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Finalmente está la Iglesia triunfante, que está compuesta por las almas
de los bienaventurados que se hallan en el cielo. Esta es la Iglesia
eterna, la que absorberá tanto a la Iglesia militante como a la purgante
después del Juicio Final.
Quiere decir que todos los que estamos unidos en Cristo -los santos
del cielo, las almas del purgatorio y los que aún vivimos en la tierra-
debemos tener conciencia de las necesidades de los demás.
Los santos del cielo no están tan arrobados en su propia felicidad que
olviden las almas que han dejado atrás. Aunque quisieran, no podrían
hacerlo. Su perfecto amor a Dios debe incluir un amor a todas las
almas que Dios ha creado y adornado con sus gracias, todas esas
almas en que El mora y por las que Jesús murió. En resumen, los
santos deben amar las almas que Jesús ama, y el amor que los
santos del cielo tienen por las almas del purgatorio y las de la tierra, no
es un amor pasivo.
Los santos del cielo oran por las ánimas del purgatorio y por
nosotros. Nosotros, por nuestra parte, debemos venerar y honrar a
los santos. No sólo porque pueden y quieren interceder por
nosotros, sino porque nuestro amor a Dios así lo exige.
Un artista es honrado cuando se alaba su obra. Los santos son las obras
maestras de la gracia de Dios; cuando los honramos, honramos a Quien
los hizo, a su Redentor y Santificador. El honor que se da a los santos no
se detrae de Dios. Al contrario, es un honor que se le tributa de una
manera que El mismo ha pedido y desea. Vale la pena recordar que, al
honrar a los santos, honramos también a muchos seres queridos que se
hallan ya con Dios en la gloria. Cada alma que está en el cielo es un
santo, no sólo los canonizados.