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Para que una máscara cumpla su cometido debe entenderse como una unión de
los elementos autor, actor y espectador, esto constituye la cosmovisión con que se
elabora esta figura. Los griegos, donde inicia el teatro, las propusieron como
solución al problema de representar seres divinos o fantásticos, al principio,
cuando las representaciones eran sobre todo actos religiosos, los actores griegos
utilizaban máscaras o bien ocultaban su rostro con barro o azafrán porque el
hecho de ocultar la cara era también un ritual en sí mismo. Después como les dio
la facilidad de poder representar más de un personaje a un solo actor es cuando
se volvieron más populares por así decirlo, sobre todo por el hecho de que no
había mujeres en estas presentaciones.
Pero bueno vamos más allá de su uso para entretener, la máscara en el teatro
griego de la antigüedad permitía no solo olvidar la identidad del actor, sino que
también facilitaba que ese otro que era el personaje saliera de su interior.
Entonces, el sentido de las máscaras es que cada vez que nos colocamos una
para ir al trabajo, o a la escuela o con amigos es apropiarnos de ese personaje,
los seres humanos no enmascaramos, y al hacerlo llena de sentido, aunque sea
por un momento, el mundo que lo ve enmascararse. Ataviado con expresiones
terribles, funestas, patéticas, festivas, solemnes o impúdicas, el ser humano
enfrenta el mundo con su rostro encubierto. Canta, baila, llora y se ríe.
En efecto, encuentra que su verdadero rostro no es sino otra máscara, aquella con
la que enfrenta el mundo día con día, aquella con la que saluda a las personas y
bebe su café, con la que sonríe y con la que grita: su verdadero yo, su persona,
su prósopon, su máscara intransferible.