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¿Somos todos responsables?

La explotación de los recursos fósiles ha provocado la aparición de una


nueva era geológica. Se trata de una proeza de las naciones
industrializadas y de sus elites, que han construido su supremacía sobre
la base de intercambios ecológicos desiguales.

por Christophe Bonneuil, noviembre de 2015

ISAAC CORDAL.- "Resistencia", 2013


(El artista expone en la galería COA en Montreal hasta el 28 de
noviembre). CEMENTECLIPSES.COM

La palabra “Antropoceno” designa una nueva era en la edad de la Tierra,


impulsada por una humanidad convertida en fuerza telúrica (1). El punto de
partida de esta nueva era geohistórica sigue siendo materia de controversia:
¿la conquista y el etnocidio de América? ¿El nacimiento de un capitalismo
industrial basado en los combustibles fósiles? ¿La bomba atómica y la “gran
aceleración” de después de 1945? Sin embargo, todos los científicos coinciden
en que, más que una crisis ambiental, se trata de un cambio geológico radical,
cuyos precedentes –la quinta crisis de extinción, hace 65 millones de años, o
el óptimo climático del Mioceno, hace 15 millones de años– se remontan a
épocas anteriores a la aparición del género humano. Se trata, entonces, de una
situación completamente nueva: en los próximos decenios, la humanidad
deberá afrontar estados del sistema Tierra a los que jamás se ha enfrentado.

El Antropoceno también señala el fracaso de una las promesas de la


Modernidad, que pretendía apartar la historia de la naturaleza, liberar el
devenir de la humanidad de todo determinismo natural. En este sentido, los
desajustes inflingidos a la Tierra representan un mazazo en nuestras vidas.
Traen a nuestra realidad miles de lazos de pertenencia y de retroacción que
vinculan a nuestras sociedades con los complejos procesos de un planeta que
no es ni estable ni externo a nosotros mismos ni infinito (2). Al violentar y
empujar a abandonar sus hogares a millones de refugiados (en la actualidad se
calculan 22 millones, pero la Organización de las Naciones Unidas prevé 250
millones para 2050), al reavivar injusticias y tensiones geopolíticas (3), el
desajuste climático constituye un impedimento para cualquier perspectiva de
un mundo más justo y solidario, de una mejor vida para el mayor número de
personas. De esta manera, las frágiles conquistas de la democracia y de los
derechos humanos y sociales podrían ser aniquiladas.

Ahora bien, ¿quién es este anthropos que ha originado el Antropoceno, ese


verdadero descarrilamiento de la trayectoria geológica de la Tierra? ¿Una
“especie humana” sin distinciones, unificada por la biología y el carbono y,
por lo tanto, uniformemente responsable de la crisis? Pretender que esto es así
significaría borrar la extrema diferencia de impactos, de poderes y de
responsabilidades entre pueblos, clases y géneros. Hubo víctimas y disidentes
de la “antropocenización” de la Tierra y quizás sea en ellos en quienes
debamos inspirarnos.

A decir verdad, el Antropoceno fue, hasta hace poco tiempo, un


¡“Occidentaloceno”! En 1990, América del Norte y Europa Occidental
generaron más del 80% de los gases de efecto invernadero emitidos desde
1750. Si consideramos que, en los últimos tres siglos, la población humana se
ha multiplicado por diez, ¡cuánta disparidad de impactos se observa entre los
diferentes grupos humanos! Los pueblos de cazadores recolectores que hoy
corren el riesgo de desaparecer casi no pueden ser considerados responsables
de este profundo cambio. Un norteamericano acomodado emite, a lo largo de
su vida, mil veces más gases de efecto invernadero que un africano pobre (4).

Mientras que la población se decuplicaba, el capital se centuplicaba. A pesar


de las demoledoras guerras, el capital creció multiplicándose por 134 entre
1700 y 2008 (5). ¿No fue esta lógica de acumulación la que llevó a esta
dinámica de transformación de la Tierra? El Antropoceno merecería,
entonces, el nombre más justo de “Capitaloceno”. De hecho, esa es la
hipótesis de las recientes publicaciones del sociólogo Jason Moore y el
historiador Andreas Malm (6).

Desde hace dos siglos, un modelo de desarrollo industrial basado en los


recursos fósiles ha estado desviando la trayectoria geológica de nuestro
planeta a la vez que ha acentuado las desigualdades. En 1820, el 20% más
pobre poseía el 4,7% de los ingresos mundiales, pero sólo el 2,2% en
1992 (7). ¿Existe una relación entre la historia de la desigualdad y la historia
de la degradación ecológica a escala planetaria del Antropoceno? No,
responden los paladines del “capitalismo verde”, que retoman el viejo
discurso del enfoque “ganador-ganador” entre el mercado, el crecimiento, la
igualdad social y el medio ambiente. Sin embargo, recientes investigaciones,
que relacionan la historia con las ciencias sociales del sistema Tierra, ponen
en evidencia un sistema común a las dominaciones económicas y sociales, a
las injusticias medioambientales y a los desajustes ecológicos que han
adquirido actualmente una amplitud geológica.

Aunque cualquier actividad humana incide en el medio ambiente, los


impactos se distribuyen de manera desigual. Así, solo noventa empresas son
responsables de más del 63% de las emisiones mundiales de gases de efecto
invernadero producidas desde 1850 (8). Las naciones que más han emitido son
países históricamente del “centro”, que dominan la economía-mundo. Primero
fue el Reino Unido el que, en el siglo XIX –durante la época victoriana–,
producía la mitad del total de dióxido de carbono y el que colonizaba el
planeta. Más adelante, en el siglo XX, se trató de Estados Unidos, el cual se
encontraba en competencia frontal con los países bajo influencia soviética,
cuyo sistema no era menos destructivo. En la actualidad, China es el país que
emite cada vez más gases de efecto invernadero, incluso más que Estados
Unidos y Europa juntos. Pekín ha entrado en una competencia económica con
Estados Unidos que, a corto plazo, representa una lucha por los recursos
fósiles y, a medio plazo, por lo digital, las finanzas y las tecnologías “verdes”.
Frente a esta realidad histórica, ¿se puede poner límite a los desajustes
globales sin poner en tela de juicio esta carrera por el poder económico y
militar?

Más profundamente, la conquista de la hegemonía económica por parte de los


Estados nación del centro (9) ha permitido la supremacía de su elite
capitalista, así como la compra de la paz social doméstica gracias a la entrada
de las clases dominantes en la sociedad de consumo. El coste, sin embargo,
fue el endeudamiento ecológico, es decir, un intercambio ecológico desigual
con las demás regiones del planeta. Mientras que la noción marxista de
“intercambio desigual” aludía a una degradación de los términos del
intercambio (en esencia, el número de importaciones que financian las
exportaciones) entre centro y periferia medida en cantidad de trabajo, por
“intercambio ecológico desigual” se entiende la asimetría que se crea cuando
los territorios periféricos o dominados del sistema económico mundial
exportan productos de gran valor de uso ecológico y reciben productos de
menor valor e incluso causantes de perjuicios (residuos, gases de efecto
invernadero, etc.). Este valor ecológico puede medirse en hectáreas necesarias
para la producción de bienes y de servicios por medio del indicador de “huella
ecológica” (10), en cantidad de energía de alta calidad o materia (biomasa,
minerales, agua, entre otros) incorporada en los intercambios internacionales e
incluso en residuos y perjuicios distribuidos de manera desigual.

Desde hace algunos años, esta forma de análisis de los intercambios


económicos mundiales aporta una nueva mirada sobre el metabolismo de
nuestras sociedades y sobre la sucesión histórica de tantas “ecologías mundo”
(Jason Moore) como “economías mundo”, retomando la definición del
historiador Fernand Braudel. Cada una de ellas se caracteriza, según el
periodo, por cierta organización (asimétrica) de los flujos de materia, de
energía y de beneficios o de perjuicios ecológicos.

El historiador Kenneth Pomeranz mostró el intercambio ecológico desigual


producido cuando el Reino Unido entró en la era industrial (11). La conquista
de América y el control del comercio triangular permitieron una acumulación
primitiva europea de la que los británicos, gracias a su superioridad naval,
fueron los mayores beneficiarios durante el siglo XVIII. Eso les permitió tener
acceso a los recursos del resto del mundo indispensables para su desarrollo
industrial: la mano de obra esclava que cultivaba azúcar (un 4% del aporte
energético alimentario de su población en 1800) o el algodón para sus
manufacturas, además de la lana, la madera, y más tarde el guano, el trigo y la
carne. A mediados del siglo XIX, las hectáreas de la periferia del Imperio
implicadas equivalían a bastante más que la superficie agrícola útil de Gran
Bretaña. Se trataba de un intercambio desigual, ya que, en 1850, en el
intercambio de 1.000 libras de textiles manufacturados en Manchester por
1.000 libras de algodón bruto americano, Reino Unido salía ganando en un
46% en términos de trabajo incorporado (intercambio desigual) y en un
6.000% en términos de hectáreas incorporadas (intercambio ecológico
desigual) (12). Así, liberaba su espacio doméstico de una carga ambiental y, al
apropiarse de mano de obra y de ecosistemas de la periferia, hacía posible su
entrada en una economía industrial.

Asimismo, en el siglo XX, el fuerte crecimiento que tuvo lugar durante los
supuestos “treinta gloriosos” de la posguerra se caracterizó por su glotonería
energética y su huella de carbono. Mientras que un incremento del 1,7% al
año en el consumo de combustibles fósiles había sido suficiente en la primera
mitad del siglo XX, para asegurar un crecimiento mundial del 2,1% entre
1945 y 1973 hizo falta un aumento del 4,5% para obtener un crecimiento
anual del 4,18%. Esta pérdida de eficacia también afectó el resto de las
materias primas minerales: mientras que entre 1950 y 1970 el Producto
Interior Bruto (PIB) mundial se multiplicó por 2,6, el consumo de minerales y
de productos mineros para la industria se multiplicó por 3 y el de los
materiales de construcción, también casi por 3. Así es como la huella
ecológica humana global dio un salto: pasó del equivalente al 63% de la
capacidad bioproductiva terrestre en 1961 a más del 100% a finales de los
años 1970. Dicho de otro modo, a partir de ese momento superamos la
capacidad del planeta para producir los recursos que necesitamos y para
absorber los residuos que producimos.

La carrera armamentística, espacial, productiva, pero también consumista en


la que entraron el bloque del Oeste y el bloque del Este durante la Guerra Fría
necesitó una gigantesca explotación de recursos naturales y humanos. Sin
embargo, había una diferencia notable: el lado comunista explotaba y
degradaba principalmente su propio medio ambiente (intercambios de
materias primas con el exterior cercanos al equilibrio y numerosos desastres
ecológicos domésticos), mientras que los países industriales occidentales
basaban su crecimiento en un drenaje masivo de los recursos minerales y
renovables (con importaciones de materias primas que pasaron de 299.000
millones de toneladas al año en 1950 a más de 1,282 billones en 1970) (13).
Dichos recursos provenían del resto del mundo no comunista, el cual fue
vaciándose de sus materias primas y de su energía de alta calidad.

Este drenaje fue económicamente desigual, con una degradación de los


términos de intercambio de los países “en vías de desarrollo” exportadores de
productos primarios de casi el 20% entre 1950 y 1972. Pero también fue
desigual en el ámbito ecológico. Hacia 1973, mientras China y
la URSS alcanzaban una huella ecológica equivalente al 100% de su
biocapacidad doméstica, la huella estadounidense ya era del 176%; la de
Reino Unido, del 377%; la de Francia, del 141%; la de Alemania Federal, del
292%; y la de Japón, del 576%, mientras que en numerosos países de África,
Asia y América Latina se mantenía por debajo de un ratio del 50% (14).

Se entiende que el motor de la “gran aceleración” de este periodo fue el


formidable endeudamiento ecológico de los países industriales occidentales,
que prevalecieron sobre el sistema comunista y que entraron en un modelo de
desarrollo profundamente insostenible, mientras que sus emisiones masivas de
sustancias contaminantes y de gases de efecto invernadero implicaron una
apropiación del funcionamiento de los ecosistemas reparadores del resto del
planeta. Dicha apropiación establece una diferencia entre las economías
nacionales que generan mucha riqueza sin someter su territorio a impactos
excesivos y otras cuya economía constituye una pesada carga para el
territorio.
En la actualidad, se continúa dando un intercambio ecológico desigual entre
los que buscan mantener su poder económico y la paz social interna con
emisiones de gases de efecto invernadero por persona netamente superiores a
la media mundial –Estados y oligarquías que se encuentran entre el 5% de los
más ricos del planeta– y, por el otro lado, las regiones (insulares, tropicales y
costeras, principalmente) y las poblaciones (sobre todo las más pobres) que
serán las más afectadas por los desajustes climáticos. Asimismo, estas
regiones y poblaciones son aquellas cuyos ecosistemas –sus bosques–
contribuyen en mayor medida a atenuar las excesivas emisiones de residuos
de las regiones y de las poblaciones ricas. Y lo hacen de manera gratuita –una
deuda ecológica inconmensurablemente más elevada que las deudas
soberanas– o a cambio de una retribución muy baja, a través de mecanismos
como Reducing Emissions from Deforestation and Forest Degradation
(REDD) y otros mercados de bienes y servicios medioambientales, que
constituyen una nueva forma de intercambio desigual.

Es tarea de nuestra generación y responsabilidad de los dirigentes del mundo


romper con esta trayectoria destructiva e injusta. Están en juego, a largo plazo,
un profundo cambio de la geología planetaria y, a corto plazo, la vida y la
seguridad de cientos de millones de mujeres y hombres, así como las zonas
costeras en el Sahel, en la Amazonia o en Bangladesh. El hecho de que esta
violencia ya esté golpeando con dureza a las poblaciones más pobres y menos
responsables de las emisiones en el pasado es herencia del “Capitaloceno”.
Pero la decisión de seguir sumando o no a este balance decenas de millones de
deportados climáticos adicionales, nuevas violencias, sufrimientos e
injusticias es nuestra responsabilidad.

Cualquier proceso que retrase el bloqueo de una parte de las reservas fósiles y
cualquier emisión que nos lleve a superar el límite de +2 ºC –incluso de +1,5
ºC según algunos climatólogos (véase “Dos grados adicionales, ¿no es
suficiente?”)– debería, a partir de ahora, tomarse por lo que es: un acto que
atenta contra la seguridad de nuestro planeta, cargado de víctimas y de
sufrimiento humano (15). Incluso si las causalidades y los cálculos son
complejos, se sabe que, por cada gigatonelada de dióxido de carbono emitida
que supere el “límite +2 ºC”, habrá varios millones de desplazados y víctimas
adicionales. Así como Condorcet o el abad Raynal se pronunciaron sobre la
esclavitud, tengamos la valentía necesaria para afirmar que la emisión
descontrolada de gases de efecto invernadero merece la calificación de
“crimen”.

Después de los crímenes de esclavitud, coloniales o totalitarios, vuelve a


aparecer amenazada la idea del valor intangible de la vida humana. Tal y
como advierte el arzobispo sudafricano Desmond Tutu –involucrado antaño
en la lucha contra el apartheid–, reducir nuestra huella de carbono no es una
simple necesidad medioambiental, es “la mayor labor de defensa de los
derechos humanos de nuestra época” (16). Así pues, resulta inaceptable que,
en la actualidad, individuos y empresas se enriquezcan gracias a actividades
climáticas criminales. Tutu hace un llamamiento para luchar contra las causas
y contra los culpables del calentamiento global del mismo modo en que se
combatió el apartheid: con las armas de la reprobación moral, del boicot, de la
desobediencia civil, de la desinversión económica y de la represión a través
del derecho internacional.

¿Se acabó con la esclavitud hace dos siglos pidiendo a los administradores de
las colonias y los territorios esclavistas que propusieran, ellos mismos, una
disminución del número de esclavos importados? ¿Se habrían otorgado cuotas
de intercambio de esclavos a los negreros? En el mismo sentido, ¿podemos
esperar que, en la actualidad, haya un avance contando únicamente con el
compromiso de los Estados involucrados en una guerra económica
desenfrenada o poniendo el futuro climático en la mano invisible de un
mercado de carbono a través de la monetización y de la privatización de la
atmósfera, de los suelos y de los bosques?

¿No deberíamos estar buscando, más bien, las fuerzas capaces de detener el
desajuste climático en los levantamientos de las víctimas del capitalismo fósil
(los Pacific climate warriors oceánicos, los militantes antiextractivistas, las
víctimas de la precarización energética y los refugiados climáticos) y en el
ímpetu moral de quienes, en los países ricos, ya no quieren ser cómplices y lo
manifiestan por medio de diversas acciones –propuestas para vivir de forma
distinta y mejor con menos, campañas para obligar a los bancos a que
desinviertan en las empresas “climaticidas”, presiones a los Gobiernos para
que pasen de las palabras a los hechos en materia de reducción de
emisiones (17), resistencia ante los grandes proyectos inútiles, etc.–?.

De todas maneras, cabe esperar un regreso de la valentía política. Sin duda, si


Bartolomé de las Casas, Condorcet, Jaurès, Gandhi o Rosa Parks estuvieran
vivos, la abolición de los crímenes climáticos, la puesta en jaque de los
noventa negreros del carbono y la salida del “Capitaloceno” constituirían su
gran combate (18).

(1) Paul J. Crutzen, “Geology of mankind”, Nature, vol. 415, nº 23, Londres, 3 de enero de 2002.
(2) Christophe Bonneuil y Jean-Baptiste Fressoz, L’Evénement Anthropocène. La Terre,
l’histoire et nous, Seuil, París, 2013; Bruno Latour, Face à Gaïa. Huit conférences sur le
nouveau régime climatique, La Découverte, col. “Les Empêcheurs de penser en rond”, París,
2015.
(3) Véase Agnès Sinaï, “En los orígenes climáticos de los conflictos”, Le Monde diplomatique en
español, agosto de 2015.
(4) David Satterthwaite, “The implications of population growth and urbanization for climate
change”, Environment & Urbanization, vol. 21, nº 2, Thousand Oaks (California), octubre
de 2009.
(5) Cálculo realizado en dólares constantes de 1990 a partir de datos de Thomas Piketty en El
Capital en el siglo XXI, Fondo de Cultura Económica de España, Madrid, 2014.
(6) Jason W. Moore, Capitalism in the Web of Life: Ecology and the Accumulation of Capital,
Verso, Londres, 2015; Andreas Malm, Fossil Capital, Verso, enero de 2016.
(7) François Bourguignon y Christian Morrisson, “Inequality among world citizens: 1820-
1992”, The American Economic Review, Nashville, vol. 92, nº 4, septiembre de 2002.
(8) Richard Heede, “Tracing anthropogenic carbon dioxide and methane emissions to fossil fuel
and cement producers, 1854-2010”, Climatic Change, vol. 122, nº 1, Berlín, enero de 2014.
(9) Immanuel Wallerstein, Análisis de sistemas-mundo, Siglo XXI, Madrid, 2006.
(10) Para saber más sobre este método y los resultados recientes,
véase www.footprintnetwork.org.
(11) Kenneth Pomeranz, Une grande divergence. La Chine, l’Europe et la construction de
l’économie mondiale, col. “L’évolution de l’humanité”, Albin Michel, París, 2010.
(12) Alf Hornborg, Global Ecology and Unequal Exchange. Fetishism in a Zero-Sum World,
Routledge, Londres, 2011.
(13) Anke Schaffartzik et al., “The global metabolic transition: Regional patterns and trends of
global material flows, 1950-2010”, Global Environmental Change, vol. 26, mayo de 2014.
(14) “National Footprint Accounts 1961-2010, 2012 edition”, Global Footprint Network, 2014.
(15) Laurent Neyret (bajo la dir. de), Des écocrimes à l’écocide. Le droit pénal au secours de
l’environnement, Bruylant, Bruselas, 2015; Valérie Cabanes, “Crime climatique et écocide:
réformer le droit pénal International”, en Crime climatique. Stop! L’appel de la société
civile, Seuil, París, 2015.
(16) Desmond Tutu, “Nous avons combattu l’apartheid. Aujourd’hui, le changement climatique
est notre ennemi à Tous”, en Crime climatique. Stop!, op.cit.
(17) Cf., por ejemplo, Andrea Barolini, “Une décision historique: un tribunal néerlandais impose
à l’Etat d’agir contre le changement climatique”, 25 de junio de 2015, www.reporterre.net.
(18) Cf. la petición “Laissons les fossiles dans le sol pour en finir avec les crimes
climatiques”, http://crimesclimatiquesstop.org.

Christophe Bonneuil
Historiador, coautor de L’Evénement Anthropocène. La Terre, l’histoire et nous, Seuil,
París, 2013, y de Crime climatique. Stop! L’appel de la société civile, Seuil, París, 2015.

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