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Presentación a la novela Chofer de taxi de Mario Escobar Velásquez

Janeth Posada

Convencido de que lo único original en un escritor es el estilo, pues ya “todas las

historias fueron contadas, todos los personajes ensayados“, Mario Escobar

Velásquez buscó en el lenguaje el modo de diferenciarse de sus contemporáneos.

Aficionado al diccionario –como lo afirman sus alumnos y algunos de sus

cercanos–, parece haberse nutrido largamente de él, para verterlo luego en sus

textos, transformado (y deformado, a veces): palabras que se juntan para hacerse

una, sustantivos que toman la forma del adjetivo, verbos que solo un segundo

antes no existían…

Por supuesto, disciplinado e inquieto por el oficio de la escritura, el lenguaje no fue

su única búsqueda. Desarrolló una capacidad extraordinaria para observar el

comportamiento de hombres y animales y convertir esa observación en la materia

prima de personajes memorables. Como si su piel hubiera sido, por temporadas, la

de la prostituta de Cucarachita Nadie o la de los monos, tigres y serpientes que

habitan el “bosque hondo”. Sobre todo estos últimos resultan magistrales.

Chofer de taxi no es ajena a estas características. En esta novela, Alaín, narrador

protagonista y visitante asiduo de las páginas de Escobar Velásquez, se enfrenta a

la escritura en condición de aprendiz y, bajo la premisa de que es en la vida real

donde sucede todo lo que puede luego volverse literatura, se convierte en taxista, a

la espera de los tesoros invisibles de la cotidianidad, situación que permite que sus

días se pueblen de las historias de otros, que a su vez contienen relatos de terceros,

a la manera de paréntesis que se abren, se cierran y vuelven a abrirse, como si se

tratara de una matrioska hecha de palabras.

Estas historias que el hombre encuentra en sus recorridos diarios y en el viaje que

emprenderá luego con Malena son entonces la fuente de donde bebe para

alimentar su camino como escritor, pero también son el motivo de un cavilar


constante sobre su vida y su entorno, que, de paso, revela su carácter: maduro,

temerario, rudo en apariencia, pero al mismo tiempo sensible y bondadoso con

quien lo necesita, afecto al amor y a la belleza, e íntimamente aterrado por la

fugacidad de estos, por la inevitable decrepitud, como si desde más allá de las

páginas Mario nos hiciera un guiño de su propia personalidad, aunque se

empecine en decir que los personajes deben ser ellos mismos y no el autor.
También dice, a propósito de la creación, que no hay estructuras originales, y sin
embargo no se resigna y se aventura en esta obra a jugar con la forma: narrada en
primera persona, y un poco con el tono íntimo de un diario, el personaje, de manera
deliberada, incluso anunciándolo, pasa a la tercera, con el único ánimo de ejercitarse
en la escritura. Otras veces asume la voz de los hombres y mujeres que el azar le ha
traído, a través de monólogos que construye también con la intención expresa de
afianzar su pluma. Entre unos y otros, aparecen las notas de sus libretas, donde la
narración le cede el paso a la reflexión sobre todo lo que entraña escribir, que
obsesiona a Alaín como en otros tiempos obsesionó al propio autor. Es decir, la
literatura como motivo de la literatura.
Para quienes ya conocen la obra de este oriundo de Támesis, Antioquia, Chofer de

taxi es otra pista en el descubrimiento de un escritor que hizo de su oficio su vida.

Para quienes llegan a él por primera vez, una puerta a una obra singular, en tanto

singular fue quien la legó. Quizá a estos el lenguaje les genere extrañeza, como

cuando se mira por primera vez a alguien cuyos ojos son de distinto color: al

principio puede confundir, molestar incluso, pero después no solo logra uno

acostumbrarse, sino que además quiere ver esos iris desobedientes otra vez, y otra,

y los mira con fascinación.

Janeth Posada

Abril 3 de 2015

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