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PRINCIPIO Y FIN

Por Antonio Vélez

Hace quince mil millones de años, toda la materia del universo se encontraba reunida en
una esfera diminuta, casi un punto matemático, sometida a densidades y temperaturas
imposibles de imaginar. Era el instante de la creación o del big bang. La gran explosión
primigenia. También era el comienzo del tiempo y el espacio.

Transcurrido el primer milisegundo, los quarks empezaron a condensarse y a formar


partículas elementales. Se habían completado tres minutos apenas cuando, en medio de
ese caldo de radiación y partículas elevado por la inmensa densidad a temperaturas
infernales, la interacción fuerte, la más profunda y más intensa de las fuerzas de la
naturaleza, comenzaba a formar los primeros núcleos atómicos.

Quinientos mil años más tarde, el turno fue para la fuerza electromagnética, su tarea:
ensamblar electrones y núcleos para formar átomos estables. A partir de ese momento, el
universo, originalmente constituido en su mayor parte por radiación, dio paso a otro en el
que predominaba la materia. Se inició entonces el imperio de la gravitación. Su primer
compromiso: ordenar el caos. La materia, fresca, recién formada y anárquica, se
congregó en galaxias, dentro de las galaxias en soles, y alrededor de éstos en planetas.

II.
Diez mil millones de años después, encontramos que, en las afueras de una modesta
galaxia espiral, la Vía Láctea, se había formado, de una nube de gas y polvo de estrellas,
restos póstumos de una brillante supernova, un sistema solar de dimensiones, a escala
cósmica, despreciables. En su interior, en uno de los planetas menores, se comenzaba a
gestar el milagro de la vida.

Casi ochocientos millones de años tardaron las moléculas en remontar la corriente de la


entropía hasta configurar la primera célula, el primer ser vivo de ese planeta reciente.
Nuestro primer padre. Un adán microscópico, simple e imperfecto, con cuerpo de bacteria
y corazón de ADN. Pariente muy lejano de las estrellas.
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La naturaleza acababa de realizar, en un golpe de azar afortunado, la revolución más


grande en la historia del sistema solar: una improbabilísima molécula en forma de doble
hélice capaz de duplicarse, esto es, de crearse futuro; base esencial de la vida, portadora
fiel de la información genética y receptáculo mnemónico de todos los logros evolutivos. La
química había rebasado los amplios límites de la magia: lo inorgánico quedaba de repente
transmutado en materia viva, palpitante; eterna, en potencia.

A partir de ese momento crucial, comenzó la naturaleza a experimentar con la vida; cada
segundo, día y noche, a modificar miles de veces lo ya modificado. A inventar más vida. Y
en medio de ese juego infinito de azar, se descubrió la luz solar como alimento universal;
un maná inagotable que llovía del cielo y se derramaba generoso por la tierra. Los
organismos vivos dispusieron de una alimentación balanceada y económica de luz, aire y
agua. La fotosíntesis pasó convertirse en el soporte energético de la vida; también en su
aliento, por el oxígeno liberado; y en su protección, por la coraza de ozono que se iba
construyendo con sus residuos. El firmamento comenzó a tomar su tinte azul; los
atardeceres el naranja.

Después del descubrimiento del ADN, el de la fotosíntesis ha sido el suceso más


trascendental en la historia de la evolución. Sin ella, la vida que conocemos hubiese
sido un episodio fugaz, y la superficie de nuestro planeta sería hoy un inhóspito desierto
lunar de polvo y rocas acribillado por la radiación ultravioleta.

Transcurridos algunos cientos de millones de años más, ocurrió cierta mañana un


accidente afortunado y en apariencia intrascendente: la vida decidió asociarse. Dos
bacterias unieron sus destinos en forma simbiótica o cooperativa y dieron lugar a un
nuevo ser; una unidad viva poseedora de un orden de complejidad mayor que el de cada
uno de sus componentes. Suma curiosa cuyo total superaba por cómodo margen la
adición usual de las partes. Brotaron, como resultado de ese cooperativismo infinitesimal,
los primeros unicelulares compuestos, los organismos eucariotas, unidades básicas con
las cuales se integrarían más adelante todos los organismos multicelulares.

Se había producido un salto cualitativo en la tecnología biológica que instalaba de repente


la vida en un universo de dimensión superior. Y se revelaron en ese instante dos
principios básicos en la evolución y ejercicio de la vida: la fuerza de la unión cooperativa y
las ventajas de la división del trabajo. Suma y división, la simple aritmética del progreso.

Mil millones de años más se consumieron en ensayos fallidos, la vida madurando al sol,
hasta que, al fin, varios unicelulares eucariotas se unieron, también en forma simbiótica,
para configurar un tipo desconocido de ser vivo, poseedor de un orden de complejidad
superior al de todos sus predecesores: el primer organismo multicelular comenzaba con
torpeza a deslizarse por el agua. De nuevo nos hallábamos frente al poderoso mecanismo
formado por la unión cooperativa de fuerzas y la división del trabajo, seguido todo ello por
especialización de conjuntos de células en tejidos y órganos.
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Y entre éstos, uno muy especial se encargó de coordinar las funciones de los restantes,
de almacenar el pasado y tomar decisiones en presente. Se había dado inicio a la
evolución de la inteligencia, otro hito en la historia de la vida. Las contingencias generales
de la especie perduraban registradas en el ADN; pero, de ese momento en adelante, las
experiencias particulares de cada individuo empezaron a quedar grabadas en sus
neuronas, con el fin de repetir las acciones exitosas y de no reincidir en los fracasos.

Había nacido la memoria neuronal, sustrato indispensable de la inteligencia, y base futura


de la razón y la consciencia. El viviente ya era capaz de aprender; una importante
discontinuidad evolutiva mucho más tarde sería capaz de enseñar, lo que inauguraría
sobre el orbe un nuevo tipo de herencia, mucho más veloz que la genética: la cultural. El
cerebro había hecho posible que se cambiase adaptación por adaptabilidad, novedad
biológica que permitiría a la vida extenderse en todas las direcciones y cubrir muy pronto
la variada superficie del planeta.

Con la multicelularidad emergió el sexo aparecieron Adán y Eva, una manera de mezclar
el ADN entre específicos, con el propósito de purificarlo de sus defectos y generar la
variabilidad adicional que la selección natural requería para iniciar el difícil ascenso hacia
la inteligencia superior. El aprendizaje de los roles genéricos estaba en sus albores. Las
especies se habían vuelto bipolares: machos y hembras, complementos directos y
circunstanciales.

La vida se dividía, para integrase enseguida de múltiples maneras y jugar viciosamente a


la ruleta genética. Una nueva y poderosa dialéctica: divergencia de sexos y funciones
vitales, convergencia y mezcla de genomas. Se dio inicio en esa fecha a la historia de la
promiscuidad sexual, llena de beneficios biológicos y ásperos roces. Quedaron latentes
los celos y las extenuantes luchas por la reproducción; en potencia, el odioso dimorfismo
sexual.

La multicelularidad ofreció un exuberante potencial de diseños, de funciones novedosas y


versátiles, de progreso vital. Pero con ella también emergieron la vejez y la muerte,
compañeras inseparables. La muerte, depredadora universal, asumió la higiénica tarea de
corregir la vida, aligerar la tierra y reciclar los elementos biológicos. Pero la vida retoñaba
con empeño en una lucha equilibrada; y, así, al tiempo que la vida celebraba sus victorias,
la muerte, sin pesares, cantaba su oficio de difuntos.

La evolución, fruto final y visible de la contraposición vida-muerte (porque la vida sin la


muerte no progresa), no puede detenerse; es inherente a su naturaleza una extraordinaria
dinámica. Siguió probando al azar con las nuevas formas, y en unos pocos millones de
años ya se había elaborado todos los diseños básicos, los phyla animales, sobre los
cuales seguiría haciendo variaciones interminables, modificando sin reposo las formas
iniciales, perfeccionándolas hasta los más íntimos detalles, pero sin que nunca en la
historia de la vida se volviera a crear una arquitectura esencialmente nueva.
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Y con la multiplicidad de diseños nacieron los ecosistemas: las formas vivas se


repartieron el espacio y entretejieron sus quehaceres; colaboraban o competían, siempre
sobre el filo de un delicado equilibrio biológico.

Un día ya olvidado del remoto paleozoico, hace más de quinientos millones de años,
apareció entre las aguas un extraño individuo provisto de una ingeniosa estructura interna
articulada y sólida. De este primer espécimen de carne y hueso, el primer vertebrado, se
aprovecharon inmediatamente sus descendientes para acelerar los desplazamientos en el
medio líquido y para crecer sin deformarse. Las aguas pasaron a ser patrimonio de los
peces. Nuestros bisabuelos acuáticos, peces primitivos de diseño anticuado, empezaban
a navegar por los rios, despreocupados e ignorantes de su importante destino futuro.

La evolución, laboriosa y oportunista, se dedicó a explotar ese filón inagotable; y fue de


esta manera como, en cierto oscuro momento, enterrado para siempre en los estratos
profundos del pasado, un miembro de la familia de los peces aprendió a respirar el
oxígeno del aíre. Este venturoso suceso, que debió ocurrir hace poco más de
cuatrocientos millones de años, le permitió al protoanfibio ensayar sus primeras
caminadas sobre suelo firme, espacio que ya había sido colonizado milenios atrás por las
plantas y los insectos. Se descubrió en ese momento el paraíso terrenal y sus tentadoras
riquezas vegetales.

La vida seguía extendiendo sus raíces. En un corto tiempo (a escala geológica), los
reptiles ancestrales inventaron el huevo amniótico: una hermética charca en miniatura que
ponía las crías a salvo de los voraces predadores acuáticos más tarde, en los mamíferos;
la pequeña charca pasaría al interior del cuerpo de la madre. Este fue un paso notable
que significaría la independencia definitiva del hábitat acuático.

Se iniciaba con pasos arrastrados y vacilantes la conquista de la tierra seca y firme. Los
reptiles ya podían alimentarse, respirar, moverse y reproducirse fuera del agua. Pero
seguían siendo seres fríos, indolentes y serios, casi como minerales; vivos sin vida. La
gravedad empezaba a ser domesticada. Se vivía el año trescientos millones antes de
nuestra era.

Hasta ese momento la tierra era el reino del silencio. No se escuchaba todavía el canto de
los pájaros, tampoco la Carla intrascendente de las guacamayas, ni la bullaranga alegre
de los monos. Un mundo donde sólo se percibía la sosegada respiración de las plantas, el
rumor de encajes de las libélulas gigantes, el aleteo de las hojas secas al caer de los
árboles, el murmullo de los enjambres de abejas en el sol de la tarde, la algarabía de las
mariposas, las voces invisibles de los peces. Un silencio desconocido por el hombre
moderno, ser ruidoso y parlante. La paz del alma sin existir el alma.

La tierra era aún fresca y transparente. Abanicada en las tardes de verano por los molinos
de viento de las altas palmeras. Impecablemente limpio el cielo, despercudido el viento,
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mensajero exclusivo de las flores y los perfumes ásperos de los matorrales. Las noches
lustrosas; las estrellas sin número y sin nombres. El mundo no albergaba aún
pensamientos sombríos, ni se conocían los pecados mortales de las religiones: nuestro
lejano bisabuelo de esta época era un reptil elemental desprovisto de intenciones.

Corría el año 230 millones antes de Cristo. Los mapas eran simples: un solo continente
casi sin límites, Pangea, rodeado por un mar de proporciones descomunales, Panthalasa.
Entonces allí, sobre la superficie ya verde del magno continente, se comenzaron a realizar
los experimentos más interesantes de natura. En uno de ellos, un reptil pequeño tomó
forma de dinosaurio, y por espacio de ciento setenta millones de años, él y sus extraños
descendientes dominaron el mundo. Bípedos, oblicuos y de formas extravagantes la
mayoría de ellos; otros, gigantes, artistas de la desmesura.

En mitad de ese largo periodo, algunos saurios atrevidos inventaron por segunda vez el
vuelo los insectos habían sido los pioneros, e iniciaron la conquista definitiva del cielo. Los
pterodáctilos, pájaros imposibles, casi mitológicos, transitaban audaces por los frágiles
caminos del firmamento y jugaban ahora escondites en las nubes. Mientras esto ocurría,
las aves primitivas, leves dinosaurios revestidos de plumas, seguían el ejemplo y
aprendían también los oficios de altura. La vida experimentaba la tercera dimensión. La
ley de la gravitación universal era burlada seriamente.

Mientras tanto, en las sombras de la noche y a la sombra de los exitosos dinosaurios, un


grupo de insectívoros perfeccionaba su dentadura, aguzaban el oído, aprendían a
conservar constante su temperatura y descubrían las ventajas de alimentar las crías con
jugos de su propio cuerpo; a la par con estos avances, la rígida armadura de caballero de
los reptiles cedía su turno a la piel sedosa y delicada; la escama dura y fría se iba
metamorfoseado en pelo suave y tibio, premonitorio de caricias. Los mamíferos estaban
entrando en escena.

Las plantas, entre tanto, también hacían sus progresos: desarrollaron la flor y el néctar, y
los aceites aromáticos; seductores imanes biológicos para asegurar la fidelidad de los
insectos. Otras, por el contrario, obstinadas en poner cortapisas al insaciable apetito de
los vegetarianos, prepararon jugos acres, lechosos y tóxicos; taninos de sabor amargo
profundo; fantasmales alcaloides.

La complejidad siguió tejiendo simplicidades, en una trama cada vez más fina y apretada.
La inteligencia de los miembros de esas especies de alta tecnología evolucionaba con
rapidez, mientras esperaban en el largo frío, confundidos con las noches, a que los
saurios terribles desocuparan el espacio. Y esto ocurrió al terminar el Mesozoico hace
sesenta y cinco millones de años, de un solo golpe certero y misterioso. Pangea se había
despedazado en continentes menores. Los mapas ya se parecían a los nuestros.

En ese planeta adolescente y sin historia, cuando el hombre estaba apenas en proyecto,
no se hacían preguntas, ni se conocían las intrigas de la razón, ni los beneficios del mal,
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ni los cerrojos de la fe, ni las encrucijadas de la mentira. Sólo virtuosos inocentes


habitaban la tierra.

Entre la mansedumbre infinita de las plantas, las conversaciones repetidas de la lluvia y


las meditaciones sencillas de las bestias transcurrían los años, se consumían los siglos,
se gastaban los milenios. El aíre no había sido aún violado por la palabra, ni
ensombrecido por las maldiciones, ni herido por los gritos de la guerra. No existían
dogmas ni verdades: la inteligencia superior apenas se vislumbraba entre los bosques.

La evolución ha marchado regida siempre por los caprichos del destino. Tal vez por esta
sinrazón, una familia de mamíferos pequeños, nuestros pacíficos antepasados del
Cretácico, los primates ancestrales, persistieron en su empeño de vivir entre los
rascacielos verdes de la selva. Y fue por culpa de los árboles que desarrollaron una mano
diestra y prensil y una visión estereoscópica. Se había preparado, por conjunción precisa
de eventos aleatorios, el advenimiento del hombre.

Siguió la vida ascendiendo sin afanes hasta que un día, definitiva en la historia del
planeta, un grupo elegido de primates, aplicados aprendices de hombres se arriesgaron a
descender de los árboles y a desplazarse a pie limpio por la sabana abierta. El mono
arborícola enderezó su porte y liberó las manos, adquirió el asimiento de precisión y la
destreza manual, virtudes que la capacitaron para iniciar la gran aventura del
pensamiento. La consciencia empezaba a gestarse en las praderas africanas.

De pronto, y sin mediar ningún anuncio, el paraíso verde se cubrió de blanco. Lagos y ríos
se convirtieron en duros cristales transparentes. El mono desnudo se abrigó con pieles;
nació el pudor y se inventó el vestido. Las vicisitudes acrecentaron la inteligencia, los
desafíos la enriquecieron. Las glaciaciones dieron el empujón final al proceso ascendente
de la inteligencia, que culminó con la invención del lenguaje. Un objeto desechable y
fugaz, siempre en presente. Se creó inesperadamente un universo nuevo, virtual y etéreo:
el del verbo; y una manera económica de representar los objetos por su nombre, en la
mente. Para crear una realidad antes desconocida, la realidad mental. Las cosas muy
pronto adquirieron un nombre.

Del lenguaje brotaron en cascada la razón y la consciencia; el punto evolutivo más alto
jamás alto jamás logrado por la evolución biológica. Un ser vivo, fabricado con agua, luz
solar y minerales extraídos del propio suelo, por primera vez en la historia de la evolución
sabía que existía, se hacía preguntas, indagaba por su origen, lanzaba predicciones al
futuro, explicaba el pasado, se asombraba ante la vida, entretenía el ocio con el arte, reía
con el humor o lloraba con la muerte. Y con la capacidad de predecir el resultado futuro
de sus acciones, brotaban de la nada el bien y el mal.

Las huellas de los bípedos siguieron las rutas del destino. No tardó mucho tiempo la tierra
en poblarse de pueblos, los bosques de fantasmas, el mundo de demonios, el cosmos de
mil dioses, el azar de propósitos. Ese minúsculo renacuajo marino que luchaba apenas
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por sobrevivir ochocientos millones de años atrás se había convertido, por obra de
milagros repetidos, en todo un hombre, con cuerpo y alma. Hechura del azar repleto de
contradicciones.

El aire fue entonces violado por la palabra, oscurecido por las maldiciones, herido por los
gritos de la guerra. El planeta se llenó de ruidos. El bípedo vertical, elevado por él mismo
a la categoría de sapiens, se había adueñado del paraíso terrenal y empezaba a disponer
de sus riquezas y de la parte de sus hermanos. Comenzó a transformarlo a su antojo con
instrumentos que el mismo fabricaba. Y con los instrumentos, nuevos instrumentos, en
una escalera auto catalítica de progreso y complejidad: habían nacido la ciencia y la
tecnología. El mundo se había hecho adulto. Los ríos ya no eran de cristal y el aire había
perdido su asepsia primitiva.

A partir de ese instante es la cultura la que avanza. Con vertiginosa rapidez comienzan a
acumularse los conocimientos, capa sobre capa, hasta desbordar la capacidad de un solo
cerebro. Se conformó el super cerebro: la cuarta dimensión biológica; un ente poseedor
de un orden de complejidad superior a todo lo imaginable, compuesto por una multitud de
cerebros pensantes, cada uno en su campo particular; con deficientes sistemas de
intercomunicación, pero con un poder explosivo y aterrador, que él mismo no puede
controlar, pues carece de súper consciencia, la estructura que estabiliza el conjunto y
regula las decisiones. Al fin el hombre se creyó dueño del destino del mundo.

Pero… después… de nuevo será el reino del silencio. Sólo se escuchará la respiración
tranquila de las plantas, la música monótona de los insectos, las canciones solitarias de la
lluvia, el juego de la brisa entre ruinas.

Y mucho tiempo después cinco mil millones de años más tarde; nuestro sol, convertido en
un gigante rojo de proporciones asombrosas, llegará en su fase de inflación a ocupar
durante el día la mitad de la bóveda celeste; un espectáculo aterrador, sin testigos para
relatarlo. Y no se detendrá allí: seguirá creciendo el coloso de fuego, engullendo a su
paso los planetas interiores; el nuestro será el tercero en desaparecer, previamente
convertido en una sopa esférica de metales fundidos.

Luego, terminada la inflación, comenzará un periodo de rápida contracción que cerrará el


capítulo final de la historia del sistema solar: su muerte térmica. El sol y todos sus
compañeros quedarán reducidos a una insignificante esfera compacta y fría, una enana
blanca, que guardará para siempre enterrados en algún oscuro rincón de su interior los
restos inertes de lo que fue vida y esplendor en nuestro planeta. Del hombre y todas sus
hazañas y realizaciones no quedará ninguna constancia en el universo. Será el fin sin luto
de un episodio efímero, entre otros, en la historia extensa del universo.

ANTONIO VELEZ MONTOYA. Ingeniero electricista de la U.P.B. y Master en matemáticas de la


Universidad de Illinois. Ha sido profesor de Matemáticas en las universidades Pontificia
Bolivariana, del Valle y de Antioquia. Es autor de varios textos de carácter científico (algebra
abstracta, cálculo
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POLITÉCNICO COLOMBIANO JAIME ISAZA CADAVID

Grupo:
TALLER principio y fin

Nombre:

Documento: Fecha:

1. ¿Cuándo se empiezan a formar los primeros núcleos atómicos?


2. ¿Cuándo se comienzan a dar el imperio de la gravitación?

3. ¿Cuándo comienzan a configurasen las células?


4. Explique cuál es el soporte energético de la vida
5. ¿Explique qué tipo de experiencias quedaron registradas en el ADN y
grabadas en las neuronas?

6. ¿Según el documento por donde comenzó a deslizarse los primeros


organismos multicelulares?
7. ¿Según el autor “Un Adán microscópico con cuerpo de bacteria y
corazón de ADN?”, significa que:
8. Enumere las 3 dimensiones de la evolución de la vida

RESPUESTAS

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