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Sherezade y don Quijote (F y H 4)

Daniel Guebel
04-11-2022 23:55
En la columna de la semana pasada afirmé que no tiene mayor sentido
declamar que Don Quijote es la primera (y más grande) novela occidental
moderna, porque su constitución íntima le debe todo al influjo oriental o,
precisemos, árabe, o, si se quiere, moro. Mencioné el cautiverio de
Cervantes en Argel y di por cierto el efecto que en su transcurso le produjo
Las mil noches y una noche, sin que obre en mi poder constancia alguna de
que leyó el libro tal y como un par de centurias más tarde fue descubierto
por Antoine Galland y traducido (reescrito) al francés. Pero, haya leído
Cervantes o no ese libro de libros, lo visible en Don Quijote es el influjo del
modo de concebir el avance de la narración como un diálogo entre dos.
Y ahora veamos las diferencias y las similitudes: Sharyar y Sherezade, más
que personajes en sí mismos, son figuras opuestas (el victimario
suspendido y su víctima; el que escucha y la narra) para un habla que se
sostiene y se suspende noche tras noche. Nada en ellos crece, Sherezade
existe en la creciente complejidad de sus relatos, pero su destino final es un
enigma cuya resolución conocemos de antemano (¿la matará Sharyar al fin
o se casará con ella?), en tanto que Sharyar no es más que la triste figura
del obsesivo infeliz que fracasa siempre al castigar tarde y mal ya no al
sujeto de la traición sino al género mismo que lo engañó. Frente al
comportamiento criminal del visir, no podemos menos que pensar: “¡Andá
a agarrártelas con el esclavo negro pata de lana, gil!”. Desde luego, amamos
a Sherezade y despreciamos a Sharyar, pero el destino que los reúne no
nos afecta personalmente, nos importa en tanto modelo de relato que se
propone eterno y episódico gracias a su astuta mecánica de interrupciones
en el diván de la noche que después tomó Freud, junto con el corte de
tiempo pautado de cada sesión (la cimitarra que detiene la cháchara del
paciente, la vuelve novelesca y torna rentable el oficio psi).
Una pequeña digresión: Borges dijo que Las mil noches y una noche
proviene de El libro de Ester. Esta afirmación sin explicación figura en el
libro que le dedicó Bioy Casares. Si alguien puede ofrecer más datos, este
columnista le agradecerá. Continuemos.
Cervantes toma ese modelo narrativo, el de la sucesión de historias, pero a
cambio de ponerlas en boca de dos protagonistas siempre idénticos a sí
mismos, “eternos como el agua y el aire” en su condición arquetípica,
estáticos en su escena, los desplaza por la superficie de España y las
aventuras que se narran ya no son solo las que se cuentan y las que se
intercalan, sino las que se cuentan sobre ellos. Don Quijote y Sancho Panza
son actores de la narración y, a la vez, objetos de ella, son personajes que
se enfrentan y construyen sobre la base de las más cristalinas oposiciones:
el bruto analfabeto vs. el instruido anacrónico o, si se quiere, el realista
pedestre vs. el utopista pueril. Esa oposición está articulada
elementalmente en el dichoso contraste risueño y feliz entre sus modos de
hablar. ¿Dije feliz? ¡Claro! Don Quijote es una novela dichosa. Y además, y
esto también la distingue de Las mil y noches y una noche, salen de la
eternidad y se instalan en el tiempo móvil de España, y dentro de ese
tiempo lo que observamos son los cambios del tapiz, la riqueza de la
escena, que lo es menos por la sucesión de peripecias que por el modo de
ese larguísimo plano narrativo, el maravilloso arco de la historia que va
desde lo que son hasta el momento en que Don Quijote se sanchifica y
Sancho se Quijotiza, al mismo tiempo que el mundo como voluntad y
representación de una modernidad en ciernes enloquece y se representa
como comedia melancólica y burlesca de los ideales de Don Quijote, que
desde luego empieza a desconfiar de esa representación. Porque un
verdadero triunfo no es más que la realización empobrecida, la derrota por
la vía del pragmatismo de una causa cuya realización más plena se halla
siempre en el infinito. Y lo que importa aquí es que don Quijote y Sancho
Panza nos implican delicadamente, se hacen de nosotros, de tal modo que
en el final Don Quijote se nos muere a nosotros también.
En la próxima columna, quizá, con suerte, pasaremos de Cervantes a
Flaubert. En cuanto a Huysmans, Dios dirá.

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