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Durante los años 1901 a 1919 la esperanza media de vida de un hombre, al nacer era
de 44,8 años, y de una mujer, al nacer, era de 48,3 años.
Luego, en el Anuario Estadístico de 1998, esa esperanza de vida es de 73,3 años para
los hombres y de 79,7 años para las mujeres.
Los japoneses tienen el promedio más alto de esperanza de vida con 76,6 años para
los hombres y 83 años para las mujeres (la diferencia es de 6,4 años). Van seguidos por
Suecia, con 76,1 años para los hombres y 81,4 años para las mujeres y por Suiza, con
un promedio de esperanza de vida de 75,3 años para los hombres y 81,7 años para las
mujeres.
Por tanto, las razones de la reducción de la natalidad y, con ello, del «envejecimiento
de un pueblo», los hijos perdieron ciertamente -en el sentir de sus padres- el «carácter
instrumental» que poseían. No se los considera ya como mano de obra para el hogar o
para la granja ni como un seguro personal para cuando lleguen los días de la vejez. Sin
embargo, en los países en los que las leyes no han establecido una ley de jubilación
que sirva como seguro para la vejez, encontramos un número mucho mayor de hijos.
Y, así, Böckle (1987) afirma en su análisis: «La pobreza absoluta se halla en relación
sumamente positiva con el número de hijos; la difusión de la pobreza hace que se
incremente la natalidad».
Las personas que se jubilan hoy día tienen todavía por delante -como término medio-
una cuarta parte de su vida, a menudo incluso una tercera parte. Para alguno en
concreto será conveniente y deseable el retirarse relativamente pronto de la vida
activa, pero para otros deberá considerarse el retiro como un gran peligro. Lo sabemos
muy bien actualmente. El sentimiento de ser necesario se halla en relación muy
intensa con la sensación de bienestar durante la edad avanzada. Habrá que recordar
aquí la «atrofia por inactividad» (definida en medicina) y la «hipótesis de la falta de
ejercicio» (definida psicológicamente): las facultades que ya no se ejercitan se van
atrofiando.
El hacer que una persona no se encuentre ya en «activo»; conducirá a que sea mayor
el número de casos en los que haya que impartir cuidados. La jubilación no es para
entregarse a la inactividad. Hay que buscarse nuevas tareas. Hay que proporcionar
formación para la edad avanzada y formación durante esa edad avanzada. En este
punto hemos de seguir experimentando, pero sin introducir algo así como una
«escolarización obligatoria para pensionistas». El objetivo de esta formación para
adultos mayores es proporcionarles un considerable aumento en su calidad de vida,
ofrecer estímulos intelectuales, intensificar el sentimiento de autoestima y favorecer
los contactos sociales: factores que contribuyen a la disminución de los achaques
prematuros y de la necesidad de recibir cuidados. Esto, a fin de cuentas, ayuda a que
las arcas del Estado puedan ahorrar dinero.
Hay que reflexionar más de lo que se ha hecho hasta ahora acerca de la necesidad de
que las personas de edad avanzada emprendan actividades una vez terminada su vida
profesional. Muchas personas de «la tercera edad» están dispuestas a comprometerse
en actividades en favor de la sociedad, a dedicarse a tareas sociales o culturales, a
hacer algo en favor de sí mismas o de otras personas.