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Hace dos mil años, Roma tenía el poder político, militar y económico del
Meditérráneo, pero dejaba que cada pueblo sometido tuviera un poco de
libertad. Mientras se portaran bien y pagaran sus impuestos a Roma, se
les molestaba más bien poco. Una guarnición de soldados romanos se
destacaba a cada país, en el que había un procónsul o gobernador para
mantener un ojo en las cosas. Pero, fuera de esto, se permitía a las
naciones retener su propio gobierno local y seguir sus propias leyes y
costumbres.
Así estaban las cosas en Judea y Galilea cuando Jesús recorría sus
caminos y senderos predicando el mensaje de amor de Dios al hombre, y
de la esperanza del hombre en Dios. Mientras obraba sus milagros y
hablaba del reino de Dios que había venido a establecer, muchos de sus
oyentes, lomando sus palabras literalmente, pensaban en términos de un
reino político en vez de espiritual. Aquí y allá hablaban de hacer a Jesús
su rey, un rey que sometería al Sanedrín y expulsaría a los odiados
romanos.
Judas vino, y los enemigos de Jesús Io llevaron a un juicio que iba a ser
una burla de la justicia. La sentencia de muerte había sido ya acordada
por el Sanedrín, antes incluso de declarar unos testigos sobornados y
contradictorios. La acusación era bien simple: Jesús se proclamaba Dios,
y esto era una blasfemia. Y como la blasfemia se castigaba con la
muerte, a la muerte debía ir. De aquí se le conduciría a Poncio Pilatos, el
gobernador romano, quien debía confirmar la sentencia, ya que no se
permitía a las naciones subyugadas dictar una sentencia capital. Sólo
Roma podía quitar la vida a un hombre. Cuando Pilatos se opuso a
condenar a muerte a Jesús, los jefes judíos amenazaron al gobernador
con crearle dificultades, denunciándole a Roma por incompetente.
Hasta que Jesús murió en la Cruz, pagando por los pecados de los
hombres, ningún alma podía entrar en el cielo, nadie podía ver a Dios
cara a cara. Y, sin embargo, habían existido con seguridad muchos
hombres y mujeres que habían creído en Dios y en su misericordia y
guardado sus leyes. Como estas almas no habían merecido el infierno,
existían (hasta la Crucifixión) en un estado de felicidad puramente
natural, sin visión directa de Dios. Eran muy felices, pero con la felicidad
que nosotros podríamos alcanzar en la tierra si todo nos fuera
perfectamente. }
Jesús resucitó de entre los muertos con un cuerpo glorificado, igual que
será el nuestro después de nuestra resurrección. Era un cuerpo
"espiritualizado", libre de las limitaciones que impone el mundo físico. Era
(y es) un cuerpo que no puede sufrir o morir; un cuerpo que irradiaba la
claridad y belleza de un alma unida a Dios; un cuerpo al que la materia
no podía interceptar, pudiendo pasar a través de un sólido muro como si
no existiese; un cuerpo que no necesita trasladarse por pasos laboriosos,
sino que puede cambiar de lugar a lugar con la velocidad del
pensamiento; un cuerpo libre de necesidades orgánicas, como comer,
beber o dormir.