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EL REFORMISMO BORBÓNICO EN EL S.

XVIII

A modo de introducción, el s. XVIII en España coincidirá con los reinados de Felipe V


(1700-46), Fernando VI (1746-59), Carlos III (1759-88) y Carlos IV (1788-1808). Si el primer Borbón
se centró en la homogeneización institucional y en la centralización estatal para instaurar una única
Corona de España, con “el mejor alcalde de Madrid” las reformas ilustradas socio-económicas
siguieron el ideal kantiano del sapere aude (atrévete a pensar), sometiendo la realidad a un juicio
crítico presidido por la razón. Por tanto, guiados por el humanismo, el racionalismo y la secularización
cultural, los ministros ilustrados (Campomanes, Jovellanos, Aranda, Cabarrús o el Secretario de Estado
o primer ministro José Moñino, el murciano conde de Floridablanca) emprendieron un conjunto de
medidas con el objetivo de modernizar el país.

Centrados en el desarrollo del tema, tras la Guerra de Sucesión (1700-14) Felipe V aprobó los
Decretos de Nueva Planta, eliminando los fueros y privilegios de los territorios de la Corona de
Aragón que habían apoyado al archiduque Carlos (Aragón, Cataluña, Valencia y Baleares), acabando
así con el tradicional pactismo de los Habsburgo e implantado el modelo institucional castellano. Bajo
los principios políticos del absolutismo francés, los reinos fueron sustituidos por provincias, cuyos
intendentes garantizaban la aplicación de los decretos del gobierno; igualmente, en materia judicial se
ampliaron las audiencias, mientras que las competencias militares quedaban en manos de los diferentes
capitanes generales. Asimismo, las secretarías (Estado, Justicia, Guerra, Indias, Hacienda, etc.) se
reunían periódicamente con el rey en el gabinete, precedente del actual consejo de ministros; por otra
parte, las cortes se redujeron a un mero papel protocolario y escasamente convocadas; por último, se
intentó desarrollar el regalismo o imposición de la autoridad real sobre los asuntos religiosos, ya con
acuerdos (Concordato de 1737) ya con drásticas medidas (expulsión de los jesuitas, 1767). Finalmente,
las reformas políticas también se establecieron en América, creándose los virreinatos de Nueva
Granada (1717) y de la Plata (1777).
Económicamente, la agricultura siguió siendo la base de la riqueza. En general, durante el s.
XVIII la producción agraria aumentó, aunque no la productividad, ya que no se aplicaron sistemas
intensivos o nuevas técnicas, sino más bien la extensión de la tierra cultivada, persistiendo en el
tradicional barbecho. Con todo, se impulsaron nuevos regadíos a partir de la construcción de los
canales de Castilla y el Imperial de Aragón, a la vez que se acrecentaron paulatinamente los nuevos
cultivos, como el maíz y la patata.
Por su parte, los estudios de Campomanes sentarán las bases para los proyectos de Ley Agraria
de Olavide y Jovellanos, en cuya difusión destacarían las Sociedades de Amigos del País. Fracasada la
reforma agraria, a los tímidos intentos de transformación (desamortización de Godoy, 1798) se sumó la
repoblación de Sierra Morena dirigida por Olavide: guiada por el pensamiento urbano neoclásico, el
modelo económico agrario de la fisiocracia y la necesidad de garantizar el tráfico de las mercancías
llegadas de América entre Andalucía y la Corte surgirían diferentes localidades (La Carolina, La
Carlota, La Luisiana, etc.), repobladas especialmente por colonos católicos alemanes y flamencos.
Durante el s. XVIII el modelo artesanal siguió siendo el esencial. Sin embargo, el impulso
estatal generará la implantación paulatina de la producción industrial a través de las manufacturas
reales, surgiendo las reales fábricas de municiones de Liérganes y La Cavada, la producción suntuaria
de la fábrica de tapices de Santa Bárbara, la de cristales de la Granja de San Ildefonso o la de porcelana
de El Retiro, así como los astilleros de La Habana, Veracruz, El Ferrol y Cartagena.
Finalmente, el comercio se convirtió en una preocupación constante al considerarse uno de los
motores de la modernización. De este modo, el comercio interno se vería favorecido por el diseño de
un plan de caminos reales de trazado radial, a la vez que se liberalizó el comercio de granos (1765), si
bien su precio se incrementó por el acaparamiento de los especuladores.
Por su parte, el comercio exterior cobrará una enorme importancia sobre la base de las juntas y
consulados de comercio, lo que supuso el fin del control de la Casa de Contratación; así como el
desarrollo de las compañías comerciales (Caracas, Barcelona, Filipinas, etc.), amparadas en el
monopolio hispánico de sus colonias. Paralelamente, los decretos de Libertad de Comercio (1765 y
1778) propiciaron que todos los puertos españoles pudiesen mantener relaciones económicas con
ultramar.
En materia fiscal y sobre la base de varios censos y catastros (de la Ensenada, 1749; Aranda,
1768-69 y Floridablanca, 1785-87) se intentó implantar un sistema impositivo basado en la
denominada única contribución, es decir, por el que cada localidad tributara según su riqueza..
También se buscaron nuevas fuentes de ingresos, como la Lotería (1763), innovación que además
llevaba implícita una nueva noción social al poder alcanzar la riqueza cualquier persona. Por último, en
1782 se creaba el Banco de San Carlos, germen del futuro Banco de España.
Demográficamente, España pasó de 7´5 millones de habitantes a principios de siglo a unos 11
millones a comienzos del s. XIX. Este aumento se centró especialmente en la primera mitad y, sobre
todo, en el área periférica, sobresaliendo el litoral mediterráneo, así como las ciudades, sobrepasando
los cien mil habitantes Madrid y Barcelona, mientras que Sevilla, Granada, Cádiz o Valencia se
aproximaron a dicha cifra. Las causas de este aumento obedecen al incremento de la natalidad y la
nupcialidad, a las mejoras higiénicas y sanitarias, al retroceso de la mortalidad catastrófica y al
incremento de la producción agrícola, lo que permitió mantener un generalizado crecimiento de la
población.
Por último se procuró incentivar la cultura a través de las academias de la Lengua (1713) o de
la Historia (1738), la prensa (El Mercurio, Diario de Madrid, etc.), las expediciones científicas
(Malaespina, Jorge Juan, Mutis, etc.) y la reforma de las costumbres (reconocimiento del trabajo
manual, anulación de festejos y supersticiones, toros de muerte, disciplinantes, etc.) a pesar de la
oposición popular (motín de Esquilache, 1766).

En conclusión, el triunfo de la monarquía absoluta de Felipe V en materia política significó la


instauración administrativa de un estado centralista y uniforme, mientras que el despotismo ilustrado
de Carlos III en el ámbito socio-económico trajo consigo una serie de reformas que pretendieron
modernizar España. Sin embargo, si el sueño del Conde-Duque de Olivares fue una realidad, las
transformaciones sociales y económicas fracasaron por los intereses de buena parte de la Nobleza y de
la Iglesia, así como por la incomprensión del pueblo, pues los ilustrados pretendían unos cambios
desde arriba, destinados a beneficiar al reino, pero sin contar con él. En última instancia, todo este
conjunto de reformas hubieran supuesto el fin del Antiguo Régimen, de ahí que fueran firmemente
rechazadas, más aún cuando entre los privilegiados cundió el miedo a la Revolución Francesa (1789).

- VVAA. Historia de España. 2º Bachillerato. Anaya. Madrid, 2009.


- ARTOLA, M. y DOMÍNGUEZ ORTIZ, A. Historia de España. Barcelona, 1990.
- DOMÍNGUEZ ORTIZ, A. Carlos III y la España de la Ilustración. Madrid, 1988.

© Alfredo Marín Cano…☺

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