Está en la página 1de 4

a emigración española hacia el Nuevo Mundo no fue sólo de personas sino que junto a ellos

trasladaron todo un bagaje cultural basado en una serie de valores morales y religiosos que, una
vez que se consolidó la conquista, trataron de difundirse entre la población de origen peninsular
como forma de perpetuar la identidad hispana y católica ortodoxa al otro lado del atlántico y de
ayudar a reforzar los vínculos culturales y políticos que unían a ambas partes del mundo. En este
contexto, los moralistas que, independientemente de su lugar de nacimiento, llevaron a cabo su
labor en las tierras novohispanas, ejercieron como instrumento de control de estos valores
tradicionales entre la población americana, en especial entre las mujeres, recordando con sus
sermones que, a pesar de lo alejados que estaban del centro de la cristiandad, debían
comportarse según el modelo establecido.

2Si atendemos al análisis histórico de las fuentes que nos legaron estos religiosos, podemos
deducir dos tipos de información: por un lado, tenemos expuesto cual era el modelo teórico que
se dibujaba para las mujeres desde los púlpitos de las iglesias; por otro, a través de los ataques
que dedicaron a las damas novohispanas, tenemos la posibilidad de descubrir cómo era el
comportamiento cotidiano de las mujeres al margen de la doctrina, de que forma se casaba la
teoría con la realidad y cuales fueron las transgresiones más habituales. Teniendo en cuenta
estos dos aspectos, podremos deducir hasta que punto tuvo éxito el proyecto de traslación de la
cultura hispana a los nuevos territorios y de que manera ésta se adaptó a las nuevas
circunstancias.

3Lo primero que debemos señalar es que en la sociedad hispana de los siglos XVI y XVII no
existía una división claramente definida entre la vida privada y la vida pública de las personas.
De esta forma, los pecados que se cometían en la intimidad o de manera notoria cobraban una
importancia primordial ya que podían afectar a la fortuna del reino. El obispo de Puebla, Juan de
Palafox, dejó muy claro cómo el vicio de los súbditos de la monarquía conllevaba la decadencia
del reino:

“El vicio en las monarquías no sólo destruye lo espiritual y moral, sino lo político, porque al tiempo
que quita a las almas la gracia y a los reinos la protección de Dios, enflaquece el valor y constancia de
la nación, y se pierde con eso el consejo y la opinión; y luego comienzan a servir con los vicios los que
mandan a otros con las virtudes”1

4Y añadía en sus tratados mexicanos:

“el día que nos hallamos perdido en lo moral, naturalmente seremos triunfo de nuestros enemigos en
lo militar y político, como ha sucedido en cuantas naciones ha habido en el mundo, de que son muy
patentes los ejemplos”2

5Por lo tanto, el control de la moral de la sociedad, cuyo peso solía recaer fundamentalmente
sobre las mujeres, era un tema capital no sólo para salvar las almas de los fieles, sino para
salvaguardar el destino político de la monarquía. Para Palafox había cinco cosas que aseguraban
la felicidad de un reino, entre ellas “tener la nobleza honrada”. 3 Siendo esto así, se entenderá
mejor cómo la Monarquía, preocupada por la derrota de sus armas y la pérdida de influencia
política, no dudó en intervenir para proteger al reino de caer en el vicio y la decadencia. Los
moralistas siempre fijaron su atención sobre cualquier aspecto que se saliese de la norma entre
los grupos privilegiados, transmitiendo de manera interesada una idea muy negativa del mundo
que les rodeaba y una sensación de debacle moral, con la intención de influir en aquellos que
eran responsables de combatir las desviaciones de la norma. Así, el jesuita De la Parra describía
de forma catastrofista la situación de México y auguraba el desastre del reino por el mal
comportamiento de los españoles:

“Ay de México! Ay de México por sus escándalos! Escándalos en las calles, escándalos en los
concursos, escándalos en los paseos, y escándalos aun en los Templos Santos de Dios […]Que si sólo
un escándalo servía para perder a innumerables, que hará toda una ciudad llena de escándalos?” 4

6El discurso moralista defendía y justificaba el sistema patriarcal de la sociedad, determinaba la


superioridad del hombre respecto de la mujer y establecía la división de funciones y de espacios
entre ambos. Las obras del obispo de México fray Juan de Zumárraga constituyen un buen
ejemplo de cómo los españoles llevaron a las Indias sus conceptos sobre las diferentes funciones
que tenían ambos sexos. Así se dirigía a los hombres:

“Venido de la iglesia, concertéis vuestra casa. Y si tenéis estado de casado, y Dios os dio tal
compañera que os quite de cuidado de ordenar y regir la casa, entended en lo de fuera de casa, según
el estado que Dios os dio. Porque cosa concertada parece que el señor de la casa tenga cuenta con los
hombres, y la señora mande y rija a las mujeres”5

7La división de funciones y de espacios entre hombres y mujeres estaba muy relacionada con la
opinión que se tenía sobre la naturaleza de las segundas. El concepto que sobre las mujeres
tenían los moralistas era muy negativo, las veían como seres débiles moralmente, que se
dejaban llevar fácilmente por las pasiones y arrastraban en su caída al infierno a cuantos se
dejaban seducir por sus encantos. La imagen que estos religiosos tenían del sexo femenino,
motivó que éstas se constituyesen en el principal objeto de sus críticas, ya que las encontraban
cercanas a las pasiones y el Diablo. Para fray Andrés de Olmos, profesor en el colegio de Santa
Cruz de Tlatelolco, “el Diablo engaña muy fácilmente a las mujeres: es así porque la primera fue
engañada nuestra primera madre, porque no fue el varón que él engañó primero, y porque el
sedujo fácilmente a la mujer con falsas palabras”. 6 Además, en su obra tratado de hechicerías y
sortilegios, Olmos defendía que las mujeres “engañosas” eran más numerosas que los hombres
entre los ministros del Diablo y daba cinco razones, entre ellas la siguiente:

“Porque las mujeres se dejan mucho dominar por la ira y el enojo, fácilmente se encolerizan, son
celosas, envidiosas; haciendo sufrir, imponiendo tormentos a otros quieren aplacar su corazón y
anhelan con facilidad que les pasen a las gentes cosas tristes y penosas. Pero, como pocas
perseveran, son bastante fuertes, para saciar su corazón con la muerte de alguien, no les es posible
matar a quien aborrecen o atormentan. Por eso se dice que siguen al Diablo para que las ayude  a
hacer aquello que desean, las maldades que ansía su corazón”7

8Frente a esta imagen de Eva pecadora aparecía la de la virgen María que ejemplificaba las
virtudes y la bondad que se consideraban posibles en las mujeres, la utopía a la que debían
aspirar. Las doncellas españolas debían conservarse puras y ajenas al mundo que las rodeaba
para llegar vírgenes al matrimonio. Mientras que las esposas, por su parte, tenían que
mantenerse castas y fieles. Si tenemos en cuenta la idea preconcebida sobre la falta de carácter
femenino ante las tentaciones, es fácilmente compresible la importancia que se atribuía a la
vigilancia y el enclaustramiento de las mujeres para el buen orden moral de la familia. Evitando
el contacto de las mujeres con otros hombres que no fueran sus maridos o las salidas a la calle,
se esperaba reducir las posibilidades con las que contaban para transgredir las normas. El
elemento básico de la moral de la sociedad era el honor familiar, y este honor recaía
fundamentalmente en el control de la sexualidad femenina. El padre Arbiol resumió de manera
elocuente la causa del encerramiento femenino:

“El voto de la clausura es el muro de la castidad, y de todas las virtudes. Contra el general peligro en
que viven con su negra libertad todas las mujeres del mundo, se ordenó el encerramiento y retiro, […]
para cortar de raíz las ocasiones infelices y desgraciadas” 8

9La honra femenina se basaba en la estima personal y social de las personas, y afectaba por
igual a hombres y mujeres, de manera que cualquier desviación en el comportamiento de las
primeras, comprometía seriamente a los segundos, por lo que era imperativo que esas
indiscreciones no se divulgaran públicamente. Para los moralistas de la época, las mujeres no
tenían causas justificadas para salir de casa más que la visita de algún fiel enfermo o la
asistencia a misa pero “cada cosa de estas es negocio santo y grave, y negocio para que no es
menester vestido y aderezo, ni extraordinario, ni polido, ni disoluto”. 9 Las salidas descontroladas
de las damas o la infidelidad de la esposa se consideraban como dos de los más graves pecados
femeninos ya que comprometían la sucesión del linaje familiar.

10Los sermones del jesuita Martínez de la Parra ponen de manifiesto cómo, para las familias
novohispanas, era responsabilidad del padre velar por el honor de sus hijas y cuidar de su
encierro, y éste no era un tema baladí ya que la negligencia en la guarda de la honra familiar se
pagaba con pecado mortal:

“Está obligado el padre, debaxo de pecado mortal, a quitarle al hijo todas las ocasiones de pecar;
pues si el hijo sale libre, sin saberse adónde; si la hija vive sin recato, la festejan, y la visitan, y no lo
saben los padres, si no es que se hacen que no lo saben, como le apartarán las ocasiones?” 10

11El recogimiento de las mujeres de clase alta estaba directamente relacionado con la
persecución de la ociosidad en sus vidas. Se entendía que, de tener todo su tiempo ocupado en
atender sus obligaciones como esposas o en las tareas propias de su sexo y condición, se
evitarían las tentaciones y los malos pensamientos. Con este objetivo, toda la literatura piadosa
y los sermones tendían a reforzar la actitud de sumisión y obediencia femeninas, a la vez que
ensalzaban la laboriosidad como virtud y como remedio contra las desviaciones. En las Indias, al
igual que sucediese en la Península, la costumbre de que las damas principales permanecieran
en sus hogares ocupadas en tareas mujeriles se había ido relajando conforme las oportunidades
de distracción, dentro y fuera del hogar, se multiplicaban. Así lo denunciaba fray Luís de León:

“Forzado es que, si no trata de sus oficios, emplee su vida en los oficios ajenos, y que de en ser
ventanera, visitadora, callejera, amiga de fiestas, enemiga de su rincón, de su casa olvidada y de las
casas ajenas curiosa, pesquisidora de cuanto pasa, y aun de lo que no pasa inventora, parlera y
chismosa, de pleitos revolvedora, jugadora también, y dada del todo a la risa y la conversación y al
palacio con lo demás que por ordinaria consecuencia se sigue, y se calla aquí agora, por ser cosa
manifiesta y notoria”11

12En Nueva España, la ociosidad también fue un pecado propio del grupo de mujeres españolas
de buena familia, peninsulares o criollas, ya que sólo las damas que disfrutaban de una situación
económica desahogada tenían la suerte de poder desocupar su tiempo o de destinarlo a actos de
recreo en sociedad. Desde Queretaro, fray Antonio de Ezcaray recordaba cómo en las Indias las
mujeres reproducían todos los males que se denunciaban en el viejo mundo:

“De la frecuencia de visitas se siguen muchos daños, e inconvenientes, y no pocas veces graves
ofensas de nuestro Señor. El primer daño es la pérdida del tiempo, pues se están los días de fiestas, y
los mas entre semana toda la tarde, y la mayor parte de la noche las mujeres en vanas
conversaciones, meriendas, juegos, y entretenimientos, sin cuidar de sus casas, sin hilar, ni hacer otra
labor decente a su estado, y en muchas necesario para el sustento de su familia” 12

13Para los moralistas, las consecuencias de la holgazanería de las damas del reino eran
terribles, ya que se trataba, en su opinión, del motivo por el que las mujeres rompían su
recogimiento e inundaban el espacio público. En este sentido, el arzobispo de México fray Juan
de Zumárraga ensalzaba la laboriosidad como una virtud y dejaba claro que la pereza de las
mujeres era aborrecible para el Señor: “La ociosidad en casa se huya; la cual es tan aborrecible
a Dios, que todo lo que creó, luego, en creándolo, le dio su oficio ejercitándolo en algo”. 13Para
evitar este mal se les debía mantener ocupadas constantemente en las tareas propias de su
sexo y, junto al cuidado de la casa y la educación de los hijos, lo fundamental era, según estos
religiosos, el hilar en casa:

También podría gustarte