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LA NOVICIA REBELDE

Pedro Conde Sturla

La primera y única vez que sor Ángela de la Cruz tuvo la desdicha,


la ingrata y trágica experiencia de toparse frente a frente con un
hombre desnudo, lo que se dice desnudo -en su plena y total
desnudación-, se le antojó que era el demonio por el cuerno que
portaba entre las piernas. El Callejón de los curas estaba a oscuras,
pero la oscuridad no disimulaba aquella impúdica figura de
jardinero que se bañaba con manguera a la luz de la luna en el
jardín de la casa curial con puertas abiertas de par en par. Sor
Ángela de la Cruz, la novicia Ángela de la Cruz, beatífica y
castísima de nacimiento, huyó despavorida hacia el convento de
Santa Clara, en las cercanías del palacio del Príncipe, y se acogió
al amparo de las monjas de clausura.
Al cabo de un delirio que duró varias semanas, con la
bendición de la santa madre Alejandra -la madre priora-, pidió ser
confinada a una celda de la que no saldría hasta el fin de sus días,
consagrada todo el tiempo a la meditación, la oración, el castigo
corporal, la mortificación de los sentidos en todos los sentidos,
incluyendo el sentido común. Sin embargo, a pesar del rigor con
que se aplicaba al ejercicio de sus devociones, nunca pudo escapar
de aquella imagen, aquella fatídica visión de hombre desnudo que
de repente irrumpía -persiguiéndola con una manguera- en sus
sueños más risueños.
Una noche, en la peor de sus pesadillas, no pudo resistir más,
y en un acceso de locura se rasgó las vestiduras, se rasgó la piel de
los pechos abundantes y se arrancó los ojos con las uñas.
La pérdida de la vista no hizo, por desgracia, más que
agudizar su sensibilidad, afinar en grado extremo los mismos
sentidos que en vano había tratado de aplacar, y ahora aquel
demonio de hombre desnudo y con manguera, que seguía
persiguiéndola por igual en la vigilia y en el sueño, también se le
manifestaba en el sonido de los pasos: Todos los pasos de hombres
que pasaban por la calle aledaña le sonaban a pasos de hombre
desnudo y con manguera. El demonio se le manifestaba ahora en el
suplicio del tacto de tal modo que, al tocar el rosario y las
imágenes sacras y el libro de devociones, palpaba a un hombre
desnudo y con manguera. En los pocos alimentos que tomaba, en
el agua inodora e incolora, percibía el sabor de hombre desnudo y
con manguera. El aire que respiraba tenía olor a hombre desnudo y
con manguera. Sólo a veces, a manera de compensación casi
divina, un amigable soplo de turistas nocturnos fumando
marihuana llenaba los rincones de su alma, derramaba bendiciones
que invocaban a un extraño sosiego y, por momentos, le parecía
levitar y levitaba.
Pero cuando su vecino el Príncipe, el Gatopardo criollo salía
de correrías, desde su limosina blindada con las ventanillas
cerradas le llegaba el aliento del perfume de París de Francia que
no enmascaraba el olor a hombre y se arrojaba contra las paredes
y llegaba en su desesperación al paroxismo. El olor a hombre la
volvía loca, literalmente loca, y seguía persiguiéndola en la figura
del demonio desnudo con manguera.
Ella trataba de escapar, siempre escapaba, pero en su último
sueño, fatalmente, el desnudo que la perseguía noche y día la
atrapó, manguera en mano, la inmovilizó sobre el duro lecho de
monja de clausura y, para su sorpresa, apenas suavemente,
dulcemente, con aquella manguera que siempre había aborrecido,
se insinuó entre los bordes gloriosos de su secreta piel. En un acto
de resignación, inmóvil, indefensa, ¡hágase señor tu voluntad!, se
entregó a lo inevitable, y el demonio desnudo realizó el milagro tan
secretamente temido, más bien apetecido.
Al amanecer de un nuevo día, el mármol de la muerte
modelaba en su rostro un gesto de intensa placidez, inmensa paz,
incruenta beatitud. El drama corporal, el caudaloso océano que se
había derramado en su interior, descendía ahora en cascada, en
multitud de oleadas en los pliegues desnudos del vestido, un poco a
la manera de una escultura de Bernini. La mano sobre el corazón
que había redoblado como un tambor de hojalata, la curva de sus
labios desdibujada en un rictus de pecaminosa felicidad en el gran
momento de un éxtasis infinito, hablaban de una santidad a toda
prueba, como si un ángel travieso la hubiese castigado con infinitas
flechas, mil puñales de agravio, mil puñales de gratitud, mil
puñales de gozo para la gloria que ahora se merecía hasta el fin de
los tiempos.

pcs, jueves, 11 de diciembre de 2007.

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