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Cómo termina la Historia de la Redención

Hace dos mil años, Roma tenía el poder político, militar y económico del
Meditérráneo, pero dejaba que cada pueblo sometido tuviera un poco de
libertad. Mientras se portaran bien y pagaran sus impuestos a Roma, se
les molestaba más bien poco. Una guarnición de soldados romanos se
destacaba a cada país, en el que había un procónsul o gobernador para
mantener un ojo en las cosas. Pero, fuera de esto, se permitía a las
naciones retener su propio gobierno local y seguir sus propias leyes y
costumbres.

Ésta era la situación de Palestina en tiempos de Nuestro Señor


Jesucristo. Roma era el jefe supremo, pero los judíos tenían su propio
rey, Herodes, y eran gobernados por su propio parlamento o consejo,
Ilamado Sanedrín. No había partidos políticos como los conocemos hoy,
pero sí algo muy parecido a nuestra "máquina política" moderna. Esta
máquina política se componía de los sacerdotes judíos, para quienes
política y religión eran lo mismo; los fariseos, que eran los "de sangre
azul" de su tiempo, y los escribas, que eran los leguleyos (sabios en
leyes). Con ciertas excepciones, la mayoría de estos hombres
pertenecían al tipo de los que hoy llamamos "políticos aprovechados".
Tenían unos empleos cómodos y agradables, llenándose los bolsillos a
cuenta del pueblo, al que oprimían de mil maneras.

Así estaban las cosas en Judea y Galilea cuando Jesús recorría sus
caminos y senderos predicando el mensaje de amor de Dios al hombre, y
de la esperanza del hombre en Dios. Mientras obraba sus milagros y
hablaba del reino de Dios que había venido a establecer, muchos de sus
oyentes, lomando sus palabras literalmente, pensaban en términos de un
reino político en vez de espiritual. Aquí y allá hablaban de hacer a Jesús
su rey, un rey que sometería al Sanedrín y expulsaría a los odiados
romanos.

Todo esto llegó al conocimiento de los sacerdotes, escribas y fariseos, y


estos hombres corrompidos empezaron a temer que el pueblo pudiera
arrebatarles sus cómodos y provechosos puestos. Este temor se volvió
odio exacerbado cuando Jesús condenó públicamente su avaricia,
hipocresía y la dureza de su corazón. Concertaron el modo de hacer
callar a ese Jesús de Nazaret que les quitaba la tranquilidad. Varias
veces enviaron sicarios para matar a Jesús apedreándole o arrojándole a
un precipicio. Pero en cada ocasión Jesús (al que no había Ilegado aún
su hora) se zafó fácilmente del cerco de los que pretendían asesinarle.
Finalmente, empezaron a buscar un traidor, alguien Io bastante íntimo de
Jesús para que se Io entregara sin que hubiera fallos, un hombre cuya
lealtad pudieran comprar.

Judas Iscariote era este hombre y, desgraciadamente para Judas, esta


vez había Ilegado la hora de Jesús; estaba a punto de morir. Su tarea de
revelar las verdades divinas a los hombres estaba terminada y había
acabado la preparación de sus Apóstoles. Ahora aguardaba la llegada de
Judas postrado en su propio sudor de sangre. Un sudor que el
conocimiento divino de la agonía que le esperaba arrancaba a su
organismo físico angustiado.

Pero más que la presencia de su Pasión, la angustia que le hacía sudar


sangre era producida por el conocimiento de que, para muchos, esa
sangre sería derramada en vano. En Getsemaní se concedió a su
naturaleza humana probar y conocer, como sólo Dios puede, la infinita
maldad del pecado y lodo su tremendo horror.

Judas vino, y los enemigos de Jesús Io llevaron a un juicio que iba a ser
una burla de la justicia. La sentencia de muerte había sido ya acordada
por el Sanedrín, antes incluso de declarar unos testigos sobornados y
contradictorios. La acusación era bien simple: Jesús se proclamaba Dios,
y esto era una blasfemia. Y como la blasfemia se castigaba con la
muerte, a la muerte debía ir. De aquí se le conduciría a Poncio Pilatos, el
gobernador romano, quien debía confirmar la sentencia, ya que no se
permitía a las naciones subyugadas dictar una sentencia capital. Sólo
Roma podía quitar la vida a un hombre. Cuando Pilatos se opuso a
condenar a muerte a Jesús, los jefes judíos amenazaron al gobernador
con crearle dificultades, denunciándole a Roma por incompetente.

El débil Pilatos sucumbió al chantaje, tras unos vanos esfuerzos por


aplacar la sed de sangre del populacho, permitiendo que azotaran a
Jesús brutalmente y le coronaran de espinas. Meditamos estos
acontecimientos al recitar los Misterios Dolorosos del Rosario, o al hacer
el Vía Crucis. También meditemos loo ocurrido al mediodía siguiente,
cuando resonó en el Calvario el golpear de martillos y el torturado Jesús
pendió durante tres horas de la Cruz, muriendo finalmente para que
nosotros pudiéramos vivir, ese Viernes que Ilamamos Santo.

Hasta que Jesús murió en la Cruz, pagando por los pecados de los
hombres, ningún alma podía entrar en el cielo, nadie podía ver a Dios
cara a cara. Y, sin embargo, habían existido con seguridad muchos
hombres y mujeres que habían creído en Dios y en su misericordia y
guardado sus leyes. Como estas almas no habían merecido el infierno,
existían (hasta la Crucifixión) en un estado de felicidad puramente
natural, sin visión directa de Dios. Eran muy felices, pero con la felicidad
que nosotros podríamos alcanzar en la tierra si todo nos fuera
perfectamente. }

El estado de felicidad natural en que esas almas aguardaban la completa


revelación de la gloria divina se llama limbo. A estas almas se apareció
Jesús mientras su cuerpo yacía en la tumba, para anunciarles la buena
nueva de su redención, para, podríamos decir, acompañarles y
presentarles personalmente a Dios Padre como sus primicias.

A esto nos referimos cuando en el Credo recitamos que Jesús


"descendió a los infiernos". Hoy día la palabra "infierno" se usa
exclusivamente para designar el lugar de los condenados, de aquellos
que han perdido a Dios por toda la eternidad. Pero, antiguamente, la
palabra "infierno" traducía el vocablo latino inferus, que significa
"regiones inferiores" o, simplemente, "el lugar de los muertos".

Como la muerte de Jesús fue real, fue su alma la que apareció en el


limbo; su cuerpo inerte, del que el alma se había separado, yacía en el
sepulcro. Durante todo este tiempo, sin embargo, su Persona divina
permanecía unida tanto al alma como al cuerpo, dispuesta a reunirlos de
nuevo al tercer día.

Según había prometido, Jesús resucitó de entre los muertos al


tercer día. Había prometido también que volvería a la vida por su
propio poder, y no por el de otro. Con este milagro daría la prueba
indiscutible y concluyente de que, según afirmaba, era Dios.

El relato de la Resurrección, acontecimiento que celebramos el Domingo


de Resurrección, nos es demasiado conocido para tener que repetirlo
aquí. La ciega obstinación de los jefes judíos pensaba derrotar los planes
de Dios colocando una guardia junto al sepulcro, manteniendo así el
cuerpo de Jesús encerrado y seguro. Pero conocemos el estupor de los
guardias esa madrugada y el rodar de la piedra que guardaba la entrada
del sepulcro cuando Jesús salió.

Jesús resucitó de entre los muertos con un cuerpo glorificado, igual que
será el nuestro después de nuestra resurrección. Era un cuerpo
"espiritualizado", libre de las limitaciones que impone el mundo físico. Era
(y es) un cuerpo que no puede sufrir o morir; un cuerpo que irradiaba la
claridad y belleza de un alma unida a Dios; un cuerpo al que la materia
no podía interceptar, pudiendo pasar a través de un sólido muro como si
no existiese; un cuerpo que no necesita trasladarse por pasos laboriosos,
sino que puede cambiar de lugar a lugar con la velocidad del
pensamiento; un cuerpo libre de necesidades orgánicas, como comer,
beber o dormir.

Jesús, al resucitar de entre los muertos, no ascendió


inmediatamente al cielo, como abríamos supuesto. Si Io hubiera
hecho así, los escépticos que no creían en su Resurrección (y que
aún están entre nosotros) habrían resultado más difíciles de
convencer. Fue en parte por este motivo que Jesús decidió
permanecer cuarenta días en la tierra.

Durante este tiempo se apareció a Maria Magdalena, a los discípulos


camino de Emaús y, varias veces, a sus Apóstoles. Pero podemos
asegurar que habría más apariciones de Nuestro Señor que las
mencionadas en los Evangelios: a individuos (a su Santísima Madre,
ciertamente) y a multitudes (San Pablo menciona una de éstas, en la que
había más de quinientas personas presentes). Nadie podría preguntar
nunca con sinceridad: "¿Cómo sabemos que resucitó? ¿Quién le vio?".

Además de probar su resurrección, Jesús tenia otro fin que cumplir en


esos cuarenta días: completar la preparación y misión de sus doce
Apóstoles. En la Última Cena, la noche del Jueves Santo, los había
ordenado sacerdotes. Ahora, la noche del Domingo de Pascua,
complementa su sacerdocio dándoles el poder de perdonar los pecados.
Cuando se les aparece en otra ocasión, cumple la promesa hecha a
Pedro y le hace cabeza de su Iglesia. Les explica el Espíritu Santo, que
será el Espíritu dador de vida de su Iglesia. Les instruye, dándoles las
líneas generales de su ministerio. Y, finalmente, en el monte Olivete, el
día que conmemoramos el Jueves de la Ascensión, da a sus Apóstoles el
mandato final de ir a predicar al mundo entero; les da su última bendición
y asciende al cielo.

Allí "está sentado a la diestra de Dios Padre". Siendo Él mismo Dios, es


igual al Padre en todo; como hombre está más cerca de Dios que todos
los Santos por su unión con Dios Padre, con autoridad suprema como
Rey de todas las criaturas. Como los rayos de luz convergen en una
lente, Así toda la creación converge en Él, es suya, desde que asumió
como propia nuestra naturaleza humana. Por medio de su Iglesia rige
lodos los asuntos espirituales; e incluso en materias puramente civiles o
temporales, su voluntad y su ley son Io primero. Y su título de regidor
supremo de los hombres está doblemente ganado al haberlos redimido y
rescatado con su preciosa Sangre.

Desde su ascensión al Padre, la siguiente vez en que aparecerá a la


humanidad su Rey Resucitado será el día del fin del mundo. Vino una
vez en el desampare de Belén; al final de los tiempos vendrá en gloriosa
majestad para juzgar al mundo que su Padre le dio y que Él mismo
compró a tan magno precio. " ¡Vendrá a juzgar a los vivos y a los
muertos!"

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