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Parasceve

Por José Ramsés Ponce Quesney

"Y cuando hubieron cumplido todo


lo que referente a él estaba escrito,
le bajaron del madero,
y le pusieron en el sepulcro"
Hechos 13, 29

¿Quién puede ver lo ojos de la muerte? ¿quién mirar al que se fue? Un silencio prolongado,
abrumador. El marfil de tu piel no ha perdido el brillo, los montes que se figuraban en tus
piernas no perdieron vitalidad, pero de algún modo no responden más. Tu virilidad es tan
suave, tan refinada casi como una melodía que resuena en la memoria que al momento de
entonarla pierde todo sentido y no puede vivir en otro lugar que no sea el recuerdo.
Recuerdo cada vez más lejano, oscuro y profundo. ¿Dónde estás? ¿A dónde te has ido? No
me basta la presencia de tu cuerpo, tu piel no es suficiente para llenar el vacío de la noche.
La electricidad que fluye, circula en mis venas por la osadía de tocar tus heridas, me hace
temblar y tú sigues sin responder. El caudal de tantas pasiones de tantos se traduce a una, la
que coronaste de escarlata en tu última batalla, cuando no estuve, en la que no te pude
acompañar, cuando te quise olvidar.

¿No es injusto esto? Yo decidí desviar la mirada, no te quería ver más. Y cediste a
mi deseo, mi deseo errado. El espacio que dejas entre nosotros es más fuerte que la cercanía
que teníamos, tu voz resuena en mi alma de manera más nítida. Tantas veces te escuché y
nunca lo hice pues seguía sordo, hoy que necesito silencio el sonido es real.

Tu piel perdió su olor, y no olía a nada que pudiese expresar ni a algo que cualquier
otro pudiese comprender. Se derramó tu perfume y la última gota fue tu vida. Una brizna
cristalina con el olor del desierto en invierno, olor de los campos en otoño, a atardecer, a
luz y mañana, a oscuridad, a semillas secas, sobre a todo a trigo, a trigo quebrado, a
sonrisas, a miedo y gotas de sangre, a sudor y sal evaporados en una piedra, a tiempo de
esperanza como paja, a mar y redes rotas, al vapor que dejan las brasas sobre la arena, a
madera cualquiera embalsamada por saliva y cansancio. Nunca podré encontrar de nuevo
una gota tan embriagante, jamás besar de nuevo tus plantas y sentir que el universo tiene
sentido.

Sobre el suelo las finas llaves del grillete que te hundió en la oscuridad, suaves y
mortíferas. El suelo ha sido acariciado por tu sudario azul índigo, el beso real que a las
baldosas agrietó. Una piedra choca a otra piedra y en el encuentro del mármol con
lapislázuli dejan una nota de la suspendida en el aire. El encuentro de tu blanda y fría carne
con la piedra retuerce las entrañas de la tierra que ruge en silencio. ¡Qué pocas lágrimas
riegan la tierra, es ese el porqué de la sequía! ¡Regresa! que con una sola gota de tu sudor
habré de florecer eternamente. No derramaré más tu sangre porque ya entendí que la
diferencia entre el carmesí y el cristal es el silencio de tu ausencia, la oscuridad de mis
pensamientos y el vacío de mi corazón, ahora roto, de hecho, roto a golpe de espada.

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