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La Bestia Impura I

Obras ganadoras del primer concurso experimental


Coordinadores: Lucía Rothe y Santiago Rothe

Colaboradores: Ana Almeida, Daniel Arella, Josué Ocando García, Ramón Grimalt,
Jorge Morales Corona, Josué Andrés Moz, Giselle Lucía Navarro, Ezequiel Varone

https://labestiaimpura.wordpress.com/
abril 2022
Índice

primeros lugares
Josué Ocando García 6
Giselle Lucía Navarro 26

primeras menciones
ana almeida 34
daniel arella 43

segundas menciones
ramón grimalt 54
Josué andrés moz 64

terceras menciones
ezequiel varone 70
Jorge morales corona 76
primeros
lugares
5
Josué Ocando García
La Calera, Cundinamarca, Colombia (1992)

Cursó estudios en literatura en la Universidad Central de Venezuela (UCV), en la


cual obtuvo la beca académica para la Maestría en Literatura Comparada. Así mismo, ha
desempeñado la docencia tanto en bachillerato como a nivel universitario en Venezuela.
Actualmente reside en Colombia, donde imparte clases de Español y Literatura en
bachillerato. Fue seleccionado en la I Antología de voces emergentes de la literatura (Poesía),
de la Editorial Alborismos; y finalista en el “I Premio Internacional de Poesía Fundación
Balini 2021.

@jozzoca.

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Las arañas de Pandari
La camioneta se balanceaba de lado a lado. Intentaba, con cautelo, cruzar la arcillosa
carretera que se extendía interminable hacia el horizonte. Los árboles bordeaban el sendero,
movidos por las infatigables ráfagas de viento impulsadas por la lluvia de aquella tarde.
Dondequiera que se fijara la vista, los troncos y las verdes copas de los árboles impedían ver
más allá, dando la ilusión de una muralla infranqueable. Dentro del vehículo, sentado en
la parte posterior, viajaba el aracnólogo Ricardo Mejías, adormilado por el largo trayecto
que había emprendido. En sus manos reposaba un libro que cargaba desde hacía años. El
título era apenas perceptible, pues se había borrado con el pasar del tiempo. En todo caso, el
extraño ejemplar trataba sobre las arañas de la familia Theraphosidae que no son otras que
las tarántulas. En el interior del libro, cada sección mostraba imágenes de los artrópodos, así
como información sobre cada uno de los tipos de esta particular especie.

No era la primera vez que Ricardo viajaba por los tropicales paisajes de la selva amazónica.
Estaba acostumbrado a sus altas temperaturas y exótica vegetación. Después de todo, era
un especialista en tarántulas. Sin embargo, aquel viaje era distinto al de sus anteriores.
Había sido llamado por José, un indígena yanomami que había viajado desde los bosques
amazónicos hasta Caracas, con el único objetivo de encontrar su ayuda. Desde el primer
momento en que cruzó el umbral de la puerta que daba hacia su laboratorio, Ricardo previó
en su nuevo compañero un terror que impedía cualquier razonamiento. José le explicó que
su tribu, la cual se encontraba en lo profundo del Amazonas, estaban sucediendo eventos
extraños. Tan extraños que ninguna autoridad deseaba acercarse hasta lo profundo de
la jungla, bien sea porque eran incrédulos a los relatos que allí tenían lugar o porque su
escepticismo les hacía tomar tales hechos como leyendas y mitos.

De cualquier modo, en medio de titubeos y algo de vergüenza, José aseguraba que


arañas gigantes azotaban su tribu, ubicada en Pandari, al sur de la región, donde la selva
se extiende de este a oeste y donde los árboles cubren el cielo. Ricardo, que tenía años en
aquella especialidad, pensaba que tales historias no debían ser más que fantasía. La razón
era muy simple: no podían existir especies de aquella envergadura. Las arañas apenas pueden
alcanzar treinta centímetros cuanto mucho y las que José describía eran de al menos —por
lo que podía entender de sus rápidas palabras— un metro y medio de largo, quizás más. Por
esa razón, al igual que muchos otros a los que José había acudido, Ricardo lo tomó como
una broma de mal gusto. Sin embargo, el desesperado indígena, que llevaba una mochila
tejida colgada de medio lado, extrajo de esta un objeto que Ricardo no esperaba ver ese día.
Se trataba de un pelo urticante, vellos que recubren el cuerpo de las tarántulas. Era de color
caoba, afilado en ambas puntas, con pequeñas hebras que sobresalían y de al menos quince
centímetros, este último detalle fue el que despertó la curiosidad de Ricardo.

José depositó el pelo en las manos del aracnólogo, quien lo observó con cautela,
impresionado de lo que sus ojos contemplaban. No emitió ningún comentario, tan solo

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manipuló el objeto, viéndolo de cerca para probar su resistencia. Y a pesar de que deseaba que
se tratara de una buena imitación, sus ávidos conocimientos y experiencia en el campo, le
hicieron saber que, en efecto, se trataba del vello de una tarántula. José lo miró por un rato,
sabía que esa prueba sería suficiente para obtener alguna respuesta positiva del científ ico,
después de todo, era el único que podía comprobar la veracidad de su historia. Por su parte,
Ricardo continuaba sin mediar palabra. El tamaño desproporcionado del vello que reposaba
en su mano derecha le hacía imaginar la envergadura de las arañas. José estaba equivocado,
estas no podían medir un metro de largo, sino más de tres. Por lo tanto, los humanos
podían entrar en su dieta, tal como le había contado minutos atrás el extraño visitante…

Días después, Ricardo se propuso a acompañar a José, alimentado no solo por la


curiosidad, sino por el descubrimiento que podía hacer. Había dedicado toda su vida a
conocer a profundidad aquellas especies y, sin embargo, estas ahora le ofrecían un misterio
que impulsaba toda clase de especulaciones. Durante el trayecto en la camioneta, la cual
conducía José, contemplaba el paisaje boscoso que le rodeaba. Hasta entonces se le había
hecho familiar, pero el pensamiento de dichas criaturas violentas, le hicieron, por primera
vez, temer de la jungla amazónica. De todos modos, no reparó en el momento en que el
vehículo se detuvo en lo que parecía la orilla de una de las vertientes del río. José se bajó,
alentándole a que se diera prisa si querían llegar hasta Pandari antes de que anocheciera.
Ricardo reaccionó con lentitud, trató de repasar la advertencia de su nuevo compañero. Por
un momento pensó que José quería evitar perderse en medio de la oscuridad que anunciaba
el anochecer al ocultarse el sol entre la frondosa vegetación. O quizás no quería tentar las
aguas, habitadas por cocodrilos y anacondas. Sin embargo, al ver cómo descargaba todo del
baúl de la camioneta, notó otra vez el mismo miedo que, días atrás, emanaba de los ojos de
su guía al relatar los ataques de las arañas.

Si estas eran capaces de romper su timidez para acercarse a campamentos humanos,


quizás también podían acechar las orillas y desembocaduras a la espera de cualquier víctima.
Con aquel tamaño, un jaguar podía ser un excelente manjar para ser llevado a las lúgubres
cavernas donde se escondían. No obstante, sus especulaciones fueron de nuevo interrumpidas
toda vez que José lo condujo unos metros río abajo. La lluvia había cesado, por lo que
fue fácil llegar hacia una orilla calmada, en la que reposaban dos canoas custodiadas por
un joven indígena. Tenía los cabellos negros y cortos, igual que José, pero su piel estaba
descubierta, pues no llevaba la indumentaria citadina, sino la propia de los yanomamis. Tan
solo lo cubría un taparrabos color rojo escarlata y, sobre el torso, manchas negras como de
jaguar, las cuales alimentaban el exotismo al ser acompañadas por unas cuerdas de algodón y
plumas de aves en sus brazosy tobillos. El resto del cuerpo estaba desnudo y aunque Ricardo
estuviera acostumbrado a la convivencia con esta tribu, seguía impresionándole la desnudez
con la que se presentaban.

—¿Estás seguro de querer venir? —preguntó José desde dentro de la canoa, ansioso de
la respuesta de Ricardo.
—Claro que sí, José. ¡Adelante! —respondió Ricardo sin titubear, adentrándose en la

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canoa donde se hallaba su amigo, pues en la otra iba el silencioso yanomani que apenas
cruzó algunas palabras con José.

Una vez estuvo dentro de la barcaza, Ricardo sintió que no podía retractarse y que, tal
vez, la ansiedad de José no se debía a que quisiera que lo acompañase, sino que se trataba
de una forma de advertirle que el viaje de regreso era poco probable. En cuanto al trayecto
sobre el río, este fue tranquilo, pues las aguas estaban calmadas. El cielo seguía siendo azul
y el sol alumbraba desde el occidente con tenues rayos dorados que se iban extinguiendo
por la cercanía con el crepúsculo. Comenzaron a aparecer algunas garzas sobrevolando sus
cabezas y algunos cocodrilos dejaban verse apenas por sus colas que rompían la tranquilidad
de la superficie del río. En cuanto a la vegetación, esta era minúscula, a veces frondosa y en
otras despejada.

Sin embargo, a medida que viajaban río abajo, la atmósfera se volvía más densa. Nubes
grises aparecieron sobre el cielo, ocultaban un sol cada vez más naranja. Los matorrales que
bordeaban la orilla ya no eran pequeños arbustos, sino troncos retorcidos que impedían
ver a lo profundo. Asimismo, desapareció la fauna, como si aquella jungla la hubiese
devorado para apenas asomar una leve tiniebla selva adentro. En cuanto al aire, este fue
cambiando, tornándose pesado y frío, como si la humedad de dicho paisaje jamás hubiese
estado presente. Esto hizo entrar en nervios a Ricardo, quien nunca había visto un clima
similar en esa región. Por su parte, José seguía silencioso, no se había vuelto en todo el viaje,
pues clavaba su mirada hacia ambas orillas que bordeaban el río, como si esperara a que
algo saliera de los árboles. Ricardo intentó copiarlo, ¿era posible que las arañas estuvieran
allí ocultas? Seguía incrédulo a pesar de que conservaba el vello dentro de su bolsillo. No
obstante, el ambiente lo sugestionaba y para colmo, el otro indígena, había iniciado una
especie de plegaria en su lengua, ininteligible para el aracnólogo. Aunque logró entender
tres palabras del obstinado indígena: Hei Tä Bebi. Se trataba del mundo de lo húmedo y lo
podrido, una especie de inframundo yanomami en cuyas cavernas habitan criaturas y dioses
peligrosos.

Ricardo trató de tranquilizarse, después de todo se trataba de mitos y leyendas, y aunque


la atmósfera y el ambiente parecían coincidir con el Hei Tä Bebi, era mejor recurrir a
la razón. Por fortuna, cuando moría la tarde y el sol se ocultaba ya entre los últimos
matorrales negruzcos, atracaron a su destino. No era tan diferente a la orilla desde donde
partieron, tan solo que la oscuridad ya empezaba a abarcarlo todo. José fue el primero en
descender y detrás de él el otro indígena, quien llevaba el equipaje sobre sus hombros sin
mucho esfuerzo. Ricardo los imitó y descendió, para luego ponerse en marcha por lo que
parecía ser un camino ya tallado entre los matorrales de la jungla. A la cabeza iba José,
Ricardo en el medio y de último el hermético yanomami. No caminaron tanto, o al menos
a eso le pareció a Ricardo cuando José levantó la mano. Llamó a su silencioso compañero,
diciéndole algo al oído. Luego se giro hacia el científico a quien le dijo que debían aguardar
a que la tribu le diera la bienvenida. Ricardo estaba familiarizado con el ritual, también
llamado wayamou, el cual ocurre en la noche en que cada huésped o visitante llega al

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shabono. Al cabo de unos minutos regresó el indígena acompañado de otros hombres
en apariencia igual a él. Saludaron a José y, con un movimiento de manos, incitaron a
ambos a que los siguieran. A medida que avanzaban se podía oír una música a lo profundo,
acompañada de una luz proveniente de lo que, con seguridad, se trataba de una fogata.

Una vez que los matorrales desaparecieron, al frente se alzaba una estructura circular,
construida de hojas de palmas y madera. El centro de esta era descubierta, sin techo alguno,
como si de un cónclave se tratase. En ese instante, varios yanomamis, hombres, mujeres,
niños y ancianos danzaban la praiai. A Ricardo siempre le pareció impresionante la
manera en que aquellas personas daban la bienvenida y el ritual que ejercían en torno a sus
visitantes. Todos bailaban al mismo paso, rodeaban una fogata que disipaba las penumbras
que ya habían caído sobre sus cabezas. Un chamán, recubierto de tantas plumas como su
cabeza, brazos y tobillos podía soportar, marcaba el ritmo con una maraca. José alentó a
Ricardo a que se adentrara a la danza. Al hacerlo, un hombre de cincuenta años, sencillo
en su andar y apariencia, pues solo llevaba brazaletes de paja en sus brazos y tobillos, un
taparrabo también escarlata y algunos dibujos en tinta negra en su rostro. Aunque, lo más
llamativo eran las cicatrices que lucía en su torso y hombros, quizás de batallas pasadas, las
cuales le daban una apariencia de invencible. Se trataba del jefe, quien tomó a Ricardo del
hombro, llevándolo hacia el suelo. Ricardo anticipó que se trataba del haôhaômou, ritual
que reafirma la amistad entre el huésped y la tribu. De manera que se inclinó, tal como
lo había hecho otras veces, entrelazando sus piernas, viendo al jefe de frente, quien hacía
la misma postura. Una vez sentados, se vieron las caras, como si de un reto de miradas se
tratase. Pasados unos minutos, al compás de la música, el jefe sonrió para luego gritar en su
lengua palabras que se ascendía hacia los cielos. Posteriormente, uno a uno, cada yanomami
se acercó hacia Ricardo, repitiendo el gesto ceremonioso.

En total fueron unos cincuentas, o al menos eso le pareció a Ricardo, pues la música,
los movimientos y los colores no le permitieron llevar a cabo una cuenta aceptable. El
último fue José, quien había removido sus ropas para adoptar la indumentaria de sus pares.
Al finalizar, este sonreía con efusividad, como si el asunto de las arañas jamás hubiese
transitado por su mente. De igual manera hacía el resto de la tribu, todos lo rodeaban,
diciéndole distintas palabras que apenas si pudo entender. En todo caso, quien tuvo la
voluntad de acercarse justo al frente fue el jefe. Este habló en un español aun más tosco
que el de José, pero suficiente como para que Ricardo entendiese que era bienvenido y que
era momento de descansar. Lo tomó por el brazo, conduciéndolo casi de un jalón hacia
una sección del shabono, donde una hamaca se extendía de extremo a extremo, atada en
uno de los postes de bambú que sostenía el techo. El jefe le hizo un ademán con las manos,
invitándole a recostarse, volviéndose hacia su gente a la cual despachó cada uno hacia sus
camas. Ricardo se dio cuenta que su equipaje reposaba en el arenoso suelo, dispuestas con
anterioridad por el indígena de la canoa. En cuanto a José, este le dio las buenas noches
al aracnólogo, retirándose también en medio de las sombras que se extendían sobre el
suelo, debido a las llamas. De ese modo, había llegado el final de la jornada y el miedo de
las tinieblas que rodeaban al río o de las monstruosas arañas había desaparecido. Tan solo

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quedaba el sueño y la víspera de lo que traería el mañana.

No son pocos los que presienten desde tempranas horas de la mañana el calor que emana
de la selva amazónica. Es fácil ponerse de pie y notar que el sudor empapa cada centímetro
de la ropa y que la humedad rodea cualquier rincón. No obstante, aquella mañana en el
shabono de Pandari no fue así. Una densa niebla cubría gran parte de la estructura y la
temperatura estaba por debajo de los característicos 26 grados. Pero no fue el inusual clima
lo que interrumpió el sueño de Ricardo, sino los alaridos que provenían de la tribu. Estos
parecían perderse entre la capa de niebla, aunque Ricardo logró entrever las pisadas descalzas
sobre la húmeda tierra. Iban de aquí para allá al principio, pero después todas se dirigieron a
una misma dirección. Sin pensarlo siguió las huellas, y aunque los gritos de algunas mujeres
podían distraerlo, no tardó en tropezarse con un hombre indígena. Estaban ubicados en
círculo, rodeando lo que parecía ser un bulto blanco. Ricardo intentó hacerse lugar entre los
fornidos indios, cuyos rostros estaban horrorizados por el bulto inmóvil. Al lograr ubicarse
al frente, Ricardo pudo notar que se trataba de tela de araña y que tal vez lo que había
dentro de esta era una presa.

El jefe fue el único que se atrevió a avanzar más allá del límite circular de sus hombres. Se
inclinó hacia el saco sedoso. Extrajo un cuchillo hecho a mano de afilada piedra que logró
cortar, con algo de dificultad, los hilos que cubrían a la víctima. Introdujo ambas manos,
abriendo con fuerza la incisión. La imagen no podía ser más atroz, se trataba del rostro de
un niño yanomami, pálido por el veneno suministrado por alguna araña. En ese instante
sucedieron dos cosas a la vez. La primera fue que varias mujeres llegaron entre gemidos y
llantos, siendo una de ellas la que se quebró al ver a su hijo envuelto en aquel grotesco bulto
de seda. Por otro lado, llegaron tres hombres, entre ellos el joven indio que había recibido
a José y Ricardo en las canoas la tarde anterior. Llevaba triunfante lo que parecía ser la pata
de una tarántula. Sin embargo, su algarabía se vio interrumpida cuando notó lo que toda la
tribu observaba con horror. Se trataba también de su hijo, el único hasta el momento, cuya
existencia yacía inerte y sin vida en los brazos de su mujer.

El joven indígena dejó caer la enorme pata a los pies de Ricardo y se echó al suelo. Llevó
a sus brazos a su primogénito entre sollozos. El resto de la tribu intentó consolar a la pareja,
todos menos José y el jefe, ambos fueron hasta donde estaba Ricardo, quien ahora sostenía
la pata. Esta era gruesa, pesada y de un color marrón claro. Las f lexiones eran perfectas, pues
el tardo, metatarso, tibia y rótula tenían las articulaciones en sus lugares justos. De igual
modo era los vellos urticantes, claro que estos eran más pequeños que el que conservaba en
sus bolsillos. No tardó en asignarle un tamaño de un metro a la tarántula a la cual se le había
arrancado dicha extremidad. Lo único que no podía estar seguro era de la especie, por lo que
salió corriendo hacia el shabono donde reposaba su libro. Una vez llegó, abrió el ejemplar y
en menos de un par de segundos dio con ella: avicularia minatrix. Tal como había oído días
atrás por parte de José, Pandari estaba amenazada por arañas gigantes. Sintió un hormigueo
por su cuerpo, acompañado de un vacío en su estómago, lejos de estudiar tarántulas
monstruosas, estaba al igual que toda la tribu, bajo una amenaza imposible de contener.

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Ricardo intentó que el jefe entrara en razón sobre su incapacidad de contener a aquellas
bestias. Pero este hacía caso omiso a sus advertencias, al punto de que Ricardo pensó que
José no estaba haciendo de buen intérprete, pues este tampoco se mostraba interesado en las
palabras del aracnólogo. Sea como fuere, después de la infructuosa conversación, el jefe se
volvió hacia el resto de la tribu, la cual venía en una lenta procesión liderada por el chamán,
cantando en una nostálgica melodía, con la finalidad de despedir al niño víctima de las
tarántulas. Algunos hombres prepararon una hoguera, sobre la cual echarían el cuerpo del
niño que reposaba todavía envuelto en la tela de araña a los pies de su madre que hacía una
plegaria. Esta última buscaba las pertenencias del niño, tales como collares y juguetes con la
f inalidad de arder en la pila funeraria. Asimismo, otras mujeres buscaban distintos jarrones
de arcilla, pues debían escoger uno donde reposarían las cenizas del niño. José, por su parte,
se acercó hasta donde Ricardo que observaba abstraído la escena fúnebre.

—Akapana era su nombre… —dijo con voz apagada—. No revelamos nuestro


nombre hasta que hemos muerto. Significa “pequeño huracán.”
Ricardo lo observó por unos segundos, el rostro de su compañero lucía demacrado,
como si tal escena la estuviera reviviendo de un pasado oscuro y triste que no quería
repetir.
—¿También tú has perdido a alguien, José? —se atrevió a preguntar Ricardo,
temeroso de la reacción de José.
—Dos días antes de ir a Caracas, mi esposa y mi hijo fallecieron del mismo modo —
respondió José a quien los ojos se le volvían cristalinos…

Ricardo no halló las palabras para calmar a su enajenado compañero, quien reprimía
el dolor causado por la pérdida de sus seres queridos. Pero, pasados unos segundos, quiso
hablarle con la mayor sinceridad, pues había reflexionado lo suf iciente en pocos minutos
como para darse cuenta de la realidad a la que se enfrentaba.

—No hay nada que yo pueda hacer, José. Deben irse de aquí cuánto antes…
—¿Irnos? —interrumpió molesto el indígena— Para ustedes es fácil, Ricardo, ir
de aquí para allá. Pero no para nosotros. Esto nos acosa desde hace semanas. Hemos
caminado mucho, si no son las arañas, es la tierra. Se vuelve negra y nada crece. Tan solo
Pandari nos ha dado algo de sosiego, aunque lleve por nombre tal palabra. Tú ayúdanos
como puedas, algo se te ocurrirá, amigo…

José dejó solo a Ricardo, quien se sentía triste al saber que su compañero lo había perdido
todo y que tal vez muchos más de los presentes habían pasado por una situación similar.
Arguyó que tal vez aquella tribu había viajado kilómetros, después de todo los yanomamis
son nómadas. No podía alcanzar a figurar qué otros males habían padecido en su infatigable
trayecto. Pero el miedo que emanaba de los negros ojos de todos le hizo entender que
estaban condenados a este mal, no importa a donde se dirigieran, las arañas seguirían su
rastro como si de una extraña maldición se tratase…

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El día transcurrió entre las ceremonias fúnebres. Era tradición incinerar el cuerpo del
caído, al tiempo que las mujeres de la familia de Akapana se pintaban las mejillas de negro,
señal de su luto y que llevarían durante un año. Aunado a ello, se juntaban las cenizas
para luego depositarlas en un jarrón. Pasado un tiempo prudencial, según el chamán, se
procedería a la ingesta de dichas cenizas por parte de la tribu. Para ello, se recolectarían
plátanos, hierbas y otras verduras para la preparación de una sopa. Dentro de esta se echarían
el polvo de lo que alguna vez fue Akapana, para después ser bebido por todos y asegurar una
mejor partida hacia el Hedu Kä Misi, lugar celeste donde habitan las almas de los difuntos.
Sin embargo, antes de que se diera paso a la quema de Akapana, su padre lo sacó del bulto de
seda donde aún yacía. Al extraerlo, Ricardo tuvo que llevar su mano a la boca. Estaba lleno
de úlceras que reventaban en un pus amarillo que bañaba el cuerpo aruñado, quizás por las
uñas de las tarántulas. Pero solo el citadino científico se sorprendió de la escena, porque los
demás yanomamis seguían inmersos en sus cánticos y elegías, conduciendo el cuerpo del
niño hacia la hoguera donde ardería hasta ser solo polvo.

Ricardo contempló el silencio todo el proceso de quema de Akapana, preocupado por


lo que podría suceder toda vez que el sol se ocultase. ¿Qué tenían planeado aquellas gentes
cuando la oscuridad permitiera a las tarántulas salir a cazar? Entendía que su vida estaba en
peligro y aunque sabía cómo hacer frente a estas desde sus conocimientos, sería imposible
enfrentarse a ciento de ellas. Tampoco podía recurrir al escape, opción vedada no solo por
su ignorancia del paisaje de Pandari, sino porque podía caer, sin saberlo, en una trampa de
araña, quedando atrapado en ella. Imaginó que toda la jungla debía estar copada por redes
de estas, a la espera de que una incauta presa cayera por despiste. Tan solo le quedaba esperar
que terminara el rito y confrontar al jefe, pidiéndole que le dejara ir la mañana del próximo
día y, en cuanto a la tribu, que se resguardaran los mejor posible luego del crepúsculo.

Terminada la ceremonia, a la cual Ricardo no participó por no pertenecer a la tribu, el


jefe pidió a las mujeres, niños y ancianos que se retiraran hacia sus aposentos. Luego llamó
a todos los hombres, invitándoles a que tiñeran sus rostros de negro, símbolo de la guerra.
También les invitó a que cogieran sus lanzas, arcos, flechas y piedras, pues harían guardia
toda la noche como era costumbre. Al parecer, con la llegada de Ricardo el día de ayer y con
los cánticos, pensaron que habían apaciguado el Hei Tä Bebi, ahuyentando a las arañas. No
obstante, no había dado resultado y por eso Akapana había sido víctima de tal desliz. Por su
parte, Ricardo aconsejó a que mantuvieran encendida una fogata en el centro de shabono
y que rodearan este con antorchas. Las tarántulas son ciegas y cazan bajo el movimiento,
además no soportan la luz, prefiriendo ambientes oscuros. Esperaba que la niebla, la cual
seguía sobre ellos, no fuera un obstáculo para la luz, así que también les advirtió que lo
mejor que podían hacer era velar por el techo de la estructura y estar atentos a los árboles.
No sabía si todas las arañas que acosaban Pandari eran terrestres, puesto que las descripciones
dadas por José y el aspecto de estas, le hacía pensar que también las había cavadoras y
arborícolas. De ser así, estas podían abalanzarse sobre ellos desde las copas de los árboles,
siendo imposible huir toda vez que inyectaran su veneno que, para el tamaño bestial con el
que contaban, mataría al instante a cualquier hombre, tal como había sucedido días atrás.

13
La noche llegó en medio de una penumbra lúgubre, acaecida en la abnegación de toda
luz. El shabono resplandecía en medio de la niebla que aún persistía sobre Pandari, como
si de una pequeña luciérnaga se tratase. Sin embargo, parecía ser suf iciente, pues sucedidas
un par de horas, no se oía ni se escuchaba nada en la tierra o sobre ella. Ricardo estaba cerca
de la fogata principal, prefería mantenerse cerca de ella, antes que rodear la estructura o
padecer del frío que traía consigo la neblina. Fijaba los ojos a todas partes, trataba de evitar
las miradas de los atemorizados indios, quienes lo veían como si escondiese algún poder
que ellos desconocían. Pero, para mala suerte de todos, incluido Ricardo, era insuf iciente lo
que el podía hacer. Así que trató de concentrarse buscando valor en hombres como José o el
jefe, quienes transitaban de aquí para allá, asustados, pero conscientes de que eran la única
barrera que separaba a la tribu de las arañas.

Pasadas las horas y llegada la medianoche, muchos habían desistido de un nuevo


ataque. De hecho, algunos guerreros se habían echado sobre la tierra, cerrando los ojos,
adormilados por el cansancio o hablando en voz baja, distraídos por relatos fantásticos.
Pero, a medida que la noche se volvía silenciosa, oyeron en lo alto el crujir de las ramas y
las hojas. Ricardo subió la mirada, pero la neblina no le permitía ver más allá, pues esta se
mezclaba con la luz del fuego. Creaba una especie de capa de humo. El jefe lo imitó, por lo
que llamó a todos los guerreros a que vieran a lo alto, donde apenas algunas hojas parecían
moverse con la brisa de la noche.

Aguardaron un par de minutos, aunque a Ricardo le parecieron horas. Se dio cuenta que
no llevaba nada consigo, todas las armas estaban en manos de los yanomamis, que ahora
ponían todos sus sentidos hacia las alturas. Al parecer algo hacía que la selva enmudeciera
y que los árboles de tambalearan con un vaivén desconocido. El jefe hizo un sonido con
la boca y los gritos de los hombres irrumpieron el silencio. Hacían sonidos de jaguar
o de algún otro animal y soltaban sangre de mono al aire, acompañado de polvos de
hierbas. Ricardo notó que preferían asustar a las bestias antes que enfrentarlas, con una fe
ciega en sus estrategias ancestrales. Pero nada de ello impedía que el sonido de ramas y el
movimiento de los árboles cesaran. Fue entonces que, en medio de las tinieblas, vieron una
sombra negra caer de lo alto justo donde el shabono terminaba hacia la cara norte. Lo que
se oyó después fue un alarido de dolor, acompañado de pisadas que se sucedían una tras otra,
arrastrando a su víctima hacia lo profundo de la selva.

Después de eso fue cuestión para ver cómo estas sombras caían una tras otras, algunas
con la mala suerte de caer cerca de las antorchas y otras dentro del shabono. Así fue como
se libraban dos batallas, una fuera y otra dentro. Los que custodiaban el exterior tuvieron
la peor parte, puesto que estaban más cerca de la obscuridad. Debían disparar las flechas y
lanzas hacia puntos poco visibles, huyendo cuando veían sobre ellos los enormes colmillos y
chirridos que emanaba de las fauces de las arañas. Los de adentro, para su fortuna, pudieron
retener a unas tres arañas de casi metro y medio, todas de color negro que saltaban de
aquí para allá huyendo de la luz del fuego. Los guerreros trataban de que no atacaran a las
mujeres y niños, quienes corrían también, haciendo de la escena un caos total.

14
Las tarántulas fueron auxiliadas por otras tres que también cayeron secas sobre la tierra.
El jefe notó la llegada de las nuevas bestias, corriendo para hacerles frente. Portaba una
lanza en su mano izquierda, arrojándola con tal furia que se hundió en el quelícero de una
de las tarántulas, justo donde los colmillos se dividen, muriendo al instante. Otros imitaron
tal acción, como un indígena de gran tamaño que encendió sus f lechas, disparándolas
hacia los negros arácnidos, las cuales saltaban silbando sobre el shabono. Ricardo, sin
embargo, se quedó helado del pánico, no podía mover ni un centímetro de su cuerpo y si
no fuera por José, la muerte lo habría encontrado aquella noche. Una tarántula enorme lo
había sorprendido por la espalda. A esa distancia pudo notar cómo los colmillos se movían.
De ellos provenía una especie de baba que aumentaba, como si saborease el cuerpo del
científico. Pero José llegó con un machete en su mano derecha y una lanza en la otra. Con
el machete logró atinarle a una de las patas delanteras, cortando parte de ella, mientras que
con la lanza apuntó hacia el vientre que se alzaba en posición defensiva. La araña intentó
disparar un par de sus vellos que pasaron cerca de la cabeza de Ricardo, quien se había
echado sobre el suelo. José, por el contrario, continuaba con el ataque, al punto que logró
incrustar la lanza debajo del prosoma, haciendo que la bestia se retorciera de dolor. Esta
chillaba del ardor que le causaba la herida del dardo, cayendo sobre la tierra con las patas
recogidas en señal de muerte.

La batalla continuó, esta vez a favor de los yanomamis de Pandari, que ahora vitoreaban
cánticos en su lengua. Celebraban la retirada de las arañas que saltaban a las copas de los
árboles perdiéndose en la vegetación y la penumbra. Pero no todo era festejo, pues si bien
habían matado a unas siete arañas, estas se habían cargado con la vida de cinco hombres.
Entre ellos estaban: Chukillanthu, “la sombra de la lanza”; Iskaywari, “el indomable”;
Kusi, “el alegre y dichoso”; Ninan, “inquieto como el fuego”; y Puriq, “el andariego”. Los
dos últimos colgaban sobre las ramas de los árboles en bultos de tela de araña. Sus cuerpos
todavía continuaban calientes y sus ojos no asomaban ni el terror ni la muerte, como si
observasen apacibles las estrellas del Duku Kä Misi, desde donde habían caídos las hieles
y otros bienes que bañaban el mundo. Todos fueron llorados por sus esposas, hermanas e
hijos, quienes los ubicaron en el centro del shabono junto con los cadáveres de las arañas, las
cuales serían sacrificadas para no mancillar los caídos en la batalla de esa noche.

No hubo descanso ni siquiera después de haber vencido. De inmediato, se llevaron a


cabo los actos fúnebres. Mientras tanto, Ricardo trataba de recobrar las fuerzas y el poco
coraje que tenía. Agradeció a José por salvarle, pero este estaba triste, pues entre los caídos
se encontraba su hermanastro: Ninan. Ricardo quiso ayudarle a recolectar las pertenencias,
pero José pidió que le dejara solo, que él se encargaría. Ansioso por no saber qué hacer, vio
por el rabillo del ojo los cuerpos de las arañas. Todas eran iguales: negras, con ocho patas
largas y dos cortas. Tan solo sobresalían manchas ocres en el prosoma y opistosoma. Por
un instante sintió miedo de que estas reaccionasen, pues si bien sabía que la posición en la
que se encontraran significaba que habían fallecido, cualquier cosa podía ser posible en
Pandari. Pero esto no sucedió, continuaban tiesas y secas sobre el arenoso suelo. Ricardo las
observó con detenimiento, en efecto eran tarántulas de pies a cabeza, y aunque no podía dar

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con una explicación científica, trató de examinarlas lo antes posible. Concluyó que debían
tratarse del género de las holothele, aunque no pudo determinar cuál especie en específico.
En consecuencia, Pandari era atacada por distintas especies de tarántulas y, como había
sospechado, estas podían anidar en los árboles, escondidas en la tierra o en lo profundo de
oscuras cavernas. Mientras más descubría sobre ellas, más se daba cuenta que la tribu estaba
condenada, no importaba cuál fuese la explicación, estaban destinados al exterminio.
Los indígenas, por su parte, incineraron los cuerpos de los cincos guerreros tal como
habían hecho con Akapana. Aunque esta vez hubo algo distinto, antes de consumir las
cenizas, el chamán pidió que todos danzaran al ritmo de las maracas y el palo zumbador.
Mientras lo hacían, una sola palabra se podía oír una tras otra vez: Pandari. Ricardo se
reincorporó, siendo invitado por José que ahora sonreía, indicándole al aracnólogo cómo
debían bailar y cantar. Ricardo trató de hacerlo, anonadado por cómo aquella cultura
lloraba y celebraba la muerte, tan diferente a como lo hacía él y otros más en la ciudad. A
medida que danzaba se sentía mejor, el miedo había desaparecido y así parecía ser en los
otros. Sin embargo, le llamaba la atención que lo único que se oía era Pandari, acompañada
a veces de gritos. Curioso, se acercó hasta donde José que bailaba con regocijo.

—¿Qué significa Pandari? —preguntó sin titubeos.


—Es difícil explicar —gritó José que no paraba de danzar —. Pero en lengua
yanoman, significa: “lugar donde naces, lugar donde mueres.”

José siguió bailando, impulsado por otros compañeros que lo invitaban a despedir a su
hermanastro. Ricardo se detuvo, perplejo por los misterios que rodeaban la muerte en los
yanomamis y cómo aquella palabra podía significar, en tan pocas letras, dos conceptos
opuestos. Sin lograr entenderlo, se apartó de la jubilosa tribu, dirigiéndose hacia su hamaca,
donde se dejó llevar por el cansancio, deslizándose hacia el sueño, en el que esperaba hallar
algún consuelo al horror vivido esa noche.

A la mañana siguiente, el sol apareció escondido entre la espectral neblina que ocultaba
a Pandari del resto de la humanidad. Esta seguía empozada sobre las cabezas de los
yanomamis, quienes se levantaron en medio de la melancolía y la pena. Sin embargo,
celebraron el hecho de que ninguna araña había vuelto al shabono y que los mismos que
habían cerrados sus ojos seguían con ellos. De ese modo, continuaron con sus actividades
diarias, entre ellas la recolección de alimentos y la quema total de los arácnidos que
habían encontrado la muerte la noche anterior. Ricardo aprovechó para reunir un poco
de veneno de los colmillos de las arañas, depositándolo en jarrones de arcilla, capaces de
poder contener la cantidad de líquido que emanaba de las fauces de estas. José le ayudó en la
extracción, aunque le causaba asco tanto el color amarillento como el olor que desprendían
los colmillos al ser presionados contra el borde de las ánforas.

Esta era la única idea que tenía Ricardo para poder defenderse de otro ataque. Habría
que envenenar las puntas de las lanzas, flechas y cuchillos tanto con el veneno de las
tarántulas como con el de serpientes y ranas de la selva. Por lo tanto, el jefe siguió sus

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recomendaciones, pidiendo a sus hombres que reunieran todo el arsenal que tenían. No
obstante, Ricardo le advirtió que aquello era tan solo una especulación, pues muchas
tarántulas podían ser inmunes al veneno, en especial si se intentaba asesinar a una con su
misma ponzoña.

—La única opción que tenemos —dijo mientras observaba a los hombres guerreros
reunir sus armas— es adentrarnos en la selva y dar con las guaridas de estas. Hay que
quemarlas hasta que no quede ninguna con vida.

José lo oyó con atención para luego mostrar una expresión de pánico. Ricardo lo alentó
a que tradujera para el jefe, quien lo observaba sin esperar ninguna buena noticia. José
procedió a contarle al impredecible líder y al pronunciar la idea del científ ico, el resto de
los hombres, incluidas las mujeres y ancianos, se volvieron con terror. El jefe, sin embargo,
miró hacia el suelo, perdiéndose entre sus divagaciones hasta ahora desconocidas por
muchos. Cavilaba en silencio la propuesta y por un momento Ricardo pensó que sería
imposible que la tomara con agrado. Pero al cabo de unos segundos, el jefe lo vio directo
a los ojos, con actitud taciturna intentaba hallar alguna otra opción en el semblante de
Ricardo. Pero no halló ninguna otra idea, así que asintió con suavidad, resignado. Se volvió
y ordenó a todos a que se pusieran en marcha. Esa misma mañana iniciaría la cacería de
arañas.

Si bien el jefe animaba a sus hombres sobre la expedición, estos estaban asustados.
Ni siquiera los más valerosos podían ocultar su miedo. De hecho, el chamán intentó
convencerlo de que no era bueno tentar a los espíritus del Hei Tä Bebi, aludiendo que las
arañas debían venir de allí y que tal vez otro integrante de la tribu ya había profanado tal
dimensión. Pero el jefe hacía caos omiso a las advertencias, como si el mito fuera solo eso,
un relato sobrenatural. Prefirió acercarse a Ricardo, con el objetivo de oír lo que este tenía
para decir sobre qué hacer toda vez que hallasen la guarida de las tarántulas. El aracnólogo
aconsejó que debían llevar antorchas y quemar cuánto antes ese lugar. La idea tampoco
fue bien recibida, ¿cómo era posible quemar la entrada hacia el Hei Tä Bebi? Los dioses, así
fueran malignos, debían permanecer tranquilos. No obstante, era lo único que se le ocurría
a Ricardo, quien fue secundado por el jefe y por un escéptico José que vestía sus mejores
armas para la cacería.

Cuando todo estuvo listo, salieron un total de quince hombres, encabezados por el jefe,
Ricardo y José, quien seguía sirviendo como intérprete. Todos iban armados, incluido
Ricardo, que portaba una lanza envenenada y una antorcha. La procesión parecía más la
de un ritual que propiamente la de una cacería de yanomamis que buscaban enfrentarse
a tarántulas gigantes. En todo caso, anduvieron toda la jornada en lo más profundo de
la selva. A medida que se alejaban del shabono de Pandari, la neblina parecía ser menos
espesa y el calor aumentaba, haciéndose insoportable gracias a la llama de las antorchas.
Poco a poco sus pieles se empaparon de sudor y desvariaron de vez en cuando hacia dónde
debían seguir. Algunos decían que debían ir hacia el norte, aunque no daban los mejores

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argumentos, quizás tratando de huir de la frondosa vegetación que se explayaba hacia el
sur. Entre ellos estaba el jefe, quien creía que la guarida de las arañas estaba en la región
más septentrional de la selva. Pero otros, incluido Ricardo alimentado por las palabras
del obstinado joven que lo había conducido en la canoa, argüían que hacia el sur la selva
se vuelve engañosa, habiendo fosas y cavernas. Sin embargo, el jefe se negó y si no fuese
porque Ricardo ya estaba cansado de ver siempre el mismo paisaje sin éxito, este no habría
cambiado de opinión.

Pero de nada valió girar hacia el sur, puesto que la oscuridad iba acaeciendo sobre la
compañía, agotada de caminar en círculos. El único que mantuvo el paso era el joven
yanomami, impulsado por el fuego de la venganza de la muerte de Akapana. Sus ojos
emanaban una furia que los otros seguían con esmero y a la vez con pavor, pues creían que
él solo podría matar a diez arañas si quería. Así anduvieron hasta que sucedieron dos cosas.
La primera era que el sol apenas se podía distinguir entre las frondosas copas de los árboles,
los cuales se hacían más altos a medida que descendía, acompañado de lúgubres ramas y
enredaderas que no dejaban escapar nada, incluido el aire. Esto los hizo dudar, porque si
bien las antorchas alumbraban, ya no se sentían seguro. Lo segundo fue que el camino
los condujo hasta donde la tierra empezaba a ser abnegada. Allí un precipicio de árboles,
rocas y otras cosas que la imaginación podía alcanzar a vislumbrar se abrían paso. Todos
pronunciaron en voz baja Hei Tä Bebi, como si hubiesen llegado al mismo inf ierno. De
hecho, el olor que emanaba de aquel vacío era desagradable, como si miles de hombres
hubiesen muerto y sus cadáveres estuvieran putrefactos.

Era imposible decidir qué camino seguir llegados una vez allí, pues el barranco hizo
desaparecer cualquier vía razonable. Además, no habían llevado suf iciente cuerda, teniendo
que asegurarse que al llegar al fondo esta alcanzase. Ricardo, que hasta el momento había
permanecido en silencio, se adelantó para comentar que el lugar parecía el idóneo para que
tarántulas habitasen. Pero ningún indígena se atrevió a dar un paso u ofrecer una idea de
hacia dónde ir. Por el contrario, observaron al jefe quien veía el agujero obscuro como si de
un remordimiento se tratase. Estuvo así, en silencio por par de minutos, contemplando algo
que nadie sabía qué podía ser hasta que se giró con un gris semblante que emanaba pena.
Sugirió que lo mejor era volver, había memorizado el camino y que, al día siguiente, apenas
el sol se levantase, irían hacia aquel sitio con más hombres de ser necesario. Por ahora no era
sensato empezar una nueva expedición en lo inhóspito y desconocido, en especial cuando no
sabían hacia dónde se extendía dicha tierra abismal. Además, estaban agotados y sus fuerzas
quedarían reducidas a nada apenas descendieran hacia ese hueco de podredumbre. Invitó
a todos a que se volvieran, tenían que estar en el shabono, nada aseguraba que no hubiese
otro combate, el cual era mejor librarlo en la claridad de las fogatas que en rodeados de las
tinieblas en la que se encontraban.

Todos siguieron su consejo, volviéndose con rapidez hacia el shabono. Ricardo, por el
contrario, presenció por última vez el vacío que se precipitaba bajo sus pies. Quiso lanzar
la antorcha e incendiar de una vez por todas ese agujero. Pero José lo tomó por el brazo,

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jalándolo hacia el retorno, el cual fue más rápido, apenas una hora, quizás menos. Esto
le pareció extraño Ricardo, teniendo en cuenta que habían caminado más tiempo, como
si algo o alguien los hubiese conducido por caminos desconocidos para no dar con el
sitio. Aun así, esto no le preocupaba en ese momento, sino el hecho de que no sabían con
exactitud cuántas arañas podían habitar en los selváticos agujeros. Debían ser cientos o
quizás miles, de acuerdo con la reproducción de estas y las distintas especies que al parecer
se ocultaban en tales cavernas. Treinta hombres no serían suficiente para combatir a
las tarántulas que podrían surgir toda vez que el calor de las flamas las hiciera huir. En
consecuencia, pensó que el día siguiente los guerreros de Pandari se enfrentarían a su propio
destino y él, con seguridad, los acompañaría.

Una vez llegaron al shabono, los guerreros que se habían quedado, prepararon todo para
repeler las arañas. No solo rodearon la estructura con antorchas, sino que clavaron lanzas
en la tierra, empapadas en sus puntas con las ponzoñas de distintas especies. Asimismo,
construyeron torres de bambú dentro del recinto, las cuales se alzaban lo suficiente
como para disparar dentro y fuera las flechas. Allí ubicaron a los mejores arqueros que
casi dispararon cuando vieron llegar a la agotada compañía. El chamán y las mujeres los
recibieron, impregnándolos de polvos, humos de tabaco y pintando sus pieles con tinta
negra. El jefe los saludó e informó que habían dado con la guarida de las arañas. Todos
oyeron con atención, como si se tratase de una más de sus historias. Aseguraban, alguno en
voz alta y otros en voz baja, que se trataba del Hei Tä Bebi. Sin embargo, entendían que era
imposible huir, estarían descubiertos en medio de la noche en la vegetación y que lo mejor
era ir al día siguiente a quemar las cavernas.

Fue entonces cuando prepararon una celebración, en la cual las mujeres iniciaron el tejido
de un muñeco, al que llamaban “no owë”. Lo crearon con una forma antropomórf ica,
aunque ocho patas, en vez de brazo, adornaban los costados. Lo impregnaron de arcilla
blanca y con tinta roja que extrajeron del onoto que hervía en pequeñas fogatas. Mientras
lo confeccionaban, danzas y música acompañaban el proceso. Ricardo participó con recelo
de la celebración. No entendía cómo podían estar entusiasmados por la muerte, a la que
todavía no se sentía seguro de enfrentar. Allí estaban al menos cincuenta yanomamis,
hombres, mujeres, niños y ancianos festejando una lucha que no aguardaba un resultado
alentador. Parecían ciegos del porvenir que les traería el amanecer y, para colmo, nada
aseguraba que pasaran de esa misma noche, aún cubierta bajo el manto del misterio de otro
ataque.

Pero nada los detuvo, puesto que, al culminar la confección, el muñeco fue paseado
alrededor de la fogata, a la vez que ingerían alucinógenos que los elevaban en el trance de la
f iesta, impulsándolos a disparar flechas y lanzas contra el objeto en forma de araña. Uno a
uno clavó dardos contra el objeto, con el objetivo de simbolizar la muerte del enemigo, al
que ahora nombraban napë. Incluso José participó de la matanza, cortando una pata con su
machete, moviéndola en el aire al mismo tiempo que se deshilaba. Finalizada la tradición,
el chamán relató una legendaria historia en la que valerosos guerreros lograron hacer frente

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a bestias, y con ello apaciguar los monstruos que habitan bajo la tierra. Con ello intentaba
animar a los hombres que ahora lucían como la misma noche, cubiertos en el manto de la
neblina que poco a poco, sin darse cuenta, fue haciéndose cada vez más densa. Ricardo fue el
único que advirtió la llegada de la niebla, así como la desaparición de la luna y las estrellas.
Recurrió a una lanza que sostuvo con fuerza para luego buscar resguardo, de nuevo, cerca de
la hoguera en la que ardía el napë.
Pasaron dos horas, quizás tres, y el jefe envió a las mujeres a sus aposentos junto con los
niños y ancianos. El chamán se quedó esa vez con los hombres, rodeándolos con plegarias
enunciadas cada vez más bajas. Fue despidiendo a los guerreros que se ubicaron a las afueras
del shabono, confiados de ser bendecidos por los mismos dioses. José, el jefe y unos quince
más quedaron dentro del edificio, prestaban guardia y, al igual que los que estaban a las
afueras, se sentían confiados. Pero, similar a la noche anterior, el ambiente quedó sumido
en una tensa calma. La selva volvió a enmudecerse, los árboles no se movían y ni el aullido
de monos o el batir de las alas de aves nocturnas se podían distinguir. José se acercó hasta
donde Ricardo, llevaba otro machete que entregó a su compañero sonriendo.

—Es mejor arma que la lanza o la flecha —agregó—. Es momento de que la uses,
amigo.
—Gracias… —comentó Ricardo, cogiendo el arma por el mango, dándose cuenta
de que toda la hoja estaba impregnada de veneno, quizás de despierte— No creo que
sobrevivamos a mañana, José. Somos muy pocos y las armas no serán suficiente, además
el fuego podría…
—Pandari —interrumpió el yanomami—. No tengas miedo a morir, es solo un paso
más del ciclo.

Ricardo lo observó, no sabía qué responder. Por una parte, creía que era ridículo hacer
entrar en razón a su amigo y todo su pueblo. Por el otro, José tenía razón, la muerte cerraba
un ciclo y por más que razonara, era casi imposible salir con vida de Pandari. Sin embargo,
en medio de dichas cavilaciones, se oyó un ruido en lo profundo. Al principio pensaron que
se trataba de alguno de los vigilantes de la zona exterior, pero el sonido volvió a repetirse,
esta vez repetido en todas partes. Se oía en las ramas de los árboles, en el vibrar de la tierra e
incluso debajo de esta. Las mujeres y niños gritaron de miedo, pues parecía que un ejército
de alimañas se aproximaba hacia ellos. Ricardo intentó ver hacia arriba, tenía miedo de las
tarántulas arborícolas, imposibles de detener si caían desde lo alto, en especial si eran tantas
como sospechaba en ese momento.

El sonido aumentaba y en ocasiones venía acompañado de chillidos. Esto hizo que


muchos hombres, como los de las torres, dispararan hacia las copas de los árboles, al igual
que los que estaban cubriendo el lado exterior. Con ello lograron disipar el ruido repulsivo
que se apagó apenas recibieron el ataque. Así se mantuvo la situación por unos minutos,
algo en lo profundo de la jungla los observaba con tantos ojos como fuera posible. Pero
nada amilanaba el coraje de los guerreros yanomamis, regios en sus puestos. Sin embargo,
la suerte estaba echada esa noche. Como si de una lluvia de flecha se tratase, cientos, quizás

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miles de vellos urticantes llovieron sobre Pandari. Se podría decir que anocheció dos veces,
porque la neblina se había disipado toda vez que los vellos volaron por los cielos. Estos no
dejaron ver la luna ni las estrellas, sino que sumieron en penumbras el shabono. Y para
desgracia de los indígenas, estos no contaban con escudos para cubrirse de los puntiagudos
proyectiles. Algunos eran de treinta centímetros, pero otros sobrepasaban los cincuenta,
cayendo con fuerza sobre la tierra, clavándose en ella como la lanza en la piel del chigüiro.

Algunos hombres fueron atravesados por dichos vellos, ocasionándoles la muerte


instantánea, pues atravesaban sus órganos hasta desangrarse. Los menos afortunados,
corrían heridos hacia donde el techo cubría el cuerpo o debajo de las torres. Ricardo fue uno
de los que huyó, evitando ser impactado. Pero pudo observar cómo estos vellos producían
una especie de urticaria dolorosa y ardiente sobre la piel de sus víctimas. Muchas mujeres
corrieron en auxilio de sus esposos o hermanos, muriendo con ellos al tratar, sin éxito, de
curar las heridas. Se podría decir que la escena duró horas, pero en realidad fueron apenas
un par de minutos, porque luego de los árboles comenzaron a caer tarántulas de todos
los tamaños y colores. Las había ocres, pardas, negras, blancas, azules, rojas, amarillas y
naranjas. De igual modo, algunas comenzaron a subir por el techo del shabono, ya que la
defensa externa a duras pena podía contenerlas.

De las torres las flechas intentaban golpearlas y aunque impactaban sobre las bestias,
era como si al caer uno otras dos surgieran en su lugar. Así intentaron contenerlas a
lo lejos, pero ya era tarde, porque estaban muy cerca, sin tener otra opción que luchar
cuerpo a cuerpo. Lanzas, machetes, cerbatanas e inclusive las manos fueron necesarias
para dar muerte a los arácnidos, impulsados por un odio que propagaba el terror entre
los yanomamis. Estos también recurrieron al fuego, no para ahuyentar la ceguera de los
monstruos, sino para matarlos al instante, calcinados por las llamas. Más y más arañas
llegaban, impulsadas por las vibraciones de los gritos o por las pisadas sobre la tierra. Iban
tras los niños, quienes se habían separado del regazo de sus madres. Sus torpes pies apenas
podían alejarlos de sus víctimas, que se arrastraban zigzagueando sobre el suelo. Saltaban
sobre sus pequeñas presas a las que clavaban sus colmillos en las espaldas. Ricardo evidenció
que algunas tan solo mataban y otras cubrían en telas a sus presas. Pero, animado de algún
ímpetu que desconocía, persiguió a varias tarántulas, dando muerte a tres e impidiendo que
mujeres y niños cayeran en sus garras.

Parecía que los yanomamis estaban por ganar, porque las arañas saltaban asustadas de
nuevo a los árboles, incendiadas por las flechas o retorciéndose por el veneno de estas.
Con ello ganaron tiempo para reagrupar a la tribu, la cual rodearon al menos unos doce
hombres. En cuanto los que estaban afuera, tan solo volvieron cinco, arañados en sus brazos
y piernas. Los de la torre se quedaron en ellas, estaban completos y vigilaban todos los
puntos del shabono. Una que otra araña se aventuró a entrar, como si quisiera averiguar lo
que sucedía, pero todas hallaron la muerte. Esto dio la sensación de que había acabado el
ataque de aquella noche. Sin embargo, los misterios que se ocultan en las terribles fosas del
Hei Tä Bebi aún no son contadas y sus motivos siguen siendo desconocidos. De lo profundo

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de la jungla se volvió a oír el paso sobre la tierra de diferentes patas, de nuevo acompañadas
de chirridos y silbidos. La tierra vibraba como si de un temblor de tratase y del arenoso
suelo, agujeros aparecieron, abnegando la superficie para dejar ver enormes tarántulas tan
grandes como un vehículo.

Ricardo quedó pasmado de la envergadura de las arañas, porque en ellas se veía un


horror sin nombre, capaz de corromper y transformar lo que fuere. El jefe también quedó
impresionado de lo siniestro de las criaturas que escupía el suelo bajo sus pies. Pero se armó
de valor, corriendo hacia su lucha. Fue seguido por José y por el valeroso indígena, padre de
Akapana. Los tres lucharon cada uno contra una araña y a todas les arrancaron una pata o
hirieron en sus inútiles ojos. Y aunque fueron seguidos por el resto de los guerreros, hasta
entonces no se había descubierto el mayor enemigo. Un árbol cayó como si nada sobre el
shabono y un sonido espeluznante emanó de las sombras. Frente a los yanomamis unas
patas, cada una de tres metros, dejaron ver una tarántula Goliat. Ricardo la contempló
como el mayor mal hasta entonces. Debía medir seis metros y sus vellos urticantes eran
disparados a diestra y siniestra. A veces impactaban contra la nada, en otras contra arañas y
unos pocos atravesaron de par en par a los indígenas.

Esto conllevó a que la tribu corriera desesperada hacia la selva, donde las arañas, ahora
tan pequeñas en comparación con la Goliat, aguardaban a sus presas. Se abalanzaron desde
los árboles, otras tejieron trampas inexpugnables que atrapaban cualquier cosa. Algunas
se deleitaron con perseguir a las mujeres y guerreros, clavando sus aguijones sobre la piel
después de un largo salto. En cuanto al shabono, tan solo quedaron diez guerreros que
parecían no dar cabida al miedo. El padre de Akapana era uno de ellos y había dado muerte
a una de las arañas que surgió de los hoyos. Ahora portaba lanzas en su mano izquierda,
tantas que daban la ilusión de ser cientos. Las arrojaba con la derecha hacia la araña Goliat,
pero rebotaban al impactar sobre la fuerte piel del arácnido. Los otros intentaban cortar
sus patas, pero estas los arrojaban contra el suelo o los aires. Entonces José, junto con dos
compañeros, fueron con antorchas. Lograron incendiar al monstruoso animal, el cual se
retorció de dolor, chillando y escupiendo vellos a todas partes. Ricardo celebró el ataque,
corriendo con el machete en mano para contener a la bestia. Pero cuando estuvo cerca de su
amigo, este fue atravesado por uno de los vellos.

El sonido fue horrible, como apuñalar un cerdo con un cuchillo sin f ilo. José cayó de
rodillas y se desmoronó sobre los brazos de Ricardo. Su boca desprendió un chorro de
sangre y Ricardo decidió acostarlo sobre la tierra. Se vieron por un momento, mientras
José temblaba de dolor. Aún sostenía el machete en su mano que trataba de esgrimir sin
éxito. Ricardo estaba consternado, allí yacía su amigo que poco a poco era consumido
por la muerte. Sin embargo, este volvió a sonreírle y, en medio de tenues palabras que se
quebraban por su voz dijo: “Rimaq”, que no era más que no verdadero nombre que significa
“el elocuente”. Así se despidió del Hei Kä Misi, ascendiendo a los cielos y más allá. Ricardo
lo contempló y lo lloró, inmóvil ante el ataque de más arañas que venían en auxilio de la
Goliat que seguía retorciéndose del dolor. Y si no hubiese sido porque el jefe lo arrastrase,

22
quizás también habría hallado la muerte al lado de Rimaq.

Ya todo era un caos. Del shabono no quedaba sino el techo de palma sobre el suelo. Las
torres de los arqueros fueron demolidas y algunos incendios incendiaban parte del bosque.
Las mujeres y niños gritaban selva adentro hasta que eran silenciados por los dardos de las
arañas. Tan solo quedaban el jefe, Ricardo y el padre de Akapana, quienes corrieron hacia
la fogata que seguía ardiendo. Los dos guerreros yanomamis repelieron a cuantas arañas
podían, cayendo estas a sus pies como señal de triunfo. Ricardo, por el contrario, no podía
hacer mayor cosa, el pánico le había ganado. A su alrededor los cadáveres de humanos y
arácnidos lo aturdían y, para colmo, la araña Goliat seguía de pie a unos cuantos metros
de él. Esta se recuperó del dolor de las quemaduras y, como si nada la hubiese herido de
gravedad, se abalanzó sobre el trío. En ese instante, el padre de Akapana se giró, conservaba
dos lanzas que arrojó una tras otra hacia la cabeza del monstruo. Ambas impactaron, pero el
animal no se detuvo de inmediato, sino que se arrojó sobre él. Lo cogió con los pedipalpos y
como si de un plátano se tratase, lo rompió en dos.

El jefe y Ricardo observaron horrorizados la imagen del guerrero caído, y sin ninguna
otra opción, emprendieron la huida. La tarántula Goliat los persiguió con apenas un par de
brincos. Logró interceptar su camino, arrojando a ambos al suelo. Ricardo intentó ocultarse
bajo lo que quedaba de una torre. Pero el jefe no tuvo tal fortuna. Se reincorporó y vio de
frente a la araña. Esta lo contempló también, como si ya se conociesen de un pasado oculto
hasta entonces para el resto de la tribu. Ninguno de los dos se atrevió a atacar al otro. Pero
el jefe, en medio del desespero o de la furia, cogió un machete a un par de metros. Esto
motivó a la araña a seguirlo. Ricardo contempló entonces una batalla digna de ser cantada
por cualquier chamán yanomami. El jefe pegaba brincos mientras blandía el machete que
lograba hacer cortes sobre la piel del arácnido. Este, en medio de sus chillidos, disparaba
los vellos, pero el jefe los repelía con el arma. Anduvieron así por un par de minutos, sin
poder herirse el uno al otro. Hasta que, en medio del caos, un colmillo de la tarántula
rozó el hombro izquierdo del jefe. Este se quejó con dolor porque no había sido un corte,
sino que un líquido transparente había caído sobre él, quemándolo. Se trataba del veneno,
suficiente como para que muriera al instante. Sin embargo, ello no fue así, porque el jefe se
reincorporó. Jadeaba del ardor y con dificultad buscó la mirada de Ricardo. Al verlo habló
con un español inexacto, pero suficiente como para que el aracnólogo entendiese:

—Yo liberar Hei Tä Bebi. Mi culpa…

Liberado del remordimiento que había mantenido para sí, el jefe corrió con todas
sus fuerzas sobre el monstruo que no entendía cómo el humano no había muerto. Y, sin
esperárselo, el impetuoso hombre se deslizó sobre la tierra hasta quedar bajo el vientre de la
tarántula, justo donde clavó triunfante el machete.

La araña pegó un fuerte chillido, tan fuerte que el resto de las arañas que envolvían
sus víctimas en bultos de seda, saltaron despavoridas hacia la jungla, temerosas de hallar

23
el mismo destino. De esa manera, la tarántula se quejaba del acero empañado también
de veneno y, tambaleándose con sus inútiles patas, cayó sobre el cuerpo inerte del jefe,
hallando ambos la muerte. Ricardo observó, oculto, la escena y buscó con dif icultad
respirar profundo, echándose fatigado sobre la palma seca de la torre. Las arañas habían
desaparecido, ya no se oía ningún ruido de yanomamis huyendo entre la jungla. Por lo
tanto, vencido por el agotamiento, decidió cerrar los ojos. Tal como lo había previsto en sus
pensamientos, el jefe sabía algo que él no. Por eso había errado el camino hacia la guarida
de las arañas y por alguna extraña razón lo observaba con tanto recelo, como si buscase otras
opciones que no fueran profanar el mítico pozo de los monstruos. Mantuvo en secreto su
error, bien sea por una honra que Ricardo desconocía o porque no podía aceptar perder su
liderato frente a la tribu. Aun así, sus intentos habrían sido en vano, porque de una forma o
de otra, los yanomamis de Pandari alcanzarían el exterminio en el shabono o al profanar,
otra vez, el Hei Tä Bebi.

En todo caso, la penuria había llegado a su fin. Las arañas habían regresado a sus fosas,
dando fin a lo que el jefe inició semanas atrás. Ricardo tenía para sí aquel consuelo, pues
no esperaba dar otra vez con las tarántulas. Su desaparición también vino acompañada por
el de la neblina y el frío empozado sobre el destruido shabono. Debía recobrar fuerzas y
regresar, por sí solo, hacia la civilización. Aquello podía ser una esperanza perdida, vedada
por su desconocimiento del entorno. Sin embargo, debía intentarlo. Así que abrió los ojos,
motivado por el pequeño ardor de vida que le quedaba. Pero, cuando se reincorporó, sintió
de nuevo el sonido de las ramas, tan familiar en las últimas noches.

Giró la cabeza, fijando la mirada hacia distintos rincones. La hoguera ya se había


apagado y aún era oscuro como para poder distinguir. No obstante, alcanzó a ver
movimientos zigzagueantes a pocos metros de él. Eran dos objetos, no tan grandes, pero
lo suficiente como para que su picadura le diera la muerte. Ya no había otra opción, luchar
era en vano. Así que respiró profundo, dejándose caer cobre la palma seca. Apenas sí se
movía, pero bastó para que dos arañas pardas lo encontrasen. Sintió sus patas sobre su pierna,
ambas trataban de decidir cuál clavaría sus colmillos. Una de ellas se animó, incrustando
los aguijones en la débil piel del científico, quien tan solo dejó escapar un quejido. Aguardó
porque el veneno surgiera efecto, dejándolo inmóvil poco a poco desde las piernas hasta su
torso. Y así, en medio de su agonía, Ricardo Mejías encontró su Pandari aquella madrugada.

24
Giselle Lucía Navarro
Alquízar, Cuba, 1995

Poeta, escritora y artista multidisciplinar. Ha obtenido, entre otros, los premios José
Viera y Clavijo de ciencias sociales, Benito Pérez Galdós de ensayo, Edad de Oro de poesía
infantil, Pinos Nuevos de narrativa juvenil y el David de Poesía que otorga la UNEAC,
además de menciones en los concursos Ángel Gavinet (Finlandia), Poemas al Mar (Puerto
Rico) y Nósside (Italia). Ha publicado Contrapeso (Colección Sur, 2019), El circo de los
asombros y la novela infantil ¿Qué nombre tiene tu casa? (Gente Nueva, 2019), La Habana
me pide una misa (Extramuros, 2020), Criogenia (Ensemble Edizioni, Italia, edición
bilingüe, 2021). Su obra se ha traducido al italiano, inglés, francés, turco y ruso, publicada
en antologías y revistas de una veintena de países. Licenciada en Diseño Industrial por la
Universidad de La Habana y egresada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge
Cardoso. Es miembro del Comité Organizador del Festival Internacional de Poesía de La
Habana.

26
cAsa/siembra

Mientras corto la demencia por la raíz


alguien huye
y la casa reconstruye el verde entre la dolencia.
Podar es la nueva herencia.
Germinar una montaña.
Podar lo amargo
y la araña del corazón de los hombres,
pero recordar los nombres podados
como una hazaña.

Al podar el filo es doble


y hasta una semilla crece cuando finge que padece,
sabe que el árbol no es noble por dar fruto,
aunque redoble su sombra sobre el cuadrante.
Si la cabeza es trasplante
el árbol puede podar al hombre
sin gravitar en un retoño triunfante.

La habitación se clausura.
La tribu resiste el polvo.
Hemos sido guardapolvo del miedo hasta la fractura.
Una casa no es cordura para enderezar lo insano.
La casa es solo una mano para olvidarnos del mundo.
La casa es el más profundo vendaje de los humanos.

¿Qué es la casa si he vivido en el ardor de su huella?


La casa no es una estrella.
La casa no es lo adquirido.
Tampoco lo conocido
ni el mapa gestual que tengo
ni la pared que sostengo en medio del cromosoma.
La casa es solo el axioma de ignorar de dónde vengo.

27
acto de reconocimiento

…temes a tu vacío
Cesare Pavese

Un hombre que se desprende y niega su raíz


podría ser una estructura malograda.
Me he sentado a comer con mis ancestros
y les he servido un trozo de mi vacío en cada plato.

Lejos del temor y las euforias mis sentimientos se congelan


y el cuerpo se estremece
y este frío que es la muerte hace que hierva.

Por fin palpo mi cordón umbilical.


Por fin mis madres me miran
y mi patria, como el árbol enumerado
de todos los rostros de mi sangre, se reencuentra
y me reconozco en estos temblores.
Por primera vez
los espíritus perturbados de la noche me han besado
y he tenido la certeza de estar llena.

28
visceral

Odio al artista
que cree que el arte viene desde el asco
y trepana su cerebro para extraer cada palabra dulce,
cada trozo de suavidad,
esas palabras que él llama defectuosas
y le arrancan la sensibilidad,
en busca de la perfecta belleza de su obra.

Odio lo perfecto
como todos los esquemas artificiales,
como el hombre perfeccionista
que subsiste gracias a su oportunismo,
un hombre que me odiaría si leyera estas palabras
y me llamaría cursi
y diría que aún soy transparente
y mi palabra no crece.

Un hombre que no se permite la dulzura


es un cuerpo que se quema de espaldas al sol.

29
cromosoma x

Una mujer que se dispara a sí misma


podría ser comparada con un hombre
y siendo mujer, si resucitara volvería a dispararse.

Dios nos hizo a su imagen y semejanza


y en nuestra herencia nunca estuvo ser sombra,
el problema siempre estuvo en la herencia del corazón,
que puede liberarte o construirte una jaula,
de ahí su naturaleza transmutable,
de ahí su aparente fragilidad.

Una mujer que se suicida fue un ser iluminado


aunque al morir reportasen que siempre estuvo loca.

Su vocación pudo haber estado en el gatillo


o lejos de todos los disparos,
pero una mujer no aprieta el gatillo por gusto,
no muere por honor u orgullo,
no hace la guerra.

A una mujer solo puedes matarla si le apuntas al corazón

30
estómago

Los locos te miran


y te dicen verdades que solo ellos comprenden.
Tú no quieres hablarle
porque temes que los otros duden de tu cordura.

Eres cuerdo pero tu sicosis podría superar la de un loco,


tu miedo y tu apariencia
tienen mucho que envidiar a la libertad del loco,
y sabes que hay locos
que tienen la cabeza más colocada
que los cuerdos que nos rodean.
La ciudad se ha convertido
en un concierto psicópata de disfraces y roles.

Me siento a contemplar la manía de los otros

31
primeras
menciones
33
ana almeida
Madrid, España

Ha estudiado Guion y Dirección de cine y tv en Madrid, San Antonio de los Baños


(Cuba) y N. York (NYFA). Ha trabajado en varias películas y series de tv y ha dirigido varios
cortometrajes (en 35mm y digital) que han participado en distintos festivales nacionales
e internacionales, siendo adquiridos los derechos de uno de ellos por dos distribuidoras
extranjeras.
También ha publicado varios relatos y un libro (Amigas, escape book) en EEUU y
Colombia. En la actualidad compagina trabajos de producción de eventos con la escritura
de un guión para largometraje y un libro de relatos.

34
el ascensor
El ascensor no parecía muy grande pero Jeremías, el más joven, se empeñó en que no habría
problema.

- Estoy totalmente convencido de que entrará perfectamente.


- Pues no se, yo lo dudo.
- Mira Jonás, te diré algo… los espacio vacíos siempre siempre parecen mucho más
pequeños de lo que realmente son… y tú y yo hemos metido bultos en sitios mucho más
estrechos que este.

Jonás miró a su alrededor, el halógeno del techo del ascensor parpadeaba un poco, como si
se fuera fundir en cualquier momento, las paredes estaban recubiertas de un papel viejo, de
un tono anaranjado tirando a amarillento. El espejo en cambio lo hacía parecer más grande
pero ciertamente la cabina del ascensor era muy pequeña. Jonás miró hacia arriba de nuevo
y observó el halógeno.

- Malditas luces… siempre igual.

Jeremías también miró hacia arriba.

- En las comunidades de vecinos lo último en lo que se piensa es en mantener en


condiciones el ascensor, ¿no te parece Jonás?
- Sí, puede ser… recuerdas la vez que nos quedamos encerrados en un ascensor sin luz? Lo
pasé francamente mal… el cuerpo apestaba y…
- Vale vale… ya lo recuerdo… pero este ascensor no tiene pinta de quedarse atascado…
Jonás miró a Jeremías. Se le escapó una medio sonrisa.
- Este ascensor lo que tiene pinta es de caerse directamente Jeremías, lo sabes igual de
bien que yo…

Jonás pegó la espalda a una de las paredes del ascensor y dio dos pasos justos. Miró a Jeremías
y sacó dos dedos.

- A parte de caerse a pedazos no llega ni a dos metros de ancho…


- Bueno, es verdad, no te lo voy a negar… es un poco viejo… quizá un pelín estrecho… pero
estoy seguro de que no habrá ningún problema Jonás…

Jonás volvió a dar dos pequeños pasos. Jeremías resopló, miró su reloj, tiró de los puños de
la camisa y volvió a resoplar. Jonás abrió y cerró la puerta del ascensor para confirmar que
funcionaba perfectamente. Jeremías cruzó una mano sobre otra.

- Está bien… es esto o bajarlo por las escaleras… y son 5 pisos… a 30 y pico grados que

35
estamos… y vistiendo este traje negro de “enterrador de invierno” que nos obliga a llevar
la compañía en pleno verano… tú dirás…

“Quizá girando el cuerpo adecuadamente” pensó Jonás para auto convencerse.

- Siempre podemos intentarlo al menos, vamos a ello.


- ¡Bien dicho! – se alegró Jeremías.

Subieron los 5 pisos sin hablar, muy atentos al chirriar de la cadena sobre la que colgaba el
ascensor y una vez en el piso fueron directos a la dirección marcada. Puerta C. Llamaron y
una anciana afligida abrió despacio la puerta, sin prisa. Al ver a los dos hombres vestidos de
negro y con esos rostros inexpresivos, temerosa de ellos intentó cerrar la puerta de golpe.
Jeremías puso el pie a tiempo entre la puerta y el marco y evitó que lo hiciera, levantó una
mano indicándole a la mujer que esperara un momento, sacó de su bolsillo una tarjeta y se la
ofreció con determinación.

La anciana cogió la tarjeta con recelo, la leyó.

Volvió a mirar sus caras y finalmente abrió la puerta del todo.

- Es al fondo del pasillo, la última habitación – dijo – el médico dijo que fue un infarto
pero es extraño porque él tenía muy bien el corazón… o eso creía yo.

Jonás y Jeremías se miraron sin hablar. “¿Un infarto? Y a mi qué. Lo que me importa es que
está muerto y llegamos tarde señora” pensó Jeremías. “¿Al final del pasillo?, ¿por qué la gente
no puede morirse en las habitaciones más cercanas a la puerta?” pensó Jonás.

Ambos se dirigieron a la habitación señalada por la mujer, ella los dejó pasar delante y los
siguió.

Una vez dentro dispusieron horizontalmente la bolsa negra que llevaban y metieron el
cuerpo en ella. Les costó más de lo normal, pensaban que sería un anciano como la señora
pero no, era un hombre joven, de unos 40 años, grande, robusto, con unas manos enormes

36
y al menos un 45 de talla de calzado, era todo un hombretón pero con gesto muy infantil.

La anciana acarició su cara dulce durante unos instantes antes de que Jeremías terminara de
subir la cremallera del todo.

Jonás y Jeremías sudaban a mares pero el jefe les tenía dicho que no podían quitarse la
chaqueta del uniforme bajo ningún concepto “tenemos una imagen que dar, no lo olvidéis
nunca”. “Imagen que dar” pensó Jeremías, “más te valdría dejarte de imágenes y subirnos el
sueldo que lleva congelado 5 años”. “Imagen que dar” pensó Jonás, “más te valdría darnos
los medios adecuados para trabajar, como por ejemplo una camilla, y dejar de tanta imagen
que dar”.

Jonás y Jeremías se miraban de reojo y se encogían de hombros alternativamente como


único lenguaje mientras esperaban a que la mujer dejara de acariciar la cara del chico.
Cuando lo hizo Jeremías aprovechó para subir la cremallera en un movimiento rápido.

- Es mi hijo… era autista – dijo la anciana mientras se llevaba un pañuelo usado a la boca
para reprimir algún último sollozo.

Jonás miró a Jeremías y luego a la mujer.

- ¿Autista? – Preguntó extrañado.

La anciana afirmó con la cabeza. Jonás acercó la mano a la bolsa.

- ¿Puedo? – preguntó haciendo ademán de bajar un poco la cremallera - nunca he visto a


un autista.

Jeremías lo miró recriminándole su interés excesivo y la anciana también lo miró extrañada


pero asintió. Jonás bajó la cremallera y se acercó a la cara del chico para poder verla mejor.

- Pues a mí me parece normal…

La anciana y Jeremías se acercaron también. Los tres, inclinados sobre el chico, observaron
su cara en silencio. De pronto una gran gota de sudor cayó directa de la frente de Jeremías al
el párpado del chico y resbaló por su mejilla como si llorara. Esto los sacó abruptamente del
letargo en el que habían quedado atrapados.

- ¿Nos podemos ir ya, por favor?- preguntó nervioso Jeremías subiendo la cremallera
totalmente.

Jonás y la anciana se miraron un poco sobrecogidos por la imagen antes de moverse.

37
- Claro… espera que cojo por los pies – dijo Jonás todavía aturdido y situándose frente a la
parte inferior del cuerpo.

Jeremías no se movió, tan solo carraspeó.

- ¿Cómo que coges por los pies?

Jonás se volvió hacia Jeremías sorprendido por la pregunta.

- Pues eso, que yo cojo por los pies… habrá que llevarse al chico ¿no?
Jeremías no se movió. Contrariado negó con la cabeza varias veces. Luego extendió el
dedo índice hacia Jonás.
- No no, eso no es así… el viernes quedamos en que cada día uno de nosotros cogería
el primer cadáver por los pies, el otro el segundo, el otro el tercero y así sucesivamente
alternando la posición durante la misma jornada… y este es el cadáver número uno de
hoy así que me toca a mi empezar por los pies… tú coge la parte de arriba.

Jonás no se movió. Continuaba agarrando el cuerpo del muchacho por los tobillos.

- ¿Y quien dijo que empezarías tú? ¿Eso dónde lo pone?

Jeremías se acercó y le empujó apartándolo del cuerpo.

- Se me ocurrió a mi la idea así que lo normal es que YO empiece cogiendo por los pies…
tú cogerás el siguiente, no te preocupes, hoy tenemos 7 cuerpos que recoger…

Jonás se acercó y empujó a Jeremías a su vez apartándole ahora a él del cuerpo. Ahora ambos
hablaban muy pegados, uno frente al otro.

- ¿7 cuerpos? ¿Cómo que 7 cuerpos?... ahora lo entiendo… eso quiere decir que tú cogerás 4
cuerpos por los pies y yo sólo 3… eso es totalmente injusto y lo sabes Jeremías.
- Escúchame Jonás, el primer día con este nuevo método… ya lo perfeccionaremos… pero
ahora mismo, como podrás ver, la señora está esperando y no es el momento… Hoy lo
haremos así y mañana cambiamos– dijo Jeremías intentando convencer a Jonás.
- ¡De eso ni hablar!... Este chico es enorme… su parte superior pesa mucho más que la
inferior, eso está claro… no se si será porque es autista pero es muy grande… demasiado
– Jonás se dirigió un momento a la mujer que los miraba sin entender - Vd. perdone
señora pero es una realidad el hecho de que este chico es más grande de lo normal.

La anciana miró a Jonás y luego a Jeremías fijamente y bastante inquieta por saber cómo
acabaría la disputa. Jeremías se cruzó de brazos.

- Es grande sí… de eso no hay duda… pero yo no entendí así el acuerdo y no pienso

38
hacerlo… te repito que la idea fue mía y yo mando… se acabó.
- Bueno pues yo sí lo entendí así – dijo Jonás cruzándose también de brazos- no
pienso recorrer el pasillo cargando con este muerto- remató mirando a la señora y
encogiéndose de hombros.

Ninguno de los cuatro habló durante unos segundos.

- Vale, tu eres un 50% del equipo y yo el otro 50%… yo quiero acabar cuanto antes, tú
quieres acabar cuanto antes e incluso esta mujer querrá acabar cuanto antes, ¿verdad
señora? … así pues… ¿cómo lo resolvemos?

Jonás se quedó pensativo. Jeremías se quedó pensativo. La anciana se quedó pensativa.

- ¡Ya está! … cara o cruz – concluyó Jonás.


- ¡Venga ya! ¿Vamos a jugárnoslo a cara o cruz?
- No se me ocurre otra manera mejor y más justa… además siempre nos jugamos todo a
cara o cruz así que no se a que viene ser tan remilgado ahora… – dijo Jonás.

Jeremías se aproximó un poco a Jonás para susurrarle algo al oído. La anciana acercó la oreja
para ver si escuchaba algo.

- Nos jugamos a cara o cruz cosas como quién paga la ronda esta o quién conduce hacia
tal sitio, pero esto…

Jonás se apartó de Jeremías con determinación.

- Pues es a cara o cruz o no es… estoy harto de que siempre me lleves la contraria
Jeremías. Tengo más edad que tú, más experiencia…
- Bla bla bla…

La señora tosió ligeramente. Jonás y Jeremías la miraron nerviosos, no les gustaba que nadie
se entrometiera en sus discusiones que por otro lado eran bastante habituales.

- Señora Vd. ha perdido a alguien, vale que es duro, lo entiendo… su hijo, f íjese, debe ser
una terrible experiencia… encima autista, que le repito que pinta no tiene… aunque yo
nunca antes había visto a un autista… tampoco tengo hijos, así que no se que se siente
realmente con un tema así… pero es que yo con esta decisión que tomemos hoy, ahora,
me juego dejarme la espalda en cada jornada de trabajo… entiéndalo, es un cosa seria…
hace años me operaron y no estoy para ese tipo de riesgos… podría quedar seriamente
dañado, minusválido, ¡qué sé yo! … así que no voy a dar mi brazo a torcer, lo haremos
a mi manera o no la haremos… dicho esto vamos Jeremías acabemos ya… saca una
moneda.

39
Jeremías se palpó los bolsillos refunfuñando. No tenía ninguna moneda suelta ni en los
pantalones ni en la chaqueta. Miró a Jonás. Jonás a su vez se palpó sus bolsillos pero tampoco
tenía ninguna moneda suelta. Ambos miraron a la señora. La señora se dio la vuelta y salió
de la habitación a paso lento.

- Está bien… iré a mirar en mi monedero.

Jeremías y Jonás se sentaron a esperar que la mujer volviera en el pequeño sofá tapizado con
una tela de flores rosas y blancas que había situado al fondo de la habitación.

- Estarás contento, otra vez vamos a llegar tarde… primero medir el puñetero ascensor,
ahora esto…
- Yo no tengo la culpa de que tú no te expliques claramente y de que el chico sea un
autista gigante.

Jeremías resopló y volvió a repetir el gesto tan característico. Primero miró su reloj y después
tiró de los puños de su camisa. Jonás le miró de reojo, respiró hondo y puso una mano sobre
otra sobre su regazo, después cerró los ojos como si meditara. Jeremías le miró extrañado.

- ¿Qué crees que haces Jonás?


- Trato de pensar en algo positivo – contestó Jonás sin abrir los ojos.
- Algo positivo… ¿Te parece normal echar una cabezada en estas circunstancias?
- No estoy echando una cabezada, ya te he dicho que estoy tratando de pensar en algo
positivo.
- Lo positivo sería que cogieras el puñetero cuerpo por la parte superior, que es la que te
toca y saliéramos de aquí cuanto antes – susurró Jeremías- y por cierto me pido “cara”.
Jonás asintió lentamente sin abrir los ojos.

La anciana apareció por la puerta acelerada y sonriendo “la tengo” exclamó visiblemente
eufórica y sosteniendo triunfalmente una moneda en la mano.
Ambos se levantaron del sofá al tiempo y se susurraban el uno al otro mientras la mujer
avanzaba por la enorme habitación hacia ellos.

- Por fin saldremos de aquí – dijo Jeremías.


- Que ganas de demostrarte que el ascensor es estrecho – dijo Jonás
- Cállate y coge la moneda antes de que me arrepienta de este estúpido juego Jonás.
- Cuando tengas que bajar los cinco pisos por las escaleras con el autista cogido por el
pecho y sudes como un cochino me voy a reír de ti un rato largo de ti, Jeremías.
- Lo mismo te digo Jonás.
- Tendrás que reconocer que casi siempre tengo razón.
- Ni lo sueñes.

La mujer casi había llegado a ellos pero arrastrar los pies nunca ha sido una manera segura

40
de caminar. La moneda salió volando por los aires, tras ella la anciana salió volando
también.

La alfombra quedó levantada y ella tumbada inconsciente en el suelo tras golpear su


pequeño cráneo contra la pata de la cama en la que yacía su hijo, autista de 40 años y talla 45
de zapato.

Jeremías y Jonás se miraron sin hablar, luego la miraron a ella, después observaron
el pequeño charco de sangre que cada vez se hacía más grande. Por unos segundos se
mantuvieron quietos y en silencio. Después buscaron con la mirada la moneda y se
acercaron nerviosos a ella.

- ¡Cara! – gritó Jeremías

Jonás resopló fastidiado, se acercó al cuerpo del chico bordeando el cuerpo de la anciana y lo
cogió por los tobillos.

- Vale vamos, has tenido suerte, pero verás… te demostraré que el ascensor es pequeño
para esto y tendrás que darme la razón.
Jeremías rió satisfecho.

41
daniel arella
Caracas, Venezuela, 1988

Licenciado en literatura hispanoamericana y venezolana; Magister en filosofía por la


Universidad de Los Andes. Ha publicado los poemarios: Al fondo de la transparencia (Los
caminos de Altair, Venezuela, 2009); El andrógino ebrio en el haitón. (Nuevos Clásicos,
Bolivia, 2017); Anatomía del grito (LP5: Fox Island, 2020), libro por el que recibió en
metálico el XIX Premio Latinoamericano de Poesía por Concurso Ciro Mendía (Caldas,
Antioquia, Colombia) en el año 2015. Es Premio de Ensayo Goethe Institut, 2020, por la
Pontificia Universidad Católica del Perú Editor de la revista de géneros fantásticos IO
de Cali, así como miembro del consejo editor de la revista POESÍA de la Universidad de
Carabobo.

43
Selección del libro inédito
la última cena de las dakinis

44
Siempre escogeré la bestia impura que me conduce a la nada.
César Dávila Andrade.

45
rito de la virgen negra

Maga negra que me amparas, no me dejes en el juego de las brujas, he resucitado para
ser la bestia cristal, me ha pulido el maligno hasta hacerlo prodigio en las manos
de los maestros y los enemigos, hasta hacerlo nacer como un sol y que empiece a
sonar en las ventanas del pueblo, que llegó el Mesías con su alegría inaudita del
vientre del árbol venido desde la última entrada de lo sagrado a la tierra, soy el
discípulo de la tercera Venus del viento y no quiero que vengan ha destruir lo que
he cosechado con humildad desde que todos se fueron. Son pocos siempre los que
resisten la fulminación del rayo, la paciencia del lenguaje que se hace río vertical
ascendiendo al cielo, árbol traslúcido, con qué armas nos hemos defendido sino con
las del corazón, con los instrumentos afilados de las ficciones, los objetos rezados,
la gloria de terminar el libro de los profetas buscados por las amantes serpientes, las
que profirieron nuestros nombres en el pasadizo de la montaña iluminada de los
primeros brujos.

46
engranajes traslúcidos

Montañas de sonido incandescencia de la espuma


Músculos del delirio río silencio salvaje
cuerpo descomunal invisible casa en que me desaparezco
y me hundo, me borro, soy agua de la sombra,
en el charco del árbol, que reflejas las nubes de la playa en noviembre
mediodías ovulan en la corriente cálida
engranajes traslúcidos del movimiento en ruptura
imanta el regreso que un domingo se quiebra el blancor sobre las piedras pulidas.
Y la nube contorsionista de la orilla
descarga su espejismo sin perder su figura
sumergiéndome en la piel del río.
Las ventanas gritan para lamer el odio refinado de los orgasmos que derriten las paredes.
Del silencio emerge una isla muscular que contorsiona mis aguas.
Me ausculta para mecer mis pedazos dispersos
Sólo tengo este desgarramiento para soldar mi herida
El lenguaje suplanta mis manos para callar las voces
o traducirla en una sola voz capaz de reposar sin ti.

El Sol desnuda la imaginación: es un mantra la desaparición del


cielo

convertido en pez resbala el seso dorado


por las perforaciones perfectas soledad cóncava húmeda

Vida acuática del nombre


hundir el pensamiento para que la música invente la muerte

Todo es falso cuando la escritura es presencia


Resucité un día para verte reventada parir mi lenguaje

Miraba las cosas y los cuerpos por lo nacido

Transparentándose por el deseo


inadvertido de los roces
me atravesaban las sombras videntes con sus fuegos.

La irrupción del más violento de sus hijos


combatiendo contra la fricción de los vocablos
y las constelaciones de la masacre

47
al fondo
devorando el subsuelo de la piedad.

Aun así logré soportar en la legión de los invisibles


y por tu desvirgada altura atormentado
en el vientre me afilaste las cuerdas.

Ahora desciendo en expansión con mi omnipresencia en fuga


naciente fecundando los círculos perpetuos.

Los nervios del árbol de mi cuello iluminan la obscenidad de esta pureza


haciendo aparecer la nada en lo más tuyo
heráldica de la perfección última
soportaba el peso negro de la casa en masa
con su potencia hundiendo el dolor en la raíz del vértigo.

48
oráculo de la pitia

Las palabras son la compasión del enemigo


Voluptuoso nacer
perpetuar el poder del delgado trazo
la ventana sin testigos gimiendo su paisaje en la cadencia incendiada
invadiendo el presente con la carne vítrea deslizando su aurora
memoria infatigable brillando los escombros de la delicia
manos acuchilladas por la música crepitando en tu sexo
en mí has traficado con la muerte
con el canto de tus lácteos efímeros sosiegan agonía reventada
a borbotones hirviendo callada con el extremo de su íntima ánima purísima.

49
darkonia

La bestialidad de la máquina mastica tronos


traduce la voracidad con la embestida
la fuerza tragada por el demente vórtice
diamantino agónico espacio de vaciar las sienes
con la armadura gloriosa ampliando el Caos
r:_)e”·$v´)e=n?¿t*a¨/%n”ªd_·o el cielo
con cada rostro en espuma o fuego relinchando
contra los quebraderos
y las piernas rodando
con el clamor de las aspas
que enhebran los sexos de los escombros prístinos
en la fuga acudiendo a mi entrada
desflorando el glande
que aparezca en lo mío
con sus piernas doradas levantadas
y me muestra su sexo como droga recién cortada
con sonrisa insomne
y una rosa roja en el pelo negro ensortijado
reverdezco para decir el salmo
desde su silencio antiguo
la Darkonia, desnuda sobre la cama,
la esfinge del maquinal misterio
el delirio que se hace piedra por piedad de la luz
me esperabas
pero tú nombras el fuego sediento de tus manos
deleitándose en el ritmo pausado de las violetas
apaciguado por la curva que deletrean las estrellas del vientre
cueva dormida en su jaula de gema
sagrada de alabanza
infatigable arqueando la desnudez de los desiertos.

50
origami de vidrio

El jardín perdona —me dicen los niños—


el jardín es un corazón enjaulado por los témpanos del arroyo

hasta resplandecer el color de su última mirada


de la última soledad
de la última esfera deslizándose bajo mi lengua
bajo el ser de mi lengua
sobre mi sed ella es.

Ahora estos ojos que sólo servían para llorar saben.


Riegan el infinito desplazado, intentan cubrirme de omnipresencia
Panóptico se acerca desde lo más último
y me crecen ramas desde los zapatos que traducen la sombra de los frutos.
Amaneces, no para verme sino para que escuche la ausencia del sol con los míos.

Me alejé de los demás.


Sabía que mi silencio es un invento del color que olvidó el agua
transparente que lloraba y el canto ascendía en mí fosforescente frotando la
metamorfosis con mi odio
Y las orquídeas del jardín me recibieron
ocultando mi amor para que fuera verdadero

Y la luna inmensa inmensa descendía hacia el incendio que era y me apagó


sacrificándose.
Desangró toda la plata para que el agua del fuego negro no me confundiera con la noche
no me borrara para siempre antes de llegar a la fuente a bendecir el día:
que no estaba muerto aún,
que todavía quedaba algo en mí como una luciérnaga penetrando en la soledad de los
vitrales.

51
segundas
menciones
53
ramón grimalt
Barcelona, España, 1968

Es periodista. Ejerciendo ese oficio ha ganado el Premio de la Unión Europea de


Periodismo, el Premio Nacional de Periodismo y la Medalla Franz Tamayo, entre otros
reconocimientos.
Cautivo del reporterismo callejero apenas tiene tiempo para escribir. Cuando lo hace, sin
embargo, se deja llevar por una singular especie de pasión narrativa traducida en su libro de
relatos breves Mundo amniótico (Libertalia, 2003). Desde entonces participa en concursos
literarios, “en busca de la historia definitiva”, afirma. Ese afán está rindiendo sus primeros
frutos.
En abril de 2018 fue secuestrado. “Me rendí ante la evidencia. Desde ese entonces vivo en
un permanente síndrome de Estocolmo. En realidad, atravesaba por una crisis creativa. Lo
iba a dejar. Pero el secuestrador, claro, lúcido, directo y sereno me hizo cambiar de opinión.
Y aquí estoy. Para que me leas”, sostiene detrás y enfrente de las cámaras de televisión, su
medio ambiente natural.

54
Gracias, doctor

1.

Lo veo pasar todas las mañanas, siempre a la misma hora con El Diario bajo el brazo.
Su andar es firme, determinado, marcial. Altanero, mira al frente, con la suficiencia de
quien se sabe superior aunque los años han dejado su huella y se nota en el bastón de caoba
sobre el que apoya una humanidad levemente vencida en los hombros por el peso de la
responsabilidad asumida en algún momento de una vida que aventuro atormentada.

Pero eso, la verdad, me resulta indiferente y supongo que a él también, escondido detrás
de unas gafas de sol de montura de carey que deben costar su buena plata. Para tenerla en
el banco, creo, ha debido contraer méritos. O quizás no. Qué tal, imagino, si heredó una
fortuna o su padre halló un tapado oculto bajo los cimientos de una vetusta construcción
en algún rincón de Sopocachi. Eso es posible, que cosas como esas han sucedido en esta
ciudad, si lo sabré yo. Aunque, pensándolo bien, no es el caso. Yo sé quién es ese hombre.
El viejo del sombrero de fieltro, el abrigo Loden en agosto y la chaqueta de lino con finas
rayas azules en primavera, eternos pantalones de franela gris y los cómodos zapatos ingleses
con cordones debidamente lustrados como indica el manual de la elegancia aprendida en
ministerios y comandancias, palacio de gobierno y cancillería, cena con el agregado militar
argentino a las ocho en punto y cóctel con el representante de la Vickers company en su
residencia de la calle doce de Obrajes, sólo excusas al teléfono 2453221.

Sí, yo lo conozco. He visto su foto en los periódicos y en los libros de historia. Alguno
escolar. El mismo rostro grave y circunspecto, vestido de uniforme de gala, soberano,
todopoderoso, amo y señor de su destino.

Oh sí, mi general yo sé quién es usted. Y lo que hizo. Lo saben todos. Ustedes y ellos. Claro
que hoy, nadie se acuerda o no quiere acordarse, por la cuenta que les trae. Dicen que
la historia es eso, pasado. Nadie quiere tocarla, ni mirarla. Hay que seguir el vagón del
progreso, sin lastre, y remontar el vuelo. Qué más da si usted, mi general, persiguió a éste
o aquél, dio órdenes estrictas de obtener toda la información sin importar el cómo ni el
porqué y, en una decisión suscrita con una estilográfica suiza, mandar al paredón a esos
presos políticos tan molestos. Mierda, señor, usted sí que fue alguien. Alguien que tarde
o temprano se dará cuenta de que le cuesta dios y ayuda orinar y que a eso de las tres de la
mañana recorre insomne el apartamento con vista a la Plaza Avaroa sin saber muy bien a
santo de qué.

Entonces cruzará a la acera de enfrente, tocará el timbre y le abriré la puerta en busca de


soluciones que alivien sus males. Porque a eso me dedico. Para bien o para mal.

55
2.

-Mire, usted ya tiene una edad. Le recomiendo que siga la receta al pie de la letra.
-Gracias, doctor.
-No tiene de qué. Sólo haga lo que le pido.
-Mi padre no tiene…
-Eso lo dejaremos para después, si le parece.

Ella es joven. Le calculo veintipocos. No es guapa. Ni siquiera atractiva. Cojea de la pierna


derecha por un accidente infantil llamado poliomielitis. No es la primera vez que se presenta
con su padre en la consulta, ni será la última. Creo que confía en mí. El viejo está muy
cascado. Padece de silicosis. Era minero, de Huanuni. Entiendo que algo revoltoso, metido
en política, sindicatero en un tiempo con demasiadas turbulencias. Pero de eso, claro, no
habla. Tampoco pretendo que lo haga. Detesto que los pacientes me cuenten su vida; es cosa
de los psiquiatras. Por eso agradezco que asienta en silencio, su docilidad cuando lo ausculto
y ese rictus de dolor contenido, digno, cuando le inyecto penicilina. Ella es diferente. Habla
demasiado quizás porque no lo hace con frecuencia y yo, pago los platos rotos de su falta de
comunicación. En fin, gajes del oficio.

-Entonces, ¿le parece si venimos el viernes? Pregunta rebuscando no sé qué en su cartera.

Reprimo un “no” tan legítimo como sincero. En el fondo quisiera tomarme el día libre.
Qué sé yo. Viajar a Coroico. Pero hice el juramento hipocrático.

-Sí, claro. El viernes está bien.

A esa gente no le puedo cobrar. Alguna vez traen naranjas. Saben que me gustan,
especialmente las de Yungas, siempre dulces. Hoy han venido con las manos vacías. Les
dedico una media sonrisa, la única que tengo y les abro la puerta de la consulta. Ahí, en
el vestíbulo, espera un hombre. Reconozco su sombrero. El puto sombrero de fieltro del
general.

3.

Ella trastabilla, por culpa de la pierna mala. Le acerco un brazo para que no se caiga. Su
padre la mira siempre en silencio. El pobre no da más. Ni menos. El general ni se inmuta.

-¿Quiere un vaso de agua? Le ofrezco diligente.

Ella lo rechaza negando con la cabeza. La siento perturbada. Sus ojos no mienten. Vidriosos,
reflejan una profunda pesadumbre.

-Pero, ¿está usted bien?

56
No hay pregunta más estúpida.
Asiente. Calla y otorga.
Su padre baja la cabeza. Se pierde en la enrevesada cenefa de la alfombra. El general se pone
en pie con dificultad. Se arregla, sin embargo, las arrugas que se han formado en las perneras
de los pantalones. Faltaría más.

-¿Puedo ayudarle en algo, señorita? Pregunta con autoridad y elegancia.

Ella parece recuperar el aplomo, aunque el temblor de su mano izquierda es muy notorio.
También su pecho se agita impulsado por un fuero interno que no alcanzo a comprender
aunque, por favor, no soy tan estúpido como para no darme cuenta de que algo pasó en la
fracción de segundo transcurrida entre el momento en que abrí la puerta de la consulta y
ella y su padre se toparon con el general. Ese hombre. Siempre ese hombre.

-Perdón, pero ¿necesita ayuda? Insiste con una trasnochada caballerosidad.


-No-responde ella seca, tajante-No necesito nada. Y menos de usted.

El general da un paso atrás contrariado, como si no entendiera el rechazo. Supongo que es


otra cosa: el pasado siempre vuelve.

-Disculpe si… Balbucea. O finge hacerlo.


-Déjenos. No se atreva a…Rechaza ella, alzando la mano izquierda con firmeza.

Advierto que el temblor ha desaparecido; algo similar al odio mezclado con desprecio se
puede leer en su rostro que en ese momento es como un libro abierto por la mitad, justo
donde el escritor exitoso ha decidido que la trama se complique.

-Usted… Usted lo sabe. Sabe lo que hizo. Lo que le hizo.

El viejo se da por aludido. Por primera vez voltea hacia el general, se lleva las manos callosas,
de obrero, al rostro y cae de rodillas. La escena me parece melodramática. Un exceso.

-Yo no pretendía… Desliza el general con la voz pastosa.

Ella trata de poner en pie a su padre. Aunque está en los huesos, tengo la sensación de que
es un peso muerto. Escucho que le susurra “vamos, papá” mientras aquel hombre trata de
erguirse, con un punto de dignidad.

-Miren-introduzco-No sé lo que está pasando aquí. Les pido que se vayan, por favor.
-Pero yo tengo una cita programada, doctor. Protesta el general sin necesidad de alzar la
voz. No lo necesita.
-Lo siento. Todo esto que ha sucedido… Mire, pase usted mañana.

57
El general asiente resignado. Supongo que su dolencia puede esperar. La joven, enjugándose
las lágrimas, musita palabras de ánimo a su padre que da un paso y luego otro hasta la salida.

-Que les vaya bien. Bajen las gradas con cuidado. Les recomiendo sin demasiada
convicción.

Detesto las escenas. Me resultan desagradables. Tampoco soporto el victimismo. Hay algo en
esa gente que me provoca escalofríos. Se mueven como espectros, fantasmas que abandonan
sus tumbas sabedores de que al despuntar el alba volverán para atormentar a los vivos.
Porque ellos dejaron de vivir hace tiempo. Creo que, incluso, mueren a cámara lenta, un
poco cada día. Pero es cosa suya. No debe importarme. Es preciso mantener la distancia con
el paciente. Sobre todo con esos que llevan consigo una pesada carga emocional.

-Entonces, ¿yo vengo mañana doctor?

Miro al general. Veo a un hombre. Un paciente. Alguien a quien le cuelga la piel del cuello
en pliegues desiguales mientras un millón de surcos recorren su rostro. Los hay profundos,
como cañadones, otros parecen riachuelos que conducen de un modo inevitable al mar de
una boca entreabierta lo suficiente para ver una dentadura sucia, amarillenta, pero alineada
con la prolijidad de un escuadrón presto a pasar revista.

-Sí, claro. Lo espero a las diez.

4.

Miro el reloj: diez menos cinco. En cualquier momento se presentará el general. No he


pasado una buena noche, apenas pude conciliar el sueño. No sé si fue algo que cené. Esa
milanesa napolitana de mierda. Ni siquiera el Alka Seltzer alivió el malestar. Traté de
ver una película, pero fue inútil. Entonces me levanté. Hacía algo de fresco. Me asomé a
la ventana y vi la ciudad dormida. La encontré hermosa, alejada del bullicio cotidiano,
inmaculada. Recordé mis días de estudiante en Santiago. Cuánto extrañaba La Paz. Pasaron
meses hasta que me acostumbré al pequeño apartamento en Las Condes. No es que estuviera
mal, todo lo contrario; era cómodo y funcional. Además quedaba a dos cuadras del hospital
donde hacía mis prácticas. Tenía 19 años, mi padre había fallecido en diciembre y me sentía
solo, como si me faltara el aire para seguir adelante.

El viejo siempre había querido que fuese médico, por aquello de continuar con la tradición
familiar. Él, era cirujano, uno de los más importantes del país, hasta que se lo llevó un
cáncer. Por eso le dediqué mi tesis sobre enfermedades coronarias. Creo que se lo merecía,
corrijo, se lo debía.

En realidad, mi vocación siempre fue otra. Me hubiera gustado ser escritor aunque tropezara
con la firme oposición del clan. Les dije que mi profesor de literatura había ponderado un

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par de cuentos y que, si contaba con la autorización firmada de mi padre, los presentaría a
un concurso municipal.

“No, no pierdas el tiempo con esas cosas. Tenelas como una afición, un hobby, pero no
embromes, esto jamás puede ser una profesión seria. ¿Acaso te quieres morir de hambre?” me
sermoneó. Y no supe ni pude contradecirle.

Escribir, lo que es escribir, quedó archivado. Alguna vez tengo el impulso de sentarme
frente a la computadora y teclear sin descanso, poseído por una suerte de febril inspiración.
El problema es que freno en seco en la segunda frase. Lo admito, no tengo talento. Eso no
quiere decir que me rinda. Al menos me queda la lectura. La biblioteca de mi abuelo, la
misma que heredó papá, es mi refugio favorito. Me da rabia no estar a la altura de aquellos
tocados por un hada madrina que supieron contar emociones en un pedazo de papel. Ahí
está Hemingway. A su derecha Conrad. Y a la izquierda Vargas Llosa. Pero siempre que
tengo tiempo, por lo general cuando languidece la tarde del domingo, leo El pozo. Quizás
me gusta tanto porque Augusto Céspedes se lo dedicó a mi abuelo que también combatió en
el Chaco. Vio tanta muerte que por eso se hizo médico, para salvar vidas. Eso es vocación o
al menos se acerca. Vocación. Vacación. Quizás es lo que necesito. Desconectar y olvidarme
de…

-Doctor, la cita de las diez ha llegado.

La voz de la enfermera suena críptica al otro lado del intercomunicador. No lo sabe, claro,
pero ha interrumpido mi momento de ensoñación, ese reservado para uno mismo. Maldigo
mi suerte. Sobre todo cuando escucho los pasos del general subiendo los escalones. Hasta
puedo sentir que respira con dificultad, como un pez fuera del agua arrancado de su hábitat.

-Permiso, buenos días. Saluda quitándose el sombrero de fieltro que cuelga de un


perchero.

La enfermera le invita a sentarse y él revisa con desinterés el montón de revistas acumuladas.


Al fin se decanta por una de moda que hojea con la misma displicencia.

-El doctor le atenderá enseguida. Dice la enfermera volviendo a jugar solitario en la


computadora.

Abro la puerta lo suficiente para husmear. Ahí está, impecable como siempre: bien afeitado,
la raya del pantalón milimétrica, perfecta, y el saco a medida, con un clavel en la solapa. Me
pregunto qué secreto esconde. Por qué su presencia desestabilizó tanto al viejo y a su hija.
“Usted sabe lo que hizo”, le espetó en el rostro. Lo sabe todo el país. General Adalberto Soria
Gorriti. El mismo que figura en las páginas de los libros de historia. Toda una celebridad,
podría decirse.

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-Enfermera, dígale que pase. Ordeno pulsando una tecla verde del intercomunicador.

El general empuja con cuidado la puerta entreabierta y pasa. Advierto que esta vez lleva un
portafolio de cuero.

-Adelante, adelante. Buenos días-le recibo sin extenderle la mano- Tome asiento, por
favor.
-Uh, gracias doctor.
-Bien, ¿entonces?
-Mire, doctor. Hace días que… Bueno, no sé muy bien por dónde empezar…
-Dígame, por favor. Lo escucho.
-Hará como un mes- comienza seleccionando las palabras, como si tuviera el discurso
aprendido tras varias horas de ensayo -me di cuenta de que tengo que cumplir con una
promesa. Una promesa que me hice a mí mismo y sin la cual me es imposible seguir
adelante. Como usted puede ver, soy un hombre mayor. No sé cuánto tiempo más de
vida me queda.

Lo veo sentado frente a mí. De pronto ha caído la armadura con que se protege. Está
desnudo. Indefenso. Creo haber escuchado que hizo algo así como una promesa. Es probable
que desvaríe.

-Continúe. Le pido con educación, aunque estoy a punto de remitirlo a un colega


psicoanalista.

-Usted sabe quién soy yo, ¿verdad? Bien. Durante años hice cosas de las que no me siento
particularmente orgulloso. Digamos que cometí errores. Graves, en algunos casos.
Irreparables. ¿Prosigo o no es necesario?

“Maldito hijo de puta. Por supuesto que cometiste errores. ¿Pero tú consideras sólo un error
el haber mandado matar a decenas de personas? ¿Y los desaparecidos, esos arrebatados de su
hogar entre penumbras, a quienes nadie volvió a ver?”, pienso. Pero me contengo. Acaba de
despertar mi interés. ¿Acaso el inicio de una historia que merece ser contada?

-No es necesario-le digo trazando una mueca torva-Por supuesto que sé quién es usted
y lo que hizo con sus amigos militares. Pero también sé que ya cumplió su condena
hace un par de años… Dicen que por buena conducta. Personalmente, si le interesa mi
opinión, lo hubiera dejado treinta años en Chonchocoro. Quizás un poco más, ¿me
entiende?

El general sonríe. Es una sonrisa gélida, lobuna, capaz de acentuar cada arista de su cara
enjuta, angulosa.

-Lo sé. Creo que la mitad más uno de este país nuestro piensa lo mismo que usted. Pero

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eso ahora no viene al caso. Lo que quiero decirle es que quiero agradecerle.
-¿Perdón?

Ahora sí que estoy desconcertado. Siento que la sangre fluye como en una pista de carreras,
acumulándose en las sienes, embotando mis pensamientos, despojándome de ideas e
iniciativa. Soy un mero espectador de la escena. Asisto al último acto de un asunto pendiente
cuya información está en el interior del elegante portafolio que abre con parsimonia para
sacar un folder.

-Su padre era el doctor Benjamín Cruz, ¿no es cierto?


-Sí. Respondo petrificado por la incertidumbre, sintiendo cómo me taladra con aquella
mirada que de pronto ha recuperado el brillo característico del implacable depredador.
-Conocí al buen doctor. Las circunstancias, la verdad, prefiero obviarlas. Sólo lo conocí,
de hechos nos conocimos. Fue en una celda policial. Durante un interrogatorio. Lo
llamaron para que verificara la salud de unos detenidos. Comunistas. Sindicalistas.
Certificó el trato humanitario. Por supuesto, se lo agradecí. Usted ya se lo imagina.
Presión de aquí y de allá. “Violación permanente de derechos humanos”, decían los
curas. Pero ahí estaba su padre, por Dios, todo un profesional. Consiguió que nos
sacáramos de encima a los representantes de Naciones Unidas. Y, como no podía ser
de otro modo, lo recompensamos. Es curioso. No pidió dinero. Tampoco lo reclamó
después. Creo que lo hizo por usted. Mire lo que le digo. Hijo único, entonces un
changuito. Los padres solemos hipotecar nuestra vida por los hijos. Por eso, amigo mío,
quiero darle las gracias. Por lo visto, ya me doy cuenta cómo el Estado devuelve los
favores prestados.

5.

El abuelo era un botarate. Lo único que le dejó a mi padre fue su biblioteca. Correcto y
chapado a la antigua, preconizando valores de otro tiempo, trabajaba en el Hospital de
Clínicas para mantener a su esposa e hijo. Ella era una mujer sufrida y callada. Vivíamos, me
contaron, en la planta baja de un edificio en Miraflores. Luego, gracias a un golpe de suerte,
decían, nos mudamos a una casa en la Abdón Saavedra, en Sopocachi. Allí papá instaló la
biblioteca y aceptó un empleo en el Hospital Militar. Nunca más hubo penurias y en cuanto
salí bachiller me fui a Chile a estudiar medicina.

-Si me permite-dice el general sin perder ni por un instante la precisa selección de


palabras -quiero dejarle esta carta de agradecimiento dirigida al doctor. Quiero que
usted la conserve. Supongo que es parte de la historia. Algo de lo que sentirse orgulloso.
Aunque como le dije, durante un tiempo hice cosas… Bueno, eso ya pasó.

“No, no pasó. General usted es un asesino. Perdonado por la justicia, tal vez. Pero no por sus
víctimas”, considero mientras recibo la carta que no leo, dejándola simplemente sobre la
bandeja de correspondencia.

61
-¿Eso es todo? Porque tengo otros pacientes que atender esta mañana… Digo elevando un
poco la voz, de modo inconsciente.
-Sí, entiendo. Pero ya que estoy aquí. Me pregunto si usted sería tan amable de recetarme
unas pastillas para dormir. Últimamente no pego ojo y a mi edad eso es un martirio.

“Debe ser tu podrida conciencia”, pienso mientras veo a mi padre en la terminal del
aeropuerto de madrugada, despidiéndose con la mano. “Andá a demostrarles de lo que
estamos hechos los Cruz Ballivián”, me dice emocionado arreglándome las solapas de mi
chaqueta. Viví con esas palabras hasta que me recibí con honores. Ese episodio se lo perdió.

-Ah, por supuesto. Espéreme aquí. Le sugiero con la sonrisa más hipócrita de mi
repertorio.

Me pongo en pie y camino unos pasos recorriendo la distancia que hay entre mi escritorio y
una vitrina con muestras médicas.

-¿Sabe qué? No le voy a recetar unas pastillas. Le voy a dar unas que le permitirán un
sueño reparador. Cuando despierte se sentirá como nuevo. Con ganas de empezar un
nuevo día.
“Y de gozar de un sueño eterno”.

Entonces entiendo el sentido de las palabras de mi padre. De algún modo, Acabo de hacer
justicia en nombre de los Cruz Ballivián.

-Gracias, es usted digno hijo de aquel distinguido galeno.


-Lo sé, general, lo sé.

Y cierro los ojos apretando bien los párpados. Imagino calabozos y electrodos, llanto, dolor
y muerto. Pero esas imágenes se difuminan en mi mente cuando percibo el suave aroma de
la justicia poética.

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63
Josué andrés moz
San Salvador. el Salvador, 1994

Es poeta, investigador, narrador, corrector y gestor cultural. Es actual egresado de la


Licenciatura en Letras por la Universidad de El Salvador. En cuanto a libros individuales, ha
publicado poemas en diversas revistas literarias, así como en numerosas antologías dentro
y fuera de su país. Publicó Carcoma (Editorial La Chifurnia, 2017), Pesebre (Editorial
La Chifurnia, 2018), Babel (Malpaso ediciones, 2020) y El libro del Carnero (Editorial
EquiZZero,2021). Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés, italiano, árabe y
francés. En los últimos años ha participado en congresos y festivales de literatura, entre
algunos de ellos: l Festival Internacional de Poesía de Aguacatán (Guatemala, 2018), Primer
Encuentro Centroamericano de Escritores Edilberto Cardona Bulnes (Honduras, 2018),
Primer Congreso Centroamericano de Literatura (USAC, 2019) y en la trigésima edición
del Festival Internacional de poesía de Medellín (2020). Para 2021, están próximas las
participaciones en ANTIFIL, y en el 15vo Festival Mundial de Poesía de Venezuela.

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LA FOSA: INSTRUCCIONES PARA EVITAR EL DELITO DE SER UN
MUERTO INCÓMODO
Más que la hormiga, más que el siglo y que el arado,
más que las lenguas del tiempo y el caer de los hombres
durarán nuestras manos de huesos y agonía.
José Revueltas

Desaparecidos no hay, lo que pasa es que la gente cambia de domicilio


o se van y no le avisan a nadie.
Mauricio Arriaza Chicas, director de la PNC

Los buenos muertos salen de fiesta,


o deciden en una madrugada de insomnio
que es buen momento para iniciar un largo viaje.

Los buenos muertos, los educados,


toman sus maletas sin despedirse de su madre
sin regalar un beso,
sin ofrecer ningún abrazo para sus hijos.

Los buenos muertos no conocen de la pólvora,


los buenos muertos no entienden de cuchillos,
jamás pronunciarán en público el abecedario de la sangre,
y no sabrán de elegantes caballeros pidiendo la mano de su hija,

a los buenos muertos no se les cobró nunca por respirar,


a los buenos muertos no los sepultan en fosas comunes,
para luego anunciarlos amargamente en los periódicos.

Anotemos:

a los buenos muertos, a los ejemplares,


a los muertos de verdad
se les conoce por tener la decencia de desaparecer en silencio,
y no salir a tomar el aire, ni sacar a pasear a sus gusanos,
y por no tener la mala costumbre de dejar lápidas
para que sus familias depositen su llanto

65
[NARRACIÓN DIDÁCTICA NÚMERO 1]

Se cuenta una fábula en el lejano oriente:

esta es la pequeña Ming Tang,


en una época que todos habremos de olvidar;
Ming Tang tiene 14 años, y unos padres que la aman,
y un hombre de 45 que desea iniciar una familia a su lado.

Ming Tang, no desea más familia que la suya,


pero aquel hombre sólo conoce el lenguaje de los perros.
en su aritmética: todos los resultados nos llevan hacia la sangre.

En una madrugada de ojos rotos,


Ming Tang abandona aquel reino
y sus padres tocan una canción silenciosa entre la rabia.

Ming Tang ha llegado a un pueblo muy lejano,


en una época que todos habremos de olvidar,

y sus padres amanecen intentando ser buenos muertos,


y salen de casa como todos los días,
y saludan a sus vecinos y sonríen,
y caminan evitando los ruidos
pero escuchan finalmente ladrar a los perros,
y corren
como sólo corren aquellos muertos que nunca aprendieron nada.

Al cuarto día, Ming Tang recibe una carta:


sus padres fueron malos muertos
y así los encontraron a un lado del río,
junto a las moscas, juntos frente a la vista pública...,

Ming Tang, limpia su rostro,


quema la carta y se promete
hacer un mejor trabajo que el de sus padres.

[NARRACIÓN DIDÁCTICA NÚMERO 1 FINALIZADA]

Seguimiento de instrucciones:

el buen muerto renunciará irrevocablemente a su nombre,


no tendrá más domicilio que los desiertos y los ríos,

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o en el mejor de los casos un patio trasero de algún ex-policía.
nunca hablará del invierno de los tatuajes ni de la dureza de la bota,
será incapaz de dejar tirados sus dedos por la calle,
o de permitir que alguien encuentre alguna de sus piernas.

El buen muerto
entenderá que no hay suficiente vida para su muerte.

A tantos siglos de nuestra propia carne


también lo entenderemos:

nunca hubo una tierra prometida


solamente: supieron esconder a las moscas.

67
terceras
menciones
69
ezequiel varone
Buenos Aires, Argentina, 1989

Músico y docente. Estudió en la Escuela de música popular de Avellaneda, con


especialidad guitarra jazz. Actualmente se desempeña como profesor de música y
tutor en la escuela Nuestra Señora del Rosario, en CABA. Publicó varios cuentos en
antologías: “Anagrama” y “Parecía muerto”, por la editorial Dunken; “En vilo” en la
revista venezolana Alborismos, “Mañana” para Yo te cuento Buenos Aires VIII y en la
microbiblioteca de Barcelona Esteve Paluzie con su microrrelato “Una historia de terror
psicológico”. Discípulo del maestro Amelio García Martínez.

70
martes
Martes, trece horas y quince minutos. Drako95 despierta. Ama días como esos, en los que
puede levantarse pensando en que no tiene ninguna obligación. Trabaja como “tapabaches”
en un restobar escondido en el microcentro. Ese término es el que usa para describir sus
labores dentro del antro: lavar si hay que lavar, atender si hay que atender, repartir si hay
que repartir. En realidad, no le molesta para nada que su trabajo no tuviera una función
específica, al contrario, siente que se aburriría haciendo todo el tiempo lo mismo y a cada
tarea le encuentra un beneficio: lavar-silencio, atender-propina, repartir-aire fresco. Una
vez más sonríe al poder planificar, o más bien no planificar nada para su día, tiene tiempo
para pasarlo como a él le gusta.

Gris y plomizo el color del cielo, manchado con matices oscuros de los edificios que le
muestran sus espaldas al Río de la Plata en Puerto Madero. Coreografías de paraguas que
danzan en una comedia única. El sonido de motores como insectos gigantes que zumban en
los oídos de los transeúntes que pueden tocar el aire por lo denso de la humedad.

Se prepara un desayuno modesto, nada tentador, y lo lleva al escritorio en donde tiene


su computadora. Las persianas de la casa dejan pasar apenas pequeños hilos de luz que se
entrelazan con minúsculas partículas de polvo que flotan libres en el aire. El humo de
tabaco añejo intenta, como puede, salir de la trampa, pero toda la ventilación depende de
un diminuto agujero en la ventana de la cocina de dos por uno. Si bien su casa es discreta y
de reducidas dimensiones, le alcanza para permitirle la vida que quiere. Una cama de una
plaza contra la pared que enfrenta al baño, un escritorio con la silla más cara que la suma
de todas las demás cosas, es el lujo que se había permitido el mes anterior; una lámpara
de pie que concibe lo máximo de luz que se puede lograr, a menos que abriera ese postigo
celoso que parece haber firmado un convenio de no agresión, por lo que ninguno se mete
en territorio del otro. El único ambiente que se separa, además del baño, es la cocina, que a
duras penas cuenta con una bacha sucia con trastos de días, una mesada miniatura que tan
sólo permite apoyar un plato, una cocina sin vidrio en la puerta del horno y el frigobar que
hace las funciones de una heladera, en donde nunca hay nada. Ese es su mundo, con olor
a encierro y colores inciertos, atados a los caprichos de la luz que dispara el monitor; con
paredes pegoteadas e insectos turistas, o inquilinos. Posa su taza de café recalentado en algún
lugar del escritorio apelmazado de nimiedades, se despereza levantando ambos brazos, con
la espalda encorvada y empieza.

*Hoy volví a soñar con vos

*¿Qué soñaste?

*Te lo puedo contar o lo podemos recrear

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*Jaja, sos un pesado, prefiero que me lo cuentes

*Ahora no sé si te lo quiero contar

*Bueno, allá vos

Un sonido anómalo corta el aire de oídos que no oyen. Las nubes, resueltas a oscurecer
el ambiente, tiñen de grises oscuros y violetas el cielo porteño. Un amarillo caramelo
amarronado, emerge parsimonioso del horizonte difuso por la niebla y la garúa.

*Así que conectada a esta hora…

*¡Hola! Sí, creo que me estoy enfermando

*¿Qué tenés?

*Me duele todo, no sé…

*¿Y no vas a ir al médico? Mirá que a mí me faltan un par de materias y soy todo un
doctor

*Jaja, sí, me imagino. Voy a esperar, por lo menos hoy decidí quedarme en casa, depende
de cómo siga mañana veré si ir o no.

*¿Cómo estas vestida?

*Tengo el pijama, si me voy a quedar en casa para qué cambiarme, ¿no?

*Sí, es cierto. Yo también estoy en pijama, o sea en calzones, jaja. ¿El tuyo cómo es?

Varias pestañas juntas abiertas en salas privadas y una pública poblada de publicidad y
vandalismo. Piensa que describe de forma casi simétrica a la ciudad en donde vive. Carteles,
pegados encima de más carteles, basura, pungas y drogones que piden dinero para más
sustancias. Él, con sus años en el mundillo, supo hacerse su lugar y ganar la simpatía de
varias personas, en realidad todas mujeres, que siguen intercambiando charlas fluidas y con
ciertos códigos construidos. Afuera llueve muy liviano y hace un frío que cala los huesos, eso
le dijo una de sus confidentes de la sala; él, en cambio, desde su lugar no podía percibirlo;
en invierno es todo un microclima, aunque el verano sí que es más inclemente y requiere de
ciertos cambios en la rutina para palear como se puede el calor. Abre el cajón y saca un cubo
color verde enebro. Con un cuchillo no tan afilado, comienza a rasparlo hasta acumular
cierta cantidad de polvillo de hojas secas, lo pone en un papel, le pasa la lengua y lo deja
apoyado con la vista posada en la pantalla. Lleva las manos de forma apresurada al teclado y
ríe mientras los dedos bailan sobre las teclas. Del mismo cajón saca un encendedor gastado

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y sin la chapa que cubre al mechero, acerca un cenicero escondido detrás del monitor y
prende el cigarro que lo esperaba inerte.

*Tengo nuevas fotos que pueden interesarte, pero vos nunca querés que nos veamos; no sé
si tengo ganas de pasártelas…

*Te dije que dentro de poco, tengo que crear el misterio… dale, pasame

*Yo soy la de rojo, ¿en qué parte de Mendoza me dijiste que estabas?

*Saliste muy linda. Cerca de donde estás vos, más no puedo decirte

Ríe al mentir y guarda los archivos que les mandan con mucho profesionalismo en
carpetas divididas por día, persona y hasta características físicas, etarias y de residencia.
No es ningún improvisado. Su principal virtud es que sabe retirarse de las conversaciones a
tiempo y no se deja llevar por pasiones desbordadas. Para eso tiene otras páginas a las que
recurre en momentos de debilidad y vacía sus demonios en perfecta armonía. Al principio,
hace ya años, tuvo varios problemas por no contar con la experiencia y la meticulosidad que
había ido adquiriendo. Se enamoró, se obsesionó, sufrió y volvió a entrar en la rueda. Ahora
que es grande, se siente mucho más fuerte y puede identificar sus contrariedades pasadas
proyectadas en sus contactos; la mayoría de veces en concordancia con las edades de las
usuarias.

La nube de nacimiento enigmático continúa su impostergable crecimiento y toma, poco a


poco, mayor superficie del cielo. Entinta de colores sepia el perfil de pequeñas embarcaciones y
luces parpadeantes como microestrellas se alzan para luego caer en lo alto de un firmamento
jamás apreciado en el pasado.

Pasan minutos, luego horas. Cada tanto prende el cigarrillo y saca el cubo verde para
repetir el proceso. Sus ojos de hilos rojos, merman ante la presión del cansancio y el efecto.
Una ansiedad lo desdobla y apaga el monitor para reiniciarse. Se levanta sin urgencia y abre
la heladera: Medio limón, una botella de agua empezada y un sobre de mayonesa con la
punta acartonada es lo único que le devuelve. Cierra un ojo y apoya el otro en el agujero de
la ventana, “¡Qué lluvia más aburrida!”, piensa, mientras percibe el frío del vidrio que le
humedece la cara. Deben ser las cinco o seis de la tarde, momento del tedio. Nunca permite
el espacio a preguntas existenciales, pero sabe que en el fondo quieren aflorar, como en
un campo de batalla en donde la resistencia insiste, pero no logra penetrar el fuerte de
concreto. Vuelve a acercarse a la computadora y sondea las pestañas de privados: Nadie le
había hablado. Pone algo de música que le recomienda YouTube y decide arrojarse a la
cama.

*Drako, ¿te enteraste? ¡Qué peligro vivir en Buenos Aires! ¿Hablás con alguien de allá vos?

73
El nimbo de una ciudad cada vez menos santa, atraviesa los primeros rascacielos. Un
olor ácido y desconocido avanza sin la solemnidad del polvo amarillo, rápido como la luz
del relámpago que anuncia al trueno. Luces de bomberos, policía y defensa civil, completan
el cuadro de colores en movimiento. El sepia emerge gigante y ya puede llegar a verse desde
kilómetros. El tránsito se bloquea por el pánico, el ruido incesante de gritos y bocinas; la
violencia del “sálvese quien pueda”, toma el primer plano.

Comienza a sentirse más pesado y una acentuada dificultad para respirar le abrasa los
pulmones. “Por hoy dejo de fumar”, piensa casi al mismo tiempo que pierde la conciencia
y comienza a enfriarse en la cama. De fondo sigue sonando una lista de reproducción de
“Canciones para escuchar un día gris”, que el proveedor le había recomendado en la página
de inicio.

Al atravesar las primeras cuadras, el amarillo se combina con el oscuro cielo lluvioso y
el vaho de la ciudad. Multitudes durmientes en los suelos de alquitrán y cemento. Ruinas de
una ciudad viva: sonidos sordos, olores transparentes y texturas inocuas.

*Dicen que explotó un barco y no supe más nada porque no llega información de allá.

¡Qué miedo!, ¿no? ¿Te imaginás estar sentado escribiéndote conmigo un día así y que de
repente una nube tóxica se lleve puesto a todos?

Está para hacer una serie.

Che, ¿Qué pasa, por qué no me respondés?

¿Estás?

¿Hola?

Como en un reloj digital en el que avanzan los segundos sin pausa, continúa el conteo de
durmientes. La lluvia intensa limpia el aire de milagro y decolora el ambiente: pasa por el
narciso al plátano, hasta perderse definitivamente. Desde ese día el amarillo simbolizaría el
color de la nostalgia. Un vecino, ignorante del caos, a kilómetros de la gran ciudad, disfruta
del intenso olor a lluvia que moja la tierra y se encamina a sacar la grasa del congelador
para cocinar unas tortas fritas, ideal para acompañar aquella plácida tarde de garúa fina,
pero firme.

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75
Jorge morales corona
Santa Ana de Coro, Venezuela. 1995

Escritor, editor y diseñador editorial venezolano. Es autor de libros de poesía, cuento y


crónica publicados en Venezuela, España y Costa Rica. Ganador del IV Concurso Nacional
de Joven Poesía Hugo Fernández Oviol (Venezuela, 2020), el IV Premio «Caperucita
Feroz» de Cuento (España, 2020), I Slam Poético 0212 (Venezuela, 2020) y del IV Premio
de Cuento Santiago Anzola Omaña (Venezuela, 2019). Resultó finalista en el II Premio
Franco-Venezolano a la Joven Vocación Literaria (Venezuela, 2018) y Primer finalista del
X Premio de Literatura Experimental Sporting Club Russafa – Carlos Moreno Mínguez
(España, 2021). Recibió Mención Honorífica en el IV Premio de Poesía «Descubriendo
poetas» (Venezuela, 2020) y en el Concurso Internacional de Teatro Breve Marité Repetto
(Argentina, 2018). Fundador de los proyectos editoriales: Revista Awen (2017), Ediciones
Palíndromus (2017), Ant[rop]ología del Fuego (2018), Blog Ápeiron (2020).

76
[.Á]

A la verdad que guardaste, Jesús Alfredo

Mi casa mana sangre


los filtros trocáronse en cenizas
pero una gota de agua
dará luz a la noche
Marítza Urdaneta

Hay una hora tan oscura antes de


la luz. Me recuesto a los árboles
y sueño otra vez, ahora verdaderamente.
Sueño.
Gelindo Casasola

77
basilisco

[para meditar en la cena]


La familia es el primer secreto por el que morimos

En esta estirpe
los colmillos nos los clavamos
antes de dormir

Nos reducimos al enésimo nombre


que la ánimas nos hayan susurrado

Los restos de esta tierra que lame mis manos


es la misma sangre supuesta antes de la picadura

una mujer de otra familia


reza sobre mi cabeza
el conjuro de la tercera casa
y en mí solo queda la
puerta batiente del pecho
[destino / resiliencia]

Aire de país huérfano.

Sentidos de un reflejo o casa de otro horizonte


n puerta cierre
d del niño que desnuda
u el aire de sus abuelos
l leyendas contadas en una mano
a cortadas al ras del veneno
n alucinaciones del cuarto segundo
t antes del rezo antiofídico
e como amante que espera el avemaría

¿?

dónde cenan los espíritus de la casa (de aire y espera)

78
inerte

(*)
perfumo la madera de mis huesos
(*) para hacer fogata
destino de otra vida u una palabra que no para de arder
de forma supuesta en la ribera de la última pestaña
y vigila doliente en el desprendimiento con alevosía
como forma impúdica de cerrar todo ciclo (antes) de la próxima picadura

79
venimos con pocas cosas
[para esperar el entierro de un ser querido]

Venimos con pocas cosas:


media batalla ganada antes del primer café
de la madrugada
una suerte de conjuro proveniente de las ánimas
presas en el rosario
saltos de una ola que emprendió hace años
una vuelta a la sal

y aún así venimos sin una palabra de salvación

fundimos las huellas dejadas tras los ojos


con un idioma enseñado por el viento
palabras que mueren al pronunciarse
para revivir verbos luego
como adjetivos insomnes de la fuerza
cada una de las letras hace de su peso
un nombre con el que adquirir un poco más de la eternidad
que abuelo alguna vez me contó en la jerga ininteligible
de la bajada del espíritu
y el nuevo año esperando una nueva puerta

fácil es tocar la madera, esperar el movimiento de los goznes


y ser salud cuando poco a poco cierras los ojos
en la oración

vapuleo del primer sermón de la montaña


pez que es ceniza en el estómago
verdad impuesta bajo la sangre de otro nombre

finjo ser alguien que ahora se divide en ambos mundos


porque la vida tiene su parte de última cena
y escritura bíblica adefesio de la palabra
conjuro del que poco a poco escribe lo que tiene
y que no son cosas
pero en sus letras solo queda la certeza
(el de la poesía)
que sigue latiendo en lo profundo de la casa
habitante de una pisada nueva puesta en el portal:

80
eco recidivante
ternura del que calla
nueva vuelta a la sal
memoria del último rezo
montañas batientes
albores entregados a la
acidez [palabra adentro]

pocas cosas.
pero muy pocas.

81
[.ápeiron]

[para untar en las frentes de Diana y Adolfo]


Martes. Tres de la tarde. Enésimo intento de culpa y persecución de una palabra que
describa lo que se calla.
Agua con movimiento lento de hojas.

Lo único que se salva de la tormenta, dice un hijo a su madre,


es la fe de una calma que pasó
(y donde ahora solo queda certeza)

El agua se agita con una nueva hoja que rompe la superficie


su cristal lo diluimos en humo de frutos fermentados

La persecución de la palabra es un signo


de esta ciudad que se endeuda con el insomnio
perros de caza, apuestas en gallos cansados de picotear
el mismo cuero indiferente

Miércoles por la mañana. Ciudad que siente el hambre del silencio. Ciudad de hormigas
rojas caminando por el cedro. Artrópodos de agua, de mutismo oclusivo.
Agua intransigente. Viento del sur. Delirio de nube.

El conjuro de los amigos ciegos


es espera negada al otro lado del borde:
grito aspiro
en el séptimo mar la poca luz que cabe
para unirme al sol en mi nariz de ciervo
y toda luz se nos es dada en el segundo día.

Movimiento de agua en rebeldía. Hojas en agua seca para nadar.


Movimiento del inicio.
Suspiro de amigos extraños.

82
las nubes han bajado
[para los días lluviosos]

Una ofrenda humilde a Octavio Armand

La palabra
queda
suspendida

una duda
advierte
sus tres dimensiones:

1. Pretensión.
2. Suspicacia.
3. Rigidez tardía.

La caída es oblicua
el agua suda su último nitrógeno
antes de formar el sonido
que es palabra y duda
cuerpo en una hendidura fracasada
(de huracán insipiente y vasija estéril)

y no hay tarde suficiente para quebrar lo suspendido


o l
x a
í d
g e
e r en nueve planos de la misma caída
n i ligera / asentada en la piedra / dejada al fuego
o v anoche, en la fiesta de la palabra pulida
a a beligerante y sinuosa de su serpenteo

pero su cuerpo sigue siendo el portarretratos que guarda los reflejos


de la última palabra antes del trueno

la condensación hace vibrar las gotas que regresan sin tocar el suelo
a su cuerpo original

83
sepulcro del cual no han salido sino hasta
la revolución del poro

[luego toda agua se reunirá como espora sobre el siguiente cuer(p)o]

cuerpo que es humedad temprano por la mañana


en la iglesia que extraña las palomas que antier l
a visitaban / y no esta suposición tenue de un lag
rimeo seco a la hora de comer el desayuno / luga
r de las primeras culpas y el pan mojado de las se
rpientes de raza incierta / poema y siseo antes del

peso de una sangre supuesta / La palabra

84
el próximo sudor

[para conjurar el bálsamo de los enfermos]

Madre amenaza con sumergirme en el agua con sal.1

1 [ANOTACIÓN 1] Los poros dicen el crimen que cometen mis ojos al contar su futuro
(imprevisto). La piedra que me arranca el cuero es el arma con la que contaré mi próximo gemido
(antes del tiritar final de la noche), porque la conjura que arde en mi frente tiene el olor de una
reencarnación dudosa, con origen y palabra en la omisión más grande de la verdad.

Sufro la mentira cada mañana que creo salir de mí mismo, visitar los cuerpos amantes que ahora
extrañan mi ausencia y las costas donde el naufragio hizo casa en mi boca llena de arena. Seré el hijo de
la piedra que ahora arrastra su peso sobre el magnetismo cauto de la tarde. La próxima piel que habite
será la del suspiro.

85
El fuego que arderá en la boca
es el del niño con su danza deliberante astuta
gerundio en un participio que poco a poco
se gasta en un grito

crucifijos para aliviar el delirio que deja la noche


en sus quejidos de madera vieja
dispuesta en esa cruz que hiede a clavos de sangre oxidada

el ungüento de sábila y miel para la garganta


hace las veces de avemaría
tarde por la mañana (antes del séptimo misterio doloroso)
con madre entonada en los cinco sentidos
de la premonición desdeñosa y suplicante

se verán venir ángeles a dar el rostro por la fiebre de ayer por la tarde

[y cualquier vestigio de su santidad será revelada en la postal del altar]

86
imagen
no
disponible

Título de la fotografía: Los siete sellos del apocalipsis.1

1 [ANOTACIÓN 2] Luego vendrán las bestias a quebrar la nueva ola que choca contra mi
frente. El mar será la palabra que calla madre cuando me persigna. Fíjese en el vacío que queda tras
la revelación de la imagen, la forma en la que toda subsistencia huye del enfoque y sólo quedan las
palabras. Palabras de fondo, al pie de la nada. Palabras que sobreviven al final de la tinta, que graban
sus bordes para nunca más dejarse borrar; quizás por orgullo, o por simple naturaleza eterna.

El mar es como la palabra: deja su marca, alguien sabe que alguna vez existió por sus huellas. La
sal demarca el oleaje que se acaba en un lugar y comienza en otro. Algo así como el apocalipsis. La
revelación yace impresa en la sal y su piedra córnea. Piedra que pesa menos que la tinta de una letra
sobre el papel. El peso equivale a la historia, lo que duran sus bordes antes de quedar sólo la cáscara.
Luego, toda cáscara servirá para hervirla en agua y aplicarla a la frente y esperar el próximo sudor.

87
primum non nocere
[para escapar de las malas decisiones]

Hablo de un pulso paradójico que parece provenir de dos aguas: corrientes de un mar
incierto, con otro que permanece incógnito. Se revuelven en el centro de un abismo que
labra la piedra convirtiéndola en escultura de lava fermentada.
Hay dos pulsos que se consiguen: fuerzas que erigen el mismo árbol. La delgada línea de
comunicación entre este instante y el próximo sismo de mirada y boca sedienta.
Ojos que miran el siguiente parpadeo del fluorescente.

Cama 2: Hijo de un padre que debe su vida al azúcar.


Miedo a los números, al dígito que lo condena al padecimiento de la sangre.
Enemigo del pulso y la acidez de las miradas que le escrutan su destino.

Cama 5: Maestra de un aire que se escapa por la aguja que la conecta al mar.
Conoce las corrientes submarinas como lo indica su hemoglobina jadeante.

Cama 6: Nuestra Señora de la Perpetua Resurrección.


Venida a más por ingentes destellos de luz en una sonrisa que se borra poco a poco.
El espíritu baja todas las noches, entrando por los pies, hasta ocupar “el cajón”.

Todos los destinos se consiguen en el pulso paradójico con la muerte. Destinos del
mismo árbol, corrientes formando la piedra en la que se fundará la nueva familia de
Jerusalén.

Pero nadie está preparado para escaparse por la mirada. Ninguno recuerda su número de
cama, el padecimiento que lo lleva a la siguiente reencarnación.

Virgen de los Dolores: (atiende a nuestras súplicas)


Virgen del Valle: (atiende a nuestras súplicas)
Virgen Auxiliadora: (atiende a nuestras súplicas)
Virgen del Carmen: (atiende a nuestras súplicas)
Siempre vuelve el fallo del aire. El agua agita el naufragio del silencio colapsando
su propio oxígeno.
Virgen de Lourdes: (atiende a nuestras súplicas)
Virgen de la Macarena: (atiende a nuestras súplicas)
Virgen de la Caridad del Cobre: (atiende a nuestras súplicas)
El siguiente instante comunica las corrientes. Los pulsos pasan a ser agua bajo la
piedra, latiendo por el mismo cause incierto.

88
Corazón de viento. Pulmón de sangre supuesta.
El mismo sonido mecánico. La siguiente reacción química. Con el resultado de siempre.

[Decláralo, te dicen con voz fría]


[No vayas a llorar, te ordenan]

Y te encierras en ti mismo. La palabra no basta y la tormenta es la única certeza. El


mismo ciclo de marea / naufragio / cansancio.
No hay cáscara para la fiebre de lo inevitable.

No queda más que callar. Llorar con el fuego que devasta pecho adentro.
Eres más fuerte que esto, te aconsejan.
Lo superarás.

Pero la primera muerte no se supera. Es la marea que te transforma en piedra antes


chocar contra la costa.

89
madera de otro árbol
[para la reprimenda de los familiares]

Cuando digo que caeré es porque ya he probado la piedra. Me he resuelto en la ventisca


y fileteado mi lengua con la dureza ígnea de la última Semana Santa que compartimos.
Caeré, estoy seguro. Y ustedes me amarán aunque sepa con toda lógica que reprochan mi
valentía flaca y el pesimismo que da hambre y sarna; pero no estoy dispuesto a curar lo
que soy

Sé que vienen a buscar al que ahora no está


lo escondí detrás de mis ojos para que no se le escapara la luz
esa sobria encrucijada de una casa que se debate en el derrumbe
y los días que quedan antes de la tormenta pero no mamá, no haré algo que te
avergüence;
tampoco algo que hiera al Dios Todopoderoso,
lacayo de mis humildes tormentos (sombra de
distinta gracia, de cuero y serpiente nocturna)

Todo lo que les diga les hará arder el pecho


porque el fuego es la palabra con la que he callado
mi verdadera cara

y no es el derrumbe de la casa la única historia


dispuesta a hacerme hablar en silencio
es la tierra que me tapa la boca, la misma del
nacimiento, que sigo esperando el turno
en el que pueda decir que poco a poco he ido
amando cada una de las tierras que he visitado
que soy árbol de otra madera (una cobarde,
relegada a la quema y a la ceniza)

Es preciso que sepan mi caída, que todo cuanto les digo es una profecía que ustedes me
revelaron
Casa de habitantes mudos, de tierra en la garganta

donde preferimos callarnos antes de vivir


o representar el siguiente escarnio
la siguiente muerte / la siguiente ira

No me esperen para cenar, estoy debajo de la mesa. No guarden comida que el silencio
pudre toda verdad que queda de sobra.

90
descenso
[para recitar durante un atraco]

Tengo una serpiente alrededor del cuello


su lengua late contra mi piel y susurra
cada uno de los pecados capitales de esta
sangre indiferente
puesta en un festín que me deja ciego

el monstruo siente el paso lunar


a través de su nariz
(ya aplastada por la boca de revólver incrustada)

Sé que debo sangre que ahora grita


sobre mis hombros
esta serpiente es un paralelismo de mi propio descenso
con mi madre enclaustrada en un grito
a mitad de la noche más oscura y la metralla piel adentro
sé de mis pecados por cada uno de los clavos
que tengo en las rodillas
y cualquier dolor que sostenga mi espalda
es salvoconducto para la amplitud recesiva
del silencio después del despegue de impactos
que apuntan a quien corre a resguardarse

apunto cada verso que alguien ha dejado de escribir


por esa sangre que se ha derramado en mis espinas
voz que ahora reclama desde otro dolor
viajes indiferentes al interior de un grito

(grito 1) (grito 2)
padres que matan gatos que huelen el principio
para sobrevivir la siguiente guerra de una oración a medio terminar ayer
de viento batiente y agua empozada por la noche / acto de Credo
como acto de salvación o acto de estupor tras la palabra

Madre dice:
Que la Sangre de Cristo te cuide, te ampare y te proteja.
Ten mucho cuidado, papi, cuando vayas a cruzar la call
e, guarda bien el teléfono, mira a todos lados que uno n
o conoce la consciencia de los otros. Que te vaya con b

91
ien y regreses pronto, sano y salvo. Protéjase siempre c
on la Sangre de Cristo. Me avisas cuando llegues. ¿A q
ué hora llegas?

Nadie llega tarde cuando el revólver sucede


y te apunta en la boca
te callas y sientes la serpiente morderte la sangre
eres de ese revólver y de Cristo
como exorcismo imposible / o embrujo de niño y cordel rojo
protección de las Tres potencias y la Corte Calé

La llamada sigue suspendida esperando la respuesta:


¿A qué hora llegas?
¿A dónde llegas si acabas de irte?

El destino de la sangre, así como el de la palabra,


es una clase de incertidumbre
(como la próxima mordida)

Te cuelgas un rosario de certezas que te dejan absorto:


la memoria con su oración
y el mandato del revólver de la mala suerte del te buscaste que te atracaran

[culpable de la mala suerte y el éxito del disparo]

Padre dice:
Lo material se recupera, por lo menos estás vivo.
Esta mañana una sombra me siguió por la cocina
A lo mejor era tu tío avisando de algo, o quién sa
be. Digo que era tu tío porque alguien se me paró
al lado y parecía un hombre; y cuando volteé no h
abía nadie. Me asomé a la sala a ver si era tu mam
á pero no, estaba dormida. Yo no sé qué quieren la
s sombras.

Yo no sé qué queremos de nuestra sangre


nos la comemos con el ansia de parir un pájaro
que nos dé el vuelo y nos haga partícipes de lo extraño
somos tan excéntricos que lo bizarro se nos hace cotidiano
como el revólver, la sangre y la serpiente

no hay horas para llegar a un destino


por lo constante de la salida

92
nos acostumbramos a ser diáspora
y ahondar en la negrura de la espera
hacemos descensos hacia nuestro
propio cuerpo para decantarnos por el temblor
de sabernos culpables de vivir
de dejarnos joder por los instintos
o de celebrar aunque ayer te apuntaron a la cabeza

vivimos al borde las sombras


y no estoy seguro que seamos de palabra y sangre
sino los espectros de aquello que amenaza con un anuncio
silencioso, cargado con el objeto más pesado
del lenguaje: el poema inédito
situaciones familiares, cosas anecdóticas
antes del nuevo descenso

la sangre sigue siendo profunda


aunque mi madre me sumerja cada día en ella
para no ser sombra ni serpiente

93
costa(do)
[para sobrevivir al silencio de la estirpe]

[casa
hoy no fui
quien rompió en ti]

La costa se (nos) desintegra al compás de la luz


a
s t
c o
i r
e r
n a
d b
e m i g r a
(entre las costillas)
fantasmas de barcos en la arena
de sinuoso tatuaje
y espina encallada en el costado

nos desprendemos de esta línea de luz


con la boca llena de casa y costa como terreno baldío

[soy un hombre que lucha por su último gramo de maleza]

la patria de la sal
nos hizo herederos de las
espinas que nos arden en la sangre

y no basta la luz que se cuela entre las rendijas de la arena


para mantenernos en la piedra caliza
de este cuerpo
que se diluye entre sus filamentos
por la noche
caemos
suspendidos en la misma l e v e d a d

nos quedamos a mirar el respiro que somos


que carga con una pesca que zozobra

94
en la última estepa de esta costa [ruido]
civilización [escoñetada]
resistencia [doblegada]
donde los hijos están condenados a padecer su pronunciación

somos el niño que aburre sus facultades cognitivas


amarrando redes a sus brazos con el anhelo de volar
hacer de la ola un presagio
(y romper allá por donde habla la espuma)

[la bruma vuelve a amargarnos el delirio]

a veces las olas me cuentan:


»mi papá recibió el abrazo de la serpiente un domingo
por la tarde, cuando la fiebre le robó el último bocado
de arena. Ahora me toca esperar la pesca. Hago del of
icio una respuesta al abandono, hasta yo me abandono
al mar de vez en cuando. Ya no cuento con la tierra, lo
s árboles se fueron pudriendo cuando madre hubo de ir
se con el mar. Todos algún día nos abandonamos a él«

[el oleaje sigue vertiendo rumores en mi mirada]

uno se cansa de repetir


»Hasta aquí llego«
cuando el viaje nos ha comenzado
a temblar bajo las uñas

tenemos los rasguños de la herencia


en un costado de nuestra verdad

[las verdades me rompen bajo la lengua]


[luego diré frente a una ola] el designio de mi estirpe culmina con la siguiente

95
la última estepa
[para la consagración de los espíritus]

Primera parte

El rastro de mis antepasados no me reconoce


la casa es ahora un camino que me toca soportar

bajo sus designios está mi sangre


y no hay prisión más despiadada que ella

la casa conoce sus límites y abre paso al mar


que [ola a ola] entra en resonancia
y me lame los pies, aborta el encendido de las cerillas
apaga la luz del velón de los espíritus

cada vez se hace más oscura


ayer por la tarde los bombillos explotaron
y solo quedan reflejos vagos provenientes de otro camino
que no es el mío

[soportado mejor sobre estas llagas]

Me asomo a la ventana y el mar sacude las paredes


el cuerpo me deja saber que ya camino es sinónimo de final
un viaje al origen de la sangre, de esta bandera que flota
después de un naufragio que alguien me vendrá a contar

el agua seguirá manando desde adentro


y haciendo más grande el océano que derribará la casa

ya no soporto el peso de mis años, me volví viejo


apenas crucé el umbral de mis padres
llevo conmigo la vida de quienes volvieron al mar
y no sé si mañana seré árbol o una canción tarareada
a la vuelta de la tierra

ahora soy paseante de una luna


cobijada en el embrujo
batiente
vienen los pescadores al encuentro

96
batiente
sigue la puerta sintiendo la marea
(com)batiente
es aquel que perdió la huella de su rastro

ahora soy una indecisión que tiembla bajo las espinas

[el designio de mi estirpe culmina con la siguiente ola]

arriba
la luz se difumina entre la arena levantada
abajo
se resienten los pies al cargar con mi sangre
adentro
alguien me susurra la ciudad que perdí
afuera
todos gritamos la marea que nos destroza las manos

Segunda parte

En esta casa sufrimos el cansancio


de la piedra inamovible bajo la corriente
cargamos con toda la hierba seca que
hará hoguera en nuestras manos apenas
emprendamos el viaje

la pesca ha sido infructuosa y nadie ha conseguido


volver al puerto
las casas se desvanecen en el aire
la arena construye memorias de otra vida
mis huellas siguen hediendo a mar de leva

padre me dijo antes de tirar las redes


que la mejor pesca se da en la víspera de la
Semana Santa, antes de la entrega de Cristo.
En su memoria, revive cada año un hogar derrumbado
con las esperanzas del niño que recibe las redes rotas,
cansadas de arar una profundidad que se resiste a entregar su secreto,
mientras el pueblo resiente
la demora de la vuelta,
ese mar que es casa agrietada y secuela de la luz

antes de la próxima pesca

97
mi casa tiembla, la sangre me avisa
del siguiente eco que hará de las paredes
una crónica del desahucio

l t

a i

s e

b m

a b

s l

e a recorte de periódico (24.09.1995)


»pronto terminará la sequía y la tierra
s n volverá a traer frutos que el mar ya no
ofrece. La sal será sustituida por la
que habrán de traer los peregrinos. Los
caminos serán allanados por sus huellas
y podremos conocer el mundo que
existe después de la última oración«
Pero el niño seguirá blandiendo las redes
y esperando a que la casa caiga, derribe las palabras
vuelva a ser arena en la boca
sin parir más pesca que la de los cuerpos desnudos
esperando el ocaso

la luz reside en los genitales agrios, cansados de esperar


a la luna ruegan surtirse de una especie de fuerza
caminantes lunares sobre el destierro
con sus ojos acostumbrados al pesar de la demora
y el beso que palpita piel adentro
en el doble fondo de la vulva infértil
dentro de los testículos arrancados a la fuerza
tierra de desdichados esperando la próxima pesca
y que no llega hasta el arribo de los errantes

creceremos al sol, dirán las mujeres

98
arderemos frente a la luna, gritarán los hombres
pero yo seguiré padeciendo este insilio de muros batientes
y bases agónicas
resentiré en la espina dorsal toda la sangre
de aquellos que siguen palpitando en el mar
que no soy / pero que persigo con el mismo fin

Soy el cadáver de mis anhelos

99

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