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El Terremoto de Lisboa y nosotros. (Faro de Vigo, 8 oct.

2022)

Hay catástrofes que de por sí se convirtieron en acontecimientos del pensamiento por la


intensa y amplia reflexión que despertaron. Tal fue el ya histórico terremoto de Lisboa,
que motivó tantos discursos y meditaciones, no solo en su época sino a lo largo de los
siglos, de Voltaire y Rousseau a Benito J. Feijoo, Kant y Goethe, a Thomas Mann,
Benjamin, Adorno y tantos otros. Sucedió un 1 de noviembre de 1755, día de todos los
santos, fiesta en el muy católico Portugal. En la mañana, eran sobre las nueve y media,
durante unos terribles minutos, entre tres y seis, la tierra tembló. La ciudad sufrió varias
sacudidas devastadoras – de 8 grados en la escala Richter. Multitud de casas, iglesias y
construcciones se vinieron abajo, los suelos se abrían en socavones de metros engullendo
lo que había. Las orillas del Tajo en su desembocadura se retiraron con el mar, un extraño
fenómeno nunca visto que convocó a gentes expectantes de tan singular suceso, y al poco
un tsunami con olas gigantescas arrastraba a los curiosos e inundaba la parte baja de la
ciudad. Los muchos incendios que enseguida estallaron terminarían por arrasar con todo
y convertir el lugar en una ruina. Se cuentan por decenas de miles los cadáveres en una
cantidad difícil de precisar. Se calcula que el epicentro del fatal seísmo se situaba en el
Atlántico, a unos 300 Km de la ciudad. Ciertamente muchas otras ciudades y villas
también se vieron afectados, como Cádiz, Huelva, Ayamonte, buena parte del sur de la
Península, con centenares de muertos, y a lo largo de la costa norteafricana, en que se
cobraría miles de vidas, y se sentiría en muchos otros lugares. Cuando la noticia de lo
sucedido en la bella Lisboa, semanas después, llegó a las grandes capitales la conmoción
fue enorme. Cómo era de imaginar, enseguida corrieron toda clase de intentos de explicar
o dar sentido a aquel desastre. El orden del mundo parecía quebrarse, ni siquiera el
racionalismo ilustrado parecía poder asumir la idea de una naturaleza que siguiendo su
propia ley pudiera estallar en tales caos aniquiladores. Pronto surgieron las prédicas que
recurrían a la idea del castigo divino, pues en la naturaleza nada grave sucede sin el
permiso de su Creador. Voltaire se alzó ante tales posiciones, pues ¿qué males habían
cometido los niños de Lisboa que no perpetraran con creces los ociosos notables de los
salones parisinos? El filósofo se sume en un sombrío ánimo y escribe su célebre Poema
sobre el desastre de Lisboa, verdadero anticipo del demoledor Candide. En él se venía a
cuestionar la visión teológica de un orden de la creación, las filosofías de un Leibniz que
sostenían la tesis de la existencia del mejor de los mundos posibles o del afamado
Alexander Pope con su “todo está bien”. Para Voltaire todo el discurso de la Teodicea (de
Theos-Dios y dikē-orden, justicia) se tornaba dudoso, la dikē de Theos no era aceptable,
no hablaba de ningún Dios bondadoso, de ningún Creador armónico. Rousseau no podía
aceptar, sin embargo, esta conclusión del que tenía por su maestro, y le dirige una carta
manifestando su total discrepancia. Para el ginebrino los sucesos de la naturaleza no
tienen significado, no indican sentido alguno respecto de la moral o del Creador, y lo que
en realidad importaba eran los sucesos debidos al hombre, incluso, argüía, un suceso tal
no se cobraría tales muertes si los hombres viviendo más en consonancia con la
naturaleza no terminasen por acumularse atestando las ciudades de gente. A Rousseau le
preocupaba el orden moral construido, ese que había viciado al buen salvaje. La
naturaleza humana, como la naturaleza modificada de la ciudad, no era simple natura,
sino constructo humano del que se es responsable.
Si el terremoto se había llevado en el plano material por delante toda una gran
ciudad, en en el plano del pensamiento había sacudido con el mismo furor la Teodicea.
Si hoy tuviéramos que confrontarnos con un hito semejante al terremoto de Lisboa, que
de igual modo desencadenase una pareja reflexión sobre el mal, creo que tendríamos que
pensar ya no en un suceso sino en toda una serie de procesos naturales que cabe
comprender vinculados a la denominación, de origen geológico, Antropoceno: la
amenazante emergencia climática, la acidificación de los océanos, la reducción letal de la
biodiversidad – a la ya denominada sexta extinción de especies, habría que añadir el
enorme sufrimiento animal generado-, la escasez de recursos energéticos, etc. En
definitiva, el rebasamiento de parte importante de los límites planetarios (Rockström)
compondrían esa sacudida de magnitud sin precedentes en la historia de la humanidad.
La catástrofe global que trae como consecuencia si no se obra a tiempo – y todo apunta a
que no lo haremos, no lo estamos haciendo de hecho- amenaza todo un orden
civilizatorio, y agravará otros males igualmente relevantes, como el de la desigualdad.
Aparte de la gravedad sin comparación posible, es esencial en cuanto a la diferencia con
el terremoto del XVIII, el que esta vez no es la simple naturaleza la que se agita, sino una
naturaleza humanizada, aquella que el hombre ha transformado. Por eso el mal ya no
cabe signarlo como natural sino que es igualmente cultural o moral; en fin que la vieja
división natural/moral no nos sirve. Si el terremoto de Lisboa llevó a cuestionar el orden
de Dios en la tierra, el discurso de la Teodicea, este nuestro otro “seísmo” cuestiona con
no menos radicalidad el orden que el hombre, en lo que se refiere a su modulación de la
naturaleza, ha establecido. Diríamos que es ahora la Antropodicea lo puesto en cuestión.
La inaceptable desigualdad que aqueja a nuestras sociedades se ha generado asociada
a - y a menudo también a través de- aquella fatal transformación de la naturaleza. Muchos
pensaron - Marx y Freud entre ellos- que posiblemente se llegase a dominar la naturaleza
antes que los males sociales, que la explotación, la desigualdad o las guerras. Si se
obtuviera lo primero, quedaría por dominar lo segundo, que solo esto daría fin a la
Prehistoria de la humanidad. Ahora nos encontramos con que Naturaleza e Historia se
han fusionado y ninguno dominio (natura y sociedad) se ha cumplido. Esa es nuestra
vulnerabilidad.
Hannah Arendt habló alguna vez de banalidad del mal para referirse no
evidentemente a que el mal no fuese grave sino a que el hombre que a menudo lo comete
no es precisamente un sujeto psíquicamente diabólico, sino un ser muy común,
simplemente no se caracteriza por la reflexión. Así calificaba a Eichmann el criminal que
envió a tantos judíos a la muerte. Cabría preguntarse si la indiferencia ante el mal
presente, la insensibilidad o el simple sumirse en otras preocupaciones más cotidianas no
es la forma que adopta nuestra banalidad ante el mal, y el terremoto que otrora arrasó
Lisboa en su forma nueva antropogénica amenace ahora con aniquilar la Lisboa global de
los seres que habitan este planeta.

Jorge Álvarez Yágüez

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