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Charo me esperaba con sus hijas y con todas sus amigas. La emoción
y el afecto rezumaban en los ojos de cada una de ellas. La sala de estar
se había convertido en una pequeña capilla: era sencilla y hermosa,
como si lo sagrado hubiera sido siempre familiar. El altar era una
mesita pequeña preparada para cumplir su nueva función, y me
obligaba a estar siempre inclinado. La cruz era demasiado grande en
relación a la mesa. Una solitaria vela temblaba. Nos sentábamos en
sillones y sofás. La luz era la de un sábado por la tarde, cuando la
familia descansa en el hogar. En el salón esperaban el cava, una
incontable cantidad de dulces y el chocolate fundido (porque al cura
de su pueblo le gustaba mucho el chocolate y Charo piensa que la cosa
va con el hábito).