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Microcuentos

Selección

Literatura Hispanoamericana II
Profesora Mita Valvassori

El dinosaurio ...................................................................................................................................................... 2
La cucaracha soñadora ...................................................................................................................................... 2
Amor 77 ............................................................................................................................................................. 2
Instrucciones para llorar .................................................................................................................................... 2
La Bella Durmiente y el Príncipe ........................................................................................................................ 3
Dulcinea del Toboso .......................................................................................................................................... 3
El Maestro traicionado ...................................................................................................................................... 3
Día de visita en la Capilla Sixtina ....................................................................................................................... 4
Los dos reyes y los dos laberintos ..................................................................................................................... 4
A primera vista................................................................................................................................................... 4
Otro dinosaurio ................................................................................................................................................. 5
Canción cubana ................................................................................................................................................. 5
Lenin y Blancanieves.......................................................................................................................................... 5
Se quiso quedar ................................................................................................................................................. 5
La cosa ............................................................................................................................................................... 6
Inicio .................................................................................................................................................................. 6
El arte de la pérdida........................................................................................................................................... 7
El emperador de China ...................................................................................................................................... 7
La más absoluta certeza .................................................................................................................................... 8
El eclipse ............................................................................................................................................................ 8
Continuidad de los parques ............................................................................................................................... 9
El dinosaurio
Augusto Monterroso

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

La cucaracha soñadora
Augusto Monterroso

Era una vez una Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha llamada Franz Kafka
que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba
que era una Cucaracha.

Amor 77
Julio Cortázar

Y después de hacer todo lo que hacen se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se visten, y así
progresivamente van volviendo a ser lo que no son.

Instrucciones para llorar


Julio Cortázar

Instrucciones para llorar. Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar,
entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y
torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido
espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el
momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si
esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato
cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca.
Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los
niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración
media del llanto, tres minutos.
La Bella Durmiente y el Príncipe
Marco Denevi

La Bella Durmiente cierra los ojos pero no duerme. Está esperando al Príncipe. Y cuando lo oye acercarse
simula un sueño todavía más profundo. Nadie se lo ha dicho pero ella lo sabe. Sabe que ningún príncipe
pasa junto a una mujer que tenga los ojos bien abiertos.

Dulcinea del Toboso


Marco Denevi

Leyó tantas novelas que terminó perdiendo la razón. Se hacía llamar Dulcinea del Toboso (en realidad se
llamaba Aldonza Lorenzo), se creía princesa (era hija de aldeanos), se imaginaba joven y hermosa (tenía
cuarenta años y la cara picada de viruelas). Finalmente se inventó un enamorado al que le dio el nombre de
don Quijote de la Mancha. Decía que don Quijote había partido hacia remotos reinos en busca de
aventuras y peligros, tanto como para hacer méritos y, a la vuelta, poder casarse con una dama de tanto
copete como ella. Se pasaba todo el tiempo asomada a la ventana esperando el regreso del inexistente
caballero. Alonso Quijano, un pobre diablo que la amaba, ideó hacerse pasar por don Quijote. Vistió una
vieja armadura, montó en su rocín y salió a los caminos a repetir las hazañas que Dulcinea atribuía a su
galán. Cuando, seguro del éxito de su estratagema, volvió al Toboso, Dulcinea había muerto.

El Maestro traicionado
Marco Denevi

Se celebraba la última cena.


—Todos te aman, ¡oh Maestro! —dijo uno de los discípulos.
—Todos no —respondió gravemente el Maestro.
Sé de alguien que me tiene envidia y, en la primera oportunidad que se le presente, me venderá por treinta
dineros.
—Ya sabemos a quién te refieres —exclamaron los discípulos— También a nosotros nos habló mal de ti.
Pero es el único. Y para probártelo, diremos a coro su nombre.
Los discípulos se miraron, sonrientes, contaron hasta tres y gritaron el nombre del traidor.
El estrépito hizo vacilar los muros de la ciudad. Porque los discípulos eran muchos y cada uno había gritado
un nombre diferente.
Día de visita en la Capilla Sixtina
Marco Denevi

Cargados de aparatos fotográficos, de máquinas fumadoras, de guías de viaje, de anteojos, de niños, de


canastas para la merienda, de sillas plegadizas, de excitación y vigor, los turistas irrumpieron ruidosamente
en la Capilla Sixtina, avanzaron a los gritos hacia el Juicio Final, se introdujeron en el muro decorado por
Miguel Ángel, forcejearon entre las torvas figuras de los condenados y al fin se precipitaron a los abismos
del Infierno.

Los dos reyes y los dos laberintos


Jorge Luis Borges

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de
Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil
que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un
escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el
andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la
simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la
declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja
ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo
daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de
Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo
rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "¡Oh, rey del
tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con
muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no
hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el
paso". Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de
sed. La gloria sea con aquel que no muere.

A primera vista
Poli Delano

Verse y amarse locamente fue una sola cosa. Ella tenía los colmillos largos y afilados. Él tenía la piel blanda
y suave: estaban hechos el uno para el otro.
Otro dinosaurio
Eduardo Berti

Cuando el dinosaurio despertó, los dioses todavía estaban allí, inventando a la carrera el resto del mundo.

Canción cubana
Guillermo Cabrera Infante

¡Ay, José, así no se puede!


¡Ay, José, así no sé!
¡Ay, José, así no!
¡Ay, José, así!
¡Ay, José!
¡Ay!

Lenin y Blancanieves
Ana María Shua

Lenin y Blancanieves en sus respectivas cajas de cristal, y esa larga fila de príncipes azules, de turistas, que
no alcanza sin embargo a llenar la pavorosa ausencia de enanitos.

Se quiso quedar
Ana María Shua

Todos los patitos se fueron a bañar y el más chiquitito se quiso quedar. Él sabía por qué: el compuesto
químico que había arrojado horas antes en el agua del estanque dio el resultado previsto. Mamá Pata no
volvió a pegarle: a un hijo repentinamente único se lo trata —como es natural— con ciertos miramientos.
La cosa
Luisa Valenzuela

Él, que pasaremos a llamar sujeto, y quien estas líneas escribe (perteneciente al sexo femenino), que como
es natural llamaremos el objeto, se encontraron una noche cualquiera y así empezó la cosa. Por un lado
porque la noche es ideal para comienzos y por otro porque la cosa siempre flota en el aire y basta que dos
miradas se crucen para que el puente sea tendido y los abismos franqueados.
Había un mundo de gente pero ella descubrió esos ojos azules que quizá —con un poco de suerte— se
detenían en ella. Ojos radiantes, ojos como alfileres que la clavaron contra la pared y la hicieron objeto —
objeto de palabras abusivas, objeto del comentario crítico de los otros que notaron la velocidad con la que
aceptó al desconocido. Fue ella un objeto que no objetó para nada, hay que reconocerlo, hasta el punto
que pocas horas más tarde estaba en la horizontal permitiendo que la metáfora se hiciera carne en ella.
Carne dentro de su carne, lo de siempre.
La cosa empezó a funcionar con el movimiento de vaivén del sujeto que era de lo más proclive. El objeto
asumió de inmediato —casi instantáneamente— la inobjetable actitud mal llamada pasiva que resulta ser
de lo más activa, recibiente. Deslizamiento de sujeto y objeto en el mismo sentido, confundidos si se nos
permite la paradoja.

Inicio
Luisa Valenzuela

En el silencio absoluto tronó la voz estremecedora: ¡Hágase la luz!


Las partículas de oscuridad, flotando en el infinito espacio, percibieron una vibración y se miraron entre sí,
azoradas. Aún no existía la palabra luz, ni la palabra hágase, ni siquiera el concepto palabra. Y la noche
perduró inconmovida.
¡HÁGASE LA LUZ! volvió a ordenar la voz, ya más perentoria.
Sin resultado alguno.
Entonces, en la opacidad reinante, Aquél de las palabras recién estrenadas hubo de concentrar su esencia
hasta producir algo como un protuberante punto condensado que al ser oprimido hizo clic. Y cundió la
claridad como un destello. Y se pudo oír la queja de ese Alguien:
-¡Ufa! ¡Tengo que hacerlo todo Yo!
El arte de la pérdida
Cristina Peri Rossi

Mientras esperaba su turno en el dentista, el hombre leyó un artículo de dos páginas, en una revista
ilustrada, titulado: “El secreto de la identidad personal”.
No era un lector asiduo: sólo leía cuando tenía que matar el tiempo, en la sala de espera de una estación de
trenes o en el consultorio del dentista. De vez en cuando compraba un periódico deportivo o una revista de
actualidad, pero en general, prefería la televisión. En cambio, le parecía adecuado leer en la antesala del
médico o en el sillón de la peluquería, para evitar la tentación de mirar fijamente el rostro de los vecinos y
disminuir la ansiedad de la espera.
Leyó el artículo con atención. En él, un psicólogo del Hospital de Anneversie, en un pequeño pueblo de
Dakota del Sur, afirmaba, de manera clara y rotunda, que todos los hombres poseían un secreto: el secreto
de su identidad personal.
Esta revelación deslumbró al paciente que aguardaba su turno en el sillón de cretona algo desvencijado
(era un odontólogo de barrio que debía luchar contra la creciente competencia) y le provocó una excitación
difícil de controlar. Repasó las letras negras y brillantes (el papel de la revista era satinado) que huía hacia
el borde de la página como hormigas: en efecto, el señor Irving Peele del Hospital de Anneversie, afirmaba
que todos los hombres (por tanto, él también) poseían un secreto de su identidad, algo que no podían
revelar nunca por entero, aunque quisieran, y que arrastraban hasta la tumba, sin poder transmitirlo ni
siquiera a su esposa o a sus hijos, porque era algo esencialmente inexpresable.
“Tengo un secreto y nadie lo sabe”, murmuró el hombrecito, presa de la excitación. Cerró la revista y buscó,
en la tapa, la fecha de la publicación. Descubrió que se trataba de un número muy atrasado, de dos años
antes. Entonces, él tenía cuarenta y ocho y se había medio enamorado de una muchacha que conoció en un
parque, en una tarde en que no tenían mucho que hacer, porque el paro le había dejado los días libres. Si le
hubiera dicho que él tenía un secreto, que poseía una identidad intransmisible pero verdadera, si él mismo
hubiera sabido, quizás ella había manifestado más interés por él.

El emperador de China
Marco Denevi

Cuando el emperador Wu Ti murió en su vasto lecho, en lo más profundo del palacio imperial, nadie se dio
cuenta. Todos estaban demasiado ocupados en obedecer sus órdenes. El único que lo supo fue Wang
Mang, el primer ministro, hombre ambicioso que aspiraba al trono. No dijo nada y ocultó el cadáver.
Transcurrió un año de increíble prosperidad para el Imperio. Hasta que, por fin, Wang Mang mostró al
pueblo el esqueleto pelado, del difunto emperador.
—¿Veis? —dijo— Durante un año un muerto se sentó en el trono. Y quien realmente gobernó fui yo.
Merezco ser el emperador.
El pueblo, complacido, lo sentó en el trono y luego lo mató, para que fuese tan perfecto como su
predecesor y la prosperidad del imperio continuase.
La más absoluta certeza
Ana María Shua

Pocas certezas es posible atesorar en este mundo. Por ejemplo, Marco Denevi duda con ingenio de la
existencia de los chinos. Y sin embargo yo sé que en este momento usted, una persona a la que no puedo
ver, a la que no conozco ni imagino, una persona cuya realidad (fuera de este pequeño acto que nos
compete) me es completamente indiferente, cuya existencia habré olvidado apenas termine de escribir
estas líneas, usted, ahora, con la más absoluta certeza, está leyendo.

El eclipse
Augusto Monterroso

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de
Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con
tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo
en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera
una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.Al
despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a
sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de
sus temores, de su destino, de sí mismo.Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las
lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.Entonces floreció en él una
idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles.
Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel
conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
—Si me matáis —les dijo— puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo
un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.Dos horas después el corazón de fray
Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la
opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa,
una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la
comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
Continuidad de los parques
Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla
cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los
personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una
cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los
robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una
irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde
y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los
protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse
desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en
el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los
ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida
disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa;
ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la
sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una
pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su
pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de
serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el
cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro
cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de
esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se
interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella
debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr
con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma
malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El
mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre
galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una
escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta
del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo
verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

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