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RESUMEN UN VIEJO QUE LEIA NOVELAS DE AMOR II

PERSONAJES
 Alcalde: Era un gordo odiado por todos, porque llegó al Idilio, pueblo de la Regió n
Amazó nica, a cobrar impuestos y vender permisos de pesca y muchas otras cosas só lo
para ganar dinero, era ignorante en cuanto a las “leyes” de la selva, se cree el dueñ o de
la verdad absoluta y que só lo él tiene la razó n. Los lugareñ os lo apodaban la Babosa,
porque desde que llegó a la ciudad no paraba de sudar, también era una persona muy
violenta, porque golpeaba a su mujer.
 Antonio José Bolívar Proaño: Viejo de casi unos setenta añ os, casado con Dolores
Encarnació n del Santísimo Sacramento Estupiñ á n Otavalo, vivieron con mucha
pobreza en la Sierra, hasta que le propusieron irse a otro lugar lejos de allí. Antonio
José Bolívar Proañ o y su esposa decidieron irse a El idilio.
Después conoce a los Shuar y su esposa muere, se siente muy solo, pero con sus
nuevos amigos disfruta de la verdadera libertad de la cual siempre había soñ ado,
hasta que por un desagradable hecho es expulsado de los Shuar.
Se dedica a leer novelas de amor, repetidas veces, hasta aprendérselas de memoria.
Se convierte en un viejo bastante solitario de pocas amistades amante de las novelas
de amor pero de espíritu valiente y aventurero.
 Los Shuar: Tribu de la selva, andaban semidesnudos, eran excelentes cazadores,
hablaban su propia lengua, bebían aguardiente fumaban cigarros de hoja. Antonio José
Bolívar los describía como una manada de micos habladores como los papagayos,
borrachos y gritones como los diablos.
No eran violentos con la gente ni con los animales, só lo los cazaban para alimentarse
no por diversió n ni como trofeos, respetaban mucho la vida.
 Rubicundo Loachamín: Era el dentista que iba dos veces al añ o al El Idilio a arreglar
los dientes de los indígenas, Antonio José Bolívar Proañ o después de averiguar su
tema favorito en las novelas le cuenta, y él se ofrece a traerle libros cada vez que
pueda, era el ú nico amigo de Antonio José Bolívar Proañ o, de trato un poco rudo con
los pacientes indígenas, pero amable al querer ayudar a su amigo.
PRIMER CAPÍTULO:
En este capítulo, los escasos habitantes de El idilio y un puñ ado de viajeros que venían
de las cercanías se reunieron en el muelle, esperando ser atendidos por el dentista
Rubicundo Loachamín, que calmaba los dolores de los pacientes con una extrañ a
anestesia oral.
Los pacientes, agarrá ndose de los costados del silló n, respondían a su dolor abriendo
excesivamente los ojos y sudando a mares, algunos querían retirar de sus bocas las
manos impertinentes del dentista.
Mientras tanto a lo lejos se divisaba la pequeñ a tripulació n del Sucre, que traía consigo
racimos de banano verde y café en grano. Este llegaría al Idilio, apenas el dentista
terminase su labor, este luego navegaría las aguas del río Nangaritza para luego
desembocar en el Zamora, y luego de cuatro días arribar al puerto del Dorado.
El doctor Loachamín visitaba el Idilio dos veces al añ o, al igual que el empleado de
correos, quién raramente llevaba correspondencia a algú n habitante.
Los ú nicos contentos en la cercanía de la consulta eran los jíbaros, que eran indígenas
rechazados por su propio pueblo. Existía una gran diferencia entre un Shuar orgulloso
quién conocía muy bien el Amazonas, y un Jíbaro, como los que estaban en El Idilio
esperando la atenció n del dentista.
Después de atender al ú ltimo paciente, el dentista se sintió muy aliviado y se
encaminó hacia el muelle donde encontraría a su viejo amigo José Bolívar Proañ o. En
eso dos canoas se acercaban, y de una de ellas se asomaba la cabeza de un hombre
rubio, de quien se sabrá en los capítulos siguientes.
SEGUNDO CAPÍTULO:
En este capítulo aparece en acció n el Alcalde, quien era la má xima autoridad y
representante de un poder demasiado lejano como para provocar temor, era un
individuo obeso que sudaba sin descanso. Decían los lugareñ os que la sudadera le
empezó apenas el llegó al Idilio, ganá ndose el apodo de la Babosa.
A causa de un desfalco lo enviaron a ese rincó n perdido del oriente como sanció n. Só lo
sudaba, y su otra ocupació n consistía en administrar la cerveza al pueblo. El alcalde no
bebía agua ardiente como los demá s lugareñ os. El vivía con una indígena a la que
golpeaba salvajemente acusá ndola de haberle embrujado, y todos esperaban que la
mujer lo asesinara.
El alcalde llegó al pueblo con la manía de cobrar impuestos por razones misteriosas. El
anterior Alcalde, fue un hombre muy querido por el pueblo, ya que su lema era “vive y
deja vivir”. El murió luego de tener un altercado con unos buscadores de oro, y fue
encontrado a los dos días con la cabeza abierta a machetazos y devorado por las
hormigas.
Cuando el alcalde llegó al muelle, ordenó subir el cadá ver. El era un hombre joven,
rubio y de contextura fuerte. El Alcalde culpó a los Shuar de matar al antiguo alcalde,
quien sacó un revó lver y apuntó a los indígenas.
Entonces se escuchó una voz que dijo que no era una herida de machete ésta voz era
de Antonio José Bolívar, el viejo se acerco al cadá ver y dijo que era un zarpazo de
tigrillo, un animal adulto lo mató . Huela lo mató la hembra ya que luego lo meó para
marcarlo.
El alcalde miraba extrañ amente a los Shuar, al viejo a los lugareñ os, al dentista, y no
sabía como explicar lo sucedido. Los indígenas apenas vieron las pieles saltaron a sus
canoas y se marcharon para avisar en su caserío de la peligrosa hembra, quien
buscará sangre en los poblados. Esto alertó mucho a los pobladores, quienes se
pusieron en guardia.
Má s tarde unos hombre transportaron el cadá ver que se encontraba en las tablas del
muelle. En ese momento subieron el cajó n a bordo y el alcalde vigiló la maniobra. Las
campanadas del sucre anunciaban la partida, lo cual los obligó a despedirse.
El viejo permaneció en el muelle hasta que el barco desapareció tragado por una curva
del río, se quitó su dentadura postiza y se dirigió a su choza.
TERCER CAPÍTULO:
Antonio José Bolívar Proañ o sabía leer, pero no escribir. A lo má s, lograba garabatear
su nombre. Cuando debía firmar leía lentamente, juntando las sílabas, susurrá ndolas a
media voz como si las paladeara.
Vivía en una choza de unos diez metros cuadrados en los que ordenaba el escaso
inmobiliario.
Conoció a Dolores Encarnació n del Santísimo Sacramento Estupiñ á n Otavalo de niñ o
en San Luis, un poblado serrano aledañ o al volcá n Imbabura. Tenían trece añ os
cuando los comprometieron. El matrimonio de niñ os vivió los primeros tres añ os de
pareja en casa del padre de la mujer, un viudo, muy viejo, que se comprometió
testar a favor de ellos a cambio de cuidados y de rezos.
Al morir el viejo, heredaron unos pocos metros de tierra, insuficientes para el sustento
de una familia. El hombre cultivaba la propiedad familiar y trabajaba en terrenos de
otros propietarios.
La mujer no se embarazaba. Antonio José Bolívar Proañ o intentaba consolarla y
viajaban de curandero en curandero probando toda clase de hiervas. Fue así como
decidieron abandonar la sierra y poco antes de las festividades de San Luis reunieron
las pocas pertenencias, cerraron la casa y emprendieron el viaje. Llegar hasta el
puerto fluvial de El Dorado les llevó dos semanas.
Luego de otra semana de viaje, esta vez en canoa, arribaron a una esquina del río. La
ú nica construcció n era una enorme choza de calaminas que hacía de oficina, bodega
de semillas y herramientas, y vivienda de los recién llegados colonos. Eso era El Idilio.
La pareja se dio a la tarea de construir precariamente una choza. Trabajando desde el
alba hasta el atardecer arrancaban un á rbol, unas lianas; luego se les terminaron las
provisiones y no sabían que hacer. Aislados por las lluvias, por esos vendavales que no
conocían, empezaron a morir los primeros colonos.
Se sentían perdidos, en una estéril lucha con la lluvia que amenazaba con llevarles la
choza. Los Shuar, compadecidos, se acercaban a echarles una mano. Pasada la estació n
de las lluvias, los Shuar les ayudaron a desbrochar laderas de monte, advirtiéndoles
que todo era en vano. Al llegar la siguiente estació n de las lluvias, los campos tan
duramente trabajados se deslizaron ladera abajo con el primer chubasco.
Dolores Encarnació n del Santísimo Sacramento Estupiñ á n Otavalo no resistió el
segundo añ o y se fue en medios de fiebres altísimas, consumida hasta los huesos por
la malaria. Antonio José Bolívar Proañ o supo que no podía regresar al poblado
serrano.
Aprendió el idioma Shuar participando con ellos de las cacerías, también aprendió a
valerse de la cerbatana, silenciosa y efectiva en la caza, y de la lanza frente a los
veloces peces.
A los cinco añ os de estar allí supo que nunca dejaría aquellos parajes. Una mañ ana,
Antonio José descubrió que envejecía al errar un tiro de cerbatana. También llegaba el
momento de marcharse, tomó la decisió n de instalarse en El Idilio y vivir de la caza.
Un día, entregado a la construcció n de una canoa resistente, definitiva, escuchó el
estampido proveniente de un brazo del río, corrió al lugar de la explosió n y encontró a
un grupo se Shuar llorando. Le indicaron la masa de peces muertos en la superficie y
al
grupo de extrañ os que desde la playa les apuntaban con armas de fuego. Los blancos,
nerviosos ante la llegada de má s Shuar, dispararon alcanzando a dos indígenas y
emprendieron la fuga en su embarcació n. El supo que los blancos estaban perdidos.
Los Shuar tomaron un atajo, los esperaron en un paso estrecho y desde ahí fueron
presas fá ciles para los dardos envenenados. Uno había muerto con la cabeza
destrozada por la perdigonada a corta distancia, y el otro agonizaba con el pecho
abierto. Era su compadre Nushiñ o.
Los Shuar empujaron la canoa y enseguida borraron sus huellas de la playa.
CUARTO CAPÍTULO:
Aquí se cuenta que después de cinco días de navegació n, llegaron a El Idilio. El lugar
estaba cambiado. Una veintena de casas se ordenaba formando una calle frente al río.
Había también un muelle de tablones que Antonio José Bolívar Proañ o evitó , y navegó
algunos metros má s aguas abajo hasta que el agotamiento le indicó un sitio donde
levantó la choza.
Tanto los colonos como los buscadores de oro cometían toda clase de errores
estú pidos en la selva. Llegaban en grupos bulliciosos portando armas suficientes para
equipar a un batalló n. Antonio José Bolívar Proañ o se ocupaba de mantenerlos a raya,
en
tanto los colonos destrozaban la selva construyendo la obra maestra del hombre
civilizado. El desierto, se quedó con todo el tiempo para sí mismo, y descubrió que
sabía leer al mismo tiempo que se le podrían los dientes. Muchas veces presenció la
faena del doctor
Rubicundo Loachamín en sus viajes semestrales.
Cierto día, junto a las cajas de cerveza y a las bombonas de gas, el sucre desembarcó a
un aburrido clérigo, con la misió n de bautizar niñ os y terminar con los concubinatos.
Tres días se quedó el fraile en El Idilio, sin encontrar a nadie dispuesto a llevarlo a los
caseríos de los colonos, se sentó en el muelle esperando a que el barco lo
sacara de allí. Para matar las horas de canícula sacó un viejo libro de su patrimonio e
intentó leer hasta que la voluntad del sopor fuese mayor que la suya.
El libro en las manos del cura tuvo un efecto de carnada para los ojos de Antonio José
Bolívar. Era una biografía de san Francisco que revisó furtivamente, sintiendo que al
hacerlo cometía una estafa deleznable.
El llamado del sucre anunció el momento de zarpar y no se atrevió a pedirle al cura
que le dejase el libro. Lo que sí le dejó , a cambio, fueron mayores deseos de leer. Pasó
toda la estació n de las lluvias rumiando su desgracia de lector inú til, y por primera vez
se sintió terriblemente solo.
Cuando las lluvias disminuyeron y la selva se pobló de animales nuevos, abandonó la
choza y, premunido de la escopeta, se adentró en el monte. Allí pasó dos semanas, en
los territorios de los animales apreciados por los hombres blancos. Dispuso las
trampas, y antes de dejar la regió n de los micos buscó un papayo alto, uno de los con
razó n llamados papayos del mico, tan altos, que solamente ellos conseguían llegar
hasta los frutos deliciosamente asoleados y muy dulces. Al día siguiente comprobó el
éxito obtenido con las trampas.
Con el botín a la espalda regresó a El Idilio, y esperó a que la tripulació n del Sucre
terminara con las faenas de carga para acercarse al patró n. Durante la travesía charló
con el doctor Rubicundo Loachamín y lo puso al tanto de las razones.
El Dorado no era, en ningú n caso, una ciudad grande. Para Antonio José Bolívar, luego
de cuarenta añ os sin abandonar la selva, era regresar al mundo enorme que antañ o
conociera.
QUINTO CAPÍTULO:
Con las primeras sombras de la tarde se desató el diluvio y a los pocos minutos era
imposible ver má s allá de un brazo extendido. Antonio José Bolívar Proañ o dormía
poco. A lo má s, cinco horas por la noche y dos a la hora de la siesta.
En la estació n de las lluvias las noches se prolongaban con bajar al río sumergirse,
mover unas piedras, hurgar en el lecho fangoso, y ya se disponía de una docena de
camarones gordos en el desayuno. Así lo hizo esa mañ ana. Se desnudó , se ató a la
cintura una cuerda cuyo otro extremo estaba firmemente atado a un pilote.
Salió con un puñ ado de bichos moviéndose frenéticos, y se apretaba a salir del agua
cuando escuchó los gritos. Agudizó la vista tratando de descubrir la embarcació n, mas
la lluvia no permitía ver nada. El manto de agua caía sin descanso perforando la
superficie del río. Escuchó como los gritos se repetían y divisó unas ciertas
figuras corriendo hacia el muelle.
Los hombres se hicieron a un lado al ver llegar al alcalde. El gordo venía sin camisa y,
protegido bajo un amplio paraguas negro, soltaba agua por todo el cuerpo. La canoa
atada a uno de los pilares llegó semi-sumergida, flotando nada má s que por ser de
madera. A bordo se mecía el cuerpo de un individuo con la garganta destrozada y los
brazos desgarrados.
El alcalde ordenó que subieran el cuerpo, y al tenerlo sobre las tablas del muelle lo
reconocieron por la boca. Era Napoleó n Salinas un buscador de oro al que la tarde
anterior había atendido el dentista. Salinas era uno de los pocos individuos que no se
sacaban los dientes podridos, y prefería que se los parcharan con pedazos de oro.
El alcalde ordenó a uno de los reunidos que le sostuviera el paraguas para tener las
manos libres, y repartió las pepitas de oro entre los presentes. Tras recobrar el
paraguas, empujó al muerto con un pie hasta que cayó de cabeza al agua.
SEXTO CAPÍTULO:
Luego de comer los sabrosos camarones, el viejo limpió prolijamente su placa dental y
la guardó envuelta en el pañ uelo. Despejó la mesa, arrojó los restos de comida por la
ventana, abrió una botella de Frontera y se decidió por unas de las novelas.
Lo envolvió la siesta de las dos de la tarde y se tendió en la hamaca sonriendo
socarronadamente al imaginar personas que abrían las puertas de sus casas y caían a
un río a penas daban el primer paso. Por la tarde, luego de darse una nueva panzada
de
camarones, se dispuso a continuar la lectura, y se aprestaba hacerlo cuando un
griterío lo distrajo obligá ndolo a asomar la cabeza al aguacero.
Por el sendero corría una mula enloquecida entre estremecedores rebuznos, y
lanzando coses a quienes intentaban detenerla. Tras un gran esfuerzo, los hombres
consiguieron rodear al esquivo animal. Algunos caían para levantarse cubiertos de
lodo,
hasta que por fin lograron tomar el animal.
El alcalde, esta vez sin paraguas, ordenó que la tumbaran y le despachó el tiro de
gracia, el animal lanzó un par de patadas al aire y se quedó quieto.
El alcalde ordenó prepararse para salir al otro día temprano hasta el puesto de
Miranda, y encargó a dos hombres que faenaran el animal. La carne trozada fue
llevada hasta el portal de la alcaldía y el gordo la repartió entre los presentes, el gordo
le preguntó a Antonio José Bolívar ¿qué parte quería? El respondió que solo un trozo
de hígado, entendiendo que la gentileza del gordo lo inscribía en la partida.
Con el pedazo de hígado caliente regresó a la choza. Mientras freía el hígado tirá ndoles
pedacitos de romero maldijo el incidente que lo sacaba de su tranquilidad.
Murmurando, se puso la dentadura postiza y masticó los secos pedazos de hígado.
Muchas veces escuchó decir que con los añ os llega la sabiduría. Hacía varios añ os
desde la mañ ana en que al muelle del El Idilio abrió una embarcació n nunca antes
vista, una lancha de motor que permitía viajar a ocho personas.
En la novedosa embarcació n llegaron novedosos americanos con cá maras fotográ ficas
y artefactos de usos desconocidos.
El gordo apestaba a trago y no dejaba de nombrarlo su amigo y colaborador, mientras
los gringos lo fotografiaban, y no só lo a ellos, a todos los que se pusieran frente a las
cá maras.
Sin pedir permiso entraron a la choza, y uno de ellos, luego de reír a destajo, insistió
en comprar el cuadro que lo mostraba junto a su esposa.
Los intrusos entendían castellano, y no precisaron que al gordo les detallara las
intenciones del viejo. Amistoso, les pidió con precisió n, arguyó que los recuerdos eran
sagrados en esa tierra.
En cuanto tuvo el retrato colgado en el lugar de siempre, el viejo accionó los
percutores de la escopeta, y se marchó .
El gordo, al ver los ojos encendidos del viejo, optó por alejarse rá pido y al trote
alcanzó al grupo de americanos.
Al día siguiente la embarcació n plana dejo el muelle con tripulació n aumentada.
La babosa se le acercó al viejo pidiéndole que acompañ ara a los gringos monte
adentro. Algo me decía que no vino a hablarme de su nombre, paisano. Vengo a decirle
que tenga cuidado. La babosa le agarró mala. Delante mío les pidió a los gringo que
cuando vuelvan a el Dorado hablen con el comisario para que este le mande una
pareja de rurales. Piensa votarle la casa, paisano.
El bá lsamo contra el insomnio le llegó una mañ ana má s tarde al ver aparecer la
embarcació n plana. No fue un arribo elegante el que hicieron. Chocaron contra los
pilotes del muelle y ni se preocuparon de subir la carga. Vinieron los americanos y
apenas pisaron tierra partieron en busca del alcalde.
Los gringos querían llegar bien a dentro y fotografiar a los Shuar. El colono los siguió
sin problemas hasta el lugar donde habitan los Shuar, dicen que los monos mataron al
colono y a uno de ellos.
Regreso a El Idilio, entrego los restos y al alcalde lo dejo en paz, en esa paz que debía
cuidar por que de ella dependían los momentos placenteros frente al río, de pie anote
la mesa alta, leyendo pausadamente las novelas de amor.
Y esa paz se veía de nuevo amenazada por el alcalde que lo obligaría a participar de la
expedició n, y por unas afiladas garras ocultas en algú n lugar de la espesura.
SÉPTIMO CAPÍTULO:
El grupo de hombres se reunió , el alcalde ordenó a su mujer servirles café y patacones
de bananos verdes, él repartía cartuchos, atados de cigarros, cerillas y una botella de
Frontera por nuca. Antonio José Bolívar Proañ o había desayunado temprano y sabia
los inconvenientes de cazar con el estomago lleno.
Abandonaron la ú ltima casa de El Idilio y se internaron en la selva exceptuando al
alcalde, iban todos descalzos, forrado sus sombreros de paja con bolsas plá sticas,
protegían sus cigarros en morrales de lona engomada, municiones y cerillas.
Caminaban lento a causa del lodazal, para avanzar mejor se dividieron, en medio iba el
alcalde,
Antonio José iba detrá s del alcalde, monten las encopetas ordenó el gordo para que
dijeran los hombres yo doy las ordenes aquí dijo el gordo los hombres simularon
cargar las escopetas, la marcha se interrumpía repetidamente por causa de la torpeza
y porfía del gordo, en eso el gordo dice no podemos seguir, el viejo dijo ustedes
se quedan y el viejo desapareció tragado por la oscuridad. Regresó hasta el grupo
orientado por el olor a tabaco que venía de los hombres y comunicó que había
encontrado un lugar para pasar la noche, el gordo dice no me gusta esto, el viejo le
responde mire, excelencia, estamos en un lugar seguro nosotros no podemos ver a la
bestia y ella no puede vernos a nosotros. Quédese tranquilo y trate de dormir.
Antonio José Bolívar estaba de guardia atento a los sonidos de la selva recordó la
primera vez que vivió un verdadero pez de río cuando todavía era aprendiz en la
selva, quiso la suerte que un Shuar lo viera a tiempo y lo lanzara un grito de
advertencia no te metas al no es peligroso, el responde ¿pirañ as? Peor que las pirañ as
¿qué es? Un bagre guacamayo, un pez enorme, alcanzaba dos metros de largo y
setenta quilos de peso, en eso llegó su relevó y le dice anda, tiéndete en mi cama el
responde no estoy cansado prefiero dormir cuando aclare, en eso un ruido nuevo
llegando de la espesura los
pone en alerta y dicen oíste responde callado, dice ¿qué será ? No se, despierta a los
otros sin hacer ruido, era el alcalde, hay algo a allí, contestan no lo se.
Caminaron hasta un claro de la selva, preguntá ndose ¿qué pasó ? ¿qué fue eso?,
pregunto el gordo ¡mierda! ¿no huele? Ya sé que es mierda, ¿estamos bajo una manada
de monos?, el alcalde imitó al resto del grupo sacá ndose los apestosos excrementos,
caminaron tres horas siempre hacia el oriente, en eso el alcalde llama a gritos a los
hombres diciendo la he visto y parece que le metió un par de balazos todos a buscarla,
al encontrarla era un oso mielero los hombres movían la cabeza conmovidos por la
suerte del animal y el gordo recargaba su arma.
Pasado el medio día vieron el desteñ ido letrero de Alkasetzer, identificando el puesto
de Miranda. Al colono lo encontraron a escaso metros de la entrada, la espalda abierta
en dos zarpazos y se propagaban hasta la cintura y el cuello abierto dejaba ver la
cervical, el muerto estaba todavía empuñ ando su machete, el alcalde miraba
el cadá ver y decía no lo entiendo ¿por qué no se encerró al escuchar a la tigrilla? Ahí
está colgada la escopeta., ¿por qué no la usó ?, no era un mal tipo, ¿tenía parientes?
preguntó el alcalde, no llego con su hermano, pero se murió de malaria hacia varios
añ os. Supongo que el puesto le dejaba algunas ganancias, no. Se lo jugaba a los naipes,
en eso entro el viejo diciendo afuera hay otro cadá ver, encontraron al segundo
cadá ver, mostraba las huellas de las garras en los hombros y la garganta abierta, junto
a él el machete enterrado. Creo entenderlo dijo el viejo.
El muerto era Plascencio Punan, un tipo que no se dejaba ver mucho. Recuerdo
haberle escuchado hablar de Colombia y de las piedras verdes como una mano
empuñ ada. La bestia se nota que lo atacó de frente y Miranda al parecer se preocupó
de largarse no llegó muy lejos como hemos visto.
OCTAVO CAPÍTULO:
Má s tarde ellos envolvieron a los muertos en la hamaca de Miranda, frente a frente,
para evitarles entrar a la eternidad como extrañ os. Arrastraron el bulto hasta una
ciénaga cercana, lo alzaron y lo lanzaron entre los juncos y rosas de pantano.
Regresaron al puesto y el gordo dispuso de las guardias. Dos hombres se mantendrían
en vela, para ser relevados a las cuatro horas por el otro. Antes de dormir cocinaron
arroz con lonjas de banano, y luego de cenar Antonio José Bolívar limpió su dentadura
postiza. Sus acompañ antes le vieron dudar un momento.
Como formaba parte del primer turno, el viejo se apropió de la lá mpara de carburo. Su
compañ ero de vigilia lo miraba perplejo, recorren con lupa los signos ordenados en el
libro, el preguntó si en verdad sabía leer, y que estaba leyendo una novela pero le
pidió que se quedara callado porque si hablaba se movía la llama.
El otro se alejó para no estorbar. D e ¿qué se trata? de amor, respondió . El viejo seguía
en lo suyo sin dejarse importunar por el ruido á spero. Anda, lee un poquito má s alto.
¿En serió te interesa? le dijo él.
Entonces, tengo que leerte desde el comienzo, le replicó . Antonio José Bolívar regresó
a la primera pá gina del libro. No tan rá pido, compadre. Hay palabras que no conozco.
Lo de gondolero, gó ndola, y aquello de besar ardorosamente quedó semiaclarado, tras
un par de horas de intercambio de opiniones salpicadas de anécdotas picantes. Los
hombres reían, fumaban y bebían. El alcalde se revolvió molesto en su lecho.
Para que sepan Venecia es una ciudad construida en una laguna. ¿Y como lo sabe?, le
preguntaron, ¿ha estado allá ? preguntó el viejo. No pero soy instruido. De a fuera llegó
el tenue ruido de un cuerpo moviéndose con sigilo. El cuerpo en movimiento trazaba
un semicírculo en torno a la choza del puestero. El alcalde se acercó a gatas hasta el
viejo, ¿el bicho? sí. Y nos ha olido.
El gordo se incorporó sú bitamente. Pese a la oscuridad, alanzó la puerta y vació el
revolver, disparando a ciegas contra la espesura. Los hombres encendieron la
lá mpara, y miraban al alcalde recargando el arma. Por culpa de ustedes se me fue. Ya.
Ustedes se las saben todas. A lo mejor le di, se justificó el gordo.
Al amanecer, salieron a rastrear las proximidades. La lluvia no borraba el rastro de
plantas aplastadas dejado por el animal. Regresaron a la choza y bebieron café negro.
Lo que menos me gusta es que el bicho anda rodando a menos de cinco kiló metros de
El Idilio.
El alcalde comprendió que ya se había desacreditado demasiado frente a los hombres.
Encontró una salida que sonaba ló gica y de paso le cubría la espalda, hagamos un
trato, Antonio José Bolívar. Tú eres el má s veterano en el monte. Nosotros só lo te
servimos de estorbo, viejo. Rastréala y má tala. El estado te pagará cinco mil
sucres si lo consigues.
El alcalde deseaba zafarse de él. Al viejo no le importaba mayormente lo que pensara
el gordo sudoroso. Tampoco le importaba la recompensa ofrecida.
Algo le decía que el animal no estaba lejos, tal vez miraba en esos momentos. El gringo
le había asesinado las crías y quien sabe si también el macho. Por otra parte, la
conducta del animal le permitía intuir que buscaba la muerte.
La bestia buscaba la ocasió n de morir frente a frente, en un duelo que .ni el alcalde ni
ninguno de los hombres podría comprender. ¿Que me respondes viejo? Repitió el
alcalde.
Conforme. Pero me dejan cigarros, cerillas y otra porció n de cartuchos. El alcalde
respiró aliviado al oír la aceptació n y le entregó lo pedido.
El viejo repasaba las pá ginas desde el comienzo. Estaba molesto de no conseguir
apropiarse del argumento. Ha, lo mejor tengo miedo. Vamos viendo, Antonio José
Bolívar. ¿Que te pasa? No es la primera vez que te enfrentas a una bestia enloquecida.
¿Que es lo que te impacienta? ¿La espera? ¿Preferirías verla aparecer? ahora mismo
derribando la puerta y tener un desenlace rá pido? ¿no piensas que la bestia, con toda
la inteligencia que ha demostrado, puede decidirse por el grupo de hombres? Puede
seguirlos y
eliminarlos uno por uno antes de que lleguen a El Idilio. Sabes que puede hacerlo y
debiste advertírselo, decirles: " No se separen ni un metro". No seas vanidoso, Antonio
José Bolívar. Recuerda que no eres un cazador. Tú no eres un cazador. Muchas veces
los habitantes de El Idilio hablan de ti llamá ndote el cazador, y les respondes que
eso no es cierto.
Es cierto que los cazadores son cada día menos porque los animales se han internado
hacia el oriente cruzando cordilleras imposibles, la ú ltima anaconda vista habita en
territorio brasileñ o. Pero tú viste y cazaste anacondas no lejos de aquí.
El reptil había sorprendido al hijo de un colono mientras se bañ aba. ¿Te acuerdas,
viejo? En canoa seguiste el rastro hasta descubrir la playa donde se soleaba. Entonces
dejaste varias nutrias muertas como cebo y esperaste. Fue un buen salto. El machete
en la
mano. El corte limpio.
La segunda fue un homenaje de gratitud al brujo shuar que te salvó la vida. El reptil
recibió el dardo, se irguió elevando casi tres cuartas partes del cuerpo. Y los tigrillos
tampoco te son extrañ os, salvo jamá s diste muerte a un cachorro, ni de tigrillo ni de
otra especie. ¿Por qué recuerdas todo esto? ¿por qué la hembra te llena los
pensamientos? ¿Tal vez porque ambos saben que está n parejos?. Los tigrillos no cazan
tigrillos.
El shuar se negará . Escupiendo muchas veces para que sepas que dice la verdad. Tu
compadre Nushiñ o te dirá que los shuar só lo buscan matar a los perezosos tzanzas. ¿y
por qué, compadre? Los tzanzas no hacen má s que dormir colgando de los á rboles.
Luego de beber varios tazones de café negro, se entregó a los preparativos. Derritió
unas velas y sumergió los cartuchos en el sebo licuado. El resto del sebo derretido se
lo aplicó en la frente cubriendo especialmente las cejas. Con ello el agua no le
estorbaría la vista en caso de enfrentar al animal en un claro de selva.
Finalmente, comprobó el filo del machete y se echó a la selva en busca de rastros.
Comenzó con doscientos pasos contados desde la choza en direcció n oriente.
Descubrió un lote de plantas aplastadas. Ahí se agazapó el animal antes de avanzar
hacia la choza. Al hacerlo encontró estampadas las patas del animal, eran grandes.
La hembra no cazaba. Tallos quebrados, contradecían el estilo de caza de cualquier
felino. La imaginó ahí mismos, el cuerpo flaco, la respiració n agitada.
Poco ante del mediodía cesó de llover y se alarmó . Tenía que seguir lloviendo, de otra
manera, en una niebla densa que le impediría respirar y ver má s allá de su nariz.
Entonces la vio, pudo verla moviéndose hacia el sur, a unos cincuenta metros de
distancia. Calculó que de cabeza a rabo medía sus buenos dos metros.
El animal desapareció tras un arbusto, enseguida se dejó ver nuevamente. Ese truco lo
conozco, si me quieres aquí, bueno, me quedo. Por fortuna, la pausa duró poco y se
largó a llover con renovada intensidad.
La hembra se dejó ver varias veces, siempre moviéndose en una trayectoria norte sur.
Aquí me tienes. Yo soy Antonio José Bolívar Proañ o y lo ú nico que me sombra es
paciencia. ¿Por qué no me rodeas e intentas simulacros de ataque? ¿ Por qué no te
metes hacia el oriente, para seguirse? Me está s cortando el camino al río. Ese es
tu plan. Quieres verme huir selva adentro y seguirme.
El viejo calculó que disponía de una hora de luz, y en ese tiempo debía largarse,
alcanzar la orilla del río y buscar un lugar seguro. Con suerte alcanzaría la orilla del río
antes que la hembra descubriese su maniobra evasora.
El río estaba cerca. No le quedaba má s que bajar una pendiente, cuando el animal
atacó . La hembra debió de moverse con tal velocidad que, al descubrir el intento de
fuga, que consiguió , hasta situarse a un costado del viejo.
Recibió el empujó n con las patas y rodó dando volteretas pendientes abajo. Mareado,
se hincó con el machete con las dos manos y esperó el ataque final, la hembra movía el
rabo frenético. El viejo se movió lentamente hasta recuperar la escopeta. De
improviso, rugió , triste y cansada, y se echó sobre las patas. El animal apenas
respiraba, y la agonía se veía dolorosa. ¿Eso buscaba? ¿que le diera el tiro de gracia?,
gritó el viejo hacia la altura, y la hembra se ocultó entre las plantas. Se acercó al macho
herido y le palmoteo la cabeza.
Cargó el arma y caminó despreocupado hasta alcanzar la deseada ribera, cuando vio a
la hembra bajando al encuentro del macho muerto. Al llegar al puesto abandonado de
los buscadores de oro. Dio un rá pido vistazo y encontró una canoa en la playa.
Encontró también un costal con lonjas de banano seco y se metió bajo el vientre de la
canoa. Tuvimos suerte, Antonio José Bolívar. Dispuso el arma y el machete a sus
costados. Acomodado, comió unos puñ ados de banano, estaba muy cansado y no tardó
en quedarse dormido. Lo acometió un sueno curioso. Se veía a si mismo con el cuerpo.
Frente a él. Algo se movía en el aire. Cá zala, le ordenaba el brujo shuar, masajeando su
aterrado cuerpo con puñ ados de ceniza fría. Contuvo la respiració n para saber que
ocurría. No. No permanecía en el mundo de los sueñ os. La hembra
estaba efectivamente arriba, paseá ndose, el animal se valía de las garras nara
sujetarse. ¿Que nueva treta era ésa? ¿ tal vez era cierto lo que decían los shuar? "el
tigrillo capta el olor a muerto que muchos hombres emanan sin saberlo".
El viejo entendió que el animal estaba enloquecido. Lo meaba. Lo marcaba como su
presa, considerá ndolo muerto. La hembra decidía entrar a su escondite ya que él no
respondía al desafío. Arrastrando e i cuerpo de espaldas, retrocedió hasta el otro
extremo de la canoa.
Alzó la cabeza con la escopeta pegada al pecho y disparó . Pudo ver la sangre saltando
de la pata del animal, calculó mas la abertura de las piernas. Entonces, recargó el arma
y con un movimiento dio vuelta a la canoa. El animal, sorprendido, se tendió sobre las
piedras calculando el ataque.
Se escuchó gritando con una voz desconocidas o en castellano, la vio correr por la
playa, sin hacer caso de la pata herida. El viejo se hincó , y el animal, salto mostrando
las garras y los colmillos.
Una fuerza le obligó a esperar que la hembra alcanzara la cumbre de su vuelo.
Entonces apretó los gatillos y el animal se detuvo en el aire, cayó pesadamente.
Antonio José Bolívar Proañ o, se acercó al animal muerto. Era má s grande de lo que
había pensado al verla por primera vez.
El viejo la acarició , ignorando el dolor del pie herido, y lloró avergonzado. Empujó el
cuerpo del animal hasta la orilla del río y las aguas se lo llevaron selva adentro.
Enseguida arrojó con furia la escopeta y la vio hundirse sin gloria. Antonio José
Bolívar Proañ o se quitó la dentadura postiza, la guardó envuelta en el pañ uelo y, sin
dejar de maldecir al gringo inaugurador, cortó de un machetazo una gruesa rama, y
apoyado en
ella se echó a andar en pos de El Idilio, de su choza? y de sus novelas que hablaban del
amor con palabras tan hermosas que a veces le hacían olvidar la barbarie humana.

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