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IGNACIO ELLACURÍA: MOVIMIENTO

POPULAR, IGLESIA Y TEOLOGÍA HISTÓRICA

DAVID FERNÁNDEZ, S. J. *

Es un alto honor para mí el haber sido invitado a dictar esta


charla con motivo del 10° Aniversario de la constitución de la
Cátedra Ellacuría, en la que confluimos cuatro Universidades
vinculadas con la Compañía de Jesús. La celebración es ocasión
privilegiada para traer a la memoria y al corazón –eso significa
re-cordar– la herencia teórico-política de Ignacio Ellacuría, S.
J. y el papel que jugó en el concreto contexto de la guerra de
El Salvador, como parte de la Iglesia y como cristiano. Agra-
dezco de entrada a los organizadores de este encuentro, a la
Universidad Loyola de Andalucía y a su rector, esta distinción.

I. La novedad de la figura de Ellacuría

Hablar de Ignacio Ellacuría, ustedes lo saben, es hablar de


profundidad espiritual y humana, de rigor y honestidad inte-
lectual, de compromiso con la historia y de congruencia hasta
la muerte. Son estos los rasgos que encuentro más salientes en
su figura y que han marcado también la historia del que fuera
su país, El Salvador. De Ellacu –como le decíamos– apenas
comenzamos a desentrañar su profunda huella y su significado
cabal. Esta oportunidad de conversar sobre él, es entonces,
motivo de gratitud y de felicitación.
*
Filósofo y teólogo jesuita. Maestro en sociología. Fue Rector de las
universidades jesuitas en Guadalajara y Puebla, México. Fue asistente de
educación de la provincia mexicana de la Compañía de Jesús. Actualmente
Rector de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México.

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David Fernández, S. J

Permítanme comenzar, pues, con un recuerdo personal (me


disculpo por ello). Me encontraba yo en huelga de hambre en
una plaza pública en el centro de la ciudad de México cuando
recibí la atroz noticia del asesinato del rector de la Universidad
Centroamericana, José Simeón Cañas y de sus compañeros
jesuitas. En efecto, apenas el 14 de noviembre de 1989 me
había puesto en ayuno absoluto en un sitio llamado Plaza de
la Solidaridad para denunciar y repudiar los bombardeos que
realizaba el ejército de Cristiani en contra de la población civil
en barrios y pueblos de El Salvador. Los bombardeos indiscri-
minados constituían un intento desesperado e inhumano por
sofocar la insurrección final durante la guerra de liberación
que llevaba adelante el pueblo salvadoreño. A esa huelga de
hambre que inicié solo, poco a poco se fueron sumando otras
compañeras y compañeros mexicanos, cristianos solidarios con
el pueblo de El Salvador. Recuerdo que una periodista local,
molesta, me reclamaba entonces el que pusiera mi atención en
un conflicto extranjero, cuando en mi país, México, vivíamos a
la sazón jornadas de lucha también difíciles, particularmente
del gremio magisterial. Mirando la manifestación de maestros
y maestras que discurría frente a nuestra tienda de campaña de
huelguistas solidarios, la periodista aquella me decía apasio-
nada: “¿No le parece equivocado y contrario a nuestro pueblo
que esté usted denunciando crímenes que no nos incumben
mientras nuestro propio país se incendia?”. Confieso que me
escandalizó la pregunta. No podía yo concebir que alguien no
se indignara por lo que estaba ocurriendo en esos momentos
en el Pulgarcito de América. No comprendía que no se experi-
mentaran como propios los agravios de que era objeto el Cristo
Sufriente de El Salvador. A pesar de mi desconcierto, creo que
respondí con toda serenidad que nada humano nos era ajeno;
que en El Salvador también se estaba jugando entonces el fu-
turo de América Latina, el futuro de nuestros pueblos, la suerte
de la democracia. Debo reconocer que la reportera aquella
transcribió letra a letra mi respuesta en su nota periodística

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Ignacio Ellacuría: movimiento popular, iglesia y teología histórica

del día siguiente, a pesar de su personal desafección con la


lucha que se libraba en el querido territorio centroamericano.
Aquella huelga de hambre duró ocho días. La culminamos
con una movilización masiva de cristianos comprometidos
con las luchas populares al Santuario de Nuestra Señora de
Guadalupe, para orar por la paz y la justicia en El Salvador.
Fue útil para convocar a los amigos –para esos son las huelgas
de hambre–, para llamar la atención de la opinión pública, y
para alentar a quienes, allá, en Centroamérica, ofrendaban sus
vidas por la justicia.
Esa huelga y esa movilización, la colecta de recursos que
hicimos a la sazón con el muy querido y respetado Obispo emé-
rito, don Sergio Méndez Arceo, no eran actividades aisladas o
improvisadas. Formaban parte de la acción solidaria organi-
zada de miles de mexicanos con la liberación de El Salvador.
En este contexto, pues, a dos días de iniciado nuestro ayuno,
recibimos la noticia del asesinato de mis hermanos jesuitas de
la UCA de San Salvador.
La noche del miércoles al jueves, el 16 de noviembre, sol-
dados del batallón Atlacatl irrumpieron en la residencia de los
jesuitas en la UCA y, tras un breve intercambio de palabras,
mataron a los seis religiosos que allí estaban (Ignacio Ellacuría,
Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Amando López, Juan
Ramón Moreno y Joaquín López y López) y a una trabajadora
y su hija (Elba y Celina Ramos). Se había ordenado que no
quedaran testigos, y así fue cumplido.
Paradójicamente, el gran fruto del crimen del 16 de noviem-
bre de 1989 fue la paz de 1992, tras 12 años de guerra civil.
Precisamente porque Ignacio Ellacuría quiso elaborar
una filosofía, una ciencia política y una teología de cara a la
realidad, porque quiso no sólo interpretar la historia, sino
transformarla, su vida había concluido violentamente, ase-

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sinado a manos de los grupos de poder más conservadores y


radicalizados del país.
Su muerte, como la de sus compañeros y compañeras, no
se comprende, pues, cabalmente fuera del contexto que vivía
la guerra civil de El Salvador en ese momento concreto, de la
misma manera que nuestra lejana huelga de hambre en México
no se podría comprender fuera de este mismo marco histórico.
Como es de todos sabido, a principios de los ochenta, se
fortaleció decisivamente el movimiento revolucionario sal-
vadoreño, constituido por el Frente Farabundo Martí para la
Liberación Nacional (FMLN) y el Frente Democrático Revo-
lucionario (FDR). Ante ello, la administración Reagan incre-
mentó la ayuda económica y militar al régimen del presidente
Duarte, de tal manera que ninguno de los dos contendientes se
acababa de imponer al contrario. Ellacuría, el analista político,
se dio pronto cuenta de que esa guerra civil, por esa razón, iba
a durar mucho y de que la solución armada no iba a resultar a
la larga eficaz para el país. En su opinión, había que favorecer
el pacto de una paz justa.
En un editorial de agosto de 1981 de la revista ECA, Ella-
curía expone esta tesis y hace una propuesta de estructuración
de una tercera fuerza, basada en organizaciones sindicales y
políticas de talante democrático, que propiciara una salida
dialogada a la guerra. Fue esta postura política la que Ellacu-
ría defendió hasta la muerte: nadie iba a ganar la guerra; sólo
cabía una solución negociada. En sus propias palabras: “La
propuesta es que el pueblo recupere su protagonismo activo
sin someter su fuerza y su posible organización a ninguna de
las dos partes en conflicto”. Sobra decir que, con ello, Ellacu-
ría ganaba muchos enemigos: se colocaba entre la espada y la
pared, solo, en un país profundamente polarizado.
Creo que la historia daría la razón a Ellacuría, aunque fue-
ra tras su muerte, o quizás, en parte, a causa de ella. Porque
a raíz de su asesinato en 1989, el Congreso Norteamericano

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Ignacio Ellacuría: movimiento popular, iglesia y teología histórica

forzó al gobierno salvadoreño a aceptar la negociación que


diera lugar a los acuerdos de paz de 1992, con lo que se puso
fin a la guerra civil, que había costado unos 75,000 muertos.
Ellacuría fue congruente hasta entregar su muerte. Esto no
es extraño: como nos recuerda José Sols1, Ignacio era un jesuita
proveniente de una familia de tradición católica, formado muy
exigentemente en lo intelectual, con una gran capacidad para
aprender lo mejor de sus maestros, muy influido por figuras
históricas como el padre Arrupe y el obispo Romero, y preo-
cupado por el sufrimiento de las mayorías. Ellacuría era un
intelectual, pero también un activista. Prueba de ello es que
no abandonó nunca su trayectoria y altura intelectual para
servir al pueblo pobre, sino que quiso ponerlas al servicio de
éste. Nunca planteó abandonar la filosofía o la teología, pero
sí ayudarse de ellas para entender y transformar la realidad
histórica; igualmente ayudarse de ésta para elaborar una filo-
sofía y una teología serias, rigurosas, pertinentes.

II. El compromiso político del rector

El dato de la huelga de hambre y el de la así llamada “Ofen-


siva Final” del FMLN son relevantes porque coinciden en el
tiempo con el momento más alto –¿o transparente, quizá?, de
la participación de los creyentes en los movimientos popula-
res latinoamericanos. En efecto, fue en la década de los 80 y
primeros 90 cuando, a lo largo de América Latina, emergieron
movimientos sociales populares, tanto pacíficos como armados,
en los que numerosos cristianos, apoyados en su fe, se volcaron
a servir a los pobres por medio de una participación política,
comprendida ésta en un sentido amplio.
Era el tiempo del inicio del modelo de libre mercado
absoluto, del capitalismo neoliberal, con sus programas de
1
Sols Lucia, José. La teología histórica de Ignacio Ellacuría, Madrid,
Editorial Trotta, 1999, p. 27.

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ajuste estructural y de privatización total de la economía. En


América Latina vivíamos el auge de las izquierdas: el triunfo
Sandinista en Nicaragua, los movimientos revolucionarios de
Guatemala y El Salvador, el Cardenismo en México, el empuje
decisivo de las Comunidades Eclesiales de Base (CEB) en todo
el subcontinente, la mayor difusión e influencia de la Teología
de la Liberación en esos rincones del orbe, etc. Hacía veinte
años ya que la Conferencia Episcopal Latinoamericana reunida
en Medellín había proclamado la opción preferencial por los
pobres de esa Iglesia a la que representaba, diez años de la
reafirmación de esta opción en la Conferencia de Puebla. Para
los católicos progresistas las búsquedas mayores entonces eran
las de las formas de hacer conciencia sobre los nuevos retos
sociales y eclesiales que aparecían en el horizonte, fortalecer el
compromiso cristiano-político de la población, profundizar la
espiritualidad del compromiso social ante el invierno eclesial
de ese momento, y participar de la organización mayoritaria
del pueblo. Para los cristianos históricos y los militantes no-
creyentes era la época de la convergencia, de la participación
en partidos, en organismos no gubernamentales, comités de
solidaridad, sindicatos, centrales campesinas y movimientos
político-militares.
Los ejes de trabajo de los cristianos comprometidos eran a
la sazón la reflexión sobre la opción preferencial por los pobres,
el análisis de la realidad social y eclesial, la definición de las
características de una espiritualidad cristiano revolucionaria
en resistencia, el diálogo entre la fe y la política, la presencia
de los cristianos en la lucha popular.
En efecto, a partir del Concilio Vaticano II, y luego de las
Conferencias de Medellín y Puebla, los cristianos redescubri-
mos la dimensión política de la fe, e incluso reconocimos que
la propia fe, vivida con hondura y autenticidad, es política
desde su esencia. Tropezamos –en palabras de Metz– con el
fin de nuestra inocencia histórica y social: se trataba, pues, de
establecer una nueva relación de los creyentes, sus iglesias y

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Ignacio Ellacuría: movimiento popular, iglesia y teología histórica

su fe, con la historia y con la sociedad, ya no desde el poder


injusto de las cúpulas sino desde abajo, desde el pueblo que
se organiza y lucha por la vida. Esta era, quizá, la novedad:
la posibilidad y legitimidad de manifestar la vertiente política
de la fe cristiana, ya no desde las cortes y los tronos, como lo
intentó, por ejemplo, la democracia cristiana europea, sino
desde abajo y desde adentro, desde el pueblo sencillo, desde sus
intereses, a partir de las necesidades de los pobres y excluidos.
Los cristianos y cristianas, Ellacuría desde su propia fe, nos
topamos de frente con la catástrofe de los pobres, de suerte
que nuestra fe quiso entonces dejar de lado el idealismo para
comenzar a tener un sujeto y una ubicación sociológica libre
de toda ambigüedad y, más bien, consciente de su correspon-
sabilidad en esa catástrofe. La fe cristiana tropezó, igualmente,
con un mundo plural en lo étnico y cultural, y comenzó a in-
tentar superar su ceguera monocéntrica y sexista para firmar
su policentrismo y la alteridad que supone como llamado para
todos y todas. A la opción cristiana por los pobres se le unió
también la opción por el otro, por la otra, en su identidad de
“otro”, de “otra”. Así, la fe en el Dios de Jesucristo se nos hizo
política desde su punto de partida, no porque identificáramos a
Jesús con alguna ideología o estrategia particular, sino porque
en Él, Dios mismo se hizo transcurso histórico, conflicto con
los poderes “de este mundo” y esperanza para los oprimidos y
marginados. La fe nuestra, la de los cristianos, tiene como pri-
mer contenido la peligrosa tarea de mantener viva la presencia
del Dios mesiánico, de Aquel que libró a Israel de la esclavitud
y llamó a la construcción del Reino; hacer presente al mismo
Dios de la resurrección de los muertos y del juicio de los pro-
fetas sobre la Historia, al Dios que escucha los sufrimientos y
la persecución de su pueblo, que sabe de su rebelión y de sus
lamentos. Por eso la fe no engañada es, ante todo, memoria
peligrosa y liberadora, praxis de transformación.
Para Ellacuría esto fue evidente desde sus inicios en la vida
presbiteral. Se concebía entonces a sí mismo, como una perso-

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na creyente, activa en su Iglesia, pero también como ciudada-


no –le decían el ciudadano rector–, y primordialmente como
militante político al servicio del pueblo salvadoreño. Algunas
de las razones para su activismo y para su opción teórica, que
entresacamos de sus textos, fueron las siguientes:
 La Buena Nueva de Jesús debe fecundar la historia en
todos sus niveles, incluyendo la esfera de lo político;
 La institución política es también mediación eficaz para
la construcción y el acogimiento del reino de Dios en esta
tierra, sólo que atiende a una capa de lo real distinta de
aquella a la que está dedicada la institución religiosa;
 Es urgente, por la misma credibilidad del Dios de la Vida,
el brindar una palabra de esperanza activa en medio de
la grave situación de miseria y muerte que vive el pueblo;
 Incidir teóricamente en el mundo de lo político es una
forma concreta de vivir el seguimiento de Jesús hoy, como
compromiso solidario y eficaz con la realidad humana.
Para el movimiento revolucionario salvadoreño resulta-
ba estratégico en esos momentos –condición sin la cual no
era posible la revolución en ese país– contar con miembros
y simpatizantes de las iglesias relacionados con las fuerzas
populares y democráticas, que procuraran también el volca-
miento de las instituciones religiosas al servicio del pueblo y
de sus luchas.
A pesar de esto, tanto para la iglesia como para el movi-
miento revolucionario, resultaba sumamente difícil confiar y
colaborar. Por esto, ambas instituciones se mostraron siempre
aprensivas y desconfiadas en lo íntimo de la figura del rector
activista. La conflictividad institucional y personal aumentó
conforme se incrementaron también los siguientes factores:
 La distancia ideológica entre ambas instituciones;
 El grado de exigencia o demanda de cada institución para
con el rector;

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Ignacio Ellacuría: movimiento popular, iglesia y teología histórica

 La creciente responsabilidad de Ellacuría en un panora-


ma nacional políticamente convulso;
 El incremento significativo en la publicidad del compro-
miso social y político del jesuita;
 El aumento de los niveles de riesgo del sacerdote intelec-
tual;
 La opción de Ellacuría por la organización popular, al
margen del movimiento armado.
A mayores cuotas de conflicto, mayor conflictividad perso-
nal para Ellacuría. Consecuentemente, la síntesis que llegó a
elaborar tendía a absolutizar su propia conciencia, de frente
a la voluntad de Dios. La síntesis de la participación social y
eclesial no pueden realizarla ni la Iglesia ni el movimiento
social, sino sólo el individuo comprometido con ellas.
Por otro lado, la elección que hizo de procurar incidir
directamente en el ámbito político era, para Ellacuría, como
todo servicio al Reino, una cuestión de carisma, es decir, de
fidelidad al espíritu del Señor, y no de respuesta a un impera-
tivo externo o de moda colectiva. Por esto, a toda intervención
suya le precedía un discernimiento cuidadoso, y la actividad
concreta política era vivida por él como una Oportunidad de
servicio hacia los más pobres y grupos marginados. Desde los
criterios del Evangelio, la búsqueda de transformación política
desde la Universidad Centroamericana era para Ellacu una
alta expresión del amor cristiano, una de sus manifestaciones
imprescindibles en la coyuntura de El Salvador. Era el amor
político, ese que mira al mismo tiempo hacia la comunidad
y hacia las estructuras de poder, la mediación histórica más
eficaz para la transformación de la realidad de injusticia.2 Pero

2
Dante Aragón comenta a este respecto lo siguiente: “Hay análisis de la
realidad social en forma de discernimiento, y una identificación del tiempo
adecuado o Kairós, pero no de cualquiera, sino para el servicio de las más
pobres. En esa oportunidad identificada se hace historia, o diría con Sche-
lling, se interrumpe la que hay y se inaugura un tiempo otro... el del Dios de
la Historia, ya no el lógico y sin historia, el de la “idolatría”, el “fetiche”, no

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también le quedaba claro al jesuita que esta incidencia era sólo


en términos de efectividad temporal y trascendencia social, no
desde una óptica valoral del seguimiento de Jesús. Como dice
el viejo aforismo: aunque todo es político, lo político no lo es
todo. Por eso, el jesuita entendía que la pluralidad legítima a
la que está llamada la iglesia, el respeto a los distintos trabajos
en servicio de los pobres y de la presencia real del reino de
Dios, son, entre otros, los márgenes entre los cuales habría de
manifestarse y vivirse toda auténtica vocación cristiana hacia
lo político.
La búsqueda de incidencia política de la universidad y de
su propia actividad como activista se dio en coherencia con un
llamado gradual, experimentado por Ellacuría a lo largo de un
proceso de análisis y cercanía a las luchas del pueblo y como
fruto de los mismos. Para el, las determinaciones racionales
“en frío” eran insuficientes para mantener a largo plazo una
actividad de incidencia. Su opción no fue por una entidad po-
lítica particular, sino, más bien, en favor de una determinada
forma de vida y de servicio cristianos.
Por los testimonios de sus hermanos jesuitas sabemos que
este proceso de acción política era alentado, confrontado y
confirmado en un proceso colectivo y comunitario. Si bien
Ignacio tenía un papel de liderazgo en la comunidad univer-
sitaria y entre los propios jesuitas, la mutualidad creyente
era uno de los rasgos característicos de su involucramien-
to social. En la lucha social, lo sabía Ellacuría, no pueden
existir “robinsones” solitarios. El riesgo de sucumbir ante
la inercia, el cansancio o las tensiones conflictivas podía ser
fatal. Ellacuría realizó siempre un esfuerzo extra para crear
las condiciones necesarias en la institución eclesial, en su
comunidad religiosa, en su Orden jesuítica, de suerte que el
acompañamiento mutual fuera posible, asegurara respaldo y
garantizara la fidelidad al llamado.

es la vivencia de Dios en el rostro del otro, sino el concepto “frío” de Dios”.


(Carta privada, noviembre 2015).

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Ignacio Ellacuría: movimiento popular, iglesia y teología histórica

III. Consecuencias sociales y políticas de la existencia


de la Iglesia de los Pobres y de la actividad de
Ellacuría

Ignacio Ellacuría fundó el Centro de Reflexión Teológica de


la UCA. Organizó la Maestría en Teología. Creó el Profesorado
en Ciencias Religiosas y Morales para preparar profesores de
Religión y elevar el nivel de reflexión de los cristianos más
comprometidos. Junto con Jon Sobrino fundó, en 1984, la “Re-
vista Latinoamericana de Teología”. Habiendo sido encargado
de la formación de los jóvenes jesuitas, fue un buen heredero
de San Ignacio: una buena formación y una buena teología
son necesarias para responder eficazmente a los retos de la
sociedad y de la historia.
Desde 1974, Roma había prohibido a la Compañía de
Jesús que Ellacuría ocupara cargos dentro del gobierno de
la Orden. Sus posturas claras, firmes, críticas, le provocó la
animadversión de un sector de jesuitas más conservadores,
de los sectores acomodados salvadoreños, del ejército, de las
derechas y de la embajada de Estados Unidos. En medio del
conflicto, Ellacuría tomó partido en favor del Evangelio y sus
valores, negó la violencia como salida y propuso el diálogo y
la negociación de cara a la realidad. “Se dejó llevar –dice José
Manuel Vidal– por la fe de Monseñor Romero y por la fe del
pueblo crucificado, para así ‘actuar con justicia’”3
Con su reflexión teológica, con los análisis periódicos sobre
la coyuntura que Ellacuría publicaba, con el papel que jugó el
grupo de jesuitas de la UCA en El Salvador, quedó de manifiesto
que en la guerra civil del país el tema de Dios era absolutamen-
te crucial. En esa guerra, en el nombre de Dios las minorías
defendían sus privilegios incluso con masacres, las mayorías
se resignaban y sometían, y algunos sectores luchaban por la

3
Vidal, José Manuel. “Testimonio Martirial de los Jesuitas de El Salva-
dor”, www.periodistadigital.com, 2015/11/05.

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liberación colectiva y por la revolución. En el nombre de Dios


la Iglesia se ponía del lado del pueblo y un pastor bueno era
sacrificado frente al altar en el nombre de ese mismo Dios. El
resto de los obispos, en el nombre de Dios, reivindicaba el culto
y la ortodoxia desde el poder, al mismo tiempo que calumniaba
y difamaba a Romero en El Vaticano. ¿Cuál imagen de Dios,
entonces, correspondía verdaderamente al Dios de Jesucristo?
Consecuentemente, para Jon Sobrino, para toda la Teología
de la Liberación, para los mártires jesuitas, la cuestión central
a dirimir en el conflicto no era si Dios existe, sino cuál es el
Dios verdadero. El problema religioso que tenían delante no
era el del ateísmo, como en la Europa postcristiana, sino el de
la idolatría. Lo relevante no era si había ateos o creyentes, sino
de qué Dios se era creyente y de qué Dios se era ateo. (Esto ha
quedado más patente que nunca con la beatificación del mártir
Romero, el primero de su clase en ser asesinado no por ene-
migos de su fe, sino por quienes decían compartir su credo).
Las posturas de los cristianos de las Comunidades Eclesiales
de Base y de sus pensadores venían a criticar imágenes rutina-
rias y caricaturas de Dios, desenmascaraban sus falsificaciones,
denunciaban a los ídolos de la dominación, la marginación y la
muerte. Positivamente planteado, buscaban el rostro de Dios
en los pobres y se proponían anunciar al Dios verdadero, al
Padre de Jesús, al Dios del servicio y la solidaridad.
Desde el Concilio Vaticano II despuntó en las periferias del
mundo una nueva relación de la Iglesia Católica con los pobres,
luego de siglo y medio de alianza con los no-pobres. Antes del
Concilio –y todavía ahora en demasiados sitios–, el centro de
la vida de la Iglesia estaba “con los ricos” y desde allá arriba
“bajaba” a los pobres con cosas buenas. Pero luego la Iglesia
latinoamericana, principalmente, buscó encarnarse en el pue-
blo y comenzó a asumir su perspectiva. Ronaldo Muñoz habla
de que, en realidad, hubo dos movimientos: en el primero de
ellos la Iglesia “opta” por los pobres (por lo tanto, ella misma
no es pobre); y en el otro, los pobres irrumpen en la Iglesia (es

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Ignacio Ellacuría: movimiento popular, iglesia y teología histórica

decir, se hacen Iglesia). Así, ambos, Iglesia y pobres, se recu-


peran y autentifican 4.
Iglesia y pobres se transforman, pues, pero la tensión no
desaparece. Tal vez, incluso, sea la irrupción de los pobres la
que trae consigo el Dios de la historia. Esto implica política-
mente un serio cuestionamiento a las elites eclesiásticas. Con
Ranciere se podría decir que hay un elemento anárquico aquí
–de anarjé– como decir que el Dios de la Historia es anárquico,
y en eso es escandaloso, y hasta sucio. Ensucia la pureza ritual,
del fetiche, al igual que el leproso del Evangelio. Tal vez aquí
se plantea la contradicción de que este Dios de la Historia y
de los pobres no se puede institucionalizar, pues se traiciona
a sí mismo; lo que no quiere decir que no le corresponda una
experiencia. Esa experiencia, me parece, es la de la CEBs (Dios-
comunidad, Todos en Dios y Dios en Todos; la comunidad de
los y con los y las pobres, la comunidad con los excluidos y las
excluidas).
Con los jesuitas salvadoreños, con la Iglesia de San Romero
de América, con Rutilio Grande y las decenas de sacerdotes
asesinados, se da un acercamiento decisorio entre la Iglesia, el
movimiento popular y la cultura popular, de lo cual surgirá un
nuevo humanismo cristiano. En efecto, la Iglesia salvadoreña,
al menos en parte, trasladó su centro al mundo popular, el cual
era portador y se constituía en torno de una “cultura popular”
distinta, antagónica, respecto de la cultura hegemónica. De esta
manera se da un acercamiento entre la Iglesia y una cultura
alternativa. Ambos actores se van modificando gradualmente
el uno al otro: surge entonces un nuevo cristianismo popular
que cristaliza en las Comunidades Eclesiales de Base. Pero
hay otro actor, el movimiento popular, nacido al margen de la
Iglesia institucional. Entonces la Iglesia se acerca igualmente
a este movimiento popular y recibe la memoria, no escrita, de
las luchas históricas de los pobres, las retoma y las comienza a
4
Muñoz, Ronaldo. Dios de los Cristianos, Ed. Paulinas, Colección Cris-
tianismo y Sociedad, Madrid, 1987, pp 250.

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David Fernández, S. J

impulsar. El movimiento revolucionario comienza de la misma


manera a descubrir que en la religión popular hay potencial
transformador. Su tradición antirreligiosa se ve modificada.
CEBs y FMLN-FDR comienzan a superar prejuicios mutuos.
De esta manera, hay un triángulo de influencias mutuas: en
los vértices se encuentran la Iglesia, el movimiento popular,
y la cultura popular, respectivamente.5 De todo ello, emerge
un humanismo novedoso, una nueva experiencia humana
fundamental, compartida por creyentes y no creyentes, de
la que abreva Ignacio Ellacuría, y que está integrada por los
siguientes elementos:
 La indignación ética frente a la miseria y la injusticia;
 El asombro radical ante la supervivencia y la alegría del
pueblo y ante la solidaridad del mismo;
 La exigencia ineludible de cambiar la realidad.
Este nuevo humanismo es comunitario, abierto y en bús-
queda de la liberación. Y en un nivel creyente, involucra una
nueva experiencia de Dios –la del Dios liberador–, que pide
un nuevo discurso (logos) sobre Dios (teo-logía). Pero enfatizo
aquí que la experiencia nueva de Dios precede a la teo-logía,
al logos. La idea de la inteligencia-sentiente –como reflexionó
conmigo Dante Ariel Aragón– está aquí presente. Y en la expe-
riencia hay siempre un excedente que se escapa del logos, del
discurso, pero es que es justamente gracias a este excedente
que hay experiencia de Dios. Digamos entonces que llegamos
tarde, con retraso. Políticamente podría ser entonces que en
el leproso del Evangelio, que trae el Dios de la Historia, ya
está sucediendo algo inadvertido; y es así asunto de escuchar
y discernir las posibilidades/imposibilidades.
Esta nueva teología, la teología que hacen Ellacuría y So-
brino, enfrenta de esta manera el Dios de los filósofos con el
Dios de Israel. Este último es el Dios de la llamada, el del éxodo

Castillo L., Fernando. Iglesia Liberadora y Política, Ed. ECO, Santiago


5

de Chile, 1986, pp. 201.

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Ignacio Ellacuría: movimiento popular, iglesia y teología histórica

liberador, el de los profetas críticos, el que exige conversión,


el de Jesús. Es el Dios que se encuentra privilegiadamente
en la historia, el que vive el pueblo sencillo, el que pide salir,
moverse, cambiar. No es el Dios inmóvil, esfera perfecta, que
sanciona lo existente. Esta teología se hace, pues, desde abajo,
desde el reverso, desde el proyecto utópico, desde el no-lugar.
En realidad, al hacerse desde la utopía se hace desde don-
de es imposible… Lugares de imposibilidad “posibilitante”. Y
desde allí inscribe el no-lugar. Es una teología tremendamente
disruptiva. (Jugando con los términos y para señalar que es algo
escandaloso, podríamos hablar de una teología “¿diabólica?”
(diabolein), completamente disruptiva.
Así, el nuevo humanismo en el plano de la fe se traduce
como sigue:
 La indignación ética corresponde a la experiencia del
Dios de los pobres, del Dios de la justicia;
 El asombro radical es ahora por el Dios liberador que
obra maravillas.
 Y la exigencia es ahora la que presenta el Dios santo y
exigente que nos cuestiona.
El nuevo humanismo, pues, propicia la experiencia del co-
nocimiento del Dios del Reino y del Dios de Jesús, el Dios de los
vivos. De este Dios nos habla entonces la teología ellacuriana.
Junto con el nuevo discurso sobre Dios, emerge igualmente
una concepción teológica de la historia. La fe implica intentar
construir una sociedad humana y justa. Y esta convicción la
sellaron los jesuitas de la UCA con su sangre en el martirio. La
justicia, en lenguaje bíblico, es la que conforma la santidad,
no la pureza ni la perfección. La promoción de la justicia es la
expresión de la fe, conforme estableció la Compañía de Jesús
desde su Congregación General 32 en 1975. La justicia, para
Ellacuría, era también una cara de la verdad. Y esa verdad es
lo que le otorga sentido de trascendencia. Para Cristo –dice la
Iglesia latinoamericana– no hay espacios sagrados y profanos

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David Fernández, S. J

(…) Dios está especialmente en las prácticas humanas que


ayudan a construir el Reino que es justicia y paz (…) Porque
Dios no llama al hombre a huir del mundo, sino a la responsa-
bilidad con el otro, con la justicia, con la verdad, con el trabajo
honesto”.6
Desarrollaron, por esto, también un concepto ético mayor:
el de “pecado estructural”: vivimos en un mundo en el que las
estructuras matan con mayor eficacia y crueldad que las perso-
nas. La maldad no es algo exclusivamente individual. Ernesto
Cardenal lo decía con sencillez y belleza:
“Los pobres son los trabajadores: son los que hacen las
carreteras y los carros, siembran el algodón y el café, lo hacen
todo. Son los que hacen el mundo. Y ocurre lo siguiente: una
vez que hacen las cosas, se las quitan. Hacen el mundo, pero
no pueden disfrutar del mundo. El mundo lo disfrutan los que
no lo hacen”.7
La Iglesia Salvadoreña y los jesuitas en ella, junto con la
América Latina toda hacen una lectura histórica de la Biblia
y los Evangelios y recuperan así el carácter público de la fe.
El pueblo toma en sus manos el Evangelio y lee como his-
toria viva la vida de Jesús. Su lectura es cándida a la vez que
subversiva:
 Jesús fue pobre como nosotros;
 Tomó opciones y asumió riesgos;
 Dio un mensaje de esperanza y liberación a los pobres;
 Fue un predicador popular que dio testimonio de su Pa-
dre;
 Tenía una estrategia de organización y liberación;
 Fue condenado por subversivo y blasfemo;

Boff, L., “Jesucristo y nuestro futuro de liberación”, IndoAmerican Press


6

Service, Bogotá, 1978, p. 45 s.


7
Cardenal, Ernesto. Las ínsulas extrañas. FCE, México 2003, pag.456.
Citado por Vidal, ibid.

30
Ignacio Ellacuría: movimiento popular, iglesia y teología histórica

 Fue víctima de un proceso ilegal, condenado por “razones


de seguridad”.
 Fue confirmado, finalmente, por Dios en la Resurrección.
Muchas normas Bíblicas recuperaron entonces, para la
gente sencilla, su carácter transformador y de liberación:
 Que el diezmo del tercer año se deje de dar en la puerta
para que los pobres puedan disponer de él (Dt. 14, 28-29)
 Los jueces no deben dejarse corromper (16, 18-20)
 Entre israelitas no debe haber préstamos a interés (23,
20-21)
 Los bienes que garantizan el seguirse manteniendo del
propio trabajo, como el molino o la muela, no deben
tomarse en prenda (24, 6)
 Al aceptar una prenda por préstamo, el prestamista no
debe entrar a recogerla a la casa de deudor, sino espe-
rar a que éste se la dé fuera de casa, y si el deudor es de
condición humilde, se le debe devolver la prenda antes
de ponerse el sol (24, 10-13)
 No se debe explotar a los empleados y su salario se les
debe dar puntualmente (24, 14-15)
 La recolección de los olivos y las viñas no debe ser ex-
haustiva para que quede algo para los pobres (24, 20-21)
Y había también otras normas que proponían un cambio
radical en la organización económica que, en el contexto de El
Salvador adquirían un particular filo revolucionario:
 Durante el año sabático, cada siete años, se debían per-
donar las deudas, permaneciendo con la disposición de
seguir prestando y, además, de buena gana (Dt. 15, 1-11)
 Se debía liberar a los esclavos, pero no con las manos
vacías (15, 12-18)
 Durante el año del jubileo, cada 50 años, los esclavos
debían ser liberados y las tierras volver a sus dueños
originales (Lv. 25, 1-55)

31
David Fernández, S. J

Lo importante no era saber si el pueblo de Israel cumplía


o no con estos preceptos, sino que comprendía que Dios tenía
una voluntad precisa en lo referente a los bienes económicos y
a las reglas para administrarlos. Algunas medidas resultaban
correctivas de desigualdades transitorias, pero otras –más
radicales– afectaban la estructura misma de la propiedad y de
la producción.
De este modo, la comprensión fundamental de Ellacuría y
de su entorno próximo era que la fe no es un asunto privado,
como dice el liberalismo. De esta manera, recuperar su carácter
público desde abajo, desde la sociedad y no desde el Estado,
como liberación crítica de la sociedad, constituyó uno de sus
principales afanes y propósitos.
Esta teología es escandalosa, como lo fue Jesús de Nazaret.
Así como Ranciere habla del odio a la democracia, de manera
que la defendamos, así cabría hablar también del odio a esta
teología histórica de la liberación por parte de los grupos
oligarcas. A la base de ello está el odio al pobre y, con ello, al
Dios de la Historia.
De esta manera, la relación entre la fe y la política se encon-
traba cimentada en el carácter práctico, histórico y liberador
de la fe bíblica y de la fe cristiana.
Su carácter práctico implica que en la fe prima la praxis.
La fe es una actitud práctica. “Poner el amor más en las obras
que en las palabras”, diría San Ignacio. Y en efecto, la fe es
éxodo –salida–, conversión, seguimiento de Jesús. La fe mue-
ve, es impulso histórico. No es una comprensión platónica de
la verdad, como algo a contemplar, sino más bien algo por
construir.
El carácter histórico de la fe significa que el Dios de Jesús
nos interpela en la historia; Él mismo se hace historia mediante
la encarnación. La historia es, pues, el lugar de interpelación
de Dios y es también el lugar en el que la fe debe responder, es

32
Ignacio Ellacuría: movimiento popular, iglesia y teología histórica

el sitio de la respuesta de la fe. La fe no saca de la historia; al


contrario, te compromete con ella.
La nota liberadora de la fe enfatiza que la historia a la que
Dios nos invita es a una historia de libertad. La interpelación
de Dios es promesa, confianza. Por ello la fe es fuerza libera-
dora, fuerza de transformación de la historia de servidumbre
y opresión en historia de libertad.
Por todo ello, tenemos que la fe es política desde dentro.
No es algo que se politiza posteriormente. La fe cristiana es
práctica política de transformación de la sociedad. Fe y política
no son dos cosas iguales, pero tampoco distintas. La fe no re-
emplaza a la política, ni ésta sustituye a la fe como seguimiento,
pero una y otra se requieren intrínsecamente.8

IV. Una teología política. Conclusiones

La lectura que Ellacuría hace de la Biblia, la teología que


elabora, se crean desde la situación de los pobres y oprimidos.
Consideran a los pobres como un lugar teológico por excelen-
cia, sujeto y objeto de reflexión. El discurso ellacureano habla
sobre los pobres, pero también desde los pobres y desde sus
intereses objetivos. Y desde ellos sugiere posibilidades y alter-
nativas para su paisito y para la civilización entera.
Esa lectura es compartida con otros y otras porque se da
también desde la praxis liberadora. Se trata de cambiar las es-
tructuras sociales injustas en convergencia con el movimiento
popular autónomo.
Involucra claramente un “hacia dónde”: interpreta los
Evangelios y la Sagrada Escritura no para conocer experiencias
y realidades pasadas, históricas, sino sobre todo para iluminar
el presente y transformar las estructuras para hacerlas más

8
Para una exposición amplia de esta relación entre fe y política, ver
Castillo, F. Op. Cit.

33
David Fernández, S. J

justas y humanas. Se trata de una lectura interesada, compro-


metida.
En este contexto de interés operativo, se privilegia nece-
sariamente el análisis histórico de las Escrituras, es decir, se
busca el contexto social, histórico, en el que nacieron los textos
bíblicos, pero no tanto para interpretarlos, sino para descubrir
allí los impulsos para la acción transformadora, para la praxis9.
Es, sin duda, una lectura creyente, de fe auténtica. Pero la
intención no es sólo entender o sostener la aceptación de los
dogmas o la adhesión personal a Cristo, sino entender y sos-
tener la opción por la praxis liberadora. La teología histórica
se hace sobre el pobre y desde el pobre para una práctica de
transformación porque ahí se verifica la fe del creyente. Se
trata, en realidad, de una reflexión crítica sobre la praxis, a la
luz de la fe.
Esta fe se vive preferentemente y de manera privilegiada en
la comunidad eclesial de base, en la mutualidad religiosa, en
la célula creyente de la organización popular, y no tanto por
la Iglesia general-universal, mucho menos en aquella que se
codea con el poder y los poderosos.
Ellacuría y los mártires de la UCA, en palabras de ellos
mismos, se convirtieron en testigos de la fe por tratar de bajar
de la cruz al “pueblo crucificado”. Con ello hicieron correr por
el mundo la vigencia histórica del Dios de los pueblos crucifi-
cados, se hicieron teología a sí mismos, teología histórica, por
encima del “hablar de Dios” de los teólogos10.

9
“Si Foucault habla de la filosofía como caja de herramientas, ¿podría-
mos hablar de la Teología de la Liberación como caja de herramientas?”,
Aragón, Dante. Comunicación privada.
10
Vitoria Comenzana, Javier. “Sólo la ejemplaridad es digna de fe”, en
Revista Latinoamericana de Teología, N° 94, enero-abril 2015, p. 106.

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