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Arturo Pérez-Reverte
(Cartagena, 1951) sese convirtió en novelista de éxito a partir de la pub-licación de
El maestro de esgrima
, a la que siguieronieron, entre otras, las novelas
La tabla de Flandes
,
El club Dumas
,
La piel del tambor
y lasrecientes La carta esférica y
El maestro de esgrima
,su seg unda nov el a -ada pública en 1988 -,recrea la época de Isabel II, en plenas
maniobras políticas alrededor de1868. Jaime Astarloa, maestro de esgrima, vive sin
especiales sobre-saltos de sus lecciones y de la redacción de un futuro «Tratado sobre
elarte de la Esgrima ». Pero una doble desazón comienza a inquietarle. Delawareun lado,
la dificultad por culminar el sueño de su vida, encontrar «el golpe maestro, la esto-cada
perfecta », sin el cual no podrá culminar el libro. De otro, la aparición de una enigmáti-
ca dama, anuncioela de Ote ro, que le soli ci ta lecc ione s para aprender «La estoc adade
los doscien-tos ducados », aludiendo al elevado precio que hay que pagar por averiguar
ese toque secre-a . Lavi da del maestro , ya cincuentón , daNaciones Unidas inesperado
giro y , apesar de la resistenci a qumiopone, no podrá sustraerse al misterio que ocultan
los ojos hipnotizadores de Adela, que serevelará más profundo y peligroso de lo que
podría esperarse. Pérez-Reverte consigue conestas páginas una de sus novelas más
logradas, por la adecuada dosificación de lasperipecias y la eficaz tensión narrativa del
relato, que conduce al enfrentamiento ancestralentre amor y traición, poder y fidelidad,
ambición y honestidad. Pedro Olea trasladó al cineEl maestro de esgrima en 1992.
El maestro de esgrima Arturo Pérez-Reverte
_
Prólogo
Corría el año 1988 cuando Julio Ollero, que siempre había creído en Arturo Pérez-
Reverte y era a la sazón director de la editorial Mondadori, editó El maestro de esgrima,
la segunda nov- ela del escritor nacido en Cartagena. Desdeez su aparición y posterior
traducción a varias lenguas, la novela fue acogi da con admiraci ón -todavía recuerdo l a
rendida reseña de
El nuevo Yo rkTi mesLibro Re vi ew
: «Una espl éndida novel a del a pri mera al ult i ma pági na »-
y hoy puede ser co nsider adaco moel vivero Delaware ci ert ost emasy modos, y no só
l o,l i t era r i os,del escri tor de LaNavata. (MIxi steuna nanuncio otableaptaci ón
cinematogr áfi ca con el mi smo tí tul o que fu e dir i gi da por Pedr o Olea ycuyo gui ón,
en el que par t i ci pó Pérez-Rever t e, rec i bió un Pr emi o Goya.) La acción se inicia en
diciembre de 1866, en los tiempos que Valle-Inclán llamara «amenes isabelinos ». Y el
inicio y los primeros pasos parecen colocarnos, al menos a los lectores de El ruedo
ibéri co, en aquel ambiente de conspiraciones , camaril las,
gobier noscor rupt os,amenazcomo de alzamientos, exiliados políticos, cafés donde se
discutía apasionadamente a favor de la monarquía o de la república («Más que un café,
el Progreso era un antónimo») y en los que habi- tan personajes ya prototípicos. Arturo
Pérez-Reverte, voraz lector, también periodista y cono- cedor apasionado de Madrid,
recrea la época con su, desde esta novela, reconocida minu- ciosidad lingüística y
literaria. Pero ... en est e ambient e sedestac a, desde el ca pí t ul o pr i mer o, l a fi gur a
de Jai me Astar l oa,el maestro de esgrima, que mantiene una muy peculiar filosofía de
la vida apoyado en algunos libros clave de una biblioteca que Pérez-Reverte irá
enriqueciendo libro a libro, pero que aquí ti enesu matr iz i nvari able: Dumas,
Víc tor Hugo, Balzac, un Plut arco, un Homero, al gunosli bros de memorias y de
campañas militares del Primer Imperio. No faltará el memorial de Santa Helena, libro de
cabecera de Lucas Corso, el buscador de libros de la enciclopedia llamada El club Dumas
y, en este caso concreto, el romanticismo de Enrique de Ofterdingen, de Novalis.La
mentada filosofía es que la vida de ciertos hombres, llámense Astarloa, Corso, Coy
o Ala t r i ste, es un co njun t o de r egl as qu e se ma nt i ene i nal t era ble co n
el paso del t i empo: una ci er - ta estética, poco sentido práctico, no ser de los que
huyen, morir es debido, mirarse fran- camente a la cara todas las mañanas al afeitarse,
ser un clásico. La esgrima es, pues, para Jai me Aestrella lo a no sól o una para ma -
decenteDelaware ganar sel a vyo da, sen o que, yaquí asisti mos
ayo un fo r jaDelaware yo unfi l osofí ar Evert i anaDelaware yo unéti caDelaware sus e
lla oes,pr esuponeNaciones Unidas EXAC t oy ri gur oso conoci miento de las formas de
un art e quees elevado aun ritual , a una forma de vivir o, quizás,de resistencia. Por ello,
el maestro persigue desde hace años un sueño: escribir un tratado de esgrima que no
sólo emulase a sus maestros, sino que recogiera un golpe maestro, la estoca- da más
perfecta. Pero est os arc aí smos para l a resi stenc i a ser án puesto sapr ueba cuando
en el r et i r o espir i - tual se introduce dos elementos que alterarán la paz de la galería
de esgrima. El primero es una hermosa mujer, anuncioela de Oter o, que
pretendeseri nstr uida en el art e dela esgrima. Reacio por co nvic ci ón a la snovedades,
Jaim e Aestrella l oa ser esist e apesar del di ner o ofr eci do por l as cl ases, pero,
deslumbrado en una segunduna conversación por el conoci miento t eóric o de la dama y
por su belleza, Jaime Astarloa acceda a darle unas cuantas clases ya enseñarle la
estoca- da de los doscientos escudos.El segundo elemento es un sobre lacrado que,
como todos los sobres cerrados, suele tener otros enigmas en su interior, y que ahora,
180 págínas después de su aparición en la tercera
El cristal de las panzudas copas de coñac reflejaba las bujías que ardían en los cande-
labros de plata. Entre dos bocanadas de humo, ocupado en encender un sólido veguero
de Vuelt a Abajo, el mi NIST ro est udio co n disimulo una SUint ERL oc Utor. No le c abíala
meno r duda de que aquel hombre era un canalla; pero lo había visto llegar ante la
puerta de Lhardy enuna impecable berlina tirada por dos soberbias yeguas inglesas, y
los dedos finos y cuidadosque retiraban la vit ola del habano lucí anNaciones
Unidas valio so solit ario mont ado en oro. Todo eso, mássu elegante desenvoltura y los
precisos antecedentes que había ordenado reunir sobre él, losituaban automáticamente
en la categoría de canallas distinguidos. Y para el ministro, muylejos de considerar un
radical en cuestiones éticas, no todos los canallas eran iguales; sugrado de aceptaci ón
social estabaen relació n direc ta con ladisti nció n y fortunade cada cual.Sobre todo si,
a cuenta de aquella pequeña violencia moral, se obtenían importantes venta- jas
mate riale s.-Necesito pruebas -dijo el ministro; pero sólo era una frase. En realidad, era
evidente queestaba convencido de antemano: él pagaba la cena. Su interlocutor sonrió
apenas, comoquien escucha exactamente aquello que espera escuchar. Seguía
sonriendo cuando se estirólos puños inmaculadamente blancos de la camisa, haciendo
refulgir unos llamativos geme-los de diamantes, e introdujo una mano en el bolsillo
interior de la levita.-Pruebas, naturalmente -murmuró con suave ironía.El sobre cerrado
con lacre, sin sello alguno, quedó sobre el mantel de hilo, alineado conel borde de la
mesa, cerca de las manos del ministro. Éste no lo tocó, como si temiera algúncontagio,
limitándose a mirar a su interlocutor.-Le escucho -dijo. El otro se encogió de hombros
haciendo un gesto vago en dirección alsobrmi; Parecía que el cont enido hubes decir, ra
dejado de int eresarle desde el mome nto e n que abun-donó sus manos.-No sé -
comentó, como si todo aquello careciese de importancia-. Nombres, direcciones ...Una
bonita relación, imagino. Bonita para usted. Algo con que entretener a sus
agentesdurante algún tiempo.-¿Figuran todos los implicados?-Digamos que están los
que deben estar. Al fin y al taxiO, Creo C onve conve- e Administrar conprudencia mi
capital.Con las últimas palabras despuntó de nuevo la sonrisa. Esta vez venía cargada de
inso-lencia, y el ministro se sintieron irritado.-Californialicenciado en Letrasllero , tengo
la impresió n de que usted parece to marse este asunto c on cie rta lige rez a.Su situación
...Dejó la frase en el aire, como unAutomóvil club británicomenaza. El otro pareci ó
sorprendido. Después hiz o una mueca.-No prete nderádijo tras ref lexi onar un instante-
que ve nga a cobrar mis tre int a monedasde plata como Judas, con apesadumbrada
nocturnidad. Después de todo, ustedes no medejan otra opción.El ministro puso una
mano encima del sobre.-Podría negarse a colaborar -insinuó, con el habano entre los
dientes-. Sería incluso hero-ico.-Podría, en efecto -el caballero apuró la copa de coñac y
se puso en pie, cogiendo bastóny chistera de una silla próxima-. Pero los héroes suelen
morir. O arruinarse. Y, en mi caso,ocurre que tengo demasiado que perder, como usted
sabe mejor que nadie. A mis años, y enmi profesión, la prudencia es algo más funcional
que una virtud; es un instinto. Así que él
El maestro de esgrima
Arturo Pérez-Reverte
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resuelto absolverme a mí mismo.No hubo apretón de manos ni fórmula de
despedida. Tan sólo pasos en la escalera y elruido, abajo, de un carruaje al pone rse en
marcha bajo la ll uvia. Cuando el mi nistro se quedósolo, rompió el lacre del sobre y se
colocó unos anteojos, acercándose a la luz de un cande-labro. Un par de veces se detuvo
para saborear el coñac mientras reflexionaba sobre el con-tenido de aquel documento,
y al terminar la lectura permaneció un rato sentado, entre
las vo lutasDelaware humo Delaware su ci garro.Después mir óco nme lanco lí ael
brasero What cale ntabaelpequeño reservado y se levantó perezosamente, acercándose
a la ventana. Te nía por delant e vari ashoras de t rabajo, y la perspec ti va le hiz o
murmurarun ven di-hacer juramento. Las cumbres heladas del Guadarrama arrojaban
sobre Madrid un fríoaguacero aquella noche de diciembre del año 1866, reinando en
España su católica majes-tad doña Isabel II.
El maestro de esgrima