Heb. 5:11- 6:3 En Alejandro Dumas la novela inteligente, El Conde de Monte Cristo, donde un hombre joven es mal acusado de un crimen encarcelándolo en una sola, yerma isla. En el calabozo él encuentra a un monje quién, dándose cuenta del carácter del hombre joven, le cuenta de un gran tesoro escondido en Monte Cristo, otra isla lejos en una esquina distante del mar. Pronto el monje se muere. A través de una serie de eventos agudos, el hombre joven escapa. Él viaja al gran peligro a la isla dónde, siguiendo un mapa remontado indeleblemente en su mente, él encuentra el tesoro oculto. El descubre que el monje no había exagerado; Hay gemas y la joyería preciosa, los objetos de oro, y todo en abundancia increíble. De la noche a la mañana el joven es un hombre sumamente rico. En el tiempo, él será conocido como el Conde de Monte Cristo. Nadie sabe la fuente ni la magnitud de su riqueza. Él vive como un rey con un suministro interminable de riquezas. Siempre pone el dinero en el banco que le da intereses suficientes para devolver de igual manera lo sacado del tesoro oculto y vivir con ese suministro. Yo propongo que nosotros seguimos la práctica del Conde en nuestro acercamiento al libro de Hebreos. Aquí, de verdad, es un gran tesoro de riquezas espirituales de una abundancia inimaginable. Desgraciadamente para muchos de nosotros, sigue siendo el tesoro oculto. Aparte de unos pasajes muy conocidos, el cristiano típico sabe poco o nada de la inmensa riqueza de esperanza y ayuda que Dios ha envuelto lejos virtualmente en esto... “abandonado en una isla.” Como al principio, permítame tomar este gran tesoro para una mirada fresca al libro de Hebreos, le daré la llave que abre, y le mostrare las riquezas que Dios ha puesto allí. Entonces, como el Conde de Monte Cristo, usted puede volver a voluntad y, capítulo por capítulo, tomar manojos de éstas riquezas.