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Perecerás por tus virtudes

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Nunca hubo basuras en el mundo antes de la Revolución Industrial. Las cáscaras de frutas, los
desechos orgánicos, los trozos de madera y cristal, las limaduras de la piedra, los cadáveres de aves
y de hombres, todas esas cosas saben volver al ciclo de la naturaleza. En la segunda mitad del siglo
XIX, Walt Whitman celebró, en su admirable poema “Este estiércol”, la capacidad de la tierra de
recibir miasmas y descomposiciones, y convertirlas de nuevo en frutas y en flores.

Pero justo en los tiempos en que Whitman entonaba ese salmo entusiasta a la capacidad de la
naturaleza de recoger y renovar la materia viviente, había comenzado ya la época más peligrosa que
la humanidad haya vivido: la era industrial, cuya principal característica es la de producir cosas que
no vuelven al ciclo de la naturaleza.

Así como hubo una edad de Piedra, una edad de Bronce, una edad de Oro o una edad de Papel,
como lo propuso Stanislas Lem en su libro Ciberiada, podríamos decir que ahora, por primera vez
en la historia, y de una manera creciente, vivimos en una edad de Basura.

Los plásticos, las sustancias químicas derivadas de la industria, las emisiones masivas de gases
tóxicos y de gases de efecto invernadero, los desechos industriales de detergentes y materias no
biodegradables, no se reintegran o tardan mucho tiempo en descomponerse y volver a los ciclos de
la vida.

París olía mal en la Edad Media, en las ciudades de Italia llovían a las calles líquidos pestilentes, en
todas partes se quemaban maderas y carbones, pero nunca esas intervenciones humanas tuvieron la
magnitud y la capacidad de alterar el entorno, de modificar seriamente el equilibrio terrestre.

El más grande peligro lo representaron los volcanes, como el Krakatoa, que a finales del siglo XIX
arrojó 20 kilómetros cúbicos de vapores que lograron modificar el clima de algunas regiones, o
como el terrible monte Tambora, que en 1815 arrojó 180 kilómetros cúbicos de azufre, cenizas y
cristales al aire planetario, una nube que ennegreció el cielo sobre Indochina y Australia, y que al
extenderse por el hemisferio norte impidió la llegada del siguiente verano.

Pero esos inviernos volcánicos eran poca cosa al lado de los inviernos y veranos que nos esperan, si
algo más peligroso que los volcanes, la incesante labor de la industria, termina de alterar
irreparablemente el clima del planeta. No se trata de pesimismo, ni de una alarma apocalíptica,
como les gusta exclamar a los irresponsables; se trata de un peligro inminente, y los verdaderos
optimistas somos los que todavía creemos que es posible detener esta carrera de estupidez y de
sinrazón disfrazada de progreso y de racionalidad.

Hace 20 años publiqué un libro: Es tarde para el hombre, hecho más de intuiciones y
presentimientos que de pruebas estadísticas, señalando cómo la sociedad del lucro, una noción
equivocada del progreso, la transformación de todas las cosas en mercancías, el auge de la
publicidad vendiendo un absurdo e inalcanzable modelo de derroche y opulencia, el crecimiento de
las ciudades y la proliferación de basura industrial nos enfrentan al riesgo del fracaso de nuestro
modelo de vida.
Ahora un documental que todos deberíamos ver: Home, filmado en 50 países, que ya ha sido visto
por 500 millones de personas en todo el mundo y que ha sido traducido a 40 idiomas y difundido en
más de 130 países, convierte en evidencias dramáticas esas cosas que yo advertía, y abunda en los
datos estadísticos que entonces no podía dar a los diligentes contradictores que salieron a refutar,
mes tras mes, durante varios años, los temores y las advertencias que había formulado en mi libro.

¿Es verdad que vivimos en un planeta en peligro? ¿Es verdad que se está derritiendo
aceleradamente el hielo del Ártico? ¿Es verdad que se está calentando de un modo amenazante la
atmósfera? ¿Es verdad que el derretimiento del permafrost de Siberia podría dejar escapar enormes
depósitos de metano que desencadenarían procesos de calentamiento aún más severos? ¿Es verdad
que estamos a las puertas de una escasez de agua de proporciones dramáticas? ¿Es verdad que los
lechos de los océanos empiezan a estar saturados de desechos industriales? ¿Puede de verdad una
sola especie producir efectos tan vastos sobre un planeta tan inmenso y alterar de un modo peligroso
los equilibrios que hacen posible la vida?

De algún modo relieva la importancia de nuestra especie el que sea capaz de producir un
desequilibrio a niveles cósmicos. Más aún si se advierte que lo que causa estas conmociones no es
nuestra ignorancia sino nuestro conocimiento, no es ni mucho menos nuestra inactividad sino
nuestra industria. Holderlin dijo que estamos llenos de méritos, pero que el ser humano no habita el
mundo por sus méritos sino por la poesía. Y fue Nietzsche quien dijo que estamos llenos de
virtudes, pero que pereceremos a causa de ellas.

Con cuánta alegría recibió la humanidad hace dos siglos las promesas del progreso, los halagos del
confort, las bengalas de la sociedad del bienestar. ¿A quién no le gustó que tuviéramos limpias las
casas, sin malezas los prados, sin plagas los campos, libres de pestes los cultivos, provistos los
hogares de desinfectantes, de desmanchadores y de ambientadores?

El mundo se fue llenando de agroquímicos, de pesticidas, de perfumes sintéticos, de jabones, de


detergentes, de plásticos, de máquinas, de artefactos tecnológicos, y la supremacía humana
demostró que habíamos llevado nuestra ambición prometeica hasta casi conquistar poderes divinos.

Ahora todas esas cosas empiezan a volverse contra nosotros.

  William Ospina

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