://labestiaimpura.wordpress.com/
abril 2022
Índice
primeros lugares
Josué Ocando García 6
Giselle Lucía Navarro 26
primeras menciones
ana almeida 34
daniel arella 43
segundas menciones
ramón grimalt 54
Josué andrés moz 64
terceras menciones
ezequiel varone 70
Jorge morales corona 76
primeros
lugares
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Josué Ocando García
La Calera, Cundinamarca, Colombia (1992)
@jozzoca.
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Las arañas de Pandari
La camioneta se balanceaba de lado a lado. Intentaba, con cautelo, cruzar la arcillosa
carretera que se extendía interminable hacia el horizonte. Los árboles bordeaban el sendero,
movidos por las infatigables ráfagas de viento impulsadas por la lluvia de aquella tarde.
Dondequiera que se fijara la vista, los troncos y las verdes copas de los árboles impedían ver
más allá, dando la ilusión de una muralla infranqueable. Dentro del vehículo, sentado en
la parte posterior, viajaba el aracnólogo Ricardo Mejías, adormilado por el largo trayecto
que había emprendido. En sus manos reposaba un libro que cargaba desde hacía años. El
título era apenas perceptible, pues se había borrado con el pasar del tiempo. En todo caso, el
extraño ejemplar trataba sobre las arañas de la familia Theraphosidae que no son otras que
las tarántulas. En el interior del libro, cada sección mostraba imágenes de los artrópodos, así
como información sobre cada uno de los tipos de esta particular especie.
No era la primera vez que Ricardo viajaba por los tropicales paisajes de la selva amazónica.
Estaba acostumbrado a sus altas temperaturas y exótica vegetación. Después de todo, era
un especialista en tarántulas. Sin embargo, aquel viaje era distinto al de sus anteriores.
Había sido llamado por José, un indígena yanomami que había viajado desde los bosques
amazónicos hasta Caracas, con el único objetivo de encontrar su ayuda. Desde el primer
momento en que cruzó el umbral de la puerta que daba hacia su laboratorio, Ricardo previó
en su nuevo compañero un terror que impedía cualquier razonamiento. José le explicó que
su tribu, la cual se encontraba en lo profundo del Amazonas, estaban sucediendo eventos
extraños. Tan extraños que ninguna autoridad deseaba acercarse hasta lo profundo de
la jungla, bien sea porque eran incrédulos a los relatos que allí tenían lugar o porque su
escepticismo les hacía tomar tales hechos como leyendas y mitos.
José depositó el pelo en las manos del aracnólogo, quien lo observó con cautela,
impresionado de lo que sus ojos contemplaban. No emitió ningún comentario, tan solo
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manipuló el objeto, viéndolo de cerca para probar su resistencia. Y a pesar de que deseaba que
se tratara de una buena imitación, sus ávidos conocimientos y experiencia en el campo, le
hicieron saber que, en efecto, se trataba del vello de una tarántula. José lo miró por un rato,
sabía que esa prueba sería suficiente para obtener alguna respuesta positiva del científ ico,
después de todo, era el único que podía comprobar la veracidad de su historia. Por su parte,
Ricardo continuaba sin mediar palabra. El tamaño desproporcionado del vello que reposaba
en su mano derecha le hacía imaginar la envergadura de las arañas. José estaba equivocado,
estas no podían medir un metro de largo, sino más de tres. Por lo tanto, los humanos
podían entrar en su dieta, tal como le había contado minutos atrás el extraño visitante…
—¿Estás seguro de querer venir? —preguntó José desde dentro de la canoa, ansioso de
la respuesta de Ricardo.
—Claro que sí, José. ¡Adelante! —respondió Ricardo sin titubear, adentrándose en la
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canoa donde se hallaba su amigo, pues en la otra iba el silencioso yanomani que apenas
cruzó algunas palabras con José.
Una vez estuvo dentro de la barcaza, Ricardo sintió que no podía retractarse y que, tal
vez, la ansiedad de José no se debía a que quisiera que lo acompañase, sino que se trataba
de una forma de advertirle que el viaje de regreso era poco probable. En cuanto al trayecto
sobre el río, este fue tranquilo, pues las aguas estaban calmadas. El cielo seguía siendo azul
y el sol alumbraba desde el occidente con tenues rayos dorados que se iban extinguiendo
por la cercanía con el crepúsculo. Comenzaron a aparecer algunas garzas sobrevolando sus
cabezas y algunos cocodrilos dejaban verse apenas por sus colas que rompían la tranquilidad
de la superficie del río. En cuanto a la vegetación, esta era minúscula, a veces frondosa y en
otras despejada.
Sin embargo, a medida que viajaban río abajo, la atmósfera se volvía más densa. Nubes
grises aparecieron sobre el cielo, ocultaban un sol cada vez más naranja. Los matorrales que
bordeaban la orilla ya no eran pequeños arbustos, sino troncos retorcidos que impedían
ver a lo profundo. Asimismo, desapareció la fauna, como si aquella jungla la hubiese
devorado para apenas asomar una leve tiniebla selva adentro. En cuanto al aire, este fue
cambiando, tornándose pesado y frío, como si la humedad de dicho paisaje jamás hubiese
estado presente. Esto hizo entrar en nervios a Ricardo, quien nunca había visto un clima
similar en esa región. Por su parte, José seguía silencioso, no se había vuelto en todo el viaje,
pues clavaba su mirada hacia ambas orillas que bordeaban el río, como si esperara a que
algo saliera de los árboles. Ricardo intentó copiarlo, ¿era posible que las arañas estuvieran
allí ocultas? Seguía incrédulo a pesar de que conservaba el vello dentro de su bolsillo. No
obstante, el ambiente lo sugestionaba y para colmo, el otro indígena, había iniciado una
especie de plegaria en su lengua, ininteligible para el aracnólogo. Aunque logró entender
tres palabras del obstinado indígena: Hei Tä Bebi. Se trataba del mundo de lo húmedo y lo
podrido, una especie de inframundo yanomami en cuyas cavernas habitan criaturas y dioses
peligrosos.
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shabono. Al cabo de unos minutos regresó el indígena acompañado de otros hombres
en apariencia igual a él. Saludaron a José y, con un movimiento de manos, incitaron a
ambos a que los siguieran. A medida que avanzaban se podía oír una música a lo profundo,
acompañada de una luz proveniente de lo que, con seguridad, se trataba de una fogata.
Una vez que los matorrales desaparecieron, al frente se alzaba una estructura circular,
construida de hojas de palmas y madera. El centro de esta era descubierta, sin techo alguno,
como si de un cónclave se tratase. En ese instante, varios yanomamis, hombres, mujeres,
niños y ancianos danzaban la praiai. A Ricardo siempre le pareció impresionante la
manera en que aquellas personas daban la bienvenida y el ritual que ejercían en torno a sus
visitantes. Todos bailaban al mismo paso, rodeaban una fogata que disipaba las penumbras
que ya habían caído sobre sus cabezas. Un chamán, recubierto de tantas plumas como su
cabeza, brazos y tobillos podía soportar, marcaba el ritmo con una maraca. José alentó a
Ricardo a que se adentrara a la danza. Al hacerlo, un hombre de cincuenta años, sencillo
en su andar y apariencia, pues solo llevaba brazaletes de paja en sus brazos y tobillos, un
taparrabo también escarlata y algunos dibujos en tinta negra en su rostro. Aunque, lo más
llamativo eran las cicatrices que lucía en su torso y hombros, quizás de batallas pasadas, las
cuales le daban una apariencia de invencible. Se trataba del jefe, quien tomó a Ricardo del
hombro, llevándolo hacia el suelo. Ricardo anticipó que se trataba del haôhaômou, ritual
que reafirma la amistad entre el huésped y la tribu. De manera que se inclinó, tal como
lo había hecho otras veces, entrelazando sus piernas, viendo al jefe de frente, quien hacía
la misma postura. Una vez sentados, se vieron las caras, como si de un reto de miradas se
tratase. Pasados unos minutos, al compás de la música, el jefe sonrió para luego gritar en su
lengua palabras que se ascendía hacia los cielos. Posteriormente, uno a uno, cada yanomami
se acercó hacia Ricardo, repitiendo el gesto ceremonioso.
En total fueron unos cincuentas, o al menos eso le pareció a Ricardo, pues la música,
los movimientos y los colores no le permitieron llevar a cabo una cuenta aceptable. El
último fue José, quien había removido sus ropas para adoptar la indumentaria de sus pares.
Al finalizar, este sonreía con efusividad, como si el asunto de las arañas jamás hubiese
transitado por su mente. De igual manera hacía el resto de la tribu, todos lo rodeaban,
diciéndole distintas palabras que apenas si pudo entender. En todo caso, quien tuvo la
voluntad de acercarse justo al frente fue el jefe. Este habló en un español aun más tosco
que el de José, pero suficiente como para que Ricardo entendiese que era bienvenido y que
era momento de descansar. Lo tomó por el brazo, conduciéndolo casi de un jalón hacia
una sección del shabono, donde una hamaca se extendía de extremo a extremo, atada en
uno de los postes de bambú que sostenía el techo. El jefe le hizo un ademán con las manos,
invitándole a recostarse, volviéndose hacia su gente a la cual despachó cada uno hacia sus
camas. Ricardo se dio cuenta que su equipaje reposaba en el arenoso suelo, dispuestas con
anterioridad por el indígena de la canoa. En cuanto a José, este le dio las buenas noches
al aracnólogo, retirándose también en medio de las sombras que se extendían sobre el
suelo, debido a las llamas. De ese modo, había llegado el final de la jornada y el miedo de
las tinieblas que rodeaban al río o de las monstruosas arañas había desaparecido. Tan solo
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quedaba el sueño y la víspera de lo que traería el mañana.
No son pocos los que presienten desde tempranas horas de la mañana el calor que emana
de la selva amazónica. Es fácil ponerse de pie y notar que el sudor empapa cada centímetro
de la ropa y que la humedad rodea cualquier rincón. No obstante, aquella mañana en el
shabono de Pandari no fue así. Una densa niebla cubría gran parte de la estructura y la
temperatura estaba por debajo de los característicos 26 grados. Pero no fue el inusual clima
lo que interrumpió el sueño de Ricardo, sino los alaridos que provenían de la tribu. Estos
parecían perderse entre la capa de niebla, aunque Ricardo logró entrever las pisadas descalzas
sobre la húmeda tierra. Iban de aquí para allá al principio, pero después todas se dirigieron a
una misma dirección. Sin pensarlo siguió las huellas, y aunque los gritos de algunas mujeres
podían distraerlo, no tardó en tropezarse con un hombre indígena. Estaban ubicados en
círculo, rodeando lo que parecía ser un bulto blanco. Ricardo intentó hacerse lugar entre los
fornidos indios, cuyos rostros estaban horrorizados por el bulto inmóvil. Al lograr ubicarse
al frente, Ricardo pudo notar que se trataba de tela de araña y que tal vez lo que había
dentro de esta era una presa.
El jefe fue el único que se atrevió a avanzar más allá del límite circular de sus hombres. Se
inclinó hacia el saco sedoso. Extrajo un cuchillo hecho a mano de afilada piedra que logró
cortar, con algo de dificultad, los hilos que cubrían a la víctima. Introdujo ambas manos,
abriendo con fuerza la incisión. La imagen no podía ser más atroz, se trataba del rostro de
un niño yanomami, pálido por el veneno suministrado por alguna araña. En ese instante
sucedieron dos cosas a la vez. La primera fue que varias mujeres llegaron entre gemidos y
llantos, siendo una de ellas la que se quebró al ver a su hijo envuelto en aquel grotesco bulto
de seda. Por otro lado, llegaron tres hombres, entre ellos el joven indio que había recibido
a José y Ricardo en las canoas la tarde anterior. Llevaba triunfante lo que parecía ser la pata
de una tarántula. Sin embargo, su algarabía se vio interrumpida cuando notó lo que toda la
tribu observaba con horror. Se trataba también de su hijo, el único hasta el momento, cuya
existencia yacía inerte y sin vida en los brazos de su mujer.
El joven indígena dejó caer la enorme pata a los pies de Ricardo y se echó al suelo. Llevó
a sus brazos a su primogénito entre sollozos. El resto de la tribu intentó consolar a la pareja,
todos menos José y el jefe, ambos fueron hasta donde estaba Ricardo, quien ahora sostenía
la pata. Esta era gruesa, pesada y de un color marrón claro. Las f lexiones eran perfectas, pues
el tardo, metatarso, tibia y rótula tenían las articulaciones en sus lugares justos. De igual
modo era los vellos urticantes, claro que estos eran más pequeños que el que conservaba en
sus bolsillos. No tardó en asignarle un tamaño de un metro a la tarántula a la cual se le había
arrancado dicha extremidad. Lo único que no podía estar seguro era de la especie, por lo que
salió corriendo hacia el shabono donde reposaba su libro. Una vez llegó, abrió el ejemplar y
en menos de un par de segundos dio con ella: avicularia minatrix. Tal como había oído días
atrás por parte de José, Pandari estaba amenazada por arañas gigantes. Sintió un hormigueo
por su cuerpo, acompañado de un vacío en su estómago, lejos de estudiar tarántulas
monstruosas, estaba al igual que toda la tribu, bajo una amenaza imposible de contener.
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Ricardo intentó que el jefe entrara en razón sobre su incapacidad de contener a aquellas
bestias. Pero este hacía caso omiso a sus advertencias, al punto de que Ricardo pensó que
José no estaba haciendo de buen intérprete, pues este tampoco se mostraba interesado en las
palabras del aracnólogo. Sea como fuere, después de la infructuosa conversación, el jefe se
volvió hacia el resto de la tribu, la cual venía en una lenta procesión liderada por el chamán,
cantando en una nostálgica melodía, con la finalidad de despedir al niño víctima de las
tarántulas. Algunos hombres prepararon una hoguera, sobre la cual echarían el cuerpo del
niño que reposaba todavía envuelto en la tela de araña a los pies de su madre que hacía una
plegaria. Esta última buscaba las pertenencias del niño, tales como collares y juguetes con la
f inalidad de arder en la pila funeraria. Asimismo, otras mujeres buscaban distintos jarrones
de arcilla, pues debían escoger uno donde reposarían las cenizas del niño. José, por su parte,
se acercó hasta donde Ricardo que observaba abstraído la escena fúnebre.
Ricardo no halló las palabras para calmar a su enajenado compañero, quien reprimía
el dolor causado por la pérdida de sus seres queridos. Pero, pasados unos segundos, quiso
hablarle con la mayor sinceridad, pues había reflexionado lo suf iciente en pocos minutos
como para darse cuenta de la realidad a la que se enfrentaba.
—No hay nada que yo pueda hacer, José. Deben irse de aquí cuánto antes…
—¿Irnos? —interrumpió molesto el indígena— Para ustedes es fácil, Ricardo, ir
de aquí para allá. Pero no para nosotros. Esto nos acosa desde hace semanas. Hemos
caminado mucho, si no son las arañas, es la tierra. Se vuelve negra y nada crece. Tan solo
Pandari nos ha dado algo de sosiego, aunque lleve por nombre tal palabra. Tú ayúdanos
como puedas, algo se te ocurrirá, amigo…
José dejó solo a Ricardo, quien se sentía triste al saber que su compañero lo había perdido
todo y que tal vez muchos más de los presentes habían pasado por una situación similar.
Arguyó que tal vez aquella tribu había viajado kilómetros, después de todo los yanomamis
son nómadas. No podía alcanzar a figurar qué otros males habían padecido en su infatigable
trayecto. Pero el miedo que emanaba de los negros ojos de todos le hizo entender que
estaban condenados a este mal, no importa a donde se dirigieran, las arañas seguirían su
rastro como si de una extraña maldición se tratase…
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El día transcurrió entre las ceremonias fúnebres. Era tradición incinerar el cuerpo del
caído, al tiempo que las mujeres de la familia de Akapana se pintaban las mejillas de negro,
señal de su luto y que llevarían durante un año. Aunado a ello, se juntaban las cenizas
para luego depositarlas en un jarrón. Pasado un tiempo prudencial, según el chamán, se
procedería a la ingesta de dichas cenizas por parte de la tribu. Para ello, se recolectarían
plátanos, hierbas y otras verduras para la preparación de una sopa. Dentro de esta se echarían
el polvo de lo que alguna vez fue Akapana, para después ser bebido por todos y asegurar una
mejor partida hacia el Hedu Kä Misi, lugar celeste donde habitan las almas de los difuntos.
Sin embargo, antes de que se diera paso a la quema de Akapana, su padre lo sacó del bulto de
seda donde aún yacía. Al extraerlo, Ricardo tuvo que llevar su mano a la boca. Estaba lleno
de úlceras que reventaban en un pus amarillo que bañaba el cuerpo aruñado, quizás por las
uñas de las tarántulas. Pero solo el citadino científico se sorprendió de la escena, porque los
demás yanomamis seguían inmersos en sus cánticos y elegías, conduciendo el cuerpo del
niño hacia la hoguera donde ardería hasta ser solo polvo.
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La noche llegó en medio de una penumbra lúgubre, acaecida en la abnegación de toda
luz. El shabono resplandecía en medio de la niebla que aún persistía sobre Pandari, como
si de una pequeña luciérnaga se tratase. Sin embargo, parecía ser suf iciente, pues sucedidas
un par de horas, no se oía ni se escuchaba nada en la tierra o sobre ella. Ricardo estaba cerca
de la fogata principal, prefería mantenerse cerca de ella, antes que rodear la estructura o
padecer del frío que traía consigo la neblina. Fijaba los ojos a todas partes, trataba de evitar
las miradas de los atemorizados indios, quienes lo veían como si escondiese algún poder
que ellos desconocían. Pero, para mala suerte de todos, incluido Ricardo, era insuf iciente lo
que el podía hacer. Así que trató de concentrarse buscando valor en hombres como José o el
jefe, quienes transitaban de aquí para allá, asustados, pero conscientes de que eran la única
barrera que separaba a la tribu de las arañas.
Aguardaron un par de minutos, aunque a Ricardo le parecieron horas. Se dio cuenta que
no llevaba nada consigo, todas las armas estaban en manos de los yanomamis, que ahora
ponían todos sus sentidos hacia las alturas. Al parecer algo hacía que la selva enmudeciera
y que los árboles de tambalearan con un vaivén desconocido. El jefe hizo un sonido con
la boca y los gritos de los hombres irrumpieron el silencio. Hacían sonidos de jaguar
o de algún otro animal y soltaban sangre de mono al aire, acompañado de polvos de
hierbas. Ricardo notó que preferían asustar a las bestias antes que enfrentarlas, con una fe
ciega en sus estrategias ancestrales. Pero nada de ello impedía que el sonido de ramas y el
movimiento de los árboles cesaran. Fue entonces que, en medio de las tinieblas, vieron una
sombra negra caer de lo alto justo donde el shabono terminaba hacia la cara norte. Lo que
se oyó después fue un alarido de dolor, acompañado de pisadas que se sucedían una tras otra,
arrastrando a su víctima hacia lo profundo de la selva.
Después de eso fue cuestión para ver cómo estas sombras caían una tras otras, algunas
con la mala suerte de caer cerca de las antorchas y otras dentro del shabono. Así fue como
se libraban dos batallas, una fuera y otra dentro. Los que custodiaban el exterior tuvieron
la peor parte, puesto que estaban más cerca de la obscuridad. Debían disparar las flechas y
lanzas hacia puntos poco visibles, huyendo cuando veían sobre ellos los enormes colmillos y
chirridos que emanaba de las fauces de las arañas. Los de adentro, para su fortuna, pudieron
retener a unas tres arañas de casi metro y medio, todas de color negro que saltaban de
aquí para allá huyendo de la luz del fuego. Los guerreros trataban de que no atacaran a las
mujeres y niños, quienes corrían también, haciendo de la escena un caos total.
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Las tarántulas fueron auxiliadas por otras tres que también cayeron secas sobre la tierra.
El jefe notó la llegada de las nuevas bestias, corriendo para hacerles frente. Portaba una
lanza en su mano izquierda, arrojándola con tal furia que se hundió en el quelícero de una
de las tarántulas, justo donde los colmillos se dividen, muriendo al instante. Otros imitaron
tal acción, como un indígena de gran tamaño que encendió sus f lechas, disparándolas
hacia los negros arácnidos, las cuales saltaban silbando sobre el shabono. Ricardo, sin
embargo, se quedó helado del pánico, no podía mover ni un centímetro de su cuerpo y si
no fuera por José, la muerte lo habría encontrado aquella noche. Una tarántula enorme lo
había sorprendido por la espalda. A esa distancia pudo notar cómo los colmillos se movían.
De ellos provenía una especie de baba que aumentaba, como si saborease el cuerpo del
científico. Pero José llegó con un machete en su mano derecha y una lanza en la otra. Con
el machete logró atinarle a una de las patas delanteras, cortando parte de ella, mientras que
con la lanza apuntó hacia el vientre que se alzaba en posición defensiva. La araña intentó
disparar un par de sus vellos que pasaron cerca de la cabeza de Ricardo, quien se había
echado sobre el suelo. José, por el contrario, continuaba con el ataque, al punto que logró
incrustar la lanza debajo del prosoma, haciendo que la bestia se retorciera de dolor. Esta
chillaba del ardor que le causaba la herida del dardo, cayendo sobre la tierra con las patas
recogidas en señal de muerte.
La batalla continuó, esta vez a favor de los yanomamis de Pandari, que ahora vitoreaban
cánticos en su lengua. Celebraban la retirada de las arañas que saltaban a las copas de los
árboles perdiéndose en la vegetación y la penumbra. Pero no todo era festejo, pues si bien
habían matado a unas siete arañas, estas se habían cargado con la vida de cinco hombres.
Entre ellos estaban: Chukillanthu, “la sombra de la lanza”; Iskaywari, “el indomable”;
Kusi, “el alegre y dichoso”; Ninan, “inquieto como el fuego”; y Puriq, “el andariego”. Los
dos últimos colgaban sobre las ramas de los árboles en bultos de tela de araña. Sus cuerpos
todavía continuaban calientes y sus ojos no asomaban ni el terror ni la muerte, como si
observasen apacibles las estrellas del Duku Kä Misi, desde donde habían caídos las hieles
y otros bienes que bañaban el mundo. Todos fueron llorados por sus esposas, hermanas e
hijos, quienes los ubicaron en el centro del shabono junto con los cadáveres de las arañas, las
cuales serían sacrificadas para no mancillar los caídos en la batalla de esa noche.
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con una explicación científica, trató de examinarlas lo antes posible. Concluyó que debían
tratarse del género de las holothele, aunque no pudo determinar cuál especie en específico.
En consecuencia, Pandari era atacada por distintas especies de tarántulas y, como había
sospechado, estas podían anidar en los árboles, escondidas en la tierra o en lo profundo de
oscuras cavernas. Mientras más descubría sobre ellas, más se daba cuenta que la tribu estaba
condenada, no importaba cuál fuese la explicación, estaban destinados al exterminio.
Los indígenas, por su parte, incineraron los cuerpos de los cincos guerreros tal como
habían hecho con Akapana. Aunque esta vez hubo algo distinto, antes de consumir las
cenizas, el chamán pidió que todos danzaran al ritmo de las maracas y el palo zumbador.
Mientras lo hacían, una sola palabra se podía oír una tras otra vez: Pandari. Ricardo se
reincorporó, siendo invitado por José que ahora sonreía, indicándole al aracnólogo cómo
debían bailar y cantar. Ricardo trató de hacerlo, anonadado por cómo aquella cultura
lloraba y celebraba la muerte, tan diferente a como lo hacía él y otros más en la ciudad. A
medida que danzaba se sentía mejor, el miedo había desaparecido y así parecía ser en los
otros. Sin embargo, le llamaba la atención que lo único que se oía era Pandari, acompañada
a veces de gritos. Curioso, se acercó hasta donde José que bailaba con regocijo.
José siguió bailando, impulsado por otros compañeros que lo invitaban a despedir a su
hermanastro. Ricardo se detuvo, perplejo por los misterios que rodeaban la muerte en los
yanomamis y cómo aquella palabra podía significar, en tan pocas letras, dos conceptos
opuestos. Sin lograr entenderlo, se apartó de la jubilosa tribu, dirigiéndose hacia su hamaca,
donde se dejó llevar por el cansancio, deslizándose hacia el sueño, en el que esperaba hallar
algún consuelo al horror vivido esa noche.
A la mañana siguiente, el sol apareció escondido entre la espectral neblina que ocultaba
a Pandari del resto de la humanidad. Esta seguía empozada sobre las cabezas de los
yanomamis, quienes se levantaron en medio de la melancolía y la pena. Sin embargo,
celebraron el hecho de que ninguna araña había vuelto al shabono y que los mismos que
habían cerrados sus ojos seguían con ellos. De ese modo, continuaron con sus actividades
diarias, entre ellas la recolección de alimentos y la quema total de los arácnidos que
habían encontrado la muerte la noche anterior. Ricardo aprovechó para reunir un poco
de veneno de los colmillos de las arañas, depositándolo en jarrones de arcilla, capaces de
poder contener la cantidad de líquido que emanaba de las fauces de estas. José le ayudó en la
extracción, aunque le causaba asco tanto el color amarillento como el olor que desprendían
los colmillos al ser presionados contra el borde de las ánforas.
Esta era la única idea que tenía Ricardo para poder defenderse de otro ataque. Habría
que envenenar las puntas de las lanzas, flechas y cuchillos tanto con el veneno de las
tarántulas como con el de serpientes y ranas de la selva. Por lo tanto, el jefe siguió sus
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recomendaciones, pidiendo a sus hombres que reunieran todo el arsenal que tenían. No
obstante, Ricardo le advirtió que aquello era tan solo una especulación, pues muchas
tarántulas podían ser inmunes al veneno, en especial si se intentaba asesinar a una con su
misma ponzoña.
—La única opción que tenemos —dijo mientras observaba a los hombres guerreros
reunir sus armas— es adentrarnos en la selva y dar con las guaridas de estas. Hay que
quemarlas hasta que no quede ninguna con vida.
José lo oyó con atención para luego mostrar una expresión de pánico. Ricardo lo alentó
a que tradujera para el jefe, quien lo observaba sin esperar ninguna buena noticia. José
procedió a contarle al impredecible líder y al pronunciar la idea del científ ico, el resto de
los hombres, incluidas las mujeres y ancianos, se volvieron con terror. El jefe, sin embargo,
miró hacia el suelo, perdiéndose entre sus divagaciones hasta ahora desconocidas por
muchos. Cavilaba en silencio la propuesta y por un momento Ricardo pensó que sería
imposible que la tomara con agrado. Pero al cabo de unos segundos, el jefe lo vio directo
a los ojos, con actitud taciturna intentaba hallar alguna otra opción en el semblante de
Ricardo. Pero no halló ninguna otra idea, así que asintió con suavidad, resignado. Se volvió
y ordenó a todos a que se pusieran en marcha. Esa misma mañana iniciaría la cacería de
arañas.
Si bien el jefe animaba a sus hombres sobre la expedición, estos estaban asustados.
Ni siquiera los más valerosos podían ocultar su miedo. De hecho, el chamán intentó
convencerlo de que no era bueno tentar a los espíritus del Hei Tä Bebi, aludiendo que las
arañas debían venir de allí y que tal vez otro integrante de la tribu ya había profanado tal
dimensión. Pero el jefe hacía caos omiso a las advertencias, como si el mito fuera solo eso,
un relato sobrenatural. Prefirió acercarse a Ricardo, con el objetivo de oír lo que este tenía
para decir sobre qué hacer toda vez que hallasen la guarida de las tarántulas. El aracnólogo
aconsejó que debían llevar antorchas y quemar cuánto antes ese lugar. La idea tampoco
fue bien recibida, ¿cómo era posible quemar la entrada hacia el Hei Tä Bebi? Los dioses, así
fueran malignos, debían permanecer tranquilos. No obstante, era lo único que se le ocurría
a Ricardo, quien fue secundado por el jefe y por un escéptico José que vestía sus mejores
armas para la cacería.
Cuando todo estuvo listo, salieron un total de quince hombres, encabezados por el jefe,
Ricardo y José, quien seguía sirviendo como intérprete. Todos iban armados, incluido
Ricardo, que portaba una lanza envenenada y una antorcha. La procesión parecía más la
de un ritual que propiamente la de una cacería de yanomamis que buscaban enfrentarse
a tarántulas gigantes. En todo caso, anduvieron toda la jornada en lo más profundo de
la selva. A medida que se alejaban del shabono de Pandari, la neblina parecía ser menos
espesa y el calor aumentaba, haciéndose insoportable gracias a la llama de las antorchas.
Poco a poco sus pieles se empaparon de sudor y desvariaron de vez en cuando hacia dónde
debían seguir. Algunos decían que debían ir hacia el norte, aunque no daban los mejores
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argumentos, quizás tratando de huir de la frondosa vegetación que se explayaba hacia el
sur. Entre ellos estaba el jefe, quien creía que la guarida de las arañas estaba en la región
más septentrional de la selva. Pero otros, incluido Ricardo alimentado por las palabras
del obstinado joven que lo había conducido en la canoa, argüían que hacia el sur la selva
se vuelve engañosa, habiendo fosas y cavernas. Sin embargo, el jefe se negó y si no fuese
porque Ricardo ya estaba cansado de ver siempre el mismo paisaje sin éxito, este no habría
cambiado de opinión.
Pero de nada valió girar hacia el sur, puesto que la oscuridad iba acaeciendo sobre la
compañía, agotada de caminar en círculos. El único que mantuvo el paso era el joven
yanomami, impulsado por el fuego de la venganza de la muerte de Akapana. Sus ojos
emanaban una furia que los otros seguían con esmero y a la vez con pavor, pues creían que
él solo podría matar a diez arañas si quería. Así anduvieron hasta que sucedieron dos cosas.
La primera era que el sol apenas se podía distinguir entre las frondosas copas de los árboles,
los cuales se hacían más altos a medida que descendía, acompañado de lúgubres ramas y
enredaderas que no dejaban escapar nada, incluido el aire. Esto los hizo dudar, porque si
bien las antorchas alumbraban, ya no se sentían seguro. Lo segundo fue que el camino
los condujo hasta donde la tierra empezaba a ser abnegada. Allí un precipicio de árboles,
rocas y otras cosas que la imaginación podía alcanzar a vislumbrar se abrían paso. Todos
pronunciaron en voz baja Hei Tä Bebi, como si hubiesen llegado al mismo inf ierno. De
hecho, el olor que emanaba de aquel vacío era desagradable, como si miles de hombres
hubiesen muerto y sus cadáveres estuvieran putrefactos.
Era imposible decidir qué camino seguir llegados una vez allí, pues el barranco hizo
desaparecer cualquier vía razonable. Además, no habían llevado suf iciente cuerda, teniendo
que asegurarse que al llegar al fondo esta alcanzase. Ricardo, que hasta el momento había
permanecido en silencio, se adelantó para comentar que el lugar parecía el idóneo para que
tarántulas habitasen. Pero ningún indígena se atrevió a dar un paso u ofrecer una idea de
hacia dónde ir. Por el contrario, observaron al jefe quien veía el agujero obscuro como si de
un remordimiento se tratase. Estuvo así, en silencio por par de minutos, contemplando algo
que nadie sabía qué podía ser hasta que se giró con un gris semblante que emanaba pena.
Sugirió que lo mejor era volver, había memorizado el camino y que, al día siguiente, apenas
el sol se levantase, irían hacia aquel sitio con más hombres de ser necesario. Por ahora no era
sensato empezar una nueva expedición en lo inhóspito y desconocido, en especial cuando no
sabían hacia dónde se extendía dicha tierra abismal. Además, estaban agotados y sus fuerzas
quedarían reducidas a nada apenas descendieran hacia ese hueco de podredumbre. Invitó
a todos a que se volvieran, tenían que estar en el shabono, nada aseguraba que no hubiese
otro combate, el cual era mejor librarlo en la claridad de las fogatas que en rodeados de las
tinieblas en la que se encontraban.
Todos siguieron su consejo, volviéndose con rapidez hacia el shabono. Ricardo, por el
contrario, presenció por última vez el vacío que se precipitaba bajo sus pies. Quiso lanzar
la antorcha e incendiar de una vez por todas ese agujero. Pero José lo tomó por el brazo,
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jalándolo hacia el retorno, el cual fue más rápido, apenas una hora, quizás menos. Esto
le pareció extraño Ricardo, teniendo en cuenta que habían caminado más tiempo, como
si algo o alguien los hubiese conducido por caminos desconocidos para no dar con el
sitio. Aun así, esto no le preocupaba en ese momento, sino el hecho de que no sabían con
exactitud cuántas arañas podían habitar en los selváticos agujeros. Debían ser cientos o
quizás miles, de acuerdo con la reproducción de estas y las distintas especies que al parecer
se ocultaban en tales cavernas. Treinta hombres no serían suficiente para combatir a
las tarántulas que podrían surgir toda vez que el calor de las flamas las hiciera huir. En
consecuencia, pensó que el día siguiente los guerreros de Pandari se enfrentarían a su propio
destino y él, con seguridad, los acompañaría.
Una vez llegaron al shabono, los guerreros que se habían quedado, prepararon todo para
repeler las arañas. No solo rodearon la estructura con antorchas, sino que clavaron lanzas
en la tierra, empapadas en sus puntas con las ponzoñas de distintas especies. Asimismo,
construyeron torres de bambú dentro del recinto, las cuales se alzaban lo suficiente
como para disparar dentro y fuera las flechas. Allí ubicaron a los mejores arqueros que
casi dispararon cuando vieron llegar a la agotada compañía. El chamán y las mujeres los
recibieron, impregnándolos de polvos, humos de tabaco y pintando sus pieles con tinta
negra. El jefe los saludó e informó que habían dado con la guarida de las arañas. Todos
oyeron con atención, como si se tratase de una más de sus historias. Aseguraban, alguno en
voz alta y otros en voz baja, que se trataba del Hei Tä Bebi. Sin embargo, entendían que era
imposible huir, estarían descubiertos en medio de la noche en la vegetación y que lo mejor
era ir al día siguiente a quemar las cavernas.
Fue entonces cuando prepararon una celebración, en la cual las mujeres iniciaron el tejido
de un muñeco, al que llamaban “no owë”. Lo crearon con una forma antropomórf ica,
aunque ocho patas, en vez de brazo, adornaban los costados. Lo impregnaron de arcilla
blanca y con tinta roja que extrajeron del onoto que hervía en pequeñas fogatas. Mientras
lo confeccionaban, danzas y música acompañaban el proceso. Ricardo participó con recelo
de la celebración. No entendía cómo podían estar entusiasmados por la muerte, a la que
todavía no se sentía seguro de enfrentar. Allí estaban al menos cincuenta yanomamis,
hombres, mujeres, niños y ancianos festejando una lucha que no aguardaba un resultado
alentador. Parecían ciegos del porvenir que les traería el amanecer y, para colmo, nada
aseguraba que pasaran de esa misma noche, aún cubierta bajo el manto del misterio de otro
ataque.
Pero nada los detuvo, puesto que, al culminar la confección, el muñeco fue paseado
alrededor de la fogata, a la vez que ingerían alucinógenos que los elevaban en el trance de la
f iesta, impulsándolos a disparar flechas y lanzas contra el objeto en forma de araña. Uno a
uno clavó dardos contra el objeto, con el objetivo de simbolizar la muerte del enemigo, al
que ahora nombraban napë. Incluso José participó de la matanza, cortando una pata con su
machete, moviéndola en el aire al mismo tiempo que se deshilaba. Finalizada la tradición,
el chamán relató una legendaria historia en la que valerosos guerreros lograron hacer frente
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a bestias, y con ello apaciguar los monstruos que habitan bajo la tierra. Con ello intentaba
animar a los hombres que ahora lucían como la misma noche, cubiertos en el manto de la
neblina que poco a poco, sin darse cuenta, fue haciéndose cada vez más densa. Ricardo fue el
único que advirtió la llegada de la niebla, así como la desaparición de la luna y las estrellas.
Recurrió a una lanza que sostuvo con fuerza para luego buscar resguardo, de nuevo, cerca de
la hoguera en la que ardía el napë.
Pasaron dos horas, quizás tres, y el jefe envió a las mujeres a sus aposentos junto con los
niños y ancianos. El chamán se quedó esa vez con los hombres, rodeándolos con plegarias
enunciadas cada vez más bajas. Fue despidiendo a los guerreros que se ubicaron a las afueras
del shabono, confiados de ser bendecidos por los mismos dioses. José, el jefe y unos quince
más quedaron dentro del edificio, prestaban guardia y, al igual que los que estaban a las
afueras, se sentían confiados. Pero, similar a la noche anterior, el ambiente quedó sumido
en una tensa calma. La selva volvió a enmudecerse, los árboles no se movían y ni el aullido
de monos o el batir de las alas de aves nocturnas se podían distinguir. José se acercó hasta
donde Ricardo, llevaba otro machete que entregó a su compañero sonriendo.
—Es mejor arma que la lanza o la flecha —agregó—. Es momento de que la uses,
amigo.
—Gracias… —comentó Ricardo, cogiendo el arma por el mango, dándose cuenta
de que toda la hoja estaba impregnada de veneno, quizás de despierte— No creo que
sobrevivamos a mañana, José. Somos muy pocos y las armas no serán suficiente, además
el fuego podría…
—Pandari —interrumpió el yanomami—. No tengas miedo a morir, es solo un paso
más del ciclo.
Ricardo lo observó, no sabía qué responder. Por una parte, creía que era ridículo hacer
entrar en razón a su amigo y todo su pueblo. Por el otro, José tenía razón, la muerte cerraba
un ciclo y por más que razonara, era casi imposible salir con vida de Pandari. Sin embargo,
en medio de dichas cavilaciones, se oyó un ruido en lo profundo. Al principio pensaron que
se trataba de alguno de los vigilantes de la zona exterior, pero el sonido volvió a repetirse,
esta vez repetido en todas partes. Se oía en las ramas de los árboles, en el vibrar de la tierra e
incluso debajo de esta. Las mujeres y niños gritaron de miedo, pues parecía que un ejército
de alimañas se aproximaba hacia ellos. Ricardo intentó ver hacia arriba, tenía miedo de las
tarántulas arborícolas, imposibles de detener si caían desde lo alto, en especial si eran tantas
como sospechaba en ese momento.
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miles de vellos urticantes llovieron sobre Pandari. Se podría decir que anocheció dos veces,
porque la neblina se había disipado toda vez que los vellos volaron por los cielos. Estos no
dejaron ver la luna ni las estrellas, sino que sumieron en penumbras el shabono. Y para
desgracia de los indígenas, estos no contaban con escudos para cubrirse de los puntiagudos
proyectiles. Algunos eran de treinta centímetros, pero otros sobrepasaban los cincuenta,
cayendo con fuerza sobre la tierra, clavándose en ella como la lanza en la piel del chigüiro.
De las torres las flechas intentaban golpearlas y aunque impactaban sobre las bestias,
era como si al caer uno otras dos surgieran en su lugar. Así intentaron contenerlas a
lo lejos, pero ya era tarde, porque estaban muy cerca, sin tener otra opción que luchar
cuerpo a cuerpo. Lanzas, machetes, cerbatanas e inclusive las manos fueron necesarias
para dar muerte a los arácnidos, impulsados por un odio que propagaba el terror entre
los yanomamis. Estos también recurrieron al fuego, no para ahuyentar la ceguera de los
monstruos, sino para matarlos al instante, calcinados por las llamas. Más y más arañas
llegaban, impulsadas por las vibraciones de los gritos o por las pisadas sobre la tierra. Iban
tras los niños, quienes se habían separado del regazo de sus madres. Sus torpes pies apenas
podían alejarlos de sus víctimas, que se arrastraban zigzagueando sobre el suelo. Saltaban
sobre sus pequeñas presas a las que clavaban sus colmillos en las espaldas. Ricardo evidenció
que algunas tan solo mataban y otras cubrían en telas a sus presas. Pero, animado de algún
ímpetu que desconocía, persiguió a varias tarántulas, dando muerte a tres e impidiendo que
mujeres y niños cayeran en sus garras.
Parecía que los yanomamis estaban por ganar, porque las arañas saltaban asustadas de
nuevo a los árboles, incendiadas por las flechas o retorciéndose por el veneno de estas.
Con ello ganaron tiempo para reagrupar a la tribu, la cual rodearon al menos unos doce
hombres. En cuanto los que estaban afuera, tan solo volvieron cinco, arañados en sus brazos
y piernas. Los de la torre se quedaron en ellas, estaban completos y vigilaban todos los
puntos del shabono. Una que otra araña se aventuró a entrar, como si quisiera averiguar lo
que sucedía, pero todas hallaron la muerte. Esto dio la sensación de que había acabado el
ataque de aquella noche. Sin embargo, los misterios que se ocultan en las terribles fosas del
Hei Tä Bebi aún no son contadas y sus motivos siguen siendo desconocidos. De lo profundo
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de la jungla se volvió a oír el paso sobre la tierra de diferentes patas, de nuevo acompañadas
de chirridos y silbidos. La tierra vibraba como si de un temblor de tratase y del arenoso
suelo, agujeros aparecieron, abnegando la superficie para dejar ver enormes tarántulas tan
grandes como un vehículo.
Esto conllevó a que la tribu corriera desesperada hacia la selva, donde las arañas, ahora
tan pequeñas en comparación con la Goliat, aguardaban a sus presas. Se abalanzaron desde
los árboles, otras tejieron trampas inexpugnables que atrapaban cualquier cosa. Algunas
se deleitaron con perseguir a las mujeres y guerreros, clavando sus aguijones sobre la piel
después de un largo salto. En cuanto al shabono, tan solo quedaron diez guerreros que
parecían no dar cabida al miedo. El padre de Akapana era uno de ellos y había dado muerte
a una de las arañas que surgió de los hoyos. Ahora portaba lanzas en su mano izquierda,
tantas que daban la ilusión de ser cientos. Las arrojaba con la derecha hacia la araña Goliat,
pero rebotaban al impactar sobre la fuerte piel del arácnido. Los otros intentaban cortar
sus patas, pero estas los arrojaban contra el suelo o los aires. Entonces José, junto con dos
compañeros, fueron con antorchas. Lograron incendiar al monstruoso animal, el cual se
retorció de dolor, chillando y escupiendo vellos a todas partes. Ricardo celebró el ataque,
corriendo con el machete en mano para contener a la bestia. Pero cuando estuvo cerca de su
amigo, este fue atravesado por uno de los vellos.
El sonido fue horrible, como apuñalar un cerdo con un cuchillo sin f ilo. José cayó de
rodillas y se desmoronó sobre los brazos de Ricardo. Su boca desprendió un chorro de
sangre y Ricardo decidió acostarlo sobre la tierra. Se vieron por un momento, mientras
José temblaba de dolor. Aún sostenía el machete en su mano que trataba de esgrimir sin
éxito. Ricardo estaba consternado, allí yacía su amigo que poco a poco era consumido
por la muerte. Sin embargo, este volvió a sonreírle y, en medio de tenues palabras que se
quebraban por su voz dijo: “Rimaq”, que no era más que no verdadero nombre que significa
“el elocuente”. Así se despidió del Hei Kä Misi, ascendiendo a los cielos y más allá. Ricardo
lo contempló y lo lloró, inmóvil ante el ataque de más arañas que venían en auxilio de la
Goliat que seguía retorciéndose del dolor. Y si no hubiese sido porque el jefe lo arrastrase,
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quizás también habría hallado la muerte al lado de Rimaq.
Ya todo era un caos. Del shabono no quedaba sino el techo de palma sobre el suelo. Las
torres de los arqueros fueron demolidas y algunos incendios incendiaban parte del bosque.
Las mujeres y niños gritaban selva adentro hasta que eran silenciados por los dardos de las
arañas. Tan solo quedaban el jefe, Ricardo y el padre de Akapana, quienes corrieron hacia
la fogata que seguía ardiendo. Los dos guerreros yanomamis repelieron a cuantas arañas
podían, cayendo estas a sus pies como señal de triunfo. Ricardo, por el contrario, no podía
hacer mayor cosa, el pánico le había ganado. A su alrededor los cadáveres de humanos y
arácnidos lo aturdían y, para colmo, la araña Goliat seguía de pie a unos cuantos metros
de él. Esta se recuperó del dolor de las quemaduras y, como si nada la hubiese herido de
gravedad, se abalanzó sobre el trío. En ese instante, el padre de Akapana se giró, conservaba
dos lanzas que arrojó una tras otra hacia la cabeza del monstruo. Ambas impactaron, pero el
animal no se detuvo de inmediato, sino que se arrojó sobre él. Lo cogió con los pedipalpos y
como si de un plátano se tratase, lo rompió en dos.
El jefe y Ricardo observaron horrorizados la imagen del guerrero caído, y sin ninguna
otra opción, emprendieron la huida. La tarántula Goliat los persiguió con apenas un par de
brincos. Logró interceptar su camino, arrojando a ambos al suelo. Ricardo intentó ocultarse
bajo lo que quedaba de una torre. Pero el jefe no tuvo tal fortuna. Se reincorporó y vio de
frente a la araña. Esta lo contempló también, como si ya se conociesen de un pasado oculto
hasta entonces para el resto de la tribu. Ninguno de los dos se atrevió a atacar al otro. Pero
el jefe, en medio del desespero o de la furia, cogió un machete a un par de metros. Esto
motivó a la araña a seguirlo. Ricardo contempló entonces una batalla digna de ser cantada
por cualquier chamán yanomami. El jefe pegaba brincos mientras blandía el machete que
lograba hacer cortes sobre la piel del arácnido. Este, en medio de sus chillidos, disparaba
los vellos, pero el jefe los repelía con el arma. Anduvieron así por un par de minutos, sin
poder herirse el uno al otro. Hasta que, en medio del caos, un colmillo de la tarántula
rozó el hombro izquierdo del jefe. Este se quejó con dolor porque no había sido un corte,
sino que un líquido transparente había caído sobre él, quemándolo. Se trataba del veneno,
suficiente como para que muriera al instante. Sin embargo, ello no fue así, porque el jefe se
reincorporó. Jadeaba del ardor y con dificultad buscó la mirada de Ricardo. Al verlo habló
con un español inexacto, pero suficiente como para que el aracnólogo entendiese:
Liberado del remordimiento que había mantenido para sí, el jefe corrió con todas
sus fuerzas sobre el monstruo que no entendía cómo el humano no había muerto. Y, sin
esperárselo, el impetuoso hombre se deslizó sobre la tierra hasta quedar bajo el vientre de la
tarántula, justo donde clavó triunfante el machete.
La araña pegó un fuerte chillido, tan fuerte que el resto de las arañas que envolvían
sus víctimas en bultos de seda, saltaron despavoridas hacia la jungla, temerosas de hallar
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el mismo destino. De esa manera, la tarántula se quejaba del acero empañado también
de veneno y, tambaleándose con sus inútiles patas, cayó sobre el cuerpo inerte del jefe,
hallando ambos la muerte. Ricardo observó, oculto, la escena y buscó con dif icultad
respirar profundo, echándose fatigado sobre la palma seca de la torre. Las arañas habían
desaparecido, ya no se oía ningún ruido de yanomamis huyendo entre la jungla. Por lo
tanto, vencido por el agotamiento, decidió cerrar los ojos. Tal como lo había previsto en sus
pensamientos, el jefe sabía algo que él no. Por eso había errado el camino hacia la guarida
de las arañas y por alguna extraña razón lo observaba con tanto recelo, como si buscase otras
opciones que no fueran profanar el mítico pozo de los monstruos. Mantuvo en secreto su
error, bien sea por una honra que Ricardo desconocía o porque no podía aceptar perder su
liderato frente a la tribu. Aun así, sus intentos habrían sido en vano, porque de una forma o
de otra, los yanomamis de Pandari alcanzarían el exterminio en el shabono o al profanar,
otra vez, el Hei Tä Bebi.
En todo caso, la penuria había llegado a su fin. Las arañas habían regresado a sus fosas,
dando fin a lo que el jefe inició semanas atrás. Ricardo tenía para sí aquel consuelo, pues
no esperaba dar otra vez con las tarántulas. Su desaparición también vino acompañada por
el de la neblina y el frío empozado sobre el destruido shabono. Debía recobrar fuerzas y
regresar, por sí solo, hacia la civilización. Aquello podía ser una esperanza perdida, vedada
por su desconocimiento del entorno. Sin embargo, debía intentarlo. Así que abrió los ojos,
motivado por el pequeño ardor de vida que le quedaba. Pero, cuando se reincorporó, sintió
de nuevo el sonido de las ramas, tan familiar en las últimas noches.
24
Giselle Lucía Navarro
Alquízar, Cuba, 1995
Poeta, escritora y artista multidisciplinar. Ha obtenido, entre otros, los premios José
Viera y Clavijo de ciencias sociales, Benito Pérez Galdós de ensayo, Edad de Oro de poesía
infantil, Pinos Nuevos de narrativa juvenil y el David de Poesía que otorga la UNEAC,
además de menciones en los concursos Ángel Gavinet (Finlandia), Poemas al Mar (Puerto
Rico) y Nósside (Italia). Ha publicado Contrapeso (Colección Sur, 2019), El circo de los
asombros y la novela infantil ¿Qué nombre tiene tu casa? (Gente Nueva, 2019), La Habana
me pide una misa (Extramuros, 2020), Criogenia (Ensemble Edizioni, Italia, edición
bilingüe, 2021). Su obra se ha traducido al italiano, inglés, francés, turco y ruso, publicada
en antologías y revistas de una veintena de países. Licenciada en Diseño Industrial por la
Universidad de La Habana y egresada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge
Cardoso. Es miembro del Comité Organizador del Festival Internacional de Poesía de La
Habana.
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cAsa/siembra
La habitación se clausura.
La tribu resiste el polvo.
Hemos sido guardapolvo del miedo hasta la fractura.
Una casa no es cordura para enderezar lo insano.
La casa es solo una mano para olvidarnos del mundo.
La casa es el más profundo vendaje de los humanos.
27
acto de reconocimiento
…temes a tu vacío
Cesare Pavese
28
visceral
Odio al artista
que cree que el arte viene desde el asco
y trepana su cerebro para extraer cada palabra dulce,
cada trozo de suavidad,
esas palabras que él llama defectuosas
y le arrancan la sensibilidad,
en busca de la perfecta belleza de su obra.
Odio lo perfecto
como todos los esquemas artificiales,
como el hombre perfeccionista
que subsiste gracias a su oportunismo,
un hombre que me odiaría si leyera estas palabras
y me llamaría cursi
y diría que aún soy transparente
y mi palabra no crece.
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cromosoma x
30
estómago
31
primeras
menciones
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ana almeida
Madrid, España
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el ascensor
El ascensor no parecía muy grande pero Jeremías, el más joven, se empeñó en que no habría
problema.
Jonás miró a su alrededor, el halógeno del techo del ascensor parpadeaba un poco, como si
se fuera fundir en cualquier momento, las paredes estaban recubiertas de un papel viejo, de
un tono anaranjado tirando a amarillento. El espejo en cambio lo hacía parecer más grande
pero ciertamente la cabina del ascensor era muy pequeña. Jonás miró hacia arriba de nuevo
y observó el halógeno.
Jonás pegó la espalda a una de las paredes del ascensor y dio dos pasos justos. Miró a Jeremías
y sacó dos dedos.
Jonás volvió a dar dos pequeños pasos. Jeremías resopló, miró su reloj, tiró de los puños de
la camisa y volvió a resoplar. Jonás abrió y cerró la puerta del ascensor para confirmar que
funcionaba perfectamente. Jeremías cruzó una mano sobre otra.
- Está bien… es esto o bajarlo por las escaleras… y son 5 pisos… a 30 y pico grados que
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estamos… y vistiendo este traje negro de “enterrador de invierno” que nos obliga a llevar
la compañía en pleno verano… tú dirás…
Subieron los 5 pisos sin hablar, muy atentos al chirriar de la cadena sobre la que colgaba el
ascensor y una vez en el piso fueron directos a la dirección marcada. Puerta C. Llamaron y
una anciana afligida abrió despacio la puerta, sin prisa. Al ver a los dos hombres vestidos de
negro y con esos rostros inexpresivos, temerosa de ellos intentó cerrar la puerta de golpe.
Jeremías puso el pie a tiempo entre la puerta y el marco y evitó que lo hiciera, levantó una
mano indicándole a la mujer que esperara un momento, sacó de su bolsillo una tarjeta y se la
ofreció con determinación.
- Es al fondo del pasillo, la última habitación – dijo – el médico dijo que fue un infarto
pero es extraño porque él tenía muy bien el corazón… o eso creía yo.
Jonás y Jeremías se miraron sin hablar. “¿Un infarto? Y a mi qué. Lo que me importa es que
está muerto y llegamos tarde señora” pensó Jeremías. “¿Al final del pasillo?, ¿por qué la gente
no puede morirse en las habitaciones más cercanas a la puerta?” pensó Jonás.
Ambos se dirigieron a la habitación señalada por la mujer, ella los dejó pasar delante y los
siguió.
Una vez dentro dispusieron horizontalmente la bolsa negra que llevaban y metieron el
cuerpo en ella. Les costó más de lo normal, pensaban que sería un anciano como la señora
pero no, era un hombre joven, de unos 40 años, grande, robusto, con unas manos enormes
36
y al menos un 45 de talla de calzado, era todo un hombretón pero con gesto muy infantil.
La anciana acarició su cara dulce durante unos instantes antes de que Jeremías terminara de
subir la cremallera del todo.
Jonás y Jeremías sudaban a mares pero el jefe les tenía dicho que no podían quitarse la
chaqueta del uniforme bajo ningún concepto “tenemos una imagen que dar, no lo olvidéis
nunca”. “Imagen que dar” pensó Jeremías, “más te valdría dejarte de imágenes y subirnos el
sueldo que lleva congelado 5 años”. “Imagen que dar” pensó Jonás, “más te valdría darnos
los medios adecuados para trabajar, como por ejemplo una camilla, y dejar de tanta imagen
que dar”.
- Es mi hijo… era autista – dijo la anciana mientras se llevaba un pañuelo usado a la boca
para reprimir algún último sollozo.
La anciana y Jeremías se acercaron también. Los tres, inclinados sobre el chico, observaron
su cara en silencio. De pronto una gran gota de sudor cayó directa de la frente de Jeremías al
el párpado del chico y resbaló por su mejilla como si llorara. Esto los sacó abruptamente del
letargo en el que habían quedado atrapados.
- ¿Nos podemos ir ya, por favor?- preguntó nervioso Jeremías subiendo la cremallera
totalmente.
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- Claro… espera que cojo por los pies – dijo Jonás todavía aturdido y situándose frente a la
parte inferior del cuerpo.
- Pues eso, que yo cojo por los pies… habrá que llevarse al chico ¿no?
Jeremías no se movió. Contrariado negó con la cabeza varias veces. Luego extendió el
dedo índice hacia Jonás.
- No no, eso no es así… el viernes quedamos en que cada día uno de nosotros cogería
el primer cadáver por los pies, el otro el segundo, el otro el tercero y así sucesivamente
alternando la posición durante la misma jornada… y este es el cadáver número uno de
hoy así que me toca a mi empezar por los pies… tú coge la parte de arriba.
Jonás no se movió. Continuaba agarrando el cuerpo del muchacho por los tobillos.
- Se me ocurrió a mi la idea así que lo normal es que YO empiece cogiendo por los pies…
tú cogerás el siguiente, no te preocupes, hoy tenemos 7 cuerpos que recoger…
Jonás se acercó y empujó a Jeremías a su vez apartándole ahora a él del cuerpo. Ahora ambos
hablaban muy pegados, uno frente al otro.
- ¿7 cuerpos? ¿Cómo que 7 cuerpos?... ahora lo entiendo… eso quiere decir que tú cogerás 4
cuerpos por los pies y yo sólo 3… eso es totalmente injusto y lo sabes Jeremías.
- Escúchame Jonás, el primer día con este nuevo método… ya lo perfeccionaremos… pero
ahora mismo, como podrás ver, la señora está esperando y no es el momento… Hoy lo
haremos así y mañana cambiamos– dijo Jeremías intentando convencer a Jonás.
- ¡De eso ni hablar!... Este chico es enorme… su parte superior pesa mucho más que la
inferior, eso está claro… no se si será porque es autista pero es muy grande… demasiado
– Jonás se dirigió un momento a la mujer que los miraba sin entender - Vd. perdone
señora pero es una realidad el hecho de que este chico es más grande de lo normal.
La anciana miró a Jonás y luego a Jeremías fijamente y bastante inquieta por saber cómo
acabaría la disputa. Jeremías se cruzó de brazos.
- Es grande sí… de eso no hay duda… pero yo no entendí así el acuerdo y no pienso
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hacerlo… te repito que la idea fue mía y yo mando… se acabó.
- Bueno pues yo sí lo entendí así – dijo Jonás cruzándose también de brazos- no
pienso recorrer el pasillo cargando con este muerto- remató mirando a la señora y
encogiéndose de hombros.
- Vale, tu eres un 50% del equipo y yo el otro 50%… yo quiero acabar cuanto antes, tú
quieres acabar cuanto antes e incluso esta mujer querrá acabar cuanto antes, ¿verdad
señora? … así pues… ¿cómo lo resolvemos?
Jeremías se aproximó un poco a Jonás para susurrarle algo al oído. La anciana acercó la oreja
para ver si escuchaba algo.
- Nos jugamos a cara o cruz cosas como quién paga la ronda esta o quién conduce hacia
tal sitio, pero esto…
- Pues es a cara o cruz o no es… estoy harto de que siempre me lleves la contraria
Jeremías. Tengo más edad que tú, más experiencia…
- Bla bla bla…
La señora tosió ligeramente. Jonás y Jeremías la miraron nerviosos, no les gustaba que nadie
se entrometiera en sus discusiones que por otro lado eran bastante habituales.
- Señora Vd. ha perdido a alguien, vale que es duro, lo entiendo… su hijo, f íjese, debe ser
una terrible experiencia… encima autista, que le repito que pinta no tiene… aunque yo
nunca antes había visto a un autista… tampoco tengo hijos, así que no se que se siente
realmente con un tema así… pero es que yo con esta decisión que tomemos hoy, ahora,
me juego dejarme la espalda en cada jornada de trabajo… entiéndalo, es un cosa seria…
hace años me operaron y no estoy para ese tipo de riesgos… podría quedar seriamente
dañado, minusválido, ¡qué sé yo! … así que no voy a dar mi brazo a torcer, lo haremos
a mi manera o no la haremos… dicho esto vamos Jeremías acabemos ya… saca una
moneda.
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Jeremías se palpó los bolsillos refunfuñando. No tenía ninguna moneda suelta ni en los
pantalones ni en la chaqueta. Miró a Jonás. Jonás a su vez se palpó sus bolsillos pero tampoco
tenía ninguna moneda suelta. Ambos miraron a la señora. La señora se dio la vuelta y salió
de la habitación a paso lento.
Jeremías y Jonás se sentaron a esperar que la mujer volviera en el pequeño sofá tapizado con
una tela de flores rosas y blancas que había situado al fondo de la habitación.
- Estarás contento, otra vez vamos a llegar tarde… primero medir el puñetero ascensor,
ahora esto…
- Yo no tengo la culpa de que tú no te expliques claramente y de que el chico sea un
autista gigante.
Jeremías resopló y volvió a repetir el gesto tan característico. Primero miró su reloj y después
tiró de los puños de su camisa. Jonás le miró de reojo, respiró hondo y puso una mano sobre
otra sobre su regazo, después cerró los ojos como si meditara. Jeremías le miró extrañado.
La anciana apareció por la puerta acelerada y sonriendo “la tengo” exclamó visiblemente
eufórica y sosteniendo triunfalmente una moneda en la mano.
Ambos se levantaron del sofá al tiempo y se susurraban el uno al otro mientras la mujer
avanzaba por la enorme habitación hacia ellos.
La mujer casi había llegado a ellos pero arrastrar los pies nunca ha sido una manera segura
40
de caminar. La moneda salió volando por los aires, tras ella la anciana salió volando
también.
Jeremías y Jonás se miraron sin hablar, luego la miraron a ella, después observaron
el pequeño charco de sangre que cada vez se hacía más grande. Por unos segundos se
mantuvieron quietos y en silencio. Después buscaron con la mirada la moneda y se
acercaron nerviosos a ella.
Jonás resopló fastidiado, se acercó al cuerpo del chico bordeando el cuerpo de la anciana y lo
cogió por los tobillos.
- Vale vamos, has tenido suerte, pero verás… te demostraré que el ascensor es pequeño
para esto y tendrás que darme la razón.
Jeremías rió satisfecho.
41
daniel arella
Caracas, Venezuela, 1988
43
Selección del libro inédito
la última cena de las dakinis
44
Siempre escogeré la bestia impura que me conduce a la nada.
César Dávila Andrade.
45
rito de la virgen negra
Maga negra que me amparas, no me dejes en el juego de las brujas, he resucitado para
ser la bestia cristal, me ha pulido el maligno hasta hacerlo prodigio en las manos
de los maestros y los enemigos, hasta hacerlo nacer como un sol y que empiece a
sonar en las ventanas del pueblo, que llegó el Mesías con su alegría inaudita del
vientre del árbol venido desde la última entrada de lo sagrado a la tierra, soy el
discípulo de la tercera Venus del viento y no quiero que vengan ha destruir lo que
he cosechado con humildad desde que todos se fueron. Son pocos siempre los que
resisten la fulminación del rayo, la paciencia del lenguaje que se hace río vertical
ascendiendo al cielo, árbol traslúcido, con qué armas nos hemos defendido sino con
las del corazón, con los instrumentos afilados de las ficciones, los objetos rezados,
la gloria de terminar el libro de los profetas buscados por las amantes serpientes, las
que profirieron nuestros nombres en el pasadizo de la montaña iluminada de los
primeros brujos.
46
engranajes traslúcidos
47
al fondo
devorando el subsuelo de la piedad.
48
oráculo de la pitia
49
darkonia
50
origami de vidrio
51
segundas
menciones
53
ramón grimalt
Barcelona, España, 1968
54
Gracias, doctor
1.
Lo veo pasar todas las mañanas, siempre a la misma hora con El Diario bajo el brazo.
Su andar es firme, determinado, marcial. Altanero, mira al frente, con la suficiencia de
quien se sabe superior aunque los años han dejado su huella y se nota en el bastón de caoba
sobre el que apoya una humanidad levemente vencida en los hombros por el peso de la
responsabilidad asumida en algún momento de una vida que aventuro atormentada.
Pero eso, la verdad, me resulta indiferente y supongo que a él también, escondido detrás
de unas gafas de sol de montura de carey que deben costar su buena plata. Para tenerla en
el banco, creo, ha debido contraer méritos. O quizás no. Qué tal, imagino, si heredó una
fortuna o su padre halló un tapado oculto bajo los cimientos de una vetusta construcción
en algún rincón de Sopocachi. Eso es posible, que cosas como esas han sucedido en esta
ciudad, si lo sabré yo. Aunque, pensándolo bien, no es el caso. Yo sé quién es ese hombre.
El viejo del sombrero de fieltro, el abrigo Loden en agosto y la chaqueta de lino con finas
rayas azules en primavera, eternos pantalones de franela gris y los cómodos zapatos ingleses
con cordones debidamente lustrados como indica el manual de la elegancia aprendida en
ministerios y comandancias, palacio de gobierno y cancillería, cena con el agregado militar
argentino a las ocho en punto y cóctel con el representante de la Vickers company en su
residencia de la calle doce de Obrajes, sólo excusas al teléfono 2453221.
Sí, yo lo conozco. He visto su foto en los periódicos y en los libros de historia. Alguno
escolar. El mismo rostro grave y circunspecto, vestido de uniforme de gala, soberano,
todopoderoso, amo y señor de su destino.
Oh sí, mi general yo sé quién es usted. Y lo que hizo. Lo saben todos. Ustedes y ellos. Claro
que hoy, nadie se acuerda o no quiere acordarse, por la cuenta que les trae. Dicen que
la historia es eso, pasado. Nadie quiere tocarla, ni mirarla. Hay que seguir el vagón del
progreso, sin lastre, y remontar el vuelo. Qué más da si usted, mi general, persiguió a éste
o aquél, dio órdenes estrictas de obtener toda la información sin importar el cómo ni el
porqué y, en una decisión suscrita con una estilográfica suiza, mandar al paredón a esos
presos políticos tan molestos. Mierda, señor, usted sí que fue alguien. Alguien que tarde
o temprano se dará cuenta de que le cuesta dios y ayuda orinar y que a eso de las tres de la
mañana recorre insomne el apartamento con vista a la Plaza Avaroa sin saber muy bien a
santo de qué.
55
2.
-Mire, usted ya tiene una edad. Le recomiendo que siga la receta al pie de la letra.
-Gracias, doctor.
-No tiene de qué. Sólo haga lo que le pido.
-Mi padre no tiene…
-Eso lo dejaremos para después, si le parece.
Reprimo un “no” tan legítimo como sincero. En el fondo quisiera tomarme el día libre.
Qué sé yo. Viajar a Coroico. Pero hice el juramento hipocrático.
A esa gente no le puedo cobrar. Alguna vez traen naranjas. Saben que me gustan,
especialmente las de Yungas, siempre dulces. Hoy han venido con las manos vacías. Les
dedico una media sonrisa, la única que tengo y les abro la puerta de la consulta. Ahí, en
el vestíbulo, espera un hombre. Reconozco su sombrero. El puto sombrero de fieltro del
general.
3.
Ella trastabilla, por culpa de la pierna mala. Le acerco un brazo para que no se caiga. Su
padre la mira siempre en silencio. El pobre no da más. Ni menos. El general ni se inmuta.
Ella lo rechaza negando con la cabeza. La siento perturbada. Sus ojos no mienten. Vidriosos,
reflejan una profunda pesadumbre.
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No hay pregunta más estúpida.
Asiente. Calla y otorga.
Su padre baja la cabeza. Se pierde en la enrevesada cenefa de la alfombra. El general se pone
en pie con dificultad. Se arregla, sin embargo, las arrugas que se han formado en las perneras
de los pantalones. Faltaría más.
Ella parece recuperar el aplomo, aunque el temblor de su mano izquierda es muy notorio.
También su pecho se agita impulsado por un fuero interno que no alcanzo a comprender
aunque, por favor, no soy tan estúpido como para no darme cuenta de que algo pasó en la
fracción de segundo transcurrida entre el momento en que abrí la puerta de la consulta y
ella y su padre se toparon con el general. Ese hombre. Siempre ese hombre.
Advierto que el temblor ha desaparecido; algo similar al odio mezclado con desprecio se
puede leer en su rostro que en ese momento es como un libro abierto por la mitad, justo
donde el escritor exitoso ha decidido que la trama se complique.
El viejo se da por aludido. Por primera vez voltea hacia el general, se lleva las manos callosas,
de obrero, al rostro y cae de rodillas. La escena me parece melodramática. Un exceso.
Ella trata de poner en pie a su padre. Aunque está en los huesos, tengo la sensación de que
es un peso muerto. Escucho que le susurra “vamos, papá” mientras aquel hombre trata de
erguirse, con un punto de dignidad.
-Miren-introduzco-No sé lo que está pasando aquí. Les pido que se vayan, por favor.
-Pero yo tengo una cita programada, doctor. Protesta el general sin necesidad de alzar la
voz. No lo necesita.
-Lo siento. Todo esto que ha sucedido… Mire, pase usted mañana.
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El general asiente resignado. Supongo que su dolencia puede esperar. La joven, enjugándose
las lágrimas, musita palabras de ánimo a su padre que da un paso y luego otro hasta la salida.
-Que les vaya bien. Bajen las gradas con cuidado. Les recomiendo sin demasiada
convicción.
Detesto las escenas. Me resultan desagradables. Tampoco soporto el victimismo. Hay algo en
esa gente que me provoca escalofríos. Se mueven como espectros, fantasmas que abandonan
sus tumbas sabedores de que al despuntar el alba volverán para atormentar a los vivos.
Porque ellos dejaron de vivir hace tiempo. Creo que, incluso, mueren a cámara lenta, un
poco cada día. Pero es cosa suya. No debe importarme. Es preciso mantener la distancia con
el paciente. Sobre todo con esos que llevan consigo una pesada carga emocional.
Miro al general. Veo a un hombre. Un paciente. Alguien a quien le cuelga la piel del cuello
en pliegues desiguales mientras un millón de surcos recorren su rostro. Los hay profundos,
como cañadones, otros parecen riachuelos que conducen de un modo inevitable al mar de
una boca entreabierta lo suficiente para ver una dentadura sucia, amarillenta, pero alineada
con la prolijidad de un escuadrón presto a pasar revista.
4.
El viejo siempre había querido que fuese médico, por aquello de continuar con la tradición
familiar. Él, era cirujano, uno de los más importantes del país, hasta que se lo llevó un
cáncer. Por eso le dediqué mi tesis sobre enfermedades coronarias. Creo que se lo merecía,
corrijo, se lo debía.
En realidad, mi vocación siempre fue otra. Me hubiera gustado ser escritor aunque tropezara
con la firme oposición del clan. Les dije que mi profesor de literatura había ponderado un
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par de cuentos y que, si contaba con la autorización firmada de mi padre, los presentaría a
un concurso municipal.
“No, no pierdas el tiempo con esas cosas. Tenelas como una afición, un hobby, pero no
embromes, esto jamás puede ser una profesión seria. ¿Acaso te quieres morir de hambre?” me
sermoneó. Y no supe ni pude contradecirle.
Escribir, lo que es escribir, quedó archivado. Alguna vez tengo el impulso de sentarme
frente a la computadora y teclear sin descanso, poseído por una suerte de febril inspiración.
El problema es que freno en seco en la segunda frase. Lo admito, no tengo talento. Eso no
quiere decir que me rinda. Al menos me queda la lectura. La biblioteca de mi abuelo, la
misma que heredó papá, es mi refugio favorito. Me da rabia no estar a la altura de aquellos
tocados por un hada madrina que supieron contar emociones en un pedazo de papel. Ahí
está Hemingway. A su derecha Conrad. Y a la izquierda Vargas Llosa. Pero siempre que
tengo tiempo, por lo general cuando languidece la tarde del domingo, leo El pozo. Quizás
me gusta tanto porque Augusto Céspedes se lo dedicó a mi abuelo que también combatió en
el Chaco. Vio tanta muerte que por eso se hizo médico, para salvar vidas. Eso es vocación o
al menos se acerca. Vocación. Vacación. Quizás es lo que necesito. Desconectar y olvidarme
de…
La voz de la enfermera suena críptica al otro lado del intercomunicador. No lo sabe, claro,
pero ha interrumpido mi momento de ensoñación, ese reservado para uno mismo. Maldigo
mi suerte. Sobre todo cuando escucho los pasos del general subiendo los escalones. Hasta
puedo sentir que respira con dificultad, como un pez fuera del agua arrancado de su hábitat.
Abro la puerta lo suficiente para husmear. Ahí está, impecable como siempre: bien afeitado,
la raya del pantalón milimétrica, perfecta, y el saco a medida, con un clavel en la solapa. Me
pregunto qué secreto esconde. Por qué su presencia desestabilizó tanto al viejo y a su hija.
“Usted sabe lo que hizo”, le espetó en el rostro. Lo sabe todo el país. General Adalberto Soria
Gorriti. El mismo que figura en las páginas de los libros de historia. Toda una celebridad,
podría decirse.
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-Enfermera, dígale que pase. Ordeno pulsando una tecla verde del intercomunicador.
El general empuja con cuidado la puerta entreabierta y pasa. Advierto que esta vez lleva un
portafolio de cuero.
-Adelante, adelante. Buenos días-le recibo sin extenderle la mano- Tome asiento, por
favor.
-Uh, gracias doctor.
-Bien, ¿entonces?
-Mire, doctor. Hace días que… Bueno, no sé muy bien por dónde empezar…
-Dígame, por favor. Lo escucho.
-Hará como un mes- comienza seleccionando las palabras, como si tuviera el discurso
aprendido tras varias horas de ensayo -me di cuenta de que tengo que cumplir con una
promesa. Una promesa que me hice a mí mismo y sin la cual me es imposible seguir
adelante. Como usted puede ver, soy un hombre mayor. No sé cuánto tiempo más de
vida me queda.
Lo veo sentado frente a mí. De pronto ha caído la armadura con que se protege. Está
desnudo. Indefenso. Creo haber escuchado que hizo algo así como una promesa. Es probable
que desvaríe.
-Usted sabe quién soy yo, ¿verdad? Bien. Durante años hice cosas de las que no me siento
particularmente orgulloso. Digamos que cometí errores. Graves, en algunos casos.
Irreparables. ¿Prosigo o no es necesario?
“Maldito hijo de puta. Por supuesto que cometiste errores. ¿Pero tú consideras sólo un error
el haber mandado matar a decenas de personas? ¿Y los desaparecidos, esos arrebatados de su
hogar entre penumbras, a quienes nadie volvió a ver?”, pienso. Pero me contengo. Acaba de
despertar mi interés. ¿Acaso el inicio de una historia que merece ser contada?
-No es necesario-le digo trazando una mueca torva-Por supuesto que sé quién es usted
y lo que hizo con sus amigos militares. Pero también sé que ya cumplió su condena
hace un par de años… Dicen que por buena conducta. Personalmente, si le interesa mi
opinión, lo hubiera dejado treinta años en Chonchocoro. Quizás un poco más, ¿me
entiende?
El general sonríe. Es una sonrisa gélida, lobuna, capaz de acentuar cada arista de su cara
enjuta, angulosa.
-Lo sé. Creo que la mitad más uno de este país nuestro piensa lo mismo que usted. Pero
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eso ahora no viene al caso. Lo que quiero decirle es que quiero agradecerle.
-¿Perdón?
Ahora sí que estoy desconcertado. Siento que la sangre fluye como en una pista de carreras,
acumulándose en las sienes, embotando mis pensamientos, despojándome de ideas e
iniciativa. Soy un mero espectador de la escena. Asisto al último acto de un asunto pendiente
cuya información está en el interior del elegante portafolio que abre con parsimonia para
sacar un folder.
5.
El abuelo era un botarate. Lo único que le dejó a mi padre fue su biblioteca. Correcto y
chapado a la antigua, preconizando valores de otro tiempo, trabajaba en el Hospital de
Clínicas para mantener a su esposa e hijo. Ella era una mujer sufrida y callada. Vivíamos, me
contaron, en la planta baja de un edificio en Miraflores. Luego, gracias a un golpe de suerte,
decían, nos mudamos a una casa en la Abdón Saavedra, en Sopocachi. Allí papá instaló la
biblioteca y aceptó un empleo en el Hospital Militar. Nunca más hubo penurias y en cuanto
salí bachiller me fui a Chile a estudiar medicina.
“No, no pasó. General usted es un asesino. Perdonado por la justicia, tal vez. Pero no por sus
víctimas”, considero mientras recibo la carta que no leo, dejándola simplemente sobre la
bandeja de correspondencia.
61
-¿Eso es todo? Porque tengo otros pacientes que atender esta mañana… Digo elevando un
poco la voz, de modo inconsciente.
-Sí, entiendo. Pero ya que estoy aquí. Me pregunto si usted sería tan amable de recetarme
unas pastillas para dormir. Últimamente no pego ojo y a mi edad eso es un martirio.
“Debe ser tu podrida conciencia”, pienso mientras veo a mi padre en la terminal del
aeropuerto de madrugada, despidiéndose con la mano. “Andá a demostrarles de lo que
estamos hechos los Cruz Ballivián”, me dice emocionado arreglándome las solapas de mi
chaqueta. Viví con esas palabras hasta que me recibí con honores. Ese episodio se lo perdió.
-Ah, por supuesto. Espéreme aquí. Le sugiero con la sonrisa más hipócrita de mi
repertorio.
Me pongo en pie y camino unos pasos recorriendo la distancia que hay entre mi escritorio y
una vitrina con muestras médicas.
-¿Sabe qué? No le voy a recetar unas pastillas. Le voy a dar unas que le permitirán un
sueño reparador. Cuando despierte se sentirá como nuevo. Con ganas de empezar un
nuevo día.
“Y de gozar de un sueño eterno”.
Entonces entiendo el sentido de las palabras de mi padre. De algún modo, Acabo de hacer
justicia en nombre de los Cruz Ballivián.
Y cierro los ojos apretando bien los párpados. Imagino calabozos y electrodos, llanto, dolor
y muerto. Pero esas imágenes se difuminan en mi mente cuando percibo el suave aroma de
la justicia poética.
62
63
Josué andrés moz
San Salvador. el Salvador, 1994
64
LA FOSA: INSTRUCCIONES PARA EVITAR EL DELITO DE SER UN
MUERTO INCÓMODO
Más que la hormiga, más que el siglo y que el arado,
más que las lenguas del tiempo y el caer de los hombres
durarán nuestras manos de huesos y agonía.
José Revueltas
Anotemos:
65
[NARRACIÓN DIDÁCTICA NÚMERO 1]
Seguimiento de instrucciones:
66
o en el mejor de los casos un patio trasero de algún ex-policía.
nunca hablará del invierno de los tatuajes ni de la dureza de la bota,
será incapaz de dejar tirados sus dedos por la calle,
o de permitir que alguien encuentre alguna de sus piernas.
El buen muerto
entenderá que no hay suficiente vida para su muerte.
67
terceras
menciones
69
ezequiel varone
Buenos Aires, Argentina, 1989
70
martes
Martes, trece horas y quince minutos. Drako95 despierta. Ama días como esos, en los que
puede levantarse pensando en que no tiene ninguna obligación. Trabaja como “tapabaches”
en un restobar escondido en el microcentro. Ese término es el que usa para describir sus
labores dentro del antro: lavar si hay que lavar, atender si hay que atender, repartir si hay
que repartir. En realidad, no le molesta para nada que su trabajo no tuviera una función
específica, al contrario, siente que se aburriría haciendo todo el tiempo lo mismo y a cada
tarea le encuentra un beneficio: lavar-silencio, atender-propina, repartir-aire fresco. Una
vez más sonríe al poder planificar, o más bien no planificar nada para su día, tiene tiempo
para pasarlo como a él le gusta.
Gris y plomizo el color del cielo, manchado con matices oscuros de los edificios que le
muestran sus espaldas al Río de la Plata en Puerto Madero. Coreografías de paraguas que
danzan en una comedia única. El sonido de motores como insectos gigantes que zumban en
los oídos de los transeúntes que pueden tocar el aire por lo denso de la humedad.
*¿Qué soñaste?
71
*Jaja, sos un pesado, prefiero que me lo cuentes
Un sonido anómalo corta el aire de oídos que no oyen. Las nubes, resueltas a oscurecer
el ambiente, tiñen de grises oscuros y violetas el cielo porteño. Un amarillo caramelo
amarronado, emerge parsimonioso del horizonte difuso por la niebla y la garúa.
*¿Qué tenés?
*¿Y no vas a ir al médico? Mirá que a mí me faltan un par de materias y soy todo un
doctor
*Jaja, sí, me imagino. Voy a esperar, por lo menos hoy decidí quedarme en casa, depende
de cómo siga mañana veré si ir o no.
*Sí, es cierto. Yo también estoy en pijama, o sea en calzones, jaja. ¿El tuyo cómo es?
Varias pestañas juntas abiertas en salas privadas y una pública poblada de publicidad y
vandalismo. Piensa que describe de forma casi simétrica a la ciudad en donde vive. Carteles,
pegados encima de más carteles, basura, pungas y drogones que piden dinero para más
sustancias. Él, con sus años en el mundillo, supo hacerse su lugar y ganar la simpatía de
varias personas, en realidad todas mujeres, que siguen intercambiando charlas fluidas y con
ciertos códigos construidos. Afuera llueve muy liviano y hace un frío que cala los huesos, eso
le dijo una de sus confidentes de la sala; él, en cambio, desde su lugar no podía percibirlo;
en invierno es todo un microclima, aunque el verano sí que es más inclemente y requiere de
ciertos cambios en la rutina para palear como se puede el calor. Abre el cajón y saca un cubo
color verde enebro. Con un cuchillo no tan afilado, comienza a rasparlo hasta acumular
cierta cantidad de polvillo de hojas secas, lo pone en un papel, le pasa la lengua y lo deja
apoyado con la vista posada en la pantalla. Lleva las manos de forma apresurada al teclado y
ríe mientras los dedos bailan sobre las teclas. Del mismo cajón saca un encendedor gastado
72
y sin la chapa que cubre al mechero, acerca un cenicero escondido detrás del monitor y
prende el cigarro que lo esperaba inerte.
*Tengo nuevas fotos que pueden interesarte, pero vos nunca querés que nos veamos; no sé
si tengo ganas de pasártelas…
*Te dije que dentro de poco, tengo que crear el misterio… dale, pasame
*Yo soy la de rojo, ¿en qué parte de Mendoza me dijiste que estabas?
*Saliste muy linda. Cerca de donde estás vos, más no puedo decirte
Ríe al mentir y guarda los archivos que les mandan con mucho profesionalismo en
carpetas divididas por día, persona y hasta características físicas, etarias y de residencia.
No es ningún improvisado. Su principal virtud es que sabe retirarse de las conversaciones a
tiempo y no se deja llevar por pasiones desbordadas. Para eso tiene otras páginas a las que
recurre en momentos de debilidad y vacía sus demonios en perfecta armonía. Al principio,
hace ya años, tuvo varios problemas por no contar con la experiencia y la meticulosidad que
había ido adquiriendo. Se enamoró, se obsesionó, sufrió y volvió a entrar en la rueda. Ahora
que es grande, se siente mucho más fuerte y puede identificar sus contrariedades pasadas
proyectadas en sus contactos; la mayoría de veces en concordancia con las edades de las
usuarias.
Pasan minutos, luego horas. Cada tanto prende el cigarrillo y saca el cubo verde para
repetir el proceso. Sus ojos de hilos rojos, merman ante la presión del cansancio y el efecto.
Una ansiedad lo desdobla y apaga el monitor para reiniciarse. Se levanta sin urgencia y abre
la heladera: Medio limón, una botella de agua empezada y un sobre de mayonesa con la
punta acartonada es lo único que le devuelve. Cierra un ojo y apoya el otro en el agujero de
la ventana, “¡Qué lluvia más aburrida!”, piensa, mientras percibe el frío del vidrio que le
humedece la cara. Deben ser las cinco o seis de la tarde, momento del tedio. Nunca permite
el espacio a preguntas existenciales, pero sabe que en el fondo quieren aflorar, como en
un campo de batalla en donde la resistencia insiste, pero no logra penetrar el fuerte de
concreto. Vuelve a acercarse a la computadora y sondea las pestañas de privados: Nadie le
había hablado. Pone algo de música que le recomienda YouTube y decide arrojarse a la
cama.
*Drako, ¿te enteraste? ¡Qué peligro vivir en Buenos Aires! ¿Hablás con alguien de allá vos?
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El nimbo de una ciudad cada vez menos santa, atraviesa los primeros rascacielos. Un
olor ácido y desconocido avanza sin la solemnidad del polvo amarillo, rápido como la luz
del relámpago que anuncia al trueno. Luces de bomberos, policía y defensa civil, completan
el cuadro de colores en movimiento. El sepia emerge gigante y ya puede llegar a verse desde
kilómetros. El tránsito se bloquea por el pánico, el ruido incesante de gritos y bocinas; la
violencia del “sálvese quien pueda”, toma el primer plano.
Comienza a sentirse más pesado y una acentuada dificultad para respirar le abrasa los
pulmones. “Por hoy dejo de fumar”, piensa casi al mismo tiempo que pierde la conciencia
y comienza a enfriarse en la cama. De fondo sigue sonando una lista de reproducción de
“Canciones para escuchar un día gris”, que el proveedor le había recomendado en la página
de inicio.
Al atravesar las primeras cuadras, el amarillo se combina con el oscuro cielo lluvioso y
el vaho de la ciudad. Multitudes durmientes en los suelos de alquitrán y cemento. Ruinas de
una ciudad viva: sonidos sordos, olores transparentes y texturas inocuas.
*Dicen que explotó un barco y no supe más nada porque no llega información de allá.
¡Qué miedo!, ¿no? ¿Te imaginás estar sentado escribiéndote conmigo un día así y que de
repente una nube tóxica se lleve puesto a todos?
¿Estás?
¿Hola?
Como en un reloj digital en el que avanzan los segundos sin pausa, continúa el conteo de
durmientes. La lluvia intensa limpia el aire de milagro y decolora el ambiente: pasa por el
narciso al plátano, hasta perderse definitivamente. Desde ese día el amarillo simbolizaría el
color de la nostalgia. Un vecino, ignorante del caos, a kilómetros de la gran ciudad, disfruta
del intenso olor a lluvia que moja la tierra y se encamina a sacar la grasa del congelador
para cocinar unas tortas fritas, ideal para acompañar aquella plácida tarde de garúa fina,
pero firme.
74
75
Jorge morales corona
Santa Ana de Coro, Venezuela. 1995
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[.Á]
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basilisco
En esta estirpe
los colmillos nos los clavamos
antes de dormir
¿?
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inerte
(*)
perfumo la madera de mis huesos
(*) para hacer fogata
destino de otra vida u una palabra que no para de arder
de forma supuesta en la ribera de la última pestaña
y vigila doliente en el desprendimiento con alevosía
como forma impúdica de cerrar todo ciclo (antes) de la próxima picadura
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venimos con pocas cosas
[para esperar el entierro de un ser querido]
80
eco recidivante
ternura del que calla
nueva vuelta a la sal
memoria del último rezo
montañas batientes
albores entregados a la
acidez [palabra adentro]
pocas cosas.
pero muy pocas.
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[.ápeiron]
Miércoles por la mañana. Ciudad que siente el hambre del silencio. Ciudad de hormigas
rojas caminando por el cedro. Artrópodos de agua, de mutismo oclusivo.
Agua intransigente. Viento del sur. Delirio de nube.
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las nubes han bajado
[para los días lluviosos]
La palabra
queda
suspendida
una duda
advierte
sus tres dimensiones:
1. Pretensión.
2. Suspicacia.
3. Rigidez tardía.
La caída es oblicua
el agua suda su último nitrógeno
antes de formar el sonido
que es palabra y duda
cuerpo en una hendidura fracasada
(de huracán insipiente y vasija estéril)
la condensación hace vibrar las gotas que regresan sin tocar el suelo
a su cuerpo original
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sepulcro del cual no han salido sino hasta
la revolución del poro
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el próximo sudor
1 [ANOTACIÓN 1] Los poros dicen el crimen que cometen mis ojos al contar su futuro
(imprevisto). La piedra que me arranca el cuero es el arma con la que contaré mi próximo gemido
(antes del tiritar final de la noche), porque la conjura que arde en mi frente tiene el olor de una
reencarnación dudosa, con origen y palabra en la omisión más grande de la verdad.
Sufro la mentira cada mañana que creo salir de mí mismo, visitar los cuerpos amantes que ahora
extrañan mi ausencia y las costas donde el naufragio hizo casa en mi boca llena de arena. Seré el hijo de
la piedra que ahora arrastra su peso sobre el magnetismo cauto de la tarde. La próxima piel que habite
será la del suspiro.
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El fuego que arderá en la boca
es el del niño con su danza deliberante astuta
gerundio en un participio que poco a poco
se gasta en un grito
se verán venir ángeles a dar el rostro por la fiebre de ayer por la tarde
86
imagen
no
disponible
1 [ANOTACIÓN 2] Luego vendrán las bestias a quebrar la nueva ola que choca contra mi
frente. El mar será la palabra que calla madre cuando me persigna. Fíjese en el vacío que queda tras
la revelación de la imagen, la forma en la que toda subsistencia huye del enfoque y sólo quedan las
palabras. Palabras de fondo, al pie de la nada. Palabras que sobreviven al final de la tinta, que graban
sus bordes para nunca más dejarse borrar; quizás por orgullo, o por simple naturaleza eterna.
El mar es como la palabra: deja su marca, alguien sabe que alguna vez existió por sus huellas. La
sal demarca el oleaje que se acaba en un lugar y comienza en otro. Algo así como el apocalipsis. La
revelación yace impresa en la sal y su piedra córnea. Piedra que pesa menos que la tinta de una letra
sobre el papel. El peso equivale a la historia, lo que duran sus bordes antes de quedar sólo la cáscara.
Luego, toda cáscara servirá para hervirla en agua y aplicarla a la frente y esperar el próximo sudor.
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primum non nocere
[para escapar de las malas decisiones]
Hablo de un pulso paradójico que parece provenir de dos aguas: corrientes de un mar
incierto, con otro que permanece incógnito. Se revuelven en el centro de un abismo que
labra la piedra convirtiéndola en escultura de lava fermentada.
Hay dos pulsos que se consiguen: fuerzas que erigen el mismo árbol. La delgada línea de
comunicación entre este instante y el próximo sismo de mirada y boca sedienta.
Ojos que miran el siguiente parpadeo del fluorescente.
Cama 5: Maestra de un aire que se escapa por la aguja que la conecta al mar.
Conoce las corrientes submarinas como lo indica su hemoglobina jadeante.
Todos los destinos se consiguen en el pulso paradójico con la muerte. Destinos del
mismo árbol, corrientes formando la piedra en la que se fundará la nueva familia de
Jerusalén.
Pero nadie está preparado para escaparse por la mirada. Ninguno recuerda su número de
cama, el padecimiento que lo lleva a la siguiente reencarnación.
88
Corazón de viento. Pulmón de sangre supuesta.
El mismo sonido mecánico. La siguiente reacción química. Con el resultado de siempre.
No queda más que callar. Llorar con el fuego que devasta pecho adentro.
Eres más fuerte que esto, te aconsejan.
Lo superarás.
89
madera de otro árbol
[para la reprimenda de los familiares]
Es preciso que sepan mi caída, que todo cuanto les digo es una profecía que ustedes me
revelaron
Casa de habitantes mudos, de tierra en la garganta
No me esperen para cenar, estoy debajo de la mesa. No guarden comida que el silencio
pudre toda verdad que queda de sobra.
90
descenso
[para recitar durante un atraco]
(grito 1) (grito 2)
padres que matan gatos que huelen el principio
para sobrevivir la siguiente guerra de una oración a medio terminar ayer
de viento batiente y agua empozada por la noche / acto de Credo
como acto de salvación o acto de estupor tras la palabra
Madre dice:
Que la Sangre de Cristo te cuide, te ampare y te proteja.
Ten mucho cuidado, papi, cuando vayas a cruzar la call
e, guarda bien el teléfono, mira a todos lados que uno n
o conoce la consciencia de los otros. Que te vaya con b
91
ien y regreses pronto, sano y salvo. Protéjase siempre c
on la Sangre de Cristo. Me avisas cuando llegues. ¿A q
ué hora llegas?
Padre dice:
Lo material se recupera, por lo menos estás vivo.
Esta mañana una sombra me siguió por la cocina
A lo mejor era tu tío avisando de algo, o quién sa
be. Digo que era tu tío porque alguien se me paró
al lado y parecía un hombre; y cuando volteé no h
abía nadie. Me asomé a la sala a ver si era tu mam
á pero no, estaba dormida. Yo no sé qué quieren la
s sombras.
92
nos acostumbramos a ser diáspora
y ahondar en la negrura de la espera
hacemos descensos hacia nuestro
propio cuerpo para decantarnos por el temblor
de sabernos culpables de vivir
de dejarnos joder por los instintos
o de celebrar aunque ayer te apuntaron a la cabeza
93
costa(do)
[para sobrevivir al silencio de la estirpe]
[casa
hoy no fui
quien rompió en ti]
la patria de la sal
nos hizo herederos de las
espinas que nos arden en la sangre
94
en la última estepa de esta costa [ruido]
civilización [escoñetada]
resistencia [doblegada]
donde los hijos están condenados a padecer su pronunciación
95
la última estepa
[para la consagración de los espíritus]
Primera parte
96
batiente
sigue la puerta sintiendo la marea
(com)batiente
es aquel que perdió la huella de su rastro
arriba
la luz se difumina entre la arena levantada
abajo
se resienten los pies al cargar con mi sangre
adentro
alguien me susurra la ciudad que perdí
afuera
todos gritamos la marea que nos destroza las manos
Segunda parte
97
mi casa tiembla, la sangre me avisa
del siguiente eco que hará de las paredes
una crónica del desahucio
l t
a i
s e
b m
a b
s l
98
arderemos frente a la luna, gritarán los hombres
pero yo seguiré padeciendo este insilio de muros batientes
y bases agónicas
resentiré en la espina dorsal toda la sangre
de aquellos que siguen palpitando en el mar
que no soy / pero que persigo con el mismo fin
99