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SANDRO

BOSSIO
SUÁREZ
EL AROMA DE
LA DISIDENCIA
Colección del Bicentenario
Dirección general: Marco Carrascal Herrera
Dirección editorial: José Castro Lovera
Dirección de proyecto: Juan Manuel Chávez

El aroma de la disidencia
© Sandro Bossio Suárez

© De esta edición:
Editorial Arcángel San Miguel S. A. C.
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Av. Héroes del Alto Cenepa 803, Lima 7
Telf.: 715 0140 / 715 0141
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publicaciones@arsam.pe

Primera edición, noviembre de 2016

Tiraje: 1 000 ejemplares

Edición: Rosalí León-Ciliotta

Ilustraciones de cubierta e interiores: Jorge Noriega Rojas


Diagramación: María Torres Fanola

Impresión:
Luis Guillermo Izaguirre Candamo
RUC: 10062759556
Av. Argentina 144, int. 22, Lima
Noviembre de 2016

Hecho el Depósito Legal


en la Biblioteca Nacional del Perú n.° 2016-16338

www.arsam.pe

Impreso en Perú / Printed in Peru

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por fotocopia, registro u otros métodos, sin el permiso previo
escrito de los titulares del copyright.
Presentación
El germen de la independencia peruana —y de
la Sudamérica hispana— del Imperio español debió de
gestarse en medio de progresivos cambios aspiracio-
nales de las élites criollas del siglo XVIII. Las ideas de
la Ilustración, si bien no llegaron de primera mano, y
no siempre en su versión original hasta estas latitudes,
se vieron favorecidas por una serie de factores que sir-
vieron de catalizador para el proceso libertario que se
produciría posteriormente, finalizando el siglo XVIII
hasta su consolidación, medio siglo después.
Mientras las fuerzas de la Independencia se gesta-
ban desde otros virreinatos o desde las periferias del
nuestro, el virrey Abascal iniciaba la contrarrevolución
desde Lima, centro político de la Corona española en
Sudamérica. De este modo, las expediciones liberta-
doras debían avanzar hacia la capital y a otras regiones
del Perú, consideradas bastiones del poder realista,
para culminar la gesta libertadora.
Este periodo (las tres primeras décadas del siglo
XIX) es un momento crucial para el partido libertador;
las expediciones desde el norte y el sur comienzan a apro-
ximarse cada vez más hasta el centro político español.
La Colección del Bicentenario recoge muchos
sucesos en la vida de los protagonistas de esta última
etapa de la Independencia del Perú; detalles poco
conocidos de los gestores de nuestra libertad frente a
España en casi dos siglos de vida republicana de nues-
tro país y el contexto sociocultural en el que vivían:
cómo fue su vida antes y después de asumir la cate-
goría de héroes; qué singularidades los convirtieron
en personalidades atractivas al grado de convertirse
en líderes de su generación; qué tan disímiles eran
geográfica y culturalmente los lugares que habitaron,
o qué conexiones con otras sociedades tuvieron los
mismos, en sus momentos de auge y de decadencia.
Indagar en las facetas poco conocidas de los acto-
res de nuestra independencia es, pues, el espíritu que
persigue la Colección del Bicentenario, a puertas de
celebrar dos siglos de vida republicana. Más allá del
indiscutible valor de fortalecer las conocidas ventajas
de ser políticamente independientes como nación, las
novelas que conforman esta colección revelan los nu-
merosos y fascinantes vasos comunicantes que existen
entre la literatura y la historia; los mismos que, a lo
largo de milenios y prácticamente en todas las latitu-
des, se han retroalimentado, en forma y en contenido,
hasta nuestros días.

El editor
A Aquilino Castro Vásquez, a quien mucho
debe esta historia, y mucho más mi tierra ingrata.
Solo quiero decírtelo todo por primera vez. Tendrías que
conocer toda mi vida, que siempre fue tuya aunque nunca
lo supiste, y así solo tú conocerás mi secreto, cuando esté
muerta, cuando esto que ahora me sacude con escalofríos
haya sido, de verdad, el final.

Stefan Zweig
Colección del Bicentenario

Uno

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Colección del Bicentenario

El soleado domingo que cambió la vida de Rósu-


la, se reveló con claridad en las barajas de su madre,
la noche en que esta decidió consultar el destino an-
tes de meterse a la cama. Afuera el viento susurraba
entre la morera y la luna plateaba la residencia. Be-
nilda Almirazán, respetada esposa del visitador de
la región, sacó los naipes de su arquilla, donde los
atesoraba en secreto, y decidió interpretarlos bajo el
dominio de la gran estrella.
Confiaba en este sistema porque siempre le ha-
bía hecho revelaciones oportunas, descubriendo el
carácter de sus cuatro hijos, los devenires económi-
cos y políticos de su marido, y, sobre todo, el espinoso
recorrido de su propia fortuna. Vivía deslumbrada
con los pronósticos esotéricos desde que las car-
tas le notificaron que su hija mayor, Rósula, venía
al mundo marcada por la estrella de la soledad. El
temperamento de la niña no contrarió los auspicios
de las barajas: cuando apenas daba sus primeros pa-
sos, la pequeña Rósula huía ya de todos, y se pasaba
horas en su balancín, mirando el cielo y chupán-

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Sandro Bossio Suárez

dose la punta desbaratada de su trenza. Al menos


eso era lo que contaba Paguatanta, la vieja cocine-
ra de la familia, antes de abandonar este mundo a
una edad imposible. Ella más que nadie conoció de
cerca las lágrimas secretas de Rósula, su nostalgia
llevada a extremos, su insondable desconsuelo. Y es
que, como lo decía siempre el cinco de espadas, su
aflicción era ingénita. Vivía en permanente estado
de desolación, vagando solitaria por la gran residen-
cia del visitador, hablándole a las plantas, retozando
con los gordos gatos de la cocina. Gustaba de ver,
tendida sobre la hierba, el premioso avance de las
nubes, comer melocotón albérchigo y beber, en sor-
bos pequeñitos, el delicioso arrope que salía de las
manos de Paguatanta. Adoraba, sobre todo, acercar-
se a los mochuelos. Se trepaba a los sobradillos de
los techos, donde sabía que anidaban las lechuzas, y
adoptaba los pichones antes de que las madres, es-
pantadas por los gatos, los abandonaran a su suerte.
Con ellos se entretenía horas y horas, abrigándolos,
alimentándolos con grano y maíz, vistiéndolos con
trajes de gala confeccionados con papel dorado, y
enseñándoles a volar como una prematura maestra
de altanería.
—No llame a la mala suerte criando esos tucos,
niña —le suplicaba la vieja Paguatanta—. Son de
malagüero; peores que las mariposas taparaco, que

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Colección del Bicentenario

llaman a la muerte; peores que tierra de cementerio.


Si las escucha berrear a la medianoche, es porque
las ánimas han venido a recoger sus pasos, o porque
alguien va a morir, niña.
Pero Rósula no daba concesiones. Al contrario
de sus hermanas, Antonina y Lucerminda, que eran
desenvueltas y vivarachas, y al contrario de Ignacio,
el menor, travieso y bullicioso, Rósula era sigilosa,
taciturna; una verdadera rosa marchita perdida en
los traspatios. Siempre buscaba el calor de los sir-
vientes. De eso se burlaban sus hermanas, de que
Rósula prefiriera socorrer la plaza en el fogón en lu-
gar de jugar con ellas a las muñecas. Aunque todos
se esforzaban por no marcar diferencias entre las
tres, sobre todo Benilda, quien se encargaba de ves-
tirla con sus mejores galas y de cepillarle el cabello
y de reinstalarla entre los elegantes tapices del salón,
era Rósula misma la que construía una muralla de
defensa contra el mundo y, en el momento menos
pensado, estaba de vuelta en la cocina, escondida
entre los faldones de Paguatanta.
Tanto era el apego que sentía por la vieja guisan-
dera, que por las noches se las ingeniaba para dormir
en su lecho hasta que los zorzales la despertaban en
la madrugada y la mandaban de vuelta a su verda-
dera habitación. La melancolía era una vocación tan
consolidada en su alma, que Benilda, rendida ante la

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Sandro Bossio Suárez

infructuosa lucha por cambiarle el carácter, llegó a


la conclusión de que el único modo de verla feliz era
dejándola que viviera su soledad en paz. Lo cierto
era que Rósula, a los ocho años, había comprendido
que era inútil darle la espalda a la realidad, porque
los visitantes, siempre en sus artificiosas formali-
dades, se deshacían en halagos a las más pequeñas,
cargándolas y obsequiándoles pirulines, ignorándo-
la siempre a ella porque creían que se trataba de una
vástiga de la servidumbre. En realidad, a Rósula le
hubiera complacido que eso fuera cierto. Pero lo que
más la atormentaba era la turbación que sus padres
tenían que afrontar cada vez que una impertinente
comentaba que no era saludable mezclar a los hijos
bien nacidos con los hijos de los ladinos. Fueron
tantas las demostraciones de esta índole que un día
Rósula decidió no salir más a saludar a las visitas.
Prefirió, desde entonces, esconderse en el costure-
ro; ese espacio sagrado al que consagró su martirio,
donde aprendió a garrapatear coplas a la luz del can-
dil de mecha, a tararear cuecas y gallardas, y a tocar
dolorosamente el rabel.
Trataba de no llorar para no darle gusto a nadie,
menos a su destino, y vivía en un permanente estado
de sordina provocado por las lágrimas contenidas.
Pero una tarde, mientras bordaba un mantel de lino
en el costurero de su madre, no pudo soportar más

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Colección del Bicentenario

la presión del pecho y, reposando la labor en el re-


gazo, rompió a llorar sin posibilidades de retorno.
Paguatanta contaba que las lágrimas de Rósula, por
intensas, eran candentes como gotas de cera hir-
viente. Decía que una vez le impactó una lágrima
en el dorso de la mano y que ella tuvo que apartarla
porque le quemó ardorosamente.
—Usted no llora lágrimas cristianas —le decía la
india desde entonces—. Usted llora aceite, niña.
En verdad, Rósula lloró tanto durante su vida a
causa de su gordura, de su poquedad, que al cumplir
los quince años parecía no tener más lágrimas para
seguir haciéndolo. Pero era fuerte para soportar el
sufrimiento y decidida para esconderlo a costa de
todo, de manera que su tormento no afectaba a na-
die. «Tengo el corazón hecho pedazos», solía decir,
«pero todavía me queda suficiente pegamento».
Un día Benilda, tratando de reconciliar a las
hermanas de una disputa jamás habida, impuso
una jornada vespertina de bordado en bastidor a la
sombra de la morera del jardín. Pero aquellas tardes
soleadas, lejos de fraternizarlas, terminó por dis-
gregarlas aún más. Resultaba que Rósula era la que
presentaba siempre mejores labores, la que prime-
ro terminaba y la que jamás ensuciaba el tapiz, de
manera que Antonina y Lucerminda, fastidiadas por
esa abrumadora diligencia, empezaron a alimentar

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Sandro Bossio Suárez

una sorda rivalidad por ella. Rósula no lo hacía por


molestarlas; al contrario, lo hacía por dejarlas solas
lo más pronto posible, por liberarlas acaso de su
molestosa compañía. Por ello, apuraba los puntos,
guardaba las agujas y los bolillos, las espadillas, los
torzales empalomados, y corría a refugiarse en el
costurero, donde, a partir de las cinco de la tarde,
gemía a través de las notas de su viejo rabel. Y es
que, aparte de llorar, bordar en bastidor y escribir
romances, Rósula vivía entregada a la música. Desde
que ese extravagante instrumento había llegado a sus
manos, y desde que el institutor Zózimo Jovellanos
le enseñó a blandir el arco, jamás se había despren-
dido de él. Todas las tardes después del bordado, y
aun hasta muy tarde en la noche, se encerraba en el
costurero para arrancarle estremecidos acordes de
consolación. Nadie, al escucharlos, podía reprimir
un espasmo, un prolongado escalofrío a lo largo de
la espalda. Su padre, el visitador, vivía orgulloso de
sus virtudes. Apacible, casi en secreto, cuando caía
el sol y el pueblo empezaba a desvanecerse en las
polvaredas circulares del crepúsculo, él salía a cami-
nar por la arquería de la residencia con la ilusión
de escuchar las fantásticas armonías del rabel de su
hija. La consideraba de veras y, por ello, invitaba a
la casa a todos los que pudieran admirar su talen-
to. Esas dispensas hacia la primogénita molestaban

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Colección del Bicentenario

mucho a Antonina y a Lucerminda, de quienes don


Artemio, aparte de la belleza, apreciaba poco.
Rósula había crecido tan apartada de sus her-
manas que ellas llegaron a tener serias dudas sobre
su procedencia. En una ocasión Antonina, la más
soberbia, esperó a Benilda para preguntarle sin mi-
ramientos si Rósula era su hermana recogida. Fue
la única vez en que Benilda perdió la paciencia y le
propinó una bofetada que le dolió toda la existencia.
Con los ojos inundados y las manos temblorosas, to-
cada por los primeros síntomas de los ahogos que la
agobiarían hasta la muerte, Benilda reunió esa no-
che a sus cuatro hijos, los sentó en torno a la mesa
señorial del comedor y, para acabar con cualquier
suspicacia, les mostró el acta de nacimiento de Ró-
sula, hija legítima de don Artemio de Aspadante y
Pavón, visitador de Indias, y de doña Benilda Almi-
razán de Carquesa, dama noble de tres dignidades.
Daba fe el propio intendente de la zona. Después
de aquel incidente, no volvió a hablarse del asunto,
pero, al contrario de lo que pensaba la madre, para
Antonina la revelación no fue causa de sosiego: des-
de entonces se sintió mucho más avergonzada de
saber que Rósula, ese engendro que solo cabía en
dos sillas, era su hermana sanguínea.
Isadora, la gitana que una vez se había cruza-
do en el camino con Benilda y le había enseñado a

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Sandro Bossio Suárez

echar las cartas a cambio de hogazas de pan, le había


advertido que no existen fechas determinadas para
hacerlo, pero le había recomendado que en lo posi-
ble fueran los viernes, pues son días que inspiran los
pronósticos. Los gaditanos aseguran que para lograr
los beneficios de la gran estrella es necesario formar
con veintiún cartas, en el orden en que asomen, una
estrella de cuatro puntas. Los blasones serán desci-
frados de modo que las cartas de arriba pronostiquen
lo que va a suceder pronto, las de la derecha lo que
acontecerá a mediano plazo, las de abajo indiquen
el pasado y las de la izquierda el presente. El seis de
copas encarna ternura, pasión, amor indomable.
Débese tener al rey como éxito y a la sota como pre-
sagios de peligro. El caballo, sobre todo si está cerca
del siete de oros, se convierte en un poderoso ene-
migo. El ocho de copas pronostica victoria. La sota
de oros es símbolo de prudencia y seguridad, mien-
tras que el dos de copas representa fecundidad. Y es
que las copas, en general, simbolizan lo más positivo
de la baraja.
Fue así como Benilda, sofocada por los ahogos,
además de volver a encontrar el tormento de Rósula
en su oráculo, encontró también el amor para ella:
un militar que aparecía en los naipes con la imagen
del caballero de bastos.

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Colección del Bicentenario

Silvano Martel arribó, en efecto, el domingo de


ferias. Llegaba del norte con el ejército libertario,
dispuesto a seguir combatiendo por la soberanía del
país, completamente inocente de las trampas que
el destino había tendido en su camino. Alcanzó
el pueblo al mediodía, bajo la canícula sofocante,
y, capitaneando el primer batallón de avanzada del
regimiento separatista, se fue abriendo paso en la
multitud de indios que pululaban entre los negocios
de la feria dominical. Tenía varios días de adelanto
respecto del ejército grande —donde venía el propio
general Simón Bolívar— y tenía el expreso encargo
de preparar tan importante arribo. Las llamadas de
redoble, las alertas de los clarines, y el paso trepi-
dante de los soldados convocaron a la población a
pesar de que las autoridades realistas habían ordena-
do repudio a los soldados independistas. Huancayo,
el pueblo de indios, los recibió entusiasmado.
A decir de todos, el capitán Silvano Martel, que
cabalgaba adelante, era el hombre más hermoso que
jamás había pisado esas tierras. Pero no solo eso,
sino que venía arrastrando la superstición nunca
desmentida de que su presencia enloquecía de amor
a las mujeres. Semejante leyenda pudo comprobarse
en las siguientes semanas. El sortilegio no solo reco-
rrió calles y ranchos, veredas y caseríos, parroquias
y comarcas de todo el valle sino que, a pesar de la

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Sandro Bossio Suárez

ilustración

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Colección del Bicentenario

resistencia que opuso Benilda, se metió también a


la residencia. En cuanto lo vieron pasar sobre su
arrogante corcel, Antonina y Lucerminda fueron al-
canzadas por su majestuosa presencia, y dejaron de
ser las mismas. Pero no solo ellas. Incluso Rósula,
quien nunca se perdonó semejante desatino, sintió
esa mañana un desgarro visceral cuando, asomada
al balcón como todas, lo vio avanzar con su hidalga
ingenuidad por el medio de la calle principal.

En cuanto llegó a Huancayo, el visitador había ren-


tado una vieja casona en el centro del pueblo, cerca
de la cenicienta plaza donde, en una época anterior,
se levantaba un monolito aborigen sobre el que des-
cendían los halcones y que fue demolido con polvo
negro por un dominico sin alma. Dominaba gran
parte del pueblo desde esa casa solariega, que hizo
limpiar y enlucir con los sirvientes que contrató,
además de engalanar con campánulas y cantutas tre-
padoras. Desde el principio le llamó la atención esa
calle magnífica y anchurosa, por cuyo centro corría
una sangradera que colectaba las aguas negras del
poblado. Era una calle hermosa, demasiado señorial
para un pueblo tan lúgubre y pesaroso; una calle por
donde —decían— transitaba en épocas doradas el

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Sandro Bossio Suárez

cortejo real del propio emperador incásico. De allí


su nombre: Calle Real. Las casas de los principales
estaban en esa zona, todas amplias con tejado sevi-
llano y patios y traspatios; mientras que en la franja
meridional se acumulaban las viviendas de los indios
ricos, de los caporales, de los plateros y pulperos, de
los maestros algebristas, esos que sabían componer
los huesos quebrados y devolver a los caminos a los
lisiados de todo linaje. Más al sur, cruzando el río, se
dispersaban las viviendas de los indios montunos,
aquellos que los primeros conquistadores habían
arrastrado por la fuerza desde sus lejanas tierras
para facilitar su adoctrinamiento y el cobro de los
tributos. A la hora de la siesta en las calles no se veía
más que perros y aldeanos. Así lo advertiría Leonce
Angrand, el pintor trotamundos que llegaría al pue-
blo dos décadas después, y así lo decían también
los misioneros vagantes que hollaron esos caminos
desde el inicio del vasallaje. Y es que el pasatiempo
preferido de los criollos era dormir la siesta.
Don Artemio de Aspadante, asentado en el pue-
blo tras la fachada de un inofensivo negociante de
moliendas, empezó a trabajar de inmediato. En el
primer trimestre había descubierto las pillerías del
juez de residencias, así como las del oficial real, a
quienes, sin miramientos, propuso expulsar. Su
vida profesional cobró notoriedad desde el princi-

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Colección del Bicentenario

pio, pero no así su vida marital: Benilda, pese a los


muchos cuidados que él le prodigaba, se descubrió
estéril. Hicieron todo lo que estuvo a su alcance:
visitaron brujos y comadronas, tocólogos y herbo-
larios, alópatas y ensalmadores, pero ninguno pudo
contra la incapacidad de la llorosa Benilda. Un día,
sin embargo, apareció en el pueblo el doctor Crís-
pulo Monsante, quien retornaba de andar por el
mundo dando a conocer sus estudios para curar el
mal de madre con las propiedades del moroporán.
Apenas vio a Benilda, puso la trompetilla acústica
en su bajo vientre, le auscultó las pupilas y las plantas
de los pies, y llegó a una conclusión terminante:
—La hermosa dama no es infecunda —dijo y,
al ver los ojos de espanto del visitador, sonrió de in-
mediato—, y usted tampoco. Lo que pasa es que la
señora ha nacido en la orilla de los mares, ¿verdad?
Benilda, natural de los Castellones, asintió. El
médico les explicó que se trataba de un síndrome
común entre las mujeres ibéricas de tierras bajas
que, al escalar semejantes cordilleras, sufrían de una
esterilidad temporal. El visitador, entrado en años y
temeroso de quedarse sin descendencia, estuvo dis-
puesto incluso a abandonar su carrera diplomática y
regresar con su mujer a las Españas con tal de verla
dichosa al lado de una familia numerosa. Ella fue la
que se opuso con gravedad:

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Sandro Bossio Suárez

—Prefiero no tener hijos si a causa de ellos pier-


de usted su nombradía.
Llegaron a un acuerdo. Esa misma semana baja-
ron al litoral, donde pasaron tiempo juntos, con
la esperanza de concebir. Situaciones oficiales, sin
embargo, hicieron que don Artemio de Aspadante
regresara a la sierra, dejando a Benilda al cuidado
de unas silenciosas monjas capuchinas. Ella, sin
embargo, incapaz de vivir lejos del marido, decidió
meses después darle el alcance haciendo nueva-
mente, y sola, el terrible camino hacia las cumbres.
Así fue como una noche de abril, cuando las últi-
mas lluvias infiltraban las praderas de Huancayo,
Benilda arribó en una empolvada diligencia de los
correos. Se dirigió a la residencia familiar y encon-
tró a su marido recostado en el diván, con los ojos
abiertos, pensando sin pausas en ella. No corrió a
abrazarlo, no se precipitó en afectos atolondrados,
sino que caminó con lentitud mientras le alcanzaba
el envoltorio que sostenía en los brazos: le contó que
el visitador la había dejado fecundada y, en su larga
ausencia, ella había logrado sobrellevar un embara-
zo completamente normal. Por eso, en cuanto nació
la niña, Benilda había decidido darle la noticia en
persona. Es más, en el largo camino había tenido la
oportunidad de pensar mucho en un nombre para
la criatura, de modo que le pidió al marido que le

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Colección del Bicentenario

permitiera llamarla Rósula, que significaba «igual de


bella que un rosal», y que la bautizaran de inmediato
para evitar el mal de ojo. El visitador estaba deslum-
brado. Después, todo fue felicidad, porque incluso
en las cordilleras, Benilda fue capaz de seguir engen-
drando. Se hicieron de la casona solariega y tuvieron
tres hijos más, a quienes amaron sin distingo.
El visitador, una vez que adquirió un latifundio
y renunció a su cargo público —porque ya todos
conocían su labor que se suponía secreta— no esca-
timó esfuerzo para reunir a su descendencia al calor
del hogar. A la única que nunca pudo congregar del
todo fue a Rósula. Se conformaba con verla de lejos,
con contemplar su torpe silueta, con escuchar el la-
mento inagotable de su rabel. Su vida se había visto
ensombrecida por esa incapacidad de darle felicidad
a su propia hija. Para no dejarse abrumar estaban,
felizmente, las muestras de afecto de la población;
estaban sus otros hijos, sus libros y, claro, sus de-
liciosos caldos de culitos de perdiz. Pocas veces
abandonaba su elegante diván de dos cuerpos. Tenía
un pasatiempo selecto: en sus horas muertas podía
pasarse tardes enteras sumergido en una concentra-
ción minuciosa, edificando fortalezas con palillos
de dientes. Con ellos, su hermosa biblioteca había
ganado esplendor, convirtiéndose en una nutrida

23 
Sandro Bossio Suárez

galería de miniaturas a escala que lo hacían sentirse


orgulloso de su propia obra.
El viejo visitador no había perdido costumbres
ni abolengo cuando el capitán Silvano Martel arribó
al pueblo. El militar era exactamente como lo des-
cribían las barajas de Benilda: un hombre de pelo
oscuro en la cima de la vida, inteligente y honesto,
bellísimo, pero con una aureola triste que le co-
municaba una fatalista donosura. Don Artemio de
Aspadante estaba tan ensimismado en sus asuntos
personales, que no se había enterado del arribo del
ejército libertador sino hasta que el propio capitán
Silvano Martel fue a tocarle la puerta para pedirle
una audiencia. Hospitalario como siempre, el visi-
tador lo recibió entre los brocados del gran salón, y
se asombró con la juventud y agudeza del oficial. La
entrevista se realizó dentro de los más estrictos for-
malismos. Don Artemio de Aspadante, renombrado
en todas las latitudes por su generosidad, era reque-
rido por los patriotas para hacerles una donación en
alimentos y provisiones de guerra.
—Tiene que saber usted, señor capitán —le
respondió al visitante, mientras bebía un poco de
pacharán que una india descalza acababa de servir-
les—, que soy español y me debo a la Corona. Saber,
además, que el tal Simón Bolívar no es santo de mi
devoción.

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Colección del Bicentenario

—Dios lo guarde —repuso el capitán—. Gracias


de todos modos.
El visitador posó con calma su mano blanca,
venosa, sobre el brazo de su diván de dos cuerpos,
como si pretendiera mostrar la pulcritud de sus de-
dos:
—Pero tengo cuatro hijos que no le deben nada
a la realeza —continuó, antes de que el capitán ter-
minara de levantarse— y me imagino que quieren
ver a su patria libre.
Silvano Martel buscó entre las primeras sombras
de la tarde el rostro del visitador, pero, a contraluz,
solo encontró una aristocrática silueta terminando
el último trago de la copa. Al otro lado del patio,
en ese momento, despertaron las notas lúgubres
del rabel y toda la casa pareció enmudecer ante
la transparencia de la música. El capitán pretendía
agradecerle al visitador el gesto de arriesgar a su pro-
pia familia por la causa separatista, pero, alcanzado
por la carga de nostalgia de la música que empezó a
envolverlo como una hilaza invisible, se desinteresó
por completo de la conversación.
—Vaya —atinó a decir—. Están bajando los án-
geles.
—El más grande de todos —sonrió orgulloso
el visitador mientras señalaba el patio con la copa
vacía—. Es Rósula, mi hija mayor, con quien precisa-

25 
Sandro Bossio Suárez

mente tiene usted que conversar sobre la donación.


Lo esperará mañana a la hora del desayuno.
Cuando su padre le notificó que a la mañana si-
guiente debía hablar con el capitán Silvano Martel,
Rósula sintió que una dentellada violentaba sus en-
trañas y que una gota de sudor resbalaba por el canal
de su espalda. Durmió poco y mal. Cuando llegó el
momento del encuentro, al abandonar su habita-
ción, Rósula tuvo la maravillosa sensación de haber
dejado el alma sentada en el lecho. Eran poco más
de las siete. Mientras se dirigía al comedor, contem-
pló los tordos solitarios que volaban hacia el oriente,
el viento de agosto cristalizado en la morera, el in-
menso cielo platinado como si perteneciera a una
tarde de invierno y no al amanecer más esperado de
su existencia. Al entrar en el comedor, sin embar-
go, se dio cuenta de que se había hecho demasiadas
ilusiones: allí estaba, efectivamente, Silvano Martel,
pero no solo, sino con su padre y sus dos hermanas.
Lucerminda y Antonina lucían hermosas. Se habían
vestido como para una fiesta maestra y se habían
puesto tanta agua floral que el comedor no olía ya
a pan recién horneado sino a un desbordante jardín
de violetas. Rósula hizo un gran esfuerzo para no
retroceder. Silvano Martel, quien lucía un uniforme
más formal que el que llevaba el día anterior, se puso
de pie al verla ingresar.

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Colección del Bicentenario

—Buen día, señorita y dama —le dijo con su voz


marcial.
—Buen día —le respondió Rósula sin sostenerle
la mirada.
Esperó que su padre hiciera las presentaciones
de rigor y, en cuanto terminó la dramática venia del
capitán, se sentó lo más apartada que pudo de él. Sin
embargo, a lo largo del desayuno, sin quererlo, sus
ojos coincidieron varias veces en la misma dirección
y ambos, turbados, los apartaron de inmediato. Esas
miradas efímeras, ardientes como astrolitos, le que-
daron clavadas para siempre en medio de la vida. No
habló durante toda la velada. A finalizar el desayuno,
interrumpió con respeto a su padre, que pretendía
hacerlos pasar al estudio para que conversaran:
—El capitán es un hombre muy ocupado y no
debemos hacerle perder el tiempo —replicó.
Le comentó que estaba enterada del motivo de
su visita y que contara con cien fanegas de tubércu-
lo, doscientos almudes de harina, ochenta cargas de
carbón, cincuenta sacos de trebolina para los caba-
llos, así como herraduras y riendas nuevas, y cinco
indios hatunruna que quedaban a su servicio hasta
que abandonaran el pueblo.
—Recuerde que lo hago por esos pobres solda-
dos —puntualizó—. Hubiera hecho lo mismo si me

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Sandro Bossio Suárez

lo hubiera pedido el ejército real. Nosotros no toma-


mos partido por nadie.
Silvano Martel demostró esa mañana compostu-
ra y consideración, echando por tierra los rumores
de que los soldados patriotas eran una cuadrilla
de ignorantes. Pero incluso si él mismo lo hubie-
ra sido, igual Lucerminda y Antonina se hubieran
disputado los perfumes y las peinetas del tocador,
y las galas y paramentos de la ropería, tan solo para
comprobar de cerca lo que se decía del militar. Era
cierto. Su rostro armonioso, la bruñida textura de la
piel, su cabello largo sobre los hombros y acaso su
inconfundible aroma de caballería causaban iguales
trastornos en todas las mujeres que lo veían. No sa-
bían que la disputa por conseguir sus atenciones no
se circunscribía solo a ellas, sino que había arrastra-
do en su voraz torbellino a otras veinte jovencitas,
y a otro tanto de mujeres maduras del pueblo, que
también codiciaban estar cerca de él.
El carácter amable de don Artemio de Aspadan-
te le inspiró a Silvano Martel la confianza necesaria
para hacerle, antes de retirarse, una confidencia que
provocó en Lucerminda y Antonina el efecto de un
cataclismo:
—Sepa usted, señor de Aspadante, que no he
encontrado familia más hospitalaria que la suya en
todo el camino. La gente de este pueblo es generosa.

28 
Colección del Bicentenario

Tan generosa que será aquí donde me asiente cuan-


do termine la guerra.
—¿Casará usted en este valle? —preguntó, al
instante, Antonina.
—Sí —respondió el capitán sin malicia—. Es una
promesa que le hice a mi madre, que de Dios goce,
cuando agonizaba en mis brazos. Así que en cuanto
expulsemos a los godos definitivamente, en cuanto
los echemos al mar salobre del que vinieron, volveré,
vendré en busca de la mujer que ha de acompañar-
me en la vida.
—El amor es incompatible con la guerra, capi-
tán —comentó Rósula desde su sitio—, porque los
amantes siempre están vencidos —y sin decir más,
prodigándole al invitado la vida en un callado ofer-
torio, abandonó el comedor.
No hizo falta más. Esa resolución, grandísona
como una sentencia divina, involucraba desde ese
mismo instante a Lucerminda y Antonina en una
silenciosa conflagración que en poco tiempo llenó la
residencia de desconsuelo y desolación.
Al abandonar la mansión, Silvano Martel tuvo
la callada impresión de escuchar, remotos, los des-
garradores lamentos del rabel que lo perseguirían
hasta el último día de su vida.

29 
Sandro Bossio Suárez

Paguatanta había nacido en un caserío sin nombre,


en las cumbres del valle, de donde fue arrancada por
unos capellanes que un día llegaron acompañados
de soldados armados de trabuquetes para arrastrarla
junto con sus hermanos al pueblo. Allí los repartieron
en escuelas de misioneros a fin de que aprendieran
castellano. Paguatanta, por supuesto, no fue pro-
puesta para la ilustración, sino para la cocina. En ese
silencioso convento, apenas si aprendió a borronear
su nombre, pero, en cambio, desbordó su natural
maestría en la culinaria. «No hay amor más sincero
que el amor por la comida», decía ella. Si Benilda
Almirazán no se hubiera entusiasmado con su arte
cisoria, y no hubiera convencido a su marido de que
intercediera con el superior para tenerla en casa, lo
más probable hubiera sido que Paguatanta termi-
nara en la capital del virreinato cocinando para los
obispos. Pero quiso el destino que los clérigos, para
ganarse los privilegios del visitador, decidieran ce-
derla, y a partir de la lluviosa tarde en que apareció
con su atado de ropas en la imponente residencia,
entrada en años ya, la buena de Paguatanta se dedicó
solo a satisfacer los rigurosos tubos digestivos de la
familia.

30 
Colección del Bicentenario

Era una mujer respetada en toda la comunidad.


Lo era por su eficiencia y por sus sublimes manos
a la hora del aderezo, pero lo era también porque
atendía a todas las familias como si se tratara de la
propia: había entonces la costumbre de prestarse
entre los ilustres a las sirvientas más eficientes para
determinados convites de la alta sociedad. De todas
las casas, Paguatanta había salido airosa, coronada
por su gloria de guisandera espléndida. Además de
respetada, todos reconocían en ella su espíritu soli-
dario, porque había salvado de la muerte a muchos
indigentes que agonizaban de hambre en el frontón
de la Capilla de la Merced, en la época del contagio
de la ceguera negra, esa que dejaba a los infectados
con unos pavorosos ojos oscuros, como de brea, a
quienes nadie quería acercarse por temor al con-
tagio. «Sagortenia», había diagnosticado el doctor
Monsante. «La más terrible de todas». Las autorida-
des, más preocupadas por las maniobras políticas
del momento, no supieron hacer otra cosa que de-
clarar en emergencia la salud púbica, ordenando
que los sanos no miraran directamente a los ojos de
los enfermos, pues concebían que era la forma de
contraer la peste, y disparando camaretazos madru-
gadores para purificar el ambiente. La otra medida
fue poner en cuarentena a los limpios y dejar por
las calles a los apestados. Fue así como el pueblo se

31 
Sandro Bossio Suárez

llenó en pocos días de fantasmas vagantes, pobres de


solemnidad, ciegos sin lazarillo, que deambulaban
por las calles suplicando mendrugos.
—Habrase visto semejante indolencia —decía
Paguatanta cuando se los encontraba—. Con razón
dicen que este es pueblo de gentiles.
Decidió socorrerlos con una ración de su pro-
pio invento, que consistía en papas cocidas, rociadas
de una generosa crema preparada sobre la base de
pimientos picantes, requesón y manteca, y que ser-
vía con lechuga serrana, aceitunas y huevos cocidos.
Esta pitanza de salvamento tuvo la virtud de devol-
verle la esperanza a las docenas de apestados.
—La llamaremos «papas a la huancaína» —de-
claró el visitador, despachándose un último bocado
del anaranjado platillo ante un grupo de invitados
que asistían a las verbenas por las fiestas patronales
del pueblo, cuando casi la peste había sido conjura-
da—. Nuestra Santísima Trinidad hará que este plato
sea el más celebérrimo de todos.
No se equivocó, pues sin que Paguatanta lo qui-
siera, desperdigado por el ferrocarril central que
estaba a punto de construirse, su platillo se convirtió
en el más célebre no solo de la región, sino del país
entero. «No hay mejor condimento que el hambre
de cada día», respondía ella cuando los convidados
la aplaudían. No hubo una pestilencia tan espantosa

32 
Colección del Bicentenario

en Huancayo hasta que, a causa de la guerra, se desa-


tó la temible fiebre de la estranguria, donde Rósula,
y ya no Paguatanta, se encargaría de devolverle la
esperanza a los muchos infectados. Al fin y al cabo
la vieja cocinera fue para la muchacha su verdadera
madre. La arrullaba de niña entre sus ásperas ma-
nos, la acunaba en la enormidad de su regazo y la
cobijaba entre sus polleras mientras ponía en su
boca granos de moras y le contaba historias anterio-
res a la evangelización. Había una que encandilaba
a Rósula: la doncella que, desobedeciendo a sus pa-
dres, escaló la montaña en busca del arcoíris y, poco
después, se descubrió embarazada sin que hubiera
conocido hombre alguno. Nueve meses después, le
tocó alumbrar, y las comadronas pegaron alaridos
cuando vieron que de las entrañas de la muchacha
no emergía una criatura, sino agua, mucha agua de
todos los colores, y una monstruosa forma que se
arrastraba en busca de los pezones de la curiosa.
Tanto era el apego que Rósula sentía por Pa-
guatanta, que esa mañana, después de enfrentar al
capitán Silvano Martel, no fue en busca de su madre,
sino del calor de la cocinera. La encontró destazando
las rabadillas de las perdices para el caldo del visita-
dor.
—Que calma se siente —dijo, respirando a todo
pulmón la tibia atmósfera impregnada de hierbas

33 
Sandro Bossio Suárez

aromáticas—. Es como si la guerra no hubiera lle-


gado aquí.
—Así llegara, niña —le respondió Paguatanta,
abandonando los carnícoles sobre el mesón, vol-
viéndose hacia ella—, yo jamás la dejaría entrar —y
le mostró el cuchillo de carnicero.
Rósula, otra vez, se estremeció entre los brazos
de la vieja. En el transcurso de su vida peniten-
te solo con ella había aprendido a sentirse a salvo.
Paguatanta la estrechó largamente y, como siempre,
la consoló hablándole del monasterio de las capu-
chinas, donde Rósula había nacido, según decía
su madre. Porque si algo la confortaba, era preci-
samente la posibilidad de entregarse a los hábitos
como monja de clausura para no volver a saber nada
del mundo. Lamentablemente, hasta hacía poco, no
había alcanzado la edad propicia para ingresar al
rastrillo y, sin embargo, ahora que nada se oponía a
sus propósitos, estorbos gubernativos no se lo per-
mitían.
—No se preocupe usted, criatura —le dijo Pa-
guatanta—. Recuerde que su madre, la visitadora,
ya conversó con la pronuncia y ella le aseguró que a
más tardar este mes el nuevo gobierno le repondrá
el consentimiento para llamar novicias. Ese tal liber-
tador ha puesto nuevos precios a las dotes.

34 
ilustración
Sandro Bossio Suárez

—¿Y crees que en el convento cambiarán las cosas?


—Por supuesto, niña, ya verá usted cómo Dios
premia su bondad.
—No sabes cuánto lo deseo, Tanta, retirarme del
todo de este mundo infame.
—No lo sé, niña, por un lado me da gusto que
cumpla sus sueños, pero por otro me apena su au-
sencia.
—A mí también, Tanta, no será fácil.
Las pupilas de la cocinera se ahogaron en lágri-
mas:
—Ya lo ve, niña —dijo—. Ni siquiera se ha ido
y ya se me caen las lágrimas. Voy a extrañar que me
llame como usted lo hace: Tanta, así, tan bonito.
—Es que eso eres para mí —le respondió Ró-
sula, tocándole el hombro y plantándole un beso
en sus trenzas arrolladas sobre el cráneo—. Tanta,
como le llaman los indios al pan lugareño.
Charlaron un rato más de otros asuntos, de las
veleidades de sus hermanas, de la inmadurez de
Ignacio, de la guerra librada por los separatistas que
cada vez se acercaban más a la victoria, de las violen-
cias desatadas por los chapetones en su desesperación
por ganar la contienda. Paguatanta recordaba a sus
hermanos, a los dos menores, muertos en la Batalla
de Azapampa, donde quinientos indios fueron

36 
Colección del Bicentenario

pasados a cuchillo por las falanges de un temible bri-


gadier fidelista, antes del salvaje incendio del pueblo
como venganza final. La gente todavía recordaba esa
noche horrísona, en la que cientos de soldados del
monarca, ebrios y alucinados, llenaron la oscuridad
de alaridos y tomaron el pueblo con antorchas en
las manos, escaldando todo lo que encontraban a su
paso.
—He escuchado que atenderá al joven capitán
con provisiones —le dijo Paguatanta—. No se habla
de otra cosa en el mercado.
—Yo no —respondió ella—. El destino.
En cuanto Rósula abandonó la cocina rumbo
al costurero, la vieja cocinera se sentó en el mesón,
al lado de sus papas cundidas, y no rehusó la tenta-
ción de consultar el porvenir de la muchacha en el
oráculo indígena que más apreciaba: la cucharada
de plomo en el vaso con agua. En su mundo ances-
tral había, desde luego, otras consultas esotéricas
(como las hojas de coca, los imanes, las entrañas
palpitantes de los animales, el maíz), pero ella pre-
fería la calidez de este método honrado. Calentó
la bicharra, la tostadora de latón, el bolo de plomo
que siempre tenía a mano, y puso un vaso con agua
reposada junto a todo. Se sabe que los indios de la
costa prescinden del recipiente con agua, utilizando
más bien arena sobre el suelo llano, pero que pro-

37 
Sandro Bossio Suárez

ceden de la misma manera: derriten el plomo en la


tostadora de latón y, una vez fundido, lo vierten en el
recipiente, donde el metal, al entrar en contacto con
el agua, tomará formas caprichosas, las cuales serán
interpretadas según lo que se necesite consultar. Este
tipo de adivinación es considerada un ritual augu-
ratorio y, por ello, debe ser repetido tres veces para
confirmar los pronósticos. Si creemos ver una for-
ma botánica es que tendremos nuevas amistades; y
si la forma se acerca al perfil de un corazón, el amor
llegará pronto. Una corona anuncia encuentros senti-
mentales, progreso laboral y reconocimientos, y las
formas aviarias (cualquier tipo de pájaro) anuncian
viajes. Aquellas que se acercan a los rostros huma-
nos señalan protección. Los triángulos simbolizan
obstáculos en el camino. Todas las formas afiladas y
puntosas advierten conflictos, rupturas, problemas
de salud.
Por eso, porque el resultado le mostraba infini-
dad de vértices, Paguatanta quedó impaciente. Era
claro que el tema del monasterio no terminaría de
la mejor manera. Hizo nuevas consultas y en una de
ellas descubrió en los restos del metal la forma de un
hacha, de un clarísimo destral, que le cortó en seco
el primer suspiro:
—Dios mío —dijo—. No es la guerra la que en-
trará a esta casa; es la muerte, la maldita descarnada.

38 
Colección del Bicentenario

Antonina tampoco vivía en paz. La pasión que le


oprimía el pecho parecía aumentar con los días. Se
pasaba las horas pensando en Silvano Martel. Sin
embargo, su tormentosa pasión era menos atolon-
drada que la de las demás muchachas del pueblo,
pues en lugar de buscar contactos insulsos, de pro-
piciar encuentros casuales en la calle y mortificarlo
con obsequios ordinarios, como todas, decidió con-
quistarlo tocando la puerta grande de su corazón.
Aunque apenas sabía leer y escribía casi nada,
porque en la época aquello no era imperioso para
una mujer de abolengo, tenía la suficiente ilustra-
ción para agradar a un hombre de mundo: deletreaba
correctamente las palabras, firmaba su nombre con
gracia, conocía la aritmética básica y recitaba de me-
moria redondillas del romancero español. Además,
bordaba vectoriales y elementos floridos en los lien-
zos, cosía manteles y sobrecamas, y sabía entrelazar
tapices y tocar firmes acordes en el armonio. Aun-
que no cocinaba, preparaba deliciosas compotas de
manjar blanco poblano que había aprendido no de
Paguatanta sino de su madre, y se entretenía con
juegos de palma en sus horas de recreo. También era
aficionada a las charadas, que jugaba con enorme
soltura con sus hermanos, y se entregaba durante

39 
Sandro Bossio Suárez

horas a la resolución de adivinanzas: en eso era in-


superable. Sin embargo, se sentía más cómoda en la
danza. Desde niña tenía una gracia especial para ella,
una ingénita gentileza para las cabriolas flamencas,
y, por lo mismo, era su presentación la que siempre
coronaba las veladas familiares. Antonina en ver-
dad había sido una niña dichosa. De manos blancas,
más blancas bajo sus infaltables mitones de gasa, y
de esbeltas y delicadas formas, siempre quebradas
en la cintura por el vuelo del polisón, la muchacha
era una auténtica beldad. Desde pequeña ostentaba
esa postura casi artificial, que tanto molestaba a las
chiquillas de su edad, con quienes entablaba poca
amistad por considerarlas de menor categoría. Hasta
con sus hermanas mantenía cierta distancia; mucho
más con Rósula, a quien trataba con la misma frial-
dad con la que se dirigía a cualquier miembro de la
servidumbre. A Lucerminda, que era tan hermosa
como ella, le dispensaba más consideración, aunque
tampoco la complacía con sus confidencias. Iba a
misa con su madre y sus hermanas, llevando en el
brazo la sombrilla cerrada, y su cabeza de diosa,
llena de rulos endurecidos con mucílago, jamás de-
clinaba en su altivez.
Un domingo de marzo la madre no pudo asis-
tir a la iglesia por sus ahogos, y Rósula tuvo que
representarla. Marcharon a media mañana las tres

40 
Colección del Bicentenario

hermanas en la carroza, y al salir del templo donde


el padre Epénito solía despedir a la feligresía salpi-
cándola con agua bendita, Antonina se fijó en un
joven apuesto que, en los días siguientes, volvió a
presentarse entre la muchedumbre, como tratan-
do de hacerse visible ante ella. Un día ocurrió lo
inevitable: el caballero se plantó ante las herma-
nas y, obsequioso, les entregó un ramo de flores a
cada una. Eran claveles de la mejor casta, seis en los
ramilletes de Rósula y Lucerminda, y doce en el de
Antonina.
—Permítanme, nobles damas —les dijo, apenas
enderezándose, volviendo a colocarse el sombre-
ro—. Mi nombre es Rinaldo Casalbino y Aldaz, y
soy nuevo en la comarca.
Vestía pantalones de plegaduras, chaleco de
gorgorán, y enroscaba su elegante cogote con un so-
brecuello de lazo. Cultivaba bigotes y mantenía las
mismas patillas que los militares libertarios habían
impuesto como moda. Las muchachas se dieron
cuenta de que intentaba vencer un evidente nervio-
sismo:
—Perdone por importunarlas —se dirigió a Ró-
sula—. En vista de que es usted la chaperona de estas
bellezas, diga, por favor, a su señor, que mañana pa-
saré por su casa para pedir el permiso de cortejar a
la señorita —y se inclinó ante Antonina.

41 
Sandro Bossio Suárez

Se avino un clima de confusión entre Rósula y


Lucerminda, quienes intercambiaron miradas des-
concertadas, mientras Antonina se mantenía sin
moverse, con la vista en el único torreón de la igle-
sia. Rósula inclinó la cabeza:
—Así será, caballero, su encargo llegará con mi
señor.
Esa noche Rósula le comunicó a su padre que
un caballero foráneo deseaba visitar la residencia
con buenas intenciones. Y así fue como Rinaldo
ingresó temporalmente a la familia. Resultó un es-
tupendo conversador, hombre expansivo y locuaz,
con gran sentido del humor, lleno de ímpetus por
conseguir lo que se proponía. A su juventud, a su
gentileza, había que sumar la simpatía que irradiaba
su personalidad: llegaba montado en un hermoso
frisón negro, obsequiaba capullos a Benilda y lico-
res al visitador, quien lo recibía encantado porque,
después de la breve entrevista con la cortejada, se
quedaba en la biblioteca con él, elogiando sus cas-
tillos en miniatura y jugando partidas de alquerque
mientras tomaban aceite de canela disuelto en vino.
—Está decidido —dijo un día Rinaldo, movien-
do con serenidad una de las fichas, mirando con
prudencia al viejo visitador—. Deseo contraer ma-

42 
Colección del Bicentenario

trimonio con la señorita Antonina. Claro, si usted


lo permite.
A don Artemio de Aspadante se le iluminó el
rostro:
—Pero por supuesto, muchacho, por supuesto.
Sabía que Antonina encontraría la felicidad al
lado de un hombre tan ilustrado y caballeroso como
él, y por ello, aun cuando Benilda vacilaba, le otorgó
su consentimiento. «No sabemos de dónde viene»,
decía ella. «No sabemos su pasado, no sabemos nada
de él. En cuanto se casen, se llevará a nuestra hija
quién sabe a dónde». Lo decía con dolor, convenci-
da de lo que afirmaba, puesto que la austromancia,
esa antigua forma de presagiar el futuro en la direc-
ción de los vientos, le había revelado la adversidad
en varias oportunidades: cada vez que el muchacho
desmontaba en la puerta de la residencia, el viento
soplaba desde el sur, lo que indicaba dificultades, fal-
sedades, malos momentos. El visitador la consolaba:
—No se preocupe, mujer, que es hombre de
buenas entrañas —le decía—. Para que no siga su-
friendo usted, añadiré al patrimonio matrimonial la
finca de Sicaya y la condición de que se queden a
vivir en el pueblo después de la boda.
Confiaba en que un hombre como él podía
manejar con criterio sus heredades, a diferencia de

43 
Sandro Bossio Suárez

Ignacio, su hijo, de quien en realidad recelaba por


lo inconsecuente que era. Para apaciguar los ahogos
de Benilda, aunque no era cierto, Rinaldo contaba
que había nacido en Bonaire, en el seno de una fa-
milia aristócrata que seguía enriqueciéndose con un
fructífero negocio de plumas de flamenco y exporta-
ción de corales, y que él se había emancipado y se iba
a San Miguel de Tucumán a labrarse con un negocio
de engorde de ganado. Para probarlo, mostraba el
relicario donde aparecían, contrapuestos, los retra-
tos de sus padres. Llevaba también sus documentos
oficiales, sus credenciales, su salvoconducto y, sobre
todo, su delicioso dejillo insulano que sonaba a can-
tilenas del océano. Llegar a Huancayo y cruzarse con
Antonina había trastocado sus planes.
—Me quedo aquí, señor —decía—. Me quedo
en esta tierra de diosas.
Antonina, tras una larga irresolución, había
concedido. Al principio no veía con buenos ojos al
forastero, pues tenía dieciocho años desconfiando
de todos, hasta que las muchas muestras de hones-
tidad del joven, su apostura, su temperamento y su
arrolladora personalidad terminaron por someterla.
—Ese muchacho es bueno como el pan —le dijo
una mañana Paguatanta, mientras le servía la pane-
tela, pese a que ella jamás la miraba siquiera, y la
frase le dio en el centro del alma.

44 
Colección del Bicentenario

Entonces aprendió a verlo no con los ojos sino


con el corazón y lo supo intrépido, garboso, enamo-
rado hasta la médula de ella, lo que lo convertía en
un imponderable partido. Todo estaba listo para la
boda, el orfeón de indios en su lugar y la corte de
angelitos prestos a derramar pétalos blancos en el
camino, cuando algo inesperado ocurrió: la policía
montada llegó al pueblo y aprehendió al elegante
novio, quien se debatía entre los brazos de los guar-
dias y decía que era una equivocación. Pero no lo
era. Tras haber robado en Bonaire una cuantiosa
suma de dinero de sus patrones, Rinaldo, cuyo ver-
dadero nombre era Indalecio sin apellidos, había
fugado hacia Nueva Granada y Perú, y en efecto se
encaminaba a Río de la Plata cuando conoció a An-
tonina.
Se trataba del extraño caso de un esclavo blan-
co, hijo de dos cautivos berberiscos, atrapados por
corsarios turcos en su litoral, y traídos encadenados
a las islas caribeñas. En la hacienda, que efectivamen-
te se dedicaba a la granja de flamencos, los padres
habían muerto debido a una extraña enfermedad y
el niño, blanco y limpio de tacha, fue acogido por
los hacendados, quienes le enseñaron sus primeras
letras, lo alimentaron como a los suyos, lo vistieron
y lo amaron, hasta que fallecieron sin dejar en claro
el asunto de la adopción. Sin hijos que reclamaran

45 
Sandro Bossio Suárez

la fortuna, la hacienda pasó a manos de los herma-


nos menores del patrono, quienes desconocieron al
muchacho y pretendían venderlo por una suma irri-
soria. Esa fue la razón por la que él decidió fugarse,
malhiriendo a los nuevos dueños y apropiándose de
monedas de oro y talones de cambio, con los que
compró documentos con una nueva identidad, así
como muchos atavíos elegantes, guantes, sombre-
ros, capotas, un hermoso caballo. Los provinciales
de Pamplona, bien pagados por los hacendados, em-
prendieron la persecución del fugitivo fuera de su
demarcación. En una poderosa cadena de corrup-
ción —pues la policía no actuaba sino era con unas
monedas en la mano—, lograron llegar hasta Huan-
cayo, donde lo atraparon en vísperas de su boda con
la hija del visitador.
Antonina lloró sin consuelo la deshonra de
haber sido burlada. La familia se sumió en silencio
sepulcral al enterarse de la noticia. El propio Ar-
temio de Aspadante cerró las puertas de su residencia
cuando, delante de él, pasaba la carreta con los ba-
rrotes de hierro dentro del cual marchaba el que
estuvo a punto de convertirse en su hijo político:
iba todavía con suficiencia, en mangas de camisa, la
cabeza digna, la mirada esperanzada en una última
contemplación de Antonina.

46 
Colección del Bicentenario

—Ya me lo habían dicho los vientos —se condo-


lió Benilda.
Después de ese fiasco, Antonina no volvió a
pensar en marido, y tardó mucho en volver a darle la
cara a la sociedad. Solo años después, cuando apare-
ció Silvano Martel, su corazón se aprestó a otorgarle
una nueva oportunidad al sentimiento. No era una
tarea fácil, pues no se trataba de un pretendiente que
intentaba llegar a ella, sino de todo lo contrario, de
un desafío por vencer. No había mucho tiempo para
pensarlo. Felizmente, en una noche de vigilia, tuvo
una revelación: el único modo de conquistar al capi-
tán era ganárselo a través de la admiración. Así que
decidió, a espaldas de sus padres, enviarle cartas de
amor.
El destino, sin embargo, se le mostraba otra vez
adverso, porque su conocimiento de la gramática
solo le alcanzaba para bordar sardinetas en la man-
telería. El último recurso que tenía era encontrar a
alguien que redactara las cartas por ella. Sabía que
su padre mantenía correspondencia con la reina de
España, pero aunque logró encontrar los cuadernillos
secretos, al descifrarlos con esfuerzo, nada descubrió
en ellos que pudiera serle útil, pues no eran párra-
fos de amor, sino refinados testimonios políticos.
No cabía la posibilidad, por supuesto, de pedirle a su
madre que lo hiciera. Empezaba a manotear en la

47 
Sandro Bossio Suárez

desesperación cuando recordó a Rósula. Alguna vez


la había visto escribiendo en el mesón de la cocina
unas frases emparejadas que, al escucharlas mien-
tras se las cantaba a Paguatanta, le habían parecido
de una belleza infinita.
—¿Qué son? —recordaba haberle preguntado a
su hermana.
Rósula había cubierto los folios sueltos con la
tapa dura del cartapacio y no la miró a los ojos para
responderle:
—Pedazos de mi corazón.
En ese recuerdo consolador, en esos pliegos
redentores, se cifraba ahora toda su esperanza. En-
tonces, conteniendo la respiración para no tenerla
agitada cuando pasara por el lado de su madre, se
fue en busca de Rósula. La encontró, como siempre,
en la cocina, repasando unos libros de botánica que
había conseguido por intermedio del padre Epénito.
—Buenas —dijo al entrar, levantando su vesti-
do con ambas manos, mirando casi con horror las
paredes renegridas de la estancia, las mazorcas col-
gadas de sus trenzas desde los horcones, la leña, los
batanes.
Rósula levantó el rostro en dos momentos: pri-
mero para mirar las manos nerviosas de Antonina,
que habían abandonado el ruedo del vestido, y des-
pués para verla a ella como si fuera una aparición.

48 
Colección del Bicentenario

—Ven, Rósula, tengo que hablar contigo.


—¿Conmigo?
—Sí. Tienes que hacerme un favor.
Fue así como esa noche, reprimiendo el llanto
que pugnaba por desembalsar su pecho, Rósula es-
cribía la primera carta con rimas de amor dirigida
a Silvano Martel, llena de arrebato y expresiones
conmovedoras, cuyas consecuencias ni ella misma
alcazaba a imaginar. Poco antes de la medianoche
metió los pliegos en un sobre rosado, junto con una
hermosa mariposa disecada, y lo selló con lacre ca-
liente. Una hora después se la entregó a Antonina
para que se la enviara al capitán.

Silvano Martel venía de Boyacá, liberando pueblos y


capitanías, y provocando naufragios en los corazo-
nes femeninos. Según contó esa mañana, mientras
terminaba de comer los bollos de manteca con la
natilla de leche prieta que le habían servido, había
decidido plegarse a las tropas bolivaristas porque
lo creía un deber con su nación. Pero luego, viendo
que todavía muchas partes del continente necesita-
ban de su concurso, determinó continuar en la lucha
organizando escuadras en nombre de la libertad. Su

49 
Sandro Bossio Suárez

hablar era recio y autoritario, y sus ademanes se-


ductores, pero su dignidad de batallador valeroso
terminaba en su triste mirada de monje mendicante.
Llevaba cerca de cuatro años en la guerra y venía de
ganar una batalla contra los realistas en las Pampas
de Junín.
A los tres días de haber arribado al pueblo, reci-
bió noticias de los patriotas. Le comunicaban que
las escuadras vencedoras descansarían un poco más
después de la batalla, al mando de José de Sucre,
pero que el general Simón Bolívar le daría el alcance
en breve. Silvano Martel sabía que la batalla había
sido ganada con facilidad, en solo una hora de
lucha, porque habían enfrentado a un solitario José
de Canterac, quien había quedado apenas con una
miserable tropa debido a que el batallón grande, el
del mariscal Gerónimo Valdez, se encontraba en el
sur librando una guerra aparte. Y es que hacía poco
el general Pedro Olañeta, partidario del régimen
totalitario del emperador español y enemigo de la
revolución liberal del virrey José de la Serna, se había
sublevado contra él, iniciando una guerra civil entre
absolutistas y constitucionalistas, la cual había debi-
litado notablemente el ejército monárquico. Ahora
mismo las tropas de La Serna se enfrentaban a las de
Olañeta en el Alto Perú y de ello se habían servido
los libertarios para inferirles fácil derrota en Junín.

50 
Colección del Bicentenario

De otro lado, la desbandada de los vencidos acarrea-


ba una imparable deserción de las tropas realistas
hacia el bando de los protectores, entre ellos la del
propio Marcelino Carreño, quien ahora se dedicaba
a intermitentes operaciones contra sus antiguos com-
pañeros de armas. Así, el ejército fidelista empezaba
a desmembrarse entre evasiones masivas y refriegas
con los montoneros serranos.
Tan ocupado estaba Silvano Martel con aque-
llas novedades, que no se había percatado de los
estragos que estaba causando en el pueblo. En rea-
lidad, la situación se había tornado insostenible,
y no solo porque en su entorno se había desatado
esa silenciosa hostilidad sentimental, sino porque
él mismo perdía la concentración a cada momento
con la visita de las mujeres que se acercaban al cam-
pamento simulando donar alimentos y medicinas
para los soldados, y era imposible trazar estrategias
y delinear maniobras mientras siguieran interrum-
piéndolo tan a menudo. Era lo de siempre. En cada
pueblo donde se estacionaba tenía que batallar con
ese lastre. A lo largo de su vida había recibido tantas
cartas como el estanquillo postal. Muchas eran anó-
nimas y contenían las pruebas más prodigiosas de
amores remotos: rizos de cabellos, dientes de mar-
fil, alfileres, retazos de tela, uñas cercenadas, sangre
ventilada. Esas cartas perseverantes eran las mismas

51 
Sandro Bossio Suárez

armas que las mujeres de todas las latitudes usaban,


cada quien suponiéndose única, para acaparar su
atención. Casi todas habían sido encargadas en los
portales de escribanos y, por ello, Silvano Martel
había aprendido a reconocer a primera vista sus en-
cabezamientos artificiosos y sus fórmulas gastadas.
«Vaya, no puede ser que tantos escribientes vivan
enamorados de mí», solía burlarse. Por eso, muchas
veces ni las abría. De tantas que había recibido, ha-
bía aprendido a distinguir una carta galante de una
oficial, de manera que en sus largas horas de des-
pacho separaba unas de otras, abandonando a su
suerte los montones de sobres que olían a esencia
de gardenias. Sin embargo ese día, aun cuando supo
de antemano que también se trataba de una carta de
amor porque olía a magnolias blandas, tomó entre
sus dedos el sobre rosado y se quedó viéndolo con
curiosidad, con arrobo, como si quisiera conocer su
contenido sin abrirlo. Quizá le llamó la atención el
color del sobre, o tal vez el brillo de la tinta dora-
da, o la espléndida forma del lacre. Lo cierto es que,
al momento de rasgarlo, se maravilló con la dimi-
nuta mariposa celeste que salió volando del sobre
como una palomita liberada.
Rodeado de sus soldados heridos, de los cánta-
ros de aguardiente y las palanganas de manteca del
campamento, leyó por primera vez la carta a la luz

52 
Colección del Bicentenario

de un mechero y, como tocada por una conflagra-


ción, su alma sufrió una conmoción. Ninguna misiva
le había provocado semejante sobresalto. Solo en-
tonces, después de haber leído leguas y leguas de
líneas entintadas, Silvano Martel agradeció que las
mujeres supieran escribir. Solo esa carta, la del sobre
rosado, tuvo la potencia geológica de torcerle la exis-
tencia. Al verla firmada por Antonina de Espadante,
su pecho dio otro tumbo. Al recibir la segunda, per-
fumada ahora con abelmosco, no pudo soportar las
infinitas ansias de desahogar con lágrimas vivas la
nostalgia inserta entre las líneas. En ese estado lo
encontró esa noche su teniente de guardia.
—¿Le pasa algo, mi capitán?
—Lo de siempre —le contestó él arrancándose el
sollozo de una zarpada—. Que esta guerra de mier-
da no tiene cuándo acabar.
Era cierto. Cuando decidió enrolarse no había
previsto las inmensas penurias que la contienda le
acarrearía. Hasta entonces solo había tenido vida
para la guerra. En cada paraje, en cada emplaza-
miento, en cada territorio, siempre había rechazado
a todas las mujeres que se le ofrecían, porque la
guerra, con su pavoroso olor a pólvora, a tierra le-
vantada, a incertidumbre y sacrificio, absorbía toda
su energía. Tanta era su vocación por la liberación
de lo que él llamaba «las voluntades americanas»,

53 
Sandro Bossio Suárez

que ni siquiera pudo traicionarla cuando la mujer


más bella de Mérida se filtró en el campamento y lo
tomó por asalto en su hamaca de campaña. A la ma-
ñana siguiente ella le pidió que se quedara, que no
la abandonara, pero él, cerrando los oídos, decidió
continuar la marcha sin mirarla, dejándola en mitad
del camino. Desde entonces tuvo la certeza de que
no lo atormentaba la guerra en sí, sino más bien sus
secuelas. Se dolía, sobre todo, de los muchos frag-
mentos de amores inconclusos regados a lo largo de
su camino. En verdad, ninguna relación había echa-
do raíces en él, porque ninguna relación, por más
intensa y apasionada que hubiera sido, había durado
más de una semana.
La verdad es que nunca estuvo plenamente cons-
ciente de las catástrofes que a su paso acarreaba. Una
vez, casi de casualidad, se enteró de que unas joven-
citas venían siguiendo a la tropa, y él las mandó a
despachar con su teniente de guardia sin dar mayor
razón. Tal parecía que el acoso de las mujeres, en
lugar de complacerlo, lo impacientaba. Estaba can-
sado de ver en todos lados, en todas las capitanías
y en todas las villas, muchedumbres alborotadas de
mujeres que pugnaban por tocarlo. En una ocasión,
incluso, llegó a maldecir esa suerte envidiada por to-
dos, cuando se enteró de que una madre, por ganar
su amor, se había puesto contra su hija y había trata-

54 
Colección del Bicentenario

do de envenenarla para sacarla del camino. Por todo


esto, tenía razón de sentirse pesaroso, y no halaga-
do, con tantas aspirantes a su lecho. Hasta se decía
que el propio general Simón Bolívar, renombrado en
todo el ámbito por su éxito con las mujeres, le había
dicho en una ocasión que no fuera tan sangrador y
que dejara algo para los pobres.
Sugestionado por esas ideas, confiando acaso en
que por fin su alma trotamunda encontraría reposo,
al día siguiente vio propicia la ocasión para hacer
una nueva visita a la casa de don Artemio de Aspa-
dante. Lo recibieron con cordialidad. Al sentir su
llegada, Lucerminda y Antonina corrieron al toca-
dor a disputarse otra vez los polvos y coloretes, los
rasos, los escarpines. Rósula, en cambio, corrió a
esconderse en el costurero, pues pensó que Silvano
Martel se había dado cuenta del engaño y que iba a
pedirle cuentas. Pero los propósitos del capitán eran
otros. Alto, demacrado por la vigilia, con el cabe-
llo escarchado por el frío matinal, había ido con la
secreta intención de agradecer las cartas rosadas de
Antonina. Tuvo el acierto de no hacerlo delante de
todos. El momento oportuno se presentó cuando,
después de conversar largamente con el visitador
sobre temas oficiales, salía acompañado por las mu-
chachas y, en el pórtico, Antonina se retrasó un
segundo por algún motivo. Entonces Silvano Martel

55 
Sandro Bossio Suárez

la miró a los ojos y le pidió que le siguiera escribien-


do.
Cuando el capitán montó sobre su caballo, An-
tonina corrió en busca de Rósula, ahogando sus
gritos de felicidad, y casi la manda al suelo con un
abrazo que más parecía un empellón.
—Gracias —le dijo—. Mil gracias.
Rósula se impresionó. Le correspondió el abra-
zo, dándole palmaditas de consolación en la espalda,
mientras asilaba la terrible sospecha de que era pre-
ferible la muerte a seguir soportando tanta afrenta
del destino. No sabía, no podía saber, que era apenas
el principio.

Antonina no era la única que sufría mal de amores.


Lucerminda también sucumbió a la visita del capitán.
Ahora las dos hermanas no tenían más aspiraciones
que exaltar sus encantos para llamar la atención de
Silvano Martel, descuidando sus tareas domésticas,
las tardes de bordado y hasta las reuniones sabatinas
con las amigas. Se pasaban las tardes encargando
índoles y encajes a las caravanas de mercantes que
comerciaban géneros con la capital, encomendando
escamas de orcaneta, brillantinas, argollas, oropeles,

56 
Colección del Bicentenario

y tanto gastaron esos días en los bazares de la Calle


Real, que el visitador tuvo que reprenderlas porque,
si no se habían enterado, estaban en guerra y los
caudales debían cuidarse con celo.
Mientras Antonina maquinaba en secreto, Lucer-
minda, menos entendida en temas del corazón, se
atolondró, y en lugar de esperar que Silvano Martel
llegara a ella, como indicaban las normas sociales,
decidió salir a buscarlo. Por ello, el domingo si-
guiente, se separó de sus hermanas después de misa
y, escabullida entre la gente, se extravió para ir a
casa de Amandina Ráez y Gomero, su íntima ami-
ga, a pedirle consejo. Suponía que ella, en noviazgo
formal desde hacía un año con el asturiano Colum-
bano Fresneda, tenía la solución para atrapar al
capitán. Lo que menos esperaba era que Amandina
también estuviera tocada por la fiebre del amor de
Silvano Martel.
De entonces databan los viejos estudios del doc-
tor Crípulo Monsante, basado en los diálogos de
Platón, donde aseguraba que el amor no es un sen-
timiento puramente subliminal sino una infección
orgánica que ataca principalmente el bazo, estimula
desarreglos del apetito y provoca trastornos car-
diacos. Tratándose de una enfermedad, entonces,
suponía que perfectamente podía haberse desatado
en una epidemia. Por ello, Lucerminda debió redo-

57 
Sandro Bossio Suárez

blar ánimos, pues tarde se enteró de que la lucha


para obtener los afectos de Silvano Martel no solo
debía librarla contra Antonina, sino contra todas las
muchachas del pueblo, y ahora, en especial, contra
una adversaria de cuidado: la propia Amandina,
de quien se decía que acababa de romper relacio-
nes con el asturiano para dedicarse públicamente
a seducir al capitán. Se trataba de una fuerte con-
tendiente porque, hija única del mayor industrial
del territorio, contaba con el auspicio de su padre
en silla de ruedas, don Clemente Ráez y Gomero,
y con todos sus bienes para lograr sus propósitos.
Era hermosa, poco menos que las hijas del visitador,
pero más diestra y conocedora del mundo. Su calen-
tura llegó a tal extremo que no tuvo reparos en dejar
correr la voz que estaba dispuesta a cederle todos sus
bienes al ejército si era la escogida.
Lucerminda supo así que ese camino estaba ce-
rrado. Había sido una niña silenciosa, pasmada, de
una blancura tan marcada que parecía traslúcida.
Era callada, sigilosa, pero detrás de su temperamen-
to transido tenía una fortaleza natural que emergía
en los momentos cruciales, como si su vida de-
pendiera de ella. Desde pequeña gustaba de hablar
entre sueños, revelando sus propias travesuras nega-
das cuando estaba despierta, y esa fue su perdición,
porque bastaba con que se lo preguntaran mientras

58 
Colección del Bicentenario

dormía para que revelara cualquier secreto. Ignacio,


sobre todo, se divertía a morir con esos interroga-
torios. Lucerminda vivía a la sombra de Antonina,
secundándola siempre, cargando con las travesuras
que ella cometía cuando no estaba Rósula a su al-
cance.
Todos la recordaban vestida de florines y cres-
pos, subordinada, resignada a ser eternamente la
segunda. A los doce años se le reveló el sonambu-
lismo. La residencia había caído en cuenta de que
un bromista sin escrúpulos entraba por las noches
a robar ciruelos de la huerta. Lo extraño era que el
ladrón se dedicaba a llevarse solamente los frutos
más verdes de las drupas. Montaron guardia en toda
la mansión, en los rincones, en las glorietas, y has-
ta don Artemio de Aspadante fue de la idea de
comprar un perro guardián, de esos sentidos y la-
dradores, para atrapar al bromista. Pero Lucerminda,
descalza y en camisón, como un fantasma ambulan-
te, tenía un sentido especial para prever el peligro y
no hacerse sorprender. Fue Rósula la que la descu-
brió una noche. Salía de la habitación de Paguatanta,
confundida aún por el sueño, cuando vio a su her-
mana deambulando silenciosa entre los breñales. La
siguió, creyendo que en realidad iba despierta, pero
cuando la vio merodear el ciruelo con los ojos dor-
midos y los brazos extendidos, se dio cuenta de la

59 
Sandro Bossio Suárez

verdad. Lucerminda se tardaba el tiempo necesario


mientras encontraba los frutos menos maduros, los
llenaba en el ruedo recogido de su camisón y regre-
saba a su habitación. Esa madrugada Benilda y el
visitador encontraron en el cajón de la cómoda de
Lucerminda, en efecto, un montón de ciruelos po-
dridos que les hicieron tomar la decisión de poner
a su hija en manos del doctor Monsante, quien em-
pezó con ella un tratamiento en base a panecillos de
hipérico que se prolongó hasta la adolescencia.
A diferencia de su hermana, los temas sentimen-
tales la tenían sin cuidado, e incluso parecía negada
para las pasiones humanas, hasta que Silvano Martel
apareció en su vida. Se pasaba las mañanas mirando
las nubes, como antes lo hizo Rósula, buscando en
sus erráticos movimientos la forma idealizada del
capitán. Fue cuando se enteró, por intermedio de
otras amigas, que la misteriosa mujer que le enviaba
cartas rosadas al capitán empezaba a aventajarlas a
todas. Nadie sabía de dónde salían. Nadie conocía
su contenido. Lo único claro era que debían encerrar
fórmulas portentosas para haber logrado tal estado
de exaltación en Silvano Martel, quien, hasta el día
de recibirlas, parecía insensible al delirio femenino.
Solo aquellas cartas, cuyos milagros se encargaron
de expandir por el pueblo sus propios artilleros, ha-
bían logrado rasgar su dura coraza contra el amor.

60 
Colección del Bicentenario

Desalentada por no contar con armas tan po-


derosas como las temibles misivas, Lucerminda,
por un momento, vislumbró la derrota. Dejó de sa-
lir al patio, dejó de conversar con Antonina, dejó
de recibir los consejos de su madre y, rodeada por
las altas sombras de la residencia, resolvió quedarse
en silencio para siempre. Aunque nunca había con-
fiado en las supersticiones de Benilda, deseosa de
saber su porvenir, esa noche quiso probar uno de
los métodos que más confianza le inspiraba. Así que
buscó un espejo, el más grande que pudo encontrar,
y lanzó agua sobre el cristal mientras formulaba la
primera pregunta. Benilda contaba que en algunas
culturas el espejo se sumergía en torrentes para que
le llegaran los reflejos de la luna, haciéndose más fá-
cil su lectura, y que los sumerios vertían aceite sobre
los cristales para interpretar las formas que apare-
cían en la superficie. Esa noche, las tres veces que
formuló las interrogantes, Lucerminda vio su propia
imagen con toda nitidez. Esta visión le devolvió la
esperanza. Sobreponiéndose al derrumbamiento y,
avergonzada por haberse dejado doblegar por el pe-
simismo, fue a buscar a Rósula.
—No dejes que cometa un crimen —le dijo, in-
vadiendo el costurero, donde su hermana mayor se
aprestaba a tocar el rabel. Su voz quería mostrarse

61 
Sandro Bossio Suárez

firme, impetuosa, pero denotaba un recóndito tem-


blor que no era más que miedo.
Rósula estaba de espaldas a la puerta, sentada
sobre un taburete, con el arco preparado para un
acorde alto.
—¿Un crimen? —preguntó sin volverse.
Lucerminda, que había quedado en el umbral,
interpuesta entre el resplandor encarnado de las cin-
co y las sombras del recinto, dio un paso adelante:
—Sí, el mío propio.
Rósula, cubierta hasta la cabeza con una gastada
mantilla negra, se mantuvo inmóvil, sosteniendo el
rabel como si su vida dependiera de él.
—Cierra la puerta —le dijo a Lucerminda—.
Vienes a hablarme del capitán de los patriotas, ¿ver-
dad?
—¿Cómo lo sabes? —vaciló su hermana menor.
—Tu voz —le respondió Rósula.
Lucerminda se acercó a ella, que permanecía sin
moverse sobre su taburete, y le puso dulcemente una
mano en el hombro.
—Eres muy buena —le dijo—. No permitirías
mi suicidio.
Solo entonces Rósula giró lentamente para mi-
rarla.

62 
Colección del Bicentenario

—No por ti —le contestó—. Por nuestros pa-


dres.
—Por quien quieras, pero ayúdame.
—También estás enamorada de Martel, ¿verdad?
—Veo que lo sabes —claudicó Lucerminda—.
Solo tú puedes ayudarme, Rósula.
—¿Pero cómo puedo socorrerte yo, que nada sé
del mundo? ¿Qué pretendes de mí, Lucerminda?
—Tu arte. Solo eso. Tus versos, Rósula. Mamá
me contó que escribes unos muy hermosos. Con
ellos podré ablandar a Martel, estoy segura de que
son mejores que las estúpidas cartas rosadas.
Rósula se quedó sin aliento. Afuera se escucha-
ba la inmensa respiración de la vida: los pajarillos
de alto vuelo, las torpes aletadas del viento entre las
ramas de la morera, la lenta agonía del ocaso. Rósula
demoró un poco, mientras respiraba con dificultad
y hacía descansar el rabel, para responder resignada:
—Está bien. Que nadie sepa de esta conversa-
ción. Búscame esta noche a las diez para decirte lo
que debes hacer.

Oculta del mundo, desangrándose dentro de sus las-


timeros vestidos negros, Rósula seguía escribiendo.

63 
Sandro Bossio Suárez

Desde que se había impuesto la obligación de re-


dactar las cartas para Silvano Martel en nombre de
sus hermanas, vivía extraviada en una ardorosa co-
rrespondencia que la mantenía ocupada todo el día.
Escribía copiosas cartas, una tras otra, desechando
muchas, cambiando constantemente de papeles y de
tinta. Después, cuando apenas quedaban en pie las
mejores rimas y las mejores prosas, las metía en los
sobres y se las entregaba en secreto a sus hermanas
para que ellas las enviaran al cuartel general de los
patriotas. Eso, de alguna forma, la hacía inexplica-
blemente dichosa.
Era ambidiestra. Desde niña había desarrollado
la facultad de escribir fábulas versadas con la mano
derecha y dibujar borreguitos, al mismo tiempo, con
la izquierda. Esa insólita habilidad le era de mucho
provecho a la hora de redactar pliegos demasiado
largos porque, si se le cansaba una mano, podía
continuar con la otra. De lo que nadie se había per-
catado era de que la escritura que Rósula lograba
con la diestra era completamente diferente a la que
lograba con la izquierda. De eso se ocupó el padre
Epénito. Fue él, hombre calmo y piadoso, quien notó
a primera vista las diferencias la vez que le encargó a
Rósula transcribirle un cancionero de misas.
El viejo sacerdote sabía que cada vez que escri-
bimos dejamos en nuestras letras el signo inequívoco

64 
Colección del Bicentenario

de nuestra personalidad. Las letras de trazos des-


cendentes, muy marcados, muestran seguridad y
espíritu independiente. Si la presión es excesiva de
modo que rasguña el papel, nos encontramos con
casos de prepotencia y transgresión; y la escritura
de trazos inconstantes, aquella que cambia de ba-
rras gruesas a finas, o viceversa, demuestra temor,
inseguridad, inestabilidad emocional. La escritu-
ra delgada es la demostración de la sensibilidad. Se
dice que gracias a este tipo de escritura, que era la
que poseía Racine, se pudo reconstruir los estados
anímicos de este singular dramaturgo al momen-
to de escribir sus historias de la corte. La escritura
gruesa señala que la persona que la posee es poco
sensible. Por último, la escritura grosera, aquella que
se logra con trazos vigorosos y negligentes, indica
desorden, desgobierno, desinterés y, muchas veces,
rebeldía.
La letra que Rósula obtenía con la mano derecha
era fina y la que lograba con la izquierda era incons-
tante. Esto quería decir, según la teoría del padre
Epénito, que la muchacha era virtuosa, pero, al mis-
mo tiempo, temerosa. Rósula nunca había pensado
que aquella extraña maestría le sería útil en algún
momento. Pero había llegado la ocasión. Y era que
para confundir a Silvano Martel, haciéndole creer
que las cartas rosadas iban escritas verdaderamen-

65 
Sandro Bossio Suárez

te por Antonina y las celestes verdaderamente por


Lucerminda; había decidido producirlas cada una
con diferentes manos y con diferente plumada. Es-
cribía sin darse tregua, sin otorgarse la oportunidad
de retroceder, doblada horas y horas sobre los folios,
cocinándose a fuego lento con el humo ardiente del
candil.
Desde pequeña leía con pasión a Berceo y al Ar-
cipreste de Hita, y escribía décimas y sonetos, y a
veces también prosas perturbadoras. Tenía un baúl
lleno hasta la mitad con ellos. Pero su habilidad con
la pluma no solo le servía para mitigar sus nostalgias
personales: en una ocasión salvó a Ignacio. No le ha-
bía dicho nada a nadie, pero era la época en que el
muchacho ya se había dejado ganar por las apuestas
y estaba viviendo las consecuencias de sus prime-
ras deudas. Rósula se dio cuenta de lo que pasaba
por pura intuición. Buscó a su hermano y, enterada
de sus penurias económicas, le acarició la cabeza
con ternura: «Veremos qué nos dicen las musas»,
le comentó, enigmática, esa noche. Al día siguiente
fue donde el padre Epénito y, por su intermedio, se
contactó con todos los enamorados del lugar. Fue
así como las cartas de amor de Rósula invadieron el
pueblo. No hubo, en realidad, ningún novio, ningún
pretendiente, ningún galán que se hubiera podido re-
sistir a las prosas miríficas de Rósula. Fue una época

66 
Colección del Bicentenario

de mucha presión para ella. Después de atender sus


quehaceres domésticos y de asistir a sus padres, se
encerraba en su habitación a cumplir con las car-
tas encargadas. Luego de escribirlas, siempre usando
ambas manos para equivocar las letras, las mandaba
a repartir con el cochero. Nunca hubo un reclamo, a
excepción del escándalo suscitado por la esposa in-
fiel que mandó redactar una esquela para su amante
y fue descubierta por el marido, puesto que Rósula,
por el apuro, se la envió a este y no al primero. Por
fortuna, la escribana no quedó en evidencia porque
la transacción era tan secreta que ir a reclamarle
hubiera agravado las cosas. Rósula hubiera vivido
torturada por el pesar si no se hubiera enterado que
gracias a esa carta, el marido —un energúmeno sin
sentimientos— abandonó a la esposa para que ella
pudiera ser feliz al lado del amador. «La cartas de mi
niña obran milagros», decía Paguatanta, «aunque
vayan cambiadas». De ese modo, habiendo incluso
escrito cartas para las pretendidas y sus respectivas
contestaciones para los pretendientes, enfrascán-
dose en una torrencial correspondencia consigo
misma, Rósula logró recaudar la cantidad que hacía
falta para saldar la primera deuda de Ignacio, quien,
ciego a los sacrificios de su hermana, continuó em-
pantanándose en las apuestas.

67 
Sandro Bossio Suárez

Por ello, cuando le tocó escribir las cartas para


el capitán Silvano Martel, Rósula poseía ya mucho
oficio, y se sentía preparada para afrontar su destino.
Escribía sin pausas, sin precauciones, sin clemencia,
y cuantas más cartas rosadas terminaba y más car-
tas celestes alumbraba, más ansias sentía de seguir
haciéndolas.
De ese modo había ido desatendiendo sus de-
más compromisos. Ya no pasaba las mañanas en la
cocina al calor de Paguatanta; ya no se acercaba a la
huerta ni limpiaba con esmero sus muñecas sentadas
en las repisas de su habitación; y hasta sus insacri-
ficables horas de rabel habían sido abolidas por su
desmesurada ambición por escribir.
Todas las noches se acostaba con la muerte in-
crustada en el paladar. Dormía poco, a tropezones,
y sus sueños revueltos por la culpa la despertaban
sobresaltada a cualquier hora de la madrugada.
Entonces pensaba en la muerte, en las infinitas po-
sibilidades que ella le ofrecía para olvidarse por
siempre del capitán, de las rimas y de la prosas, de
sus hermanas y de todo cuanto le estrangulaba la
existencia.
Silvano Martel no tenía cómo saberlo. Dema-
siado ocupado con las contrariedades de la guerra,
abrumado por el recuerdo de las hermosas cartas
rosadas, no se había percatado de los sobres celestes

68 
Colección del Bicentenario

sino hasta unos días después de recibido el primero,


que fue cuando se dispuso a revisar la correspon-
dencia a la luz de su lamparita de parafina. Una vez
más encontró tarjetas burdas, recados sin impor-
tancia, esquelas atrasadas, membretes de pésima
caligrafía, mensajes anónimos… pero entre ellos
tropezó con un delicado sobre celeste que contenía
un clavel muerto y un trozo de pergamino que le es-
pabiló la conciencia. Fue así como se enteró de que
Lucerminda de Aspadante, la hija menor del visita-
dor, había escrito también unas cartas para él.
—Destino perverso —dijo con su voz de órdago.
Hizo a un lado los demás papeles y, poniendo
sobre ellos el clavel reseco, se entregó a la lectura re-
veladora de las prosas. A medida que lo hacía, iba
sintiéndose agobiado, como si cada palabra le quita-
ra el aire de los pulmones, como si en cada renglón
se le estancara la vida en un sofoco invulnerable. No
era para menos. Las prosas, encadenadas en párrafos
cortos, tenían la virtud de comprimirle el espíritu al
que las enfrentara. Cuando apartó los ojos ardientes
de las líneas, tenía la sensación de que nada en el
mundo era tan lúcido y bello como lo que acaba-
ba de leer. Comenzaba para él una conmoción de
ideas respecto a la atención que debía procurarles a
las cartas. Dudas paralizantes, pensamientos encon-
trados y temores irresolutos abotagaban su razón, y

69 
Sandro Bossio Suárez

estaba tan preocupado en encontrar una conducta


que no lastimara a ninguna de las hermanas enfren-
tadas en esa batalla de tintas, que tardó mucho en
darse cuenta de que el clavel que había llegado en el
sobre celeste había florecido a su lado.

Sin enterarse de nada, inocente de las tropelías que


las cartas empezaban a desatar dentro y fuera de la
residencia, Benilda notó de pronto que algo extraño
ocurría en la casa. Su intuición le advirtió que en esa
especie de brisa inusitada que recorría los salones y
sacudía los cortinajes, estaban involucradas sus hijas.
Esperó pacientemente que ellas mismas le confiaran
sus tribulaciones, pero las muchachas andaban tan
abismadas, tan atropelladas por sus propias impa-
ciencias, que fue necesario tomar desprevenida a la
más dócil, Rósula, y preguntarle por las correndillas
de la casa. Fue a buscarla al costurero, donde la en-
contró escribiendo:
—¿Qué está pasando en esta casa, hija? —le pre-
guntó.
Rósula apartó los ojos del pliego rosado, que pa-
recía sangrar con la reverberación del candil, y puso
el papel secante sobre él. Tenía tinta dorada en los
dedos.

70 
Colección del Bicentenario

—Nada importante, madre —le contestó ella—.


Como ve, solo que el gallinero anda alborotado.
Benilda se cubrió los hombros con la pañoleta
que llevaba encima:
—Te noto distante, hija, siento que algo malo
ocurre.
—No se preocupe, madre, todo está como siem-
pre.
—Es que no —rebatió Benilda—. Hay noticias
sobre el convento desde hace una semana y tú ni si-
quiera me lo has preguntado.
—Disculpe, madre —respondió Rósula—. ¿Por
fin el Real Patronato levantó el veto?
—El Real Patronato ya no cuenta —replicó la
madre—. Fue abolido por el gobierno liberal, ¿no
te has enterado? Ahora todo depende de la nueva
asamblea episcopal. Dicen que las conversaciones
están adelantadas.
Rósula se sintió perdida en un laberinto de
vientos encontrados: si se marchaba al claustro, sus
mentiras se descubrirían y sus hermanas termina-
rían no solo por odiarla, sino hasta por aborrecerla.
—Es una buena noticia —apuntó con tristeza.
—Pensé que te iba a gustar —repuso la madre.
—Sí —contestó ella—. Solo que la costumbre a
veces puede más.

71 
Sandro Bossio Suárez

Sintió que su madre se inclinaba para abrazarla


y, al instante, la invadió el olor intachable de su tra-
je recién almidonado. «Yo sé que ese es tu destino,
hija. Olvídate de nosotros», escuchó que le decía.
Se abrazaron. Benilda la acarició tiernamente y, al
desprenderse de ella, le plantó un beso en la frente.
Parecía dispuesta a no decir nada más; sin embar-
go, ya cuando iba saliendo, se volvió con cautela y,
agitada por un ahogo, le preguntó qué estaba escri-
biendo cuando la interrumpió. Rósula sintió que la
tinta dorada se escarchaba en sus dedos. Cerró los
ojos y pronunció la respuesta, palabra por palabra,
con un dolor especialmente calculado:
—Mi sentencia, madre.
Esa noche cometió un descuido imperdonable.
Cansada por la agobiante escritura, por el brillo de
las tintas y el sofoco del candil, equivocó el conte-
nido de las cubiertas y puso las prosas en el sobre
rosado de Antonina y las rimas en el sobre celeste
de Lucerminda, y así, cambiadas, llegaron al día si-
guiente a manos de Silvano Martel.

72 
Colección del Bicentenario

Dos

73 
Colección del Bicentenario

A mediados de setiembre, las primeras lluvias


terminaron por evaporar en Silvano Martel las espe-
ranzas de permanecer un tiempo más en el pueblo.
Era la primera vez que sentía semejante ambición.
Nunca había experimentado un estremecimiento
tan convulso como el que le ocasionaban las cartas
de las hijas del visitador y, por lo mismo, tampoco
nunca había sentido la necesidad de estacionarse en
un mismo lugar. Pero ahora, aplastado por el pode-
río de una pasión sorpresiva, había sido tocado por
el deseo de establecerse de una buena vez al calor de
una mujer. Por lo menos así lo tenía pensado antes
de descubrir que las cartas venían cambiadas.
—¡Qué tonto! —se dijo—. Y yo tratando de que
no se enteren que recibo cartas de las dos.
Rósula intentó remediar las cosas. Temblando
de miedo, con el corazón en la garganta, esa mañana
salió sola a recorrer las calles del pueblo en busca del
capitán. Iba a llamar al cochero de la familia, pero
ya de camino a la caballeriza, pensó que llamaría
la atención con una calesa demasiado engalanada,

75 
Sandro Bossio Suárez

y decidió hacerlo caminando. Atravesó calles estre-


chas, abatidas, de muros de barro y albardilla, y en
varios tramos se cruzó con indios emponchados y
llameros cordilleranos. A medida que avanzaba por
la calle principal, repleta de badenes aguanosos, sen-
tía en el rostro las sopladuras del viento de agosto.
La calle principal estaba otra vez ocupada por la
célebre feria de cada domingo.
Al pasar por sus vericuetos, perseguida por los
vendedores que le ofrecían sus productos, recordó lo
que Paguatanta le contaba de ese mercado: era mi-
lenario, su madre y su abuela ya lo habían conocido
así, largo, bullicioso, iniciado en la plazoleta donde se
vendía ganado y manteca; continuado por cuadras de
semillas y granos, y por sectores de artesanía, lienzos
y floristas, y terminado, ya cerca del río, en la zona
de peletería y animales menores. No era extravagan-
te encontrar a comerciantes de la costa ofreciendo
pescado salado, mariscos y especias al lado de los
productos propios de la región. El acontecimiento
que engalanaba la feria en octubre era la llegada de
los mercaderes argentinos con su recua de mulas tu-
cumanas y sus cargamentos de telas que confundían
a las mujeres en una escandalosa disputa de merca-
deres. Y es que todas las mujeres elegantes llevaban
vestidos de noche después de las cuatro de la tarde,
y solo a partir de esa hora les era permitido exponer

76 
Colección del Bicentenario

sus cuellos y sus pechos empolvados, y era necesario


renovar periódicamente los roperos. El movimiento
comercial de la feria trastornaba incluso la rutina
laboral de la ciudad, que había establecido como
día feriado el jueves a cambio del domingo, puesto
que en este todos los establecimientos permanecían
abiertos.
Así, envuelta en su mantón de granillo, con
atronaduras en los dedos de las manos a causa de
la intemperie, Rósula llegó a la catedral. Se intimidó
al verse frente al gigantesco templo en construcción
que, en reemplazo de la antigua iglesia agrietada por
el terremoto del siglo pasado, surgía en el centro del
pueblo y que hasta entonces no contaba todavía con
su segundo torreón. Juntamente con algunas he-
redades y casonas de principales, la de Bernardina
Piélago entre ellas, había sido tomada como reduc-
to de soldados y armerías. En la puerta encontró a
dos patriotas que le cruzaron las armas para que se
identificara. Rósula se arrebujó en la manta:
—Quiero ver al capitán Martel —dijo, sobrepo-
niéndose al miedo—. Vengo de parte del visitador,
don Artemio de Aspadante.
El capitán, temiendo que la audacia de las her-
manas hubiera llegado al extremo de ir a visitarlo
con el riesgo de provocar murmuraciones, salió a
ver qué ocurría. Tardó mucho en reponerse de la

77 
Sandro Bossio Suárez

sorpresa. Aplastada por su propia temeridad, Rósu-


la de Aspadante, la misma del rabel y sus lúgubres
modulaciones, permanecía inmóvil bajo la claridad
platinada de la mañana.
—Ah, es usted, señorita y dama —la reconoció
el militar.
—Sí, capitán, buenos días, dispense si lo morti-
fico.
—De ninguna manera. Pase, por favor, adelante.
Rósula siguió de cerca al capitán hasta su im-
provisado despacho, donde, bajo su triste lamparita
de parafina, descansaban todas las cartas rosadas y
celestes. Silvano Martel, al notar que Rósula miraba
las cartas fuera de sus sobres con demasiada insis-
tencia, trató de apartarlas de la mesa, pero ella se lo
impidió.
—No hay necesidad, capitán —le dijo—. Son
precisamente esas cartas las que me traen por aquí.
En la calle, el viento seguía precipitándose. Rósu-
la sintió su carrera desbocada, sus rachas enfurecidas,
los truenos de la tormenta que se avecinaba. Se quitó
la manta de la cabeza con la resolución de una con-
denada a la guillotina.
—Ya debe haber recibido las cartas de mis her-
manas, equivocadas de sobre —repuso—. De modo

78 
Colección del Bicentenario

que no perdamos el tiempo. Vengo a suplicarle, ca-


pitán, que ellas no se enteren de esto.
—Debo entender que viene a interceder por sus
hermanas.
—Sí, no sería justo que ellas paguen por mi cul-
pa. La que cometió el error soy yo.
—No lo tengo muy claro —vaciló el capitán.
Invitó a Rósula a sentarse, regañándose por la descor-
tesía de no haberlo hecho antes, pero ella lo rechazó
con sutileza—. ¿Tiene usted algo que ver con las car-
tas de sus hermanas?
—Desde luego —respondió ella—. Soy yo la en-
cargada de meterlas a los sobres y despacharlas. Pero
ellas no están enteradas de que las dos le envían car-
tas a usted, capitán. Cada una piensa que es la única.
Silvano Martel se mantuvo en silencio, exami-
nando la actitud arisca y al mismo tiempo decidida
de Rósula.
—Pierda cuidado —le dijo después—. No he de
decirles nada. Empeño mi palabra.
Los ojos de Rósula, que se dirigieron un instante
a los del capitán, acrecentaron la penumbra. Pre-
tendía dar la vuelta para marcharse, cuando el joven
militar la retuvo con una inflexión:
—¿Y cómo se dio cuenta de que las cartas ve-
nían cambiadas de sobre?

79 
Sandro Bossio Suárez

Rósula sonrió apenas:


—Confórmese con saber que me lo reveló un
sueño.
En ese momento, las manos de los dos, que
pretendían detener una de las cartas que el viento
arrebataba de la mesa, se encontraron sobre el papel.
Silvano Martel sintió por un momento la calidez de
la mano que tenía debajo, como un gran molusco, y
percibió el estremecimiento, el temblor, todo el es-
crúpulo que revelaba su contacto.
—Señorita y dama —le dijo—, ha sido un favor
divino que viniera. Le suplico que uno de estos días
nos visite nuevamente para distraer a mis soldados
con esa música tan hermosa que toca usted con el
violín.
—No —le contestó Rósula sin mediar titu-
beos—. Ni es violín ni distrae, capitán. Es rabel y
más bien mata.
Un relámpago estalló en la calle y la luz azul,
instantánea, alcanzó a iluminar unas manos precipi-
tadas que devolvían la mantilla a la cabeza. Cuando
sobrevino el trueno, que remeció los muros del tem-
plo, Rósula había partido.
Silvano Martel se quedó toda la mañana viendo
la lluvia, recargado en su sillón, creyendo escuchar,
a lo lejos, el solitario concierto de Rósula que empe-
zaba a aprisionarle el pecho.

80 
Colección del Bicentenario

Al día siguiente el general Simón Bolívar llegó a


Huancayo. A la cabeza de su tropa noble y de la pe-
queña guardia personal, ingresó al pueblo montado
en su caballo blanco, espantando a los campesinos,
cautivando a los chiquillos y embelesando a las viejas
que humedecían las plantas en sus balcones corri-
dos. Había dejado al general José de Sucre en Jauja, a
varias leguas de distancia, a cargo de la mayor parte
del ejército, y venía desde los parajes de Concepción
pensando en los pendientes que le esperaban.
Muchos de los que lo vieron especularon que tal
vez ese hombre menudo, de mezquina apariencia, no
fuera en realidad el famoso general que venía libe-
rando pueblos en el continente. Nadie lo estimó por
su endeble figura, su rostro grotesco y sus hombros
angostos, que no conciliaban con el héroe glorifica-
do por sus victorias. Tenía las piernas consumidas,
los ojos hundidos, poco cabello y, por esas caracte-
rísticas que solo eran visibles cuando se le veía de
cerca, muchos le daban medio siglo de vida, cuando
apenas rozaba los cuarenta. Quienes lo conocían,
sin embargo, sabían que detrás de esa fisonomía, el
generalísimo era todo nervio: tenía la voz vibran-
te, y mostraba un aspecto fiero y amenazante, en
especial cuando montaba en cólera. Malquería a los

81 
Sandro Bossio Suárez

indios, pese a que su ejército estaba lleno de ellos, a


quienes llamaba truchimanes, todos ladrones, todos
embusteros, sin ningún principio moral que los
guíe. Quizá por ello, y no porque el país estuviera
sin fondos públicos, acababa de reinstalar el tributo
del indígena, suprimido por el gobierno protecto-
ral al que sucedía. Muchos se preguntaban por qué
ese impuesto no venía de los más pudientes. Pero
no solo eso, pues el general había iniciado también
la primera reforma agraria del país, ordenando que
las comunidades campesinas entregaran las tierras
a los indígenas y que estas propiedades se pusiesen
de inmediato a la venta a precios ínfimos. De esa
manera, quienes terminaron comprando todas las
posesiones fueron los poderosos hacendados de las
serranías, en transacciones imposibles de controlar,
convirtiéndose en patrones perpetuos que engran-
decieron sus predios hasta el hartazgo y terminaron
tomando como obreros de última escala a los indí-
genas que habían sido los verdaderos titulares. Los
murmuradores decían que aquello formaba parte de
una estrategia para simpatizar con los verdaderos
propietarios de la nación.
Pero había más. Al tomar el poder como dicta-
dor, lo primero que Simón Bolívar hizo fue devolver
a la vigencia la esclavitud, también abolida por el
protectorado, con la finalidad de favorecer a los

82 
Colección del Bicentenario

latifundistas que se quedaban sin mano de obra.


Muchos soldados que engrosaban las filas de sus
propias tropas enfrentaban un terrible drama: se ha-
bían alistado libres y, al terminar la guerra, saldrían
otra vez esclavos para ser entregados a sus patronos.
Decía el general que estos soldados, merced a su va-
lor en el campo, podrían ser libertos: lo cierto fue
que ni siquiera los que quedaron lisiados tuvieron la
dicha de verse manumitidos y, al no ser acogidos por
sus antiguos señores, no les quedó más que dedicar-
se a mendigar por las calles.
Huancayo era un hervidero de indígenas y po-
blanos, en medio de los cuales el general, mostrando
su espada toledana y cubierto por su imponente capa
de esclavina, tuvo que pasar pese a todo rumbo a la
casa parroquial para instalarse en los aposentos del
padre Epénito. Llegaba con sus colaboradores José
Sánchez Carrión y Tomás de las Heras, con quienes
se encerró de inmediato en la casa parroquial para
hacer planes. Pocos sabían que ese estratega de ma-
nos femeninas y patillas rubias en un rostro moreno,
venía de haber ordenado la terrible masacre de San
Juan de Pasto, hacía dos navidades, para vengar una
derrota sufrida por los patriotas, permitiendo que
sus tropas fusilaran, ultrajaran, robaran y arrasaran
a su capricho. Quinientos muertos, en su mayoría
mujeres y niños, quedaron tendidos en las iglesias

83 
Sandro Bossio Suárez

de la ciudad porque todavía era afecta a la Corona.


José de Sucre, su lugarteniente, tampoco se libraba
de la acusación.
Por estas muchas muestras de soberbia y de
dominación, el visitador Artemio de Aspadante, si
no reprobaba a las huestes libertarias, sí abominaba
profundamente a Simón Bolívar, a quien tenía por
infame y sanguinario, sobre todo después de que
mandara decapitar a los prisioneros en Pichincha,
y decretara la guerra a muerte de todos aquellos
españoles que no tomaran las armas contra los mo-
nárquicos. Él mismo estaba en la lista. Pero no era
solo el visitador, sino todos sus detractores, quienes
descalificaban sus cualidades de combatiente, pues
decían —y con razón— que nunca había peleado
una batalla, que siempre miraba la carnicería des-
de lejos, o se la hacía contar mientras acariciaba los
muslos de sus amantes. Desaprobaban sus amoríos
pervertidos, sobre todo cuando estos tenían que ver
con la guerra, como cuando su ejército en pleno
tuvo que esperar cuatro días en Los Cayos a que él
se saciara con Pepa Machado para continuar con la
avanzada.
La misma noche de su arribo a Huancayo, alum-
brado por un lamparón de resina, dictó preceptos
de orden político, económico, religioso, militar y
hasta educativo. Al día siguiente mandó llamar a Sil-

84 
Colección del Bicentenario

vano Martel para pedirle cuentas, premió a algunos


patriotas públicamente en la plaza y castigó con la
muerte, en un improvisado pelotón de fusilamiento,
a los desertores recapturados del regimiento liberta-
dor. En esa misma jornada expulsó a los frailes del
convento de Ocopa, sindicándolos de realistas per-
tinaces, y convirtió el beaterio en el primer colegio
nacional de ciencias. Cambió, del mismo modo, a
todos los párrocos que no fueran patriotas en los cu-
ratos de la región. Entre otros documentos, además,
escribió una carta a un potentado inglés a quien, a
cambio de fusiles, navíos de guerra y un millón de
libras esterlinas para continuar con la guerra, le ofre-
cía entregarle las provincias de Nicaragua y Panamá,
en realidad tierras foráneas que ni siquiera eran de
su jurisdicción.
Simón Bolívar viajaba con su imprenta rodante:
al final de su tropa, como si de una pieza de artillería
se tratara, deslizaba una diminuta prensa de hierro
tirada por un borrico. Con ella, en Huancayo publi-
có el primer periódico de la zona, un boletín oficial
donde daba a conocer su derrotero bélico, y estam-
pó carteles donde pregonaba la libertad. También
recibió invitados y estrategas en su despacho para
continuar con su trabajo, aunque nunca esperó recibir
en ese pueblo la ingrata noticia de que el congreso
colombiano le acababa de revocar las facultades ex-

85 
Sandro Bossio Suárez

traordinarias con que estaba investido, obligándolo


a abandonar de inmediato el mando del ejército del
norte. Desde ese momento, los granaderos colom-
bos no estaban ya bajo su potestad, sino bajo la del
general José de Sucre, y eso dolía mucho en un cora-
zón arrogante que no quería conocer la derrota.

La casa terminó de naufragar el día en que estalló la


noticia de que Ignacio, el único hijo varón del visi-
tador, había desfalcado la Caja de Caudales donde
trabajaba. En cuanto cumplió la mayoría de edad,
para que no siguiera a la deriva, don Artemio de As-
padante había recurrido a sus conocidos y le había
conseguido un puesto decoroso en las esferas fi-
nancieras. Ignacio, desde entonces, no le había dado
más dolores de cabeza. En realidad parecía haber
tomado conciencia de la vida. Airoso, galano, era el
legítimo heredero de la estatura del padre y la dis-
tinción de la madre, y mantenía un entusiasmo que
contrastaba con la languidez de la residencia. Siem-
pre se había llevado bien con todos, sobre todo con
la atormentada y esquiva Rósula, a quien, afectuosa-
mente, llamaba «Reina de los Dolores».
Desde pequeño era un temporal en medio de la
calma, pues las horas muertas de la residencia, la so-

86 
Colección del Bicentenario

lemnidad de sus cortinajes y el silencio de los altos


muros, eran derrocados por sus gritos y excesos.
Benilda, con razón, llegó a pensar que sin los áni-
mos de su bullicioso Ignacio, la residencia se habría
parecido más bien a un mausoleo. «El silencio es
la más grande de las mentiras, y mi hijo es su gran
enemigo», solía decir. Así creció Ignacio, revolcán-
dose con los galgos en el traspatio, mortificando a la
servidumbre, sembrando arañas en las botas de An-
tonina para escucharla aullar, reemplazando el agua
floral de los pañuelos de Lucerminda por éter del
sueño para verla desplomarse en medio del salón,
espantando a las muchachas del servicio con voces
de ultratumba. Cierta vez, sirviéndose de un arnés
y un falso nudo, montó el propio espectáculo de su
muerte: Paguatanta lo encontró colgado, colum-
piándose contra las sombras del granero, y necesitó
varias semanas para reponerse del sobresalto que
casi se la lleva de este mundo. Fue cuando Ignacio
tuvo que parar la mano con sus bromas insensatas.
En cuanto empezó a trabajar en la Caja de
Caudales, su elegancia pareció acentuarse y, contra-
riamente a lo que todos pensaban, su nuevo puesto
no lo hizo avinagrado, sino, por el contrario, más
afectuoso. Todos conocían su desenfado, su entu-
siasmo; conocían su gracia, pero desconocían su
vida secreta. Ni él mismo sabía cómo había caído en

87 
Sandro Bossio Suárez

las trampas de las apuestas. Esa actividad clandes-


tina e ignorada por todos, le quitaba el sueño. Casi
sin darse cuenta, arrastrado por una fuerza superior,
había ido cada día aumentado la cantidad y la fre-
cuencia de las apuestas en un antro encubierto donde
los hombres importantes del pueblo se jugaban el
patrimonio.
Así, un buen día se descubrió empantanado,
buscando prestamos que pocos estaban dispuestos
a concederle. Se acostumbró a vivir en constante
estado de sobresalto, apremiado por los plazos,
extorsionado por los fiadores, y de risueño y jubi-
loso un buen día se volvió amargado y ruin. Hacía
tiempo que tenía la tentación de sustraer los cauda-
les que la gente del pueblo le confiaba a la caja de
prudencias, pero por salvaguardar el nombre de
su padre, siempre se había resistido al impulso. Sin
embargo, la noche en que unos matones le pusieron
una lanceta en el cogote, decidió tomar prestado un
poco de dinero, confiado en que pronto podría re-
ponerlo; no imaginó que, con los días y las semanas,
más bien iría haciéndose de la misma fuente nuevos
préstamos sin visos de reposición. En varias oportu-
nidades estuvo a punto de ser descubierto. Con todo,
Ignacio no escarmentaba, al punto que las partidas
que sacaba de su trabajo en lugar de servirle para
abonar sus deudas, eran usadas para intentar nuevas

88 
Colección del Bicentenario

apuestas. Y, claro, siempre perdía. Su entusiasmo y


empecinamiento se convirtieron pronto en obse-
sión. Una tarde, sin dudarlo, se alzó con una suma
con la que bien podía haber pagado toda su cuenta,
pero con la que prefirió una vez más tentar su suerte
siempre esquiva, hundiéndose para siempre en los
tremedales de las cuentas pendientes. Hacía tiempo
que pendía sobre él una amenaza de muerte.
Cuando don Artemio de Aspadante se enteró
del desfalco, montó en rabia. Aborrajado por la cóle-
ra, se levantó de su diván de dos cuerpos, encumbró
su bastón hacia lo alto del salón, como un ángel ex-
terminador, y astilló de un golpe un fortín de palillos
de dientes que descansaba sobre la chimenea de su
biblioteca.
—¡Insensato! —le gritó—. ¡Truhán! ¡Hijo del vi-
cio!
Ignacio, con el corbatín desatado y sin hacerse
la barba varios días, suplicaba comprensión. El vie-
jo visitador hubiera seguido gritando si no hubiera
sentido los pasos sigilosos de su esposa. Benilda,
en efecto, ingresó a la sala unos instantes después,
desgreñada, pálida en extremo. Don Artemio se de-
mudó. Fingió una sonrisa, tratando de revocar el
temblor de las manos, y se dirigió a Benilda en tono
conciliador:

89 
Sandro Bossio Suárez

—No pasa nada, esposa mía —le dijo—. Es solo


que este tabardillo ha sufrido un robo en el trabajo.
Y volvió el rostro hacia Ignacio para incinerarlo
con una mirada cargada de fuego. No le dio tiempo
de nada. A la mañana siguiente le notificó que había
decidido hacerse cargo del pago en la Caja de Cau-
dales siempre y cuando él partiera ese mismo día a
trabajar en el latifundio de Tacana hasta que le hu-
biera pagado el último centavo.
—Y recuerda, tarambana, que esta es tu última
oportunidad —le advirtió—. Daré órdenes al síndi-
co del latifundio para que empieces como peón, que
es mucho más de lo que mereces. Tú mismo, si así lo
quieres, te irás ganando el puesto que te correspon-
de. Y más vale que no intentes fugarte, porque de lo
contrario te buscaré, y yo mismo, con estas manos,
te entregaré a las autoridades. Está de más decirte
que ni tu madre ni tus hermanas deben enterarse de
esto.
La repentina partida de Ignacio terminó por
atribular a la gastada Benilda. Los ahogos se le incre-
mentaron. La noche anterior, después de hablar con
su marido, había tirado la baraja y, al primer golpe,
el cuatro de espadas le notificó el alejamiento de un
familiar. Ella sabía que había que tener cuidado con
las espadas, sea cual fuere su posición, porque son
cartas de mala fortuna. El cuatro de espadas se re-

90 
Colección del Bicentenario

laciona con el engaño, las intrigas y las dificultades,


además de presagiar el padecimiento de una larga
enfermedad. Según la historia, este fue el método
con que se anunció el desdichado final del príncipe
de Viana y el prolongado cautiverio del Conde de
Urgell. Benilda añoró que la primera carta aparecie-
ra por lo menos acompañada del cuatro de bastos
para que el alejamiento fuese corto, pero la carta
asomaba sola, incólume, rodeada más bien del seis
de espadas, anunciándole depresión, llanto interior,
dolor infinito. De inmediato supo que se trataba de
Ignacio, quien, impulsado por la fuerza profética de
esa mesada, marcharía inevitablemente a un lugar
lejano y tardaría en volver.
El destierro fue doloroso. La madre y las hijas
lloraban, el propio Ignacio no podía contener el
llanto, la servidumbre se mostraba confundida. Don
Artemio de Aspadante fue el único que no abandonó
su diván de dos cuerpos. Desde allí, simulando leer,
oyó los gimoteos de las mujeres, la voz mustia del
hijo ingrato, el movimiento del cochero, el sonido de
las puertas del carruaje y, finalmente, las herraduras
de las bestias sobre el empedrado. Esa misma tarde,
en secreto, buscó al administrador de la caja para
prometerle el pago dentro de las siguientes veinti-
cuatro horas. La suma era cuantiosa, de manera que
el viejo visitador en pocas horas tuvo que deshacerse

91 
Sandro Bossio Suárez

del obraje de Potaca, de la curtiembre de Tocopalca,


y de algunos trapiches, pastos y moliendas en varias
partes de la región. Incluso tuvo que soportar la hu-
millación de firmar un abonaré hasta conseguir el
faltante de la amortización.
De Ignacio solo se supo después, cuando ter-
minó en el pueblo la fiebre de la estranguria y don
Artemio de Aspadante, viejo y sufriente, quedó in-
servible, marcado por una tragedia que fue incapaz
de soportar.

Llegó el día en que Silvano Martel tuvo que conti-


nuar con la marcha. Ya los soldados habían tenido
el tiempo suficiente para aplacar sus heridas y re-
ponerse de la batalla anterior, de manera que era
necesario partir hacia Huamanga, a las serranías
meridionales, para preparar el anticipo de una nueva
ofensiva, valiéndose de que el ejército del emperador
estaba débil y fraccionado. Además, los contingentes
de soporte al mando del general José La Mar aca-
baban de arribar al pueblo. Según la última esquela
que Silvano Martel había recibido, las tropas fidelis-
tas estaban lejos de la zona, camino a las altiplanicies
meridionales, de modo que no corrían peligro de ser
emboscados en la travesía. Tenían que tener cuida-

92 
Colección del Bicentenario

do, eso sí, con el rezago de los batallones del coronel


Rubín de Celis desperdigados por el contorno. Si las
cosas salían como el capitán esperaba, antes de que
terminara la semana estarían marchando a librar
una nueva acometida, quizá la definitiva. Por ello,
tenía que seguir recurriendo a la generosidad de la
gente para reforzar el armamento, y abastecerse de
pertrechos y suministros. Esa era la razón por la que
Paguatanta, por encargo de Rósula, visitaba a menu-
do la catedral convertida en cuartel para ver que no
faltaran los comestibles.
Al fondo del templo, en el huerto rectoral, los
soldados habían levantado un fogón donde la tropa
cocinaba sopas de legumbres, guisados de garban-
zos broncos y tortillas de espinacas con saínes. Solo
los heridos graves tenían el privilegio de una ración
adicional de carne guisada. Los domingos eran los
únicos días en que los combatientes, después de la
misa, tenían derecho a un cántaro de aguardiente y
a una fogata fraternal donde cocían corderos para
todos.
La tropa estaba compuesta por hombres de
distintas cualidades. Había valientes y cobardes,
codiciosos y aventureros, mártires y ladrones, y
abundaban indios, pardos, zambos, cuatralbos. Era
cierto que no todos peleaban por convicción: casi
todos eran indígenas enrolados por la fuerza, arran-

93 
Sandro Bossio Suárez

cados de sus comunidades, trasladados bajo amenaza


a los acantonamientos militares para que lucharan
una guerra de otros. En su aspiración por conquistar
la libertad, el generalato había dispuesto una restau-
ración de los regimientos libertadores de la sierra,
imponiendo levas obligadas y pena de muerte para
los desertores. También había declarado de utilidad
pública todo cuanto pudiera servir para sufragar la
guerra, disponiendo, incluso, de las escuelas y tem-
plos, que servirían desde entonces como cuarteles.
Las mansiones eran saqueadas, los hacendados obli-
gados a entregar sus bienes, las mujeres forzadas a
donar sus reliquias (muchas de las cuales termina-
ban adornando a las mujeres de los capitostes), y los
párrocos apremiados a entregar limosnas y guarni-
ciones litúrgicas. «Si esto hacen los patriotas, mejor
sería que se queden los hugonotes», dijo un día don
Clemente Ráez y Gomero desde su silla de lisiado y
quiso el cielo que su comentario no llegara a oídos de
los separatistas, porque le hubiera pesado. Era una
dramática realidad. Silvano Martel, no hacía mucho,
había estado a cargo de ese desgraciado encargo y
eran los excesos de las incursiones que había tenido
que organizar los que pesaban ahora en sus espaldas.
Parecía una práctica aprendida de los realistas,
a quienes, de tanto combatir, los libertarios habían

94 
Colección del Bicentenario

terminado por copiar. El coronel Juan Bustaman-


te, uno de los tantos próceres peruanos olvidados,
dejaría para la posteridad la despiadada disciplina
que impartía el ejército virreinal entre la indiada re-
clutada: «Los llevaban amarrados en colleras, para
evitar las fugas, y a los que se negaban a alistarse los
golpeaban con rajadas y así, medio muertos, los me-
tían a las filas». El campo de concentración quedaba
en Huancayo y provocaba en los indígenas absoluta
desesperación, porque sabían que su permanencia
allí sería acaso más cruel que la propia batalla, y los
desertores eran castigados con azotes. De la época
quedaba una triste cantilena donde el solista decía
que ya lo llevaban a las pampas de Huancayo, de
donde no había de volver jamás. En el extremo del
escarmiento, los fidelistas les cortaban los tendones
de las rodillas a los reclutas, o les mutilaban los
talones para inutilizarlos de por vida si mostraban
incompetencia en la guerra.
«Un hombre sin paz consigo mismo es hombre
en guerra contra el mundo», le dijo un día Pagua-
tanta al capitán Silvano Martel, sin que viniera a
cuento, mientras él tomaba una infusión medicinal
en la cocina. Fue con ella, solo con ella, con quien
aprendió a desovillar sus desconsuelos. Al principio,
se había propuesto ganar la confianza de la vieja para
que ella lo mantuviera al tanto de los movimientos

95 
Sandro Bossio Suárez

de la residencia del visitador, de las intenciones de


las hermanas y de algunas cuestiones políticas que
le interesaban. Fue así como supo de las altiveces de
Antonina y Lucerminda, y así como se enteró de la
vida inestable de Ignacio, de las lágrimas canden-
tes de Rósula, de las costumbres revenidas de don
Artemio de Aspadante y de las tribulaciones de Be-
nilda Almirazán. Pero después, cuando descubrió
que aquella vieja no constituía solo un viaducto a la
indiscreción, sino que era un ser dotado de toda la
sabiduría del mundo, no tuvo remilgos de entregarle
a puñados los rescoldos de su corazón.
Lo que hasta entonces Silvano Martel desco-
nocía, era que no solo estaba librando una gran
batalla contra los fidelistas, ni con las tropas rebeldes
deseosas de perpetuar su poder en esas tierras, ni
contra los contingentes de José de Canterac, sino una
larga y dolorosa ofensiva consigo mismo. En los
últimos días pasaba así las horas, recargado en su
butaca, pensativo, concentrado en sus propias dis-
putas internas. No sabía a cuál de las hermanas
elegir. Ambas, por hermosas y dotadas, merecían
sus atenciones, y ambas le habían demostrado so-
brada sagacidad para ser tomadas en cuenta.
Por ellas ahora tenía la secreta convicción de re-
gresar al pueblo después de que acabara la guerra
para apacentar su vida. Había momentos en que

96 
Colección del Bicentenario

Antonina era la elegida y él se pasaba horas y horas


idealizándola, recorriendo materialmente las líneas
de sus cartas rosadas con los dedos, ambicionando
su presencia. La admiraba por su temple, por su bra-
vura a la hora de pelear, por su dignidad legítima,
pero, sobre todo, por sus desproporcionadas rimas
de dolor. Pero había momentos en que sus pensa-
mientos eran ocupados por Lucerminda, de quien
ponderaba su suavidad, su educación, su recato de
dama cultivada, pero, ante todo, su destreza al mo-
mento de escribir las prosas que le conmovían los
quicios del alma. Tenaz y perseverante como la mú-
sica del rabel de Rósula, esas prosas tenían la virtud
de encarnarse en él y latir permanentes en sus inten-
ciones. Pensó tanto en ellas y en su secreta rivalidad,
que en varias ocasiones olvidó que estaba en medio
de la guerra. Un día, sin embargo, observando la
calle lavada por la lluvia, recordó que la sangre lo
llamaba para la libertad.
Y es que el virrey había decido abrir campaña
desde el Cusco, al frente de un ejército de diez mil
hombres, y los patriotas necesitaban unificar sus
fuerzas. Enterado de la emergencia, el capitán se es-
poleó los ánimos y notificó a sus hombres mediante
un bando de infantería que el domingo quince de
setiembre partirían a zonas meridianas, donde espe-
rarían a los otros contingentes.

97 
Sandro Bossio Suárez

—Esta guerra, como la que venga después, es


una guerra para poner fin a la guerra —les dijo.
Hacía tiempo que tenía la necesidad de escribirle
a su general un informe que rompiera los bordes de
la subordinación y lo impulsara a seguir adelante en
la batalla. Quería decirle que la victoria estaba cerca
y que la recompensa de ver otro país libre alcanzaría
para repartirla entre las generaciones futuras. Que-
ría decirle que si alcanzaban la muerte, le estarían
legando la vida a un continente, pero nunca había
encontrado ni el tono ni el verbo adecuados para
hacerlo. Entonces recordó las cartas celestes de Lu-
cerminda. Era el momento, pues, de que la muchacha
le demostrara su devoción haciéndole el favor de es-
cribirle la carta que él dejaría en manos de su general
cuando marchara a continuar con la guerra.
Lucerminda perdió el pulso cuando se enteró de
que Silvano Martel había ido a verla. Pero estuvo no
solo a punto de desvanecerse, sino hasta de morir,
cuando supo sus intenciones.
—Vengo a que me haga la caridad de escribir-
le una misiva a mi general —le pidió—. Usted es la
única que puede componerle una carta que le llegue
a los bandullos.
La muchacha, a través del espanto, vio al capitán
sin intenciones de claudicar. Se sintió atravesada, de

98 
Colección del Bicentenario

lado a lado, por esa mirada suplicante y no se atrevió


a defraudar la esperanza depositada en ella.
—Con mucho gusto —le respondió, temblorosa.
Silvano Martel le besó el dorso de la mano, casi
sin tocárselo, y le agradeció con una reverencia. Le
alcanzó los apuntes donde había anotado las ideas
centrales de la carta y le indicó que estaría esperán-
dola en sus cuarteles. En cuanto se quedó sola,
Lucerminda corrió a buscar a Rósula, pero al no
encontrarla ni en el patio ni en el costurero, supuso
que podía estar en la cocina. Deseó estar enterrada
cuando se enteró por Paguatanta que su hermana,
esa madrugada, había marchado con el visitador al
latifundio para darle un vistazo al botarate de Igna-
cio, quien acababa de cumplir un mes de exilio en
las alturas. Sin Rósula, la casa parecía aún más gran-
de y solitaria, y los geranios, los sauces y la morera
lucían congelados.
Para ganar tiempo, Lucerminda mandó al con-
ductor al reducto de los patriotas con la orden de
que buscara al capitán Silvano Martel y le dijera que,
dada la importancia del encargo, necesitaría más
tiempo para redactar el mensaje. «Lamentablemen-
te, eso es lo que menos tengo», respondió el capitán
en una esquela. «En cinco días marchamos a la bue-
na guerra». La espera consumió a Lucerminda. Dos
días después, sin ánimos ni recursos para hacerle

99 
Sandro Bossio Suárez

frente a la situación, se rindió ante la evidencia y,


ovillada como un felino agonizante, se echó a llorar
su derrota. Así la encontró Benilda esa noche en el
costurero, abatida y abrazada del rabel de Rósula,
y así la llevó a su habitación para que llorara larga-
mente su capitulación.
Mientras tanto, haciendo todavía un último
intento acaso por estimular la creatividad de Lu-
cerminda, Silvano Martel volvió a presentarse en la
residencia y, en cuanto se anunció con los indios del
servicio, tuvo la sigilosa impresión de que alguien lo
observaba desde el balcón. Era Antonina, quien de
inmediato dio órdenes de que abrieran los portones,
y ella en persona salió a recibirlo.
—Buenos días, capitán —le dijo desplegando el
abanico—. Qué musas lo traen por aquí.
Silvano Martel sonrió.
—Una en especial —respondió besando la mano
de la anfitriona.
Se disculpó por mortificar la casa tan temprano
y siguió a Antonina hasta el salón, donde, con cierta
cortedad, terminó sentado en el sofá, frente al di-
ván donde la muchacha ahora se abanicaba. Al solo
gesto de esta, una doméstica abandonó el recinto, y
volvió pronto con un cántaro de horchata y un pla-
to de frisuelos nativos. Por más que Antonina, con

100 
Colección del Bicentenario

su sagacidad ingénita, intentó sacarle la verdadera


intención de su visita, él no cedió. Por no defraudar
a Lucerminda, por no ponerla en evidencia, salió
bien librado de cada una de las ingeniosas embos-
cadas de Antonina, y fue torciendo hábilmente la
conversación hacia las guerrillas acantonadas en
toda la ruta de la conflagración. «Los chapetones les
llaman montoneras», le explicó como si a Antonina
pudiera interesarle el tema. «Y están por todos la-
dos». Contó que estos grupos dispersos, casi todos
sin experiencia soldadesca, estaban integrados por
indios pasados a las filas de la insurrección, arma-
dos apenas con hondas y unas pocas carabinas, y
que surgían repentinamente para hacerle frente a
las fuerzas fidelistas. Era costumbre de estas monto-
neras atacar en los recodos de los caminos, hostigando
a los rezagados, fustigando a los pelotones disper-
sos y desmoralizando a los piquetes sueltos. Según
sabía Silvano Martel, las montoneras estaban acan-
tonadas hacia el sur, camino a Tayacaja, y eso hacía
que se sintiera respaldado, pues allá se dirigía con
su minúscula tropa. Por ahí estaban además las
montoneras de Marcelino Carreño. Estos temas de
conversación, desde luego, no seducían a Antoni-
na. Probablemente de eso se dio cuenta el capitán,
porque de pronto calló, como pidiendo perdón, y
la muchacha aprovechó para volver a interrogarlo:

101 
Sandro Bossio Suárez

—Interesante, capitán —asintió—. Pero dígame,


¿a qué musa dijo que vino a saludar tan temprano
esta mañana?
Sesgado por la luz transversal de la ventana, y
tocado por un repentino soplo de lucidez, Silvano
Martel cambió de expresión:
—A doña Paguatanta —mintió—. Vengo a agra-
decerle por el sango y las humitas que envió el otro
día a mi regimiento.
—¿A la cocinera? —se asombró Antonina ha-
ciendo un mohín de desencanto.
—Pues sí, dama, ella es nuestra musa. No sabe lo
contentos que quedaron mis muchachos. Y si aho-
ra me lo permite —se puso de pie, aprisionando la
montera entre las manos, con la mirada puesta ya en
el patio interior—, ¿puedo encontrarla en la cocina?
En la mirada de Antonina brotó, nítida, la resig-
nación.
—Sí —respondió, también poniéndose de pie,
rendida, señalándole el camino—. Pase usted.
No se atrevió a acompañarlo y se quedó cavilan-
do en el mueble. En ese momento llegó a su memoria
el repentino quebranto de su hermana y, perspicaz
como siempre, se le reveló todo.

102 
Colección del Bicentenario

Silvano Martel siguió su camino dentro de la casa.


Ingresó a la cocina, que quedaba al fondo, separada
por un colorido patio lleno de durazneros y fucsias,
y apenas tocó con los nudillos sobre el marco de la
puerta.
—¿Se puede? —preguntó.
La vieja Paguatanta, que avivaba el fogón, vol-
teó para verlo. Le respondió que sí, desde luego, sin
dejar de estimular la llama, y el capitán entró con tal
desorden, con tal atolondramiento que al sacar una
de las manos del bolsillo del pantalón dejó caer tres
monedas sobre el suelo. Sin tener más dinero suelto,
dos años antes, el gobierno patriota había puesto en
circulación pesadas divisas de plata que más pare-
cían medallas de guerra. Esas fueron las monedas
que rodaron: dos mostraban el reverso, con volcanes
y alegorías a la justicia, y solo una el anverso, donde
se podía reconocer el primer escudo de la nación.
Silvano Martel intentó recogerlos.
—No lo haga —se interpuso Paguatanta, acer-
cándose al punto, cogiendo una rama de laureles y
limpiando con ella las monedas abatidas. Aparte del
plomo fundido, ella también empleaba metálicos
para predecir el futuro.

103 
Sandro Bossio Suárez

—Una cara y dos cruces —interpretó, observán-


dolos, con una mano extendida por delante para que
el visitante no se atreviera a avanzar—. Estas mone-
das hablan de algo negativo en su empresa, capitán,
pero nada terminante.
Lo tomó del brazo y lo llevó cerca del fogón. «A
ver, a ver», le dijo, «su suerte pide manifestarse».
Espoleó el fuego, de modo que las llamas crecieran
y despidieran mucho humo, y observó con dete-
nimiento, como olfateando el aire, las fumantes
ondulaciones.
—Pronto abandonará el pueblo, capitán, y sem-
brará más discordias en esta casa —le reveló sin
mirarlo—. Muchas letras le causarán dolores inter-
minables. También veo tristeza, desconsuelo, sobre
todo por la lejanía de alguien a quien ama demasia-
do.
Silvano Martel se dejaba hacer, disciplinado,
como un infante al que su abuela vistiera con su
atuendo dominical. Hay cosas que todo buen vatici-
nador debe callar. Si entre la humareda percibimos
formas como espirales, tengamos cuidado, porque
se trata de un futuro escabroso a corto plazo, y si
vemos anillos, estamos frente a acontecimientos
inesperados en la vida sentimental. Las figuras de
floresta auguran victorias y conquistas en el campo
militar, pero las espadas anuncian tiempos de dis-

104 
Colección del Bicentenario

cusiones y peligros en puerta. Los babilonios, que


inventaron esta forma de adivinación, observaban la
forma y la dirección del humo. Si la humareda crecía
recta, en el centro, entonces las respuestas eran posi-
tivas. Pero si se elevaba hacia cualquiera de los lados,
las respuestas eran menos auspiciosas, más aún si se
dirigía a la izquierda.
La vieja Paguatanta arrojó al fuego un puñado
de semillas de amapola. Entre el resuello incandes-
cente y las crepitaciones de la brasa, una nueva nube
de humo creció sobre el fogón. Después de larga
meditación, la cocinera volcó su rostro velado hacia
Silvano Martel, atravesándolo con una mirada clari-
vidente.
—Cuide las sentaderas —le dijo y él, por recato,
no quiso ahondar en el tema.

Por esos días llegó al pueblo el adorable Cantalicio


Santatierra. Era un cruzado de todas las sangres y
enarbolaba orgulloso el apelativo de pajarero, por-
que había pasado veinte años de su vida recorriendo
el nuevo mundo con un excelente negocio de pájaros
cautivos. Se trataba de un macho magnífico, puli-
do por el sol, con dos peligrosos ojos de esmeraldas

105 
Sandro Bossio Suárez

salvajes. Hubiera podido pasar por el pueblo sin ser


advertido, como tantos otros viajeros que llegaban
atraídos por el comercio de la zona, si no hubiera
cautivado a la población con sus maravillosas aves
galanas. Decían que llegaba de Trinidad y Tobago, y
que había vencido una larga travesía fluvial a través
del Orinoco, y hecho un imposible recorrido terrestre
por selvas y estribaciones. Esta vez, en una pri-
morosa carreta tirada por dos caballos, llevaba una
variedad inconcebible de periquitos, turpiales, fue-
gueros, canarios blancos y de fantasía, y una pródiga
colección de colibríes, amacilias, azulejos, petirrojos,
currucutúes, aves del paraíso y toda clase de pája-
ros de colgados y ornamentos que hacían un ruido
de los mil turcos. Esa colorida barbulla, convertida
más bien en una fenomenal algarabía, era la forma
en que Cantalicio Santatierra, el pajarero, convoca-
ba a toda la población en medio de la plaza de los
halcones. No tardó nada en vender su mercancía.
Simpático, parlanchín, luciendo hasta dos sortijas
en un mismo dedo, en verdad le sobraba competen-
cia para terminar no solo con ese sino con varios
cargamentos de pájaros. Era supersticioso también y
nunca se sacaba del cuello un inmenso talismán de
los petitorios porque sabía que existen muchos amu-
letos en el mundo, unos que sirven para fortalecer el
aura y otros para agrandar el campo magnético de

106 
Colección del Bicentenario

las personas, pero que solo ese talismán era capaz


de conceder, además, deseos personales por más di-
fíciles que fueran. Con las ganancias de sus costosos
plumíferos, se dedicó en los días siguientes a apostar
en las pozas de gallos y a multiplicar muchas veces
su capital, arriesgando en el casino y tomando alpes-
tre en las tabernas. La derrota no parecía asomar a
su triunfalista personalidad. Pero su apariencia des-
prendida y sus hábitos derrochadores no eran signos
de la mala vida, sino por el contrario, de otras activi-
dades que desarrollaba para sobrevivir. De esa forma
se pasaba la vida comiendo sin pagar y durmiendo
en camas ajenas, sin más preocupaciones que poblar
nuevamente sus jaulas para continuar con el negocio
en el pueblo más próximo.
El pajarero Santatierra apareció en la residencia
del visitador un día cualquiera. Se había conocido
esa mañana con Paguatanta, en el mercado, mien-
tras ofrecía lo último que le quedaba de su mercancía:
un gracioso par de palomas mensajeras. La cocinera,
convencida de que no podría ofrecerle mayor alegría
a Rósula que llevarle aquellos delicados pichones, le
pidió al pajarero que la acompañara a la residencia
para darle las instrucciones del cuidado a la propia
muchacha. No eran tórtolas corrientes. Pertenecían
a un nuevo orden de palomas mensajeras nacido del
cruce entre palomas peregrinas y pájaros carpinte-

107 
Sandro Bossio Suárez

ros que, aparte de hacer gala de altos vuelos para


llevar los recados, tenían la habilidad de tocar la
puerta con el pico para entregarlos. Rósula los adop-
tó de inmediato.
El pajarero no tardó en hacer buenas migas con
la servidumbre, y fue así como empezó a frecuentar
la residencia para conversar con las muchachas del
servicio, a quienes socorría en la difícil tarea de be-
neficiar a los animales, para ahorrarse de paso los
almuerzos en las fondas del pueblo. Al poco tiempo
había conseguido la confianza necesaria para entrar
en la cocina de Paguatanta sin anunciarse. Su pre-
sencia le impregnó a la residencia de un soplo de
felicidad. Era como si toda la ventura, todo el op-
timismo, toda la prosperidad de la casa marchados
con Ignacio, se vieran de pronto reavivados por la
influencia de aquel gárrulo que cantaba romances
vulgares y sabía imitar las voces de todos los pájaros
del mundo.
La casa pudo haberse quedado así, venturosa y
radiante, de no haber sido porque Antonina descu-
brió por esos días que Lucerminda era la autora de
las cartas celestes. Fue gracias a las charadas. Como
antes, como siempre, no había adivinanza, acerti-
jo, ni logogrifo que se le resistiera, de manera que
el enigma de las recientes visitas del capitán a la
residencia, y más aún la breve entrevista que había

108 
Colección del Bicentenario

sostenido días antes con su hermana, terminaron


por revelarle la verdad. En realidad, la propia Lucer-
minda había bajado la guardia desde hacía tiempo,
estimándose vencedora, y andaba soltando pistas
bobas por donde pasaba. No era solo que hubiera
perdido el apetito y que no tuviera un instante de
tranquilidad; era también que le habían retornado
algunos síntomas del sonambulismo. Bastaron estos
indicios para que Antonina empezara a sospechar,
embarcándose desde entonces en un seguimiento
sistemático y disimulado, pero guardando discreción.
De esa manera, por la época en que llegó el pajarero
Santatierra, tenía ya varias pruebas de que su her-
mana, con sus cartas celestes evidentemente escritas
también por Rósula, era su adversaria más cercana.
Sin embargo, tampoco dio muestras de saberlo y si-
guió a la espera del momento oportuno. La ocasión
se presentó el día en que el capitán fue a la casa a ha-
blar en secreto con Lucerminda. El cambio que esta
sufrió después de entrevistarse con él fue decisivo:
no podía tratarse de otra cosa que de una carta, de
una carta que Lucerminda no había podido escri-
bírsela porque Rósula estaba ausente, lo que la había
precipitado a ese estado tan calamitoso. La prueba
definitiva se la dio la propia Lucerminda quien, hos-
tigada por su pasión secreta, volvió a hablar dormida:
Antonina, en ese estado, la sometió a un interroga-

109 
Sandro Bossio Suárez

torio determinante. En cuanto tuvo la certeza, con


una furia controlada, la encaró:
—Eres tú la que le envía las cartas celestes a
Martel, ¿verdad?
Apenas despertada del sueño, sitiada por la vis-
cosa telaraña tendida por su hermana, Lucerminda
no tuvo tiempo de pensarlo:
—Vino a pedirme una carta de aliento para su
general —sollozó— y no pude darle el gusto.
Antonina no necesitó saber más. Siempre mo-
viéndose en su reposado clima personal, manejando
con soltura las bridas de su plan perfecto, esa noche
fue más allá de donde había llegado la insuficiente
imaginación de Lucerminda: esperó con tranquilidad
a que Rósula regresara del latifundio y, en cuanto la
tuvo cerca, le pidió que escribiera la carta y, con ella,
se presentó en el cuartel una hora antes de que Silva-
no Martel partiera con la tropa.
—Buen día, capitán —le dijo, sosteniéndose de
la portezuela del carruaje patriarcal—. Hubiera sido
más fácil para todos que me pidiera a mí la carta
para su general.
Silvano Martel, que aseguraba personalmente
el pivote de la carreta donde iban las municiones,
levantó la mirada y se encontró con un sobre soste-

110 
Colección del Bicentenario

nido por una mano metida en un guante de encaje.


Ese fue el último fragmento que se ensambló en su
alma: la carta, tan hermosa y edificante, provocó la
silenciosa conmoción de un terremoto en sus inter-
nos. La despedida, en medio de la cual el general
Simón Bolívar recibió la carta de manos del disci-
plinado capitán, fue solemne. Pero aunque el padre
Epénito lo bañara con agua bendita, y las campanas
repicaran hasta estallar, y los fuegos de artificio vo-
laran todo el día sobre él, Silvano Martel no tenía ya
más vida para pensar en la diosa que con su verbo
era capaz de estremecer al mundo entero.

La fiebre de la estranguria empezó en cuanto los sol-


dados abandonaron el pueblo. La primera noticia
que se tuvo de ella fue la de unos niños de un parvu-
lario a quienes, sorpresivamente, se les cortó la orina.
Las criaturas, una buena mañana, se encontraron
con la necesidad de utilizar los evacuatorios de la
escuela y, todos juntos, esperaron durante horas a
que manara el flujo redentor. A partir de entonces
los síntomas se agravaron y los niños se vieron pre-
cisados a tomar las clases en el patio para acudir al
llamado irreprimible de la estranguria.

111 
Sandro Bossio Suárez

Con los días, en lugar de desaparecer, la enfer-


medad se expandió. Ya no solo eran los niños los
que no podían desbeber, sino también los jóvenes
de los clubes, los hombres de los mercados, los an-
cianos del campo, y hasta los comerciantes foráneos
que de pronto se vieron involucrados en la penosa
experiencia. La gente intentó reprimir la fiebre con
todo tipo de medicamentos domésticos: algunos
recomendaron el uso de la planta de la alquimilla
por diurética y purificadora, mientras que otros
confiaron en la germandrina y la globularia, pero
como ninguna surtió efecto, la zozobra se apoderó
del pueblo. El dolor de las aguas contenidas fue en
aumento, hasta que la desesperación popular juzgó
prudente sacar en andas a los santos patronos y or-
ganizar vendas y candelas en las iglesias, aunque la
fiebre, como una sombra reptante, siguió avanzando
por el pueblo silenciosamente.
A instancias de don Clemente Ráez y Gomero,
infectado también, y del propio visitador, quien pa-
decía ya los primeros síntomas, pidieron socorro a
un indio bravío que conocía los secretos del mun-
do. Fue él quien, después de advertir la gravedad
del caso, recomendó que los afectados no bebieran
más líquidos para evitar el doloroso embalse de las
vejigas. Pero a pesar de sus recetas, que se siguie-
ron al pie de la letra, la fiebre continuó prosperando,

112 
Colección del Bicentenario

y a los pocos días habían aparecido las primeras


destemplanzas y los infectados se extinguían en ca-
lenturas y dolores ventrales insufribles. Además, la
enfermedad derivaba a una manifestación más críti-
ca: las infecciones y las insuficiencias de los riñones.
Muertos de sed, apenas consolados con un algodón
humedecido sobre los labios, siempre vueltos sobre
los orinales, los enfermos sobrevivían a la espera de
un evento milagroso.
Los casos más conmovedores eran los de los in-
fantes. Varios agonizaban, víctimas de la continencia.
Uno de ellos, una criatura de dos años, había ama-
necido muerto, con la vejiga fatigada, empapado en
sus sanguinolentas aguas menores, y fue entonces
cuando se entendió que ese era el irremediable des-
tino de todos los hombres del lugar. Solo unos pocos
habían logrado mantenerse al borde de la epidemia.
Por alguna incompresible razón, uno de ellos era
el pajarero Santatierra, quien, a costa de su propia
vida, demostró una solidaridad sin límites al que-
darse en el pueblo a socorrer a los contagiados, pues
el hospital no se daba abasto. Muchos quedaron ten-
didos en las calles, sobre todo en las fachadas de las
capillas menores, a donde Paguatanta, una vez más,
acarreó su misericordia. Todos los días, apenas des-
puntaba el sol, les llevaba una ración que preparaba

113 
Sandro Bossio Suárez

con los sobrantes de la cocina del visitador. Nunca se


supo si fue cierto, pero hasta hubo rumores de que
Paguatanta cocinaba tan bien y con víveres tan es-
pléndidos, que muchos cristianos se disfrazaron de
mendigos para recibir una ración.
Los médicos militares, sobre todo el famoso
doctor Jhon Blair del batallón más grande, habían
marchado con los soldados. Para males, el doctor
Monsante había abandonado el pueblo unas semanas
antes, rumbo a Padua, donde pretendía sustentar
ante las magistraturas médicas una nueva técnica de
cirugías sin corte. En su lugar, atraído por la epidemia,
llegó al pueblo el joven médico Gotardo Márquez.
Era un costeño de grandes proporciones, de carnes
lucias y tornasoladas, que montaba unos lentecitos
minúsculos sobre su impresionante nariz de bisonte.
Pese a su juventud, pues apenas pasaba los treinta
años, y a su afligido rostro de lobo marino, era un
médico de mucho arraigo.
El más destacado en sus clases de anatomía y
materia médica, había hecho sus estudios en una
universidad pontificia, culminándolos con la cele-
bración de sus más drásticos preceptores, y había
sido becario de respeto en los reinos celtíberos, don-
de había luchado contra fluxiones y perlesías. Pero
su verdadera proeza consistía en haber combatido,

114 
Colección del Bicentenario

al lado de reconocidos médicos de la época, contra


varias epidemias a las que había vencido con tenaci-
dad. La que más recordaba era la extraña plaga de lo
que él mismo llamó de las «mujeres solares». Nun-
ca olvidaría la lejana comunidad hispalense donde,
una mala noche, las adolescentes, todas solteras,
empezaron a padecer el síndrome: de día corrían,
retozaban como las muchachas que eran, pero, al
caer la noche, quedaban sumidas en aterradores esta-
dos de inercia, casi sin respiración. Fue la enfermedad
que más trabajo le costó remediar, porque era insó-
lita, ya que no estaba catalogada y avanzaba por las
provincias con silencioso galope. A la semana, no
había una sola muchacha sana.
Tras mucho investigar y mucho padecer, final-
mente descubrió que se trataba de una hipnosis
masiva debido a la ingestión permanente de plan-
tas crotolarias. Gotardo Márquez era también un
hombre paciente, de manera que, poco a poco, sin
precipitarse, fue sacando a las infectadas de sus
profundos letargos de cadáveres respirantes usando
raspado de padres.
Hacía poco había regresado al país, donde en-
señaba entre los aprendices la manipulación de los
novísimos gastroscopios que había traído de la pe-
nínsula, cuando se enteró de la asombrosa fiebre
que asolaba el valle. Así que, interesado una vez más

115 
Sandro Bossio Suárez

en un fenómeno epidemial sin precedentes, decidió


hacer los cinco días de viaje para estudiar de cerca
el fenómeno. Con su maletita de galeno, su abrigo
en el brazo y su distinguido sombrero de copa, bajó
del calesín que lo llevó hasta el centro del pueblo y
se dirigió directamente a la posada, se remangó los
vuelillos del blusón que usaba debajo del chaleco, y
en ese mismo instante se dispuso a iniciar su lucha
personal contra la estranguria.
Lo primero que el doctor Gotardo Márquez hizo,
intentando preservar la vida de los infectados mien-
tras encontraba la solución, fue facultar la aplicación
de sondas para evacuar las bolsas orinales. Rósula
lo secundó. Enterada de la llegada del joven médico
por el padre Epénito, fue a buscarlo para ofrecerse
como asistente, y desde entonces se ocupó de ad-
ministrar cataplasmas, depurativos, diascordios, y
de colocar catéteres y canulillos a los enfermos. Y
cuando nada daba resultado, simplemente les lleva-
ba consuelos religiosos, llenándoles sus habitaciones
con flores victoriosas y hasta haciendo dormir a los
niños con los acordes mágicos de su rabel.
Junto con el pajarero Santatierra, cuidaba hasta
la madrugada de los ancianos y llevaba a los infecta-
dos a la posada, donde el doctor Gotardo Márquez
había establecido un dispensario público, y parecía
incansable en el oficio del dolor ajeno. Dormía ape-

116 
Colección del Bicentenario

nas unas horas, comía poco y fue tan laboriosa y


consecuente, tan incansable, que el galeno, sin saber
que el destino había trazado otros planes para ella, le
propuso marchar a la capital como su asistente per-
sonal. Ella solo sonrió. En el dispensario trabajaba
en silencio, pensando siempre en Silvano Martel,
reconociéndolo en cada enfermo, en cada niño ado-
lorido; aspirándolo en el vapor de la formalina y en
los bálsamos que aplicaba; reconociéndolo en el olor
de la lluvia sobre la tierra seca, en la epifanía de las
auroras, en la nostalgia de la siesta, en la iridiscencia
de los crepúsculos, y buscándolo en los más insospe-
chados recodos de los días y de las noches.
Al principio, el doctor Gotardo Márquez pensa-
ba que el problema radicaba en los hábitos sanitarios
de la población, prolongados desde los albores del
virreinato, que tenía por sentada la idea de que la
carne lavada era propensa a las enfermedades y que
la suciedad, al contrario, la protegía. La higiene era
un verdadero acontecimiento entre los pobladores:
los lavados se hacían esporádicamente, cuando no
quedaba de otra, en grandes tinajones de agua com-
partida primero por el padre, luego por la madre, los
hijos por orden de edades, y finalmente por las cria-
turas y los perros, quienes muchas veces se perdían
en las aguas negras. El médico creía que allí, en esas
costumbres revenidas, radicaba el problema, y se lo

117 
Sandro Bossio Suárez

comentó al visitador, a quien fue a tratar personal-


mente a la residencia.
—Siglos que vivimos así —le contestó don Arte-
mio—. Debe tratarse de otra cosa, doctor.
Fue la ocasión en que el médico, sin esperarlo,
conoció a Antonina y, por alguna razón, sintió que
algo le quemaba el pecho. No imaginaba que pronto,
incluso, se atrevería a transitar por los márgenes de
la muerte por esa imperiosa joven que ni siquiera se
detuvo a verlo.
Esa semana ocurrió algo insospechado: una
tarde en que Rósula vertía alcoholes y vino curati-
vo buscando conseguir agua arterial para limpiar
las heridas, el recipiente volcó sobre el mesón y los
líquidos se mezclaron. Al ver las notas violáceas
invadiendo la solución transparente, Rósula supo
con claridad que algo malo le había pasado a Silvano
Martel.
—Está en peligro —dijo en voz alta.
—¿Quién? —preguntó el doctor Gotardo Már-
quez, sin desconcentrar la mirada puesta sobre un
inventario clínico.
—Silvano Martel —respondió Rósula, estru-
jando un lienzo contra su pecho y entornando los
ojos—. Está en grave peligro.

118 
Colección del Bicentenario

Pero la profecía de los licores no advertía males


contra el capitán, sino contra el ejército libertador y
la guerra guardiana. Y es que, en efecto, las tropas
de Silvano Martel habían arribado a Corpahuiaco, al
suroeste del valle, y, acantonados a la espera de los
contingentes que llegarían con el propio Simón Bo-
lívar, habían sido sorprendidos por la estranguria.
Así, debilitados por la enfermedad, esa madrugada
fueron presa fácil de una emboscada por parte de los
cuerpos avanzados del ejército fidelista. En cuanto
empezó la refriega, el ejército libertador avanzó en
retirada, y la retaguardia, conformada por un batallón
íntegro de voluntarios británicos, perdió un tercio
de su fuerza y terminó disgregado.
Las tropas enemigas habían logrado alcanzar la
cima de la montaña y dispersar también a los po-
cos batallones que allí se estacionaban, con lo que
lograron un golpe infalible. Pese al debilitamiento
de sus fuerzas, Silvano Martel y sus batallones lu-
charon con denuedo, facilitando el repliegue de los
generales y sus hombres. Pero no pudieron sostener
más la resistencia, de modo que, tres horas después,
habían optado por la retirada. Fue un auténtico des-
calabro. La desmoralización, como la estranguria,
cundió en los soldados. En la madrugada, envueltos
en sus capotas marciales, los generales Sucre y La

119 
Sandro Bossio Suárez

Mar buscaron a Silvano Martel para hacer cuentas


de la derrota.
—Perdimos trescientos hombres, cincuenta
caballos, un cañón y la carreta con las municiones
—les notificó el capitán sin arredrar la voz—. Pero
no todo está perdido. Nuestros granaderos a caba-
llo que quedaron atrás tomarán el paso de Chonta y
conseguirán incorporarse. Además, pronto llegará el
ejército grande.
Les explicó que las fuerzas fidelistas estaban im-
posibilitadas para aprovechar esta victoria, puesto
que, con todo, este era apenas un contingente frente
al grande que estaba todavía en los australes. No les
quedaba, pues, sino esperar a sus escuadras rezaga-
das para tomar decisiones.
Por su parte, el virrey La Serna, en una impre-
sionante proeza, construía un nuevo ejército con
desatinadas levas de indios albarrazados. Reclutas y
regulares, incluso montoneros patriotas, eran arras-
trados otra vez, contra su voluntad, a combatir por
la causa monárquica.
Los clamores de la guerra apenas llegaban al
pueblo. Y era que la situación pública seguía en
emergencia con la fiebre de la estranguria y no
había nada que inquietara más a la gente que sus es-
tragos. Una tarde, mientras Rósula colocaba unas

120 
Colección del Bicentenario

vendas, el doctor Márquez encontró el remedio.


Había consumido días y semanas haciendo estudios
y comparaciones, pidiendo sugerencias epistolares
a sus mejores maestros, y después de haber perdi-
do el sueño y el apetito, y de haberse dejado tentar
por la derrota en varios momentos, había logrado
finalmente un compuesto magistral con propieda-
des desatascadoras.
En cuanto estuvo seguro de que era el agua el
causante del mal, reprimió por bando el uso defini-
tivo de pozos y surtidores, y reconoció la sabiduría
del curandero que había llegado a la misma conclu-
sión pero con métodos puramente empíricos. Una
vez identificada la fuente, le fue más fácil hacer que
los hombres recobraran la salud, y él personalmente
recorrió en sentido contrario el torrente que surtía
al pueblo hasta encontrar el germen de la infección:
una laguna contaminada con relaves de las minas
de hidrargirio. De retorno al pueblo, se encargó de
preparar tridacios y globulinas para los pacientes
a quienes, en delicadísimas operaciones, infiltraba
además blasonato de alacrán a través del conducto
orinal:
—Siempre se ha usado el aceite de estos bichos
para disolver los cálculos renales —explicó—. Ade-
más, el célebre Fracastoro la administraba en la peste
y contra los venenos, de manera que no tiene pierde.

121 
Sandro Bossio Suárez

Y tuvo razón. Solo que se presentaba un proble-


ma adicional y, al parecer, insalvable: los soldados
patriotas infectados con la estranguria no podrían
gozar del remedio a no ser que alguien que supiera
implantar el aceite bienhechor fuera a darles el alcan-
ce. En el pueblo todos hicieron cuentas, se miraron
los unos a los otros, pero nadie se atrevió a dar el
primer paso.
—Es simplísimo —dijo el doctor Gotardo Már-
quez—. Rósula es la indicada. Sabe obrar exactamente
como yo y tiene manos mágicas. Aquí los apestados
todavía me necesitan.
—¿Pero quién la conducirá? —preguntó el vi-
sitador un tanto angustiado—. Esos son caminos
traicioneros.
El médico se quitó el monóculo del ojo para lim-
piarlo con su pañuelo:
—Es simplísimo también —respondió—. Irá en
la caravana del general Bolívar.

Desde que la fiebre de la estranguria alejó a Rósula


de la residencia, las palomas mensajeras habían que-
dado a la deriva. Fue Paguatanta la que convenció
al propio pajarero para que se encargara de ellas

122 
Colección del Bicentenario

mientras Rósula retornaba a su vida doméstica.


Cantalicio Santatierra aceptó encantado. Sabía que
en todo el pueblo no había mejor lugar que la re-
sidencia para merendar y pasar gratos momentos,
de modo que presentarse en ella varias veces al día,
cuando no estaba arrimando el hombro en el dispen-
sario, le significaba un verdadero regodeo. Sometía
a las palomas a largos vuelos de reconocimiento, las
alimentaba con alpiste y linaza rubia, y las enviaba
a golpear cuanta puerta encontraran con sus fuertes
picos carpinteros. Benilda, el convaleciente visitador
y Antonina se vieron reconfortados pese a la mala
temporada. La única que permaneció inmune al
contento instaurado por el pajarero y sus palomas
mensajeras fue Lucerminda, a quien no se le había
vuelto a ver desde la desdichada visita del capitán
Silvano Martel.
Observador, el pajarero notó que la habitación
de la muchacha permanecía sumida en un silencio
demasiado cerrado para ser la de una adolescente,
y enterado de su drama, se dio por entero a la di-
fícil tarea de reanimarla. Enviaba a la paloma más
diestra con una nota amarrada a la patita a tocarle
una ventana y, como nunca conseguía nada, se la re-
mitía por la otra. El ingenio y la perseverancia del
pajarero parecían no tener límites. En una ocasión,
cuando Lucerminda, molesta, atrancó su lumbrera y

123 
Sandro Bossio Suárez

la condenó con un lienzo negro para que nadie viera


el tamaño de su amargura, al pajarero se le ocurrió
enviársela por la chimenea.
Nadie sabía lo que en realidad ocurría con ella.
Lo que pasaba era que desde que el capitán había
partido, advertida de que Rósula también escribía
las cartas celestes, Antonina había iniciado una si-
lenciosa hostilidad contra Lucerminda. Pero era
sensata y cerebral, de modo que no arremetió di-
rectamente contra Rósula, porque sabía que podría
necesitarla en el futuro, como la necesitó para escri-
bir la carta solicitada por el capitán, y más bien se
empeñó en escarmentar directamente a su hermana
menor. Calculando su intención con crueldad, sope-
sando el tamaño de su impacto, una noche fue a su
habitación sin que nadie lo notara y lanzó sobre la
cama una carta cualquiera:
—¿Sabes que el capitán Silvano Martel me acaba
de proponer matrimonio? —le mintió.
Lucerminda, abrazada de la única muñeca que
le quedaba de la infancia, la miró como si se reins-
talara en el mundo. Supo que su hermana nunca
la había querido cuando, después de verla marchar-
se de la habitación con su índole triunfal, encontró
sobre el velador un hermoso puñal con mango de
plata.

124 
Colección del Bicentenario

Angustiada por esta revelación, abismó mucho


más su temperamento, entregándose a una reclu-
sión permanente. La situación abrumaba a Benilda,
quien apenas podía darse abasto para padecer por
la deshonra de su hijo, por la penosa convalecencia
de su marido y hasta por las frívolas intemperancias
de Antonina. Pero era el aislamiento de Lucerminda
lo que ahora la tenía más angustiada, pues sabía que
esas eran muestras de que en las entrañas de su hija,
como lo había demostrado desde pequeña, se gestaba
una silenciosa y temible reacción. Desde la infancia,
a diferencia de Antonina, que caía al suelo en inter-
minables pataletas, ella no mostraba reacción alguna
cuando le negaban cosas. Esperaba encerrada en
su habitación a que todos olvidaran el incidente y,
tiempo después, hacía añicos sus muñecas. Benilda
recordaba que en una ocasión, después de mucho
tiempo de un incidente con la pequeña Lucerminda,
había abierto su ropero en busca de su mejor som-
brero y lo había encontrado despedazado y, al lado,
a su hija menor todavía con la navaja en la mano.
Era por ello que, ahogada por el asma, esperaba que
en cualquier momento Lucerminda cometiera una
locura.
—Algo malo va a pasar —se adelantaba—. Siem-
pre me lo dijo su carta astral.

125 
Sandro Bossio Suárez

Lucerminda había nacido en julio bajo el influjo


de Venus. Y decían los astros que en su carácter ha-
bía sensibilidad, protección y tenacidad hasta cierto
punto, y que la venganza sería un fuerte factor en su
conducta, igual que la obsesión y la sumisión. Decía
también que estaría dominada por repentinos cam-
bios de humor, por una exagerada timidez y por una
cierta egolatría. Su temor a la vulnerabilidad y a la
pérdida del control la llevaría a la represión emocio-
nal y, de verse acorralada, su influjo celeste haría que
se enclaustrara y, en algunos casos, que reivindicara
su dignidad con alguna reacción retardada.
Sin embargo, al notar que la inocente palomita
mensajera del pajarero, convertida en un horripilan-
te cuervo despeinado por el hollín de la chimenea,
le arrancaba la primera sonrisa en mucho tiempo a
su hija, Benilda se sintió esperanzada. Pero aquella
plácida sensación no le duró mucho, porque a los
pocos días, el plan siniestro de Antonina fue ejecuta-
do: Lucerminda, despertada de su larga invernación,
consumó la venganza que había acariciado durante
semanas. No se cortó las venas, como Antonina es-
peraba, ni se lanzó del campanario de la iglesia, ni
se colgó en la morera, sino que encontró la ocasión
perfecta para fugarse con el pajarero Santatierra.

126 
Colección del Bicentenario

Rósula partió a la guerra con la comitiva del general


Simón Bolívar. Hacía frío. La madrugada, apenas aso-
mada a las colinas, se advertía limpia, y el incierto
resplandor de aluminio parecía galvanizar el pueblo.
Así, embozada en su mantón, meciéndose a cada
brinco de la carreta, Rósula se alejó de Huancayo.
Delante de ella avanzaba el general, estirado como
siempre, inmune al fresco del amanecer, y detrás,
en una caravana interminable, le seguían carretas
militares, soldados pedestres, campesinos descal-
zos y unos pocos morteros de artillería jalados por
caballerías menores. Era la escuadra grande, la que
había quedado de la batalla de Junín, recientemen-
te recompuesta con indios monterillos y esclavos de
las haciendas cercanas. A ella, y a las pocas provi-
siones que llevaban, aspiraba toda la esperanza de
los batallones de avanzada, descalabrados en las
alturas. En las filas últimas, confundidas entre las
milicias postreras, marchaban unas mujeres cubier-
tas con rebozos, a las que muchos confundieron
con sanitarias de guerra, pero que en realidad eran
las cortesanas de las cuadrillas. El propio libertador
las había arrancado de la casa de arrepentidas —ese
hospicio donde las mujeres públicas que quisieran

127 
Sandro Bossio Suárez

abandonar el oficio podían encontrar amparo— y


arrastrado a servir a sus tropas.
El doctor Gotardo Márquez; Benilda, atribu-
lada por la fuga de Lucerminda; y Paguatanta, con
las palomas mensajeras volándole sobre la cabeza,
se quedaron en el camino hasta que la soldadesca se
hizo apenas una ilusión en el horizonte. Se avecinaba
una tormenta de entretiempo. Benilda, sofocada por
los ahogos, no supo interpretar que esas centellas
que iluminaban el horizonte vaticinaban una irreme-
diable tragedia porque estallaban hacia el meridiano,
y eran azules y cruzadas, y con toda ingenuidad
dejó que Rósula marchara con los patriotas. El que
no quiso salir a despedir a su hija fue el visitador,
quien se quedó en su biblioteca, cagamentando con-
tra el tirano disfrazado de liberador. A instancias del
médico, ella marchaba con el encargo de cuidar el
pequeño gabinete donde trasladaba sondas uréticas,
gasa galénica, mercurio dulce, goma arábiga y pol-
vos de Dóver, además de la difícil tarea de atender
a los soldados contagiados con la fiebre. Rósula, al
ver a tanta gente detrás de ella, a tantos granaderos
colombianos y conscriptos aborígenes, pensó que la
guerra era el mejor reconciliador social.
En los últimos días, para no ver su felicidad en
manos de Antonina, Rósula había decidido final-

128 
Colección del Bicentenario

mente su enclaustramiento en el convento de las


capuchinas, en la capital, adónde pensaba mudarse
sin pérdida de tiempo. Pensaba hacerlo a fines del
mes, y por ello había empacado en silencio sus pocas
pertenencias —sus libros de la niñez, sus estolas, sus
relicarios—, y pedido al padre Epénito una reco-
mendación para la superiora del convento. Enterado
de sus propósitos, su padre, el visitador, se le adelan-
tó escribiéndole a la pronuncia un pergamino donde
le notificaba la importante procedencia de Rósula,
le hacía saber sus virtudes y le suplicaba, le exigía,
que la tratara como se merecía. Pero la fiebre de la
estranguria se había interpuesto. A causa de ella,
Rósula había pasado los últimos tiempos en su cos-
turero, tocando el rabel a rebato, cuando no estaba
en el dispensario curando moribundos. Pensó en
esos eventos inesperados durante todo el recorrido,
a través de leguas y leguas de páramos y escarpaduras,
y seguía haciéndolo cuando llegaron a los abrevade-
ros de Izcuchaca.
Viajaba tan abismada, que no supo nunca cuán-
ta distancia había recorrido, ni cuántas quebradas
había atravesado, negándose en todo momento a
mirar las escamas de cobre del río de los mil nom-
bres. Desmenuzaba la contradictoria evidencia de
que su caprichosa fortuna había hecho que, en lugar

129 
Sandro Bossio Suárez

de escapar de Silvano Martel, como quería, ahora


debiera enfrentarlo.
Entretanto, el capitán seguía esperando una car-
ta de Antonina. Cuando vio aparecer a Rósula entre
los soldados, por un momento imaginó que esa era
la razón de su presencia, pero quedó desencantado
cuando supo sus verdaderas intenciones.
—Mis respetos, señorita y dama —la saludó, be-
sándole la mano, profundamente conmovido por su
arribo.
—Buenos días, capitán —le respondió ella—.
Traigo el remedio contra la fiebre.
—Buena falta nos hace —replicó él.
Aunque el capitán también había sido víctima
de la morbidez, prefirió que fueran sus soldados
los primeros en atenderse, y él mismo se encontró
al lado de Rósula repartiendo los medicamentos y
conduciendo a los enfermos al pabellón hospitalario.
Con el concurso de los médicos de tropa, la panacea
fue aplicada y distribuida entre todos, y el trabajo
de Rósula se reveló tan eficiente que los galenos tu-
vieron el callado pálpito de que aquella muchacha
monumental que estaba por todos lados suturando,
limpiando, medicinando, era una entidad angélica a
cuyo paso se levantaban los postrados y renacían los
moribundos.

130 
Colección del Bicentenario

Cuando le tocó atenderse, Silvano Martel se


sintió intimidado ante Rósula, quien esperaba con
serenidad que él se sacara los pantalones. Nunca se
había sentido tan embargado por el pudor, pero la
enfermedad había progresado tanto que la presión
de su vientre era intolerable, de modo que, mirando
a cualquier punto donde no estuviera Rósula, termi-
nó de desvestirse y se abandonó sobre la parihuela.
«Disculpe usted el estado», le dijo a Rósula con voz
desolada, mientras ella lo miraba sin prestarle mucha
atención, manipulando más bien los adminículos
clínicos. Probablemente, fue la visión más revela-
dora de toda su vida, ese hombre desnudo, estirado
sobre la camilla, entregado enteramente a ella. Pero
aunque le temblaban los dedos, prefirió quedarse en
perfecto estado de reposo, a salvo de la tentación de
mirarlo con detenimiento. Le puso las manos encima,
diligentes, y cuando entró en contacto con su piel
tensa, como la de un tambor, sintió una lava viscosa
atropellándose en sus venas.
Durante el procedimiento, ninguno de los dos
pronunció palabra, y apenas cruzaron sus miradas
en los momentos más cruciales, pero cuando el
canulillo tocó el fondo de la vejiga, Silvano Martel,
apretando los ojos, cogió con las dos manos las mu-
ñecas de Rósula, y así estuvieron buen rato, hasta

131 
Sandro Bossio Suárez

que el espasmo se extinguió y el cuerpo entró en una


especie de reblandecimiento con la expulsión del lí-
quido prisionero. Nunca hablaron del tema, pese a
que después de esa cita volvieron a cruzarse muchas
veces en el campamento, en la enfermería, en las ca-
rretas convertidas en dormitorios. Rósula no solo
luchaba contra la estranguria, sino que además soco-
rría a los heridos de la emboscada, ponía linimento,
aplicaba ventosas, amarraba cabestrillos. Y por las
noches, como si fuera poco, tocaba el rabel. Al fuego
de las hogueras nocturnas, mientras las cortesanas
de tropa acogían a los soldados en las carretas más
apartadas, ella enarbolaba el arco del instrumento y
arremetía contra las cuerdas, a despecho, con toda la
borrasca almacenada en sus entrañas.
Esa noche, desde su lecho de convaleciente, Sil-
vano Martel escuchó los acordes del rabel y tuvo la
callada conmoción de que esas resonancias perver-
sas se le habían metido en la carne como filosas
trepadoras de acero. A lo largo de esa temporada, en
las noches estrelladas, en el rumor del río, en el susu-
rro del viento, incluso muchas veces en pleno fragor
de las batallas, había advertido los patéticos compa-
ses del rabel, siempre asociados a Rósula. Desde que
la había conocido, sentía por ella una extravagante
mezcla de admiración por su temple y conmisera-

132 
Colección del Bicentenario

ción por su desamparo. Esa noche, cosa extraña, fue


asaltado por la atolondrada necesidad de protegerla.
Ese fue el final de la fiebre de la estranguria,
pero todavía había demasiados heridos por cuidar,
de modo que Rósula se ofreció a acompañarlos a
Huamanga, encantadora ciudad de talante hispa-
no, donde las escuadras tomaron planicies y cerros
cercanos para acantonarse. El general Simón Bolívar
cumplió con algunas gestiones en el lugar —refundó
curatos y distritos, nombró gobernadores, impuso
penalidades y tributaciones— y a los pocos días, en-
cargándole todas las maniobras a su lugarteniente,
regresó a Huancayo. Era la oportunidad de Rósula
de volver a la casa paterna, a abrazar a sus padres y
a la cocinera, pero en el último momento, cuando
levantó la mirada y la confrontó con la de Silvano
Martel, que le suplicaba en silencio desde lo alto de
su caballo, prefirió hacerle caso al corazón.
—Está bien —dijo—. Voy con usted a la guerra,
capitán.
Los médicos castrenses y hasta los generales
del ejército libertador, le pedían además que los
acompañara hasta el designio final. Y fue así como
Rósula se quedó con ellos en las pampas que el des-
tino había reclamado como territorio de la batalla
final. Desde entonces se hizo cargo de un grupo de
silenciosas hermanitas del monasterio de Santa

133 
ilustra
doble
ación
e pag
Sandro Bossio Suárez

Pablina, quienes la secundaban en las labores del pa-


bellón hospitalario. Se trataba de una antigua orden
religiosa, de tradición medieval, que conservaba una
sección de monjas militares y que inicialmente ha-
bía defendido la causa del monarca, pero que ahora
había preferido plegarse a los libertarios. Con ellas
andaba Rósula para todos lados, como un gran ma-
mífero rodeado de blancas torcaces, acomedidas en
atender a los soldados de todo tipo de lesiones. No
había demasiado por hacer, en verdad, de manera
que en las horas muertas Rósula había vuelto a sus
escritos. Tenía consigo un inmenso libro donde, en
secreto y con tinta lumínica, borroneaba cuartetos,
octoliras, guirnaldillas. Y lo hacía en escritura cifra-
da por si el volumen llegaba a manos forasteras. Toda
su devoción y todo su arrebato se reducían ahora a
esas cuartillas, a ese espacio clandestino de la carpa,
mientras agonizaba entre las sombras pensando en
el hombre que tan cerca estaba, pero que, al mismo
tiempo, tan inaprensible se le hacía.
Una noche, sin quererlo, Silvano Martel estuvo a
punto de descubrir su secreto. La buscaba para que
le administrara diacodión, porque hacía días que no
podía dormir, y entró sin anunciarse a la carpa, don-
de Rósula escribía iluminada por la tinta.
—¿Qué hace? —le preguntó, fascinado.

136 
Colección del Bicentenario

Rósula apartó el candelero, cerró el librote con


precipitación, como si cerrara el último capítulo de
su vida:
—Cifro anuncios para el enemigo —le respon-
dió con dominante seguridad.
—¿Anuncios, dice usted?
—Sí, capitán —y suspiró hundida en las pupilas
del hombre—. Se me ha ocurrido utilizar propagan-
da sediciosa para desmoralizar a los gachupines. ¿Se
acuerda que usted mismo me contó que el coronel
Miller gustaba de falsificar esquelas y pliegos que
hacía llegar a propósito a manos de los enemigos
para desorientarlos? Creo que es lo que debemos se-
guir haciendo.
—Es buena idea —repuso el capitán—. Es el
momento justo, ahora que los realistas van camino a
Andahuaylas. Podemos hacerles creer que vamos en
esa dirección y los traemos hasta aquí.
—Y el resto es trabajo suyo.
—Y de mi general Sucre —repuso el capitán—.
Y de mi general La Mar. Suena tan sencillo, tan in-
creíblemente sencillo, señorita y dama. No hay duda
de que ustedes, las de Espadante, son todas sobresa-
lientes.
—Unas más que otras, capitán.

137 
Sandro Bossio Suárez

Afuera, entre los toldos del campamento, los sol-


dados esperaban el desenlace de la ofensiva echando
dados sobre el suelo. Silvano Martel devolvió la mi-
rada al interior de la estancia:
—Cómo quisiera que esta guerra termine pron-
to —resopló.
—Su guerra, termina pronto, capitán —le ase-
guró Rósula con seguridad—. Y con fortuna para
ustedes.
—¿Cómo lo sabe? —quiso enterarse él.
—La hemocritia —le respondió Rósula—. La
sangre también habla, capitán.
—¿Dice usted magia?
—No, capitán, solo leer el futuro en los humores
de las venas.
Era cierto. Durante las operaciones contra la fie-
bre de la estranguria, Rósula había tenido muchas
oportunidades de interpretar el rastro de la sangre
de los soldados. En el mismo Silvano Martel, el día
de su intervención, había podido descifrar sus ras-
gos sanguíneos:
—Triunfo —le confirmó—. Con algunas dificul-
tades, con retrocesos, pero triunfo al fin.
Silvano Martel no era un hombre de sugestiones,
de manera que la revelación apenas le arrancó una
sonrisa. «Ojalá fuera cierto y los hados nos acom-

138 
Colección del Bicentenario

pañen», fue todo lo que dijo. Hablaron todavía un


poco más dentro de la carpa, mientras Rósula le su-
ministraba el bebedizo de adormidera, y se ponían
de acuerdo en la forma en que utilizarían la estrategia
de las esquelas fraguadas. Toda la noche, mientras
un largo escalofrío le recorría el cauce vertebral, el
capitán fue lacerado por la música atormentada de
aquella mujer que, ahora, empezaba a dolerle en las
entrañas.

La batalla no se libró entre virreinales y libertarios,


sino entre indios locales divididos en los bandos.
Se supo del caso de dos hermanos quienes tuvieron
que enfrentarse a muerte peleando por causa ajena
en facciones enemigas. La estrategia de confundir a
los fidelistas haciéndoles llegar supuestas esquelas
secretas de los libertarios, con los que los obligaron
a torcer su camino hacia su emplazamiento, dio
resultado. Los imperiales temían que llegaran los re-
fuerzos que estaban en marcha desde Colombia, con
los que los independientes tendrían una manifiesta
superioridad sobre ellos y, además, era improbable
seguir sosteniendo la guerra de movimientos, que
había extenuado a sus soldados en una marcha de
cincuenta días.

139 
Sandro Bossio Suárez

Así, el regimiento soberano asomó un día a la


zona y, a las tres de la tarde, fue atacado de sorpresa
al fondo de unos collados por tres escuadrones sepa-
ratistas. Abiertos los fuegos, el primer batallón del
emperador demostró bravura, apurando una im-
próvida carga de caballería que, por atolondrada,
les costó la vida. De inmediato, el batallón siguien-
te, uno compuesto por soldados que lucían cascos
de plata, también fue despedazado. Solo los con-
tingentes indígenas, dóciles y bien encuadrados,
sostuvieron la lucha con disciplina: acostumbrados
desde la infancia a montar caballos, llevaban sus
riendas en las rodillas, liberando sus dos manos para
cargar rejones y alzarse sobre las bestias mucho más
que los enemigos. Mientras las cuadrillas realistas
se replegaban, o escapaban, eran ellos los que resis-
tían a los patriotas, aplastando compañías enteras, y
solo fueron contenidos horas después, con los lan-
ceros colombianos que atacaron por ambos flancos.
Además, junto a las armas regulares de los patriotas,
deslumbraron los montoneros de Marcelino Carre-
ño, quienes cortaron el avance del destacamento de
Gerónimo Valdez, que volvía de su guerra civil y, de
seguro, hubiera aplastado al desguarnecido batallón
del general José de La Mar.
Viendo la lucha perdida, el resto de las divisio-
nes fidelistas decidió escapar a la bandolera, salvo

140 
Colección del Bicentenario

intrépidos y solitarios grupos de indios indómitos


preparados en el campo por el propio Mateo Pu-
macahua. Sin embargo, y esto lo supieron después
los libertarios, muchos de los soldados indígenas
que peleaban para el emperador se negaron a seguir
combatiendo en claro respaldo a sus congéneres, en
una masiva conspiración que vengaba así los vejá-
menes realistas, a cuyos regentes abandonaban en el
campo de batalla. Varios de ellos, obligados a pelear
en la cumbre de la montaña contra sus propios her-
manos, buscaron incluso la muerte arrojándose al
vacío para que los monárquicos se quedaran sin sol-
dados. Era el costo que pagaban los virreinales por
haber enrolado tantos soldados contra su voluntad.
Pero para los patriotas tampoco fue fácil. Sus
condiciones de lucha eran penosas. En caso de perder
la batalla, no tenían escapatoria por la retaguardia, y
carecían de víveres y agua. Además, se sentían des-
motivados por la ausencia de Simón Bolívar, que a la
postre estaba camino a la capital. Espoleados por el
miedo, por la zozobra, tocaban constantemente cla-
rines ordenando el degüello de los enemigos caídos,
sobre todo si eran ibéricos.
Silvano Martel cayó herido en la batalla: una ga-
rrocha largada por un soldado montado lo alcanzó

141 
Sandro Bossio Suárez

cuando intentaba escapar, desgarrándole los glúteos.


Terminada la batalla, Rósula lo encontró en el pabe-
llón hospitalario, cuando hacía la ronda, y al verlo se
llevó las manos a la boca:
—¡Dios santísimo! —le dijo—. Le tocaron la
parte más gloriosa.
Adormeció al herido con mirabolano mientras le
quitaba, otra vez, los pantalones. «Parece que estoy
destinada a hacerlo siempre, capitán», le dijo. «No
tenga recelo. Si ya solo me faltaba verle esa parte».
Limpió las heridas con galena caliente y las cosió
con hilos de acarreto antes de envolverlas con las
vendas. El capitán volvió a sentir la soflama en el
rostro. Tras la operación, después de muchos meses,
él se quedó en el lecho sin hacer absolutamente
nada. El estruendo de la batalla ocupaba todavía
todo su discernimiento: «Ganamos la guerra, seño-
rita y dama», le dijo como si ella no lo supiera. Rósula
no se conmovió: «Nadie gana las guerras, capitán;
todos perdemos». Mientras distinguía las sombras
de las paredes, mientras veía el medallón donde apa-
recían sus padres en hermosas miniaturas, mientras
dejaba de pensar en la evanescente Antonina, sentía
a Rósula en su espacio más cercano, perseverante,
invencible, colocando longuetas, instalando pegotes
y sinapismos, llevando consolación a todos los heri-

142 
Colección del Bicentenario

dos como si fueran él mismo, y su espíritu solo se


contentaba al percibir los acordes del rabel incluso
cuando ella no lo estaba tocando.
El final de la guerra fue un acontecimiento con-
tinental. Significaba el término del sistema colonial
en todos sus territorios. Pronto vendría la capitula-
ción y la detención del representante del soberano, y
con ellas la invitación a los españoles que quisieran
quedarse en el territorio a trabajar tierras indepen-
dientes. Se supo que, de inmediato, Simón Bolívar
envió a las Europas un agente diplomático para bus-
car el reconocimiento por parte de los gobiernos
extranjeros del nuevo país independiente y también
para convenir un empréstito para cubrir la deuda
del país y fomentar su agricultura. El pueblo llano
nunca supo que, de ese empréstito, el general y sus
oficiales de carrera, además de otros países, cobra-
ron cuantiosos caudales como pago por servicios de
guerra.
Una de esas tardes, mientras esperaban órdenes
para abandonar el campo de batalla, los oficiales se
reunieron para tomar recuelo y planificar el retorno.
Terminada la inocente bebida, a uno se le ocurrió
sacar un botellón de chirrinche. Brindando, conver-
sando, fumando de una misma pipa en nombre de
la victoria, a las ocho de la noche habían terminado

143 
Sandro Bossio Suárez

con tres botellones del aguardiente. Silvano Martel,


que bebía con moderación porque las heridas de sus
posaderas todavía no cicatrizaban, soportó bien los
efectos del destilado a diferencia de sus rodrigones,
que terminaron regados por los suelos. Cuando que-
dó solo, cerró los ojos por un momento y se sintió
flotar en el ambiente, girando lentamente sobre sí
mismo. Luego, tratando de recuperar su peso huma-
no, abrió los ojos y entonces se volvió a encontrar
con sus inmensas amarguras. Allí, entre brumas,
estaban los oficiales tirados por cualquier lado, allí
las garrafas vacías y los vasos volteados, allí estaba la
pipa, humeando sobre el pienso, y allí la indigestible
soledad de todos esos años que podía acabar de una
buena vez tan solo buscando a Rósula.
Entonces lo decidió, se levantó, apenas sostenido,
y se encaminó hacia el pabellón de los dormitorios.
De camino, recogió hierbas resecas, forraje, unas po-
cas florecillas que apenas despuntaban en las alturas,
y con ellos preparó un ramillete que aplastó contra
su pecho. Como si hubiera perdido la noción de la
vida, solo estuvo consciente de lo que estaba hacien-
do cuando vio a Rósula, espantada, alumbrándolo
con el candelero en la penumbra de su aposento.
—Váyase o empiezo a gritar —dijo ella, suave-
mente, reconociendo en los ojos del capitán sus
intenciones.

144 
Colección del Bicentenario

Silvano Martel, que había vencido todos los


obstáculos para alcanzar ese momento decisivo, no
retrocedió. Puso el ramillete por delante:
—Son para usted, señorita y dama —le dijo—.
Ya ve que le faltan color, pero no se preocupe, ahora
mismo me abro las venas para darles purpurina.
Rósula levantó el tono de su voz, pero no se
atrevió a gritar por miedo a despertar a las herma-
nas pablinas, que dormían del otro lado, y solo se
resignó a resoplar:
—Es en serio, capitán —le dijo—. Váyase o em-
piezo a gritar.
—Hágalo —le respondió él, afirmándose en las
piernas, elevando más el rostro—. Pero hágalo de
una vez que de todas maneras voy a dormir con us-
ted.
Rósula no hizo nada por detenerlo. Alguna vez
había leído que, como las ciudades en guerra, las
mujeres tienen un blanco indefenso, y que cuan-
do se les descubre, la plaza se rinde de inmediato.
Ahora, temblando ante la proximidad del capitán,
acababa de comprobarlo, porque sus extremidades
no le obedecían, y de su boca no salían palabras, y
su cuerpo experimentaba una atonía que la hacía
mantenerse quieta, embelesada, con la flama en alto,
mientras él la estrechaba con potencia ciclónica, la

145 
Sandro Bossio Suárez

elevaba de su lugar, y la depositaba sobre el lecho


aún caliente. Rósula solo tuvo tiempo de cerrar los
ojos antes de sentir que la estancia empezaba a lle-
narse con una respiración descomunal, cargada
de chirrinche y ansiedad, y que en ese momento
unas manos atropelladas iniciaban la ceremonia de
arrancarle la ropa, y que un cuerpo sudoroso, a me-
dias desnudo, emprendía un desesperado acomodo
sobre ella. «No se preocupe, que esta vez yo mismo
me sacaré los pantalones», le susurró él, deteniendo
sus labios en el lóbulo de Rósula, presionando con
ellos cada poro, cada centímetro, cada porción de la
carne robusta que tenía a su alcance, mientras ella
iba sintiendo que la lengua invadía no solo su pabe-
llón, dentro y fuera, sino también los flancos de su
cuello, su esternón, su escote que fácilmente había
cedido a la embestida. Y cuando advirtió que una
mano recelosa se deslizaba por entre sus prendas
interiores, justo para alcanzar sus dominios más se-
cretos, donde habitaban valvas y humedales, todo se
llenó de oscuridad, de sofocos, de imprecisas imáge-
nes de muslos en contacto, de lenguas vinculadas, de
cuerpos en busca de la sincronía en una cadenciosa
danza horizontal que, ahora, hacía que Rósula pen-
sara que el éxito del gozo sobreviene solo cuando los
amantes caen vencidos al mismo tiempo.

146 
Colección del Bicentenario

Silvano Martel no amaneció con ella. Cuando


Rósula abrió los ojos, todavía a oscuras, no lo en-
contró a su lado y por ello pensó que todo había sido
una ilusión, hasta que percibió entre las mantas el
olor a helecho silvestre del capitán. Después de lo
ocurrido, le resultaba vergonzoso enfrentarlo, de
modo que a partir de entonces dejó de atenderlo en
el pabellón hospitalario, encargándoles su cuidado
a las hermanitas pablinas, y decidió regresar al valle
sin volver a verlo. A Silvano Martel, como a los otros
oficiales, la borrachera lo mantuvo dormido todo el
día.
La situación política era preocupante. No todos
los fidelistas se resignaron a la capitulación. Desalen-
tados con la noticia de que con la victoria patriota
se desintegrarían los débiles destacamentos virrei-
nales, la gran mayoría se rindió y prefirió solicitar
salvoconductos para quedarse en tierras libres, pero
hubo algunos que no reconocieron su derrota y se
congregaron en grupos rebeldes con la intención de
recuperar el dominio del suelo americano. Uno de
ellos nació apenas terminada la contienda, en el mis-
mo campo de batalla, y desde el primer momento se
declaró reacio a las órdenes del monarca y salió a los
caminos a hacerles la resistencia a los vencedores.
Ruborosa, como escapando, al día siguiente
Rósula emprendió el retorno. Ya no la necesitaban

147 
Sandro Bossio Suárez

porque los soldados habían serenado sus heridas, así


que se despidió de sus más cercanas colaboradoras,
abrazó con emoción a las cortesanas (muchas de
las cuales se quedaban con los soldados para for-
mar familia) y agradeció los saberes de los médicos
castrenses, quienes la despidieron con fórmulas
paternales. Estrechó su rabel y el librote de poesía
cifrada, se arrebujó en su mantilla y fue a darle el
alcance a la caravana que iniciaba el retorno. Era casi
de madrugada y el sol, en llamas, aleteaba en el hori-
zonte. Subió al estribo de la carreta, acomodándose
de espaldas a la dirección del camino, y empezó a
balancearse con los primeros movimientos. Pero
antes de que abandonaran el acantonamiento, sin
entenderlo, escuchó una voz poderosa arrebatada
por el viento argallado:
—¡Señorita y dama!
Las rachas, cargadas de polvo y rumores, se pre-
cipitaban contra su rostro. Cuando terminó de bajar
de la carreta y levantó la mirada, Silvano Martel es-
taba frente a ella, tan cerca que podía darle a respirar
su propio aliento. Rósula se turbó, quiso apartar sus
ojos, pero el capitán no se lo permitió: «No me nie-
gue la oportunidad de reconocerme en su mirada»,
le dijo. Entonces Rósula se quitó la mantilla y dejó
su rostro al descubierto. Llevaba la trenza sostenida
detrás de las orejas con cintas negras. El capitán se

148 
ilustración
Sandro Bossio Suárez

derrumbó hasta quedar de rodillas. La abrazó por la


cintura, con desesperación, y hundió la frente en su
vientre generoso. Ella revolvió los dedos entre sus
cabellos y, aunque intentó decir algo, se quedó en
silencio. Silvano Martel se adelantó:
—No diga nada —murmuró—. No diga nada,
por favor.
Entonces le llevó la mano hacia su pecho des-
cubierto y la hundió en su calor como para que ella
sintiera el brutal compás de sus latidos. Rósula no
puso resistencia. Hizo más bien una leve presión
con los dedos para que estos se afianzaran en la car-
ne. Quizás se hubieran mantenido así, eternamente
vinculados, si la caravana no hubiera reanimado su
marcha.
—No se va —le dijo Silvano Martel, aferrándose
más a ella—. Y si se va, se va conmigo.
Pero Rósula había nacido marcada por la trage-
dia:
—Mi camino está trazado —le contestó.
Silvano Martel remarcó su postura marcial y,
más gallardo y hermoso que nunca, iluminado por
la ilusión viva, le ofreció las palmas de las manos:
—La esperaré —le dijo por último—. La espera-
ré todo lo que sea necesario. Vamos a ver quién de
los dos se cansa primero.

150 
Colección del Bicentenario

Rósula bajó la cabeza y se apartó de él. Lo dejó


así, hincado sobre el polvo, sin hacerle siquiera la
caridad de ofrecerle su mirada, y volvió a la carreta.
Regresaba a la residencia, pensando darle tiempo al
capitán de ordenar sus sentimientos, pero qué equi-
vocados estaban los dos.

151 
Colección del Bicentenario

Tres

153 
Colección del Bicentenario

Soñar con un pavo real es señal de buen augurio.


Los laureles representan triunfos en las relaciones
sentimentales. Los frutos maduros son símbolo de
placer sensual. El fuego lo es de fecundidad. Soñar
con cartas trae buenas noticias.
En cambio, sentir aromas fuertes durante el sue-
ño es signo de adulterio. Un alfiler anuncia disgustos
y los pájaros, sean cual fueren, simbolizan morti-
ficaciones. Batirse en sueños con un gato encarna
traición. En el ámbito financiero, las abejas son sím-
bolo de dinero, los cementerios denotan prosperidad
futura y los billetes hallados casualmente auguran
pérdidas cuantiosas. No es bueno soñar con cerra-
duras, menos con sangre, porque son el emblema
de los saqueos. Soñar con batallas, con tazas de café
humeante, con manantiales agotados es signo de tri-
bulaciones, lo mismo que hacerlo con tormentas y
muelas descuajadas. Soñar con vestidos blancos, o
con aguas cristalinas, pese a que nos mueve a pen-
sar lo contrario, es el anuncio de la muerte. Por ello,
cuando Paguatanta soñó que trataba de atravesar un

155 
Sandro Bossio Suárez

inmenso pantano y no podía porque se lo impedían


sus largas vestiduras blancas, despertó angustiada.
Para no atormentar a nadie, sin embargo, no quiso
comentarlo, pues sabía que la familia ya tenía mu-
chos agobios que padecer. Esa madrugada se levantó
como de costumbre, estuvo sola en la cocina, estimu-
lando el fuego de la bicharra, limpiando el mesón,
cuando de pronto destapó una olla para poner la le-
che y la encontró hirviendo de grillos:
—¡Niña Rósula! —gritó, espantada.
Ese fue el momento que marcó la época de in-
tolerable tribulación para Benilda Almirazán. No
hacía mucho que lloraba por la deshonrosa huida de
Lucerminda y ahora tenía que hacerlo por el entierro
su amada hija mayor.
Rósula fue sepultada en el mausoleo familiar. El
cortejo fue tumultuoso. El padre Epénito encabezó
la comitiva, columpiando el incensario personal-
mente, y las muchas muestras de solidaridad de la
gente se tradujeron en una interminable cadena de
palmas fúnebres. El pueblo no había visto un entie-
rro tan concurrido en mucho tiempo. El visitador,
vestido de estricto duelo, llevaba en un brazo el bas-
tón y del otro a Benilda, y avanzaba dando traspiés,
mustio, quebrado en extremo. Ignacio, que había
vuelto del destierro emplazado por la noticia, con-
ducía a Antonina, quien, detrás del velo luctuoso

156 
Colección del Bicentenario

que le cubría el rostro, maldecía los vapores de la


gente. El doctor Gotardo Márquez había decidido
quedarse en el pueblo hasta el retorno del doctor
Críspulo Monsante y, al lado de todos, trataba de
acercarse disimuladamente a Antonina. Tras el en-
tierro, velaron la ropa de Rósula durante tres largos
días, al final de los cuales, sin que nadie lo esperara,
apareció Silvano Martel.
Venía hecho trizas. Se había enterado de los he-
chos todavía en el campamento militar y quizás en
el mismo momento de la tragedia, pues, sin motivo
alguno, a las cinco de la tarde del día fatídico había
escuchado las notas escalofriantes del rabel disueltas
en la atmósfera del pabellón hospitalario. Supo que
algo malo le había pasado a Rósula, y, en efecto, lo
comprobó cuando un emisario fue a buscarlo para
confirmarle el suceso.
Entre el martilleo de la sangre en sus oídos, algo
entendió de un ataque de los rebeldes a la caravana
y que todo había ocurrido en Matará, en el mismo
lugar donde su tropa había sufrido la derrota cami-
no al campo de batalla. Falto de aire, con una represa
estancada en el pecho, se resistió al llanto y, sin im-
portarle los glúteos convalecientes, decidió hacer el
penoso viaje sobre un caballo cualquiera.
Al llegar al punto del percance, encontró los
restos de la hecatombe: a consecuencia del atraco,

157 
Sandro Bossio Suárez

varios potrillos y carretas habían rodado hacia el


fondo del desfiladero, esparciendo en el abismo
enseres y bagajes, utensilios, provisiones, cuerpos
inertes. Se enteró de que el día anterior se habían lle-
vado a las víctimas hacia Huancayo. Unos soldados
leales a la causa que habían sobrevivido al ataque se
quedaron custodiando los remanentes para preser-
varlos de los saqueadores, pues sabían que alguien
importante llegaría, tarde o temprano, a reclamar-
los. Ese fue Silvano Martel, quien, durante horas,
buscó entre los escombros las pertenencias de Ró-
sula. Mucho examinó, rastreando, escarbando con
sus propias manos, hasta que, casi cuando se daba
por vencido, se halló frente a aquello que lo lanzó
de rodillas y, finalmente, despedazó la represa de su
pecho en un tremebundo llanto de animal herido: el
rabel metido todavía en su estuche. Estuvo mucho
tiempo doblado sobre el instrumento, abrazado de
él, aspirando su profundo aroma a alcanfor. Nada
parecía sacarlo de su expiación. Solo otro milagro
pudo hacerlo: el librote donde Rósula había plas-
mado su poesía cifrada y que uno de los soldados le
alcanzaba con desconfianza. Al abrirlos, finalmente,
todo se le reveló.
—Cuando tenga otra vez este libro en sus manos
—le dijo—, estaremos de nuevo juntos, señorita y
dama.

158 
Colección del Bicentenario

Y así había llegado al pueblo, con las sentaderas


a punto de gangrenarse, y así había cabalgado hasta
la residencia del visitador. Era demasiado tarde: Ró-
sula había sido enterrada ya y tanto el pueblo como
la casa parecían entregados a una purga de silencio
por su partida. Ingresó con sumisión, sin monte-
ra, con flores marchitas en una mano y el rabel en
la otra. Antonina corrió a recibirlo, pero él apenas
le dedicó un mohín, y pasó de largo hacia la mesa
del velatorio, donde dejó el estuche del instrumento
musical.
—No saben cuánto lo siento —dijo con la voz
lacerada.
Abrazó a don Artemio de Aspadante con una
fuerza viva y luego quiso pasar a los brazos de Be-
nilda Amirazán, pero ella se apartó con brusquedad.
—Nada tiene que buscar en esta casa —le dijo.
Era un sentimiento irrevocable. Desde que Lu-
cerminda había abandonado la residencia, incubaba
la idea de que ese hombre hermoso era en verdad un
enviado del infortunio que había traído la desgracia
a su familia. Lo terminaba de comprobar ahora que,
por secundarlo en su maldita guerra, Rósula estaba
muerta. También vivía desconsolada por no haber
podido interpretar lo que los relámpagos vaticina-
dores le habían advertido.

159 
Sandro Bossio Suárez

Todos los días, a cada instante del resto de su


vida, recordaría el momento en que el oscuro comi-
sionado llegó a la casa a sumirla en la penumbra:
ella estaba todavía en la cama y había empezado
con el quinto misterio del rosario de la madrugada,
cuando escuchó la patatuela que habían armado las
criadas tras recibir al emisario del ejército patriota.
Tratando de mantenerse tranquila para no exacerbar
el sofoco, se levantó como pudo y bajó sin socorro
de nadie. Lo que vio le paralizó los sentidos: don Ar-
temio de Aspadante se debatía entre los brazos de
los empleados que trataban de detenerlo, y lloraba,
dando gritos, voces, y llamaba a Rósula a cuello par-
tido. Impelida por la certidumbre de que algo malo
le había pasado a su primogénita, trató de correr
escaleras abajo, pero a media carrera sintió que el
aire se le estancaba en el pecho y que las piernas no
le respondían y que todo se le nublaba alrededor.
Despertó entre los brazos de su marido, y necesitó
más sanguisorba que de costumbre para apaciguar
los ahogos. Lo que siguió fue espantoso: tal fue el
impacto de la noticia que encaneció en una noche.
Paguatanta guardó en secreto lo que vio aquella ma-
drugada. Escuchándola gemir todo el tiempo y llorar
sin consuelo, la vieja guisandera había acudido a su
alcoba para ofrecerle una caspiroleta, y apenas ingre-
só se espantó con la figura espectral de la visitadora:

160 
Colección del Bicentenario

sentada sobre su taburete, mirando con ojos vacíos


el horizonte a través de la ventana abierta, el vien-
to hacía flamear su cabellera suelta, blanqueada por
completo en pocas horas. Por esas razones Benilda
Almirazán aborrecía tanto a Silvano Martel.
Ignacio intermedió y arrastró al capitán hacia
el bodegón para convidarle una leche de viejos. Se
disculpó por el nerviosismo de su madre, le puso al
tanto de cómo la familia pensaba manejar la situa-
ción y le recomendó que se fuera a descansar.
—Le pediré al doctor Gotardo Márquez que pase
a verle esa herida que no se ve nada bien —le dijo.
Silvano Martel obedeció. Se trasladó a la posada
del pueblo para ocupar la habitación que hasta ha-
cía poco tenía rentada el pajarero Santatierra y allí el
médico lo alcanzó poco después para cambiarle los
vendajes de las heridas.

Esa misma tarde Silvano Martel recibió también la


contrariada visita de Antonina. Él dormitaba en el
lecho, repasando con una paciencia perturbadora
los poemas cifrados del librote que había preferido
no entregar a la familia, cuando escuchó las voces y
los pasos en el pasadizo:

161 
Sandro Bossio Suárez

—Disculpe, capitán —le dijo el mesonero, en-


treabriendo la puerta, atolondrado ante la imponente
presencia de Antonina que pugnaba por ingresar—,
pero la señorita insiste.
Silvano Martel cerró el librote:
—No se preocupe —respondió al reconocer a la
visitante—. Es de confianza.
En cuanto el mesonero se marchó sin cerrar la
puerta, ella se acercó a la cama, encrespada, y descu-
brió las mantas con furor:
—¿Y dónde están las promesas que me hizo, ca-
pitán?
Silvano Martel se quedó en silencio. Algo había
en la actitud de Antonina que lo incordiaba.
—Pues, en ninguna parte, hermosa dama —le
respondió sin alterarse.
—No puede ser que me diga eso —replicó ella—.
Mire que me quedé esperándolo. Usted allá en la
guerra como si nada y yo aquí como si todo.
El capitán sonrió desencantado:
—Ojalá el corazón supiera con quien sí, con
quien no y con quién nunca —le dijo—. Pero con
usted, dama, más vale que nunca.
Antonina rompió en llanto. Daba pequeños pa-
sos hacia adelante y hacia atrás; como si no decidiera

162 
Colección del Bicentenario

su amenazador avance, se cubría el rostro por mo-


mentos.
—Usted no tiene sentimientos —le decía—. Us-
ted solo sabe burlarse de la gente.
—No —le respondió él—. Para nada. Es lo que
menos sé hacer.
—Pero si usted dijo que mis cartas eran las más
conmovedoras del mundo —insistió Antonina.
La habitación estaba plena de vaporaciones
mentoladas y friegas medicamentosas. Fue cuando
el capitán enclavó su mirada en los lluviosos ojos
que tenía enfrente.
—Perdone, pero sus cartas no, dama —y lo dijo
palabra por palabra, recio, sin quitarle la mirada de
encima—. Las de su hermana Rósula, con toda
seguridad —y le mostró el librote para acentuar su
decisiva entonación.
Antonina quiso decir algo, pero el capitán pre-
firió no seguir con la conversación, y le ofreció una
sonrisa distante: «No tengo más vida que para su
hermana», le dijo. «Y es todo lo que me queda en
estas tierras». Y la invitó a salir estirando apenas un
brazo:
—Quédese con lo que fuimos, señorita, que yo
me quedaré con lo que hubiésemos sido.

163 
Sandro Bossio Suárez

El pueblo no tuvo tiempo de ponerse a salvo. La pri-


mera mañana de enero, después de haber atravesado
muchos territorios sembrando el pánico, los rebel-
des se aprestaron a reconquistarlo. Eran las mismas
tropas insurrectas, contrarias a la capitulación, que,
en venganza, habían desbarrancado la caravana de
Rósula, y venían incendiando, asolando y masacran-
do a los indios montanos que apacentaban en sus
estancias. Irrumpieron una madrugada, se metieron
por todos lados, y lo primero que hicieron fue sacar
a rastras al padre Epénito y fusilarlo en la plaza, sin-
dicándolo de traidor por haber acogido a las tropas
libertarias.
Ese fue el final de un santo varón que había lle-
gado hacía mucho tiempo para entregarse a un
ministerio ingrato en un pueblo preparado más para
el jolgorio que para la espiritualidad. Había venido
del otro lado del mundo, joven y tenaz, y su ánimo
temerario nunca se dejó vencer por el conformismo:
tocaba personalmente las campanas varias veces al
día para mantener vivos los espíritus, visitaba las ca-
sas para impartir los santos óleos con varios años de
anticipación (decía que era mejor estar preparados
siempre a los designios de la providencia), desper-

164 
Colección del Bicentenario

taba a los haraganes, hacía confesiones a domicilio,


aleccionaba a los ladinos y jugaba a la pelota vasca
con los niños de la parroquia sin quitarse la sota-
na. Varias veces al año, en completa soledad, había
adoptado la costumbre de retirarse a las estribaciones
para mortificarse, y aprovechaba esos transitorios
destierros para bautizar infantes y casar concubinos
en los pueblos de las alturas. La gente lo lloró con
toda sinceridad.
Mientras lo velaban, habiéndole disputado el
cuerpo a los rebeldes que pretendían lanzarlo al to-
rrente, recordaron su tenacidad para cosechar almas.
Una de sus grandes obras había sido, además, pre-
servar la tradición del orfeón de indios, ese coro que
se había implantado por disposición real en cumpli-
miento de la ordenanza de que cada doctrina contara
con cantantes aborígenes a quienes, en contraparte,
se les exceptuaba del trabajo social obligatorio.
El orfeón del padre Epénito, coronado por un
hermoso armonio de tres octavas, estaba conformado
por doce indios de voces seráficas, quienes acompa-
ñaban los oficios y paralizaban las actividades con
sus tonadas extravagantes. Pero el sacerdote, ahora
viejo aunque igual de entusiasta, no solo se dedica-
ba a patrocinar la música y la sacralidad del pueblo,
sino que además mantenía con sus propias monedas
un albergue para niños abandonados. Por esa razón,

165 
Sandro Bossio Suárez

guardaba un terrible secreto, algo que sus encubri-


dores compartían silenciosamente con él, y que la
iglesia, de saberlo, hubiera repudiado. Y es que el
padre Epénito era, en realidad, un devorador de pe-
cados; un canónigo que a cambio de donativos decía
cargar con las lacras morales de los moribundos, a
quienes visitaba en secreto y se transfería sus pecados
para purgarlos en el más allá. Según se supo des-
pués, fue el último devorador de pecados del país,
y, pese a todo, el único hombre que murió en olor
de santidad en ese pueblo de presbíteros villanos y
clérigos indecorosos.
La madrugada del asalto, don Artemio de Aspa-
dante estaba instalado en su diván de dos cuerpos,
repasando la gaceta de la semana anterior, cuando
sintió que afuera corrían unos caballos, que gritaban
algunas mujeres y que el viento mañanero se llevaba
a galope los ruidos próximos de la acometida:
—¡A salvo! ¡A salvo! ¡Llegaron los herejotes!
En un primer momento, el visitador pensó que
se trataba de asaltantes comunes, y había intentado
llamar a su ayudante para que atrancara los portalo-
nes, pero de inmediato recordó que todo el servicio,
excepto Paguatanta, estaba suelto por las fiestas de
fin de año, y se quedó sentado tratando de pensar en
algo. En esas estaba, cuando sintió, demasiado tarde

166 
Colección del Bicentenario

en realidad, el ruido ensordecedor de los portones


violentados. Antes de que pudiera hacer nada, los
rebeldes invadieron la residencia, apartaron de un
culatazo a Paguatanta que había salido a hacerles
frente con su maza de cocina, ingresaron a las habi-
taciones y sacaron a todos a comparecer en el patio
de las campánulas. Entre los gritos desesperados de
Benilda y Antonina, que fueron vapuleadas por los
maleantes, y los inútiles forcejeos de Ignacio, los in-
trusos redujeron los muebles a astillas, rasgaron los
lienzos, despachurraron los muebles, y terminaron
acuchillando a los perros que salieron reclamados
por el barullo.
Ese episodio marcó el límite de lo soportable.
Desde entonces el viejo visitador no quiso abando-
nar su biblioteca, renunció a sus deliciosos caldos
de culitos de perdiz y se entregó para siempre a su
silenciosa comisión de construir ciudadelas con pa-
lillos de dientes. Con Benilda en su habitación y el
visitador en su biblioteca, emparedados contra el
mundo, las cosas cambiaron en la residencia. Igna-
cio, sin esperarlo siquiera, tuvo que hacerse cargo de
todo. Había estado a punto de matarse en el camino
por la premura con que realizó el viaje al enterarse
de la muerte de Rósula y apenas llegó a tiempo para
agradecerle al doctor Gotardo Márquez por haber
organizado los funerales. Había cambiado para bien.

167 
Sandro Bossio Suárez

En el latifundio, gracias a la drasticidad del trabajo,


había tomado conciencia del compromiso adqui-
rido. Y no es que el síndico lo tuviera trabajando
como peón desde el amanecer, como era el deseo del
visitador, sino que, por el contrario, le había dado su
lugar desde el primer momento: «Demuéstreme que
no me equivoco con usted», le había dicho. «Tome
el mando. Al fin y al cabo todo esto es de usted tam-
bién».
Su estancia en la finca paterna, su trabajo esfor-
zado, las decisiones que empezó a tomar bajo la
atenta mirada del síndico, apenas había logrado oscu-
recerle la piel, endurecerle las manos y distanciarle
la mirada, pero había logrado en cambio sacar a flote
su verdadera fuerza interior. Se dio cuenta de que la
forma de administrar de su padre era conformista
y que, por ello, las tierras no producían en toda su
capacidad. Fue estudiando la calidad de los suelos,
preguntando a las fincas vecinas, determinando el
tiempo y la estación, puesto que se avecinaba la tem-
porada de siembra, y fue tan constante y laborioso
que pronto se corrió la voz de que había regresado el
patrón. Muchos campesinos sin tierra fueron a bus-
carlo para trabajar a cambio de una parcela doméstica
para ellos. Ante la vigilante mirada del síndico, empe-
zó extendiendo la propiedad más allá de los linderos
para aprovechar las tierras pedregosas, y mejoran-

168 
Colección del Bicentenario

do el regadío para lo cual no le importó mover el


lecho del riachuelo con la vitalidad de los braceros
más animosos. Poco a poco fue ganando más do-
minios y brazos del río, y más surcos cultivables, y
más huertos y granjas, de modo que semanas antes
de la siembra, la propiedad estaba convertida en una
hacienda próspera. El síndico lo seguía para todos
lados anotando cosas en un cuadernillo.
Desde entonces, Ignacio no se permitió un ins-
tante de reposo. Después de la siembra grande desvió
su diligencia hacia la ganadería: compró borregadas
menores y reses, patrocinó cruces con los animales
de las otras propiedades, mandó levantar establos y
cobertizos, y los fue llenando con la terminante or-
den de no beneficiar ninguno. Luego se ocupó de la
casa patronal. Era una atractiva heredad, donde al-
guna vez habían vivido sus propios padres, pero que
el tiempo iba relegando al olvido. Levantado desde
antes del amanecer, en muchas ocasiones él mismo,
despojándose del chaleco, se sumó a la cuadrilla de
operarios para asegurar ventanas, embellecer corni-
sas, fijar bocatejas y pulir mármoles. Una vez que los
campos estallaban en verdores y la casa lucía reno-
vada, Ignacio se dispuso a esperar el rendimiento de
su trabajo.
No era la primera vez que el muchacho de As-
padante mostraba su ingenio renovador: cuando

169 
Sandro Bossio Suárez

aún era un adolescente, había inventado un aparato


deslumbrante que servía para triturar comestibles
y que espantaba a Paguatanta con sus clamores de
barco a punto de naufragar. El doctor Monsante, al
ver esa especie de campana invertida, dotada de una
inmensa manivela que, al ser girada, movía unas
cortadoras al fondo del vaso para desgranzar los
alimentos, le puso un nombre: «licuefactora». Pero
Ignacio, pese a la satisfacción de sus padres, no per-
severó en el mundo de los inventos y más bien se
dejó ganar por las apuestas y las deudas.
Con toda esa experiencia, curtido en la conduc-
ción de un latifundio aunque no de un hogar, cuando
regresó al pueblo estaba capacitado para manejar
los destinos de la residencia. La halló silenciosa
y marchita sin Rósula. Le sorprendió no encontrar
a Lucerminda, cuya fatalidad no conocía, y se dejó
abatir por el deplorable estado de salud de su madre.
Estremecido, en ese mismo instante se sobrepuso
a la repugnancia que le provocó su pasado mise-
rando y decidió tomar las riendas de la residencia.
Reformó el servicio, hizo fortificar los portalones,
ordenó la construcción de una corraliza y un po-
nedero más grandes, y fue tan drástico y eficiente
en sustituir el mobiliario devastado, que en una se-
mana la residencia había vuelto a ser la misma. Él

170 
Colección del Bicentenario

mismo se sorprendió de su nueva compostura, de


sus renovadas índoles que ahora lo tenían frente a
todo, decidiendo como antes lo hacía su padre. Se
le dio por recordar a Rósula. La echaba de menos
por muchas cosas. Extrañaba su andar sigiloso por
los pasadizos, la acústica desolada de su rabel, sus
silencios, sus amarguras presentes en todos los pun-
tos de la residencia. Siempre se habían llevado bien.
De pequeños solían enfrascarse en largos juegos de
palma, lejos de Lucerminda y Antonina, y escabu-
llirse por los lugares menos accesibles de la residencia
a comer melocotones jóvenes que les desencadena-
ban divertidas cagantinas de colores. Ignacio nunca
olvidó la industria epistolar que emprendió su her-
mana para salvarlo de su primera deuda de juego. La
recordaba así, retraída y silenciosa, pero aguerrida y
memorable. Evocando todo eso, sabiéndose incapaz
de soportar su ausencia, una noche se amaneció
bebiendo la mistela que los rebeldes no habían al-
canzado a llevarse del aparador.
Ese empeño inesperado fue el mejor remedio
para Benilda. Al ver a Ignacio de vuelta, tan cambia-
do y responsable, levantó su reclusión. Comprendió
que la temporada lejos de casa había hecho de su
hijo, un hombre.

171 
Sandro Bossio Suárez

Antonina no se dejó abatir por la negativa del capitán.


Después de haber hablado con él en la hospedería,
era consciente de que no sería fácil volver a ganarse
al desencantado militar. Sin embargo, su tempera-
mento perseverante obraba en contra del desaliento
y así, sentada sobre su lecho, pensaba ahora en en-
contrarle soluciones razonables al escenario. Sabía
que era demasiado pronto para rendirse y que, aun-
que larga y penosa, había una lucha que librar en la
reconquista de Silvano Martel.
En los meses anteriores había sido paciente. No
mostró ninguna emoción cuando se enteró de que
la tropa había sido infectada con la estranguria, ni
cuando supo que Rósula iría a la guerra cuando la
llamada era ella, ni siquiera cuando se enteró de que
los patriotas habían ganado la conflagración y, con
ello, el retorno del capitán al pueblo era inminente.
Pese a lo que podía pensar su madre, que la tenía
como una muchacha que se rendía a escandalosos
exhibicionismos, en esta oportunidad, por estrate-
gia, no se quejó del silencio del capitán y nada dijo
de las veces en que la carreta del correo pasó por
el pueblo sin detenerse en la casa para entregar su
codiciada carta. Sin embargo, eran emociones ma-
liciosas, simuladas, impuestas por ella misma como

172 
Colección del Bicentenario

una careta a su verdadera desesperación. Por den-


tro quería gritar. Tal vez la seguridad de que nada
se opondría a su felicidad le hacía actuar así. Había
estimulado su soberbia al punto de haber dejado
correr la voz de que no solo Silvano Martel, sino
cualquier mortal, caería rendido ante sus versos de
amor. La noticia de que había sido la vencedora y ha-
bía logrado cautivar al capitán con unos oficios que
permanecían en secreto, había conmovido a todo el
valle. Era un rumor ferviente, fecundo, que ganaba
las calles y movía a las mujeres despechadas a decir
que Antonina tenía que haberse servido de la magia
negra para haberle ganado el corazón a un hombre
imposible. Pero las que creían que esos comentarios
sobrevenían de un despecho pasional tampoco estu-
vieron a salvo de la curiosidad y atropellaron la casa
buscándola para que les revelara el secreto de su éxi-
to con los hombres difíciles. Ella, suelta de huesos,
mantenía una única verdad:
—Una carta vale más que cien miradas —sos-
tenía.
Nadie había dudado hasta entonces de que An-
tonina y el capitán permanecerían juntos hasta la
muerte. No sabía por qué, pero incluso la temprana
muerte de su hermana le resultó provechosa para
sus fines, como todo, así que al enterarse de que
Rósula había sido desbarrancada por los rebeldes,

173 
Sandro Bossio Suárez

experimentó un secreto alivio que le reblandeció las


entrañas. Sin embargo, terminada la guerra, quien
tuvo la ocasión de ver a Silvano Martel de regreso en
el pueblo, supo que las cosas habían cambiado con
respecto a Antonina: el capitán de los patriotas, al
otro extremo de la felicidad, no hacía otra cosa que
repetir el nombre de la difunta.
El que no cesaba de recordarla era el doctor
Gotardo Márquez, que hacía tiempo debía haber re-
tornado a la capital y sin embargo no lo hacía. Pocos
intuían el motivo que lo había obligado a prolongar
su estancia en el pueblo. Era una verdad que al prin-
cipio él mismo no quería aceptar, pues hasta que no
visitó la casa de don Artemio de Aspadante, y no co-
noció a Antonina, tenía planeado regresar a su vida
galénica en la capital; pero ella, su luminiscente pre-
sencia, habían maniobrado en contra de sus deseos.
Desde entonces empezó a anhelarla. Y no encontró
mejor lugar para hacerlo que en la casita blanqueada
con calcio en el centro del pueblo, donde instaló su
consultorio y donde, cada tarde, invocaba en silen-
cio a Antonina confiando en que la devoción con
que lo hacía pudiera traerla consigo. La buscaba en
la residencia con cualquier motivo, aunque ella de
nada quería darse por enterada. La seguía por la ca-
lle cuando iba a visitar a Amandina Ráez y Gomero,
acaso con la esperanza de un encuentro casual. Es-

174 
Colección del Bicentenario

piaba por las noches las luces de su habitación, pero


nunca, por su terrible cobardía, se había atrevido a
importunarla con la verdad.
Se podría decir que, a causa de esa turbulen-
ta pasión, perdió el rumbo de su vida. Descuidó el
consultorio, hizo amistades que no le convenían y
una noche una parturienta lo encontró sobre su es-
critorio completamente borracho, llorando sobre un
charco de lágrimas que no terminaban de evaporar-
se. La necesidad de mantener viva la ilusión hacía
que nada lo convenciera de que la relación entre ella
y el capitán estaba sólidamente cimentada, y quería
pensar que era una veleidad efímera, un compro-
miso ilusorio basado solo en la admiración heroica.
De algún modo sabía que esa relación fracasaría. Y
tanto lo pensó, y con tanto ardor, que cuando supo
que no había más cartas del capitán, se felicitó por
su intuición y renacieron en él las esperanzas. Aviva-
dos los rescoldos de su pecho, embriagado por una
sorpresiva temeridad, estaba dispuesto a hablar con
Antonina para declararle su amor, pero la muerte
de Rósula se lo impidió. Esa era la razón por la que
él, sin esperarlo siquiera, se había visto obligado a
tomar decisiones para organizar el sepelio. A partir
de entonces, empezó a vivir la espera de una nueva
oportunidad, de un punto de referencia para con-
quistar a Antonina.

175 
Sandro Bossio Suárez

Al tanto de la arrolladora pasión que había des-


pertado en el médico, en un golpe que intuía maestro,
Antonina decidió sacarle provecho a la situación, y
una noche se presentó en la casita de paredes blan-
queadas. Entró directamente al despacho, donde el
médico azucaraba grageas en el fuego, y, sin quitarse
los guantes, le hizo conocer el propósito de su visita:
—Vengo a hacer un trato con usted, doctor.
El médico reconoció de inmediato el tono impe-
rioso de Antonina y, al levantar la mirada, la encontró
inmóvil, desafiante, circunscrita por su propia intre-
pidez. No se alteró. Volvió a reconcentrarse en su
tarea:
—¿Sabe usted lo que significa dorar la píldora?
—le preguntó sin prestar atención a lo que había es-
cuchado—. Quiere decir que podemos disimular de
algún modo una mala noticia. Es un término anti-
guo, que nace de la costumbre de los boticarios que
solían dorar en azúcar las píldoras purgativas para
disimular el amargo del acíbar que llevan dentro, y
así quedó por proverbio.
La estancia estaba iluminada por un glóbulo
luminoso y olía a bálsamo, a sucedáneos, a desinfec-
tantes, pero también a insondable soledad. Antonina
cerró la puerta empujándola con las espaldas. Se
adelantó unos pasos y, sin mediar palabra, se bajó
el escote para descubrirse los pechos, que brincaron

176 
Colección del Bicentenario

blancos y provocadores, y quedaron relumbrando


en el escaso resplandor:
—Me tendrá si a cambio hace lo que le pido.
—Usted se burla —dijo el médico, abandonando
su labor, secándose el sudor de la frente.
—Lo digo con toda seriedad —persistió Anto-
nina—. Seré de su propiedad si a cambio le dice a
Martel que tengo una enfermedad terminal, que no
me queda demasiado tiempo de vida.
El doctor continuó en su lugar, sin hacer nada,
contemplándola deslumbrado. «Vístase», murmuró.
«No vaya a contraer el mal de la muselina». Antonina
sonrió y, en lugar de hacerle caso, avanzó desafiante
hacia el mesón de trabajo, acortando más la distan-
cia. En ese momento hubo una arremetida de viento,
que entró bufando por un ventanuco, y golpeó el
glóbulo que empezó a mecer las sombras sobre las
paredes. El doctor Gotardo Márquez se estremeció
con la cercanía de la muchacha.
—Pero eso sería una infamia —dijo—. Ya mu-
cho ha sufrido su familia para recibir una noticia
como esa.
—No será por mucho tiempo —insistió Antoni-
na y terminó de cerrar la distancia entre ellos. Ahora
su rostro estaba pegado al de él, ofreciéndole su
respiración, y con sus manos dirigía las palmas del

177 
Sandro Bossio Suárez

médico hacia sus pechos palpitantes—; tan solo has-


ta que me case con el capitán y me marche con él.
Las sombras revoloteaban ahora en las paredes,
más impulsivas, pendulares, como oscuros gigantes
en un grotesco espectáculo.
—Señorita, por favor —susurraba el médico,
sudando ahora a raudales, mientras el cuerpo de
Antonina, delineado perfectamente bajo el traje, se-
guía apretándose contra él—. Por favor, no me haga
esto.
Una lengua ávida, fogosa, emergió de la boca de
la muchacha y lamió con demorada sevicia el men-
tón, los labios y parte de la nariz del médico, quien,
sometido, cerró los ojos para corresponder al roce
lascivo, pero, en ese momento, Antonina retrocedió,
negándole toda posibilidad de contacto. Devolvió el
escote del vestido a su lugar y caminó hacia la puer-
ta:
—Ya lo sabe, doctor —puntualizó—. Las veces
que usted quiera.

Por esos días llegó al pueblo la casta de gitanos que,


de tiempo en tiempo, pasaba por el valle con sus
funciones bulliciosas. Esta colorida comunidad, que

178 
Colección del Bicentenario

tendía sus carpas en cualquier plaza y congregaba


a la gente con llamados de surdalinas y saltos de
panderetas, era esperada por todos: al igual que los
cirqueros, los acróbatas y los corrales de comedias,
los gitanos constituían el deleite de los barrios ori-
lleros del pueblo. Para los blancos, en cambio, la
diversión se circunscribía a las mansiones, donde
se desarrollaban fiestas galantes y se bailaban pie-
zas francesas, que, a decir de Paguatanta, eran las
versiones originales de las danzas burlescas que los
indios camineros bailaban poniéndose pelucas ri-
zadas y llamaban «chunguinada». Además, una vez
por semana, la parte más sana del vecindario, como
definía el cabildo a los ciudadanos importantes, con-
curría al teatro municipal, convocada por las veladas
de zarzuela y los dramas fáciles de Lavardén.
Ahora bien, mientras que el pueblo sentaba su
diversión en las celebraciones vernáculas y las fiestas
de cruces, para los colonos toda la recreación se
resumía en los toros. Desde la llegada de los con-
quistadores se tenían noticias de corridas puramente
costumbristas, en las que, borrachos, los festejantes
se lanzaban a las arenas durante las solemnidades
patronales, y muchos no vivían para contarlo. Co-
rregidores posteriores decidieron que las corridas
fueran más organizadas, de modo que un entusias-
ta funcionario mandó levantar el primer tendido

179 
Sandro Bossio Suárez

de Huancayo al lado de la plaza principal, sin cielo,


dotado de un anfiteatro de tablones que se mante-
nía con erogaciones públicas. Debido a ello, por el
centro de la ciudad, a menudo pasaban cuadrillas
de toros de casta, arreados desde las vacadas de los
jesuitas de la costa (quienes los mantenían no para
el capoteo sino para custodiar sus formidables here-
dades en lugar de los mastines portugueses que no
cumplieron con su cometido) rumbo a las elegan-
tes plazas de la Villa de Oropesa. Algunos de estos
ejemplares se quedaban en el pueblo como peaje por
el uso de camino, encerrados en el establo comunal,
a la espera de los caballistas populares. Pero no siem-
pre había astados de buen linaje. A veces también se
echaban mano de toros cimarrones, valiéndose de
lazo para darles cerco en las montañas donde vivían
en estado indómito.
—Si el toreo es arte, el canibalismo es gastrono-
mía —decía Benilda, contrariada, porque nunca
terminó de entender esos enfrentamientos desigua-
les entre hombres y bestias.
Cada vez que los gitanos llegaban al pueblo, ella
recibía una visita especial, entroncada más en la
complicidad que en el esoterismo. En esta ocasión,
Isadora, como siempre, se dirigió a la residencia del
visitador, y fue recibida por Paguatanta.

180 
Colección del Bicentenario

—Dígale a la patrona que estoy aquí —se anun-


ció. Paguatanta quiso llevarla a su cocina, pero la
gitana se resistió, detenida en el patio—. Dígale que
está aquí Isadora y me recibirá.
A tanta insistencia, la cocinera avisó a la seño-
ra, quien, al escuchar el nombre de la gitana, asomó
presurosa por un resquicio de la puerta. Ni siquiera
Paguatanta, que todo lo sabía en la residencia, co-
nocía el secreto que compartían. Hacía veinte años
Benilda y la gitana se habían encontrado en el cami-
no, cuando la primera regresaba sola al pueblo, al
reencuentro con su marido. Juzgando que la vida sin
él era insensata, y que aunque sin hijos su deber era
estar a su lado, había tomado la decisión de aban-
donar el convento de las capuchinas para hacer el
camino de retorno a Huancayo. Coincidieron en un
hermoso paraje bañado por cascadas de aguas mi-
nerales. Mientras los caballos del correo abrevaban,
Benilda se acercó a Isadora, que cocinaba cazuela en
un caldero colgado sobre un fogón. Sin desatender
su labor, la gitana levantó el rostro y contempló a
Benilda, que sintió estupor al ver las venas moradas
en los párpados que tenía enfrente.
—Vienes a que te cante tu porvenir —le dijo, de-
jando de cocinar.
—Vengo recién casada —contestó Benilda— y
quiero saber cuántos hijos tendré.

181 
Sandro Bossio Suárez

Examinó la explanada, distorsionada por la


reverberación, y al notar que nadie la miraba se
arrodilló ante la gitana: «Es muy importante para
mí», le suplicó. Isadora pareció conmoverse. Asintió
con la cabeza y tomó las manos de la dama.
Según una antigua tradición gitana, la quiroman-
cia es el arte más preciso para predecir el porvenir.
La línea del corazón empieza a la altura del dedo
índice y se prolonga hasta el abismo de la palma:
una línea larga significa demasiado sentimentalis-
mo; una línea corta demuestra egoísmo; una línea
doble refuerza los sentimientos; y una estrella sobre
la línea predice males cardiacos. La línea de la vida,
que es la que rodea al pulgar, describe con exactitud
la vitalidad de la persona. Una línea larga determi-
na vida larga. Una línea profunda indica vitalidad
y una línea débil demuestra fragilidad. La línea del
destino, por último, puede comenzar en la muñeca,
lo que indica seguridad, o puede nacer en la línea
de la vida, lo que significa inseguridad. Los cortes
en la línea del destino advierten cambios. Estrellas y
cruces indican desgracias personales. En esas carac-
terísticas reparó la gitana en las palmas de Benilda.
Siguió observándolas buen rato y, después de una
breve vacilación, le dijo:
—Hágame caso. No vale la pena saberlo.
Benilda orientó la mirada para establecer su dis-
posición de estar preparada para todo. Isadora volvió

182 
Colección del Bicentenario

a su fogón y respondió: «No tendrá hijos. Al menos,


ninguno de su sangre». Benilda cerró los ojos. Un
suspiro profundo escapó de su pecho. Sintió el ca-
lor más aplastante. Cuando abrió de nuevo los ojos,
agobiada por el primer sofoco, la gitana la miraba
con misericordia. Benilda se sobrepuso y sacó una
moneda de su cartera:
—Ya ve —sonrió apenada—. No era tan difícil
—y se puso de pie.
Isadora también lo hizo. Solo cuando estuvo pa-
rada pudo saberse que se trataba de una mujer joven,
entrada en carnes, pero descolorida a pesar de los
ropajes dorados que llevaba encima. Las angustias
domésticas eran patentes en su semblante. Benilda
volvió al coche secándose las lágrimas. «Esta luz me
hiere los ojos», dijo a modo de disculpa, sacando
de una de sus mangas un pañuelo de holancina. El
interior del coche era de pana y las cortinas apenas
dejaban colarse la luminosidad del exterior. Cuando
el coche estaba para hacerse al camino, Benilda vio
venir a la gitana con un envoltorio en los brazos y
detenerse al lado de la ventanilla.
—Nos estamos muriendo de hambre —le dijo,
de golpe, entregándole el paquete.
Benilda recibió el envoltorio y miró entre los co-
bertores:
—¡Pero si es una niña! —exclamó.

183 
Sandro Bossio Suárez

—Nos estamos muriendo de hambre —repitió,


imperturbable, la gitana—. Usted no podrá negarse
a tenerla como hija.
Entonces sobrevino un silencio agobiante. Una
bandada de zorzales pasó volando bajo y, durante
unos momentos, se escucharon, nítidos, el batir de
su revoloteo presuroso. Benilda no dejaba de con-
templar a la niña.
—Me quedaré con ella —dijo—. ¿Cuánto dinero
a cambio?
—Nos estamos muriendo de hambre —enfatizó
la mujer—, pero no está a la venta. Es para que le
dé felicidad a usted y a su familia. Se llama Rósula y
viene de buena casta. Solo prométame que por nada
del mundo le cambiará de nombre.
—Nunca la reclamará —estableció Benilda—.
Ni intentará recuperarla.
—No, distinguida, nunca —y sacó un medallón
al cual besó con sonoridad—. Se lo juro. Solo pasaré
de vez en cuando por su tierra y la buscaré a usted
para que me diga cómo está. Nunca le pediré siquie-
ra verla.
Benilda aceptó. Isadora le entregó el medallón y
se quedó un momento contemplando la escena.
—No se la quite nunca a la niña —le recomendó,
poniéndole sobre las rodillas un paquete de cartas

184 
Colección del Bicentenario

españolas—. Cuídela, que es suya. La próxima vez


que nos veamos, usted me contará cómo crece la pe-
queña, y me dará hogazas de pan, y yo le enseñaré a
interpretar las cartas. No se preocupe por mí. Sabré
encontrarla.
Y retrocedió con lentitud, disolviéndose en la
luz cegadora del mediodía, y de pronto era como si
nunca hubiera estado allí. Entre las mantas, la niña
empezaba a removerse, a lloriquear. Ella sacó la ca-
beza por la ventanilla:
—¡Eah, vamos! —gritó—. ¡Echen a andar esos
caballos que acabo de parir una criatura!
Fue fácil convencer a su marido de que la cria-
tura era producto de sus devaneos, de manera que
pronto la inscribieron con los apellidos de abolengo
y, dos décadas después, Benilda tenía a Isadora en
la puerta de su alcoba y no dudó un instante, como
lo hubiera hecho con otras visitas, en concederle el
ingreso. La gitana se quedó de pie frente a la cama de
tapices, donde Benilda, gemebunda, quedó sentada.
La miraba con clemencia.
—Me enteré de la muerte de Rósula —dijo, al
fin, mostrando sus manos llenas de argollas y abalo-
rios, con los tegumentos violáceos de sus párpados a
punto de rasgarse—. Por eso vine a verla.
Benilda no dejaba de sollozar, de estremecerse,
abrazándose a sí misma:

185 
Sandro Bossio Suárez

—Muchas gracias —le dijo—. Esto nos afecta a


las dos.
Con tranquilidad, haciendo un notorio esfuerzo
por contener el llanto, la gitana sacó un viejo carta-
pacio forrado en pieles de entre su ropa y lo puso
sobre la cama:
—Aquí le traigo este consuelo —le dijo a Benil-
da—. Es la cábala de los muertos, unos viejos apuntes
de necromancia, que le será útil si quiere comuni-
carse con su hija.
Benilda se demudó:
—¿Llamar a los muertos, Isadora?
—Invocarla para decirle que no sufra, que su es-
píritu debe descansar, que debe esperar a los suyos
sin angustiarse —y, tal como había llegado, com-
pungida pero sin dejarse vencer por las lágrimas,
empezó a salir con sus pasos abatidos—. A mí no
me corresponde llorar por ella.
—Una pregunta —la detuvo Benilda—. Nunca
te lo pregunté, pero quiero que ahora me lo digas.
¿Por qué en el camino me vaticinaste que no podría
tener hijos?
Isadora no dejó de arrastrar los pies:
—Es simple —respondió volviéndose apenas un
instante para mirarla—. Si le hubiera dicho la verdad,
no hubiera recibido usted a Rósula y ella hubiera

186 
Colección del Bicentenario

muerto de hambre. Usted le salvó la vida —y salió


de la habitación.
Benilda hubiera querido que la gitana le pronos-
ticara el destino, como lo hacía siempre que visitaba
la residencia, pero la atonía que le causó el extraño
cartapacio que había dejado en sus manos, no se lo
permitió. Por las figuras y diagramas que encontró
en sus páginas amarillentas, supo que se trataba de
un ejemplar inquietante, un devocionario para in-
vocar a los espíritus, que le prometía una intimación
más con el destino.

Paguatanta, que siempre disfrutaba de las novedades


que llevaban los gitanos, salió a la mañana siguiente
a buscarlos, pero solo halló una porción de tierra bal-
día donde hasta hacía poco habían estado las carpas
remendadas de los vagantes. Desilusionada, regresa-
ba a casa, cuando se encontró con el capitán Silvano
Martel, que hacía el camino contrario.
—Capitán —lo saludó ella—, ¿todavía usted por
este pago?
El joven militar asintió. Le comentó que sí, que
esperaba instrucciones del ejército al que represen-
taba y que, entretanto, le habían encomendado

187 
Sandro Bossio Suárez

organizar una guarnición en la zona con órdenes


de inamovilidad. Hacía poco que, por disposición
del propio Simón Bolívar, había sido ascendido en
ceremonia pública. El pueblo, atemorizado por las
represalias de los rebeldes, se puso a salvo en cuanto
escuchó los compases de la solemnidad, de manera
que la condecoración se realizó en una plaza dema-
siado grande para cinco militares colocándole una
medallita a un oficial de infantería.
Antes de retirarse del pueblo, los enviados gu-
bernamentales le entregaron el nombramiento oficial
que el nuevo ejército soberano le hacía: jefe en pleno
de la división central del ejército, y su primera misión
era terminar con los focos sediciosos de los realistas
que seguían sembrando el pánico en la región. Para
ello le dejaban dos oficiales de menor rango y la auto-
ridad necesaria para incorporar reclutas y gastar un
pequeño presupuesto castrense. Todos los habitan-
tes se negaban a prestarle socorro porque creían que
si lo hacían, los rebeldes se vengarían como en otras
oportunidades.
Pero Silvano Martel fue tan convincente a la
hora de pedir dádivas, que en pocas semanas había
conseguido ablandarle el corazón a medio pueblo.
La que le prestó mayor sustento fue Amandina Ráez
y Gomero, quien, respuesta ya de la fiebre de amor
por él, había iniciado una discreta relación con

188 
Colección del Bicentenario

el renovado Ignacio de Espadante. Así las cosas, la


guarnición estuvo lista en menos tiempo del pensa-
do y, con esta muestra de operancia, el resto de la
población se desligó de sus temores y se lanzó en
una multitudinaria cruzada benéfica para comprarles
borceguíes a los soldados. Nadie negaba la autoridad
de Silvano Martel.
Pese a la algarabía del pueblo, que organizó una
vibrante despedida en la que dieron de beber fermen-
to con pólvora a los soldados (infame pócima que la
milicia conocía como «chupilca del diablo»), pocos
entendían que la independencia le había costado a
la patria mucho más de lo imaginable: la mitad de su
territorio. Por pecaminosa soberbia, el general liber-
tador la había despojado incluso del altiplano para
crear una república nueva que llevara su nombre.
La situación política no era la mejor, pues continua-
ban los desafueros constitucionales por parte del
dictador, el avasallamiento del parlamento y los vi-
lipendios a los indígenas. Pero, en realidad, lo peor
que quedaba de esta época era la mala herencia del
caudillaje militar que, sin que nadie lo sospechara,
prosperaría en las décadas siguientes, empobrecien-
do mucho más al país y engendrando cuantiosas
guerras civiles.
Con su nueva investidura y su naciente pode-
río en la región, Silvano Martel persiguió sin tregua

189 
Sandro Bossio Suárez

a los rebeldes, dándoles batida incluso en la selva,


de manera que pronto había logrado con sus solda-
dos desactivar todos los núcleos insurgentes de la
zona. Enteradas del desencuentro con Antonina, lo
más natural hubiera sido que las mujeres volvieran
a despertar sus instintos dormidos por él. Pero no
fue así. Se había esparcido por el pueblo una especie
de reparo, de respetuoso recogimiento a raíz de los
acontecimientos últimos, y las mujeres guardaban
considerable distancia. Desde luego, no todas esta-
ban dispuestas a honrar el duelo, pues hubo algunas
que más bien encontraron en esas circunstancias la
ocasión de acercarse a Silvano Martel y escabullirse
de noche a la guarnición. El capitán claudicó ante
esas presencias nocturnas, encubiertas, dejándose
arrastrar por incontables encuentros que, en lugar
de aplacar su vientre, terminaron por hundirlo en
una desolación aún más profunda. Y es que en cada
mujer que se le acercaba, en cada cuerpo volátil y
cada respiración echada junto a él, creía encontrar
un rastro, un vestigio de Rósula, y eso acrecentaba
sus culpas y su soledad.
Por esos días volvió a escuchar los lejanos acor-
des del rabel. Hacía tiempo que no lo hacía, pese a
que se había entregado a la desesperada comisión de
descifrar la poesía enigmática del librote, pero una
noche despertó con los acordes sueltos en la oscu-

190 
Colección del Bicentenario

ridad de su habitación, casi palpables, y entonces se


levantó y salió a la intemperie a embeberse con la
escarcha de la madrugada; lo primero que vio fue
una lluvia de estrellas malvas precipitándose detrás
de la cordillera. Se entregó al cultivo de rosas y li-
copodios. En cuanto se liberaba de sus deberes, se
encaminaba al fondo de la guarnición, donde había
montado un fragante invernadero para ocuparse de
sus plantas. Las tenía de todos los colores y parente-
las, y con dedicación y entusiasmo, pronto aprendió
a podarlas, a injertarlas, a alimentarlas con nitrato,
y tanta entrega les consagró que no vaciló en hacer
largos recorridos para intercambiar brotes y semillas,
sin amilanarse con las primeras derrotas.
Poco después, gracias a su perseverancia, había
logrado la especie más exótica de las rosáceas: una
fantástica rosa negra que parecía labrada en tercio-
pelo. Se la obsequió a Benilda Almirazán, en el centro
de un ramo de rosas color fuego, que le hizo llegar
con Paguatanta para no tener que cruzarse con An-
tonina. La cocinera sabía que su señora no hubiera
aceptado el ramillete de haber conocido su proce-
dencia y, por ello, se adelantó a los hechos y prefirió
ponerlo en agua fresca y depositarlo en silencio en la
alcoba de la señora de la casa.

191 
Sandro Bossio Suárez

El doctor Críspulo Monsante regresó con las prime-


ras lluvias del invierno. Traía estupendas noticias
sobre el avance de la medicina, pues había logrado
imponer en los anfiteatros europeos su técnica de
intervenir los intestinos por el ombligo, y también
portaba novedades sobre la familia de visitador. Lle-
gaba más canoso y elegante que cuando se había ido,
con sombrero alto, bastón con empuñadura de plata,
capote de noble que lo distinguía, y, lo mejor, con
noticias de Lucerminda.
Resulta que, sin buscarla, se había cruzado con
ella en una calle de la capital, y habían conversa-
do largo tiempo en una bombonería del Portal de
Mercaderes mientras esperaban que partieran los
coches hacia la sierra. De ese encuentro casual, el
doctor Monsante llevaba la prueba más categórica:
una carta que Lucerminda le dictó al amable mé-
dico y que había firmado con su estremecida letra
de colegiala. En ella, dirigida al padre, la muchacha
suplicaba perdón a la familia por su salida intem-
pestiva y consolaba a todos con la noticia de que era
dichosa al lado de Cantalicio Santatierra, el pajarero,
quien, con sus habilidades chamarileras, había con-
seguido en poco tiempo convertirse en el mercader
más solicitado del puerto. Abandonada la venta de

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pájaros ornamentales, estaba ahora dedicado a la


importación de telas y alfombras desde las fenicias
orientales. Es más, Lucerminda esperaba a su pri-
mer heredero, y en cuanto alumbrara, anunciaba un
largo viaje por tierras de musulmanes.
—¡Serán gemelos! —gritó, alborozada, Benilda
después de consultarlo en su tablero de gamocricia.
El inexpresivo y solitario visitador tampoco fue
inmune a la novedad. Apenas sonrió, es verdad, pero
algo cambiaría en sus internos, pues esa noche, des-
pués de mucho tiempo, volvió a pedir que Paguatanta
le preparara su delicioso caldo de culitos de perdiz.
Parecía que la fatalidad empezaba a dar marcha
atrás no solo para la familia del visitador, sino para
el pueblo entero, pues, entusiasmada por los nuevos
aires de la independencia, la gente fue ganada por
un dinamismo nunca antes visto, y todos se obsti-
naron en blanquear sus viviendas y sembrar matas
florales en los balcones, y limpiar la acequia que
recorría la calle principal, dejando el pueblo tan en-
galanado que los visitantes que lo conocieron por
esa época verían en él una localidad de figuración.
Casi sin que nadie se percatara, la anchurosa calle
principal se había llenado de negocios, bullía en
actividad, haciéndole competencia a la feria domi-
nical, que tampoco se cansaba de prosperar. De esa
época provenían los palestinos que un buen día, en

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completo silencio, abarrotaron la sexta cuadra de la


calle con sus fumosos bazares de telas batanadas.
Pero no solo florecieron tiendas de pasamanería y
almacenes de víveres, comercios de licores, clubes
y hospederías de primera clase, sino también una
infinidad de comercios que impregnaron al pueblo
de una atmósfera abierta al mundo: venta de relojes
y ampolletas, prenderías, estancos de tabaco, tapi-
cerías, tabernas y casinos con taburetes de lustrina,
y muchos otros establecimientos de dudosa reputa-
ción, donde se vendía confites, se fumaba opiáceos,
se apostaban las haciendas y hasta las mujeres, y se
ofrecían masajes a discreción.
Por esos días el doctor Gotardo Márquez intentó
quitarse la vida. Era noche de plenilunio y Aman-
dina había recibido en su casa a Ignacio para seguir
planeando la boda que se avecinaba, cuando las velas
empezaron a parpadear. Pronto notó con extrañe-
za que el humo de la vela empezaba a moverse en
forma de espiral pese a que no había viento. Enten-
día que eran muestras de que una tragedia estaba a
punto de suceder. Las velas son una rica fuente de
información profética. En sus llamas, en su opaci-
dad o nitidez, se encuentra la dinámica de muchas
ocurrencias. Un nacimiento está asegurado cuando
la llama crece. Los abatimientos se traslucen con las
velas lacrimosas. La ambición se sustenta con una

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llama que dobla su tamaño y la amistad con una


vela que prende al primer intento. Una vela que acu-
mula grasa y se consume rápidamente, despidiendo
humo acaracolado, anuncia que alguien está a punto
de morir.
Al interpretar este signo, Amandina pensó inme-
diatamente en su padre, el baldado, pero lo encontró
en su habitación de lo más plácido escuchando las
tonadas de la retreta de la plaza. Entonces recordó
a sus futuros suegros, pero Ignacio le aseguró que
había dejado a sus padres en buen estado hacía
pocos minutos.
—¡El doctor Márquez! —chilló la muchacha—.
Hoy es lunes y rigen las velas sobre las mentes bri-
llantes.
Su intuición de mujer la había alertado de su
amor no correspondido y había alcanzado la certera
conclusión: «Vamos, dese prisa», espoleó a Ignacio.
«Es aquí cerca, cruzando la calle». Él no entendía
nada, pero igual la secundó. Cuando entraron al
consultorio, casi derribando la puerta, el médico
boqueaba en medio de un vómito amarillento. «Se
lo dije, se lo dije», repetía Amandina ante el atónito
Ignacio que no atinaba a hacer nada. Fue ella la que
le suministró los primeros socorros al moribundo.
«Deje de estar allí paradote y consiga carbón», le or-
denó a Ignacio. «El carbón es el correctivo universal.

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Y luego vaya a buscar al doctor Monsante. ¡Pero co-


rra, muchacho de Dios!».
Esa tarde, después de recibir a Antonina en su
despacho y de haberse negado a representar la os-
cura comedia montada por ella, el doctor Gotardo
Márquez había decidido ponerle fin a su vida. Creía
que un puñado de almendras de estramonio sería
suficiente. Pero no contó con que la altitud del va-
lle actuaría como catalizador, rebajando la fiereza
del veneno, que, al mismo tiempo de envenenar-
lo a medias, le causó una borrachera descomunal.
El anuncio de las velas y los primeros cuidados de
Amandina le salvaron la vida, tanto que, al llegar el
doctor Monsante, ya el moribundo había recobran-
do la consciencia y temblaba envuelto en una manta.
Sin perder la cordura, incluso algo divertido, el viejo
médico hizo que su colega bebiera aceite de ámbar,
y cuando lo tuvo más repuesto, le colocó pasta de
magnesia en las heridas de la boca que el veneno
había generado, y le recetó sumidades de hipericón
para su larga convalecencia en la mansión de los
Ráez y Gomero.
Antonina estallaba en furia. Pero, una vez más,
operó con tal precisión y sosiego, que pocos la re-
lacionaron con la dramática decisión del doctor
Gotardo Márquez. Se pasaba los días en la residencia,
sin levantar sospechas, entregada a sus quehaceres

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habituales, y apenas si salía para visitar a sus cono-


cidas. Sin embargo, en las profundidades de su ser
habitaba un ansia desatada por lograr su cometido a
toda causa, así que no desperdiciaba momento algu-
no para tramar y tramar las puntadas de sus nuevos
propósitos. Descartado el intento con Gotardo Már-
quez, quien pese a la pasión que sentía por ella había
resultado temeroso, ahora pensaba en algo que no
la sacara de casa y que, sin embargo, le garantizara
resultados efectivos. Se dio a buscar en las olvidadas
arquetas de su madre, donde esta había acumulado
docenas, acaso cientos de breviarios esotéricos y
recetas mánticas, y las leía con dificultad pero con
profusión, escogiendo los más prometedores hechi-
zos de amor.
Probó en luna llena espolvorear con canela en
polvo la punta de un cigarrillo amarrado con siete
vueltas de hilatura verde y fumarlo expulsando el
humo a la intemperie mientras evocaba a Silvano
Martel. Probó escribir con lápiz rojo el nombre del
amado en un extremo de un papel y el suyo en el
otro, y doblar la hoja de tal manera que los nom-
bres quedasen de frente, y luego enrollar el listón
rojo con tres nudos, y guardar el envoltorio por siete
días en su cómoda. Probó colocar pétalos de rosas
rojas sobre un terciopelo del mismo color y encen-
der un velón escarlata a la derecha y otro blanco a la

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izquierda, anudando los cabellos del conjurado con


los suyos, y regando gotas de su propia sanguaza
menstrual en la mesada. Probó todo, pero Silvano
Martel parecía protegido contra cualquier sortilegio
doméstico. Eso tampoco desalentó a Antonina. Ini-
ció con el ciclo de las oraciones, y su habitación se
llenó de crucifijos, de piedras de alumbre, de imáge-
nes de santos compradas a escondidas en el sector
espiritualista del mercado. Invocó a la voluntad de
san Antonio, al beato Cipriano y a la Santa Muerte; a
las tres almas cautivas, a Pomba Gira de los caminos
cruzados, a las entidades del desespero, al corderito
manso; y a una sucesión de ánimas y diosecillos
especializados en traer de regreso al amante y ama-
rrarlo para siempre al lado de la invocadora, pero
aquellas maniobras tampoco surtieron efecto. Lo
máximo que logró, una noche, fue atraer el incon-
fundible aroma de Rósula, que se expandió por toda
la estancia.
Benilda, al contrario de su hija, empezaba a
alejarse de los métodos oscuros porque, finalmen-
te, había comprendido que el ocultismo solo había
llevado desgracias a su vida. Era un deseo que acari-
ciaba desde hacía mucho tiempo, pero cada vez que
lo intentaba, una influencia superior mucho más
poderosa se lo impedía. En una ocasión, firmemen-
te decidida, había logrado sobrevivir unos cuantos

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meses sin sus consultas herméticas, pero a medida


que iban pasado los días, las ansias de saber lo que le
depararía el destino iban creciendo, provocándola,
martirizándola, hasta que una noche, ahogada por la
presión de su pecho, sacó las barajas para preguntar-
les si algún día dejaría de confiar en ellas.
—¡Dios mío! —se decía desconsolada—. Es un
vicio peor que fumar.
En realidad quería apartarse del dominio de
las barajas, porque a esas alturas había llegado a la
amarga conclusión de que estas, con una magia
incomprensible, no predecían el futuro, sino que
forjaban el porvenir siniestro de los incautos. Con
esta certeza, las sesiones cartománticas ya no le re-
sultaban un placer, sino todo lo contrario, el peor de
los sufrimientos. Fue por esa razón que, por primera
vez en su vida, dejó de lado la cábala de los muer-
tos que le había llevado Isadora, y ni siquiera intentó
examinarla. Estaba entregada al cuidado de su ma-
rido. «Al fin y al cabo, los esposos no son más que
hijos grandes», se consolaba. Ella misma se encar-
gaba ahora de sus alimentos, del agua de saponaria
para su baño, de sahumar sus calcetas y almidonar
los cuellos de sus camisas, delegando a Paguatanta
solo los deliciosos caldos de culitos de perdiz. Con
una devoción renovada le mandó a confeccionar
trajes y capotas en los comercios de los palestinos,

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encargó zapatos y bastones a la capital, y comisionó


a un lejano puerto mercante una infinidad de som-
breros, sortijas y cadenas para tenerlo incluso mejor
que antes.
Don Artemio de Aspadante se dejaba hacer.
Desde la ausencia de Rósula, como si la vida care-
ciera de cualquier valor, se pasaba los días en la
alcoba, entregado a los cuidados de Benilda, o en
su biblioteca, armando fortalezas con sus palillos
de dientes, o, de vez en cuando en la sala, mirando
con ojos vacíos su diván de dos cuerpos que nunca
más volvió a utilizar. Al principio de la tragedia, to-
dos intentaron devolverle la vitalidad, restituirle su
verdadera potestad, pero pronto se dieron cuenta de
que su desaliento era mortal, pues el único interés
que mostraba eran sus palacios en miniatura a los
que siempre retornaba en absoluto silencio, así que
decidieron dejarlo vivir en paz entre las sombras de
la residencia.
Aunque en varias ocasiones volvió a encabezar
la mesa y fue respetado por el pueblo hasta el final
de sus días, el visitador nunca más se hizo cargo de
nada. Le gustaba escuchar de su esposa la reposada
lectura de la gaceta y, a veces, salir con ella a dar un
lento paseo entre los arcos del jardín. Nunca se supo
si se sintió a salvo de las malevolencias del destino,
si llegó a enorgullecerse de la permuta de su hijo, o si
se contentó con las sucesivas noticias de Lucerminda

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quien, en efecto, había tenido gemelos y anunciaba


una pronta visita a la residencia al lado de su ado-
rado pajarero. Benilda no prestaba atención a esas
cosas: lo único que le interesaba era que su marido
siguiera respirando.

Antonina aprovechó la ausencia de su madre en su


alcoba para sustraer la cábala de los muertos. Con
ella, a escondidas, tropezando en la lectura que le re-
sultaba cargante y enrevesada, se pasó madrugadas
enteras aprendiendo acerca de la necromancia, pues,
como última alternativa, estaba convencida de que
solo el espiritismo podía despertar de nuevo en Sil-
vano Martel la pasión por ella perdida. De ese modo,
fue sumiéndose poco a poco en el conocimiento de
la ciencia espírita, y aunque poco conocía acerca de
ella, a fuerza de lecturas y voluntades fue dominán-
dola cada vez más. Primero supo que era posible
comunicarse con los espíritus, con todos los que
queramos, y luego aprendió a diferenciarlos en la pe-
numbra de su habitación: los impuros, los batientes,
los benévolos, los superiores. Aprendió que los pe-
nantes son los protectores de las familias, guardianes
hereditarios de todas las descendencias, y que son
los primeros con quienes podemos entrar en contacto.

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Supo también que es posible absorber las virtudes


de un espíritu. Se sintió tan deslumbrada con el des-
cubrimiento, que una noche abrió las ventanas de su
habitación y, sacudida por el viento glacial de junio,
gritó al firmamento:
—¡Ha nacido una invocadora!
Cuanto más descifraba la cábala, menos salía de
su habitación y menos interés le provocaba el mun-
do exterior, y así iba entendiendo que los espíritus
obran sobre nuestro pensamiento sin que nos demos
cuenta, induciéndonos a cumplir sus deseos. Supo
que al invocar a una manifestación, debemos abste-
nernos de hacer preguntas sobre cosas materiales, y
que es mejor llamar a una entelequia cualquiera, a
la que esté dispuesta a comunicarse con nosotros,
utilizando un lenguaje cálido y sencillo, y no a uno
determinado. Solo los espiritistas evolucionados,
aquellos que incluso pueden transcribir las inspira-
ciones de los invocados, pueden solicitar a espíritus
concretos. Antonina supo pronto que no se necesitan
muchas personas en torno a una mesa para convo-
car a una entidad anímica. Y que tampoco es verdad
que exista una hora mágica para las invocaciones.
Sola, encerrada, continuó experimentando en las
siguientes semanas, hasta que una buena tarde deci-
dió dar el paso definitivo: conocer los rudimentos de
la regeneración espiritual. Aprendió que es mucho

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más fácil llamar a un espíritu recientemente falleci-


do, porque este pasa cuarenta y nueve días en la tierra
antes de encontrar la luz, y es oportuno aprovechar
ese periodo para las invocaciones. Deseaba con fer-
vor convocar a Rósula, traerla de vuelta aunque sea
por un momento, para absorber de ella una vez y
para siempre su habilidad para componer rimas y
prosas, y tocar el rabel como nadie en el mundo de
los vivos. Si el espíritu de su hermana encontraba la
luz, sería más difícil traerla de regreso, y por ello lo
intentó cada noche, haciendo conmovedores esfuer-
zos que en las madrugadas la dejaban desfallecida,
pero con pocos resultados. Lo máximo que logró
al terminar esa temporada fue ver en el reflejo de
un vidrio la presencia etérea de Rósula. La vieja Pa-
guatanta la encontró una mañana en su habitación,
dormida sobre la cama, completamente desnuda y
envuelta, desde la cabeza hasta los pies, por varias
vueltas de su increíble cabello desatado.
Silvano Martel llegó al final de su espera. Cuando
se enteró que el doctor Gotardo Márquez, repues-
to y avergonzado de lo que había pretendido hacer,
emprendía marcha hacia la capital, resolvió seguirle
los pasos. Escribió una larga carta en la que agrade-
cía haberlo puesto al frente de la guarnición, pero
como los rebeldes fidelistas estaban derrotados, y
el pueblo había recobrado su tranquilidad, vio por

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Sandro Bossio Suárez

conveniente regresar a su patria a fabricarse un des-


tino distinto al que le ofrecía la milicia. Se despidió
de todos, familia por familia, y dejó para el último
la tumba de Rósula. Le llevó rosas como a ella le hu-
bieran gustado:
—Le traigo mis venas abiertas, señorita y dama
—le dijo como si ella pudiera escucharlo y, al momen-
to de colocar las rosas, una espina le pinchó el dedo
y la herida empezó a sangrar. Entonces agregó—: y le
traigo también el honor de seguir desangrándome
por usted.
Les encargó a Ignacio y a Amandina sus inver-
naderos fragantes. Los dichosos novios tenían ya
fecha de boda y, aunque hubieran querido que Sil-
vano Martel se quedara para apadrinarlos, no había
retroceso en la decisión tomada. Ignacio se había
convertido en un hombre de provecho, en una per-
sonalidad que se distinguía en la nueva sociedad, al
punto que había sido elegido como el primer alcalde
del pueblo. Tenía como responsabilidades algunas
funciones educativas, de salubridad y de beneficen-
cia, sobre todo, pero también de policía y de orden.
Desde que se hizo cargo del municipio impuso
una nueva manera de gobernar. Se pasaba buena
parte del día en el despacho, revisando corresponden-
cia, escuchando los descontentos de los ciudadanos,
dictando edictos y disposiciones, y haciendo ence-

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rrar en la prevención a los bandoleros de la región.


Patrocinó el comercio, reduciendo los impuestos en
su término municipal, y destinó parte de los tribu-
tos al ornato público, a realzarlo y embellecerlo aún
más, y tan pronto como pudo dictó una ordenanza
que obligaba a los criadores a donar semanalmente
ganado a la municipalidad para que esta, a su vez,
lo ofreciera a los hospicios. Pero su inspiración fue
más allá: cada seis meses organizaba deliberaciones
públicas mediante las cuales la gente evaluaba su man-
dato. Su gestión fue una de las más importantes de
la historia del pueblo y así como él, José Antonio del
Carmen, su único hijo, cumpliría también labores
políticas con igual esmero y lucimiento en el futuro.
El viernes por la noche Antonina logró lo que
tanto anhelaba. Sentada ante el tocador, rodeada de
inciensos y velas, consiguió materializar el espíritu
de Rósula. Siguió al dedillo lo que indicaba la cába-
la de los muertos, sin desesperarse, llamándola con
seguridad, preparando su energía para recibir en sus
interiores al espíritu. Declamó una y otra vez unos
ensalmos para demandar a los difuntos, los ojos
cerrados, la respiración pausada, y aunque por un
momento la invadió el miedo, espantó el temor atro-
pellando la invocación. Pisaba ya los terrenos de las
espiritistas facultativas, las capacitadas para convocar
espíritus determinados y albergarlos temporalmen-

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te en su propio cuerpo, y así siguió reclamando el


nombre de la convocada, una y otra vez, sin exte-
nuarse, hasta que notó que una sombra manifiesta,
morosa, se desprendía del techo, descolgándose en
la oscuridad como ramificaciones de brea para in-
troducirse en ella por entre los cabellos de la nuca.
Así permaneció, en estado letárgico, hasta que ter-
minó la sesión.
Poco después estaba en la guarnición, bella pero
pálida, y buscaba la habitación de Silvano Martel
como si en verdad conociera las instalaciones. El ca-
pitán, que preparaba sus equipos para su viaje sin
retorno, se impresionó al verla porque pensó que era
una aparición que hubiera traspasado el tabique. Ella
no le dio tiempo de decir nada: se acercó al librote
de los versos cifrados y, tomándolo, se lo mostró:
—Dijo usted que cuando lo tuviera otra vez en
mis manos, estaríamos juntos de nuevo —y le sonrió
con una expresión que le pertenecía a Rósula y no a
Antonina—. Y aquí estoy, capitán, dispuesta a com-
pletar nuestra historia.

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Índice

Uno 7

Dos 73

Tres 153

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