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VIII

VIAREGGIO, ROMA, ESCANDINAVIA

En las cartas a Kappus no sólo hay reflexiones abstractas, sino que hay
también referencias circunstanciales a la vida diaria del poeta. Por ellas
sabemos que, tras Viareggio, el poeta fue a Roma y que encontró la ciu-
dad «vacía, caliente, podrida de fiebre», y también «abrumadoramente
melancólica por esa atmósfera de museo, plana y triste, que aquí se
respira. Por la cantidad de glorias pasadas a las que se alude, y que ya
no se tienen en pie, porque se nutren de un presente mezquino. Y tam-
bién por esa desmedida valoración —que fomentan los eruditos y los
filólogos, y que repiten irreflexivamente los turistas de Italia— de tantas
cosas desfiguradas y gastadas, que, en realidad, no son sino restos de
otra época y de una vida que ni es ni tiene por qué ser la nuestra».
En Rilke se da una extraña disociación entre las vivencias exteriores
y las interiores. En Viareggio se baña desnudo, pasea descalzo por la
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playa y disfruta intensamente del mar —que fue una de sus inagotables
sorpresas y sus grandes pasiones— y, a la vez, escribe los atormentados
poemas El libro de la pobreza y de la muerte. En Roma visita los mu-
seos, recorre el Foro, admira la estatua de Marco Aurelio, descansa en
la sombría Villa Borghese, se queda extasiado ante las grandes fuentes
y ante las columnas de las iglesias, y, a la vez, empieza a evocar sus más
sórdidos días parisinos en las primeras páginas de Los apuntes de Mal-
te Laurids Brigge. Cuando, después de su estancia en Italia, viaje a los
países escandinavos y allí disfrute de los vientos fríos del norte y de los
prietos bosques de abetos negros que tanto añoraba desde la canícula
italiana, lo que allí escriba serán los tres grandes poemas con moti-
vos romanos: «Tumbas de hetairas» (Hetären-Gräbe), «Orfeo. Eurídice.
Hermes» y «Nacimiento de Venus» (Geburt der Venus).

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VIDA DE RAINER MARIA RILKE

El más de medio millar de versos de El libro de la pobreza y de


la muerte surgió como al dictado de una voz potente y trágica que
hablara durante unas horas y luego callara. El poeta escribió apresura-
damente, a veces sin poder esperar el regreso a la habitación del hotel,
en la playa, sobre la arena, trazando en los huecos en blanco del libro
de Jacobsen que estaba leyendo unos versos firmes, definitivos, que no
requerían la más pequeña corrección o reelaboración posterior.
Frente a los poemas más objetivos que Rilke estaba ya escribiendo
por estas fechas, los poemas de El libro de la pobreza y de la muerte su-
ponen un retroceso a la etapa de un lirismo más subjetivo que el poeta
había dejado atrás. Porque éste es un libro radicalmente personal y
biográfico: Rilke describe su pobreza y la pobreza que ve en torno a
él en la gran ciudad. Sin metáfora ni exageración alguna, Rilke le ha
dicho al joven poeta: «yo soy muy pobre». Aunque es cierto que la po-
breza que aparece en los primeros versos con toda su sordidez queda
trascendida en los últimos por la dignidad que el poeta le reconoce.
Los poemas iniciales tienen un carácter más descriptivo que los
posteriores. El poeta describe la ciudad inhumana y presenta a los seres
desdichados que la habitan.

Pues, Señor, las grandes ciudades


están perdidas y descompuestas;
la mayor parece haber huido de las llamas,
en ella no hay consuelo que pueda consolarla,
y el breve tiempo suyo se consume.

Los hombres que la habitan viven mal,


difícilmente, en cuartos hondos, con gestos temerosos,
más asustados que un rebaño de recién nacidos.
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Fuera tu tierra alienta y vela,


pero ellos simplemente existen y no saben nada.

Los niños crecen sobre los alféizares


que están siempre en la sombra,
y no saben que, fuera, las flores llaman
a un día de amplitud, felicidad y viento,
y tienen que ser niños, tristemente niños.

Denn, Herr, die großen Städte sind


Verlorene und Aufgelöste;
wie Flucht vor Flammen ist die größte, —

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VIAREGGIO, ROMA, ESCANDINAVIA

und ist kein Trost, daß er sie tröste,


und ihre kleine Zeit verrinnt.

Da leben Menschen, leben schlecht und schwer,


in tiefen Zimmern, bange von Gebärde,
geängsteter denn eine Erstlingsherde;
und draußen wacht und atmet deine Erde,
sie aber sind und wissen es nicht mehr.

Da wachsen Kinder auf an Fensterstufen,


die immer in demselben Schatten sind,
und wissen nicht, daß draußen Blumen rufen
zu einem Tag voll Weite, Glück und Wind, —
und müssen Kind sein und sind traurig Kind.

Los pobres son víctimas de las ciudades, ellas son las que los mal-
tratan y degradan:

Pues las grandes ciudades no son verdad; engañan


al día, a la noche, al animal y al niño;
su silencio es mentira, mienten con los rumores
y con las cosas, que obedecen.

Die großen Städte sind nicht wahr; sie täuschen


den Tag, die Nacht, die Tiere und das Kind;
ihr Schweigen lügt, sie lügen mit Geräuschen
und mit den Dingen, welche willig sind.

Las ciudades convierten a los hombres en desecho, en algo que no


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sirve para nada ni para nadie:

Están corrompidos como un lecho de hojas,


arrojados como trozos de vidrio, como esqueletos,
como un calendario cuyo año pasó.

Sie sind verrufen wie ein Blatternbette,


wie Scherben fortgeworfen, wie Skelette,
wie ein Kalender, dessen Jahr verrann.

Y la vida de los pobres es un lento escoramiento hacia la muerte,


hacia una muerte anónima. Después de una vida en que

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VIDA DE RAINER MARIA RILKE

dan vueltas, humillados del cansancio


de haber servido sin ánimo a las cosas,
y su ropa se ha ajado sobre ellos,
y sus manos han envejecido prematuramente,

Sie gehn umher, entwürdigt durch die Müh,


sinnlosen Dingen ohne Mut zu dienen,
und ihre Kleider werden welk an ihnen,
und ihre schönen Hände altern früh,

a los pobres les espera la muerte en los hospitales, a los que son con-
ducidos con precipitación y ruido de sirenas. Y en los hospitales, unos
junto a otros en camas alineadas, después de una agonía en serie, mue-
ren en masa día tras día.

Porque lo que hace que la muerte sea extraña y difícil


es que no es nuestra muerte: es la que finalmente
nos toma, sin que ninguno hayamos madurado.
Viene una gran tormenta y nos arrebata a todos.

Denn dieses macht das Sterben fremd und schwer,


dass es nicht unser Tod ist; einer der
uns endlich nimmt, nur weil wir keinen reifen.
Drum geht ein Sturm, uns alle abzustreifen.

Los poemas finales parecen remontarse en una visión que discurre


por encima de la miseria de la gran ciudad, y el poeta entona una bien-
aventuranza de los pobres, de los pobres que fueron fieles a su pobreza
y la soportaron:
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Felices aquellos que nunca se alejaron


y en la lluvia estuvieron quietos, sin tejado;
a ellos vendrán todas las cosechas,
y su fruto aumentará mil veces.

Denn selig sind, die niemals sich entfernten


und still im Regen standen ohne Dach;
zu ihnen werden kommen alle Ernten,
und ihre Frucht wird voll sein tausendfach.

Bienaventuranza que alcanza también a las modestas casas en que


viven los pobres:

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VIAREGGIO, ROMA, ESCANDINAVIA

Es la casa del pobre lo mismo que un sagrario.


En ella se transforma lo eterno en alimento.

Des Armen Haus ist wie ein Altarschrein.


Drin wandelt sich das Ewige zur Speise.

El poeta pide a Dios un defensor para los pobres:

Si hay una boca para defenderlos,


libérala y muévela.

Und gibt es einen Mund zu ihrem Schutze,


so mach ihn mündig und bewege ihn.

Y ese defensor, en el último poema, resulta que ha existido ya,


es alguien

que anduvo con florecillas, como hermanas pequeñas,


y recorrió las praderas a lo largo y habló.
Y habló de sí mismo, y de cómo se afanaba
para que todo fuese una alegría.

mit kleinen Blumen wie mit kleinen Brüdern


ging er den Wiesenrand entlang und sprach.
Und sprach von sich und wie er sich verwende
so daß es allem eine Freude sei.

Sí, ese defensor de los pobres es san Francisco de Asís, por quien
el poeta tuvo una especial predilección. El libro de la pobreza y de la
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muerte acaba, sin embargo, con una perplejidad doliente: el poeta se


pregunta por el destino de esa semilla que «corre por los ríos y canta en
los árboles», se pregunta por qué esa semilla que dejó el santo al morir
no brota y crece y fructifica; por qué, en definitiva, como dice el último
verso, «no se eleva en los crepúsculos el gran lucero de la pobreza».

Los largos meses de Roma —desde principios de septiembre de 1903


hasta junio de 1904— no son felices. El poeta se encuentra débil, abúlico,
y a la ciudad no le ve interés. Viene a la memoria el verso de Quevedo:
«Buscas a Roma en Roma, oh peregrino, / y a Roma misma en Roma no
la hallas». No, el poeta no encuentra a Roma en Roma. Y precisamente
cuando ha pasado el calor sofocante del verano romano, cuando ha en-
contrado una vivienda rodeada de jardín, cuando tiene la discreta pre-

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sencia de Clara a su lado, cuando recibe, al fin, un sueldo fijo como lector
de la editorial, Rilke empieza las páginas desoladas de Los apuntes de
Malte Laurids Brigge. En la Roma mediterránea y luminosa, Rilke inven-
ta un personaje sombrío que tiene su misma edad —veintiocho años—,
sus mismas angustias, pero que es danés y rememora episodios de no-
bles antepasados que discurren en gélidos castillos envueltos en brumas.
Los apuntes no son una novela. Rilke nunca los llamó así. Habló
siempre de Prosa-Buch, de un libro de prosa —o en prosa— simplemen-
te. Es un conjunto de setenta y un episodios inconexos, que sólo tienen
unidad por el estado de ánimo que los preside: la congoja. Quizá haya
que hacer aquí un breve inciso: la palabra congoja no existe en alemán.
Pero lo que hay en el libro —a lo largo de todas sus páginas— es esa
suma de sentimientos que da lugar a una situación mucho más grave
que cada uno de los sumandos que la forman. La congoja es más honda,
tiene más amargos y variados ingredientes que la angustia, y aunque an-
gustia (Angst) sea la palabra que más se repite a lo largo de Los apuntes,
aparecen también otras muchas palabras que acaban por perfilar la situa-
ción anímica del joven Malte. Congoja, como dice el diccionario de la
Academia Española, es «desmayo, fatiga, angustia y aflicción del ánimo».
Queda claro en esa definición que no se están ofreciendo sinónimos: se
está describiendo una situación que abarca un conjunto de sentimientos.
(Cualquier diccionario bilingüe traduce congoja por Schmerz, pero esta
palabra, por un lado, equivale a dolor —de manera que tanto congoja
como dolor se traducen por el mismo término— y, por otro lado, vale
para designar tanto el dolor físico como el moral.)
Si puede hablarse, en Los apuntes, de un argumento, sería sólo éste:
Malte Laurids Brigge, un joven danés de veintiocho años, de origen a la
vez aristocrático y campesino, llega a París y conoce por primera vez el
ambiente altamente evolucionado de la gran ciudad. El contraste entre su
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intimidad y su entorno le mueve a refugiarse en su infancia y en relatos


exóticos, refugios que, lejos de conciliarle con la realidad, le alejan aún
más de ella. A lo largo de Los apuntes se mantiene el extrañamiento del
protagonista: la vivencia de su desajuste con el mundo que le rodea y
consigo mismo se prolonga hasta el final. «Algo empieza a alejarme de
todo y a separarme [...] Si mi temor no fuera tan grande, me consolaría
pensando que no es imposible verlo todo diferente y vivir. Pero tengo
miedo, un miedo inexpresable [...] Me gustaría tanto permanecer entre
cosas que signifiquen algo para mí, y que me sean queridas [...]».
Al carácter fragmentario del relato contribuyen dos factores. Por un
lado, el largo tiempo de gestación —seis años—, con interrupciones ex-
tensas, alguna de más de un año, y con desfallecimientos que hicieron
pensar a su autor que no sería capaz de terminarlo. Por otro, la ausencia

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absoluta de sentimientos en los personajes del relato. Malte no tiene un


solo amigo —el que tuvo en otro tiempo, Erik, ya murió—. La relación
de Malte con Abelone es muy tenue, y la propia Abelone, aunque estaba
enamorada de alguien que no aparece identificado en el relato, «anhela-
ba quitar a su amor todo lo transitivo».
Rilke ha procurado la mayor equivalencia del fondo y la forma en
Los apuntes. Por eso el estilo es áspero, deliberadamente áspero y —a
veces— hasta desagradable: el autor no busca complicidad alguna con el
lector. Por el libro hay dispersa una multitud de referencias a personas
y episodios que el lector probablemente no conoce —«la santa en el
Panthéon», «la pobre Aïssé fugitiva», «la fatigada Julie Lepinasse», «el
día de Roosbecke», «el rostro preocupado de Juvenal», «el testimonio
de Glien», «el gran maestre Pierre d’Aubusson, grande entre los gran-
des»...— y que el autor no se preocupa por precisar en lo que habría
sido un rasgo de cortesía hacia el lector. La alternancia de episodios
recientes con episodios de la niñez y con episodios de historias fami-
liares de otras épocas es, además, arbitraria. Como son arbitrarias las
detenidas descripciones de episodios intrascendentes, como la relación
del protagonista con su vecino, o la escena de los pájaros que están co-
miendo unas migas de pan.
Desde el punto de la estructura, el libro lo forman, como expresa su
título, apuntes, que tienen muy variada contextura: notas de un diario,
descripciones sucintas de la realidad, reflexiones o recuerdos que acu-
den inesperadamente, esbozos de cartas, pequeños relatos, breves pro-
sas poéticas, citas bíblicas y literarias. Hay incluso un poema, un único
poema, la canción que canta Abelone —«la bella, bella Abelone»—, una
canción que es, como tantos poemas de Rilke, una nítida expresión de
su idea del amor como alejamiento, incomunicación y desposesión:
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Tú, a quien no digo que en la noche


estoy tendida, llorando,
tú, cuyo solo existir me desfallece
como una cuna.
Tú, que no me dices cuándo velas
por mí:
¿cómo podríamos soportar
este esplendor
sin acallarlo?

Mira los amantes:


apenas empiezan a hacerse confidencias
y ya se están mintiendo.

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Tú haces mi soledad. Sólo yo puedo transformarte.


Eres un rato tú, luego un murmullo,
luego un perfume sin rastro.
Ay, en mis brazos lo he perdido todo,
pero tú solo renacerás de nuevo:
porque nunca te he retenido, te conservo.

Du, der ichs nicht sage, daß ich bei Nacht


weinend liege,
deren Wesen mich müde macht
wie eine Wiege.
Du, die mir nicht sagt, wenn sie wacht
meinetwillen:
wie, wenn wir diese Pracht
ohne zu stillen
in uns ertrügen?

Sieh dir die Liebenden an,


wenn erst das Bekennen begann,
wie bald sie lügen.

Du machst mich allein. Dich einzig kann ich vertauschen.


Eine Weile bist dus, dann wieder ist es das Rauschen,
oder es ist ein Duft ohne Rest.
Ach, in den Armen hab ich sie alle verloren,
du nur, du wirst immer wieder geboren:
weil ich niemals dich anhielt, halt ich dich fest.

En las primeras traducciones al castellano se utilizó el término cua-


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dernos —Los cuadernos de Malte Laurids Brigge (Ayala, 1941; Valverde,


1965), que es también la traducción habitual al francés, Les cahiers, y al
inglés, The notebooks—, pero finalmente se ha generalizado el término,
más adecuado —y más fiel al título alemán— de apuntes.
En Los apuntes hay un compendio de todos los miedos, inquietudes,
temores, fobias y aprensiones del personaje, que en conjunto componen
un mosaico de la más desolada congoja. Esa congoja a veces se expresa
con un carácter subjetivo y otras veces con rigor objetivo, físico: «La
existencia de lo espantoso en cada partícula del aire. Tú lo respiras en su
transparencia; pero se precipita en ti, se endurece, adopta ángulos, for-
mas geométricas entre los órganos. Todos los tormentos y espantos que
han ocurrido en los lugares de suplicio, en las cámaras de tortura, en los
manicomios, en las salas de operaciones, debajo de los puentes al final

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del otoño: todo esto es de una pervivencia tenaz, subsiste por sí mismo y
se adhiere cuidadosamente, en su terrible realidad, a todo lo que existe».
La fijación de los detalles agudiza la desolación, como sucede en la
descripción del cadáver del padre, y la habitación y la casa en que se
encuentra: «Mi padre murió en la ciudad, en una casa de pisos donde
yo me encontraba desorientado, en un ambiente hostil. Ya entonces vi-
vía yo en el extranjero, y llegué demasiado tarde. Le habían puesto en
el ataúd, entre dos filas de cirios altos, en una habitación que daba al
patio. El olor de las flores era ininteligible, como si demasiadas voces
se oyeran a la vez. Su hermoso rostro, al que habían cerrado los ojos,
tenía la expresión de una persona que por cortesía quiere recordar. Es-
taba vestido con el uniforme de capitán de cazadores, pero, no sé por
qué, le habían puesto un lazo blanco en lugar del azul. Sus manos no
estaban juntas, sino cruzadas: una postura que resultaba falsa y carente
de sentido. Me contaron muy deprisa que había sufrido mucho; ya no
lo parecía. Sus rasgos estaban ordenados como los muebles de un salón
de visitas del que alguien acaba de salir. Me parecía que le había visto
muerto varias veces ya, tan conocido me resultaba el aspecto de todo».
Pero otras veces los detalles no significan nada, son una pura enu-
meración, como si en esas frías descripciones quisiera el protagonista
distraer la atención para evadirse del miedo. Este párrafo es uno de
los setenta y un episodios del libro —el más breve—, un episodio sin
conexión con el que precede ni con el que le sigue: «He visto abajo el
conjunto siguiente: un carrito de mano empujado por una mujer; de-
lante, colocado a lo largo, un organillo. Detrás, atravesado, un cesto de
niño, y un niño muy pequeño, de pie sobre sus piernas sólidas, con aire
alegre debajo de su gorro, no quería dejar que le sentaran. De vez en
cuando la mujer da vueltas al manubrio. El pequeño vuelve a ponerse en
pie, saliendo de su cesto, y una niñita con su vestido verde de domingo
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baila y toca una pandereta levantándola hacia las ventanas».


Al sentimiento de vacío que domina al personaje —«no soy nada»,
dice de sí mismo— se suma la confabulación de las cosas, que le despre-
cian: «[...] ha habido noches en que me levantaba el miedo mortal, y me
hacía aferrarme a la idea de que, por lo menos al estar sentado, podía
sentirme vivo; pues los muertos no están sentados. Era siempre en uno
de esos cuartos transitorios, que me abandonaban tan pronto como me
sentía mal, como si temieran verse comprometidos y mezclados en mis
penalidades. Estaba sentado, y sin duda mi aspecto era tan espantoso
que ninguna cosa tenía el valor de reconocerme. La luz misma, a la
que yo acababa de hacer el favor de encenderla, no quería saber nada
de mí. Ardía para sí misma, como en un cuarto vacío. Mi última espe-
ranza era, como siempre, la ventana. Me imaginaba que podría haber

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todavía allí fuera alguna cosa que me perteneciera, incluso entonces,


en aquella absoluta pobreza en que moría. Pero apenas había mirado
hacia allí, deseaba que la ventana hubiera estado condenada, cerrada,
como un muro. Porque ahora sabía que, también allí, todo seguía con
la misma indiferencia y que fuera no había tampoco nada distinto de
mi soledad».
Frente a los episodios bizantinos de lejanas historias familiares, que
tienen escaso interés, hay episodios que contienen reflexiones del pro-
tagonista, que son los de mayor enjundia. Hemos tratado hasta ahora
de no identificar al autor con el protagonista de la novela, porque Rilke
protestó del saqueo biográfico a que se sometieron Los apuntes al poco
de salir, pero no cabe duda de que esas reflexiones —además de los
episodios de la vida parisina— pertenecen al poeta Rilke, y no a un
personaje de ficción llamado Malte. Eso sucede en esta reflexión —algo
tardía, porque Rilke había incumplido más de una vez la recomenda-
ción que contiene de madurar antes de escribir— que al lector le recor-
dará algún pasaje del epistolario con el joven poeta: «Se debería esperar,
y reunir sentido y dulzura a lo largo de toda una vida, quizá una larga
vida, y luego, hacia el final, se podría —quizá— escribir diez líneas que
fueran buenas. Porque los versos no son, como cree la gente, sentimien-
tos —ésos se tienen bastante pronto—: son vivencias. Para escribir un
solo verso se deben ver muchas ciudades, muchos hombres y muchas
cosas; se deben conocer los animales, se debe saber cómo vuelan los
pájaros, y con qué gestos se abren las flores más pequeñas cada mañana.
Se debe poder pensar en lugares desconocidos, en encuentros inespe-
rados y en despedidas con las que se contaba de mucho tiempo atrás;
en los días de infancia, siempre inexplicables; en los padres, a los que
hacíamos daño cuando nos traían una alegría que no comprendíamos
—y era una alegría para otros—; en las enfermedades que se pasan de
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niño, que empiezan de modos tan extraños, con tan hondas y difíciles
transformaciones; en días transcurridos en cuartos silenciosos y lejanos,
y en mañanas pasadas junto al mar; en el mar, sobre todo, en mares, en
noches de viaje, que discurrían altas y volaban con todas las estrellas. Y
todavía no basta con pensar en todo esto. Hay que tener recuerdos de
muchas noches de amor, ninguna semejante a otra; de los gritos de las
parturientas, de las mujeres suaves y blancas que acaban de parir, y se
duermen y cierran. Pero también hay que haber estado junto a agoni-
zantes: hay que haber estado sentado entre muertos, en un cuarto con
la ventana abierta y con ruidos de golpes. Y no basta tampoco con tener
recuerdos. Hay que olvidarlos, cuando son muchos, y hay que tener la
gran paciencia de esperar a que vuelvan. Porque los simples recuerdos
son poca cosa. Sólo cuando se convierten en sangre, mirada y gesto,

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sin nombre, y ya no pueden distinguirse de nosotros mismos, entonces,


y sólo entonces, puede ocurrir que en una hora muy extraña brote en su
centro la primera palabra de un verso, y entonces pueda arrancarse de él».
La prosa precisa y compacta de Los apuntes puede leerse como una
simple —y extraordinaria— exposición de las amargas vivencias del per-
sonaje a cuyo estado de ánimo se traslada fácilmente el lector. Pero
Rilke sugirió una lectura à contre courant —y así se lo dice en una de
las cartas a Baladine Klossowska—: «Este libro, que parece más o me-
nos demostrar que la vida es imposible, debe leerse, por así decirlo, a
contracorriente. Si contiene amargos reproches, no están en absoluto
dirigidos a la vida: al contrario, es la constatación continua de que es por
falta de fuerza, por distracción y por errores heredados, por lo que nos
perdemos casi enteramente las innumerables riquezas de aquí que nos
han sido destinadas».

Al llegar el verano barajó el poeta varias posibilidades: volver a Pa-


rís —donde estaban las pocas cosas que le pertenecían—, viajar al País
Vasco español, como le había recomendado Ignacio Zuloaga, volver a
Rusia —aunque la guerra con Japón le hacía menos atractiva esta posi-
bilidad— o visitar los países escandinavos, a lo que le impulsaba su vieja
admiración por Jacobsen y las recientes lecturas de Kierkegaard.
El dilema lo resolvió una carta de Ellen Key. La escritora sueca era
ya una de las primeras especialistas de la obra de Rilke —a la que había
dedicado varios ensayos— y había difundido el conocimiento del poeta
entre los intelectuales del país. La perspectiva de encontrar un público
interesado en su obra le resultó a Rilke especialmente atractiva. Ellen
Key le ofrecía la posibilidad de dar varias conferencias y de residir en
lugares tranquilos que le permitirían escribir en soledad.
En Kiel se embarcó en un trasatlántico —era el primero que cogía
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en su vida— hasta Copenhague. Soplaba un fuerte viento y sobre las


aguas oscuras del Báltico vio salir el sol. En la capital danesa pasó dos
días y volvió a embarcarse —ahora en un pequeño vapor— hacia Mal-
mö. Aunque llovía con fuerza, Rilke hizo toda la travesía en cubierta.
El escritor sueco Ernst Norlind, que fue a buscarle al puerto, se quedó
sorprendido de verle empapado hasta los huesos. Buscó a toda prisa un
hotel donde el poeta pudiera cambiarse.
En coche de caballos recorrieron un trecho de la llanura que se
extiende a lo largo de la costa —las grandes vacas que pastaban mansa-
mente llamaron la atención del poeta— y llegaron al castillo de Borgeby
Gård. Allí habían preparado una habitación para él; estaba en lo alto,
en la torre, y su única ventana daba al parque y a la huerta. No lejos
estaban los establos, y llegaban hasta la torre —aunque en sordina— los

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VIDA DE RAINER MARIA RILKE

mugidos de las vacas y los toros, y el bullicio de las doscientas gallinas


que revoloteaban y cacareaban en el corral.
Rilke pasó unos días disfrutando de la soledad y de la compañía. Sólo
le fastidiaba la larga sobremesa de después de la cena. En las primeras
semanas no escribió, pero eso no le produjo remordimiento alguno, por-
que pensó que el verano no era su estación y que ya llegaría el otoño, que
siempre era para él la temporada más fecunda. El poeta volvió a pasear
descalzo y a seguir atentamente las labores ganaderas.
A últimos de agosto llegó Ellen Key, a quien Rilke sólo conocía por
el trato epistolar. Tenía entonces cincuenta y cinco años, y era de un
feminismo que a Rilke le resultó algo exasperante. Además, su mayor
obsesión, respecto del poeta, era restablecer su vida familiar, algo en lo
que él no estaba particularmente interesado. Pero tanta fue su insistencia
que —sin gran entusiasmo por parte de los cónyuges— fueron a buscar
a Clara, y el matrimonio tuvo que instalarse en la casa de una amiga de
Ellen —Lizzie Gibson— en un pueblo cercano a Göteborg. Lizzie Gibson
era una activa reformadora de la educación, y tanto le habló al poeta de
la necesidad de humanizar la educación infantil, que Rilke pensó —fu-
gazmente— abrir, con Clara, un colegio en el norte de Alemania.
El otoño fue, como esperaba el poeta, fecundo. Con su habitual des-
ajuste entre la vida interior y la exterior, Rilke escribió —o quizá sólo
reescribió sobre la base de apuntes anteriores— los tres grandes poemas
sobre temas romanos a que se ha hecho referencia antes, a los que llamó
«poemas en prosa» —aunque estaban escritos, uno en endecasílabos blan-
cos, otro en verso libre y el tercero era un soneto— y que siempre consi-
deró que estaban entre sus mejores versos. También escribió entonces el
poema «En un jardín extraño» (In einem fremden Park), que lleva como
subtítulo Borgeby Gård.
Cuando terminaba su estancia en los países escandinavos se encontró
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mal, y en un análisis de sangre se descubrió que tenía anemia. Acababa de


cobrar las conferencias y lecturas, y decidió ir con Clara al lujoso sanato-
rio «El Ciervo Blanco», junto a Dresde, en el que habían estado durante
su original viaje de novios. Las seis semanas que permaneció Rilke allí
podían no haber tenido ningún relieve biográfico, porque el poeta no
salió del recinto del sanatorio y sólo escribió dos flojos poemas en fran-
cés, pero sí tuvieron relieve biográfico, y grande: allí mismo conoció a la
condesa Luise Schwerin, que le introduciría en un amplio círculo de la
nobleza alemana y le presentaría al banquero, escritor y coleccionista de
arte Karl von der Heydt, que sería uno de sus mecenas más eficaces.
A la salida del sanatorio, las vidas de Clara Westhoff y de Rilke vol-
vieron a bifurcarse. Para el poeta empezaron unos meses de viajes sin
norte. Fue primero a Gotinga a reencontarse con Lou Andreas-Salomé,

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VIAREGGIO, ROMA, ESCANDINAVIA

a la que hacía casi cinco años que no veía. Las circunstancias eran aho-
ra muy distintas: el poeta no era ya su amante, ni su devoto y sumiso
admirador, sino un hombre casado, con una hija, y con la seguridad en
sí mismo que le daba una fama creciente. Después fue a Berlín, donde
—sin gran constancia— siguió un curso del filósofo Georg Simmel. Más
tarde pasó unas semanas en el castillo de Friedelhausen, la residencia de
su reciente amiga la condesa Schwerin. El castillo de Friedelhausen, con
su aspecto irreal de cuento de hadas —altos pináculos y ventanas ojiva-
les de un gótico no sólo imitado, sino llevado a la exageración a media-
dos del siglo XIX— fue un remanso de paz en estos meses atormentados
e indecisos de la vida de Rilke. Clara vino unos días a Friedelhausen,
y mientras los dos charlaban en voz baja en la terraza del castillo, la
escultora modeló una pequeña cabeza inclinada del poeta. En el castillo
conoció Rilke a Karl von der Heydt y su mujer Elisabeth —los más
íntimos amigos de la condesa—, que le invitaron a pasar unos días con
ellos en su casa de Godesberg. Y allá habría ido Rilke a falta de mejor
destino, pero le llegó el telegrama de Rodin en que invitaba a su bien
cher ami no sólo a venir a París pour pouvoir parler, sino a instalarse en
su propia casa de Meudon.
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