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EL AUMENTO DE LA ESPERANZA DE VIDA EN EL SIGLO XX

Durante los años 1901 a 1919 la esperanza media de vida de un hombre, al nacer era
de 44,8 años, y de una mujer, al nacer, era de 48,3 años.

Luego, en el Anuario Estadístico de 1998, esa esperanza de vida es de 73,3 años para
los hombres y de 79,7 años para las mujeres.

Los japoneses tienen el promedio más alto de esperanza de vida con 76,6 años para
los hombres y 83 años para las mujeres (la diferencia es de 6,4 años). Van seguidos por
Suecia, con 76,1 años para los hombres y 81,4 años para las mujeres y por Suiza, con
un promedio de esperanza de vida de 75,3 años para los hombres y 81,7 años para las
mujeres.

En algunos países de Asia (Nepal, Bangladesh, India) el promedio de esperanza de vida


sigue siendo actualmente inferior a los 60 años. Todavía hace veinte años, las
diferencias eran considerablemente más acusadas.

Gracias a mejores atenciones médicas, al éxito en la lucha contra la mortalidad infantil,


a una alimentación más sana y a un estilo de vida más saludable, se esperaba durante
las dos últimas décadas del siglo xx que se elevara el promedio de esperanza de vida
en una cifra de tan sólo tres años en las naciones industrializadas y de quince a
dieciséis años en los países del Tercer Mundo.

EL MUNDO QUE ENVEJECE

Vivimos en un «mundo que envejece», -es decir, el porcentaje de personas mayores


en el total de la población va aumentando constantemente. Esto se basa, en primer
lugar, en la creciente longevidad y, en segundo lugar, en la reducción de la tasa de
natalidad. No debemos dejar de prestar atención a los cambios en la estructura de la
población. No sólo encontramos cambios cuantitativos, aumentos y disminuciones,
sino también reestructuraciones cualitativas (principalmente en el ámbito familiar). A
comienzos del siglo XIX, cuando la tasa de mortalidad de bebés y de niños sobrepasaba
todavía la marca del 50%, era necesaria una pirámide de base amplia. En tiempos en
los que de ocho niños solamente dos llegaban a cumplir los 30 años de edad, se
necesitaba un gran número de hijos que pudieran atender a sus padres en la vejez.
Todavía a comienzos del siglo xx la tasa de mortalidad durante el primer año de vida
era muy alta (el 21% de todos los fallecimientos durante un año). Hoy en día este
porcentaje llega sólo al 0,6% en los niños y al 0,5% en las niñas. Actualmente la tasa de
mortalidad a lo largo de toda la vida es muy reducida; los fallecimientos se concentran
en la edad superior a los 60 años o superior a los 80 años. Así, por ejemplo, en el año
1993 el 58% de las mujeres que fallecieron en ese año tenía 80 años o más.

La tendencia a un aumento del porcentaje de población de más de 65 años es una


tendencia universal, aunque aparece mucho más claramente en las regiones más
intensamente desarrolladas que en las regiones más débilmente desarrolladas.

Por tanto, las razones de la reducción de la natalidad y, con ello, del «envejecimiento
de un pueblo», los hijos perdieron ciertamente -en el sentir de sus padres- el «carácter
instrumental» que poseían. No se los considera ya como mano de obra para el hogar o
para la granja ni como un seguro personal para cuando lleguen los días de la vejez. Sin
embargo, en los países en los que las leyes no han establecido una ley de jubilación
que sirva como seguro para la vejez, encontramos un número mucho mayor de hijos.
Y, así, Böckle (1987) afirma en su análisis: «La pobreza absoluta se halla en relación
sumamente positiva con el número de hijos; la difusión de la pobreza hace que se
incremente la natalidad».

El grupo de las personas de más de 60 años y especialmente el de personas de más de


80 años está caracterizado por una elevada proporción de mujeres. Tews habla, en
este sentido, de una «feminización de la edad avanzada», ya que nuestra sociedad de
personas de edad avanzada (al menos, clarísimamente entre las personas de más de
75 años) es una sociedad integrada por mujeres.

MODIFICACIÓN DEL CICLO DE VIDA

Las personas que se jubilan hoy día tienen todavía por delante -como término medio-
una cuarta parte de su vida, a menudo incluso una tercera parte. Para alguno en
concreto será conveniente y deseable el retirarse relativamente pronto de la vida
activa, pero para otros deberá considerarse el retiro como un gran peligro. Lo sabemos
muy bien actualmente. El sentimiento de ser necesario se halla en relación muy
intensa con la sensación de bienestar durante la edad avanzada. Habrá que recordar
aquí la «atrofia por inactividad» (definida en medicina) y la «hipótesis de la falta de
ejercicio» (definida psicológicamente): las facultades que ya no se ejercitan se van
atrofiando.
El hacer que una persona no se encuentre ya en «activo»; conducirá a que sea mayor
el número de casos en los que haya que impartir cuidados. La jubilación no es para
entregarse a la inactividad. Hay que buscarse nuevas tareas. Hay que proporcionar
formación para la edad avanzada y formación durante esa edad avanzada. En este
punto hemos de seguir experimentando, pero sin introducir algo así como una
«escolarización obligatoria para pensionistas». El objetivo de esta formación para
adultos mayores es proporcionarles un considerable aumento en su calidad de vida,
ofrecer estímulos intelectuales, intensificar el sentimiento de autoestima y favorecer
los contactos sociales: factores que contribuyen a la disminución de los achaques
prematuros y de la necesidad de recibir cuidados. Esto, a fin de cuentas, ayuda a que
las arcas del Estado puedan ahorrar dinero.

Hay que reflexionar más de lo que se ha hecho hasta ahora acerca de la necesidad de
que las personas de edad avanzada emprendan actividades una vez terminada su vida
profesional. Muchas personas de «la tercera edad» están dispuestas a comprometerse
en actividades en favor de la sociedad, a dedicarse a tareas sociales o culturales, a
hacer algo en favor de sí mismas o de otras personas.

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