Está en la página 1de 2

Hace unas semanas que visito a Charo en su casa.

Tiene los ojos de un


azul que se confunde con el cielo. Su bondad tiene también mucho de
eso. Mis visitas son debidas al tumor que quiere acabar con ella. Los
médicos dicen que está terminal, que su vida se aproxima al final.

El pasado sábado me invitó a celebrar una Misa vespertina en su casa,


con los suyos. La idea me perturbaba un poco, porque me parecía algo
así como un funeral anticipado. Era como adelantar el final de su vida;
una especie de ritual eutanásico católico. Además, yo tenía que
predicar algo, pero los textos me incomodaban. Hasta once curaciones
se recogían en la totalidad de las lecturas del domingo. El profeta
Eliseo curó con facilidad a un sirio que no conocía, para lo que le
bastó agua del Jordán. Jesús sanó una decena de leprosos con tres
palabras y desde lejos. Este alarde de omnipotencia divina me parecía
una broma de mal gusto en esa situación. Yo no he curado nunca a
nadie; tampoco a Charo, aunque ella bromea diciendo que aún me
queda tiempo.

Charo me esperaba con sus hijas y con todas sus amigas. La emoción
y el afecto rezumaban en los ojos de cada una de ellas. La sala de estar
se había convertido en una pequeña capilla: era sencilla y hermosa,
como si lo sagrado hubiera sido siempre familiar. El altar era una
mesita pequeña preparada para cumplir su nueva función, y me
obligaba a estar siempre inclinado. La cruz era demasiado grande en
relación a la mesa. Una solitaria vela temblaba. Nos sentábamos en
sillones y sofás. La luz era la de un sábado por la tarde, cuando la
familia descansa en el hogar. En el salón esperaban el cava, una
incontable cantidad de dulces y el chocolate fundido (porque al cura
de su pueblo le gustaba mucho el chocolate y Charo piensa que la cosa
va con el hábito).

Entonces caí en la cuenta. No estábamos de luto, sino de celebración.


Había dolor, claro, pero estaba cargado de sentido. No se veía
desesperación. Las lágrimas —que también hubo—, más que de
despedida parecían las de un reencuentro. Era una de las fiestas más
bellas a las que yo haya podido asistir. Estábamos adelantando su
final, sí, pero el final verdadero: no era un funeral, era el Banquete.
Entendí que ni yo ni los médicos habíamos comprendido nada. Charo
era terminal desde hacía muchísimo tiempo, y quizá lo había sido casi
toda su vida. Porque el fin no es la muerte, es Dios. Y, por eso, la vida
no es cronológica, es teológica. El inicio está en Dios —que nos amó
y deseó desde antes de nuestra existencia— y también en Él está el
fin, por detrás de la muerte. La vida se tensa entre ese inicio y ese
final divinos, aupándonos por encima de la nada.
Al volver a leer el Evangelio vi con claridad que lo había entendido
mal. Jesús cura a diez leprosos, es cierto. Pero salva la vida de uno
solo de ellos: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve,
¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más
que este extranjero? […] Levántate, vete; tu fe te ha salvado». Las
curaciones no tendrían apenas sentido sin la fe. Aquellos nueve que
volvieron a sus casas tuvieron que vivir sus vidas, en las que hubo
otros problemas, más enfermedades y, por último, la muerte. La sola
curación no salvó sus vidas, porque sus vidas siguieron dominadas por
la muerte, por el tiempo. A nadie le salva la mera prolongación de la
vida; ni tampoco es suficiente con huir de la enfermedad. Y esto
último es algo que nuestras sociedades han experimentado con la
COVID, en el pánico que nos ha dejado: somos una sociedad
determinada por el miedo a la muerte.

Pero en el agradecimiento, la vida se salva; esto es, trasciende los


límites temporales para anclarse en la eternidad. Está salvada cuando
está agradecida. Una vida agradecida es una vida agraciada,
determinada por la gracia, y no ya por la muerte y la nada. Porque en
el agradecimiento que produce el encuentro con Dios, el ser humano
ha comprendido que la vida es en su totalidad una gracia, un don.
Aquel leproso pudo vivir ya sin miedo a morir —cosa que tuvo hacer
en su momento, como quizá sufrir otras enfermedades—, porque
conoció la misericordia de Dios, que alcanza y supera todos los
momentos de la vida. Agradecido a Jesús, entendió que todo es gracia,
que la vida era un regalo a celebrar.

Charo me ha enseñado la verdadera eutanasia, la auténtica buena


muerte: agradecida a su vida se adelantaba a su divino final,
dominando su mortalidad. La muerte no es para ella un evento externo
y ajeno a la vida, porque la vida lo atraviesa. Para ello no se ha
servido de la técnica ni de la medicina. Le ha bastado su fe, haber
conocido el Amor, y haber amado a los suyos. Cuando el amor es
verdadero, se ama para siempre y el amor nos instala en la eternidad.
Porque, como decía aquel filósofo, amar a alguien es decirle tú no
puedes morir.

También podría gustarte