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CAPÍTULO 5

Aún quedaban entre los Judíos algunos fragmentos de la bendición


antigua: "yo soy Jehová tu sanador" (Éxodo 15:26); y mediante la ministración
de ángeles, un principio general de los modos de Dios entre este pueblo. No era
más que un poco, pero era una señal de que Dios no había abandonado
enteramente a Su pueblo; aún había curaciones en el estanque de Betesda;
aquel que descendía primero en él, cuando el ángel agitaba el agua, quedaba
sano. El hombre que entraba de este modo en el agua mostraba fe en la
intervención de Dios, y el deseo de beneficiarse por medio de ella. Pero la
historia registrada para nosotros en el capítulo 5 nos conduce a un poder mucho
más grande, y a principios mucho más importantes.

Un pobre hombre paralítico estaba allí, en medio de todas estas personas


enfermas que yacían en los pórticos del estanque; Jesús llega allí. Lo que se
presenta en Él tiene un carácter doble; Él es la respuesta en poder a toda
necesidad, y Él también da vida.

Había necesidades en Israel en ese tiempo, necesidades del alma, así


como necesidades del cuerpo, y había una conciencia de estas necesidades. El
Señor pudo decir, "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo
os haré descansar." (Mateo 11:28). El pobre paralítico es tipo y figura de esto.
Para que el objeto de las bendiciones que se disfrutaban bajo la ley pudiesen ser
aprovechadas por ellos, él debe tener poder en sí mismo. Ya sea que fuera tener
justicia conforme a la ley, o disfrutar otras bendiciones, tenía que haber, en el
hombre que deseaba poseerlas, un estado subjetivo adecuado para esto; tenía
que haber poder en el hombre. La enfermedad del paralítico le había privado de
ese poder que era necesario para poder beneficiarse mediante los medios para
quedar sano. Es la misma cosa en cuanto al pecado. Las bendiciones y los
medios que la ley ofrece, demandan fuerza en el hombre. El deseo de ser sano
se da por sentado - "¿Quieres ser sano?" (v. 6). El Señor formula la pregunta de
este modo. Faltaba poder, como en Romanos 7, el querer estaba presente. Jesús
trae con Él el poder que sana; el bien que Él hace, no demanda poder en
nosotros. Fue cuando nosotros estábamos privados de toda fuerza que Su gracia
actuó. (Vean Romanos 5:6). En Juan, debemos recordar, es una cuestión de
vida; incluso cuando Él habla de la cruz, es para vida eterna, no para perdón.

Entonces Jesús viene: el poder está en lo que Él dice; acompaña a Su


palabra - y el hombre es sanado. Ahora bien, aquel día era el día de reposo
(sábado). El reposo de Dios es la porción de Su pueblo; el día de reposo
(sábado) era así la señal del pacto hecho con Israel; Éxodo 31:13; Ezequiel
20:12. El día de reposo fue el reposo de la primera creación, y del primer pacto,
que dependía de la responsabilidad del hombre, y de su fuerza para cumplir
aquello que este pacto demandaba de él: "Haz esto, y vivirás." Le correspondía
al hombre actuar para obtener bendición. Aquí todo es cambiado. Dios no podía
reposar donde estaba el pecado, donde estaba la miseria; Su santidad y Su
amor hacía que la cosa fuera imposible por igual. Corrupción, depravación, los
horrores que el pecado produjo, no hacían de una escena tal la escena del
reposo de Dios, del cual el sábado (día de reposo) era la expresión y la figura,
pero sobre el principio de la obligación y la ley. Pero incluso antes de la ley, el
día de reposo (sábado) había sido instituido como el reposo de la antigua
creación. La ley lo impuso, pero el hombre nunca entró en él, y una creación
arruinada no fue el reposo de Dios, y no dio reposo al espíritu atribulado del
hombre. Pero si Dios no podía reposar, Él podía actuar en gracia: y esta es la
respuesta, infinitamente hermosa, y hermosa porque es verdad, que el Salvador
hace a las acusaciones de los Judíos. Era el juicio de la antigua creación entera,
pero decía que desde la caída, la gracia de Aquel que ahora era plenamente
revelado - el Padre, en la venida del Hijo - estaba trabajando, para impartir vida
y bendecir, en la obra de la nueva creación (vista en su aspecto moral); pues
por todas partes hallamos aquí que se trata de este aspecto, no de la
manifestación externa como resultado. "Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo
trabajo." (v. 17). A menos que sea en Su esencia infinita, Dios no reposa:
¡bendición infinita! ¡gracia sin medida! Dios actúa, Él trabaja ahora. Cuando Él
tendrá reposo en cuanto a Sus operaciones, nosotros lo tendremos con Él, y en
el conocimiento del Padre y del Hijo. Dios reposará en Su amor, en la bendición
que le rodea en la gloria del Hijo, en el cumplimiento de Sus consejos, en la
eterna bienaventuranza de la cual Él es el centro y la fuente.

(V. 18 y sgtes.) Veremos ahora de qué se trata esta obra que el Padre y el
Hijo están haciendo, pues es de ellos de quienes habla el escritor, de estos
nombres que Juan utiliza siempre al hablar de las operaciones de gracia. Él dice,
efectivamente, que "de tal manera amó Dios" - lo cual es la fuente y el
fundamento de todo; allí el Hijo del Hombre y el Hijo de Dios, y el propio Dios,
son presentados como fuente y fundamento de toda bendición; pero cuando el
asunto es acerca de las operaciones de gracia, en Juan, nosotros siempre
hallamos al Padre y al Hijo.

Los Judíos comprendieron perfectamente la posición que Jesús tomó, y le


buscaban para matarle. El Señor no rechaza esta posición que el apóstol Juan
reconoce como Suya (pues en el versículo 18 es Juan quien habla); pero Él
coloca todas las cosas en su lugar. Todo lo que el Padre hace, Él lo hace; pero Él
no actúa como otra persona, como una autoridad secundaria e independiente. Él
hace lo que el Padre hace, y Él no hace nada más: Él actúa de conformidad con
el Padre, y movido por el mismo pensamiento que Él, y hace todas las cosas que
el Padre hace. Pero habiendo tomado la forma de un siervo, Él no la abandona, y
mientras Él se declara como siendo uno con el Padre (pues antes que Abraham
existiera, Él era el "YO SOY"), Él recibe todo, en la posición que ha tomado, en
estas operaciones de gracia, y en sus frutos en gloria, de manos del Padre. Esto
es sorprendente en este Evangelio, donde el lado divino de Su Persona es
presentado más plenamente que en los otros, aunque no se afirme más
claramente. Nosotros hallamos constantemente que cuando Él habla de estar en
la misma posición que Su Padre, Él se coloca a Sí mismo, no obstante, siempre
sobre el terreno de recibir todo de Él.
Jesús, entonces, continua aquí a la obra que, de hecho, estaba siendo
llevada a cabo, y aún está siendo llevada a cabo, ya sea por el Padre, o por el
Hijo solamente, y Él hace todo lo que el Padre hace. Hay una obra que Él hace
como Hijo del Hombre, y que el Padre no hace. "Padre" es el nombre de gracia y
de relación; "Hijo del Hombre", el de autoridad conferida. Si el Padre y el Hijo
trabajan, es un trabajo de gracia el que está en consideración. Pero el Padre no
ha sido humillado; Él permanece en la inmutable gloria de la Deidad. Todo juicio
es encomendado al Hijo, así que todos los que le habrán despreciado, estarán
obligados a reconocerle por este medio.

Pero tomemos las enseñanzas del pasaje en su orden. El Hijo hace más
que sanar; "Porque como el Padre levanta a los muertos, y les da vida, así
también el Hijo a los que quiere da vida. Porque el Padre a nadie juzga, sino que
todo el juicio dio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El
que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió." (vs. 21-23). Así la gloria
del Hijo es mantenida de una manera doble:

1.- en que, al igual que el Padre, Él da vida, y esto nosotros lo podemos


entender, debido a que estamos en relación con el Padre y con el Hijo, como
siendo partícipes de la vida divina (1 Juan 1:3);

2.- luego, por el juicio, porque el Padre no juzga a nadie, sino que todo
juicio se lo ha confiado el Hijo, para que todos le honren a Él.

Los que son vivificados, le honran a Él con todo el corazón, y de buena voluntad;
quienes no creen, el juicio los obligará a honrarle, a pesar de ellos mismos.

¿A cuál de estas dos clases de personas yo pertenezco? El versículo 24 nos


proporciona la respuesta a esta pregunta - una respuesta sencilla, completa, y
plena de preciosa luz. "De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree
al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación (a juicio), mas ha
pasado de muerte a vida." La palabra de Cristo es lo que se presenta al alma,
para traer las buenas nuevas de gracia: el efecto producido, donde esta palabra
es recibida, es fe en el Padre como habiendo enviado a Su Hijo. Pero aquel que
cree de este modo en el Padre como enviando a Su Hijo, gracia y verdad venidas
de este modo en Él, tiene vida eterna. Este es un lado de la respuesta; él que
cree tiene vida. Hemos visto que este es un medio de asegurar la gloria del Hijo:
el otro medio no está mezclado con este. Si Cristo ha dado vida, no es para
poner Su obra a la prueba del juicio; eso es imposible: Cristo juzgaría Su propia
obra, y pondría en duda su eficacia; y, ¿quién es el juez? La consecuencia es
evidente: el otro medio de asegurar la gloria de Cristo no es empleado; el que
ha recibido vida no viene a juicio (a condenación). Yo me limito a lo que dice el
pasaje ante nosotros; de otra manera nosotros deberíamos recordar que Aquel
que está sentado como Juez es Aquel mismo que llevó los pecados de todos los
que creen. Pero Juan no trata este lado del asunto: juzgar (condenar) a aquel
que cree, sería poner en duda la obra vivificadora de Cristo, y la del Padre
también.

Aquí está lo que es preciso y formal en cuanto a las dos cosas por medio
de las cuales el Hijo es glorificado; es decir, el dar vida a las almas, y el juicio; la
primera Él la lleva a cabo, en común con el Padre; la segunda, la cual es
confiada a Él solo, pues Él es el Hijo del Hombre.

Esto no es todo lo que se dice aquí. El que tiene vida eterna "ha pasado de
muerte a vida." No se trataba de una curación: el alma había estado
espiritualmente muerta, separada de Dios, muerta en sus delitos y pecados, y
ha salido de su estado de muerte por el poder dador de vida del Salvador. No es
simplemente que, habiendo sido vivificada, ella escape de las consecuencias de
su responsabilidad cuando el día del juicio llegue: el Señor ha tomado el otro
medio, en gracia, de glorificarse a Sí mismo con respecto a ello. El alma ya
estaba muerta: es la enseñanza de la Epístola a los Efesios: una nueva creación.
El pecador no arrepentido vendrá a juicio, si el que está bajo la gracia escapa a
él. Pero todos nosotros estamos muertos ahora; este ya es el estado de todos
nosotros: estamos muertos en cuanto se refiere a Dios, sin un solo sentimiento
que responda a lo que Él es, o a Su llamamiento, y si fuera meramente una
cuestión de lo que se encuentra en el hombre, sería imposible despertar alguno
de esos sentimientos. Pero Dios comunica vida, y el alma pasa de muerte a vida.
Es una nueva creación; llegamos a ser participantes de la naturaleza divina. Al
mismo tiempo, siempre permanece verdadero el hecho de que nosotros daremos
cuenta de nosotros mismos a Dios, de que todos nosotros compareceremos ante
el tribunal de Cristo; pero no es cuestión allí, para nosotros los que creemos, de
algún juicio en cuanto a nuestra aceptación. Nosotros estamos en la gloria, como
Cristo está, cuando lleguemos allí; el propio Cristo habrá venido a buscarnos en
persona, para que podamos estar allí, y Él habrá transformado los cuerpos de
nuestro estado de humillación en conformidad a Su cuerpo de gloria.

Continuemos el estudio de nuestro capítulo. El Padre da vida; el Hijo


también da vida y juzga. La hora estaba viniendo, y ya había llegado, cuando no
solamente sería el Mesías, el propio Jehová, quien sanaría los enfermos en
Israel, al mantener las promesas y profecías dadas a Israel según el gobierno y
la disciplina de Dios en medio de Su pueblo, obrando una cura que pudiera dar
lugar a una disciplina más severa; sino que desde este momento el poder dador
de vida y la vida eterna en la Persona del Hijo, quien reveló al Padre en gracia,
habían venido, de modo que los muertos oirían la voz del Hijo de Dios, y los que
la oyeran habrían de vivir (v. 25). Esta fue la gran proclamación en cuanto a la
vida: ella estaba allí, y como el Padre tenía vida en Sí mismo, Él le había dado a
Su Hijo, un Hombre en la tierra, tener vida en Sí mismo - una prerrogativa
divina, pero hallada aquí en un Hombre, venido en gracia a la tierra.

Ya he hecho notar que el Evangelio de Juan, en tanto nos muestra en


Cristo cosas que pertenecen solamente a Dios, y eso absolutamente, nos
muestra también que el Hijo, habiéndose hecho Hombre y Siervo, nunca
abandona la posición de recibirlo todo. Él también ha recibido autoridad para
ejecutar juicio, porque Él era el Hijo del Hombre. Pero uno podría ser juzgado en
la tierra, y de hecho los vivos serán juzgados allí.
Queda aún una parte importante de Su poder que pertenece a la
enseñanza de este capítulo: los muertos resucitarán, y, conforme a lo que ya ha
sido declarado en el versículo 24, la vida y el juicio no se mezclan aquí. Los
hombre no tenían que maravillarse de que las almas que oyeran Su voz vivieran
por medio de la vida espiritual que Él podía comunicar: la hora venía (y esa
ahora aún no venía, y aún no ha venido) cuando todos los que estén en los
sepulcros oirán Su voz, y saldrán . . . . (v. 28 y ss.). Aquí ya no es, "los que la
oyeren vivirán" (v. 25), sino que todos oirán, y saldrán; los que hayan hecho lo
bueno a resurrección de vida, y los que hayan hecho lo malo a resurrección de
juicio (o, condenación).

Observen cuidadosamente, que, aunque el juicio asigna a cada uno su


lugar según sus obras, no es el juicio lo que separa a los resucitados; la propia
resurrección hace la separación. Los que hayan hecho lo bueno no tienen parte
en la misma resurrección de los que hayan hecho lo malo. Él no habla aquí del
intervalo de tiempo que separa la resurrección de los unos de la resurrección de
los otros; eso debe buscarse en la revelación que Dios da de las dispensaciones.
Aquí lo que está en consideración es la esencia de las cosas: hay una
resurrección, la cual es la de los justos, llamada así; y otra resurrección,
diferente de la anterior, una resurrección de juicio (o, condenación), en la que
los vivos, glorificados en la primera, no participan. Algunas veces,
efectivamente, se ha hecho surgir una dificultad en cuanto a la palabra, "hora"
(v. 28), la cual es empleada aquí, pero es un argumento pobre, porque la misma
expresión se halla otra vez en el versículo 25, el cual nos presenta como una
"hora", un espacio de tiempo que ha durado cerca de dos mil años, y que abarca
dos estados de cosas diferentes - uno en el que Cristo en la tierra actúa
personalmente, y el otro, en el que Cristo glorificado actúa por medio del
Espíritu. Estas dos épocas, sin embargo, no conforman más que una "hora",
desde el punto de vista en el pasaje; se trata de la misma cosa aquí (v. 28). La
primera hora es el período durante el cual Cristo da vida a almas; la otra hora,
el período del versículo 28, es aquel durante el cual Cristo resucita cuerpos. Esto
es bastante sencillo; una de estas horas, como he dicho, ha durado ya más de
dieciocho siglos.*

{N. del T.: Recordemos que este escrito fue originalmente redactado en el siglo 19)

Habiendo declarado estas grandes verdades, los cuales alcanzan hasta el


final de los modos de Dios con los hombres, en Su Persona, en cuanto a la vida,
y en cuanto al juicio, Cristo regresa al gran principio que estaba al comienzo
mismo de Su discurso; esto es, de que Él no podía hacer nada como una
Persona independiente del Padre. Si ello hubiese sido de otra forma, habría sido,
en efecto, la negación de ese vínculo entre Él y el Padre en el que ellos eran
uno, y que se hallaba en todas las cosas, con este hecho adicional, que Él tenía
la forma de un siervo, de Uno enviado por el Padre. Él no hacía nada de Su
voluntad: según Él oía, Él juzgaba, y Su juicio era justo, pues Él no buscaba Su
voluntad en ninguna cosa, sino la del Padre quien le había enviado (v. 30).
Ningún motivo egoísta de ninguna clase se iba a hallar en Su manera de ver las
cosas, pero el juicio que Él formaba, cualquiera que pudiera ser, emanaba de las
comunicaciones que el Padre le hacía: esto era perfección divina. Él actuaba
como Hombre, y como enviado, pero Él lo hizo así conforme a la inmutable
perfección de Dios, no de Él mismo como Hombre, lo cual ni siquiera habría sido
perfección humana sino que habría sido olvidarse de Aquel de quien Él se había
hecho siervo. Con todo, era como Hijo del Hombre, en este título de gloria como
de gracia, de Aquel que había sido humillado, que Él ejecutaba juicio con
autoridad.

El resto del capítulo trata de la cuestión de la responsabilidad del hombre


en cuanto a la vida, así como lo que antecede nos presentó la gracia soberana
que da vida. La vida divina estaba presente en la Persona de Jesús, y Dios había
dispensado cuatro testimonios a los hombres de que ella estaba allí:

1.- el testimonio de Juan el Bautista;

2.- las obras que el Padre le había dado para que cumpliese;

3.- el Padre mismo;

4.- y las Escrituras.

Ellos se habían alegrado en regocijarse en Juan el Bautista por un tiempo,


pues el pueblo le tenía por un profeta. Ahora bien, Juan había rendido un
testimonio claro al Señor de parte de Dios. Luego las obras de Jesús eran un
testimonio irreprochable de que el Padre le había enviado: el Padre le había dado
estas obras para hacer, y Él las hizo. También el Padre mismo había dado
testimonio de Él: la multitud había pensado que ellos habían oído un trueno;
pero Su palabra no moraba en ellos, porque no creyeron en Aquel que el Padre
había enviado. Finalmente, ellos tenían las Escrituras; ellos alardeaban de esto,
ellos pensaban hallar vida eterna en ellas; y lo que ellas hacían era dar
testimonio de Cristo, de Jesús, quien estaba allí delante de sus ojos. la Vida
estaba allí, viviendo delante de ellos; ellos tenían estos testimonios, pero no
querían venir a Él, para que tuviesen vida. La vida estaba allí, pero ellos no se
beneficiarían con ella (v. 40). No era que el Señor buscara gloria de los
hombres; pero Él los conocía, y sabía que no tenían amor de Dios en ellos. Él
había venido en el nombre de Su Padre, revelando lo que Él era; ellos no le
recibirían ¡es lamentable! porque Él le reveló perfectamente. Otro vendría en su
propio nombre, con pretensiones humanas, y adaptado al corazón del hombre,
no al corazón de Dios, a él ellos lo recibirían (v. 43). Terrible profecía de aquello
que sucederá al pueblo, como una consecuencia de su rechazo de Jesús, y de los
motivos que los impulsaron a rechazarle. El anticristo los engañará en los
postreros días, porque él vendrá con pretensiones y motivos adaptados al
corazón y a los deseos de los hombres carnales; los Judíos se entregarán a sus
engaños y pretensiones. El estado de sus almas les impedía recibir la verdad;
ellos buscaban recibir honor y estima de los hombres, no el honor que viene de
Dios solo. Ellos no estaban siguiendo la senda de fe, sino muy por el contrario;
no se trataba de que el Señor los acusaría delante del Padre: Moisés, en quien
se jactaban bastaba para eso. Él, en quien ellos ponían toda su confianza, rendía
el testimonio más explícito al Señor. Si hubiesen creído a Moisés, ellos habrían
creído a Jesús también: Moisés había escrito de Él.

Es importante observar dos o tres cosas aquí: antes que nada, el claro
testimonio que el Señor rinde a los escritos de Moisés; los escritos eran los
escritos de Moisés; él había escrito referente a Cristo. Lo que él había escrito era
la Palabra de Dios; uno debe creer lo que él dijo. Aún más, lo que está escrito es
preeminentemente autoridad, como Pedro dice: "ninguna profecía de la
Escritura" (2 Pedro 1:20); y Pablo, "Toda Escritura es inspirada por Dios." (2
Timoteo 3:16 - LBLA). Además, es evidente que si los hombres tienen que creer
en lo que Moisés había escrito de Cristo tantos siglos antes de Su venida, lo que
Moisés escribió fue divinamente inspirado. Es evidente que lo que Jesús dijo
tenía autoridad divina; pero en cuanto a la forma de comunicación, el Señor
atribuye más importancia a aquello que estaba escrito, que lo que era
comunicado por la voz viva: Dios lo había depositado allí para todos los tiempos
- un testimonio muy importante para estos días de infidelidad.

CAPÍTULO 6

El quinto capítulo nos presentó a Cristo dando vida a los que quiere al
igual que el Padre, luego juzgando como el Hijo del Hombre. Es Cristo actuando
en Su poder divino. En el sexto capítulo Él es la comida de Su pueblo, como Hijo
del Hombre descendido del cielo, y muriendo. No se trata de Su poder de dar
vida en contraste con la obligación de la ley, sino quién era Él, la historia de Su
Persona, si me permiten decirlo así - lo que Él es esencialmente, lo que Él se
hizo - una historia que termina por Su entrada como Hijo del Hombre allí donde
Él estaba antes: se trata esencialmente de la humillación de Jesús en gracia, en
contraste con lo que Él era en Su derecho de disfrutarlo, con lo que fue
prometido en el Mesías cuando estuviera en la tierra. La enseñanza de este
capítulo comprende todo, desde Su descenso del cielo, hasta que Él entra allí
nuevamente, de tal manera que al descender y ascender, Él llena todas las
cosas; pero su enseñanza reside especialmente en la encarnación y muerte del
Señor, en conexión con lo cual Él da vida eterna, e introduce a los Suyos en la
gloria de la nueva creación, muy por encima y más allá de todo lo que un Mesías
terrenal podía dar.

Jesús fue al otro lado del mar de Galilea, y se sentó sobre un monte con
Sus discípulos. Ahora bien, estaba cerca la pascua; y este hecho da el tono a
todo el discurso que tenemos aquí. Alzando Sus ojos, Jesús ve la multitud que le
había seguido, y pregunta a Felipe dónde iban ellos a comprar pan para toda
esta gente, sabiendo bien lo que Él mismo iba a hacer. Los discípulos piensan,
no conforme a los pensamientos de la fe, sino considerando los recursos con que
el hombre puede contar; uno piensa en lo que se necesitaría, el otro, en lo que
había. Había, en realidad, una disparidad inmensa entre los cinco panes y los
cinco mil hombres. Ahora bien, una de las promesas hechas para el tiempo del
Mesías fue que Jehová satisfaría a Sus pobres con pan (Salmo 132); y Jesús
cumplió esta promesa, obrando un milagro, que tuvo su efecto sobre la multitud
que le rodeaba; hubo abundancia, y les sobró.

Esto da ocasión (v. 14-21) a una especie de marco de toda la historia del
Señor, una historia en que Él reemplaza las bendiciones Mesiánicas por las
bendiciones espirituales y celestiales que habrían de ser consumadas en la
resurrección, sobre la que Él insiste cuatro veces en el curso del capítulo. Él es
reconocido como el Profeta que había de venir; ellos desean hacerle rey; pero Él
evita eso subiendo a orar solo, y los discípulos cruzan el mar sin Él. Ellos son
considerados aquí en el carácter del remanente Judío; sin embargo, esto es lo
que ha llegado a ser la asamblea Cristiana. Pero estos pocos versículos nos dan,
como he dicho, el marco de la historia de Cristo, reconocido como Profeta, y
rehusando la realeza, para ejercer el sacerdocio en lo alto mientras Su pueblo
cruza con dificultad las olas de un mundo atribulado. En cuanto Jesús se vuelve
a reunir con ellos, llegan al lugar adonde se dirigían; las dificultades se
terminan, la meta es alcanzada: aquí, los discípulos representan enteramente al
remanente Judío.

La multitud se vuelve a reunir con el Señor al otro lado del mar,


asombrados de hallarle allí, sabiendo que no había, donde Él había estado,
ninguna otra barca más que la de los discípulos. El Señor los acusa de buscarle,
no porque habían visto el milagro, sino porque habían comido el pan, y se
habían saciado, y Él los invita a buscar el alimento que permanece para vida
eterna, el cual el Hijo del Hombre les daría; porque en Él el Padre ha puesto Su
sello. (Juan 6:27 - RVA).

En el quinto capítulo Jesús es Hijo de Dios; aquí, es Hijo del Hombre, y


veremos qué cosa obra la fe en Él como tal. La pregunta legal de la multitud (v.
28), más bien vaga y trivial, introduce este acontecimiento. ¿Qué haremos (ellos
dicen), para poner en práctica las obras de Dios? Esta es la obra de Dios (el
Señor responde), que creáis en Aquel que Él ha enviado. Luego ellos le piden
una señal, conducidos por Dios en su pregunta, recordando el don del maná en
el desierto, como estaba escrito: "Pan del cielo les dio a comer." (Juan 6:31).

Esta cita introduce directamente la doctrina del capítulo. Cristo era el pan.
No era una cuestión de mostrar una señal a los hombres; Él mismo era la señal
de la intervención de Dios en gracia, en Su Persona como Hijo del Hombre
descendido a la tierra, y no como Profeta, o Mesías, o Rey. «Mi Padre os da el
verdadero pan que viene del cielo». El Padre - siempre es Él cuando se trata de
gracia activa - les daba el pan de Dios. El pan verdadero, en su naturaleza, es
Aquel que descendió del cielo, y da vida al mundo. Esto sale completamente del
Judaísmo: es el Padre, el Hijo del Hombre, Aquel que desciende del cielo, y que
Dios da por la vida del mundo; no es Jehová cumpliendo las promesas hechas a
Israel mediante la venida del Hijo de David, aunque Jesús, de hecho, era esto. Al
igual que la pobre mujer Samaritana - pero impelidos aquí por una vaga
necesidad del alma, ellos piden que el Señor les haga partícipes de este pan de
Dios que da vida. Esto brinda la ocasión para el pleno desarrollo de la enseñanza
de Jesús. "Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el
que en mí cree, no tendrá sed jamás." (v. 35). «Si quieren tener para siempre
pan que es verdadero alimento, vengan a Mi; nunca tendrán hambre.» "Mas", el
Señor añade (pues ese era el estado de Israel, considerado siempre así en
Juan), "aunque me habéis visto, no creéis." (v. 36). «Si se tratara de ustedes, y
de su responsabilidad, todo está perdido: el pan de vida les ha sido presentado,
y ustedes no quieren comer de él, no quieren venir a Mí para tener vida; pero el
Padre tiene consejos de gracia, Él no permitirá que todos ustedes perezcan.»
"Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí" (v. 37); pues la gracia, soberana y
segura en sus efectos, es enseñada claramente en este Evangelio: «puesto que
es el Padre quien me lo ha dado, yo nunca echaré al que a Mi viene, por muy
perverso que pueda haber sido, o enemigo insolente de mí. El Padre me lo ha
dado, y no he venido para hacer Mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me
ha enviado.» Que humilde lugar toma aquí el Señor, ¡aunque todo fue
consumado a expensas de Él! Él se hizo siervo, y Él cumple la voluntad de otro
solamente, la voluntad de Aquel que le envió (v. 38).

Esta voluntad nos es presentada ahora en un doble aspecto, y en una


manera muy sorprendente: "Y esta es la voluntad del que me envió: que de todo
lo que El me ha dado yo no pierda nada." (v. 39 - LBLA). La salvación de ellos
está asegurada por la voluntad del Padre, cuyo cumplimiento nada puede
impedir. Pero es en otro mundo donde la bendición tendrá lugar. Ya no es aquí
un asunto de Israel y del Mesías, sino de la resurrección en el día postrero (el
día final). La expresión "en el día postrero", que encontramos cuatro veces en
esta parte del capítulo designa el día final de la dispensación legal en que el
Mesías había de venir, y vendrá.

El curso de estas dispensaciones ha sido interrumpido por el rechazo del


Mesías cuando vino, lo que ha dado lugar a la introducción de cosas celestiales,
las que son introducidas en forma de paréntesis entre la muerte del Mesías y el
fin de las semanas de Daniel. Aquellos que el Padre da a Jesús gozarán como
resucitados, la bendición celestial que el amor del Padre les guarda, y que la
obra del Hijo les asegura. Ninguno de ellos se perderá: todos serán resucitados
por el poder del Señor. Tales son los infalibles consejos de Dios.

Es también la voluntad del Padre que todo aquel que ve al Hijo, y cree en
Él, tiene vida eterna: y el Señor le resucitará en el día postrero (v. 40). El Hijo
es presentado a todos, para que puedan creer en Él, y todo aquel que cree tiene
vida eterna. Aquí, nuevamente, no se trata del Mesías y de las promesas, sino
de ver al Hijo, y de creer en Él, de vida eterna y resurrección. Antes, era el
consejo del Padre que no podía fallar; aquí, es la presentación del Hijo de Dios
como el objeto de la fe; si, a través de la humillación del Señor, uno viera al
Hijo, y creyera en Él, uno tendría vida eterna, y el resultado sería el mismo. En
el primer caso es un asunto de los consejos del Padre y de Sus hechos, así como
de los de Jesús resucitándolos: el Padre los da, Jesús los resucita, ninguno de
ellos se pierde. Después, tenemos la presentación del Hijo en conexión con la
responsabilidad del hombre: si un hombre creyera, tendría vida eterna, y
resucitaría. Estos son los dos aspectos, reunidos, en que estas dos verdades son
presentadas.

Los Judíos murmuran porque el Señor dijo que Él había descendido del
cielo. Ellos vieron el Hijo, y no creyeron en Él: le conocían según la carne; Él era,
para ellos, el hijo de José. El Señor, entonces, insiste en el hecho de que nadie
puede venir a Él a menos que el Padre le traiga; Él insiste sobre la necesidad de
gracia para poder venir, no que cada uno no era libre, como dice la gente, de
venir, pues todo aquel que vea al Señor, y crea en Él, ha de tener vida eterna;
pero Él muestra que la mente carnal es enemistad contra Dios. Está la ceguera
del pecado, de la carne, y el odio a Dios, hasta donde Él se revela; no hay quien
entienda, no hay quien busque a Dios; así que se necesita el poder de la gracia
para disponer el corazón para recibir a Cristo. Ahora, cuando el Padre trae
alguno a Jesús, es mediante gracia eficaz en el corazón: los ojos son abiertos,
uno pasa de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios; uno pasa a una
salvación asegurada por Cristo, quien resucitará a un alma tal en el día postrero.
Es la revelación de Jesús al alma por la gracia del Padre: el alma ve al Hijo,
recibe vida eterna, nunca se perderá, sino que será resucitada en el día
postrero. Es importante observar que el que es traído por el Padre nunca se
perderá, y que en el día postrero él tendrá su parte con los redimidos en un
mundo enteramente nuevo, en un estado enteramente nuevo. Un alma
semejante es enseñada por Dios a reconocer al Hijo; el Padre le ha hablado; ella
ha aprendido de Él; viene a Cristo, y es salvada; no que alguien haya visto al
Padre, excepto Cristo mismo. Cristo le ha revelado, y el que creyó en Cristo tuvo
vida eterna (v. 47). ¡Certeza solemne, pero preciosa! La vida eterna ha
descendido del cielo en la Persona del Hijo, y el que cree en Él, la posee,
conforme a la gracia eficaz del Padre, quien le trae a Cristo, y conforme a la
salvación perfecta que Cristo ha consumado: su fe echa mano, en cuanto a la
vida, del Hijo de Dios, quien manifestará Su poder después, resucitando a los
redimidos de entre los muertos.

Vemos que, como en el capítulo 5, Cristo nos es presentado como un


poder que da vida, Él es presentado aquí como el objeto de la fe, y eso en Su
humillación, como descendido del cielo, y hecho morir. No se trata del Mesías
prometido. Se trata de Cristo descendido del cielo para salvar a los que creen.
Su reingreso al cielo es mencionado al final del capítulo como testimonio, con el
título, "¿Pues qué, si viereis al Hijo del hombre subir a donde antes estaba?"
(Juan 6:62 - VM).

Como hemos visto, la multitud, bajo la dirección oculta de Dios, había


aludido al maná, pidiendo al Señor alguna señal similar. Jesús les había dicho
(¡una respuesta conmovedora!): «Yo soy la señal de la salvación de Dios, y de la
vida eterna enviada al mundo; Yo soy el maná, el pan verdadero, que el Padre,
Dios actuando en gracia, les da»: "el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el
que en mí cree, no tendrá sed jamás." (v. 35). Yo rememoro todo esto, aunque
ya hemos hablado de los versículos que siguen, para reunir lo que se dice acerca
del pan, y paso ahora directamente al versículo 48. "Yo soy el pan de vida.
Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron. Este es el pan que
desciende del cielo, para que el que de él come, no muera. . . si alguno comiere
de este pan, vivirá para siempre." Aquí se trata de Cristo descendido del cielo, la
encarnación, poniendo aparte toda idea de promesa; es el hecho grande y
poderoso, de que, en la Persona de Jesús, la gente vio a Aquel que había
descendido del cielo, el Hijo de Dios hecho Hombre, como vemos en el primer
capítulo de la Primera Epístola de Juan: "Lo que era desde el principio, lo que
hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y
palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida . . . (. . . la vida eterna, la
cual estaba con el Padre, y se nos manifestó)." (1 Juan 1: 1, 2). Fue en cuanto a
Su Persona, no todavía en cuanto a nuestra entrada en esta vida, el principio del
nuevo orden de cosas. Nacido de mujer, de modo que, conforme a la carne, Él
estaba conectado con la raza humana, Hijo del Hombre, pero, con todo,
descendido del cielo, uno con el Padre, para que pudiéramos tener parte en esta
vida, para que pudiéramos ser de este nuevo orden de cosas, era necesario que
Él muriese; de otra manera Él permanecía solo. Pero Él había tomado esta
carne; Él había sido hecho un poco menor que los ángeles a causa del
padecimiento de la muerte, habiendo tomado esta carne, que Él iba a dar por la
vida del mundo.

El primer gran punto, entonces, fue la encarnación, Cristo descendido del


cielo, el Verbo hecho carne - la vida en Él - y a dar vida eterna a aquel que
comiera de Él. El segundo punto es, que Cristo dio su carne por la vida del
mundo. Él debe morir, debe finalizar, mediante la muerte, toda relación con el
mundo y la raza humana perdida; y comenzar un nuevo linaje, de los cuales Él
no se avergonzaría de llamarlos hermanos, porque el que santifica y los que son
santificados, de uno son todos; luego, habiendo sido consumada la redención*,
Él los introduciría, resucitados, en la gloria de la familia del Padre, según los
consejos de ese Padre que se los había dado. Esto detiene a los Judíos: «¿Cómo
podría ser comida la carne de este Hombre?» Pero Jesús no se preocupa por
ellos. Él es, conocido así, la vida eterna. Ya no era un asunto de conformar a los
Judíos, sino de dar salvación y vida eterna al mundo por la fe en Él, quien había
venido del cielo para esto, y de presentar al Padre a aquellos que el Padre le
había dado, tal como el Padre los tendría en Su amor, y en Sus consejos,
conforme a Su naturaleza, si ellos iban a estar en Su presencia. Si ellos no
comían Su carne, y bebían Su sangre, no tenían vida. En ellos no había nada
para ese mundo nuevo de gloria, esa raza bendita. Para eso, era necesario que
una vida celestial descendiera del cielo, y fuera comunicada a las almas, y eso
en un Hombre; era necesario que este Hombre muriese, y terminara toda
relación con la raza caída, y que, resucitado, comenzara una raza nueva,** que
poseyera la vida divina (por cuanto ellos se habían apropiado de Cristo por
gracia), y que fuera resucitada por el poder del Salvador, cuando llegara el
momento, "en el día postrero."

{* Este no es nuestro asunto aquí.}


{** Yo no dudo que los santos del Antiguo Testamento fueron vivificados; pero nosotros estamos
hablando aquí de la obra sobre la cual su bendición, así como también la nuestra, estaba
fundamentada.}

Esta obra está consumada. Ahora bien, no es de su eficacia para redimir


nuestras almas de lo que nosotros estamos hablando en este momento, ni
tampoco del perdón que gozamos en virtud de su consumación, por preciosas
que puedan ser estas verdades, sino de la conexión que hay entre estos
acontecimientos divinos y la posesión de vida, en virtud de lo cual nosotros
tenemos parte en esta redención y en este perdón, con todas las consecuencias
que emanan de ellos. Cristo es recibido en Su encarnación; pero, aunque la
encarnación precedió necesariamente, históricamente, a la muerte del Salvador,
yo no creo que uno pueda comprender el significado de esta vida de humillación,
a menos que uno entre primero en el significado de Su muerte. Personalmente,
la cosa nueva, tal como ya hemos dicho, fue presentada en Su Persona - un
Hombre, Dios manifestado en carne, pero Aquel en quien estaba la vida, Aquel
que era esta vida eterna que había estado con el Padre, y que ahora era
manifestada a los discípulos. Pero, en este estado, el grano de trigo permanecía
solo, por muy productivo que pudiera ser; para introducir a aquellos que Dios le
dio a la posición del postrer Adán, del segundo Hombre, era necesario que Él
muriese, que Él entregara Su vida en este mundo, para volver a tomarla en el
estado de resurrección, más allá del pecado, la muerte, el poder de Satanás, y el
juicio de Dios, después de haber pasado a través de todas estas cosas, y de
haber tomado nuevamente Su vida de Hombre, pero en un cuerpo espiritual y
glorificado. Ahora bien, Su muerte fue, moralmente, el fin del hombre expulsado
del paraíso; Su resurrección, fue el principio de un nuevo estado del hombre,
según los consejos de Dios. Ahora bien, el hombre en Adán no tenía vida en sí
mismo; no tenía la vida de Dios, y, para tenerla, él debe entender y recibir no
solamente la encarnación, o un Mesías prometido, sino el juicio sobre el primer
hombre, llevado por la muerte de Cristo; él debe entrar, en cuanto a sí mismo,
en la convicción, la comprensión de este estado manifestado de este modo,
aunque en gracia, en la muerte del Salvador. Aquel que se apropió la muerte de
Cristo, aceptó este juicio con respecto a él mismo, cuando el pecado (no los
pecados) fue condenado en otro. El pecado en la carne, el cual es enemistad
contra Dios, ha sido condenado para nosotros. Recibiendo por fe la muerte de
Cristo como la condenación absoluta de lo que yo soy, yo tengo parte en la
eficacia de lo que Él ha hecho: el pecado ha estado delante de Dios, y ha
desaparecido de delante de Sus ojos en la muerte de Cristo, quien, no obstante,
no conoció pecado. Yo me digo a mí mismo, «Ese soy yo. Yo lo como; yo me
coloco allí por la operación del Espíritu de Dios, no que yo crea que es por mí
personalmente, sino que yo reconozco lo que Su muerte significó, y me coloco
en ella por la fe en Él. Allí, donde yo estaba, espiritualmente en muerte, por el
pecado y la desobediencia, Cristo entró en gracia y por la obediencia, para la
gloria de Su Padre, para que Dios pudiera ser glorificado. Yo reconozco mi
estado en Su muerte, pero según la perfecta gracia de Dios, según la cual Él
tomó mi lugar allí; pues es en esto que nosotros conocemos el amor, que Él
puso Su vida por nosotros.» Ahora bien, si "uno solo murió por todos; luego en
él todos murieron." (2 Corintios 5:14 - VM). Mediante la fe y el arrepentimiento
yo me reconozco allí, y tengo vida eterna. Ahora yo puedo seguir a Jesús a
través de Su vida completa, incluso el hecho de haber sido Él un Hombre aquí
abajo, y me puedo alimentar de este pan de vida, en toda Su paciencia, Su
gracia, Su benignidad, Su amor, Su pureza, Su obediencia, Su humildad - en
toda esa perfección de cada día, y a través de todo el día, que terminó sólo en la
cruz, donde todo fue consumado. «El que me come vivirá para siempre.» Yo
tengo vida eterna, y Jesús me resucitará en el día postrero.

Tenemos aún algunos puntos que notar en este capítulo.

El verbo, 'comer', es empleado en el capítulo en dos tiempos distintos. El


que ha comido, tiene vida eterna; el que, por gracia, ha tomado su lugar en la
muerte de Cristo, fuera de toda promesa, de todo derecho de cualquier clase,
siente que depende de la gracia soberana que ha colocado a Cristo allí, y cree en
ello. El que habrá comido de este pan, vivirá para siempre. Pero en los
versículos 54 y 56 tenemos el carácter del hombre, y su 'comer' como una cosa
presente. Dos cosas son la consecuencia de ello: primero, él tiene vida eterna, y
será resucitado; en segundo lugar, el que se alimenta de este pan, permanece
en Jesús y Jesús en él: antes que nada, una bendición general, con salvación
presente y por venir; luego comunión, y la presencia permanente de Jesús con
nosotros, e incluso en nosotros. Pues como el Padre, quien tiene vida en Sí
mismo, envió a Jesús, y Jesús vivió por Él, tan inseparable de Él, así el que come
a Cristo vivirá, debido a la vida que está en Cristo. "Porque yo vivo, vosotros
también viviréis." (Juan 14:19). Es una unión en vida, por gracia, con Jesús: la
vida en nosotros es inseparable de Él; nosotros vivimos porque Él vive. Él es
nuestra vida. Así como Él es inseparable del Padre, e incluso como Hombre aquí
abajo, viviendo debido a la vida que estaba en el Padre, esta vida en Él no podía
separarse del Padre, y nuestra vida no debería separarse de Jesús. Ese es el pan
que descendió del cielo, para que uno pueda comer de él, y no morir.

Podemos observar, también, que el pasaje delante de nosotros incluye


más de un único discurso. El comienzo hace referencia al momento cuando la
multitud encuentra nuevamente al Señor después que Él hubo cruzado el mar,
mientras que la última parte fue pronunciada en la sinagoga en Capernaúm (v.
59). Los Judíos se escandalizaron al oír, tomando literalmente lo que Él dijo, y
pensando que Jesús quería que ellos comieran Su carne; incluso muchos de Sus
discípulos dijeron, "Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír?" (v. 60). El Señor
apela al hecho de que Él iba a ascender a donde Él estaba antes. Él no era un
Mesías terrenal, sino un Salvador celestial, venido del cielo a este mundo,
descendido a este mundo, para cumplir lo que era necesario para hacernos
ascender allí, para dar vida eterna al hombre, y para resucitarle cuando llegue el
momento, para darle una parte en el segundo Hombre, en el Hombre y en el
mundo de los consejos y la gracia de Dios, una parte eterna en Su favor, por la
redención, conforme a Sus consejos en gracia. No era una sucesión de
dispensaciones, un Mesías venido en gloria a terminar con ellas, un Hijo de
David conforme a las promesas; sino que es Él (y eso como una cosa presente)
quien descendió del cielo a comunicar vida eterna, y a colocar al creyente en el
cielo, en cuanto al estado de su alma, y finalmente, en cuanto a su cuerpo, apto
para la luz y la gloria divinas. Pero para tener parte en esto, uno debe ver a
Aquel que descendió, no sólo en humillación, como el pan descendido del cielo,
sino como quien ha sido rechazado, tal como Él lo fue, por el hombre, para
entrar en la presencia de Dios, conforme al verdadero estado de la humanidad
que era enemistad contra Dios - pasando a través de la muerte y del juicio,
cuando Él fue hecho pecado por nosotros - y recomenzando Su vida como
Hombre en un estado enteramente nuevo, más allá de la muerte y el juicio.
Siendo imposible toda relación de Dios con el primer hombre, excepto mediante
la cruz, donde Cristo en gracia, hecho un Substituto por el pecador creyente, se
encontró con Dios; el hombre, muerto en delitos y pecados, tiene que conocerle
en este carácter, reconociendo allí su propio estado; es decir, en Cristo muerto,
hecho pecado, y el pecado condenado en Él. Pero el creyente, en el hecho de
que él murió al identificarse de esta manera con Cristo, como con Aquel que fue
hecho aquello que el hombre es realmente, y quien soportó la penalidad de ello -
en este hecho, el creyente, yo digo, está muerto para el pecado, aquel que antes
estaba muerto en sus delitos y pecados, porque él se ha conocido a sí mismo allí
donde Cristo murió al pecado. Cristo murió allí en gracia, como pecado
condenado delante de Dios; y el pecador se dice a sí mismo, «Eso realmente soy
yo; yo soy eso en la carne; y ahora, habiéndose ofrecido Cristo por eso, Dios le
ha hecho por nosotros pecado; pero Cristo, al morir, ha terminado con el
pecado, y por consiguiente yo he terminado con él también.» No existe,
entonces, ninguna relación entre Dios y la raza del primer Adán: la muerte de
Jesús ha hecho evidente este hecho, cuando Dios había tratado todo, incluso
hasta dar a Su hijo. Dios ha terminado con toda esta raza del primer hombre en
la cruz; y en cuanto a mí, yo he terminado con el pecado, el cual era la base de
todo esto. ¡Oh, cuán maravillosos y perfectos son los caminos de Dios, plenos de
gracia infinita!

Vuelvo a recordar también que aquí no es un asunto de nuestra posición


celestial presente; Juan, tal como hemos dicho en otra parte, casi nunca habla
de ella. Cristo resucitará al creyente en el día postrero. Él habla de Su propia
ascensión para completar la verdad: venido del cielo, Él regresará allí; pero Él no
nos asocia con Él en el cielo como un fruto presente de Su obra. Para nosotros,
Él pasa de Su ascensión a la resurrección de nuestros cuerpos.

Una observación más. Yo he hablado de la encarnación y de la muerte; y,


en cuanto a lo que se alcanza aquí, es el conocimiento de estas cosas lo que nos
da claridad, y que nos libera. Pero el Señor dice, en los versículos 40, 47, que Él
ha venido, para que todo aquel que cree en Él tenga vida eterna, y que el que
cree en Él tiene vida eterna; así que todo aquel que realmente ve al Hijo de
Dios en el despreciado Hombre de Nazaret, tiene vida eterna. El Señor, sin
embargo, no oculta el significado de este hecho; Su rechazo, Su muerte, no
podía ser sino la consecuencia de Su presentación a un mundo como en el que
nosotros vivimos, y del cual somos según la carne; es importante que lo
sepamos.

Al responder a los Judíos, ofendidos por el hecho de Su ascensión, Jesús


añade, que es el Espíritu Santo el que da vida - la carne para nada aprovecha -
que Él no habló como si ellos tuvieran que comer de Su carne en un sentido
material. Las palabras que Él les habló eran «espíritu y vida». Las cosas
espirituales eran comunicadas por la Palabra; y era por el poder y por la acción
del Espíritu que ellas se volvían realidad, y realidades vivientes, en el alma, una
parte real de nuestro ser. Pero el Señor sabía bien que había, incluso entre
quienes le seguían como Sus discípulos, personas que no creían, y Él se los dijo;
Él sabía bien, también, quien era el que le traicionaría. Estas eran las ramas que
tenían que ser cortadas, y que lo han sido. Jesús tuvo que andar en medio de
quienes Él sabía que no tenían raíz, de quienes Él sabía incluso que le
traicionarían, y añade: "Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no
le fuere dado del Padre." (v. 65). Desde entonces muchos de Sus discípulos le
dejaron, y ya no andaban con Él.

Es sorprendente ver cómo el Señor toleraría lo que era verdadero, divino,


permanente, y nada más. Lo que había conducido a muchos a seguirle no fue
hipocresía; hubo, sin duda, hipócritas, pero muchos habían venido bajo la
influencia de una impresión pasajera, que se disipaba en presencia de las
dificultades del camino, y ante la piedra de tropiezo que se hallaba en la verdad,
o más bien en los prejuicios que la verdad ofendía. Jesús, por consiguiente, dice
a los doce, "¿Queréis acaso iros también vosotros?" Simón Pedro, siempre
dispuesto a adelantarse, incitado por un cordial afecto, pero lleno de un ardor
que algunas veces le traicionaba, y le involucraba en una senda fuera de la cual
no podía tomarle con una conciencia no contaminada, llega a ser esta vez,
felizmente, el vocero de todos para expresar fe verdadera. Había en él - en
todos ellos - (sin hablar de Judas), una necesidad real, a la que sólo Jesús
respondía. Esto es muy importante. No parece, en absoluto, que Pedro había
entendido lo que Jesús había dicho: él no sabía cómo aceptar los sufrimientos de
su Maestro, quien le llamó Satanás en esa ocasión cuando la carne mostró la
supremacía que ejercía sobre él. Con todo, la raíz estaba allí con Pedro; la
necesidad de poseer vida eterna fue despertada en él; él era consciente de que
esta vida sólo se iba a hallar en Cristo, y que Él era el Enviado de Dios, venido
de Dios; Jesús poseía las palabras de vida eterna. Cualquiera que fuera la falta
de claridad que había en las opiniones de Pedro, él pensó en la vida eterna, con
la necesidad de poseerla él mismo; él creyó y conoció que Cristo tenía las
palabras que la revelaban, y, por gracia, la comunicaban, y que Él era el Santo
de Dios, Aquel que el Padre había santificado, y enviado al mundo. Hubo allí fe
verdadera, así como las necesidades que Dios produce. No hubo conocimiento
de las profundas verdades que Cristo estaba enseñando, ni de las personas por
quienes Pedro respondió cuando él dijo, "iremos"; pero las necesidades del alma
estaban allí, así como fe en las palabras y en la Persona de Cristo. Así, a través
de muchas caídas, Pedro fue guardado para demostrar ser fiel al Salvador hasta
el fin, y el Señor le confió las ovejas y los corderos que Él amaba - el ministerio
del apóstol entre los Judíos - y también le concedió ser el primero que traería a
un Gentil. Es interesante ver que si faltara el conocimiento de las verdades
enseñadas en este capítulo, si hubiera fe verdadera en las palabras y en la
Persona de Jesús, como enviado de Dios (no meramente como un profeta que
habló lo que Dios le dio para hablar, sino como siendo personalmente el Santo
de Dios, quien tenía palabras de vida eterna), uno poseería esta vida eterna, uno
poseería todo.

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