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Collages

Selva Almada
30-10-2022 00:44
Cuando iba a la primaria me encantaba la hora de plástica. No era buena
para dibujar, pero era prolija y paciente. Una de las cosas que más me
gustaban era hacer collages y algo que no sé cómo se llamaba, que consistía
en rellenar un dibujo con papel glacé picado con la punta de la birome. Lo
hacíamos con papel brillante y se generaba un efecto de lentejuelas.
Después abandoné las bellas artes completamente.
Hace unas semanas estuve en Rosario y Virginia, una de las hijas de Estela
Figueroa, me invitó a su casa porque quería mostrarme unos collages que
hacía su madre. No sabía que a Estela le gustaran los collages y me
entusiasmó enseguida la idea de verlos. Virginia vive en un departamento
chiquito, en un edificio enorme. En la planta baja funciona una galería de
locales que estaban cerrados porque era domingo a la mañana. Virginia
preparó té y me presentó a su gatita Lucy: mamá le puso el nombre, dijo.
Estela no conoció el departamento porque hacía años que no salía de Santa
Fe. La última vez que había viajado a Rosario había sido para el Festival
Internacional de Poesía. Justamente los collages que Virginia quería
mostrarme se iban a exponer en el festival, este año. Arriba de la mesa,
frente a la ventana que da a un panorama completamente libre de edificios,
aunque estamos en el centro de la ciudad, están las tazas y la carpeta con
los dibujos. Virginia me invita a verlos con un gesto mientras arma un
cigarrillo. Yo abro la carpeta y empiezo a pasar las hojas tamaño oficio,
papel canson, de ese que usábamos en la escuela. Cada vez que tomo uno
me dan ganas de apretarlo contra el pecho, pero me contengo. Como
ustedes saben, Estela y yo nunca nos vimos, así que estas obras son lo más
cercano de ella que puedo tocar.
La letra es pequeña, como ella misma dijo de su obra en ese maravilloso
poema a su amigo Manuel Inchauspe: “Las nuestras, mi amigo, / son obras
pequeñas. / Escritas en la intimidad / y como con vergüenza. / Nada de
tonos altos. / Nos parecemos a la ciudad / donde vivimos”. En cambio los
collages son sinvergüenzas: graciosos, irónicos, picantes… como ese que le
dedica precisamente al festival, probablemente hecho a la vuelta de ese
viaje. Me la imagino sentada a la mesa del comedor de su casa que tampoco
conocí pero que armé en mi cabeza a través de sus poemas y de las fotos
que le sacó Natalia Leiderman. Me imagino la mesa llena de revistas, un
frasco de plasticola, el cigarrillo prendido en el cenicero, Estela con la tijera
en la mano, tal vez riéndose por anticipado como me río yo mirándolos,
años después. En ese collage del festival está la imagen de un chanchito
escondido atrás de unas flores. El chanchito o la chanchita tiene dibujado
un collar de perlas, en el cuerpo escrito “Estela” y del hocico sale un globo
de diálogo que dice: “Ni yo me explico cómo salvé el pellejo”. Otro de un
útero sacado de esos dibujos de manual escolar, una mano que está
metiendo un espéculo y un cotorra que dice: “Somos complicadas, ¿no?”.
Tomamos el té y nos reímos con Virginia, mejor dicho con Estela.
Hablamos un rato de ella, de sus últimos días, de la desazón en que nos
deja su muerte. Virginia me cuenta que en la puerta de su cuarto Estela
tenía un montón de cosas pegadas, como si la puerta fuera otro collage.
Como el cuarto de una chica, le digo sonriendo. La visita es breve porque
tengo que volver a Buenos Aires. Cuando salgo la peatonal está desierta y
un poco sucia. Todavía hace frío, faltan dos semanas para la primavera.

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