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CAPÍTULO 3

Nicodemo viene a Jesús con la declaración del mismo principio que había
producido la convicción de aquellos en quienes Jesús no confiaba - los milagros
eran para él una demostración de que Jesús era un maestro enviado por Dios.
Incluso yo pienso que los demás fueron más allá que Nicodemo; se dice que
ellos creyeron en Su nombre (Juan 2:23). En cuanto a Nicodemo, él estaba
convencido de que las enseñanzas de Cristo tenían que tener a Dios como
fuente, así él estaba dispuesto a escuchar. La creencia de los anteriores no
produjo ninguna necesidad en sus almas; en este caso la convicción puede ir
hasta donde a usted le agrade, sin que el alma sea atribulada, o se produzca
algún efecto en absoluto: no cuesta nada - nosotros vemos esto a menudo.

Pero en el caso de Nicodemo hubo más, y fue una prueba de la acción de


Dios; hubo en él una necesidad. El Espíritu Santo de Dios actúa siempre así,
incluso en el Cristiano. Este sentimiento de necesidad que Él engendra produce
actividad en el alma; esto es lo que le sucedió a Nicodemo. Y más, cuando el
Espíritu de Dios actúa en un alma, la Palabra de Dios afirma su autoridad sobre
ella, y crea el deseo de oír esa Palabra; esto nunca falla. Hay tantos deseos
insatisfechos en el alma que, cuando es despertada, se produce en ella la
necesidad de conocer lo que Dios ha dicho. El alma tiene la conciencia de que
tiene que ver con Él, y la necesidad de conocer qué es lo que Él ha dicho se
convierte en el manantial de su actividad, y la caracteriza. No se trata de la
recepción de un sistema de doctrina, o de dogmas acerca de una Persona divina;
es el alma que siente hambre y sed por lo que Dios ha dicho; ignorante de todo
excepto de su necesidad, desea recibir. Es algo bueno para el alma confiar en la
Palabra de Dios, en la fuente de la verdad (y esto ya es fe implícita), sin que la
verdad haya sido, hasta ahora, comunicada de hecho; porque ella escucha con
confianza. Nicodemo estaba en este estado; la mujer Samaritana también, pero,
en el caso de ella la conciencia estuvo más en consideración; de igual modo con
los doce; cuando varios de los discípulos abandonaron a Jesús, ellos no le
dejarían, pues Él tenía palabras de vida eterna. Cuando Dios actúa, el vínculo
entre Dios y la conciencia y el alma no se rompe; no estoy hablando de unión,
sino de una obra moral en el corazón. Pero observen que en cuanto la necesidad
se produce en el corazón de Nicodemo, él siente instintivamente que el mundo,
y las autoridades religiosas - la peor parte del mundo - estarán en contra suya.
Hay temor; Nicodemo viene a Jesús de noche. ¡Pobre criatura humana! Si un
alma se pone en relación con Dios, al reconocer Su Palabra, el mundo no lo
tolerará. Sabemos esto. Pero la fe de Nicodemo no fue más allá del
reconocimiento de la autoridad de la palabra del Salvador como una palabra que
venía de Dios, habiendo producido la gracia en su corazón la necesidad de estas
comunicaciones de parte de Dios.

Es una gran cosa tener una necesidad real, aunque sea débil moralmente;
pues aquí, en el caso de Nicodemo, hubo poca necesidad en la conciencia, y
ningún conocimiento de sí mismo. Él se estaba apegando a esperanzas
religiosas, a doctrinas, y a una revelación dada por Dios; él estaba buscando
enseñanza de parte de Jesús, pero tuvo su parte en la convicción general de que
los milagros de Jesús producían una convicción fortalecida por medio de la
rectitud, y por la necesidad personal; Jesús era un maestro enviado por Dios.
Pero Jesús detiene de repente a Nicodemo; la resurrección y el reino no habían
venido, pero para recibir la revelación que había sido dada de ello, tiene que
haber una operación divina, una nueva naturaleza; era necesario participar de
una vida enteramente nueva. El reino no estaba viniendo de un modo que
atrajera la atención, pero el Rey, con toda la perfección que le pertenecía a Él,
estaba presente allí, y, por consiguiente, el reino mismo, presentado en Su
Persona; sólo que este reino, no siendo revelado en poder, siendo la causa del
rechazo que sufrió Él la propia perfección de Su Persona, así como la obra
consumada en Su rechazo, introdujo una herencia celestial. Además esta obra, y
este rechazo, llevó a quienes habrían de identificarse con un Cristo rechazado a
esos atrios en lo alto donde Dios exhibía Su gloria, y esto es mucho más elevado
que la gloria del Mesías, si se hubiese cumplido entonces. Ya era el amanecer del
cumplimiento de los consejos de Dios aún no realizados

Dos cosas nos son presentadas en la primera mitad del capítulo que está
ante nosotros:

1.- antes que nada, el reino, y lo que se necesita para tener parte en él, y,
hasta cierto punto, las cosas terrenales, y qué es necesario para disfrutarlas con
Dios, pero también el reino, tal como fue entonces presentado en su carácter
moral.

2.- Luego, en segundo lugar, el cielo, la vida eterna, aquello que es


esencial para nuestra relación más real e íntima con Dios, a saber, la posesión
de la vida eterna delante de Él, en contraste con el pensamiento de perderse.
Aquí no es el reino lo que está en consideración, se trata de la vida eterna, tal
como Jesús, venido del cielo, nos la pudo revelar. Pero eso supone la cruz: no es
un asunto del Mesías, sino del Hijo del Hombre, y del amor que Dios había
tenido para con el mundo, no se trata de Sus intenciones con respecto al reino,
y de las promesas conectadas con este reino, sino de planes mucho más vastos
y exaltados, celestiales en su carácter, en los que Dios revela lo que Él es; y
Jesús, rechazado como Mesías, muere, y entra en la gloria como el Hijo del
Hombre que ha sufrido. Sin duda este nuevo nacimiento es en cualquier caso
necesario, subjetivamente, incluso para que nosotros podamos ver el reino, y
disfrutarlo, y mucho más, para que podamos disfrutar las cosas celestiales en la
presencia de Dios. Pero, así como el pasaje habla del nuevo nacimiento, esto no
se trata de la gloria celestial, para esto la cruz debe ser introducida también. Sin
embargo, es bueno hacer notar que todo este pasaje, en sus dos partes,
presupone el nuevo orden de cosas, donde la gracia estuviese actuando, y eso
no limitado a los Judíos. Se trataba de una cosa enteramente nueva que estaba
siendo introducida; el reino no fue establecido en gloria, sino fundamentado y
recibido en la Persona del Rey, requiriendo una nueva naturaleza para verlo, y
extendiéndose a todo aquel a quien la gracia podía alcanzar. Era moral y
subjetivamente, la cosa nueva; sólo que en la primera parte nosotros no
tenemos ni las cosas celestiales, ni la vida eterna; en la segunda, no tenemos el
reino.
La primera cosa que el Señor hace al detener de repente a Nicodemo -
quien sólo habló de ser enseñado en el estado en que estaba, él, un hijo del
reino según la carne - es decirle que no se trataba de eso, sino que él tenía que
nacer enteramente de nuevo. Consideraremos los detalles en un momento más;
sin embargo, es importante, antes que nada, darse cuenta que el Señor habla de
los dos caracteres de bendición, es decir, de la gloria celestial, y del reino
conforme a la promesa, pero que Él habla de ellos según los aspectos que ellos
presentaban en ese preciso momento. Podemos decir que Él los presenta, con
respecto a Su Persona, en su carácter espiritual; por una parte, el Rey
despreciado, y lo que era celestial enfrentándose con la cruz en Su Persona;
pero, por otra parte, el nuevo nacimiento y el poder dador de vida, el Hijo del
Hombre, el amor de Dios, y, por consiguiente, lo que estaba relacionado con el
mundo y el hombre, no solamente con las dispensaciones y los Judíos. Pues, por
muy fiel que Dios sea a Sus promesas, Él no puede, cuando se revela, limitarse
Él mismo a los Judíos.

Entonces, antes que nada, el reino estaba siendo revelado de un modo


que no atrajo la atención, no por un poder que habría de gobernar sobre el
mundo, ni por su gloria externa; se necesitaba una nueva naturaleza para
percibirlo. El Rey estaba allí, y dio pruebas de una misión divina y de la
presencia de Aquel que iba a venir, pero en humillación; para el ojo natural Él
era el hijo del carpintero. Nicodemo razonó bien al decir, en el versículo 2,
"Sabemos . . . porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, a menos
que Dios esté con él." (v. 2 - RVA). Pero Dios tenía lo Suyo, "a menos que uno
nazca de nuevo! (v. 3 - RVA) - nacer enteramente de nuevo. Esta vida es un
nuevo comienzo de la vida, de una nueva fuente, de una nueva naturaleza - una
vida que venía de Dios. Pero Nicodemo permanecía aún dentro de los términos y
límites de la carne, del hombre natural. Son los límites de lo que el hombre es,
de su comprensión. El hombre no puede ser más de lo que él es; no puede ir
más allá de su naturaleza. Pero la clase de infieles que se jacta de haber hecho
este inmenso descubrimiento, muestra, por un lado, el límite del entendimiento
humano, de modo que ellos no pueden discernir nada más allá de lo que el
hombre es; y, por otro lado, la ausencia de un sólido razonamiento en ellos;
pues, a partir de lo que ellos han descubierto, no hay prueba de que un Ser más
poderoso no pueda introducir algo nuevo. La sabiduría de ellos es un hecho
manifiesto; el hombre, por sí mismo, no puede ver más allá de lo que él es en sí
mismo; su conclusión carece absolutamente de fuerza. Por el principio de ellos,
no pueden deducir nada que esté más allá de los límites de su humanidad, pero
los límites del poder activo no son necesariamente los de la receptividad.

Volvamos a nuestro capítulo, y procuremos oír y comprender las palabras


del Salvador mejor que Nicodemo.

Nicodemo, como hemos dicho, se limita a la experiencia de lo que sucede


en el hombre; Cristo reveló lo que se estaba llevando a cabo de parte de Dios -
la llave de toda la historia del Señor. Él había hablado de lo que se necesitaba
para ver, para discernir el reino: uno debe nacer de agua y del Espíritu. Se trata
del reino de Dios, cualquiera sea el estado en que está, y uno debe ser hecho
apto para este reino, tiene que tener una naturaleza adecuada para tener parte
en él. Dos cosas se hallan aquí, agua y el Espíritu - una naturaleza caracterizada
de esta forma, moralmente y en su fuente. El agua como figura, es siempre la
Palabra aplicada por el Espíritu; trae los pensamientos celestiales de Dios,
divinos, pero adaptados al hombre; juzga lo que se halla en él, pero introduce
estos pensamientos divinos, y purifica así el corazón. Porque el agua purifica lo
que existe; pero también es el nuevo hombre quien la bebe, y esto no está
separado de lo que es enteramente nuevo. "Lo que es nacido del Espíritu,
espíritu es" (v. 6), participa de la naturaleza de aquello de lo cual nace; esto es,
en verdad, la nueva naturaleza. La purificación práctica de nuestros
pensamientos y corazones, de la que hemos hablado, es efectivamente el efecto
de lo que esta naturaleza recibe, de cosas por las que la carne no siente ningún
deseo. Nosotros no podríamos decir, «Lo que es nacido de agua, agua es.» El
agua purifica lo que existe; pero nosotros recibimos una nueva vida, la cual es
realmente el propio Cristo en poder de vida en nosotros, aquello que el inocente
Adán no tuvo. Nosotros participamos de la naturaleza divina, como Pedro lo
expresa (2 Pedro 1:4); y en el lugar donde se halla esta expresión, en la
Segunda Epístola de Pedro, ella está conectada con el nacimiento por agua;
nosotros escapamos de la corrupción que hay en este mundo a causa de la
concupiscencia.

Es solamente así que nosotros entramos en el reino. El reino de Dios es


más que un paraíso para el hombre, es lo que es digno para Dios, y es necesario
que nosotros tengamos una naturaleza que corresponda a él. Adán, en su estado
de inocencia, no tenía esta naturaleza, su nivel era el hombre, tal como Dios le
había creado. Para el reino de Dios, aquel que se halle allí, debe tener eso que -
en el hombre, no obstante - es adecuado a Dios mismo. Noten, que el Señor
sale de todos los asuntos acerca de las dispensaciones, Él tiene en consideración
la naturaleza moral, lo que es nacido de la carne, es carne, tiene esa naturaleza;
lo que es nacido del Espíritu es espíritu, es decir, corresponde a la naturaleza
divina, la cual es su fuente. Pero entonces no podía ser un asunto solamente de
los Judíos; si alguno tenía esta naturaleza, él era apto para el reino. No era una
cuestión de un pueblo escogido ya por Dios, sino de una naturaleza apropiada
para Dios.

Dos cosas son sacadas a relucir cuando estos principios han sido
expuestos; antes que nada, la necesidad de este nuevo nacimiento, para gozar
las promesas hechas a los Judíos para la tierra; y, en segundo lugar, que esta
obra era de Dios, quien comunicaba esta nueva naturaleza. Dios podía
comunicarla por Su Espíritu a quien Él quisiera, y esto abría la puerta a los
Gentiles. Jesús le dijo a Nicodemo que no debería haberse maravillado de que el
Salvador dijera que los Judíos tenían que nacer de nuevo; los profetas habían
anunciado esto (vean Ezequiel 36: 24-28), y Nicodemo, como maestro en Israel,
debería haberlo sabido. El viento, asimismo, soplaba de donde quería (v. 8); así
era la operación del Espíritu. Era una obra de Dios, y así podía ser llevada a cabo
en cualquiera.

Estaban aún las cosas celestiales. Ahora, si Nicodemo no comprendía


estas cosas terrenales de la bendición de Israel, ¿cómo comprendería si el Señor
le hablase de cosas celestiales? Ahora bien, nadie había subido al cielo como
para estar capacitado para hablar de lo que había allí, y de lo que necesitaba
para estar capacitado para disfrutarlo, excepto Aquel que había descendido
desde allí, quien hablaba de lo que Él sabía, y daba testimonio de lo que había
visto; no el Mesías - eso tenía que ver con la tierra - sino el Hijo del Hombre,
quien, en cuanto a Su naturaleza divina, estaba en el cielo.

Tenemos así una revelación de cosas celestiales traída directamente del


cielo por Cristo, y en Su Persona. Él las reveló en todo su frescor, un frescor que
se hallaba en Él, y que Él, quien estaba siempre en el cielo, gozaba; Él las reveló
en la perfección de Su Persona, quien hizo la gloria del cielo, cuya naturaleza es
la atmósfera que respiran todos quienes se hallan allí, y mediante la cual ellos
viven; Él, el objeto de los afectos que animan este santo lugar desde el propio
Padre hasta el último de los ángeles que llenan los atrios del cielo con sus
alabanzas; Él, el centro de toda la gloria. Tal es el Hijo del Hombre, Aquel que
descendió para revelar al Padre - gracia y verdad - pero quien permanecía
divinamente en el cielo en la esencia de Su naturaleza divina, en Su Persona,
¡inseparable de la humanidad con la que Él estaba revestido! La deidad que
llenaba esta humanidad era inseparable en Su Persona de toda la perfección
divina, pero Él nunca dejó de ser hombre, real y verdaderamente hombre
delante de Dios.

Pero tenemos otra verdad aquí: el Hijo del Hombre iba a entrar de nuevo
en el cielo como Hombre, para ser Cabeza sobre todas las cosas. Como Hijo de
Dios Él ha sido designado Heredero (Hebreos 1); Él es tal como Creador
(Colosenses 1), pero también como Hombre e Hijo del Hombre, según los
consejos de Dios. (Salmo 8, citado en Efesios 1, en 1 Corintios 15, en Hebreos 2
- pasajes que desarrollan claramente Su lugar en este respecto.) Proverbios 8
nos enseña que Aquel que era el deleite de Jehová antes de la fundación del
mundo, se regocijaba entonces en Su tierra habitada, y Sus delicias, era estar
con los hijos de los hombres ("regocijándome en su tierra habitada, y mis
delicias, el estar con los hijos de los hombres." Proverbios 8:31 - VM). Los
ángeles (Lucas 2) recuerdan esta verdad, o más bien las pruebas que Su
encarnación dio de los pensamientos de Dios en este respecto; ellos hablan de
esta encarnación como la manifestación de la buena complacencia de Dios en los
hombres. Como entonces Él ha sido la manifestación de Dios en la tierra, Él
entra como Hombre en la gloria de Dios en lo alto. Él reinará sobre la tierra
como Cabeza de la creación, reuniendo todas las cosas bajo Su autoridad*
(Colosenses 1); pero Él habla aquí de cosas celestiales. El Hijo del Hombre toma
Su lugar en lo alto para ser Cabeza sobre todas las cosas (1 Pedro 3:22; Juan
13:3; 16:15). El Hombre, en Su Persona, ha entrado en el cielo, en presencia de
Dios mismo, sin un velo, y todas las cosas han de someterse bajo Sus pies.
Pero, ¿se someterán ellas así, tal como son, y los hombres que han de ser Sus
coherederos, serán ellos esto, tal como están en pecado, enemigos de Dios por
sus obras perversas? Es imposible. Se necesita otra cosa fundamental:
redención. El Hombre, con mil veces más pecado que aquel que hizo que fuese
echado irrevocablemente del paraíso terrenal - el hombre, quien había ido tan
lejos como para haber acumulado sobre su cabeza, el rechazo de Dios, de la
gracia, y del Hijo de Dios - no podía, tal como era, entrar en el paraíso celestial:
era imposible. Entonces, si Cristo había de poseer como Hombre la gloria que en
los consejos de Dios era la porción del hombre, y si Él había de tener
coherederos, e introducirles en la casa de Su Padre, Él debe redimirles y
purificarles conforme a la gloria de Dios. Él también debe redimir a la creación
del yugo bajo el cual el pecado la había colocado, y del dominio de Satanás. Aquí
solamente se tiene en consideración el estado de los herederos, y su liberación
de la muerte y la condenación. Ahora bien, cuando se nos presenta al Hijo del
Hombre, Sus sufrimientos y muerte son introducidos constantemente. Como
Mesías, Él fue rechazado en la tierra por Su pueblo; pero el único resultado de
esto fue que Él pasó a la esfera más amplia de Hijo del Hombre, Cabeza de la
creación entera, y Cabeza, de un modo especial, de quienes Él no se avergüenza
de llamarles Sus hermanos (Hebreos 2:11). Pero para esto, era necesaria la
redención; aprendemos esto en Mateo 16: 20, 21, y más claramente en Marcos
8: 29-31, y en Lucas 9: 20-22, con las consecuencias que resultaron de ello para
nosotros. En el Evangelio de Juan también, antes de que Él dejara el mundo, el
Padre habrá rendido un testimonio a los títulos de gloria de Jesús. Como Hijo de
Dios, Él fue glorificado por la resurrección de Lázaro; como Hijo de David, por Su
entrada en Jerusalén montado sobre un pollino de asna ("sentado sobre una cría
de asna", Juan 12:15 - RVA); finalmente, los Griegos, quienes habían subido a
Jerusalén a adorar, habiendo buscado a los discípulos en su deseo de ver a
Jesús, y habiéndole comunicado esto los discípulos a Él, el Señor dice, "Ha
llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado. De cierto, de cierto
os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si
muere, lleva mucho fruto." Juan 12: 23, 24.

{* En cuanto a la tierra, ver Salmo 80:17, donde es en relación con Israel.}

Así, en todos los Evangelios, hallamos al Mesías dando lugar al Hijo del
Hombre, pero, en cada caso, al Hijo del Hombre pasando por la muerte, para
entrar en Su nueva y universal posición de gloria. Él podría haber tenido doce
legiones de ángeles, pero entonces los consejos de Dios, tal como están
revelados en las Escrituras, no se habrían cumplido; Cristo habría estado sin
coherederos.

Ya hemos hecho notar, y llamamos al lector a que ponga su atención en


ello, que en este capítulo, la presentación ya sea de la vida, o de la obra que la
procura para nosotros, es dada en conexión con su aplicación presente y
personal; se trata de una presentación de lo que estas dos cosas son en su
naturaleza, no en cuanto al alcance de su resultado, sino en su aplicación a
nosotros como un medio de tener parte ya sea en el reino, o en las cosas
celestiales. El levantamiento del Hijo de Dios sobre la cruz corresponde a aquí
abajo, tanto en el aspecto de nuestra necesidad, y la de Dios, a la revelación de
las cosas celestiales que el Hijo del Hombre trajo hacia abajo - a lo que se halla
en el cielo. Es un asunto de estar delante de Dios cuando Él es plenamente
revelado, no solamente cuando el Mesías prometido a los Judíos haya sido
rechazado (de modo que el derecho al cumplimiento de las promesas se perdía
para aquellos que poseían este derecho, después que la ley había sido
quebrantada), sino cuando el odio del hombre contra Dios había sido claramente
manifestado. Ya no eran más solamente los pecados, y la violación de la ley, era
el rechazo de la gracia cuando los pecados y la violación de la ley ya estaban allí.
El hombre no iba a tolerar a Dios a ningún precio (vean Juan 15: 22-24); ¿cómo
podía él tener parte con Cristo en la presencia de Dios, una parte en la gloria
celestial? Con todo, el pecado del hombre no ha anulado la gracia de Dios. Pero
si, como Hijo del Hombre, Cristo había tomado a Su cargo la causa del hombre,
Él debía sufrir las consecuencias de esto, puesto que Él se había hecho
responsable por ella delante de Dios; Hebreos 2:10. Para que nosotros
pudiéramos tener parte en las cosas celestiales, fue necesario que el Hijo del
Hombre fuese levantado*, y eso conforme a la gloria de Dios, en conexión con lo
que le había deshonrado tanto; ahora es, como hecho pecado, Cristo cumplió
esto, llevando también Él mismo nuestros pecados. Lejos de Dios, nosotros
debíamos haber perecido en nuestros pecados; Él se presentó por nosotros,
recibiendo todo, como Hombre, de la mano de Su Padre, y obedeciéndole
siempre; Él tomo la forma de un siervo en una naturaleza que Él nunca dejará, y
en esta naturaleza Él ha llegado a ser, por derecho, conforme a la justicia y
según los consejos de Dios, Señor de todas las cosas; Él a quien nadie conoce
sino el Padre solamente, pero que nos revela al Padre, Él quien descendió cerca
de nosotros - que nos ha tocado, por decirlo así - que tomó nuestra naturaleza,
aunque podía decir, "Antes que Abraham naciera, yo soy." (Juan 8:58 - VM). Él
de quien nuestras lenguas e inteligencia no pueden hablar sino imperfectamente,
es el Creador de todas las cosas; pero Su lugar como Hombre es a la cabeza de
la creación. Es Él quien vino a revelarnos las cosas celestiales, y a mostrar el
efecto de ellas en Su Persona como Hombre, al tiempo que vive en medio de
cosas celestiales todo el tiempo; de modo que, siendo Hombre aquí abajo, Él las
revelaría en toda su frescura, adaptadas al mismo tiempo al hombre, de modo
que él viviese por ellas, y pudiese entrar en espíritu con Él allí, donde estaba
aquello que Él revelaba, y después entrar allí glorificado y semejante a Él.

{* El resultado final es, que el pecado será quitado del cielo y de la tierra, como ya hemos observado.
Otros tres motivos son dados en Hebreos 2 para los sufrimientos de Cristo (Vean el versículo 9.) La
destrucción del poder de Satanás; la expiación de los pecados; la capacidad de compadecerse de
nosotros.}

El Hijo del Hombre es, entonces, Aquel que, como Hombre, ha de ser
Cabeza sobre todas las cosas en el cielo y en la tierra, según los consejos de
Dios. Siendo ya Mesías e Hijo de Dios cuando estuvo en la tierra, y siendo
rechazado como tales (ver Salmo 2), Él debe tomar la posición más amplia de
Hijo del Hombre, establecida sobre las obras de Dios, siendo puestas todas las
cosas bajo Sus pies; Salmo 8. Le hallamos, asimismo, en Daniel 7, presentado
delante del Anciano de días para recibir el reino ("Estaba yo mirando en las
visiones de la noche, y he aquí que en las nubes del cielo venía alguien como un
Hijo del Hombre. Llegó hasta el Anciano de Días, y le presentaron delante de él."
Daniel 7:13 - RVA). El hecho de que Él había creado todas las cosas nos es dado
en la Epístola a los Colosenses como el motivo (al tomar Su lugar en el resultado
de los consejos de Dios en Su creación) para estar allí como Primogénito, en
primer lugar, para llevar los dolores de ello delante de Dios, para ser la
propiciación por nuestros pecados, y para borrarlos para siempre, para que no
perezcamos. Fue allí que, de una manera absoluta, Aquel que no había conocido
pecado fue hecho pecado delante de Dios, fue allí que la obediencia absoluta fue
perfecta; "Para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me
mandó, así hago." (Juan 14:31). Él debía ser levantado, la necesidad de ello
pesaba sobre nosotros; la justicia - la naturaleza misma de Dios - requería que
nuestro pecado fuese quitado. Pero el pecador no podía quitar su propio pecado;
cargado como estaba ya con su pecado, ¿qué podía él hacer para quitarlo? Pero
el Hijo del Hombre, rechazado por los hombres, ha sido levantado delante de
Dios, para ser hecho pecado, sin ninguna otra cosa o persona - solo delante de
Dios. Aquí ya no se trataba de alguna cuestión del Judío o de la promesa, sino
de satisfacer la gloria de Dios en este lugar; era el postrer Adán, no
desobediente, cuando él estaba disfrutando de todas las bendiciones de Dios,
pero obediente, allí, incluso donde Él estaba soportando - Él, quien había
morado eternamente en el amor del Padre, y en la santidad misma - no
solamente el sufrimiento de la muerte, sino el de la maldición y del abandono de
Dios. Nadie pudo sondear tal cosa; sin embargo, nosotros podemos, incluso por
medio de esto, reconocer que el sufrimiento fue infinito, pero necesario por
causa de lo que nosotros éramos, si la gloria de Dios iba a ser guardada, y si
nosotros íbamos a ser salvos. Mientras más vemos quién era Él, más sentimos la
profundidad del abismo al que Él descendió; pero en eso mismo Él pudo decir,
"Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar",
Juan 10:17. La gloria de Dios ha sido manifestada como nunca antes, y como
nunca habría podido ser conocida.

El Hijo del Hombre debía ser levantado. Al tomar este lugar (que Él tomó
por nosotros, también, en gracia), Él era libre. "Entonces dije, he aquí que
vengo." (Hebreos 10:7). Sus sufrimientos fueron necesarios para nosotros. ¡Oh,
solemne palabra! Pero Dios, habiendo sido perfectamente glorificado, y la obra
en todo su valor estando perfectamente consumada, todo aquel que cree no
perecerá, sino que tiene vida eterna. Nuestra porción era perdernos (perecer);
tener vida eterna, estar con Cristo, y semejantes a Cristo en gloria, es el
resultado de los sufrimientos, de la obra del Salvador para todos los que creen.
Este es un lado de la verdad: como Hijo del Hombre, Jesús fue a enfrentar el
juicio que estaba por caer sobre nosotros. El Hijo del Hombre debía ser
levantado, para que todo aquel que cree en Él no se pierda; pero, mucho más, él
posee vida eterna, ahora como vida, pronto como gloria celestial con Cristo.
Levantado de la tierra, Jesús atrae a todos los hombres a Él. Un Mesías vivo era
para las ovejas perdidas de la casa de Israel; en el Hijo del Hombre levantado en
la cruz, ya no es una cuestión de las promesas, sino de una obra consumada,
disponible ante la faz de Dios para todos los que creen. Porque de tal manera
amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo; esta es la fuente de todo. Aquí el objetivo
es el mismo; "para que todo aquel que cree en El, no se pierda, mas tenga vida
eterna." Estos son dos aspectos de la misma Persona; Hijo del Hombre aquí
abajo, pero al mismo tiempo Hijo de Dios. Dios no perdonó a Su propio Hijo.
Pero es un principio, un hecho trascendental. Las dos expresiones "es necesario"
de los versículos 7 y 14, aunque fluyen de la naturaleza misma de Dios, y del
estado del hombre, conllevan el carácter de un requerimiento de parte de Dios:
reviste a Dios, en nuestra mente, con el carácter de un juez. Hay, sin duda,
mucho más: la santidad de Dios, Su gloria, aquello que convenía a Él (Hebreos
2:10), serán hallados también aquí; pero el pensamiento de un juez está
conectado, en efecto, con la culpabilidad. Ahora, todo esto todavía entrega una
idea imperfecta de la verdad. La obra lleva este carácter, se trata de una
propiciación; sin ella nos íbamos a perder, excluidos de la presencia de Dios;
uno se perdería necesariamente, si esta obra no fuese cumplida, por el lado del
hombre, por el hombre. Pero, ¿dónde se podía encontrar uno que la pudiese
cumplir? Es necesario: Jesús pudo decir esto, pues Él vino desde el cielo. Dios no
es nombrado en el pasaje, pues Jesús habla de la necesidad en la que el hombre
estaba, si él había de entrar en el cielo. Pero Dios es soberano, y Dios es amor.
El amor divino es soberano; está por sobre el mal, aunque lo rechaza por la
necesidad de su naturaleza, y lo juzga con la autoridad de su justicia. Dios es
amor; esta es la libertad soberana de Su naturaleza. Este es el porqué,
conforme a Efesios 5, nosotros debemos andar en amor; pero nosotros no
somos amor, somos luz. Dios es amor y luz. Bueno, entonces, es en su libertad
soberana que Dios de tal manera amó al mundo, que dio a Su Hijo unigénito
(Aquel que, por consiguiente, llegó a ser el Hijo del Hombre), para que todo
aquel que cree en Él, no se pierda, mas tenga vida eterna (v. 16 - LBLA).

Es de la mayor importancia entender esto bien, de otra forma, para el


corazón, Dios va a tener siempre el carácter de juez - un juez satisfecho, puede
ser - y Aquel que es amor no es conocido; Dios no es conocido. En cuanto a lo
que se relaciona con nosotros, nosotros le hemos hecho un Juez al caer en
pecado; pero en Su naturaleza suprema, Dios se ha levantado sobre todas las
cosas y el resultado para nosotros es una bendición que responde a esta
naturaleza suprema, una bendición infinitamente más elevada que la bendición
que nosotros habremos de disfrutar como criaturas perfectas, una bendición
dada a nosotros en Su Hijo Jesús, como Hijo unigénito del Padre. No es, de tal
manera amó el Padre al mundo; es, Dios como Dios, y nosotros le conocemos
como Padre como una consecuencia de esta gracia. Pero Él se ha revelado, en
esta gracia hacia nosotros.

Qué inmensa gracia es poder decir, yo conozco a Dios; y otra vez, Él me


conoce: yo le conozco, a Él mismo; no solamente, yo soy salvo, por muy
precioso que pueda ser el poder decir eso, sino, ¡yo conozco a Aquel que me ha
salvado! El pensamiento de esta salvación viene de Él; es la revelación de lo que
Él es, incluso para los ángeles. Su amor es la fuente de ella; Su naturaleza, la
profundidad de Su corazón, se revela en ella; Su gloria y su propia naturaleza se
revelaban en ella. Hijo de Dios, Hijo del Hombre, Jesús satisface las necesidades
del hombre, y revela lo que Dios es. El que le visto a Él, ha visto al Padre.
¡Bendito sea Dios! nosotros le conocemos a Él.

El propósito y las consecuencias de Su venida son, entonces, establecidas.


Dios no ha enviado a Su Hijo al mundo para juzgar (o, condenar) al mundo - Él
regresará en gloria a hacer esto - sino para que el mundo sea salvo por Él (V.
17). El mundo ha rechazado al Hijo de Dios, pero una manifestación tal de Dios
en el Verbo hecho carne, y un cumplimiento tal de la obra que glorifica a Dios,
conlleva sus consecuencias, y las conlleva necesariamente. El que cree en Él no
es condenado (o, juzgado). Todo lo que implicaba la gloria de Dios en cuanto al
pecado del hombre ha sido cumplido; la justicia de Dios, Su amor, Su santidad,
Su majestad - todo lo que Él es, ha sido claramente sacado a relucir, y eso en el
juicio que cayó sobre Cristo, por nosotros hecho pecado, y llevando nuestros
pecados en Su cuerpo sobre el madero. De este modo, todo el asunto de la
responsabilidad y de la gloria de Dios en cuanto al creyente está resuelto y
zanjado; ahora ya no puede haber ningún juicio (o, condenación) para él, de
otra manera no todo estaría zanjado; ello sería una negación de la eficacia de la
obra de Cristo. El alma sería establecida sobre otro terreno; un terreno
necesariamente falso si el de Cristo es verdadero, pues nada ni nadie puede ser
lo que Él ha sido.

Entonces, el que cree en Él no será condenado (juzgado), como se dice


también en el capítulo 5 de este mismo Evangelio. El que cree tiene vida eterna,
y no vendrá a condenación (a juicio). Pero el que no cree en Él ya es condenado
(juzgado), porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. La
presentación del Hijo de Dios, del Verbo de Dios, hecho carne, ya ha puesto al
hombre a prueba; la cuestión de su estado ha sido resuelta, él rechazó a Dios en
la Persona de Su Hijo unigénito, la Luz plena; y Dios es luz, así como Él es amor.
No se trata aquí de amor soberano, sino de conciencia y responsabilidad. La luz
ha estado en el mundo, y ha resplandecido claramente; la luz de los hombres,
adaptada a los hombres. Ellos amaron más las tinieblas que la luz, porque sus
acciones (obras) eran malas. La conciencia siente la luz, pero eso no cambia la
voluntad; y si la voluntad permanece perversa, la conciencia hace que la luz
divina sea insoportable. El estado de la voluntad, en cuanto a Dios manifestado
aquí abajo, cuando la conciencia reconoce la luz, es lo que forma la base de un
juicio existente, presente, pero final, allí donde Cristo ha sido presentado así.

El final del capítulo determina la posición relacionada de Juan el Bautista y


de Cristo. La misión apropiada de Juan fue una terrenal; él habló del Mesías a
Israel, del reino en conexión con este pueblo; como el precursor inmediato del
Cristo, el más cercano de aquellos que, instrumentos del testimonio de Dios, le
habían precedido, él fue, por este hecho, más grande que todos los profetas:
pero él no abordó la manifestación de lo que es celestial. Los que han creído
desde la ascensión de Cristo gozan de esto; aún el más pequeño en el reino de
Dios es mayor que Juan. En la Persona del Cristo, el Bautista vislumbró la gloria
que le pertenecía a Él, y que, por gracia, pertenece también a los Suyos; pero el
velo no se había rasgado, y no había un hombre en el cielo. Personalmente,
Jesús había traído lo que era celestial; Él revelaba al Padre, Él hablaba las
palabras de Dios; pero el grano de trigo permanecía solo, la redención no había
sido cumplida, aunque Aquel que vino desde arriba estaba allí, y hablaba lo que
había visto y oído en palabras que eran las palabras de Dios. Nadie recibía Su
testimonio.

El versículo 29 es más bien una figura, y la esposa de la que él habla no


es una esposa en particular. Si una deseara aplicarla, indicaría la esposa
terrenal.
Esta diferencia entre el testimonio profético, que, aunque divino, es un
testimonio terrenal, y la revelación de las cosas celestiales, de Dios mismo, y la
porción que nosotros tenemos en la gloria, es de la mayor importancia; ella
corresponde a la diferencia esencial entre el Cristianismo y todo lo que le
precedió. El Hombre glorificado en el cielo, el velo rasgado, el Espíritu Santo
descendido aquí abajo, y morando en nosotros, para colocarnos en una relación
viviente y real con las cosas celestiales - todo esto se diferencia completamente
de las promesas, e incluso de las profecías de un Mesías que había de venir a la
tierra. Lo que se relaciona con la historia personal del Cristo, hasta el momento
cuando se sentó a la diestra de Dios, se halla como profecía en el Antiguo
Testamento; pero todo lo que el cumplimiento de estas cosas nos revela
moralmente del hombre y de Dios, todo lo que es consecuencia de la presencia
del Espíritu Santo en los creyentes aquí abajo, no podía existir antes que Cristo,
como Mediador, hubiese consumado Su obra y hubiese ido a lo alto. Juan el
Bautista fue, evidentemente, de todos los profetas, el más cercano a estas
cosas, habiendo visto al Salvador; con todo, la obra aún no se consumaba, y
Juan no podía entrar en las cosas celestiales, aunque él sabía, como testigo
inspirado, que Cristo había descendido del cielo, y que como tal estaba por
encima de todos (v. 31 - LBLA).

Veamos de qué manera Juan presenta la diferencia de la que hablo. Él no


podía hacerlo como poseyendo estas cosas, pues ellas aún no eran; pero su
testimonio en cuanto a los derechos de la Persona de Cristo, va bastante lejos
en este pasaje, donde él está hablando a sus discípulos. Su gozo era haber visto
al Esposo, y eso en el carácter de un amigo: esta es la primera diferencia. Aquel
a quien todo pertenecía por derecho estaba allí: Él tenía la novia, quizás aquí la
novia terrenal de la que ya he hablado, pero Él era el Esposo. El gozo de Juan
era verle. Era incluso algo grande que él se comparase con Aquel que venía del
cielo, aunque aceptaba la desaparición de su importancia con piedad y gozo
verdaderos, debido a que Aquel que eclipsaba el resplandor del testimonio de
Juan, por la presencia del objeto mismo de ese testimonio, estaba allí. La piedad
de Juan resplandece en su luz más clara mientras él entra así en la penumbra,
para exaltar a Aquel que, aunque desconocido, era la verdadera luz divina, y
quien hizo que Su precursor desapareciera por Su divino resplandor. La verdad
en el hombre interior se manifestó por el efecto que la verdad que él anunciaba
tenía que producir; su alma estaba en la cima del testimonio que él rindió. Esto
es decir mucho de un hombre; pero este fue el hermoso fruto de la gracia en
este distinguido testigo del Salvador.

La divina, celestial Persona del Salvador es contrastada, entonces, con el


testimonio de Juan. Inspirado como él fue, su testimonio fue sólo un testimonio,
y un testimonio profético y terrenal: Cristo vino del cielo, y hablaba de lo que Él
mismo había visto y oído, no como un profeta, ya sea, de cosas futuras,
recordando la ley de Moisés, el siervo de Dios, o de un Mesías por venir, e
incluso en la tierra; no, Jesús hablaba de las cosas reales que existían allí de
dónde Él había venido. Nadie recibió Su testimonio, pues estas eran cosas
celestiales, cosas que existían en la presencia de Dios, de las cuales Él hablaba:
el hombre no las entendía, y no las quería. Pero la naturaleza del testimonio
divino era, no obstante, divino; ya no era el Espíritu "por medida", ya no era un
"Así dice el Señor", donde el profeta, habiendo finalizado, todo estaba dicho -
verdad perfecta, pero verdad limitada a lo que se expresaba - y de nuevo, se
trataba de cosas terrenales, el velo no habiendo sido rasgado. La verdad misma
estaba allí, el Espíritu sin medida (hasta ese entonces en Él solo), llenándole con
las cosas que se hallaban allí de dónde Él estaba. Aquel que Dios había enviado,
hablaba las palabras de Dios en todo lo que Él decía, y eso en un hombre, por un
hombre, pero que era el Hijo de Dios, y por el Espíritu sin medida.

Es muy posible que los dos últimos versículos del capítulo sean por el
evangelista, y no por Juan el Bautista, como se ha pensado; pero yo no veo una
razón perentoria por la cual ellos no podrían ser de este último.

Hasta el final del versículo 34, me parece claro que las palabras son las de Juan
el Bautista; y Juan mezcla su testimonio con las cosas que él relata, la totalidad
siendo de Dios. El último versículo podría hacerle pensar a uno que son las
palabras del evangelista, ya que contienen un testimonio repetido tan a menudo
en sus escritos. En el testimonio hay también un cambio análogo a lo que hemos
visto en los versículos 16-18 del capítulo 1, en cuanto al uso del nombre de Dios,
y el de Padre. Debemos notar aquí cuidadosamente este hecho, que la cosa en
consideración no es saber si el testimonio de los dos versículos es de Dios, sino
que es sólo para nuestra enseñanza, y como un tema interesante para nuestros
corazones, para que podamos tomar en cuenta la persona que era el
instrumento de este testimonio. El Espíritu de Dios encomendó la palabra a Juan
el Bautista, el mismo Espíritu dirigió al evangelista, ya sea trayendo a nuestra
memoria lo que Juan el Bautista dijo, o en las palabras que él mismo pronuncia.
No obstante, los dos últimos versículos parecen más bien la expresión de una
realidad que el evangelista conocía y poseía por el Espíritu Santo, como una cosa
presente y real, que un testimonio profético, por muy elevado que pueda ser.

La diferencia entre los nombres de Dios y de Padre es siempre mantenida


claramente en el Evangelio de Juan. Cuando se trata de un asunto de la
naturaleza, y del actuar de Dios conforme a esa naturaleza, como el origen de la
redención, y de la responsabilidad del hombre, la palabra Dios es utilizada;
cuando se trata de un asunto de la gracia que actúa en el Cristianismo, y por
Cristo en nosotros, se utiliza el nombre de Padre. De esta manera leemos, "De
tal manera amó Dios al mundo"; y en el capítulo 4, "Dios es Espíritu; y los que le
adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren"; pero, en gracia es, "el
Padre tales adoradores busca que le adoren"; y aquí, "El Padre ama al Hijo, y
todas las cosas ha entregado en su mano", Juan 3:35 (Comparen con capítulo
13:3). El Padre ha sido revelado en el Hijo, y nosotros hemos recibido el Espíritu
de adopción; los hijitos en Cristo han conocido al Padre. "El unigénito Hijo, que
está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer"; y por otra parte, "A Dios
nadie le vio jamás." (Juan 1:18). De esta manera la Persona del Hijo vino al
mundo, y por nosotros, la exaltación de Jesús, después de que Él hubiese
cumplido la obra que el Padre le dio para que cumpliese, luego el descenso del
Espíritu Santo, en una palabra, la gracia que opera en la Persona, y por
nosotros, por medio de la obra de Jesús - allí es donde hallamos al Padre
revelado. Jesús reveló este nombre a Sus discípulos, aunque no habían
entendido nada de ello. (Juan 17:26); y ahora que la obra que nos purifica y nos
justifica ha sido consumada, nosotros hemos recibido el Espíritu, por medio de
quien clamamos, "¡Abba, Padre!" El nombre de Padre es un nombre de relación,
revelado por la presencia de Cristo, y que uno conoce y disfruta individualmente
por el Espíritu Santo. Esto es lo que caracteriza al Cristianismo, y podemos decir,
a Cristo mismo. Dios es lo que Dios es en Su naturaleza y Su autoridad, es el
nombre de un Ser, no de una relación, excepto en los derechos de autoridad
absoluta que le pertenecen a Él; pero de un Ser que, siendo supremo, entra en
relación con nosotros, en gracia. Vemos la importancia de esta distinción en las
palabras del propio Cristo. Durante toda Su vida Él no dice, 'mi Dios", sino, "mi
Padre", incluso en Getsemaní; y el disfrute de esta relación es perfecta. "No
estoy solo, porque el Padre está conmigo." (Juan 16:32). Él dice nuevamente,
"Padre" cuando explica qué es para Él beber la copa. En la cruz Él dijo, "Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" Hecho pecado por nosotros, Él
sintió lo que era serlo delante de Dios, siendo Dios lo que Él es. Después de Su
resurrección Él emplea los dos nombres de Dios y de Padre, cuando introduce a
Sus discípulos en la posición en la que Él entró, desde entonces y en lo sucesivo,
como Hombre, conforme a la justicia de Dios. "Subo a mi Padre y a vuestro
Padre, a mi Dios y a vuestro Dios." (Juan 20:17). Los Suyos estaban, por gracia,
como Él mismo, en su relación con Dios como Padre; ellos estaban por Su obra,
delante de Dios tal como Él está en Su naturaleza, y eso en justicia, conforme al
valor de la obra que Él había consumado, y conforme a la aceptación de ellos en
Su Persona, muy aceptos en el Amado. Pero qué gran privilegio saber sobre qué
están puestos los afectos del Padre y conocer a Aquel que es el objeto de ellos, y
que es digno de ellos - ¡que es suficiente para estos afectos! Qué felicidad es
conocer al Señor, pues el Padre quiere que allí donde Él halla Su deleite,
nosotros hallemos los nuestros. ¡Qué felicidad perfecta, infinita!

Finalmente, todas las cosas son entregadas a Él, y puestas bajo Sus pies;
es a Él a quien estarán sometidas, aunque no lo están aún, en lo que respecta al
cumplimiento de los caminos de Dios (Hebreos 2); pero Él tiene todo poder en el
cielo y en la tierra.

Es bueno observar aquí que es siempre el Verbo hecho carne,* Aquel que
se despojó a Sí mismo, y tomó la forma de un siervo, como un hombre aquí
abajo, quien está delante de los ojos de Juan. Por consiguiente, aunque la
divinidad, o más bien la deidad, del Salvador aparece en cada página del
Evangelio, Cristo nos es presentado en él como recibiendo todas las cosas de Su
Padre. Él es Dios, Él es uno con el Padre; los hombres deben honrarle como
honran al Padre; Él puede decir, "antes que Abraham existiera, Yo Soy" (Juan
8:58 - RVA); pero Él nunca sale del lugar que ha tomado, y mientras habla al
Padre como a un igual, todo, la gloria, y todas las cosas, le son entregadas.
Nadie conoce al Hijo, pero es muy hermoso ver la fidelidad perfecta de Jesús, en
que Él no se glorifica a Sí mismo, sino que permanece, sin esfuerzo, en el lugar
que ha tomado. Bendito sea Dios, ¡es siempre un Hombre!

{* Podemos exceptuar los cuatro primeros versículos del capítulo 1. Comparen para lo que se dice en
el texto, 1 Juan 1; allí, también, hallamos nuevamente la diferencia entre los nombres de Dios y de
Padre.}
Nosotros ya hemos dicho que este tercer capítulo pone los fundamentos, y
no desarrolla los resultados. Encontramos allí la posesión de lo que nos capacita
para gozar estos resultados, es decir, el nuevo nacimiento y la cruz. Este es el
lado subjetivo de la cosa para nosotros. Y así hallamos nuevamente aquí al final
que, el que cree en el Hijo, a quien el Padre ama, tiene vida eterna. (Comparen
con 1 Juan 5: 11, 12). El que no cree en Él, que no recibe el testimonio que Él
da (comparen con capítulo 5:21), nunca verá la vida, sino que la ira de Dios está
sobre él (v. 36). El Hijo de Dios, Jesús, en Su Persona, es la piedra de toque de
todas las almas, precioso para los que creen; Él es la manifestación de Dios,
adaptándose Él mismo al hombre en gracia. También podemos ver aquí cómo el
cambio de nombre de Padre por el de Dios se halla nuevamente, cuando el
Espíritu Santo pasa de la gracia a la responsabilidad. Cuando el Padre es
introducido, es siempre la gracia actuando por el Hijo, y en el Hijo que lo revela
a Él.

Observemos aquí, que en estos tres primeros capítulos tenemos un


prefacio al Evangelio, antes del ministerio público del Salvador. El hecho es
establecido en el capítulo 3:24, comparado con Mateo 4: 12, 17, y con Marcos 1:
14, 15. Juan 4 confirma esta apreciación de los hechos. Sin duda Jesús ya había
enseñado y hecho milagros, pero Él no se había presentado aun públicamente,
como para decir, "El tiempo se ha cumplido." (Marcos 1:15). Él se anuncia así en
Lucas 4:18 y versículos siguientes, aunque Su predicación entonces en la
sinagoga en Nazaret no fue Su primera, como testifican los versículos 15 y 23
del mismo capítulo de Lucas. Pero este prefacio de los tres primeros capítulos es
realmente una introducción al todo del Cristianismo, al menos en sus grandes y
divinas raíces. Comienza con lo que Cristo era en Su naturaleza esencial, y
también ¡es lamentable! lo que el hombre era. Aún no se trata de Dios actuando
en gracia. Se trataba de la luz; el hombre era tinieblas; era necesario nacer de
Dios para recibirle a Él que era la luz. Luego hallamos lo que Él llegó a ser; el
Verbo (la Palabra) fue hecho carne, y el unigénito Hijo reveló a Dios, estando Él
mismo en el seno del Padre; es gracia en Su Persona. Luego tenemos Su obra
en todo el alcance de su efecto, y el don del Espíritu Santo, para que podamos
disfrutarlo ahora. Y luego la obra de reunir, pero esto último llevado a cabo, en
el aspecto de los modos de Dios, más en la tierra, pero en general conforme a
los derechos de la Persona de Cristo, siendo los Judíos, excepto el remanente,
desechados. Cristo, reconocido por su remanente según el Salmo 2, sigue su
camino, y presenta Su lugar según el Salmo 8, en lo que respecta a Su Persona;
después de lo cual son introducidos los esponsales y la alegría de ellos, así como
el juicio. Pero es por la resurrección al levantarse Él de entre los muertos, al
resucitar Su propio cuerpo, el verdadero templo de Dios, que la demostración de
Su título y poder será dada. Lo que es subjetivo en nosotros, y la obra por
nosotros, sigue a continuación; Su recepción, conforme a la convicción humana,
fundamentada sobre milagros, no valía nada; se trataba de lo que había en el
hombre; mientras que, para ver el reino, y para entrar en su forma terrenal y
Judía, uno debe nacer totalmente de nuevo. Pero estaban también las cosas
celestiales que Jesús revelaba. Él vino del cielo, Él estaba allí - Él solo podía
anunciar las cosas celestiales. Y el hombre natural, también, no estaba en
condiciones de entrar; era necesario que Aquel que había tomado a Su cargo su
causa, ya sea para la gloria de Dios, o para la culpa del hombre (pues el nuevo
nacimiento no purifica la conciencia), era necesario que el Hijo del Hombre, a
menos que hubiese de permanecer solo, fuese levantado. Pero entonces no se
trataba meramente de la entrada al reino, y del disfrute de las promesas, que se
hallaban de esa manera, sino de vida eterna, la que está en el propio Cristo. La
bendita fuente de todo nos es dada después de aquello; de tal manera amó Dios
al mundo, que dio a Su Hijo, para que nosotros podamos vivir eternamente. Así
hallamos, antes que nada, la justa necesidad, aquella que la naturaleza y los
derechos de Dios sobre el hombre demandaban, cumplida por el Hijo del
Hombre, después, el infinito amor de Dios revelado. El Hijo de Dios ha llegado a
ser el Hijo del Hombre, pero el Hijo del Hombre pudo tomar este lugar debido a
que Él era Hijo de Dios. Al final del capítulo 3 encontramos el testimonio de Juan
el Bautista llevado a su punto culminante, un testimonio de la profunda y
perfecta piedad personal de aquel que lo rendía. Con todo, él era de la tierra -
más que un profeta, y sin embargo siempre terrenal; de polvo, y hablando como
siendo de la tierra, perteneciendo a lo que estaba fuera del velo, no rasgado
aún. Cristo vino desde dentro del velo, y Su carne era este velo. Él hablaba de lo
que conocía de esta manera, y nadie recibió Su testimonio. Juan tuvo el gozo de
oír la voz del Esposo; él no era eso; lo que él decía era dado por Dios como
testimonio, pero habiendo sido rendido el testimonio, todo estaba cumplido de
su parte. Cristo era el tema del testimonio, y, más que esto, las palabras que Él
hablaba eran las palabras de Dios, pues Dios no daba el Espíritu por medida.
Todas Sus palabras eran palabras de Dios; Él estaba sobre todos. Finalmente,
hallamos que queda aún una cosa para completar esta revelación de Cristo, y de
Dios mismo, en los grandes elementos que estaban en conexión con la Persona
de Cristo y nuestro estado: se nos presenta al Padre y al Hijo. Este es el punto
culminante de todo en gracia; Él era el objeto que satisfacía todos los divinos
afectos del Padre, Él en quien el amor infinito y perfecto del Padre hallaba su
deleite: también a Él le entregó el Padre todas las cosas. Como Hijo, descendido
aquí, Jesús recibe todas las cosas del Padre. Pero el Padre y el Hijo no quedan
solos en la plenitud de su perfección; nosotros somos llevados a ella para
disfrutarla, aunque, en un cierto sentido, ellos permanecen necesariamente solos
en su perfección. Pero el que cree en el Hijo ya tiene vida eterna, aunque en
debilidad aquí abajo; él posee subjetivamente aquello que, más tarde, será su
gloria con Cristo. (Comparen los primeros versículos del capítulo 1). Ahora bien,
esta revelación del Padre en el Hijo llegó a ser la prueba definitiva del hombre:
el que no recibía este testimonio, que no se sometía a Él por fe, nunca vería la
vida, sino que la ira de Dios estaba sobre él. Lo que se refiere al Espíritu Santo,
a quien solamente habrían de recibir los que habían creído en Jesús, ya se
encuentra en los versículos 32-34 del capítulo 1. El desarrollo del tema se
encuentra en los últimos discursos del Salvador; la historia de Su presencia se
ha de encontrar en los Hechos y las Epístolas, y en la conciencia de Su presencia
que los creyentes poseen.
Habiendo completado el repaso de los tres capítulos introductorios, sería
bueno, quizás, dar una especie de índice de los capítulos del Evangelio
completo; pues hay mucho orden y sistema en los escritos de Juan.

El rechazo del Mesías por los Judíos ya fue declarado en el capítulo 1; el


juicio del pueblo que resulta de este rechazo, se muestra claramente en el curso
del Evangelio, y en muchos de los capítulos. La doctrina de cada capítulo está a
menudo en contraste con las cosas Judías, proporcionando este contraste la
ocasión y la base de la doctrina. Otro rasgo característico fluye de ello; el juicio
pesa sobre todo el mundo (capítulo 1) que no le ha conocido a Él, y sobre los
Suyos, los Judíos, quienes no le recibieron; ello abre el camino para el
establecimiento y el desarrollo de la gracia soberana que sola produce la vida
divina en nosotros. Esto comprende la admisión de los Gentiles al gozo de las
bendiciones de la gracia, y luego el hecho importante de que estas bendiciones
serían halladas en un mundo, y también en un estado, completamente nuevo,
en el que uno entra por la resurrección. En los Evangelios Sinópticos Cristo es
presentado en Sus tres caracteres de Jesús Emanuel, el Mesías; de Profeta; y de
Hijo del Hombre; siendo trazada Su historia en estos tres puntos de vista, con el
relato de Su rechazo y muerte. En Juan, quien nos muestra a Dios manifestado
en carne, Su rechazo se establece al principio; pues, siendo luz, las tinieblas no
le recibieron. El resultado es, que, a diferencia de los otros tres Evangelios,
donde Cristo es presentado históricamente para ser recibido, y donde se nos
detalla Su rechazo, pero en conexión con la responsabilidad del hombre, Juan,
aunque afirma esta responsabilidad como doctrina, nos presenta la gracia
soberana que, ya hemos visto, buscó Sus ovejas entre Judíos y entre Gentiles,
para vida eterna. Finalmente, no debemos dejar de mencionar, el rasgo de que
en Juan todo es individual; él nunca habla de la iglesia.

CAPÍTULO 4

Después de los capítulos introductorios, el Evangelio de Juan comienza


mostrándonos a Jesús dejando Judea, y abandonando la capital Judía, el centro
del trono de Dios en la tierra, la antigua sede de Aquel quien, descendido ahora
en gracia, no pudo hallar donde recostar Su cabeza en un mundo adverso. El
celo de los Fariseos brindó la ocasión para la partida de Jesús. Pero aquí ya
podemos percibir que el Señor, teniendo conciencia de un origen y un propósito
que trascendía todos los pensamientos, incluso de quienes le habían recibido, no
actúa para reunir a aquellos que recibían Su Palabra, conforme a los
pensamientos de los discípulos que le rodeaban con afecto: Jesús mismo no
bautizaba, sino Sus discípulos. El Verbo (la Palabra) hecho carne, Hijo de Dios,
Salvador del mundo, Redentor, Hijo del Hombre, Él no podía bautizar para
unirlos a Él como Mesías, aunque Él era el Mesías; pues Él conocía muy bien Su
rechazo, y, como Pedro lo expresa, conocía los sufrimientos que iban a ser la
porción de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos (1 Pedro 1:11). En cuanto
a lo que estaba fuera de Su posición, Jesús pudo solamente permitir a Sus
discípulos que bautizaran así; para ellos era la verdad, incluso la verdad
completa, aunque habían aprendido a añadir "viviente" a Su título de Hijo de
Dios. Pero si Él mismo hubiera bautizado, Él hubiese estado enteramente por
debajo de la conciencia que Él tenía del objetivo de Su venida, y de lo que iba a
suceder: no era la verdad para Él; aunque Él era verdaderamente el Mesías, Él
no vino a tomar este lugar en aquel entonces, sino a dar Su vida en rescate por
muchos. Lo que le alejó de Jerusalén, también le impidió bautizar. La ciudad
donde anteriormente Él había estado entre los querubines, y cuyos hijos Él había
querido a menudo reunir, le echó de sus cercanías; Él se marchó, el despreciado
y rechazado de los hombres, sin tener donde recostar Su cabeza, para llevar el
testimonio del amor de Dios a otra parte, y para mostrarlo en Su Persona. Esto
supuso que Él fuera rechazado como Mesías; pero más, Dios manifestado en
carne, y viniendo, según las promesas hechas al pueblo Judío, Él fue la última
prueba a que fue sometido el corazón humano, el cual fue hallado, de esta
forma, estando en enemistad contra Dios, y contra Dios venido en gracia. Se
trató de un asunto, entonces, de la gracia soberana de Dios cuando el hombre
no le toleraría; fue necesario, entonces, que Él se hallara bastante aparte, que Él
no tuviese nada aquí abajo - Él quien, viniendo a estar entre los hombres para
traerles amor, un amor que respondía a todas sus necesidades, fue, al mismo
tiempo, luz para sus conciencias, se colocó Él mismo al alcance de todos, utilizó
sus mismas necesidades para ganarlos en amor, pero para llamarlos al gozo de
las cosas celestiales, las cuales Él, y Él solo, podía revelarles.

Veremos que el capítulo 4 responde perfectamente a esta posición. Pero


qué preciosa y profunda verdad es ver al Hijo de Dios, Dios manifestado en
carne, rechazado; ver a Aquel que había venido según las promesas,
renunciando a todo aquí abajo, anonadándose, y abatido, y mostrando en esto
mismo la plenitud de la Deidad en amor y luz - oculto siempre en humildad,
como para estar cerca de todos, y no tomando nada de lo que era Suyo, como
para estar siempre Él solo en todas partes, tal como Dios debe estar, y siempre
manifestado, si alguien tenía ojos para ver - tanto más manifiesto debido a que
Él estaba oculto, para que el amor pudiese acercarse a todos, este infinito amor
de Dios manifestado en Su humillación, para alcanzar a quienes están abatidos,
apartados y odiados - amor infinito, amor que estaba por sobre todas las cosas,
en su ejercicio hacia que lo odiaban - Dueño de Sí mismo, para ser Siervo de
todos, desde Su padre al más perverso de los pecadores, y eso ¡hasta la muerte!
¿No le amaremos a Él? Nosotros no podemos sondear estas cosas; pero lo que Él
ha sido de forma manifiesta, puede tomar posesión de todo nuestro corazón, y
formar, o más bien crear, sus afectos por medio del objeto presentado a ellos. Él
se santificó a Sí mismo por nosotros, para que nosotros podamos ser
santificados mediante la verdad. Contemplado de este modo, este capítulo tiene
un significado inmenso; pero nosotros seguiremos los hechos históricamente tal
como se nos presentan.

Yendo de Judea a Galilea, el Señor, a menos que Él siguiera una ruta


indirecta, tenía que pasar a través de Samaria. Ahora bien, Samaria, en tanto
procuraba apropiarse de las promesas, estaba fuera del círculo de ellas: ellas
pertenecían a los Judíos. Pero las pretensiones de los Samaritanos de tener
parte en ellas irritaban excesivamente a los Judíos. En realidad, aunque estaba
mezclada, la población de Samaria era, en gran parte, de origen pagano. "¿No
decimos bien nosotros, que tú eres samaritano, y que tienes demonio?", decían
los Judíos a Jesús (Juan 8:48). Los Samaritanos estaban, efectivamente, fuera
de las promesas y del pueblo de Dios. El Señor reconoció estas promesas y a ese
pueblo, pero Él introdujo aquello que estaba por encima de ambos, y los puso a
un lado (v. 21-24, y ya lo vemos en los v. 5, 6). Si el pozo de Jacob estaba allí,
el Hijo del Hombre estaba allí también, el Hijo del Hombre, cansado de Su viaje,
sediento, y sin agua, en el calor del día, sin lugar para descansar excepto el
borde del pozo donde Él podía sentarse, y dependiendo de cualquiera que
viniese para obtener un poco de agua para saciar Su sed - de una pobre
Samaritana, abandonada, y la escoria del mundo. Esta mujer, cansada de la
vida, viene a sacar agua. Aislada realmente, aislada en su corazón, ella no vino
a la hora cuando las mujeres sacaban agua. Ella había seguido el placer
haciendo su propia voluntad; había tenido cinco maridos, a quienes,
probablemente, ella se había dedicado, y el que tenía ahora no era su marido.
Estaba cansada de la vida; su voluntad y sus pecados habían dejado su corazón
vacío; estaba aislada y abandonada por el mundo: su pecado la había aislado; la
gente respetable no la quería; y esto tampoco era sorprendente. Pero había Uno
que estaba más aislado que ella, que estaba solo en este mundo, a quien nadie
entendía, ¡ni siquiera Sus discípulos! ¿Qué hombre, en medio de este mundo
perverso, comprendió el corazón de Aquel que trajo los pensamientos de Dios a
un mundo de pecado, Su amor a un mundo de egoísmo, Su luz a un mundo de
tinieblas, cosas celestiales en medio de un mundo envilecido en intereses
materiales? Eso era el bien en medio del mal, bien perfecto allí donde no había
ninguno. Había un punto de contacto entre estos dos, amor por una parte, y
necesidad por la otra: pero la gracia fue necesaria para producir la conciencia de
la necesidad.

La manera de actuar de Jesús había atraído la atención de la mujer: un


Judío hablando amablemente a una Samaritana, ¡satisfecho de estar agradecido
de ella! El Señor comienza desde lo alto, mediante la gracia divina, unida a la
perfecta humillación y humildad que sitúa la bondad de Dios dentro del alcance
del hombre, gracia que se muestra a sí misma, que es medida, al descender
tanto como para enfrentarse con el pecado, y la miseria a la que el pecado nos
ha reducido. El Señor indica dos cosas. "Si conocieras el don de Dios." En Jesús,
Dios no exige nada. Él produce toda clase de bien, pero no exige nada. Aquí no
había derecho a ninguna cosa, ninguna promesa; no había moralidad, no existía
ningún vínculo con Dios; pero la gracia existía en Dios para quienes estaban en
este estado. La atención de la mujer fue atraída; ella vio algo extraordinario, sin
elevarse por sobre las circunstancias en que su espíritu se movía. Pero el Señor
va a la fuente de todo, o más bien Él vino de esta fuente en Su espíritu. Dos
cosas se ven aquí, como ya he dicho; Dios dando en gracia, y la perfecta
humillación de Aquel que estaba hablando. Después, se revela qué era este don
de Dios, es decir, el gozo presente, por el poder del Espíritu Santo, de vida
eterna en el cielo.

¡Cuántas cosas nuevas contenían estas pocas palabras! Dios estaba


dando, en gracia y en bondad; Él no estaba haciendo exigencias, Él no estaba
volviendo a la responsabilidad del hombre, la cual es la base del juicio eterno,
sino que estaba actuando en la libertad y el poder de Su santa gracia. Entonces,
Aquel que había creado el agua estaba allí, cansado y dependiente, para poder
beber de ella de una mujer tal, mujer que no sabía qué era ella. Él no dice, «Si
tú me conocieras», sino, "Si tú conocieras . . . quién es el que te dice: "Dame de
beber"" (Juan 4:10 - LBLA), quién es Aquel que ha descendido tan bajo,
superando todas las barreras que te mantenían lejos de Él, "tú le habrías pedido
a El" (v. 10 - LBLA). Si se hubiera establecido confianza en cuanto a la bondad y
en cuanto al poder, Él hubiera podido, y lo hubiera hecho, dar aquello que
llevaba a una relación con Dios. Allí estaba la respuesta: "El te hubiera dado
agua viva" (v. 10 - LBLA): parecieran ser palabras suficientemente claras; pero
la pobre mujer no puede captar más que las circunstancias de su diaria labor.
Ahora no es con ella, asombro por ver a Aquel que hablaba con ella, pasando
sobre las barreras religiosas, sino la imposibilidad, tal como Él estaba, de tener
agua; pues ella no va más allá de su trabajo diario, aunque viendo claramente
que ella tiene que ver con una Persona extraordinaria; el Señor la estaba
llevando, ella aún no sabía adónde. ¿Era Él, quien le hablaba a ella, mayor que
Jacob, el tronco de Israel, quien les había dado el pozo? El señor expresa ahora
más claramente lo que estaba en consideración: "Todo aquel que bebe de esta
agua, tendrá sed otra vez; mas el que bebiere del agua que yo le daré, nunca
jamás tendrá sed; sino que el agua que yo le daré, será en él una fuente de
agua, que brote para vida eterna." (vs. 13, 14 - VM).

Pero atraer la atención de un alma, no obstante lo útil que esto puede ser,
no es convertirla: la comunicación moral entre el alma y Dios aún no se ha
establecido mediante el conocimiento de uno mismo y de Él; los ojos aún no se
han abierto. De este modo el corazón permanece en su ambiente natural,
absorbido, o por lo menos gobernado, por el círculo en el cual el corazón vive. La
pobre mujer, atraída por la manera de actuar del Señor, que había ganado
ascendencia sobre ella, le pide que le dé de esta agua, de modo que ella no
tuviera que volver más allí a sacarla laboriosamente. Ella carecía de toda
verdadera inteligencia: estaba absorbida por su cansancio y trabajo, y el círculo
de sus pensamientos no iba más allá de su cántaro de agua, es decir, más allá
de ella misma, pero de ella misma poseída por sus circunstancias. Esta es la vida
humana, y la gente juzga las cosas reveladas por la relación de ellas con estas
circunstancias; algunas veces hallamos verdad moral, como aquí; algunas veces
incredulidad abierta. ¿Cómo se puede hallar una entrada al corazón del hombre?
Esto es fácil para Dios, y para el hombre esta entrada es hallada cuando Dios
está allí, y se revela a Sí mismo, y la conciencia del hombre es tocada. «Adán,
¿Dónde estás tú?» Él se escondió, porque estaba desnudo. Todo era inservible.
Las hojas de higuera que le podían hacer sentir a gusto escondiéndose fueron
simplemente nada cuando Dios estuvo allí. La primera manifestación de esta
nueva facultad en el hombre, la conciencia, este triste pero útil compañero que
ahora va siempre con él a través de su carrera, como una parte de su ser es,
para Dios, la única puerta de entrada al corazón, y para el hombre, de
inteligencia. Sólo que aquí es el amor, nunca el cansancio, lo que actúa. Dios y
el pecador se hallan cada uno en su verdadero lugar; el hombre, responsable
enteramente conocido por Dios, pero sintiendo que todo es conocido, y que
Aquel que le conoce está allí.

Me detengo un poco sobre este punto, debido a que es lo opuesto a la


entrada del paraíso; no es el paraíso recuperado, o incluso aquello que es mucho
mejor, sino se trata del alma recibiendo subjetivamente verdad y gracia en la
Persona de Jesús, quien le da la capacidad para esto. En ambos casos su estado
de pecado es revelado al alma; pero en el paraíso fue para juzgar, y comenzar
un mundo donde Dios no estaba, sino que Satanás reinaba; aquí también se
manifiesta el pecado, pero Dios se manifiesta en este mismo mundo en amor;
anteriormente se había manifestado en luz y juicio; ahora, en luz y gracia. Había
carencia de toda comprensión en cuanto al don de Dios, de la Persona de Cristo,
de la vida eterna, y no tenía ningún lugar en el corazón de la mujer. «No hay
nadie que tenga entendimiento.» Pero mientras, anteriormente, Dios había
expulsado al hombre, aquí el amor permanece perseverantemente cerca del
pecador; cuando se trata de Dios, el amor es perseverante y paciente.
Solamente que todo debe ser real: "Ve, llama a tu marido, y ven acá." (v. 16).
"No tengo marido", responde la mujer (v. 17). Es la vergüenza lo que, aunque
se hable la verdad, oculta el mal; no una conciencia recta delante de Dios. Pero
el amor paciente continúa aún con su obra; la prosigue allí, donde se halla una
entrada a la conciencia que entiende - o más bien una entrada al alma del
hombre, el cual carece totalmente de comprensión en cuanto a cosas divinas.
"Llama a tu marido." Entonces, ante su respuesta, el Señor dice a la mujer lo
suficiente de su historia como para darle a conocer que ella tiene que ver con
Aquel ante quien todas las cosas están "desnudas y expuestas" (Hebreos 4:13 -
RVA).

V. 19. La obra continuaba en esta alma; su atención, hemos dicho, había


sido atraída. El resultado merece ser bien considerado; la mujer no se excusa, ni
se asombra, ni pregunta, ¿Cómo sabes tú esto? La Palabra de Dios es para ella
la Palabra de Dios. "Señor, percibo que eres profeta." (v. 19 - VM). Ella no sólo
dice, «Lo que tú dices es verdad»; no, la autoridad y la fuente de la palabra de
Jesús eran divinas para ella. Todo lo que Él dice viene de Dios, quien se revela
por este medio entre los hombre. Este es un cambio profundo en la condición del
alma. Dios le ha hablado a ella, y ella ha reconocido que es Él; pero más, ha
reconocido que Su palabra, como un todo, como una fuente, es de Él. Lo que
ella pensó fue, no sólo que Jesús, en este caso particular, habló la verdad,
aunque ese fue el medio por el cual su conciencia fue alcanzada, sino que Dios
estaba hablando a su conciencia, y eso produce siempre el efecto que vemos
aquí: Aquel que estaba hablando era una fuente verdadera y segura de
comunicaciones divinas. Era fe en la Palabra de Dios, el alma traída a la
comunicación con Él: todo lo que Él dijo tuvo para ella una autoridad divina. La
inteligencia divina estaba allí con respecto a las cosas en las que Dios se estaba
acercando al hombre.
V. 20. No obstante, la mujer aún estaba preocupada con lo que llenaba su
mente: ¿Tenemos que adorar en Jerusalén, o sobre el Monte Gerizim? Era el
aspecto externo de lo que existía, y su mente había sido ejercitada acerca de
estas cosas: ¿Dónde se tenía que hallar a Dios? - pero de una manera que no
iba más allá de lo que había en el hombre. Dios toma la oportunidad para
revelar la verdadera, la nueva adoración, la adoración del Padre, de Dios, en
espíritu y en verdad (v. 23). Este cambio caracteriza el capítulo completo, es
decir, la introducción de relaciones celestiales en el lugar del sistema terrenal
Judío, un cambio que dependía de la revelación del Padre en el Hijo, un cambio
poco conocido aún, pero que estaba conectado necesariamente con Su Persona,
y del que por consiguiente, Él pudo decir, "la hora . . .ahora es" (v. 23).

Dos cosas, basadas en la revelación que se estaba haciendo,


caracterizaban esta adoración; la naturaleza de Dios, y la gracia del Padre. La
adoración del Dios verdadero tenía que ser una adoración "en espíritu y en
verdad." La naturaleza de Dios requería esto; Dios es Espíritu, y la adoración no
sería conforme a lo que Él es, si no fuera "en verdad", pues lo que es falso no es
conforme a lo que Él es, y la revelación de lo que Él es vino en Cristo, quien es
Él mismo la verdad, pues "la gracia y la verdad vinieron por medio de
Jesucristo." (Juan 1:17). La ley dada a Moisés decía lo que el hombre no debía
hacer, y el Señor sabía bien cómo hallar en esta ley aquello que el hombre debía
sentir; amar a Dios y a su prójimo. Pero la ley no revela lo que Dios es, ella
revela lo que el hombre debiera ser. Ahora bien, aquí estaba Dios plenamente
revelado en el mundo, quien, rechazado como Mesías, objeto de promesa,
abandona Su conexión especial con el pueblo Judío, aunque ella había sido
(fuera de lo que era terrenal y legal) establecida por Él mismo, y viene a
revelarse en la Persona del Hijo, substituyendo a Dios entre los hombres, en
gracia, para todas las formas en medio de las que, oculto tras el velo, Él prohibió
a todos los hombres que se acercaran a Él; a revelarse Él mismo, yo digo, a toda
esta ignorancia, que adoraba lo que ni siquiera sabía, y donde no había ninguna
respuesta en absoluto a las necesidades del corazón. Se trataba del Padre
buscando adoradores en espíritu y en verdad, según Su propia naturaleza
plenamente revelada; porque "Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y
en verdad es necesario que adoren." (v. 24). Pero la gracia precede; la iniciativa
está con Dios; Él viene a buscar tales adoradores. Nosotros hemos visto que se
trataba del don de Dios; pero Dios es Luz, y Él se revela. Hemos visto también
que es Dios revelado en bondad, pero la conciencia alcanzada por la luz, y Dios
dando aquello que brota para vida eterna.

Así es la gracia del Padre que busca, la luz de Dios que actúa sobre la
conciencia, gracia que da vida eterna, conforme a la presencia en poder del
Espíritu Santo, y toda la verdad que se devela en esto: esto es lo que produce
adoración verdadera en espíritu y en verdad. Todo lo que pertenece a Jerusalén
y a Samaria es necesariamente dejado atrás por la presencia del propio Dios, el
Hijo revelando al Padre, y comunicando vida eterna en conexión con cosas
celestiales; siendo rechazado el Mesías, y siendo el corazón del Padre la fuente
de todo, lo que nos coloca necesariamente en conexión con el cielo, por medio
de Aquel que puede revelar estas cosas, siendo Él mismo el Hijo del Padre.
Podemos hacer notar aquí que nuestro Evangelio habla de la revelación
del Padre en el Hijo; de lo que Dios es, quien es el objeto de adoración; de lo
que alcanza la conciencia; de la vida eterna; pero no de lo que purifica la
conciencia. Este último tema no es de lo que Juan trata en su Evangelio, sino
que Juan habla de la revelación de Dios el Padre en el Hijo; de esta revelación
para juicio, en cuanto a su resultado, y conforme a la gracia, en cuanto a su
objetivo; se trata del Hijo en el mundo, para revelar a Su Dios y Padre, y como
vida eterna. Al final del Evangelio, el Espíritu Santo es introducido en lugar del
Hijo, para que podamos conocerle a Él como Hombre en el cielo a la diestra de
Dios.

Encontramos un ejemplo del aislamiento del Señor en la falta total de


inteligencia en los discípulos, cuando el Señor abre Su corazón, en el gozo que la
perspectiva de la conversión de pecadores le daba - del fruto de Su ministerio.
Excepto la comunión con Su Padre, que Él siempre gozaba, el Señor sólo tuvo
gozo sobre la tierra en el ejercicio de Su amor en el bien que Él hacía que era
digno de Dios. Perfecto en tanto que era verdaderamente Hombre en Su
comunión en lo alto, y ejercitando Su amor aquí abajo, Él anduvo haciendo el
bien. Tal fue Su vida entera, excepto los sufrimientos que Él sufrió de manos de
los hombres, Él, un Varón de dolores, y sabiendo bien lo que era el
desfallecimiento. No es que Él no tuviese afecto humano: Él amaba a Marta, y
María, y Lázaro; Él amó a aquel cuyo Evangelio estamos leyendo; pero esto no
aparece hasta que Su hora llegó. Él difiere toda expresión de ello hasta
entonces, explícitamente en cuanto a Su madre, y, como vemos en la historia,
en cuanto a lo que concernía a Juan y la familia en Betania. En Su ministerio Él
fue completamente para Su Padre, y para los pecadores del mundo; Su comida
fue hacer la voluntad de Aquel que le envió, y acabar Su obra (v. 34).

El resultado para la mujer, quien recibió un torrente de luz fresca en su


alma, y quien, incluso mientras era esclarecida, tuvo repentinamente demasiada
luz para ver claramente, es, que ella lo atribuye a Cristo. Dios había efectuado
una obra real en su conciencia. Ella pensó que si solamente tenía al Cristo (pues
ella creía en Él, y sabía que Él iba a venir), Él le explicaría todo claramente, y le
haría conocer todas las cosas. Es allí donde la mujer fue traída; y Cristo estaba
allí antes que ella. Siempre es así. Muchas preguntas surgen en un alma
despertada y sincera, pero cuando Cristo es hallado, todo sale a la luz
claramente, hay una plena respuesta a todas las necesidades del alma: todo es
hallado. Pero, ¿quién era Aquel que había actuado sobre el corazón y la
conciencia de esta pobre mujer, y que había sido bueno con ella, cuando Él supo
todo lo que ella había hecho? Cuando la Palabra de Dios alcanza la conciencia,
no es la carne la que actúa, es el Dios Salvador, quien ha estado allí desde el
principio.
Hay otra interesante pequeña circunstancia a ser observada aquí.
Nosotros hemos visto a la mujer aislada agobiada bajo el peso de la vida, cuyo
trabajo mal recompensado estaba representado por el cántaro: ella estaba
absorta por él, su corazón no podía deshacerse de él: ahora (y no es por nada
que el Espíritu Santo nos presenta estos pequeños toques) el cántaro es
totalmente olvidado (v. 28). La mujer ya no busca más aislamiento, ella va a
anunciar a todos lo que ha encontrado; este Hombre era ciertamente el Cristo
(vs. 28, 29). Sin duda ella tuvo que sacar agua nuevamente, pero la carga que
pesaba sobre ella fue quitada, la energía de una nueva vida estaba allí. Lo que
ella dijo tocó muy de cerca su vergüenza; pero Jesús llenó su corazón, y ella
puede hablar de estas cosas, al encontrar a Cristo allí - Cristo quien la abstraía
mediante la luz de Su gracia: "¡Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo
cuanto he hecho! ¿será acaso éste el Cristo?" (v. 29 - VM). Cuando ella llegó a
casa, pudo pensar en el don de Dios, y en Aquel que le había dicho, "Dame de
beber"; pero toda su vida ulterior se pierde en el esplendor de la revelación de
Dios en Cristo.

V. 35. Podemos observar que los segadores recogían fruto para vida
eterna, y también recibían su salario. Los profetas habían trabajado (la mujer
estaba esperando al Cristo), también Juan el Bautista. Los discípulos sólo
estaban segando, pero los campos estaban blancos para la siega. En los peores
tiempos, cuando el juicio incluso sea inminente, Dios tiene Su buena parte, y la
fe la ve, y se consuela por ello.

Noten, también, que los Samaritanos llaman a Jesús "el Salvador" (v. 42).
Ellos sabían muy bien, en realidad, que su Gerizim no era nada, sino bajo la
influencia de la gracia, que abría sus corazones a una concepción más amplia de
la obra del Salvador. Ningún Judío habría dicho, "el Salvador del mundo."

V. 43. Como Su campo de trabajo, Jesús no toma nuevamente el camino a


Jerusalén - Él se marcha a Galilea. Su propia tierra había rechazado al Profeta, y
había perdido al Salvador. Esta expresión, que comprende todo el alcance de Su
obra de redención como Salvador, cierra este relato, donde se nos presenta su
partida desde Judea para introducir esta obra en la esfera de la gracia soberana,
mientras presenta los principios de vida eterna, y la adoración que se ha de
rendir al Padre.

(V. 46, y ss.) El siguiente episodio, en el que se nos relata la enfermedad


del hijo del oficial del rey, comienza, yo creo, a develarnos los grandes
elementos de la revelación de Dios en la Persona del Hijo, antes que nada
sanando lo que permanecía en Israel, pero listo para perecer. Más adelante Él
demuestra que el hombre está muerto espiritualmente; pero había almas
vivificadas en Israel, tal como vemos, de hecho, al principio de Lucas. Pero todo
iba a perecer; la nación iba a ser juzgada, iba a terminar su existencia bajo el
antiguo pacto, no iba a subsistir más en relación con Dios como un instrumento
de bendición. Pero Aquel que es la Resurrección y la Vida estaba allí, para
despertar y sostener la vida individualmente. para ser su pan, allí, donde la fe le
recibía. Él mostró esto, también, en Jerusalén, pero comenzó naturalmente en
Galilea, en medio de los pobres del rebaño, adonde Él se dirigió cuando fue
echado de Judea. La fe recibe la Palabra de Cristo, y Aquel que es la Vida y
quien la trae, la reanima quitando la debilidad, y comunica vida. Esta aplicación
que hacemos de la restauración física es plenamente sancionada por el uso que
el Señor hace de ella en el capítulo siguiente. El principio y la fe son igualmente
sencillos aquí; el padre creyó en el poder de Jesús, pero su fe fue similar a la de
Marta, María, y los Judíos; el creyó que Jesús podía sanar* - nada más. Él ruega
al Señor que descienda antes que su hijo muera, Jesús querría que los hombres
fundamentaran su creencia sobre una palabra, y no solamente viendo señales;
sin embargo, Él no hace surgir la pregunta del poder para dar vida, sino que
tiene compasión del pobre padre, haciendo que todo dependa, no obstante, de la
fe en Su palabra, cuando Él dice al padre, "tu hijo vive." El padre cree la palabra
de Jesús, y se va; en el camino se encuentra con sus siervos, y ellos le anuncian
que su hijo está sano, y que esto sucedió de esta manera en el mismo momento
cuando Jesús dijo la palabra. "Y creyó él con toda su casa." (v. 53). El poder de
la muerte había sido detenido por el poder de la vida venido desde arriba, y el
hombre que se había beneficiado de él, creyó en Aquel que lo había traído, y
quien era el poder de vida; pues en Él estaba (existía) la vida. (Comparen con 1
Juan 1: 1-3 y 1 Juan 5: 11, 12).

{* Esta doctrina es revelada plenamente en el capítulo 5.)

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