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- “que le corten la mano“ las tajantes palabras del arzobispo retumbaron por toda la
habitación. Juan Gabriel de Rosas, no pudo evitar sudar en frío al escuchar la dura
sentencia que Pedro Alfonso de Orellana, el ladrón de la ajorca de oro, había recibido….
Una mañana soleada pero fría, Pedro había encontrado a María Antúnez sentada cerca de un
río, llorando, al ver la situación, Pedro Alfonso de Orellana no dudó en acercarse a su amada
para comprobar su estado
Preguntó el hombre preocupado, afortunadamente, recibió una respuesta más elaborada esta
vez
Tras haber expresado eso, María Antúnez volteó su mirada nuevamente hacia el imparable río,
sin esperar nada del hombre a su lado.
Pedro Alfonso de Orellana, en cambio, se acercó a ella, envolvió la delicada mano de la mujer
en la suya, y exclamó
María, al ver que su amado no demostraba intenciones malignas, decidió narrarle la razón de
su dolor
Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimir puño de su espada, levantó la cabeza, que en
efecto había inclinado con mamá y dijo con su voz sorda:
- "¡La de Sagrario de la catedral!..." "¡Ah! ¿Por qué no la puse otra virgen?... ¿Por qué no la
tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona o el diablo entre sus garras?... Yo se la
arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la virgen del
Sagrario, a nuestra Santa patrona, yo... Yo que el nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!”
¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se arrestar al fin a poner por obra una idea
que sólo el concebirla había erizado sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse punto pero él
estaba allí, y estaba así para llevar a cabo su acto de delincuencia. En su mirada inquieta, en el
temblor de sus rodillas, en el sudor frío que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su
pensamiento. La catedral estaba sola como más completamente sol y sumergía en un silencio
profundo. No obstante, de cuando en cuando se percibían como unas rumores confusos:
chasquidos de madera tal vez, o murmuras del viento, coma o ¿quién sabe?, Acaso ilusión de la
Fantasía, que oye lleve y palpa en su exaltación lo que no existe; pero la verdad era que ya cerca,
lejos, ora a sus espaldas, ahora su lado mismo, sonaban Como sollozos que se comprimen, como
rumor de pasos que van y vienen sin cesar.
Con un gran esfuerzo Pedro continuo su camino, llegó a la verja Y subió la primera grada de la
capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas de Los Reyes cuyas imágenes de piedra,
con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día por el santuario, y cuya
sombra descansan todos por una eternidad.
Quiso avanzar pero no pudo, es como si sus pies se hubieran clavado al piso, bajó su cabeza,
sus ojos se llenaron de horror y sus cabellos se erizaron: anchas y oscuras lozas sepulcrales
formaban el suelo de la capilla.
Por un momento creyó que una mano fría y descarnada le retenía con una fuerza antinatural.
Las vagas luces que brillaban en el fondo de las naves como estrellas perdidas en el oscuro
cielo nocturno, oscilaron a su vista, las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar igual,
osciló el templo todo con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.
Todo era oscuro y horrible, el lugar parecía estar envuelto en tinieblas, solo la reina de los
cielos, suavemente iluminada por una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y
serena rodeada de tanto horror.
Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que tranquilizaba al hombre en un instante
concluyó por infundirle temor, un temor más extraño, más profundo que sintió hasta el
momento.
El muchacho cerró los ojos, para no ver la cara de la virgen al momento de cometer el crimen,
extendió su mano temblorosa, y arrancó la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo
arzobispo, cuyo valor equivalía a una fortuna.
Ya la tenía en su poder, solo restaba huir, huir con el objeto anhelado por su amada. Pero para
lograrlo debía abrir sus ojos, cosa que no quería, Pedro no quería hacerlo, tenía miedo de ver
la imagen, los reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, y los rayos de luz que,
semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves,
pobladas de rumores temblorosos y extraños.
Al fín abrió sus ojos, miró el ambiente en el que se encontraba y pegó un grito agudo, las
estatuas, estatuas que vestidas de luengos y no vistos ropajes, descendieron de sus huecos y
lo miraban fríamente con sus ojos carentes de pupilas.
Santos, monjas, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos se rodeaban
y confundían en las naves y en el altar, a sus pies oficiaban, en presencia de los reyes, de
hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras veces inmóviles
sobre sus lechos mortuorios, mientras que arrastrándose por las losas, trepando por los
machones, acurrucados en los doseles, suspendidos de las bóvedas, pululaban como los
gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos,
deformes, horrorosos.
Ya no pudo resistir, su corazón latía a un ritmo espantoso; una nube de sangre escureció sus
pupilas, arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido
sobre el ara.
La mañana siguiente, Juan Gabriel de Rosas entró a la capilla, tras ser llamado por los
dependientes de la iglesia, ya que habían encontrado a Pedro aún con la ajorca en la mano,
riendo a carcajadas mientras decía: “¡suya, suya!”
Horas más tarde, Juan salió de la habitación, dejando al pobre hombre delirante solo, lo
acababa de interrogar sobre lo que había pasado, y descubrió que, por un acto de amor, Pedro
decidió robar la ajorca, para poder entregársela a su amada, María Antúnez, que la codiciaba
sin cesar.
El respetable comisario organizó todo lo necesario para convocar al arzobispo, e intentar darle
una posibilidad de salvación al hombre, iba a recibir un juicio e iba a ser condenado por sus
crímenes.
Una semana más tarde, a las 3 de la tarde de un día soleado, se estaba juzgando a un hombre
por sus actos en la corte real.
- “usando una réplica de las palabras del acusado, ‘yo decidí infiltrarme en la capilla para
robar aquel objeto codiciado por mi amada, María Antúnez’ el acusado cumplió su
palabra, y robó la ajorca de oro de la estatua de la Virgen del Sagrario de la Catedral de
Toledo” exclamó el comisario. Se podían oír los murmullos de la gente presente en la
habitación, hasta que una voz fría y penetrante se escuchó por sobre todo.
- “¡que le corten la mano!“ las tajantes palabras del arzobispo retumbaron por toda la
habitación. Juan Gabriel de Rosas, no pudo evitar sudar en frío al escuchar la dura
sentencia que Pedro Alfonso de Orellana, el ladrón de la ajorca de oro, había recibido….