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Contenido

I (Track 1) 3

II (Track 2) 3

III (Track 3) 6

IV (Track 4) 9

V (Track 5) 12

VI (Track 6) 15

VII (Track 7) 17

VIII (Track 8) 20

IX (Track 9) 23

X (Track 10) 27

XI (Track 11) 28

Bonus track: Entrevista de Adán Salgado con el


periodista Elías Razo
CUIDANDO VALORES

Tres dedos, el índice, el medio y el anular, brincaron dentro del cofre de seguridad del
camión de la “Panamericana” y afuera se escuchó una reprimida queja de dolor…

II

Le encantaba su forma de moverse, sí. Desde la primera vez, Jesús sintió una imperiosa
necesidad de contratar a la “Yuyis”, como le dijo la obesísima prostituta que ella se
llamaba.
Se le movió coquetamente, balanceando su cadera y su “cinturita” de derecha a izquier-
da, como si estuviera bailando, junto con sus gruesísimas piernas – “¡como cuatro pinches
veces las de una vieja normal!” –, resaltadas todavía más gracias al cortísimo vestido negro,
entallado, que la hacía verse gordotamente sensual. Era una madrugada, cuando regresaba de
“la chamba”, en su “Le garrón”, color vino, “puteadísimo, pero jalador”.
Allí, sobre Tlalpan, ya para entrar al Viaducto, fue cuando la Yuyis se le ofreció.
Y primero, por pura morbosa curiosidad, Jesús detuvo el auto a un lado de la prostituta.
Bajó el vidrio de la puerta derecha. Aquélla se acercó:
-¿No vas, amor? – le preguntó, con una voz que a Jesús le recordó a su madre.
Quizá ese detalle y el que su progenitora, “que en paz descanse”, había sido “gordita”
también, razonaba después Jesús, le hicieron responderle, casi de inmediato:
-¿Cuánto cobras, chaparrita?
Lo de chaparrita fue un decir, pues por las “piernotas de elefante” que tenía, demasiado
gruesas, lo cual las hacía verse cortas, la mujer, con un metro sesenta, no era precisamente
baja.
-Cuatrocientos toda la noche… más el hotel…
Lo de toda la noche, tan resaltado por el tono entusiasta de la Yuyis, era como para
mostrarle al cliente la “ganga” que se estaba llevando. Y lo de “más el hotel”, un poco más
apagado, pues era para dar a entender que el “ofertón” justificaba esa pequeña cantidad
extra.


Jesús ni regateó. Acababa de cobrar su catorcena y andaba “caliente”.
-¡Súbase, mi reinota! – indicó, haciendo gala de su folklore lingüístico, tan celebrado
entre sus compañeros.
La Yuyis dio una rápida ojeada al interior del vehículo, como para asegurarse de que
ese “güey” no fuera a ser un “malora” de los que seguido se encontraba, que nada más la
querían para “cotorreársela y pasarse de lanzas”. Pero algo notó en Jesús, en su rostro serio,
taciturno, y eso le dio confianza:
-Sale, vámonos – dijo, metiéndose al auto…

***

Ni se acordaba Jesús de cuantas veces “se vino” o si “se vino”, pues además con los dos
“sixpacs de Tecates” que pidieron en la caja del hotel, rápido se le subió la “peda”.
Pero lo que sí tenía muy presente fue, cuando todavía sobrio, la Yuyis se le “montó”
encima.
-¿Te peso? – le preguntó, entre coqueta y desafiante, como si soportar su enorme cor-
poreidad le confiriera al cliente un detalle de inicial hombría.
-Un poco, mamacita – respondió Jesús, entre resoplidos, ya mareado, calculando que
pesaría más de una tonelada.
Pero no se “culeó”. Le aguantó un rato a la Yuyis tenerla encima, hasta que de plano
sintió que le reventaba “la panza”.
-Sale, mi reina…uf… ‘hora te toca abajo…
Tampoco supo decir si se “la había metido”, porque aunque aquélla le dejó agarrársela
de “a perrito” – “me da confianza este güey” –, ante tanta carne, Jesús no estaba seguro si
era la vagina de la Yuyis hasta donde su pene pudo llegar. De todos modos, no le importó,
pues igual se lo “apretó”, además de que estaba bastante “calientita la gordota”.
Pero eso sí, de que se había excitado… se le puso “durísima la pistola” a la sola vista
de toda esa temblorosa flacidez, agujereadísima celulitis, lonjas “a morir”, las cuales se
trepaban una sobre la otra. Éstas, se le figuraron como las lonjas de piel mantecosa que él
veía, cuando era niño. Juan, el matancero que le ayudaba a su tía, allá en su pueblo natal,
iba colocándolas una encima de otra en la mesa de sacrificios de los marranos muertos, al
ser desollados, y a él le parecían muy “chistosas”. “¡Puro pinche bofe de primera, chingao!”,
pensó al ver las “llantas gordas” de la Yuyis.


-¡Así me gustan… bien paradas! – exclamó gustosa la mujer, contemplando el erecto
pene de Jesús, sabedora de que a la mera hora, no a todos les parecía inspiradora su impo-
nente corporeidad.
Sin embargo, desde que una vez vio en el “Insólito” una foto de una gordota, mucho
más que ella, decir “A los hombres, las gordas les parecemos más sexis”, se quitó algo su
complejo de que por obesa no tenía tanto trabajo.
Satisfechos sus iniciales, lascivos deseos sexuales, todos “ensalivados y venidos”, se si-
guieron con las “chelas”. Jesús le platicó de su esposa y de sus dos “nenas”, a las que quería
mucho. También le contó sobre su trabajo en el Servicio Panamericano de Protección, de
que había comenzado como custodio y había ascendido a comandante de camioneta.
-Sí, yo tengo que llevar los envases de la lana y mis compas me tienen que cuidar la
retaguardia – le comentó, con visos de orgullo.
Le platicó los millones que a veces debían cargar y cómo “nos suda cuando llevamos
un chingo”.
-¿No te da tentación tanto dinero? – le preguntó la Yuyis, curiosa.
Jesús se quedó callado un momento, mientras le daba un trago a su Tecate:
-¿Tú cre’s que no?…
¡Pues cómo carajos no… con los chingados 181 pesos con cincuenta centavos que ga-
naban diariamente, claro que a todos les daba tentación manejar tanta lana!
-Pero qué se le va hacer, mi reina…hay que apretarse un güevo y morderse el otro, pa’
no agarrarse tanta feria …
En ese momento, la regordeta mano de la Yuyis se puso a acariciarle, justamente, los
“güevos”…
¡Sí, esa primera noche cómo disfrutaron de lo lindo los dos!…

***

Desde aquella ocasión, Jesús se “aclientó”. La buscaba dos o tres veces al mes.
La Yuyis hasta “rebajitas” le hacía, con tal de estar con su “comandante de la Pana”.
Y poco a poco, lo que para Jesús empezó como una simple “calentura”, fue transfor-
mándose en un cariño, primero, y luego, en una especie de extraña atracción… sí, la Yuyis
le recordaba muchas cosas, aparte de a su mamá, “la que no me quería”. Nunca se lo dijo,
pero en cada encuentro, le venían las memorias de su infancia, allá en su pueblo, cuando
Jesús era un niño, que se iba al galerón de su tía, a ver cómo mataban a los marranos…


Sí, embargado por ese nostálgico sentimiento, una noche, pasada la fiebre copulativa,
cuando ambos saboreaban una “Tecate”, le dijo Jesús:
-Un día te voy a sacar de trabajar, mi Yuyis… nomás deja que tenga un chingo de varo
y vas a ver que sí…
La Yuyis lo abrazó muy fuerte de la emoción. Y hasta se puso a llorar. Fue la primera vez
que Jesús la vio “moqueando”…

III

Juliana – “me llamo como la sopa” – se encontraba sentada junto a la pequeña, despintada
mesa blanca del comedor-sala-cocina de su diminuto departamento de la calle de Colombia.
El mueble estaba inclinado hacia un lado, debido a años de soportar media humanidad de
su dueña, a quien casi siempre le “ganaba el sueño” y se pasaba varias horas durmiendo
sobre ella.
Llegaba tan cansada de la nocturna “chamba”, que luego de dar cuenta a su fritangue-
ra dieta, el cansancio la vencía. Pocas veces hacía el intento de echarse en su, igualmente,
aguangada cama.
Había trastes acumulados de varios días, especialmente vasos con remanente de re-
fresco y platos, en los cuales colocaba las garnachas, tamales, tacos o tortas, antojitos todos
ellos que conformaban su variada diaria alimentación. Sí, Juliana, o la Yuyis, como era su
nombre artístico, procuraba comer diferente, intercalando día a día cada platillo. A veces,
cuando estaba de buen humor, disposición y no tan cansada, se iba al mercado a comprar
un kilo de “carnitas” de puerco, junto con kilo y medio de tortillas. “Yo, la mera verda’, que
como poquito, y nada más en las mañanas”, decía cuando se le cuestionaban sus ciento
treinta kilos de peso y lo achacaba a un problema de las glándulas. “Estoy mala de la tiroi-
des”, decía resignada.
Y sí, algo recordaba de su niñez, de las veces cuando la llevaron al hospital a hacer-
le análisis. “Tú ya ni con chochos bajas, Juliana”, le dijo un día su mamá, después de una
consulta con el médico, quien había dicho que el tratamiento sería largo y costoso… ya ni
regresaron.
“Pus mejor déjala que coma”, una día, a la hora de la comida, recomendó su papá a su
madre, en vista de que a pesar de las dietas y las “hambreadas”, Juliana seguía engordando.


Y, así, siguiendo el conmiserativo consejo de su progenitor, la niña comió y comió. Y cuando
cumplió sus quince años, de plano ni fiesta le hicieron, pues nada más en el puro vestido se
hubieran gastado un “dineral”, por tanta tela.
Ni la secundaria alcanzó a terminar Juliana, porque aparte de que nunca fue muy buena
para eso del “estudio”, ya no aguantaba las diarias burlas de sus compañeros, quienes la
habían apodado la “Elefanta”. El acabose fue cuando un día, su acostumbrada, debilitada
banca, cedió a sus casi noventa kilos de peso de ese entonces, y más de media hora duraron
las risotadas y las mofas de todos, especialmente, cuando la ayudaron a levantarse. “¡Traiga
una grúa, maestro!”, gritaban carcajeándose.
Mejor trató de buscar trabajo, pero en todas partes la rechazaban. “¡No…si estás re-
gorda… los clientes nada más se van a burlar de ti!”, le dijo la dueña de un restaurante, una
ocasión, cuando fue a rogarle por la vacante de mesera anunciada a la entrada.
Por unos conocidos de su papá, al fin le dieron trabajo en una tienda de ropa de
Mixcalco, pero poco tiempo tardó allí, pues se agitaba bastante, por estarse agachando
tanto. Los dueños “agradecieron al Señor” el día cuando les dijo que ya no iría a trabajar,
pues su tienda, llamada “La más barata de todo México”, comenzó a conocerse como “La
más gorda de todo México”.
Por ese rumbo, se hizo de una amiga, Lety, quien trabajaba en una “lonchería” cercana,
“dobleteando” como mesera en el día y “ficheando” en las noches. “Vente a trabajar con-
migo, mana – le propuso un día –, aquí te ganas lo que quieras”. “No, estoy muy gorda,
Lety”, objetó Juliana, sabiendo más o menos que “fichar” era ponerse a tomar con los clien-
tes y, si querían, “irse al hotel con ellos”. “No, me cai que hay unos güeyes que les gustan
bien gordas, así como tú”, insistió su amiga. “Además, mis papás no me dejarían”, volvió
a pretextar Juliana. “Ay…pus salte de tu casa, mana… te vienes a vivir conmigo y te quitas
de pedos de pinches jefes culeros”…
Juliana se la pasó pensando toda una semana. Al final, concluyó que era mejor irse con
su amiga, pues de todos modos no se sentía tan a gusto en su casa. Sus cuatro hermanos,
hombres todos, mayores y menores, evitaban salir con ella a alguna parte, para ahorrarse las
burlas de sus amigos. Su papá tampoco le hacía mucho caso y casi ni hablaba con ella. Sólo
su mamá se preocupaba algo, pero siempre salía con lo de su “tiroides” cuando se encon-
traba con conocidos, para justificar la exagerada gordura de su hija. Fue a la única a quien
confió que se iría de la casa. Sin gran resistencia, Ernestina, su madre, estuvo de acuerdo.


Con un beso y un abrazo se despidió de su hija, quien salió con una caja de cartón en
donde guardó dos anchos vestidos amarillos, dos faldas, una blanca y una azul, tres blusas,
una roja y dos blancas, cinco “calzonsotes”, rojos todos, y seis pares de tobilleras blancas,
prendas que constituían todo su ajuar. Sus zapatos negros “Andrea” – imitación, por su-
puesto – y un par de tenis chinos, completaban su modesta carga…
Y se fue a vivir con su amiga a la calle de Colombia.
Le “agarró la onda” muy bien al negocio de la “ficheada”. Casi todos los hombres se
ponían a tomar con ella nada más por puro morbo, para ver que se sentía besarse y abrazar-
se con tamaño “forrón”. “¡Pinches piernotas que te cargas, cabrona!”, le gritaban muchos,
dándole tremendos pellizcos, rechazados por un manotazo de sus regordetas manos. Y
Juliana al principio se sentía muy mal… casi estuvo a punto de salirse de la “lonchería”, pero
Leticia la convenció de aguantarse. “Te vas acostumbrando, mana… yo era más penosa que
tú y ‘hora yo soy la que m’ando cogiendo a todos esos pinches güeyes”…
Sí, se acostumbró a que le agarraran sus “piernotas”, sus “brazotes”, sus “nalgotas” y
sus “chichotas” y hasta que le apretaran sus “cachetotes” cuando la ensalivaban lujuriosas,
alcoholizadas “trompas” de tanto beso que le arrimaban.
Luego, se atrevió a acostarse con uno de sus clientes. El hombre ni “cosquillas” le hizo,
pues tanta carne impidió la penetración. Esa noche, Juliana realmente agradeció, por prime-
ra vez, haber estado tan gorda…
De ahí en adelante, se sintió confiada, pues muchos hombres, en su borrachera, ni no-
taban que no se “venían” en su vagina, sino entre sus gordísimos, sudorosos, calientísimos
muslos… sólo “los que la tienen muy grande, me la alcanzan a meter, mana”...

***

Esa mañana se arriesgó a hacer caso omiso de las burlonas, morbosas miradas de las gente
en el mercado.
Se fue a comprar su kilo de carnitas y su kilo y medio de tortillas.
El cliente de la noche anterior le había caído bastante bien. Disfrutó como nunca antes y
logró, incluso, varios orgasmos, muy raro en ella, pues a él sí le permitió que se la “cogiera
de a perrito” para que la pudiera penetrar, habiendo tratado aquél sin éxito de hacerlo en
la “posición normal”. Se llamaba Jesús y era guardia de la “Pana”, de esos que cuidaban “la
lana de los ricachones”, como le platicó.


Algo sintió Juliana con ese hombre, “como cosquillitas en la pancita”… ¡qué “padre”
sintió cuando Jesús le dijo “Me gustó un chingo estar contigo, mi reina”, y que pronto le
“iba a caer otra vez”!…
Sí, por eso valió la pena irse por las carnitas. Eso sí se lo hubiera contado a Lety… pero
hacía tres años que “el Señor se la había llevado”, cuando le pegó una infección por el legra-
do que se había hecho en ese “hospital tan culero”. Un “hijo de la chingada” de quien Lety
se enamoró, la había convencido de embarazarse, pues, según, la “quería un chingo” y se
quería juntar con ella… a la mera hora, el “culero” nada más se la “cotorreó”…
Juliana anduvo pidiendo entre todos los conocidos del barrio para la “caja”, aunque al
final salió más barato incinerarla.
De todos modos, terminó contándole a la urna café de madera, donde estaban las ce-
nizas de Leticia, colocada sobre la alacena, lo de Jesús. “Deveras, mana, que sentí resuave”,
dijo, mientras se terminaba su décimo taco de carnitas y tomaba un trago del vaso, lleno a
la mitad, de “Jarrito” de tamarindo de dos litros…

IV

La mesa de matanza se había limpiado recientemente. La formaban cinco tablas,


nada horizontales, separadas algo entre sí, burdamente clavadas sobre cuatro troncos
enterrados.
Juan, el matancero del pueblo, colocó más leña debajo del caldero de cobre dentro del
cual, el agua hirviente resoplaba y sudaba vapor, de los cien grados de temperatura que la
estaban haciendo burbujear desde hacía varios minutos.
Jesús contemplaba absorto la escena.
No eran ni las seis. Zenovia, su madre, lo mandaba todos los domingos por carne a la
casa de Francisca, tía del niño, hermana de ella. A pesar de tener sólo ocho años, él sabía
“hacer mandados” muy bien. Y como el mayor que era, su madre trataba de que Jesús la
ayudara en cuanta cosa pudiera.
Jesús se iba desde “tempranitu” al galerón en donde su tía tenía amarrados los marra-
nos que serían sacrificados. Incluso, se ponía a ayudarle a Juan.
-Traime más leña, Jesús.
El niño corrió hacia una esquina en donde estaba apilada una “gruesa” de troncos, cor-
tados en tiras, y ramas de pino y ocote. Tomó varias piezas y regresó.


-Aquí ‘stán, Juan – dijo Jesús, tirándolas junto a la fogata.
El hombre no dijo nada. Las cogió y fue acomodándolas una a una entre el devorador
fuego.
Luego, entre él y Beto, un muchacho que le ayudaba, fueron por un marrano, un enor-
me criollo gris, de unos 250 kilos de peso. Algo debió sentir el animal, quien de inmediato
comenzó a emitir pequeños gruñidos nerviosos.
Una cuerda doble amarrada a un poste del galerón, sujetaba al animal de las patas. La
desataron. Con ligeros azotes, los hombres condujeron al puerco a un lado de la mesa. Sus
gruñidos eran ya más fuertes y se intensificaron, tanto en volumen, como en desesperación
cuando, tras haberle amarrado también las patas delanteras, Beto jaló del lazo para derribar
al aterrado animal hacia un lado. En seguida, un nudo especial unió las cuatro patas, como
en un ramillete de porcinas pezuñas.
El animal ya bramaba de espanto, escuchándose sus ensordecedores lamentos por
todo Huautla. Juan enredó un pedazo de cuerda al hocico del marrano, que sujetó con un
apretado amarre.
Pasados los momentos de sometimiento, los hombres se tomaron un respiro. El animal tam-
bién apaciguó su aullar por unos segundos, en espera de que el maltrato hubiera concluido.
-Sale – ordenó Juan a Beto.
Uno lo tomó del rabo y otro, de la trompa.
-‘Hora…
Al mismo tiempo, alzaron en vilo al pesado marrano y lo depositaron sobre la mesa,
reiniciándose, de inmediato, los aterrados, porcinos lamentos.
Lo acomodaron, de manera que el cuello quedara junto a una esquina de la mesa. En
ese lado, el tronco se había obscurecido por tantos años de recibir la sangre que brotaba de
la yugular abierta de los puercos. Beto le arrimó una despostillada, golpeada charola azul
de peltre.
Ese era el momento más esperado por Jesús.
Juan afiló un delgado cuchillo, tallándolo contra un redondo limatón de acero. Con el
índice izquierdo, palpó el cuello del animal hasta sentir el pulso de la vena yugular, en don-
de presionó con fuerza. El animal emitió otro agudo chillido.
Jesús se acercó un poco más, no tanto, pues a veces la sangre brincaba hasta donde
él estaba, manchándole su pantalón que sólo usaba los domingos, un azul, “Gacela”, de
poliéster.

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Desde allí miró, regocijado, como Juan clavaba la hoja del cuchillo, hasta la mitad, en
la piel del marrano y la roja sangre brotaba, caliente, humeante, del agujero, mientras el
espantado ojo visible del animal, brillaba mortecinamente.
Los chillidos cobraron todavía más fuerza. Jesús hasta se tapó los oídos, pues eran
ensordecedores. Pero luego, segundo a segundo, mientras el chorro de espeso líquido he-
mático manaba y caía en la charola, los terribles lamentos se fueron apagando, debilitando,
perdiendo corporeidad sonora… ese marrano hasta sufrió la humillación de ahogarse con
su propia sangre antes de morir de la hemorragia, pues los chillidos se transformaron en
agonizantes gargarismos, cuyo sanguinolento burbujeo se fue perdiendo hasta silenciarse
completamente.
Juan todavía estrujó el cuchillo dentro del agujero, para que escurrieran las últimas go-
tas de sangre, luego de lo cual, empleando la hoja como navaja, le “rasuró” la película rojiza
formada alrededor de la herida, sacudiéndola sobre la cazuela azul, la cual fue retirada por
Beto. Después, ambos desataron los amarres, liberando al inerme animal, cuya sentencia
ejecutoria había concluido finalmente. El párpado del ojo visible estaba a medio cerrar.
Jesús estaba extasiado, sintiendo un cosquilleo en su “pajarito”, pero la diversión aún
seguiría otro rato.
Beto se acercó al cazo de agua hirviente, tomó un guaje en forma de riñón y lo llenó
de líquido. Luego, se acercó a la mesa y sin miramientos, lo vertió sobre el costado del
marrano, el cual se sacudió estertoreamente, debido al agudo dolor que le produjo el agua
hirviente sobre su piel, durante el último hálito de vida que le restaba.
-‘Taba vivo todavía el cabrón – dijo Beto, con indiferencia, acostumbrado tantas veces
antes a ver sacudirse a los marranos.
Juan ni se inmutó. Mecánicamente tomó otro cuchillo más largo y grueso que el ante-
rior y con gran habilidad, comenzó a pelar la grisácea epidermis del puerco, tras de la cual,
la rosada dermis apareció…

***

Pasado un rato de precisa disección descuartizadora, el cuerpo rosado del marrano estaba
despojado de sus cuatro patas, abierto en canal y sin vísceras. Enseguida, Juan lo colocó
sobre un costado, tomó otro afilado cuchillo, más fino que los anteriores y procedió a
practicar cortes longitudinales sobre la piel y músculos. Después, a la altura del cuello, los
separó y fue tirando hacia arriba, despegándolos con el cuchillo del resto del cuerpo. Largas

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lonjas de carne mantecosa de unos siete centímetros de ancho fueron surgiendo, las cuales
Juan acomodó una encima de otra en una mesa un par de metros más allá, que era en
donde la carne se iba colocando, para ser vendida por la tía Francisca.
Y allí, enfrente del mueble, se la pasó viendo Jesús las lonjas apiladas, extasiado, incre-
mentándosele las “cosquillas en el pajarito”, más cuando, como siempre hacía, se acercó y
con el índice derecho, se puso a oprimirlas…
-¿Qué vas a querer, m’hijo? – lo despertó de su cárnico placer, finalmente, la voz de su
tía, preguntándole qué pieza le iba a despachar.
-Dici mi mamá que le mandi una costilla, tiya…

-¡Mira, cabrón, tú serás mi jefe, pero igual te me vas a la chingada, cambio…! – gritó colérico
Jesús por el radio.
Había estado sumando la relación de valores y dinero en efectivo que debían de trans-
portar desde el aeropuerto hasta una bodega bancaria del Banco de México. ¡Todavía falta-
ba una lista y ya había sumado más de 450 millones de dólares!
Consideró que no bastaría llevarlo todo en un solo camión. “Con tanta lana, seguro nos
chingan”, consideró. Por eso había solicitado a la Central cuatro camiones custodios, que
serían señuelos. Pero su jefe se había escandalizado por el pedido porque, pues cuidaba “la
eficiencia” de la empresa: más transporte de valores, con menos hombres y camiones.
-¡No, Jesús, pero es que no manches, cómo cinco camiones para una entrega, cam-
bio…! - se escuchó por el radio del camión.
-¡Mira, cabrón – arremetió nuevamente Jesús –, no te voy a decir cuánto pesa, pero no,
güey, así no m’arriesgo… y si no me los mandas, no transporto ni madres, cambio…!
No se escuchó nada por el aparato durante un momento.
-‘Stá bien… a’i te los mando… nomás no digas quién autorizó, cambio…
-Enterado… en espera, cambio y fuera…

***

Sí, 600 millones y doscientos mil dólares era la entrega total.


Jesús revisó varias veces las sumas, hasta quedar satisfecho.

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Últimamente, como que había hecho mejor la chamba, gustoso. Hasta sus compañeros,
los dos custodios, Luis y Manuel, y Pedro, el chofer de la camioneta blindada, pintada de
gris con azul, que siempre lo acompañaban, lo habían notado, y se lo habían dicho. “’Hora
sí te subistes al guayabo, mi comandante”, le decían, pues a leguas se le veía el cambio, un
tanto menos taciturno y cortante, “como más platicador”. “¡Ooohh!”, exclamaba, sin mayor
explicación.
Sí, desde que se veía con su “gorda”, la Yuyis, efectivamente, le había cambiado el es-
tado de ánimo. Años se la pasó viviendo “a como viniera”, trabajando, llegando a su casa,
cenando los sopes o quesadillas, preparadas por Blanca, su mujer, viendo la televisión y
platicando con sus hijas monosilábicamente, sin prestar mucha atención, de sus tareas y la
escuela, durante los anuncios.
A Blanca, una o dos veces al mes le hacía el amor, mecánicamente, sólo para saciar sus
“ganas” contenidas, pero no consideraba su vida sexual plena.
Pero con la Yuyis… ya hasta se sentía otra vez más hombre, y se daba cuenta, pues le
duraba más tiempo “parada la pistola” y se le ponía más dura. A pesar de parecer “hipopó-
tamo”, tanta carne ejercía en Jesús un extraño placer, no sabía decir por qué, pero algo se
relacionaba con sus recuerdos de la infancia, con “mi jefa que también era gordita, y que
yo la quería un chingo, pero ella ni me pelaba”. Las lonjas de la Yuyis eran las partes más
excitantes de su cuerpo y él se la pasaba picándoselas con sus dedos todo el tiempo.
Se acordaba que de chico hacía lo mismo con las lonjas encimadas de los marranos, con
lo que el placer de ver cómo los mataban, que hasta le producía “cosquillitas” en el pene,
llegaba a su culminación… nunca supo explicarse por qué le agradaba eso… quizá porque
como su madre, soltera, andaba todo el tiempo de borracha, tomando aguardiente con los
hombres de la cantina, ni a él, ni a sus dos hermanas más chicas, todos de diferente padre,
les hacía caso. “Me cai que la quería un chingo”...
Allí, en el galerón, cuando Zenovia lo mandaba por la carne los domingos, Jesús se
divertía, sentía “chistositu”, se le olvidaban la indiferencia y los gritos de “muchachu pen-
deju, apúrati”, que aquella profería cuando Jesús no hacía algo bien o se tardaba mucho.
Justamente nada más era en domingo que le salía a Zenovia lo maternal y les cocinaba las
costillas que su hermana Francisca le mandaba regaladas, “de pura lástima”. “Ay, Zenovia,
ya comportati”, la reprimía Francisca, reprochándole que dejara de tomar y atendiera más a
sus hijos, pero sabía que Zenovia ya no tenía remedio.

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Así fue. Cuando Jesús tenía diecisiete años, le avisaron que fuera a recoger a su mamá,
porque estaba “tirada” enfrente de la cantina… ya había muerto cuando el muchacho llegó
y con trabajos, por su gordura, la pudo levantar. De tanto aguardiente que tomó se había
congestionado.
De allí, Jesús se enroló en el ejército, en el cuartel de Huejutla, tres años. Sus hermanas
se casaron con el primero que les ofreció matrimoniarse con ellas…
Pero de “sardo” nada más aguantó tres años “la chinga”. No soportó los tratos tan
humillantes que los jefes les daban, gritándoles groserías e imponiéndoles castigos, como
encerrarlos, dejarlos sin comer, ridiculizarlos frente a los otros… hasta “mariguano” se esta-
ba volviendo, con tal de soportar ese ambiente tan “cabrón”, mal pagado, con miserables
tres mil pesos mensuales.
Mejor, de plano, un día renunció. Su cartilla liberada y su liquidación fue cuanto obtuvo.
Después, pensó en irse “pa’ los iunaites”, pero se le hizo una “pendejada” pagarle 2000
dólares a un “pollero” para pasarlo, ¡pues si lana era lo que necesitaba!
Y mejor se fue para el distrito. Allí, mucho tiempo anduvo de chamba en chamba, que
de “macuarro”, de vendedor de paletas, de cargador… hasta que un amigo le dijo que es-
taban solicitando personal en la “Pana”, con primaria terminada, cartilla liberada y un metro,
setenta centímetros mínimo de estatura, requisitos que, por fortuna, reunió aquél.
Quince años se la había pasado trabajando en la “Pana”. Ya tenía 42…
El ruido de los cuatro camiones extras se escuchó.
Jesús se bajó de su vehículo, para coordinar el traslado:
-Tu unidad va ir abriendo el paso – le dijo a uno de los uniformados –… te sigues de
frente…
El “te sigues de frente” significaba no respetar ni siquiera semáforos. En eso, Jesús les
decía a sus conocidos y familiares que mejor se “abrieran” cuando vieran una camioneta de
la “Pana” porque, “neta, te la van’aventar si no t’haces a un lado”. Y si caminaban por ahí
cuando estuvieran descargando los “envases”, “mejor detente, porque nada más nos tiem-
bla el dedo en el gatillo”. Sí, después de tantos años de estar tan expuestos en ese trabajo
tan peligroso, reconocía Jesús, se volvían “culeros los de la Pana”. “De que un pinche ojete
te truene… pus tú te lo truenas primero al cabrón”…
-Ustedes se esquinan – les dijo a los encargados de los otros tres camiones – y nosotros
nos vamos al frente, derecho…¡pónganse vergas, me cai… es un chingo de pachocha!
Sí, de “pendejo” se hubiera arriesgado sin “señuelos”.

14
Se acordó de la vez cuando casi se lo tronaron. Fueron por dinero a un “Gigante”. Un
“güey” que les salió de repente lo encañonó en la sien, cuando él y uno de los custodios lle-
vaban los “envases” a la camioneta. Suerte que el otro custodio, que siempre se escondía,
dio el “pitazo” y al rato ya había diez patrullas y otras cinco unidades de la “Pana”.
“Si quieres mátame, güey – se atrevió a decirle al ladrón, casi orinándose del susto –,
pero aquí, mi pareja, de todos modos te va a dar en tu madre”. Jesús tuvo la osadía de
advertirle eso al hombre, porque el custodio le estaba apuntando a éste con la retrocarga,
pero aún así, consideró el comandante, su “compa” no sería tan rápido como para evitar
que el ratero disparara. Por fortuna, casi de inmediato la ayuda llegó y el delincuente “se
culeó”. Nada más bajó su pistola, Jesús se la quitó y entre él y el custodio le “pusimos una
santa madriza, que hasta se orinó el puto de los chingadazos”.
“Gracias a Dios”, esa fue la única vez que se enfrentó con la “huesuda”.. por eso, expli-
caba Jesús, “somos tan culeros los de la Pana”…

***

Dos horas después, estaba entregando Jesús el último de los envases de los 600 y pico de
millones de dólares a los policías bancarios encargados de la bodega…
¡Hasta el jefe que no quería mandarle los camiones lo felicitó!
-¡Me cai que nunca habíamos tenido un traslado así de chingón! – le dijo, muy alegre.
-Pa’ que vean cómo se hacen las cosas – respondió Jesús, quitándose falsas mo-
destias.

VI

-¡Sácate a chingar a tu madre, pinche elefante cabrón! – gritó una de las prostitutas de
“planta” de la calle de la Soledad.
La mujer, de unos treinta años, vestía una falda negra, cortísima, “hasta la rabadilla”,
ombliguera roja, lo cual resaltaba mucho las “llantas” alrededor de la cintura, bastante de-
sarrolladas por la grasa acumulada de mucho tiempo de dieta engordante y vida pasiva,
limitada a esperar a los clientes frente al negocio de las “bicis” durante años. Una grotesca
capa de maquillaje claro, que acentuaba su edad, su nariz chueca y las marcas de barros,
contrastaba en las orillas de las mejillas con su color moreno acosteñado.

15
-¡Sí, a la chingada, pinche marrana…órale, a chingar a su madre! – se unió a la protesta
otra mujer, más joven, luciendo un entallado vestido rojo, con la tela ajada por el uso y oca-
sionales manchas de grasa en el frente.
-¡Nomás nos robas los clientes, cabrona! – gritó una tercera, vestida con apretados
pantalones a media cadera y una provocativa blusa blanca de playa.
Otras cinco mujeres se unieron en círculo al asedio.
La juzgada por la ira popular era la Yuyis.
En mala hora, pensó, le había hecho caso a Leticia, de que, de plano, se fuera a trabajar
de “puta” a esa parte. En la “lonchería”, con tanta competencia, ya había pocos clientes y
apenas si alcanzaba para dos “meseras”, Lety y otra, que eran las de más “antigüedad”.
El enojo de las prostitutas se debía a que, en su primer noche, la Yuyis estaba “robando
cámara”. Se veía cómo los hombres, por puro morbo, se le acercaban, pues era algo ex-
traordinario ver a “tamaño hipopótamo” de minifalda, enseñando el calzón y unas “pinches
piernototas” que nada más de verlas “dan ganas de agarrárselas, pa’ ver qué se siente”. De
entre el pecho que dejaba ver la blusa negra, de tela “expandex”, ajustadísima por tanta
gordura confinada, sobresalían dos “melonsototes que no tenían madre”, y que la Yuyis se
atrevía a sacudir tímidamente cada que un potencial cliente se acercaba.
Así, las otras prostitutas, a cuya presencia estaban tan habituados los “calenturientos”
varones, se sintieron menospreciadas a falta de los acostumbrados, libidinosos acosos vi-
suales y regateros de “cuánto lo menos, mamacita”. Su “hembría” se sintió ofendida.
Una le soltó una cachetada, que la Yuyis no tardó en contestar. Gracias a la fuerza de su
regordeta mano, impulsada por el movimiento y el peso de su “brazote”, la dejó turbada.
Sin embargo, ante su intento defensivo, las otras se le fueron como jauría de perros cuando
se enfrentan al desconocido que osa invadir su “territorio”.
Puñetazos, manazos, pellizcos, puntapies… surgieron.
La Yuyis trató de contestarlos, pero la superioridad numérica se iba imponiendo.
-¡Ya…ya… cálmenla…ya…ya me voy…ya... a’i muere…! – gritó, desesperada, temien-
do que en una de esas, le sacaran una navaja y le marcaran el rostro, como sabía que actua-
ban esas “pinches viejas locas”.
Medio trató de correr, pero a duras penas lograba dar algunas zancadas.
Todavía la “bola de cabronas” la atosigaron hasta llegar a la esquina de la calle, en don-
de una de ellas determinó finalizar la agresión:

16
-¡Ya ‘stuvo… ya déjenla – se dirigió a todas y luego a la Yuyis –... y ni te vuelvas a parar
aquí, pinche elefanta, porque entons’, sí, te damos en toda tu pinche madre, pendeja…!
Toda atolondrada, despeinada, cacheteada, pateada, rasguñada, humillada… la Yuyis
se retiró, conteniendo su ira de “mentarles la madre a todas esas pinches putas culeras en-
vidiosas”…no se le fueran a ir encima otra vez…

***

De esa ocasión, Juliana mejor se iba a lugares solitarios, aunque trabajara sola.
Leticia le decía que así era más peligroso. “No, mana, no falta un pinche loco maniáti-
co que te quiera hacer algo”. “Pero, mira, con mi puercote nada más les hago la plancha,
como el Santo, y me los chingo”, bromeaba Juliana, quien confiaba en que en esos casos, su
gordura extrema pudiera servir de algo.
Además, tenía pocos clientes. Ella imaginaba que eran aquéllos quienes realmente te-
nían ganas de “cogerse a un elefante” y ello le proporcionaba cierta seguridad, una certeza
de que sólo se acercarían a los que realmente les gustaran las gordas.
Y allí, sobre Tlalpan, un poco antes de la entrada del Viaducto, se adaptó muy bien.
Ya hasta “cartera de clientes” tenía, como bromeaba con Leticia, todavía cuando su
amiga del alma vivía.
Sí, y más de cinco años habían pasado desde la primera noche que se puso a “ofrecer-
se” a la entrada del Viaducto, sobre Tlalpan, cuando la Yuyis conoció a su “comandante de
la Pana”…

VII

Ya llevaban más de tres horas agazapados detrás de esa loma, entre campos de maíz de
Oaxaca.
Sus órdenes eran terminantes: mantenerse allí hasta recibir instrucciones de sus supe-
riores.
Los supuestos narcotraficantes no se aparecían por ningún lado. Frente a donde esta-
ban los soldados, se abría un campo de más de veinte hectáreas de mariguana sembrada,
de la mejor calidad. Se suponía que debían destruirlo, pero extrañamente habían recibido la
contraorden de esperar hasta que hubiera un “arreglo”.

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Semanas atrás, habían matado a varios de sus compañeros en ese sitio y hasta un heli-
cóptero había sido derribado con morteros de uso “exclusivo del ejército”.
Jesús tenía 21 años cumplidos. Era su tercero en el ejército, como soldado raso y no
sólo la demora lo desesperaba. También, el no saber contra quién se enfrentarían, si real-
mente había alguien contra quién pelear, lo ponía muy tenso.
Por eso, como todos los demás soldados rasos, se había aficionado a entrarle al “toque-
cito de mota”, pues era una forma de palear al cansancio, al aburrimiento y al nerviosismo.
-Ten, Jesús – le ofreció el sargento encargado de la compañía –, tu canrrujo, mano.
El muchacho lo tomó, sin chistar nada.
Recordaba la primera vez que alguien le dio uno. Fue el celador responsable de cuidar-
los durante el encierro, cuando eran castigados por no haber aguantado el “entrenamiento
intensivo”, consistente en seis horas de corridas, saltos, extenuantes ejercicios… todo bajo
el agotador rayo del sol veraniego. De plano casi pierde la conciencia por la “joda”, lleno su
cuerpo de ampollas, quemado de la piel, “puteadísimo”.
Estaba tan “amolado”, que de buena gana aceptó el encierro de tres días. Pero en la
noche, ni dormir podía de los tremendos dolores del cuerpo, ni de los ardores debidos a la
insolación. “Ten, güey, pa’ que no te rajes”, le dijo el hombre, pasándole un cigarro de mari-
guana por una ventanilla de la reja metálica. Le dijo que sólo así se aguantaban las “chingas”
que les ponían en el ejército. “Y pa’ que te des valor a l’hora de los chingadazos”.
Dudó algo Jesús, pues ni fumaba, pero aquél le insistió. “Ándale, échatelo, pa’ que
t’alivianes”.
El muchacho lo prendió. Como era natural, se puso a toser, no acostumbrado al humo.
“Jálale un poquito…como que lo retienes”, aconsejó el celador, quien hacía lo propio con
su cigarro. Jesús le dio una “fumadita” y casi se ahoga, pero logró contenerlo unos segun-
dos. Las toses le hicieron exhalarlo. Sin embargo, animado por el otro soldado, lo volvió a
intentar…
Al poco rato, los adormecedores efectos de la mariguana, le calmaron el dolor y hasta
se durmió…
Sí, desde esa vez se volvió “mariguano”, como todos en el ejército.

18
***

También con la “mota” se daban valor, como en aquel momento.


A lo lejos se escucharon ráfagas de metralleta. Seguro la avanzada se estaba enfrentan-
do con esos “güeyes”. A los que no les tocó, suspiraron de alivio cuando el teniente termi-
nó de seleccionar a seis de ellos hacía un rato, para adentrarse con dos jeeps más hacia la
sierra, pues se les había ordenado mandar una avanzada para “inspeccionar el terreno”.
Entonces sí, al oír los tiros, todos se pusieron “a las vergas”, mientras se daban sus res-
pectivos “toques”… otra vez se hizo el silencio, pero ya el tranquilizador humo ejercía sus
efectos sobre la psiquis de los hombres. “Me la pelan”, pensó Jesús, apuntando su rifle hacía
un claro entre los árboles, del cual salía una accidentada terracería…
Una hora más tarde aparecieron los dos jeeps, seguidos de hombres vestidos de civil,
con sombreros vaqueros y chamarras de piel, portando sendas metralletas Uzis israelitas
colgadas al hombro.
El teniente encargado de la avanzada hasta venía riéndose con uno de los sombrerudos
que estaba sentado a su lado.
Luego se supo que las ráfagas habían sido para determinar cuánta mariguana los nar-
cotraficantes les iban a “permitir” quemar. Si el teniente lograba atinarle a unos pájaros que
pasaban volando, serían cuatro hectáreas, si no, solamente tres. Y como la “cagó”, pues
había que cumplir con el trato.
-Ya sabe, mi teniente, cuando se le ofrezca, uste’ nada más m’echa un grito y yo le doy
toda la yerba que necesite – se alcanzó a escuchar hablar al sombrerudo, quien era aparen-
temente el jefe.
-No, sí… pero dígale a don Gumaro que se ponga a las vergas… ya ve cómo están
chingue y chingue con eso de la renovación moral – aconsejó el teniente –… hay que dejar
que se enfríen un poco las cosas.
El otro hombre asintió, mientras de entre la chamarra, se sacaba un grueso fajo de
dólares:
-Pa’sus chuchulucos, mi teniente…
-Gracias – dijo el uniformado, con tamaña cara de satisfacción.
En seguida, bajó del vehículo verde militar y se acercó al resto de sus subordinados:
-¡Y ya saben, cabrones…ustedes no han oído nada, ni han visto nada… y al primero
que raje, le rompemos su pinche madre entre todos…!

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Nadie se atrevió a chistar protesta o palabra alguna.
Se sabía que los “chivatones” hasta se morían de las “putizas” que les ponían en las
celdas de castigo. Por eso mejor respetar el “código de honor” de los cuarteles: acátese la
ley, pero no se cumpla.

***

Un par de horas más tarde, ardían las tres hectáreas de mariguana acordadas, previamente
rociadas de gasolina “pa’ que se quemen mejor”, como había dicho el teniente.
Y los pistoleros de don Gumaro vigilaban que ni el fuego, ni los soldados se pasaran de
la raya. Jesús incluso se puso a hablar con el jefe de los sombrerudos, y hasta “cuates” se
hicieron, pues resultaron paisanos de Hidalgo los dos. El hombre le ofreció “trabajo”:
-No… pus cuando quieras, paisa, aquí hay retiharta chamba de vigilante…
Le dio domicilio y teléfono en Oaxaca, cerca del centro, “en donde tienes tu pobre
casa”…
Y muchas veces estuvo tentado Jesús, pero mejor se aguantó un “tiempito”.
Y ya cuando se salió del ejército y se animó a hablarle a Fernando González, como se
llamaba el sombrerudo, le informaron que lo habían matado hacía dos meses. “Fue en una
balacera”, le dijo una mujer, cuya voz se quebró al darle la noticia…

VIII

La supuesta “clínica” estaba cerca del “bordo”, allá por Neza.


Juliana la había acompañado para que se hiciera el legrado.
“Dicen que es muy bueno el doctor, mana”, le confió Leticia, mientras iban en pese-
ro, aguantando, como siempre, las miradas morbosas de los pasajeros, hasta la avenida
Carmelo Pérez. Tenía que serlo, pensó Juliana, pues su amiga ya tenía cuatro meses de
embarazo.
Pero hasta ella, que no sabía de hospitales, se inquietó nada más de ver las sábanas
tan percudidas de la cama en donde su amiga se acostó para ser “operada”, como de hotel
“pulguiento” de la calle de la Soledad.
Un hombre calvo, moreno, de mediana estatura, de unos cuarenta y cinco años, vis-
tiendo una percudida bata “blanca” y desgastados pantalones de mezclilla, se presentó

20
como el doctor Sánchez. Ni disimuló el desmedido morbo con que se le quedó mirando,
primero a Leticia y, luego, sobre todo, a Juliana.
La “enfermera”, que más tenía facha de “puta”, como consideró Juliana, así, como ella,
ni a bata llegaba. De unos treinta y tantos años, algo gorda, vestía una falda azul y blusa
negra, ambas de telas sintéticas. También se le quedó viendo a Juliana, “recorriéndola” de
abajo a arriba. Cuando sus ojos llegaron hasta los de la muchacha, ésta le aguantó la mirada.
La mujer se volteó, aparentando indiferencia.
-No tenga miedo, madre, ‘horitita se lo sacamos…ni cuenta se va a dar…va’ver – le dijo
a Leticia para “darle valor”.
-Nomás que me tienen que pagar ahorita – indicó el hombre – quien más bien parecía
albañil pidiendo un “anticipo” –…es que, luego, ya que les hace uno la operación, me salen
con que no train todo…
Juliana se sacó de entre su prominente busto, trabajosamente sostenido por un desgas-
tado brassiere, copa 46 “C”, el fajo de billetes de a cien. Alcanzó a percibir la nueva mirada
libidinosa que le lanzó el “doctor”.
-No, pus nosotras no somos así, señor – dijo, con cierto dejo de orgullo, casi aventán-
doselos.
El hombre tuvo el cinismo de contar los tres mil quinientos que costaría el legrado.
-Se desviste y se me pone esta bata – indicó, ofreciéndole a Leticia una prenda azul,
también muy percudida, con viejas manchas de sangre seca desperdigadas, sobre todo, a
la altura de la parte media. Luego, se retiró.
Acto seguido, la mujer trajo el “instrumental” en una mesa desayunadora y un pedestal
metálico del que colgó una botella de suero.
-La vamos a poner a dormir, madre – dijo, con pretendida amabilidad, mientras prepa-
raba bisturí, pinzas, tijeras gasas, frascos con alcohol y otros desinfectantes y algodón.
Juliana estaba apenada por su amiga. Lo que estaba pasando por culpa de ese “hijo de
la chingada” que nada más se había burlado de ella.
Leticia se cambió y se acostó. La mujer preparó una jeringa desechable con un medica-
mento. Tomó un algodón, se acercó a la paciente y la inyectó en el antebrazo, en una vena.
Se dirigió a Juliana:
-Le voy a pedir que se salga, madre, y espere en la sala de recepción – le dijo, con tono
déspota.

21
Juliana se salió. De todos modos, no hubiera resistido ver como “abrían” a su querida
amiga. Alcanzó a ver a su amiga cerrar los ojos por el adormecimiento.
La quería mucho… gracias a ella se le quitó su complejo de “gordota”.
Leticia le contó que era de Guanajuato y que hacía años se había venido al distrito con
una tía a trabajarle de sirvienta. Pero un día “esa señora me echó”, pues supuestamente ella
era una “pinche cuzca” que andaba seduciendo al tío. “Me cai qu’eran puras mentiras de la
pinche vieja, Yuyis”, le aseguró Leticia, quien, más bien, se percató de que el “tío” le traía
ganas. “Antes no me violó el pinche viejo, mana”. Era alta, delgada, guapa… de “buen ver”,
consideraba Juliana. Por eso, los clientes se la peleaban…
Juliana se sentó en un desvencijado sofá en la “sala de espera”, una habitación azul,
pequeña, obscura, despintada en partes a consecuencia del salitre y el nulo mantenimiento.
Y ahí, nada más para pasar el tiempo, se puso a hojear un viejo “TV novelas” que estaba en
el revistero…

***

Se despertó, asustada por el ruido de la puerta.


Se había quedado dormida. Soñó que tenía mucho dinero y Leticia estaba en un hospi-
tal de lujo, atendida por cuatro doctores y seis enfermeras. “Es por la ansieda’”, pensó.
La “enfermera” salió del “quirófano” toda ensangrentada de los guantes blancos de
cirugía, llevando un pedazo de carne rojiza.
-Iba ser niña – dijo, entre reprochante e informante, como esperando una reacción de
la “gordota”.
Juliana no dijo nada.
Una hora más tarde, Leticia salió por la puerta, toda pálida, decaída, apenas si pudiendo
dar el paso.
-Se toma todos los medicamentos, para prevenir la infección – dijo el hombre, mecáni-
camente, sin mostrar la más mínima preocupación de si una más de sus “pacientes” seguía
las instrucciones de la hoja blanca, de cuaderno, que les daba como “receta”.
Juliana se aprestó a ayudarla.
Se tuvieron que regresar en taxi, porque Leticia no podía caminar.
El taxista les cobró “un ojo de la cara”, todo lo que les sobró de dinero. “Pinche culero,
mana, con eso me hubiera alcanzado a comprar una de las medicinas”, protestó Leticia.

22
***

Tres semanas después, murió su amiga, como consecuencia de una fuerte infección en la
matriz, mal atendida.
Juliana les echó la culpa a esos “pinches puercos” que ni las sábanas lavaban.
Pero a nadie le comentó que como todo se lo habían gastado en el legrado y el taxi,
hasta una semana después, cuando Juliana por fin se hizo de un cliente y tuvo dinero, fue
a una farmacia a comprar uno de los medicamentos, el más barato, el que era para calmar
el dolor de vientre a su amiga. “Se me va quitar, Yuyis”, le dijo Leticia desde la cama, de la
cual ya casi ni podía levantarse por la debilidad.
El día del deceso, Juliana se puso a pedirles a todos, casi “a güevo”: clientes, vecinos,
comerciantes, fonderos, garnacheras, putas… sólo así logró reunir los quince mil pesos que
costó el velorio, la caja y la incinerada de su única, gran amiga del alma…

IX

Tres dedos, el índice, el medio y el anular, brincaron dentro del cofre de seguridad del
camión de la “Panamericana” y afuera se escuchó una reprimida queja de dolor…
-¡Pinche pendejo! – exclamó Jesús, entre molesto y sorprendido por el repentino ac-
cidente, retirando su ensangrentada mano izquierda y lo que le quedaban de esos tres
dedos...
La pesada puerta que resguardaba los “envases” se había zafado de sus seguros y cayó
cual guillotina. Como iban a transportar bastante dinero, el vehículo era de los “chonchos”,
del triple de capacidad de uno normal. ¡Tantas veces que uno de los mecánicos lo estuvo
“chingue y chingue” con lo de “Aguas con esa puerta, mai, que se le puede caer... hay
qu’arreglarla”!
“¡Puta madre... pero en dónde se le vino a caer!”, reflexionó amargamente, mientras se
miraba los chorros de roja sangre brincarle así, de “zopetón”
Pedro, el chofer, se acercaba con una linterna:
-Sale, Chucho, pásame otros... – alcanzó a decir, antes de enfocar con la luz el herido
miembro.
Se le cortó el habla al ver la mano ensangrentada y la consternada cara de su coman-
dante.

23
-¡No chingues!... ¡¿pus qué te pasó?! – gritó, entre espantado y contrariado por la in-
esperada situación.
-¡Qué no ves que me moché los dedos, güey! – gritó Jesús, “encabronadísimo” de,
todavía así como estaba, fregado de su “pinche mano”, tener que darle una explicación a
ese “pendejo”...
Eso se lo habían dicho, que “el Pedro” tenía mala suerte, pero Jesús no hizo caso. A él
y a Luis, uno de los custodios, desde hacía meses los había estado “sondeando”. A Manuel,
el otro custodio, ni decirle, pues a leguas se veía que era “bien sacón y persinado”. De to-
dos modos, había que “darle cuello” a uno, para hacer más realista el supuesto “robo” del
camión y la “lana”... justamente en ese “puto” había pensado.
“Me cai que seguimos de pinches pobres porque queremos, cabrones... tan fácil que
sería robarnos una madre de éstas bien cargada”, les decía Jesús a Pedro y a Luis, medio en
broma, medio en serio.
Al principio, los otros nada más se reían. “¡Estás bien pinche loco, Chucho!”, exclamaba
Pedro. “No, güey... me cai qu’está refácil, pero se necesita ser bien verga”. Y tantas veces
lo repitió, que un día Pedro y Luis lo retaron: “A ver, güey, si tan chingón... ¿cómo?”.
Y fue cuando Jesús declaró enfático que si les decía cómo robarse la “lana”, iba a ser
para “que l’entren...si no, mejor ni le busquen”. Titubearon... dos, tres días, una semana,
pero al final, le “entraron”... y decidieron, como su comandante, “salirse de pobres”...
Sería en el turno de la noche, cuando recogían el dinero de toda la semana, como diez
millones, del Liverpool de Santa Fe. Estaba ideal, les dijo, porque “hacemos como que unos
güeyes nos asaltan y nos quiebran a uno”... en esta parte, saltaron a relucir los escrúpulos de
Pedro y Luis. “A’i sí está cabrón, Chucho”. Jesús hizo un gesto de molestia. “¡No me vengan
con esas mamadas... pus algo se tiene que sacrificar, pa’ que nos crean qu’es neta! - excla-
mó -... ¿o qué?... ¡es como si tuviéramos que quebrarnos a un güey que quisiera robarnos,
no me chinguen...!”. “Pero ese güey es compa, Chucho...”, trató de justificar Pedro. “¡Ese
güey es puto!”, sentenció Jesús, terminante, a quien desde el primer día en que le asigna-
ron a Manuel como custodio, le cayó mal. “A ese güey le faltan güevos par’esta chamba”,
decía.
Superada esa parte tan de “No mamen...’hora hasta santurrones me salieron, cabro-
nes”, Jesús continuó narrando su plan. “De ahí, nos jalamos pa’l Ajusco, nos robamos la
lana, la escondemos y rodamos el camión con el puto del Manuel adentro”. Lo de la “pinche
madre de localización satelital”, él sabía cómo “chingársela”.

24
“¿Y luego?”, preguntó Luis, un tanto escéptico. “Pus luego avisamos a la central que
nos robaron y que se llevaron al Manuel y al camión”. Esa cuestión no estaba tan clara, ni
para Luis, ni para Pedro. “¿Así, nomás?”, preguntó Pedro, no muy convencido. “¡Pus sí!... ¿o
qué, a poco cr’es que con un pinche muerto no nos van a cr’er?”, replicó decidido Jesús.
Y esa auto-argumentación fue suficiente para Jesús cuando, una vez cargados los diez
millones de pesos de la tienda y alejados unos kilómetros, disparó con su revolver, sin nin-
gún miramiento, de frente, en el pecho, a Manuel. “Oye”, lo llamó Jesús y fue al voltear
aquél cuando jaló el gatillo. El muchacho se le quedó viendo incrédulo, espantado. Un se-
gundo disparo le confirmó que su comandante, efectivamente, lo había matado.
Los otros dos nada más se quedaron viendo la escena, estupefactos, a pesar de que su-
puestamente se habían predispuesto a la acción. “Este güey no tiene madre”, pensó Pedro,
quien superados los momentos de nerviosismo inicial, siguió manejando aparentemente
como si nada.
“Vete por aquí, güey”, le ordenó enseguida Jesús, mientras se escurría debajo del table-
ro del camión y desconectaba unos cables que inutilizaban el localizador satelital.
Tomaron una desviación, que los sacó de Periférico y después de media hora, los con-
dujo hasta el bosque del Ajusco. Luego, avanzaron por una terracería unos tres kilómetros.
Allí, escondido entre unos árboles y ramas, estaba el “Le Garrón” de Jesús, en donde iban
cargar parte de los “envases”. Los que no cupieran, según lo planeado, los enterrarían por
allí y los irían sacando poco a poco durante los siguientes días...
Y fue en ese lugar, cuando todo parecía ir “chingonamente”, en donde la pesada puerta
le había cercenado los dedos a Jesús.
Luis se acercó:
-¿Y ‘hora? – preguntó, percatándose de que algo estaba mal, pero todavía sin haber
visto lo qué le había pasado a su comandante.
-¡Este güey ya la cagó! – gritó Pedro, mucho más nervioso que hacía rato.
-¡Ayúdenme cabrones... no chinguen... me estoy desangrando...! – demandó Jesús.
Pedro enfocó con la lámpara la mano de Jesús, para que Luis viera el percance:
-¡Se mochó los dedos el pendejo...!
Luis puso ojos de espanto:
-¡Iiiiih!... ¡¿y ‘hora qué vamos hacer...?!
Pedro no lo pensó más. Tomó una decisión. De todos modos, “si ese güey era tan culero”
de matar así, como si nada, a otro “cabrón”, razonó, mejor pagarle con la misma moneda :

25
-Pus ni pedo, van a tener que ser dos los muertitos, Chucho – dijo, tratando de se-
renarse, mientras disparaba su revolver, que dos segundos antes había desenfundado, al
estómago de Jesús...
El comandante se le quedó mirando, incrédulo, así como a él, hacía un rato, lo había
visto Manuel.
Luis también se quedó “pendejo”.
-¡Sale, güey – lo apresuró Pedro – nos pelamos, con lo que nos quepa, en esa chinga-
dera...!
La “chingadera” era el “Le Garrón” de Jesús.
-¿Y no... no vamos a rodarlos con el camión? – preguntó Luis, muy nervioso y espantado.
-¡Nel... nel... ya vámonos así...!
Luis todavía se quedó inmóvil, indeciso, de si eso sería lo correcto...
-¡Órale, güey!...¿o qué, quieres que sean tres los pinches muertos? – volvió a urgirlo
Pedro, con desafiante actitud, sacudiendo su pistola.
Eso bastó para que el custodio se moviera como “pedo”. Todavía recogieron unos en-
vases que estaban en el suelo y emitiendo nerviosos jadeos, se dirigieron al “Le Garrón” de
su comandante...

***

La bala no lo mató de inmediato.


La nueva hemorragia, junto con la de los dedos cercenados, le aceleró la agonía a
Jesús...
Todo le salió mal... hasta parecía un castigo de Dios, pensó, mientras iba perdiendo la
conciencia y entrando a un mortal letargo...
Esos cabrones lo “venadearon”... se pasaron de “pendejos”, pensó con amargura...
Así como él, con la Yuyis, la noche anterior, se había pasado de “pendejo”...
Sí, por eso las cosas habían salido mal, por “pinche culero”...
La última imagen mental que tuvo Jesús, antes de morir, fue a la Yuyis, “cogiéndosela
de a perrito”...

26
X

Juliana se había enfundado en su ajustado vestido negro.


Era el que más le gustaba a su “comandante”, según le decía Jesús... sí, cómo le había
cambiado la vida a Juliana. Ya hasta le había prometido “sacarla de chambiar” y ponerle un
departamento. “Nada más déjame que salga de pobre, Yuyis”, le dijo una semana antes,
en su “noche libre”. “Sí, mana – le hablaba a Leticia –, tú m’estás mandando buena suerte
desde el cielo”.
Ese miércoles, de nuevo, le tocaba su descanso a Jesús.
Lo esperaba siempre en el mismo lugar, sobre la banqueta de Viaducto, esquina con
Tlalpan. Ya no le interesaba tanto si tenía o no clientes... unos meses antes, ni imaginarse
que la vida pudiera cambiarle así, tan de repente, “pa’ mejor y no pa’ pior”.
Increíble que estando tan “gordota” y treintona, por fin, un hombre se hubiera fijado en
ella... y en serio. Sí, nunca tan intensamente, Juliana había gozado “coger” con alguien. Le
fascinaba cómo la besaba y le “agarraba” todo su cuerpo. “Pura lonjita de primera, mi Yuyis”,
le decía Jesús, mientras cariñosamente le apretaba toda su gordura... hasta soñaba con su
“comandante” y se le humedecía su vagina nada más de imaginarse las caricias, los besos,
el cuerpo desnudo, “bien peludo”, de Jesús... y, sobre todo, su pene, “bien duro”. “Y sin
Viagra, mi nena – se congratulaba aquél –... con tanto pinche jamón del bueno, pa’ qué”...
Y si Dios quería... ah, porque Juliana era “bien católica”, tenía su “altarcito” y antes
de haber conocido a Jesús, les pedía a los “santitos” que “me caigan muchos clientes, san
Juditas”. Pero desde que se veía con su “comandante”, les rogaba “Ay, san Juditas, que
‘hora sí se me haga con este señor... hazme el milagrito”... bueno, si Dios quería, se ilusio-
naba ella, hasta “vamos a tener hijos, unos dos... una niña y un niño, el parcito”...
Ya habían pasado dos “changos” en sus carros, como queriéndole preguntar “¿cuánto
cobras?”, pero Juliana ni siquiera hizo el intento de acercárseles... no, esa noche, igual que
cada semana, desde hacía meses, sería toda para “Chuchín”, como cariñosamente lo llama-
ba. “Pa’ que me coja de a perrito, como más le gusta”...
En una bolsa de mandado, tenía los diez bolillos, el kilo de queso de puerco, el cuarto
de chiles en vinagre y la mayonesa mediana. Jesús siempre le dejaba dinero para comprar
las viandas de sus noches de amor. “Pa’ que nos cómamos unas tortitas, Yuyis... ya ves que
de tanto coger, me da reteharta hambre”. A ella también le daba mucha hambre “coger”.

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Jesús se asombraba de su apetito. “¡¿Cómo tragas, mamacita!?... ¡me vas a dejar pobre!”,
bromeaba, pues a lo más, él se aventaba tres tortas y ella, cinco, bien repletas.
Y no podía faltar el “sixpac de Tecates”, bien frío, como le gustaban a Jesús.
Vio llegar el “Le Garrón”, color vino, de Jesús.
Juliana se balanceó de un costado a otro, como si bailara. Así le gustaba verla a Jesús.
“Es que... pus siento cosquillitas, mi Yuyis... ya sabes dónde, en el campeón...”

***

-Así, mi reina, así... muévete, muévete... sacude tus nalgotas – jadeaba Jesús, mientras de
“a perrito” se estaba “cogiendo” a Juliana más tarde.
Y con “un chingo de ganas”, porque tuvieron que buscar cuarto en otro hotel, pues el
acostumbrado estaba lleno.
-¡Así... así... cógeme, Chuchín... cógeme... soy tuya...! – exclamaba Juliana, sacudiendo
sus “nalgotas”, quien a pesar de la posición, debido a su gordura, apenas alcanzaba a sentir
la “puntita” del pene de su amante, “pero con eso tengo pa’ venirme yo también”...
En esa “cogida”, las “cosquillitas” las sintió Jesús como nunca antes, igual que cuando
de niño veía a Juan, el matancero, sacrificar a los puercos...
En ese momento justo, se percató de que el cuchillo para cortar los bolillos se hallaba
sobre el buró. Estaba a su alcance...

XI

“Pus qué puta madre me pasó”, se preguntaba Jesús más tarde, cuando circulaba por el
centro en su “Le Garrón”.
Eran casi las tres de la madrugada. Circulaba por las obscuras calles, llenas de “putas” espe-
rando clientes. Todavía sentía remordimiento por lo sucedido, pero ya “se m’está pasando”.
Hasta le puso el dedo en el gordo cuello, así como les hacía a las lonjas de los marranos
muertos...
Jesús se “vino” mientras Juliana se desangraba por la herida en la yugular que le dejó el
cuchillo cebollero, clavado tan certeramente por su amante. Ni gritar pudo, pues su sangre
la ahogó...
Lástima que sólo así, pensaba Jesús, hubiera podido sentir otra vez esas “cosquillitas”
de su niñez...

28
Pero seguía sin entender por qué lo había hecho. Porque, pues... se había encariñado
con la “gordota”... ya hasta le había prometido ponerle un departamento “cuando m’haga
rico, Yuyis... y va’ser pronto”...
Seguro había sido por esas “madres” de los dizque traumas que decían los “loqueros”
que todos cargaban... tendría que ir a ver uno... bueno, si no se le quitaba y volvía a matar
otra vez, “pero pa’ que m’encuentre a otra gordota... pus va ‘star cabrón”, reflexionó, algo
más tranquilo.
Y tan cerca de “hacerse rico” que estaba...
Ya él, Pedro y Luis, se habían puesto de acuerdo para la noche siguiente...
“La neta que es un plan bien chingón”, volvió a asegurarles la noche anterior, cuando
revisaron, de nuevo, todos los pasos a seguir...
Pero con lo de la “gordota” muerta, temía que las cosas no fueran a salir como había
pensado...
Sin embargo, a pesar del inicial “susto” por su intempestiva acción, tuvo cuidado en
simular un suicidio... así le hacían en las películas “americanas”... antes de que el cuerpo se
enfriara, le acomodó el cuchillo en la mano izquierda, del lado de la herida. En una de las
hojas blancas, lacradas con el nombre del hotel “Las Flores”, que halló en el cajón del buró,
Jesús escribió con su pluma “Bic”, tinta azul: “Me mate por mi propia volunta” (sic), seguro
de que para la policía sería suficiente evidencia de que la Yuyis se había clavado ella sola el
cuchillo. Además, estaba lógico... no como lo de la “vieja esa, de derechos humanos”, que
ni se acordaba de su nombre, quien decían que se había suicidado... ¡y eso que los disparos
habían sido en la espalda!... “¡no mamen!”...
De todos modos, razonó, era una “puta cualquiera”, sin “perro que le ladre”, como ella
le había confiado. “Vivo solitita... pa’ cuando quieras ir a visitarme, Chuchín”... “la neta”, a
quién le iba a importar que se “pelara”...
Y también contaba con que el encargado de la caja, no lo había visto ni entrar, ni mucho
menos salir... estaba bien “jetón” a las tres de la mañana cuando, muy nervioso, abandonó
Jesús el lugar.
Además, con toda la lana que se iba a robar... mínimo tres “milloncejos”, ya reparti-
da entre los tres, “me voy con mi vieja y mis chamacas pa’l otro lado, con mis primos, y
con tanto dólar que voy a cambiar, hasta una casa bien chingona me compro, como las de
ellos”...

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Otra vez el remordimiento lo asaltó por la “pinche Yuyis”, al recordarla toda desangra-
da del cuello, tendida sobre la cama del hotel, así, como los marranos muertos, sobre la
mesa... y un poco, cuando la movió, de lo pesada, se le vino la imagen de su “jefa, cuando
fui a recogerla, muerta, a la cantina, que me pesó un chingo”.
“Pus es que me salió lo culero de los de la Pana, mi Yuyis”, pretendió “decirle” al cadá-
ver, como justificándose... y eso mismo pensaba, mientras conducía su auto.
Finalmente, a la altura de Topacio, se fijó en una prostituta “choncha”, no igual a la
Yuyis, pero “pus a’i, más o menos”, vestida, “pa’ mi buena suerte”, también de vestido
negro. “La pongo a engordar a la cabrona”, se dijo, bromeando.
Su tía le hacía así con los marranos: los compraba flacos y los ponía a engordar, con
puro maíz...
Miró su reloj: casi las cuatro.
Todavía era buena hora para otra “cogida”. De todos modos, su “vieja” pensaba que
estaba trabajando.
Acercó su “Le Garrón” y abrió el cristal:
-¿Cuánto cobras, chaparrita? - preguntó.

FIN

D. F, diciembre 13 – La Ocota, diciembre 30, 2003

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