Está en la página 1de 200

Cornelius Castoriadis

C A R O N T
F i l o s o f í a
Caronte Filosofía
dirigida por Carlos Torres

Castoriadis, Cornelius
El mundo fragmentado - Ia. ed. - La Plata: Terramar, 2008.
192 p .; 20x14 cm. - (Caronte Filosofía)

ISBN 978'987'81.7'Q46'8

1. Ensayo 1. Título
CDb864 '

Título original: Le monde morcelé


Traducción: Roxana Páez

© Terramar Ediciones
Plaza Italia 187
1900 La Plata
Tel: (54-221) 482-0429

Diseño: Cutral
cutral@cutralediciones.com.ar

ISBN: 978-987-617-046-8

Queda hecho el dépósitó qué marcalà 16711.723'


Imprèso en la Argentina / Printed in Argentina
Í ndice

Advertencia........................................ ...;............ ....................................9

Primera parte ¿ Koingnía ....................................................................1 1


La época del conformismo generalizado................. .......................... 13
Reflexiones sobré el racism o.................................................. ............ 29
¿Camino sin salida ? . ...... ......... ........................ ....................................45

S egunda parte-P olis ......................................................................... 75


Los intelectuales y la historia.............................. ................................77
Poder, política, autonomía.....................................................!............ 87
Psicoanálisis y política........................................................................ 115
La revolución ante los teólogos......................................................... 131

T ercera parte - Lo go s .........................................................................147


¿El fin de la filosofía?................... ...................................................... 149
Tiempo y creación................................... 171
A dvertencia

El mundo -no solamente el nuestro- está fragmentado. Sin embar­


go, no se cae a pedazos. Me parece que reflexionar sobre esto es una de
las primeras tareas de la filosofía actual.
Es lo que intentan hacer los textos aquí reunidos, escritos entre 1987
y 1989, y que forman parte de los libros La creación humana y El ciernen*
ta imaginario, en los que estoy trabajando. El lector podrá contextuali-
zaríos más fácilmente, si se remite a los prefacios de Las encrucijadas del
laberinto (1978) y de Los dominios del hombre (1986).

París, diciembre de 1989


PRIMERA PARTE

KOINONÍA

y
L a época del conformismo generalizado*

■ ' " I -

; Al presentar este simposio, Claudio Veliz señalaba que “la menta­


lidad de nuestra época... es o demasiado rápida o demasiado letárgica;
cambia demasiado o no lo suficiente; da lugar a la confusión y al
equívoco”. Estas características no son accidentales. Como tampoco
los son el lanzamiento y el éxito de las marcas “posindustrial" y
“pósmoderno”. Ambas proporcionan una caracterización perfecta de
la ?patética incapacidad de nuestra época para pensarse como algo
positivo, o incluso como transición. Así, es llevada a definirse sim­
plemente como “pos-algo”, por referencia a lo que ha sido y ya no es,
y a autoglorificarse con la curiosa afirmación de que su sentido es la
ausencia de sentido y su estilo la falta de estilo. “En fin -proclamaba
un arquitecto muy conocido durante una conferencia en Nueva York
en abril dé 1986- el posmodernismo nos ha librado de la tiranía del
estiló.”
No obstante, hay que hacer cierta distinción entre los términos
“posindustrial" y “posmoderno”, ya que hay algo en la realidad que
corresponde al término “posindustrial”. En síntesis, al menos en los
países ricos (pero no solamente en éstos), la producción (cualquiera
sea el sentido de esta palabra) abandona los altos hornos y las viejas
fábricas sucias para volcarse en complejos cada vez más automatiza­
dos y en los1diversos “ servicios". Esté proceso -previsto, por lo me­
nos, medio siglo atrás- había sido durante mucho tiempo considera­
do portador de promesas extraordinarias para el porvenir del trabajo
y de la vida humana. Se decía que la duración del trabajo iba a ser
asombrosamente reducida y su naturaleza, fundamentalmente trans­
formada. La automatización y el tratamiento electrónico de los datos
iban a transformar la vieja labor industrial, repetitiva y alienante, en
un campo abierto a la libre expresión de la inventiva y la creatividad
del trabajador.

El mundo fragmentado 13
De hecho, nada de todo eso se hizo realidad. Las posibilidades ofre-
cidas por las nuevas tecnologías permanecen confinadas a un grupo
estrecho de jóvenes especialistas “inteligentes”. La naturaleza del tra­
bajo no ha cambiado para la masa de los otros asalariados, se trate de la
industria o de los servicios. Más bien lo contrario: la “industrializa­
ción” a la antiguadla invadido las grandes empresas de los sectores no
industriales, donde el ritmo de trabajo y las tasas de rendimiento que­
dan sometidas a un control mecánico e impersonal. El empleo en la
industria propiamente dicha está en decadencia desde hace décadas;
los obreros “redundantes” (admirable expresión de los economistas
anglosajones) y los jóvenes sólo han podido encontrar empleo en in­
dustrias de “servicios” de segunda clase, con bajas remuneraciones. Entre
1840 a 1940, la extensión de la semana de trabajo fue reducida de 72 a
40 horas (menos del 45 por ciento). Desde 1940, esa duración queda
prácticamente constante, a pesar de una aceleración considerable del
incremento del producto por hora/obrero. Los obreros que, de esta
manera, pasan a ser “redundantes” permanecen desocupados (esencial­
mente en Europa occidental) o, mal que bien, deben encontrar coloca­
ción en “servicios” mal pagos (sobre todo en los Estados Unidos).
De todas maneras, no deja de ser cierto que, al menos potencial­
mente, algo esencial está cambiando en la relación de la humanidad
-la humanidad rica- con la producción material. Por primera vez des­
pués de miles de años, la producción “primaria” y “secundaria” -agri­
cultura, minas y manufacturas, transportes- absorben menos de un cuar­
to del inpwt total de trabajo (y de los trabajadores), e incluso podrían
utilizar sólo la mitad de ese cuarto, si no existiese el increíble despilfa­
rro incorporado al sistema (campesinos subvencionados para que no
produzcan, industrias o fábricas obsoletas mantenidas en actividad, et­
cétera). Más aún, podrían absorber una cantidad desdeñable del tiem­
po humano, sin la fabricación continua de nuevas “necesidades" y la
obsolescencia incorporada, desde la construcción, a la mayor parte de
los productos que actualmente se fabrican. En suma, una sociedad
-teóricamente- de tiempo libre está al alcance de la mano, mientras
que una sociedad que haga posible para cada cual un trabajo personal y
creativo parece tan lejana como durantfe el siglo xix.

M C ornelius C astoriadis
II

Toda designación es convencional; lo absurdo del término


“pósmoderno” no lo hace menos evidente. Con frecuencia, se deja de
lado que dicha expresión es un derivado. Ya el término “moderno” es
desafortunado, y su inadecuación no podía dejar de manifestarse con
el correr del tiempo. ¿Qué podría haber después de la modernidad? Un
período que se designa como moderno sólo puede indicar que la Histo­
ria ha llegado a su fin, y que los hombres vivirán en adelante un pre­
sente perpetuo.
El término “moderno” expresa una actitud profundamente auto (o
ego) céntrica. La proclamación de “nosotros somos los modernos” tiende
á anular todo desarrollo ulterior verdadero. Más que eso, contiene una
curiosa antinomia. El componente imaginario -y consciente de sí- del
término implica la autocaracterización de la modernidad como apertu­
ra indefinida al porvenir, y, no obstante, esa caracterización sólo tiene
sentido en relación con el pasado. Ellos eran los antiguos, nosotros
somos los modernos. ¿Cómo habrá que llamar entonces a los que ven­
gan después dé nosotros? El término sólo adquiere sentido, sobre la
hipótesis absurda de que el período autoproclamado moderno durará
siempre y de que elporvenir no será más que un presente prolongado,
lo que, por otra parte, contradice plenamente las pretensiones explíci­
tas de la modernidad.
Una breve discusión de dos tentativas contemporáneas, tendientes
a dar un contenido preciso al término modernidad, puede proporcio­
nar un puntó dé partida provechoso. Ambas se caracterizan por no
preocuparse por los cambios de la realidad sociohistórica, sino por los
cambios (reales o supuestos) de la actitud de los pensadores (filósofos),
con respecto a la realidad. Dé manera que, son típicas de la tendencia
contemporánea de los autores al autoencierro: los escritores escriben
sobre escritores, para el uso de otros escritores. Así, Foucault1afirma
qué la modernidad corhienza con Kant (especialmente, con El conflicto
dé las facultades y ¿Qué es la ilustración?), porque con Kant, por primera
vez, el filósofo se interesa por el presente histórico efectivo, comienza
a “leer los periódicos”, etcétera. (Cf. la frase de Hegel sobre la lectura
del diario como “plegaria realista de la mañana”.) La modernidad sería
así la conciencia de la historicidad de la época en la que sé vive; con-

Eu MUNDO fragmentado 15
cepción totalmente inadecuada. La historicidad de su época era clara
para Pericles (no hay más que leer el Epitafio en Tucídides) y para Platón,
como lo era para Tácito o para Gregorio de Tours (mundus senescit).
Desde la perspectiva de Foucault, la novedad consistiría en que, a par*
tir de Kant, la relación con el presente ya no es concebida en términos
de comparación de valor (“estamos en la decadencia”, “¿qué modelo
deberíamos seguir?”), no “longitudinalmente”, sino en una “relación
sagital” con la propia actualidad. Pero las comparaciones de valor son
evidentes en Kant, para quien la historia sólo puede ser pensada en
términós de un progreso, del cual la Ilustración constituye un momen-
to cardinal. (Evidentemente, esto es todavía más claro para Hegel).
Que la “relación sagital” se oponga a la evaluación, sólo puede signifi­
car lo siguiente: el pensamiento, abandonando su función crítica, tien­
de a adoptar sus criterios junto a la realidad histórica, tal como es. Es
cierto que esta tendencia se agudiza durante los siglos xix y XX (Hegel,
Marx, Nietzsche -incluso si los dos últimos se oponen a la realidad
inmediata en nombre de una realidad m^s real, la realidad del mañana:
comunismo, o superhombre). Pero esa tendencia constituye en sí mis­
ma un problema en la modernidad; ni por un instante se podría conside­
rar que agota el pensamiento de la Ilustración y el período posterior,
menos aún las tendencias sociohistóricas efectivas de los dos últimos
siglos.
Igualmente discutible es la tentativa de Habermas de captar lo esen­
cial de la problemática de la modernidad, tomando como referencia
casi exclusiva a Hegel: “Hegel fue el primer filósofo que desarrolló con
toda claridad un concepto de modernidad; ésa es la razón por la que
debemos remontarnos a él2...”. Una vez más, la historia efectiva es re­
emplazada por la historia de las ideas, luchas y conflictos reales que
sólo existen a través de su pálida representación en las antinomias del
sistema. Así, cuando Habermas escribe que “es en su teoría (se refiere a
Hegel) donde en principio aparece esa constelación conceptual que
une modernidad, conciencia del tiempo y racionalidad 3”, lo que pare­
ce molestarle es que la “racionalidad” esté hinchada de espíritu absolu­
to; no se da cuenta de que es justamente esa unificación lo que constitu­
ye la ilusión hegeliana. No solamente íos/ps/ssima verba de Hegel, sino
la estructura, la dinámica y la lógica de conjunto de su filosofía condu­
cen al tema antimoderno por excelencia: un “fin de la historia” ya

16 C ornelius C astori adis


próximo y un Saber absoluto incorporado en el sistema hegeliano, des­
pués del cual no queda más que hacer “trabajo empírico”.
A decir verdad, Hegel representa la oposición total a la moderni­
dad, en el seno de la modernidad o, más bien, la oposición total al
pensamiento greco-occidental dentro del mismo. Con él se celebra por
primera vez solemnemente el matrimonio ilegítimo entre Razón y Rea-,
lidad, y el Presente se construye como la recolección sin remanente de
las; encarnaciones sucesivas de la Razón. Hegel escribe que “la filosofía
es su propia época (histórica) conceptualizada en el pensamiento”. Lá
filosofía es la verdad de la época. Pero lo propio de la “época” -antes y
después de Hegel- ha sido la emergencia, no sólo en el pensamiento
sino también en la actividad histórica efectiva, de una escisión interna
explícita, manifiesta en la autoimpugnación de la época y el cuestio-
namiento de las formas instituidas existentes. Lo propio de la “época”
ha sido la lucha entre monarquía y democracia, entre la propiedad y
los movimientos sociales, entre el dogma y la crítica, entre la Acade­
mia y la innovación artística, etcétera. La filosofía puede ser el pensa­
miento de la época, ya sea tratando de reconciliar -verbalmente- esas
oposiciones, lo que la conduce necesariamente a un conservadurismo
del tipo de aquel alcanzado por Hegel en ía Fibsofía del derecho; ya sea
permaneciendo fiel a su función crítica, caso en el que la idea que sólo
se aviene a conceptualizar la época aparece como descabellada. La crí­
tica implica una relativa toma de distancia con respecto al objeto; si la
filosofía debe ir más allá del periodismo, esa crítica presupone la crea­
ción de nuevas ideas, de nuevas normas, de nuevas formas de pensa­
miento que establezcan esa distancia.

III

No tengo la intención de proponer nuevos nombres para el período


llamado moderno ni para el que le sigue. Me limitaré a proponer una
nueva periodización o, más exactamente, una nueva caracterización
de las divisiones más o menos admitidas de la historia de Europa occi­
dental (que incluye, obviamente, la historia de los Estados Unidos),,
Apenas es necesario recordar el carácter esquem ático de toda-
periodización, los riesgos de descuidar las continuidades y las conexio­

El m undo fragmentado Vh
nes, o el elemento “subjetivo" que siempre implica. Éste se manifiesta
básicamente en los criterios elegidos para la división de los períodos,
criterios que condensan los presupuestos filosóficos y teóricos del in­
vestigador. Evidentemente, esa “subjetividad" es inevitable y debe ser
reconocida como tal. La mejor manera de hacerle frente es que esos
presupuestos se vuelvan tan explícitos como sea posible. Mis propios
presupuestos se pueden formular así:
- la individualidad de un período se debe buscar en la especificidad
de las significaciones imaginarias que genera y que lo dominan;
- sin descuidar la complejidad polifónica y extraordinariamente rica
del universo histórico que se despliega en Europa occidental, a partir
del siglo xil, la mejor manera de captar su especificidad es relacionán­
dola con la significación y el proyecto de la autonomía (social e indivi­
dual). La emergencia de ese proyecto es lo que marca la ruptura con la
“verdadera” Edad Media4.

Desde este punto de vista, se pueden distinguir tres períodos: la


emergencia (constitución) de Occidente; la época crítica (“moderna");
la retirada al conformismo.

1. La emergencia (constitución) de Occidente (del siglo xil a


principios del siglo XVLll)
La autoconstitución de la protoburguesía, la construcción y el cre­
cimiento de las nuevas ciudades (o el cambio de carácter de aquellas
que ya existían), la reivindicación de una suerte de autonomía política
(desde los derechos comunales hasta el autogobierno completo, según
el caso y las circunstancias) van acompañados de nuevas actitudes psí­
quicas, mentales, intelectuales, artísticas, que preparan el terreno para
los explosivos resultados del redescubrimiento y de la recepción del
derecho romano, de Aristóteles y, luego, del conjunto de la herencia
griega subsistente. La tradición y la autoridad pierden gradualmente su
carácter sagrado; la innovación deja de ser denigración (lo que había
.sido durante toda la “verdadera" Edad Medía). Incluso si es bajo una
forma embrionaria, y si debe pasar constantemente por compromisos
con los poderes establecidos (Iglesia y monarquía), el proyecto de au­
tonomía social e individual resurge luego de un eclipse de quince si­
glos.

18 C ornelius C astoriadis
Un equilibrio difícil e inestable, entre ese movimiento sociohistóricq
y el orden tradicional (más o menos reformado), se alcanza durante-el
siglo xvii, el siglo “clásico”. . , , ,Tí,

¿♦ La época crítica ( “moderna” ): autonomía y capitalism o.;^


En él siglo XVIII se opera un giro decisivo; la época que torna; con­
ciencia de sí misma con la Ilustración se prolonga hasta las dos guerras
mundiales del siglo XX. El proyecto de autonomía se radicaliza, ,tanto
en el campo social y político como en el intelectual. Se cuestionan las
formas políticas establecidas; se crean formas nuevas que implican rup­
turas radicales con el pasado. Con el desarrollo del movimiento, la
contestación invade otros dominios, más allá del estrictamente políti­
co*. las formas de propiedad, la organización de la economía, la familia,
la posición de las mujeres y las relaciones entre los sexos, la educación
y el estatuto de los jóvenes. Por primera vez en la era cristiana, la filo­
sofía rompe definitivamente con la teología (hasta Leibniz, al menos,
los filósofos no marginales se sienten obligados a proveerse de las “prue­
bas” de la existencia de Dios, etcétera). Se produce una enorme acele­
ración del trabajo y una expansión de los campos de la ciencia racio­
nal. En literatura, como en las artes, la creación de nuevas formas no
hace más que proliferar; ésta se persigue conscientemente a sí misma,
AI mismo tiempo, se crea una nueva realidad socioeconómica -en
sí misma un “hecho social total”: el capitalismo. El capitalismo no es
simplemente la interminable acumulación por la acumulación, sino la
transformación implacable de las condiciones y de los medios de acu­
mulación, la revolución perpetua de la producción, del comercio, de
las finanzas y del consumo. Encarna una nueva significación en el ima­
ginario social: la expansión ilimitada del “dominio racional”. Después
de un tiempo, esa significación penetra y tiende a informar a la totali­
dad de la vida social (por ejemplo, el Estado, los ejércitos, la educa­
ción, etcétera). Mediante el crecimiento de la institución capitalista
básica -la empresa-, se materializa en un nuevo tipo de organización
burocrático-jérárquica; gradualmente, la burocracia gerencial-técnica
se convierte en la portadora por excelencia del proyecto capitalista.
El período “moderno” (1750-1950) se puede definir cabalmente por
la lucha, pero también por la confusión y la contaminación mutua en­
tre esas dos significaciones imaginarias: autonomía por un lado, expam

El mundo fragmentado 19
sión ilimitada del “dominio racional”, por el otro. Ambas conllevan
una existencia ambigua, bajo el techo común de la “Razón”, En su
acepción capitalista, el sentido de “Razón” es claro: es el “entendi­
miento” (el Verstand en el sentido de Kant y de Hegel), es decir lo que
yo llamo la lógica conjuntista-identitaria, que esencialmente se encar­
na en la cuantificación y conduce a la fetichización dél “crecimiento"
por sí misma. A partir del postulado oculto (y, en apariencia, evidente)
de que el único objeto de la economía es.producir más (outputs) con
menos (inputs), nada debe ser un obstáculo en él proceso de
maximizacíón: ni la “naturaleza” física o humana, ni la tradición, ni
otros “valores”. Todo es convocado ante el tribunal de la Razón (pro­
ductiva) y debe demostrar su derecho a la existencia a partir del crite­
rio de la expansión ilimitada del “dominio racional”. El capitalismo se
vuelve así un movimiento perpetuo de auto-re-institución de la socie­
dad considerada “racional”, pero esencialmente ciega, por el uso
irrestricto de medios (pseudo-) racionales con vistas a un solo fin
(pseudo-) racional.
Pero para los movimientos sociohistóricos que manifiestan el pro­
yecto de autonomía social e histórica, la “Razón” significa, desde el
punto de partida, la distinción tajante entre factum y jus. Esa distin­
ción se convierte en el arma principal contra la tradición (contra.la
pretensión de continuar con el statu quo, simplemente porque está ins­
talado) y se prolonga en la afirmación de ía posibilidad y el derecho de
los individuos y la colectividad de encontrar (o de producir), por sí
mismos, los principios que ordenen sus vidas. No obstante, la Razón,
proceso abierto de crítica y de elucidación, se transforma bastante rá­
pido, por un lado, en computación mecánica y uniformadora (ya ma­
nifiesta durante la Revolución Francesa) y, por otro, en sistema uni­
versal y pretendidamente exhaustivo (intención claramente legible en
Marx y que afectará en forma decisiva al movimiento socialista). Esa
transformación plantea problemas complejos, profundos y oscuros que
no pueden ser discutidos aquí. Sólo señalaremos dos puntos. El prime­
ro concierne a la influencia universalmente invasora de la “racionali­
dad” y de la “racionalización” capitalistas. El segundo se relaciona con
la tendencia nefasta -y casi inevitable- del pensamiento a buscar fun­
damentos absolutos, certidumbres absolutas, proyectos exhaustivos. La
lógica conjuntista-identítaria crea las ilusiones de la autofundación,

20 C ornelius C astoriadis
de la necesidad y de la universalidad. La “Razón” -en réaíidád^íi&Ól
rendimiento- se presenta entonces como el fundamento áut'osüficíeñéf
de la actividad humana, la que sin aquélla descubriría que n q f | | ^
otro fundamento que ella misma. Y la contrapartida (y “g^ráhtíá-’ J^ób^
jetiva” de esa “Razón” se debe descubrir en las cosas fnisriias:
Historia es Razón, la Razón “se realiza” en la historia humaría; fá
linéalmente (Kant, Condorcet, Comte, etcétera), ya “dialéeticaméS*
tev (Hegel, Marx). El resultado final es que el capitalismo, el libefáiiá¿
rtio y el movimiento revolucionario clásico comparten el imágináriÓ
del Progreso y la creencia en que la potencia material y técnica, cómo
tal, es la causa o condición decisiva para la felicidad o la emancipación
hutnana (inmediatamente o, después de un plazo, en un futuro ya des­
contado desde ahora).
Á pesar de esas contaminaciones recíprocas, las características esen­
ciales de la época son la oposición y la tensión entre las dos significa­
ciones centrales: por un lado, autonomía individual y social y, por otro,
expansión ilimitada del “dominio racional”. La expresión efectiva de
esa tensión se encuentra en él despliegue y la persistencia del conflicto
político, social e ideológico. Como he intentado demostrarlo en otra
parte5, ese conflicto fue, en sí mismo, la principal fuerza motora para el
desarrollo dinámico de la sociedad occidental durante esa época, y la
condición sine qúa non para la expansión del capitalismo y la limita­
ción de los irracionalismos de la “racionalización” capitalista. Es una
sociedad turbulenta-realmente turbulenta, intelectual y espiritualmen­
te- la que constituyó el medio favorable para la afiebrada creación
cultural y artística de la época “moderna”.

3, La retirada al conformismo
Las dos guerras mundiales, la emergencia del totalitarismo, la caída
del movimiento obrero (resultado y, a la vez, condición para el desliza­
miento catastrófico hacia el leninismo/stalinismo), la decadencia de la
mitología del Progreso marcan la entrada de las sociedades occidenta­
les a una tercera fase.
Considerada a la distancia, desde la perspectiva que se tiene a fines
de los ochenta, el período que se da a partir de 1950 se caracteriza
básicamente por la evanescencia del conflicto social, político e ideoló­
gico. Sin duda alguna, el totalitarismo comunista está siempre ahí, pero

El mundo fragmentado 21
aparece cada vez más como una amenaza externa, y su “ ideología” pa­
dece una pulverización sin precedentes. También es cierto que los últi­
mos cuarenta años han visto el nacimiento de importantes movimien­
tos con efectos duraderos (mujeres, minorías, estudiantes y jóvenes).
Esos movimientos, sin embargo, han resultado semifracasos; ninguno
de ellos ha podido proponer una nueva visión de la sociedad, ni hacer
frente al problema político global como tal. Después de los movimien­
tos de los años sesenta, el proyecto de autonomía parece estar sufrien­
do un eclipse total, Se puede considerar esto como una evolución co­
yuntural, de corto plazo. Pero esa interpretación es poco probable, ante
el peso creciente de la privatización, de la despolitización y del “indi­
vidualismo” en las sociedades contemporáneas. La atrofia completa de
la imaginación política se completa con un grave síntoma concomi­
tante. La pauperización intelectual tanto de los “socialistas” como de
los “conservadores” es aterradora. Los “socialistas” no tienen nada para
decir, y la calidad intelectual de la producción de los voceros del libe­
ralismo económico, desde hace quince años, haría que Smith, Constant
o Mili se revolcasen en sus tumbas. Ronald Reagan ha sido una obra
maestra de simbolismo histórico.
Intentar establecer relaciones causales entre los diversos aspectos y
elementos de la situación no tendría sentido. Pero he señalado más
arriba la concomitancia entre la turbulencia social, política e ideológi­
ca de la época “moderna” y las explosiones creativas que la caracteri­
zan, en el campo del arte y la cultura. También, para el período presen­
te, es suficiente con señalar los hechos. La situación después de 1950
es la de una decadencia manifiesta de la creación intelectual. En filo­
sofía, el comentario y la interpretación textuales e históricos de los
autores del pasado cumplen la fundón de sustitutos del pensamiento.
Esto ya comienza con el segundo Heidegger y después ha sido teoriza­
do, de manera aparentemente opuesta pero conduciendo a los mismos
resultados, como “hermenéutica” y “deconstrucción”. Un paso suple­
mentario ha sido la reciente glorificación del “pensamiento débil”
(pensiero debole). Toda crítica sería aquí desplazada; se estaría obligado
a admirar la candidez de esa confesión de impotencia radical, si no
estuviese acompañada de “teorizaciones” resbaladizas. Evidentemente,
la expansión científica continúa, pero uno puede preguntarse si no se
trata de la continuación intersticial de un movimiento puesto en mar­

22 C ornelius C astoriadis
cha hace mucho tiempo. Las proezas teóricas del primer tercio del siglo
-relatividad, cuántica- no han tenido paralelo desde hace cincuenta
años. (Quizá la tríada teórica de los fractales, del caos y de las catástro-
fes constituye la excepción.) Uno de los campos más activos dé la ciencia
contemporánea, donde se alcanzan resultados de enorme importáñciá,
es la cosmología; pero el motor de esta actividad es la explosión técni­
ca observacional, mientras que su marco teórico sigue siendo siempre
la relatividad y las ecuaciones de Friedmann, escritas a comienzos de
los años veinte. Igualmente llamativa es la pobreza de la elaboración
teórica y filosófica de las implicaciones formidables de la física moder­
na (que, como se sabe, ponen en tela de juicio la mayoría de los postu­
lados del pensamiento heredado). Pero el progreso técnico continúa e
incluso se acelera.
Si el período moderno, tal como se lo ha definido más arriba, se
puéde caracterizar, en el dominio del arte, como la búsqueda conscien­
te de sí mismo en forma novedosa, esa búsqueda es ahora explícita y
categóricamente abandonada. El eclecticismo y el retroceso a las obras
del pasado han adquirido la dignidad de programas. Cuando Donald
Barthelme escribía “el collage es el principio básico de todo arte del
siglo XX” , se equivocaba en la datación (Proust, Kafka, Rilke, Matisse
no tienen nada que ver con el “collage”), pero no en cuanto al sentido
del “posmodernismo”. El arte “posmodemo” brinda un gran servicio:
hacer ver el indudable valor del arte moderno.

IV

Partiendo de las diferentes tentativas para definir y para defender el


“posmodernismo” y de cierta familiaridad con él Zeitgeist, se puede eíá-
botar una descripción sumaria de los artículos de'fe -teóricos o filosó­
ficos- de la tendencia Contemporánea. Para esta descripción tomo en
préstamo las excelentes formulaciones de Johann Arnason6:

1. Rechazo de la visión global de la Historia como progreso o


liberación
En sí mismo, ese rechazo es correcto. Pero no es novedoso y, en
mañós de los “posmodernos”, sólo sirve para eliminar la pregunta dé:

El mundo fragmentado 23
. ¿recita de ello que; todos los períodos y los regímenes sociohistóricos
s $pn equivalentes? Esa eliminación conduce a su vez al agnosticismo
político, o bien a las divertidas acrobacias que hacen los “posmodemos”
o sus hermanos cuando se sienten obligados a defender la libertad, la
democracia, los derechos del hombre, etcétera.

2. Rechazo de la idea de una razón uniforme y universal


, Aquí también el rechazo, en sí mismo, es correcto; está muy lejos de
ser novedoso; y sólo sirve para ocultar el interrogante abierto por la
creación greco-occidental del logos y la razón: ¿qué debemos pensar?
¿Todas las metieras de pensar són equivalentes o indistintas?

3*. Rechazo de la diferenciación estricta entre las esferas


culturales
(Por ejemplo, arte y filosofía), que se fundamentaría en un único
principio subyacente de racionalidad o de funcionalidad. La posición
es confusa y mezcla desesperadamente muchas cuestiones importantes.
Para no mencionar más que una: la diferenciación entre las esferas
culturales (ó su ausencia) es siempre una creación sociohistórica, parte
esencial de la.institución de conjunto de la vida, para la sociedad con­
siderada. No puede ser ni aprobada ni rechazada en abstracto. Y
tampoco el proceso de diferenciación de las esferas culturales en el
segmento greco-occidental, de la historia, por ejemplo, ha expresado
las consecuencias de un único principio subyacente de racionalidad,
cualquiera sea el sentido de esta palabra. En rigor, aquí sólo se trata de
la construcción (ilusoria y arbitraria) de Hegel. La unidad de las esferas
culturales diferenciadas, en Atenas como también en Europa occiden­
tal, no se encuentra en un principio subyacente de racionalidad o de
funcionalidad, sino en el hecho de que todas las esferas encarnan, cada
una a su manera, y del modo mismo de su diferenciación, el mismo
núcleo de significaciones imaginarias de la sociedad considerada.
Estamos ante una colección de verdades a medias, tergiversadas para
su conversión en estrategias de evasión. El valor del “posmodernismo”
como, teorices que refleja servilmente —y, por lo tanto, fielmente- las
tendencias dominantes. Su miseria es que sólo provee una simple
racionalización, tras una apología que se quiere sofisticada y no es más
qqe la expresión del conformismo y la banalidad. Concertando agrada-

24 C ornelius C astor iadis


bíemente con la cháchara de moda sobre el “pluralismo” y el “respeto a
ia diferencia”, conduce a la glorificación del eclecticismo, al encubri­
miento de la esterilidad, a la generalización del principio “cualquier
cosa es-igual”, que Feyerabend ha proclamado tan;oportunamente en
otro dominio. No hay ninguna duda de que la conformidad; la esterili­
dad y la banalidad, en cualquier cosa, son los rasgos característicos de
este período. .
El “posmodernismo”, la ideología que decora a la época con un *eóri¿
plemeítto solemne de justificación”, presenta el caso más reciente de
intelectuales que abandonan su función crítica y adhieren con entu­
siasmo a lo que está ahí, simplemente porque está ahí. Indúdablemen-
te; el “posmodernismo”, como tendencia histórica efectiva y como teo­
ría, es la negación del modernismo. Puesto que, efectivamente, en
función de la antinomia ya discutida entre las dos significaciones ima­
ginarias básicas -la autonomía y el “dominio racional”-, y a pesar de
sus contaminaciones recípocas, la crítica de las realidades instituidas
nunca se detuvo durante el período “moderno”. Y eso es exactamente
lo que está desapareciendo rápidamente con la bendición “filosófica”
de los “posmodernos”. La evanescencia del conflicto social y político
en la esfera “real” encuentra su contrapartida apropiada en los campos
intelectual y artístico, con la evanescencia del auténtico pensamiento
crítico. Como ya se dijo, ese pensamiento no puede existir sólo en -y
por- el establecimiento de una distancia con lo que es, que implicaría
la conquista de un punto de vista distinto del acordado, por consi­
guiente, un trabajo de creación.
El período presente se puede definir entonces como la retirada ge­
neral al conformismo. Conformismo que se encuentra típicamente
materializado, cuando cientos de millones de telespectadores en toda
la superficie de la tierra absorben cotidianamente las mismas futilida­
des, pero también, cuando algunos “teóricos” van repitiendo que no se
puede “quebrar la barrera de la metafísica occidental”.

Está entendido que no basta con decir que “la modernidad es un


proyecto inacabado” (Habermas). No obstante haber encarnado la sig­

El mundo fragmentado 25
nificación imaginaria capitalista de la expansión ilimitada del (pseudo-)
dominio (pseudo') racional, la modernidad está más viva que nunca,
comprometida en la carrera frenética que conduce a la humanidad hacia
los peligros más extremos. Pero, aunque ese desarrollo del. capitalismo
estuvo condicionado, decididamente, por el despliegue simultáneo del
proyecto de la autonomía social e individual, la modernidad está aca­
bada. Un capitalismo que se desarrolla, con el esfuerzo de afrontar una
lucha continua contra el statu quo de las cadenas de fabricación, así
como contra las esferas de las ideas o del arte, y un capitalismo cuya
expansión no encuentra ninguna oposición interna efectiva son dos
animales sociohistóricos totalmente diferentes. Ciertamente, el pro­
yecto de autonomía en sí mismo no se ha acabado ni. está terminado.
Pero su trayectoria durante los dos últimos siglos ha demostrado la in­
adecuación radical, para hablar con moderación, de los programas en
que se había encarnado, ya sea la república liberal, o el “socialismo”
marxista-leninista. No hace falta subrayar que la demostración de esa
inadecuación en la experiencia histórica efectiva es una de las raíces
de la apatía política y de la privatización contemporáneas. Para el re­
surgimiento del proyecto de autonomía se requieren nuevos objetivos
políticos y nuevas actitudes humanas, de los que por ahora los signos
son escasos. Pero sería absurdo tratar de decidir si estamos viviendo un
largo paréntesis, o si asistimos al comienzo del fin de la historia occi­
dental en tanto, que historia esencialmente ligada con el proyecto de
autonomía y codeterminado por éste.

Agosto de 1989

26 CORNELIUS C astoriaois
N otas

Conferencia dictada en inglés (traducida por mí), durante el simposio


Á Metaphorfor our Times, en la Universidad de Boston, el 19 de septiembre de
- 1989.

1 “Un cours inédit”, Magazine littéraire, mayo 1988, p. 36.


2 Jürgen Habermas. Der Philosophische Diskurs der Moderne, Francfort, Surhkamp,
1985, p. 13. (Traducción castellana: El discurso filosófico de la modernidad. Ed.
Táurus, Barcelona, 1991.)
3 Ibid., p. 57.
4 Sobre la “verdadera’! Edad Media tal como yo la entiendo, A. Gurevich, The
Categories of Medieval Thought, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1981 y Cyril
Mango, The Empire ofNeui Rome, Londres, Weidenfeld and Nicholson, 1980,
proporcionan un material y unos análisis muy próximos a los que resumo aquí.
5 Por ejemplo, en "El movimiento revolucionario bajo el capitalismo moderno”
(1960), ahora en Capitalisme moderne etrévolution, París, 10/18,1979, volumen 2.
6 Johann Arnason. “The Imaginary Constitution of Modernity”, Remé européenne
des sciences sociales. Genève, 1989, N ° XX, pp. 323-337.

í3¡

El mundo fragmentado 27
R eflexiones sobre el racismo*

. Va de suyo que estamos acá porque queremos combatir el racismo,


la xenofobia, el chauvinismo y todo lo que tenga que ver con ellos, en
nombre de una toma de posición básica: reconocemos en todos los
Seres humanos el mismo valor, en tanto seres humanos, y afirmamos la
obligación de la colectividad de acordarles las mismas posibilidades
efectivas para ejercer sus derechos. Lejos de estar confortablemente
Sustentada en una pretendida evidencia o necesidad trascendental de
los “derechos del hombre”, esta afirmación engendra paradojas de pri­
mera magnitud y, sobre todo, una antinomia que he señalado muchas
veces entre el universalismo concerniente a los seres humanos y el con­
cerniente a las “culturas” (las instituciones imaginarias de la sociedad)
de los seres humanos. Volveré al final sobre esto.
Pero, en nuestra época, ese combate -como todos los otros-, ha sido
con frecuencia desviado y restituido de la manera más increíblemente
cínica. Para no tomar más que un ejemplo, el Estado ruso se proclama
antirracista y antichauvinista, en tanto el antisemitismo incitado
sqterradamente por los poderes está allí en su apogeo y docenas de
naciones y de etnias permanecen, a la fuerza, en la gran prisión de los
pueblos. Siempre se habla -con sobrada justificación- de la extermi­
nación de los indios de América. Nunca escuché a nadie preguntarse
cómo una lengua que hace cinco siglos sólo se hablaba de Moscú a
Ñijni-Novgorod ha podido alcanzar las costas del Pacífico, y si esto ha
sucedido con los aplausos entusiastas de los tártaros, los buriatos, los
Sáihoyedos y otros tunguses.
. Ésa es la primera razón por la que debemos ser particularmente rigu­
rosos y exigentes en el plano de la reflexión. La segunda, igualmente
importante, es que, en todas las cuestiones atinentes a una categoría
Sociohistórica general ^Nación, Poder, Estado, Religión, Familia, et­
cétera-, el deslizamiento de la base de sustentación es casi inevitable.
A toda tesis que se pueda enunciar, encontrarle contra ejemplos es de
una facilidad desconcertante. Y el punto flaco de los autores én estos

El mundo fragmentado 29
dominios es la falta del reflejo que prevalece en todas las otras discipli­
nas: ¿lo que digo no puede ser invalidado por un contra ejemplo posi-
ble? Cada seis meses, se leen grandiosas teorías fundadas en estos te-
mas, y uno se sorprende todavía de asombrarse: ¿el autor no escuchó
nunca hablar de Suiza o China?, ¿de Bizancio o de las monarquías cris­
tianas ibéricas?, ¿de Atenas o de Nueva Inglaterra?, ¿de los esquimales
o de los kung? Después de cuatro o veinticinco siglos de autocrítica del
pensamiento, siguen prosperando las serenas generalizaciones a partir
de una idea que se le ocurre al autor.
Una anécdota, quizá divertida, me conducirá a uno de los aspectos
centrales de la cuestión. Como habrán visto en el anuncio del colo­
quio, mi nombre es Cornelius -en francés antiguo-, y para mis amigós,
Comedle. Fui bautizado en la religión cristiana ortodoxa y, para qué
así fuera, era necesario que hubiese un santo epónimo y, en efecto,
había un agftios Kornelios, transliteración griega del latín Cornelius -de
la gens Cornelia, que había dado su nombre a cientos de miles de habi­
tantes del Imperio-, santificado mediante una historia que se cuenta
en las Actas (10-11), la cual paso a resumir. Dicho Corneille, centurión
de una corte itálica, vivía en Cesárea, daba grandes limosnas al pueblo
y temía a Dios, al que rogaba sin cesar. Luego de la visita de un ángel,
invita a su casa a Simón, apodado Pedro. En el camino, éste también
tiene una visión, cuyo sentido es que no hay más alimentos puros e
impuros. Llegado a Cesárea, cena en casa de Corneille - cenar en casa
de un goy es, según la Ley, abominación- y mientras habla, el Espíritu
Santo cae sobre los que escuchaban sus palabras, lo cual sorprende a
los compañeros judíos de Pedro, más que a nadie que asisten a la esce­
na, puesto que el Espíritu Santo también se había propalado sobre los
no circuncisos, que se habían puesto a hablar y magnificar a Dios. Más
tarde, volviendo a Jerusalén, Pedro tiene que responder a los amargos
reproches de sus otros compañeros circuncisos; éstos se calman luego
de que aquél se justifica diciendo que Dios otorgó el arrepentimiento a
las “naciones" para que vivan.
Evidentemente, esta historia tiene múltiples significaciones. Es la
primera vez en el Nuevo Testamento que se afirma la igualdad de las
“naciones" ante Dios, y lo innecesario del pasaje por el judaismo para
llegar a ser cristiano. Lo que me parece aún más importante, es la con­
traposición de esas proposiciones. Los compañeros de Pedro se quedan

30 C ornelius C astoriadis
“absolutamente extrañados” ( “exéstésan” , dice el original griego de las
Actas: ex'istamai, eksistir, salir de sí mismo) de que el Espíritu Santo
quiera propalarse por todas las “naciones”. ¿Por qué? Evidentemente,
porque hasta allí no puede habérselas más que Con judíos -y, en las
mejores condiciones-, con esa secta particular que se decía de Jesús de
Nazaret. Pero también nos remite por implicancia negativa a especifi­
caciones de la cultura hebraica -aquí empiezo a ser desagradable-, que
para los demás no van de suyo, y es lo menos que puede decirse. ¿No
aceptar comer entre los goím, a sabiendas del lugar que la comida en
común tiene en la socialización y la historia de la humanidad? Releemos
entonces el Antiguo Testamento atentamente, especialmente los li­
bros relativos a la conquista de la Tierra prometida, y vemos que el
pueblo elegido no lo es simplemente por una noción teológica, sino
eminentemente práctica. Por lo demás, las expresiones del Antiguo
Testamento tomadas literalmente son, si se nos permite decirlo, muy
bellas (desgraciadamente, sólo puedo leerlo en la versión griega de los
Setenta, algo posterior a la conquista de Alejandro. Sé que hay proble­
mas, pero no creo que afecten lo que voy a decir). Vemos allí que todos
los pueblos que habitan el “perímetro” de la Tierra prometida pasan
por el “filo de la espada” (dia stomatos romphaias) sin discriminación de
sexo o edad, que no se hace ninguna tentativa de “convertirlos”, que se
destruyen sus templos, se arrasan sus bosques sagrados, todo bajo la
orden directa de Yahvé. Como si aquello no bastara, abundan las pro­
hibiciones concernientes a la adopción de sus costumbres (bdelygma,
abominación, miasma, mancilla) y a las relaciones, sexuales entre ellos
(porneia, prostitución; palabra que se repite obsesivamente en los pri­
meros libros del Antiguo Testamento). La simple honestidad obliga a
decir que el Antiguo Testamento es el primer documento racista de la
historia. El racismo hebreo es el primero del que tenemos huellas escri­
tas, lo que no significa en absoluto que haya sido el primero. Más bien,
todo haría suponer lo contrario. Felizmente, me atrevo a decir, el Pue­
blo elegido es un pueblo como los otros1. Creo que es necesario recor­
dar esto porque la idea de que el racismo o simplemente el odio al; otro
es una invención específica de Occidente es una de las burradas que
actualmente gozan de gran circulación.
No puedo detenerme en ios diversos aspectos de la evolución histó­
rica y su enorme complejidad. Simplemente señalaré:

El mundo fragmentado 31 .
a) que entre los pueblos de religión monoteísta, los hebreos tienen,
a pesar de todo, esta ambigua superioridad: una vez conquistada Pales­
tina (hace tres mil años, no sé nada de hoy) y “normalizados” los habi­
tantes anteriores, de una o de otra manera, dejan tranquilo al mundo.
Ellos son el Pueblo elegido, su creencia es demasiado buena para los
otros, no hay esfuerzos de conversión sistemática (pero tampoco recha­
zo a la conversión)2;
b) las otras dos religiones monoteístas, inspiradas en el Antiguo
Testamento y que “suceden” históricamente al hebraísmo, desgracia­
damente no son tan aristocráticas: su Dios es bueno para todos; si los
otros no lo quieren, serán obligados a tragarlo a la fuerza o bien serán
exterminados. Desde este punto de vista, sería inútil explayarse sobre
la historia del cristianismo, o, más bien, imposible: por el contrario, no
sólo sería útil sino también urgente rehacerla, ya que desde fines del
siglo XIX y de los grandes “críticos”, todo parece olvidado, y se propa­
gan versiones rosas de la difusión del cristianismo. Se olvida que cuan­
do los cristianos se adueñan del Imperio Romano via Constantino, son
una minoría, que se convierte en mayoría sólo a través de las persecu­
ciones, el chantaje, la destrucción masiva de los templos, de las esta­
tuas, de los lugares de culto y de los manuscritos antiguos -y finalmen­
te por disposiciones legales (Teodosio el Grande) que prohíben a los
que no son cristianos habitar el Imperio. Ese ardor de verdaderos cris­
tianos por defender al verdadero Dios con la espada, el fuego y la san­
gre se presenta constantemente, tanto en la historia del cristianismo
oriental, como occidental (herejes, sajones, cruzadas, judíos, indios
americanos, objetos de la caridad de la Santa Inquisición, etcétera).
De la misma manera, sería necesario restituir, frente a la adulación
servil actual, la verdadera historia de la propagación apenas creíble del
islam. Por supuesto, no fue el encanto de las palabras del Profeta lo que
propagó el Islam (y la mayoría de las veces arabizando), en las pobla­
ciones que van del Ebro a Sarawak y de Zanzíbar a Tashkent. Desde el
punto de vista de la conquista, la superioridad del Islam sobre el cris­
tianismo estaba en que bajo el primero se podía sobrevivir sin conver­
tirse, aceptando ser explotado y más o menos privado de derechos;
mientras que en tierra cristiana la alodoxa, incluso cristiana (cf. las gue­
rras de religión de los siglos XVl y XVll), por lo general no era tolerada;
c) contrariamente a lo que se pudo haber dicho (por uno de esos

32 C ornelius C astoriadis
choques de rechazo como respuesta al “renacimiento” del monoteís­
mo), no es el politeísmo como tal, el que asegura el respeto al otro. Es
cierto que en Grecia o en Roma hay tolerancia casi perfecta de la reli­
gión o de la “raza” de los otros; pero esto concierne a Grecia y a Roma,
ñb dl politeísmo como tal. Para tomar sólo un ejemplo, el hinduismo
no sólo es intrínseca e interiormente “racista” (castas), sino que ali-
mentó tantas masacres en el curso de su historia como cualquier mo-
¡rtóteísiiao, y continúa haciéndolo. ¡
La idea que me parece central es que el racismo participa de algo
mucho más universal que lo que se quiere admitir habitualmente. El
racismo es un brote, o una transformación, particularmente agudo y
exacerbado, incluso estaría tentado de decir que es una especificación
monstruosa de un rasgo empíricamente universal de las sociedades hu­
manas. Se trata de la aparente incapacidad de constituirse en sí sin
excluir al otro, y de la aparente incapacidad de excluir al otro sin
desvalorizarlo y, finalmente, odiarlo.
Siempre que se trata de la institución de la sociedad, el tema tiene
necesariamente dos facetas; la del imaginario social que instituye sig­
nificaciones imaginarias e instituciones; y la del psiquismo de los seres
humanos singulares; lo que éste impone como obligaciones a la institu­
ción de la sociedad y lo que padece, a su vez, por parte de ésta.
No me detendré en el caso de la institución de la sociedad; con
frecuencia he hablado de ello en otras partes3. La sociedad -cada socie­
dad- se instituye creando su propio mundo, con lo cual no se indica
solamente “representaciones”, “valores”, etcétera. En la base de todo
'eso hay urt modo de representar, una categorización del mundo, una
estética y una lógica, como también un modo de valorización, y sin
duda, y en cada uno de los casos, también un modo de ser afectado. De
una u otra manera, en esa creación del mundo, siempre encuentra lu­
ja r la existencia de otros humanos y de otros sociedades. Es necesario
distinguir entre la constitución de otros parcial o totalmente (míticos
(los salvadores blancos para los aztecas, los etíopes para los griegos
homéricos), que pueden ser “superiores” o “inferiores”, hasta mons-
‘trüósos; y la constitución de otros reales, de sociedades que .efectiva­
mente se encuentran. He aquí un esquema muy rudimentario para con­
siderar el segundo caso. En un primer tiempo mítico (o, lo que viene a
ísér Ió mismo, “lógicamente inicial”), no hay otros. Luego se los encuen­

El mundo fragmentado 33
tra (el tiempo mítico o lógicamente inicial es el de la autodisposición
de la institución). Para lo que nos interesa ahora, se abren grosso modo
tres posibilidades: las instituciones de esos otros (y, por lo tanto, los
otros en sí) pueden ser consideradas como superiores (a las “nuestras” ),
cómo inferiores, o como “equivalentes”. Enseguida notamos que el pri­
mer caso entrañaría a la vez una contradicción lógica y un suicidio
real. La consideración de las instituciones “extranjeras” cómo superio­
res por parte de la institución de una sociedad (no por tal o cual indivi­
duó) no tiene cabida: esa institución no haría más que ceder el lugar a
la otra. Si la ley francesa ordena a los tribunales que en todos los casos
se aplique la ley alemana, se suprime como ley francesa. Puede ser que
tal o cual institución, en el sentido secundario del término, sea consi­
derada apropiada, y que efectivamente sea adoptada; pero la adopción
global y sin reserva esencial de las instituciones centrales de otra socie­
dad implicaría la disolución, como tal, de la sociedad que toma prestado.
Por lo tanto, el encuentro sólo deja dos posibilidades: que los otros
sean inferiores, que los otros sean iguales a nosotros. La experiencia
demuestra, como dijimos, que se sigue casi siempre la primera vía, casi
nunca la segunda. Hay para eso una razón “aparente”. Decir que los
otros son “ iguales a nosotros”, no puede significar iguales en la
indiferenciación, ya que implicaría, por ejemplo, que es igual que coma
cerdo o que no lo coma, que corte las manos a los ladrones, o no, etcé­
tera. Todo se volvería indiferente y sería desinvestido. Los otros son
simplemente otros; dicho de manera distinta, no solamente las len­
guas, o el folclore, los hábitos en la mesa, sino las instituciones consi­
deradas globalmente, como un todo y en detalle, son incomparables. Lo
cual es verdad, pero sólo en un sentido. La “incompatibilidad” no pue­
de producirse “naturalmente” en la historia, y no debería ser difícil
comprender la razón. Para los sujetos de la cultura considerada, esa
“incompatibilidad” implicaría tolerar en los otros lo que para ellos es
abominable; y, a pesar de la actual perspectiva facilista de los defenso­
res de ios derechos del hombre, aquélla hace surgir cuestiones teórica­
mente irresolubles en el caso de los conflictos entre culturas. Así lo
demuestran los ejemplos ya citados y así procuraré demostrarlo al final
de estas observaciones.
La idea aparentemente tan simple e incuestionable de que los otros
son simplemente otros, es una creación histórica que va contra la co-

3'4 C ornelius C astoriadis


itiente de las tendencias “espontáneas” a la institución de la sociedad.
Los otros casi siempre han sido instituidos como inferiores. Todo lo
cual no es una fatalidad, o una necesidad lógica, es simplemente la
probabilidad extrema, la “propensión natural” de las instituciones hu­
manas. Evidentemente, el modo más simple de valorizar las propias
instituciones es la afirmación -que no necesita explicación^ de que
ésas son las únicas “verdaderas” y que, en consecuencia, los dioses, creen-'
das, hábitos, etcétera, de los otros son falsos. En ese sentido, la inferior
ridad de los otros no es más que la otra cara de la afirmación de la
verdad de las propias instituciones de la sociedad-Ego (en el sentido que
tiene Ego en la descripción de los sistemas de parentesco). Verdad pro­
pia que excluye cualquier otra, convirtiendo al resto en error positivo
y, en el mejor de los casos, diabólicamente perniciosa (el caso de los
monoteísmos y de los marxismos-leninismos es obvio, pero no son los
únicos).
¿Por qué hablar de probabilidad extrema y de propensión natural?
Porque no puede haber verdadera fundación de la institución (funda­
ción “racional” o “real”). Siendo su único fundamento la creencia en sí
misma, más específicamente, el hecho de que pretenda hacer al mundo
y la vida coherentes (sensatos), el encuentro la pone en peligro de
muerte: existen otras maneras de hacer a la vida y al mundo sensatos y
coherentes. Aquí nuestro asunto, en el sentido más general, se conecta
con el de la religión, lo cual ha sido tratado por mí en otro lugar4.
Probabilidad extrema, pero no necesidad o fatalidad: a pesar de todo,
lo contrario es posible, aunque altamente improbable, como la demo­
cracia es en la historia altamente improbable. El índice de lo anterior
es la relativa y modesta transformación (al menos real) de ciertas so­
ciedades modernas y el combate que en ellas se libra contra la misoxenia
(el cual está lejos de haber terminado, incluso dentro de cada uno de
nosotros).
Todo concierne a la exclusión de la alteridad externa, en general. Pero
la cuestión del racismo es mucho más específica: ¿por qué, lo que hu­
biera podido permanecer como simple afirmación de la “inferioridad”
de los otros, se vuelve discriminación, desprecio* confinamiento para,
finalmente, exacerbarse hasta la rabia, el odio y la locura asesina?
A pesar de todas las tentativas provenientes de diversos sectores,
pienso que no podríamos encontrar una “explicación” general, que no

El MUNDO FRAGMENTADO 35
fuera la histórica, en el estricto sentido del término. La exclusión del
otro no siempre ha cobrado la forma del antisemitismo, ni mucho me'
ños. Se conoce la historia del antisemitismo en los países cristianos:
ninguna “ley general” puede explicar las localizaciones espaciales y tem­
porales de las explosiones de ese delirio. Otro ejemplo todavía más
elocuente: el Imperio Otomano, una vez llevada a cabo la conquista,
mantuvo siempre una política de asimilación, luego de explotación y
de capitis diminutio de los conquistados no asimilados (sin esa asimila­
ción masiva, no existiría la nación turca). Después, súbitamente, entre
1895 y 1896, y, entre 1915 y 1916, los armenios (siempre sometidos, es
verdad, a una represión mucho más cruel que las otras nacionalidades
del Imperio) se convierten en el objeto de dos monstruosas masacres
en masa, en tanto los otros alógenos del Imperio (y especialmente los
griegos, todavía muy numerosos en Asia Menor entre 1915-1916, y
cuyo Estado prácticamente está en guerra con Turquía) no son perse­
guidos.
Ya se sabe q[ue, a partir del momento en que hay fijación racista, los
“otros” no solamente son excluidos e inferiores; como individuos y como
colectividad se convierten en el punto de apoyo de una cristalización
imaginaria en segundo grado, la cual los dota de una serie de atributos
y, tras éstos, de una esencia de maldad y perversidad que justifica de
antemano todo lo que se les hará padecer. Sobre ese imaginario, en
Europa, especialmente antijudío, la literatura es inmensa y no tengo
nada que agregar5. Salvo que me parecería muy superficial presentar
ese imaginario -por añadidura, bautizado “ideología”“ como algo fa­
bricado de pies a cabeza por clases o grupos políticos para asegurar su
dominación o para llegar a ella. En Europa, un sentimiento antijudío
difuso y “rastrero” circuló permanentemente, por lo menos desde el
siglo Xi. A veces ha sido reanimado y revivido en momentos en que el
cuerpo social ha experimentado, con una intensidad más fuerte que de
costumbre, la necesidad de encontrar un objeto malo “interno-exter­
no” (el “enemigo interno” es tan cómodo), un chivo emisario ya “seña­
lado de nacimiento” como tal. Pero esas revivificaciones obedecen a
leyes y reglas; es imposible, por ejemplo, relacionar las profundas crisis
económicas sufridas durante ciento cuarenta años por Inglaterra con
una explosión cualquiera de antisemitismo, mientras que hace quince
años tales explosiones comienzan a producirse, pero contra los negros.

36 C ornelius C astoriauis
Hago un paréntesis. Para la opinión generalizada y los autores más
destacados -pienso, por ejemplo, en Hannah Arendt- en el racismo es
intolerable el hecho de que se odie a alguien por algo de lo que no es
responsable, su “nacimiento” o su “raza”. Es verdad que esto resulta
abominable, pero las observaciones que preceden ponen de manifiesto
que esa perspectiva es errónea o insuficiente, que no capta la esencia y
la especificidad del racismo; tanto es así, que ante el conjunto dedos
fenómenos entre los que el racismo es el más agudo, una combinación
de vértigo y de horror del horror hace vacilar a las mentalidades más
sólidas. Considerar a alguien culpable por su pertenencia a una colec­
tividad a la que no eligió pertenecer no es lo propio del racismo. Ilya
Ehrenburg lo había formulado con esa brutal claridad del gran período
estalinista: “Los únicos alemanes buenos son los alemanes muertos”.
(= Nacer alemán, ya es merecer la muerte.) Lo mismo vale para las
persecuciones religiosas o las guerras con componente religioso. Entre
todos los conquistadores que masacraron a los infieles para glorificar al
Dios del día, no existió uno solo que les preguntase a los masacrados si
habían elegido su fe “voluntariamente”.
La lógica nos fuerza a decir otra cosa desagradable. La única verdad
específica del racismo (y de las diversas variantes del odio a los otros),
la única decisiva, como dicen los lógicos, es ésta: el verdadero racismo
no da ¡a posibilidad de abjurar (se los persigue, o se los vigila, y una vez
que han abjurado: marranos). Lo desagradable es que debemos conve'
nir en que encontraríamos al racismo menos abominable si se satisfi-
cíerá con conversiones forzadas (como el cristianismo, el Islam, etcé-
tera). Pero el racismo no quiere la conversión de los otros; quiere su
muerte. En el origeh de la expansión del Islam hay millones de árabes;
en el origen del Imperio Turco, hay millones de otomanos. El resto, es
producto de las conversiones de las poblaciones conquistadas (forzadas
o indultadas, poco importa). Pero para el racismo, el otro es inconvertible.
Enseguida advertimos la casi necesidad del apuntalamiento del imagi­
nario racista en características físicas (por lo tanto, irreversibles) cons­
tantes, o consideradas como tales. Un nacionalista francés o alemán
que se precie, instrumentalmente racional (es decir, precisamente des­
embarazado del creciente imaginario del racismo), debería estar en­
cantado si los alemanes o los franceses pidieran la naturalización dé
millones de personas en el país de enfrente. Por otra parte, a veces se

E l MUNLX> FRAGMENTADO 37
naturaliza en forma póstuma a los muertos gloriosos del enemigo. Poco
después de mi arribo a Francia (en 1946, creo), un gran artículo apare'
cido en Le Monde celebraba a Bach como “genio latino”. (Menos refi'
nados, los rusos trasladaron las fábricas de la zona y, en lugar de inven-
tár una ascendencia rusa de Kant, lo hicieron nacer y morir en
ÍCaliningrado.) Pero Hitler no tenía ningún deseo de apropiarse de Marx,
Einstein o Freud como genios germánicos, y los judíos más asimilados
fueron enviados a Auschwitz como los demás.
Rechazo del otro, en tanto que otro: componente, no necesario,
sino extremadamente probable de la institución de la sociedad. “Natu­
ral”, en el sentido en que la heteronomía de la sociedad es “natural”.
La superación de ese rechazo exigiría una creación a contrapelo; por lo
tanto, es improbable.
Podemos encontrar la contrapartida de ello -no digo la “causa”- en
el plano del psiquismo del ser humano singular. Seré breve. Una faceta
del odio al otro, en tanto que otro, es inmediatamente comprensible;
se puede decir que es el reverso del amor propio, del investimiento del
yo. Poco importa la falacia que implica, el silogismo del sujeto frente al
otro es siempre el de “si afirmo el valor de A, debo también afirmar el
no-valor de no-A”. Evidentemente, la falacia consiste en que el valor
de A excluye cualquier otro: A (lo que soy) vale, y lo que vale es A. Lo
que en el mejor de los casos es inclusión o pertenencia (A como parte
de los objetos que tienen un valor), se convierte falazmente en equiva­
lencia o representatividad. A es el tipo mismo de lo que vale. Es cierto
que, en situaciones extremas, en el dolor, frente a la muerte, la falacia
aparece bajo otro aspecto. Pero no es nuestro tema.
Ese falso razonamiento (umversalmente extendido) solamente da­
ría lugar a las diferentes formas de desvalorización o de rechazo de quie­
nes ya han sido aludidos. Pero otra faceta del odio es más interesante y
creo que habitualmente no se menciona: el odio al otro como una fa­
ceta del odio inconsciente hacia sí mismo6. Retomemos la cuestión por
otro lado. ¿La existencia del otro como tal puede poner en peligro al
yo? (Evidentemente hablamos del mundo inconsciente en el cual el
hecho fundamental de que el “yo” no existe, fuera del otro o de los
otros, brilla por su ausencia como en las teorías “individualistas” con­
temporáneas.) Puede bajo una condición: que en lo más profundo de la
fortaleza egocéntrica una voz repita, suave pero incansablemente: nues­

38 C ornelius C astoriadis
tras' murallas son de plástico, nuestra acrópolis es de papel mâché. ¿Y
qjüién podría hacer audibles y creíbles esas palabras que se oponen a
todos los mecanismos que han permitido al ser humano ser alguien (cam­
pesino cristiano francés o poeta árabe musulmán)? Por cierto que no
uha Vduda intelectual”, que apenas puede existir o tener fuerza propia
en las capas profundas de las que hablamos, sino un factor ubicado en
la ■ proximidad inmediata a los orígenes, lo que subsiste de la mónada
psíquica y de su negación encarnizada de la realidad, vuelta ahora ne­
gación, rechazo y aborrecimiento del individuo en el que ella debió
transformarse, y que fantasmáticamente sigue odiando. Lo. cual hace
que la cara visible, “diurna”, construida, expresiva del sujeto sea siem­
pre él objeto de un investimiento doble y contradictorio: positivo en
tanto que el sujeto es un sustituto de la mónada psíquica, negativo en
tanto que es la huella visible y real de su fragmentación.
• De manera que el odio a sí mismo, lejos de ser una característica
típica de los judíos, como suele decirse, es inherente a todo ser huma­
no y -como todo lo demás- objeto de una elaboración psíquica ininte­
rrumpida. Y pienso que es este odio a sí mismo, habitualmente intole­
rable en su faz manifiesta, el que alimenta las formas más extremas del
odio al otro y su descarga en las manifestaciones más crueles y arcaicas.
Desde este punto de vista, se puede decir que las expresiones más
agudas del odio al otro —y sociológicamente el racismo es la más aguda
por el motivo ya aludido de la inconvertibilidad- constituyen mons­
truosos desplazamientos psíquicos, a través de los que el sujeto puede
guardar el afecto cambiando de objeto. Ésa es la razón por la que no quiere
encontrarse en el objeto (no quiere que el judío se convierta o conozca
la filosofía alemana mejor que él), en tanto que la primera forma del
rechazo, la desvalorización del otro, se satisface generalmente con el
“reconocimiento” por parte del otro, que se ve determinado a la derro­
ta o a la conversión.
- Después de todo, la superación de la primera forma psíquica del odio
al otro parecería no exigir mucho más que lo que implica la vida en
sociedad: la existencia de carpinteros no cuestiona el valor de los fon­
taneros, y la existencia de los japoneses no debería poner en tela de
juicio el valor de los chinos.
- La superación de la segunda forma implicaría sin duda elaboracio­
nes psíquicas sociales mucho más profundas. Como el resto de la de-

El m u n ix >fragmentado 39
moeracia, en el sentido de autonomía, requiere una aceptación de núes*
tra mortalidad “real” y total, de nuestra segunda muerte sobrevenida
luego de la muerte de la totalidad imaginaria, de la omnipotencia, de
Id inclusión en'nosotros del universo.
Pero quedarnos allí sería permanecer en la esquizofrenia eufórica de
los Hóys-scouts intelectuales de las últimas décadas, que preconizan
si’múltáneámente los derechos del hombre y la diferencia radical de las
OtraS'iculturas. ¿Entonces cómo se pueden juzgar (y eventualmente re­
chazar) lá cultura nazi o estaliñista, los regímenes de Pinochet, de
Menghis.tu, de Khomeini? ¿No son “estructuras’’ históricas diferentes,
incomparables e igualmente interesantes?
En los hechos, el discurso de los derechos del hombre se ha susten­
tado en las hipótesis tácitas del liberalismo y del marxismo tradiciona­
les: la':aplanadora del “progreso” conduciría a todos los pueblos hacia
la misma cultura (efectivamente, la nuestra, enorme comodidad polí­
tica de las pseudofilosofíás de la historia) . Las preguntas que planteé
antes serían automáticamente resueltas, a lo sumo, después de uno o
dos “accidentes desdichados” (guerras mundiales, por ejemplo).
Lo que ha sucedido ha sido más bien lo contrario. Mal que bien, la
mayor parte del tiempo, los “otros han asimilado ciertos instrumentos
de la cultura occidental, una parte de lo que responde a lo conjuntista-
identitario por ella creado, pero de ningún modo las significaciones
iináginartas de la libertad, la igualdad, la ley, la interrogación indefini­
da. La victoria planetaria de Occidente es victoria de metralletas, de
jeeps y de la televisión, no del babeas Corpus, de la soberanía popular,
de la responsabilidad del ciudadano.
A:sí, lo que antes aludí como au n simple problema “teórico”, y que,
sin ningurta duda, ha hecho correr ríos de sangre en la historia -¿cómo
una cultura podría admitir que existen otras que son comparables con
ella misma y que tienen por alimento lo que para ella es sacrilego?^ se
convierte en uno de los mayores problemas políticos y prácticos de nues­
tra época, llevado al paroxismo por la aparente antinomia en el seno
de nuestra propia cultura. Pretendemos ser, a la vez, una cultura entre
otras y que ésta es única, en tanto reconoce la alteridad de las otras (lo
que nunca se había hecho antes y lo que las otras culturas no le recono­
cen) y en tanto ella ha establecido significaciones sociales imagina­
rías, con las consecuentes reglas de valor universal: para tomar el ejem-

40 C ornelius C astoriadis
pío más fácil, los derechos del hombre. ¿Y qué hacen ustedes con res­
pecto a las culturas que explícitamente rechazan los “derechos del hom­
bre” (cf. el Irán de Khomeíni), sin hablar de la abrumadora mayoría,
que los pisotean cotidianamente en los hechos, suscribiendo declara­
ciones hipócritas y cínicas?
Termino con un simple ejemplo. Hace unos años se hablaba mucho
-ahora menos, no sé por qué- de la excisión y de la infíbulación de las
niñas, practicadas como regla general en una multitud de países musul­
manes africanos (creo que las poblaciones son mucho más vastas de lo
que suele decirse). Todo eso sucede en África, allá, in der Turkei, como
dicen los burgueses filisteos de Fausto. Ustedes se indignan, protestan,
no pueden hacer nada contra aquello! Después un día, aquí en París,
descubren que su criado (u obrero, colaborador, colega) por el que sien­
ten mucho afecto, se prepara para la ceremonia de excisión-infibula-
eión de sü niñita. Si ustedes no dicen nada, se olvidan de los derechos
del hombre (el habeos Corpus de la niña). Si tratan de cambiar las ideas
del padre lo están apartando de su cultura original, y transgrediendo
así el principio de la incomparabilidad de las culturas.
Combatir el racismo siempre será esencial. No debe servir de pre­
texto para dimitir ante la defensa de valores que fueron creados por
nosotros, que consideramos válidos para todos, que no tienen relación
con la raza o el color de la piel y a los que queremos convertir, sí, razo­
nablemente, a toda la humanidad.

El mundo fracmentalx ) 41
N otas

* Ponencia pata el coloquio del ARIP, "Inconsciente y cambio social", el 9 de


marzo de 1987. Publicado en Connexions, N p 48,1987.

1 Véase Éxodo 23, 22-33; 33,11.-17. Léxico 18, 24-28. Josué 6, 21-22; 8, 24-29;
10, 28, 31-32, 36-37, etcétera.
1 Los escasos esfuerzos de proselitismo judío bajo el Imperio Romano son tardíos,
marginales y sin porvenir.
J La tíltitria vez e n Los dominios del hombre (París, Ed. du Seuil, 1986): los textos
"El imaginario: la creación en el dominio sociohistórico” e "Institución de la
sociedad y la religión”«
* Véase "Institución de la sociedad y religión”, op. cit.
5 Se pueden ver, por ejemplo, las numerosas indicaciones que da Eugène Enríquez
en De la horde à-l'Etat. París, Galiimard, 1983, pp. 396-438.
6 Recientemente, Micheline Enríquez (En las encrucijadas del odio. París, Ed. de
l'Epi, 1984) ha hecho una importante contribución a la cuestión del odio en
psicoanálisis. Desde el punto de vista que nos interesa ahora, véase sobre todo
pp. 269-270.

E l MUNDO FRAGMENTADO 43
¿C amino sin salida ?*

Ya todo ha sido dicho1y todo está siempre por decir, hecho que,- por
sf mismo, podría conducir a desesperar. La humanidad parecería sorda;
low.es en lo esencial. De eso se trata, ante todo, cualquier discusión
referida1a lás cuestiones políticas fundamentales. Para la humanidad
moderna, tales son las relaciones entre su saber y su poder; más exacta­
mente: entre el poder en constante crecimiento de la tecnociencia y la
impotencia manifiesta de las colectividades humanas contemporáneas,
i El téímino “relación” ya no sirve. No hay relación. Existe un poder de
la tecnociencia contemporánea -el que básicamente es impotente—,
poder anónimo en todos los aspectos, irresponsable e incontrolable (ya
que no se puede asignar a nadie) y, por el momento (momento bastan­
te largo, a decir verdad), una pasividad completa de los hombres (in­
cluyendo a los científicos y a los técnicos por el hecho de. ser ciudada­
nos). Pasividad completa, e incluso complaciente, ante el curso de
acontecimientos que todavía quieren creer benéfico, sin estar ya com­
pletamente persuadidos de que lo será a la larga2. Todos los términos
del debate tendrían que ser retomados, replanteados, vueltos; a diluci­
dar.. Más adelante lo intentaré con algunos de ellos. Pero, para justifi­
car mi propósito antes de ir más lejos, algunas preguntas:-¿quién deci­
dió las fecundaciones in vitro y los trasplantes de embriones?, ¿quién
decidió que había vía libre para las manipulaciones del código genético?,
¿quién dispuso la utilización de los dispositivos anticontaminantes (qué
retienen el C 0 2), culpables de las lluvias ácidasí
i. ; Desde hace mucho tiempo, no podemos y no queremos -no debemos
querer-^ renunciar a la interrogación racional, a la exploración del
mundo, de nuestro ser, del misterio mismo, que hace que nos sintamos
siémpre empujados a investigar y a interrogar. Uno se puede dejar ab­
sorber -y la sociedad debería ser de tal manera que todos los que qui­
sieran tuviesen la posibilidad de ello- por una demostración matemá­
tica, por los enigmas de la física fundamental y de la cosmología, por
los inextricables meandros y retromeandros en las interacciones de los

El mundo fragmentaix ) 45
sistemas nervioso, hormonal e inmunológico, con una satisfacción cuya
calidad difiere, pero cuya intensidad no envidia nada a la que se puede
experimentar escuchando La ofrenda musical, contemplando Los espo­
sos Amolfini, leyendo Los cantos de Maldoror. El autor de estas líneas,
que ha gozado como humilde amateur - amante sería la palabra que co­
rresponde- en esos dominios, puede dar fe de ello. Como también pue­
de dar fe de que debe su supervivencia y la de sus seres queridos (en
varias ocasiones), a la eficacia técnica de la medicina contemporánea.
Y de que, muchas veces, ha tenido la ocasión de criticar la inconse-
cuéncia, tan difundida en ciertos ambientes ecológicos, donde se re­
chaza de palabra la industria moderna con música de fondo provenien­
te de sofisticados sistemas de audio, y ante la enfermedad se espera
como cualquiera el milagro de la omnipotencia técnico-médica3. No
se trata entonces de un prejuicio anticientífico o antitécnico; el pre­
juicio está en las antípodas de lo que se está exponiendo.
Si se pudiera decir ^-como lo hacen algunos ante las potencialidades
apocalípticas de la tecnociencia- “prohibamos la ciencia, detengamos
la técnica o tracémosles un límite preciso”, no habría un verdadero
conflicto, sino solamente “problemas prácticos” (es cierto, que son in­
numerables). Además, examinándolo bien se ve su imposibilidad, a
menos que se renunciara a la libertad. No por el hecho de que se impu­
sieran prohibiciones legales para el ejercicio de una actividad (después
de todo, matar está prohibido), sino porque la creación de la libertad,
en la historia greco-occidental, es indisociable de la emergencia y la
interrogación de la búsqueda racional. Y es porque no se puede resol­
ver, que la cuestión conduce hacia una antinomia insuperable en el
plano estrictamente teórico y sólo remediable con la acción y el
juzgamiento políticos de las colectividades humanas. Después volveré
sobre esto. Pero también hay que señalar que no somos conscientes de
la situación, al pretender que los “buenos” y los “malos” aspectos de la
ciencia y de la técnica contemporáneas son perfectamente separables y
que para eso bastaría una mayor consideración de algunas reglas de
éticaftécnico-científlca, la eliminación de la ganancia capitalista o la
supresión de la burocracia gestionaría. Entendamos que no es en el
nivel de los dispositivos de superficie o incluso de las instituciones
fórmales donde se puede reflexionar sobre la cuestión: una sociedad
verdaderamente democrática, liberada de las oligarquías económicas,

fQpRNEtIUS C astoriadis
políticas o de otra clase, viviría la situación con la misma intensidad.
Lo que aquí está en juego es uno de los núcleos del imaginario occiden'
tal moderno, el imaginario de, un dominio “racional” y de una raciona'
ítidád artificializada, que ha devenido no sólo impersonal (no indívi'
iJúaL), sino inhumana ("objetiva”). Antes de llegar hasta allí, tenemos
^úe acometer algunos estratos exteriores.

La realidad efectiva de la tecnociencia

Todo el mundo conoce las formidables conquistas de la técnica


moderna, tras las que obviamente se encuentra la ciencia. Implican
úha capacidad igualmente formidable de producción. ¿Por qué entorn
bés hablar de impotencia?, ¿por qué decir que ese enorme poder es pa'
tálelo a una impotencia creciente?
^í ¿A qué llamamos poder o, incluso, potencia? ¿Haría falta de ahora
en adelante, por referéndum o de otra manera, cambiar el significado
de esas palabras? ¿Entendemos por poder la posibilidad que tiene cual'
quiera, con los medios necesarios y los dispositivos apropiados, de ha'
cer lo que quiera cuando quiera, para alguien que quiera? ¿‘Dónde y
quién es ese alguien hoy en día, individuo, grupo, institución o colee'
tivídad? ¿En qué sentido quiere algo y qué es lo que quiere? Una vez
más, ¿quién decide y en vista de qué1
ch Sin duda alguna, los biologistas que inventaron (o descubrieron) los
hechos y los métodos basados en el código genético lo hacían volunta*
riamente. ¿Pero hasta qué punto querían verdaderamente esos resulta­
dos? ¿Cómo podían saber que los querían obtener si no los conocían, ni
ellos, ni nadie hasta ese momento? (Tampoco se conocían Hiroshima y
Ghernobyl cuando Hahn, Strassman y Joliot'Curiej a fines de 1938,
obtenían las primeras fisiones de átomos de uranio.) Cinco años antes,
Rutherford calificaba la posibilidad de explotar la potencia atómica
Cómo “historia sin pies ni cabeza 4”. Rutherford no sólo era uno de los
más grandes físicos del siglo, era también el instigador de algunas de las
experiencias más importantes de la nueva física,
b La ilusión del poder entraña también una ilusión relativa al saber:
podríamos saber todos los resultados (o al menos los que nos importan)
de lo que hacemos. Obviamente nunca es ése el caso. Los resultados de

El mundo fragmentado 41
nuestros actos no terminan nunca de sucederse, más aún, incluso los
resultados más inmediatos los conocemos cuando el momento del acto
está próximo, proximidad en sí misma fragmentada. No se desprende
de lo anterior ningún tipo de agnosticismo o de indiferencia ética y
práctica. Lo sabemos muy bien a través de la vida cotidiana, del mun­
do familiar. Debemos saberlo, para que los resultados humanamente
previsibles de nuestras acciones dependan de lo que hacemos y que así
sea posible a la vez un proceder razonable y la responsabilidad con
respecto a nuestros actos y sus consecuencias. Todo lo cual no quiere
decir que se puedan delimitar geométricamente las fronteras de la
previsibilidad. Nunca se podrán reemplazar los tribunales por las
computadoras. Trazamos una frontera de lo que se requiere como pre­
visión -frontera que en sí misma está, de alguna manera, tácitamente
instituida por la sociedad considerada- y es en su interior, donde plan­
teamos la cuestión de la responsabilidad, Eso ya es una conquista de la
civilización. Hubo culturas, para las cuales el hecho de haber sido co­
locadas -real o imaginariamente- en un punto cualquiera de la cadena
que conducía al acontecimiento perjudicial, bastaba para designar a
alguien.como culpable. Lo prueba todavía el adagio “Ay de aquél, cul­
pable del escándalo”: no necesariamente la desgracia sobrevendrá para
el auténtico autor del escándalo, sino para todos los que, incluso cie­
gos, permitieron que se produjera.
Se debe admitir que, en lo esencial, es en la vida cotidiana y el
mundo familiar, en los paisajes explorados desde tiempo inmemorial,
donde podemos actuar con conocimiento de causa. La diferencia entre
un buen y un mal artesano se nota casi siempre de inmediato, sin ésta
no habría vida social. Pero también porque la hipótesis contraria con­
duciría a conclusiones directamente opuestas a todo discurso y a toda
vida: todo vale, ¿mythinggoes. Pero la legitimidad del pasaje a un domi­
nio donde la misma expresión “en conocimiento de causa" pierde toda
significación es más que problemática.
: La humanidad siempre lo supo. Los mitos sustentados en lo que está
prohibido sin motivos “razonables" y, especialmente, en los “secretos”
que un héroe o una heroína no deben tratar de develar -desde el fruto
del Arbol del Conocimiento hasta el Aprendiz de Brujo- están en el
iinaginario de todos los pueblos. Es cierto que debemos situarlos entre
los pilares.de una institución heterónoma de la sociedad: existe lo que

4;3‘ C ornelius C astor iahis


no se debe saber bajo pena de catástrofe o de pecado capitali esiste
aquello sobre lo que jamás se ha posado mirada humana. Sin embargo,
habría otro mito en nuestra tradición (mito griego, bella imagen de la
verdad) al que no se le podría atribuir esa función. Ulises -con el que
recientemente, y en forma burda y grosera, se intentó hacer un héroe
anunciador del capitalismo- llega a embaucar al Cíclope* a aprove­
charse de las sirenas, a desbaratar el plan de Circe, a descender a los
infiernos para conocer el secreto último: la vida después de la muerte
es infinitamente peor que la vida sobre la tierra. Es después de haber
sabido eso, cuando rechaza los ofrecimientos de inmortalidad de Calipso,
para poder volver a Itaca, para poder morir como un hombre'sin igual
y mortal a pesar de todo.
¿Pero tenemos necesidad de mitos? ¿No tenemos ante los ojos a los
grandes científicos atómicos que produjeron la bomba de Hiroshima y
su larga contrición posterior (exceptuando a Teiler y algunos otros)?
¿No tenemos siempre a la vista la inconsciencia de sus sucesores y de
aquellos que se entregan, hoy en día, a otras especialidades (la mani­
pulación genética), a juegos potencialmente mucho más peligrosos?
¿Qué necesidad tenemos de mitos cuando el entorno, la biosfera te­
rrestre son destruidos al ritmo en que nosotros los destruimos? “ ¡Noso-
tros.no queríamos eso! ¡No conocíamos las consecuencias!” ¿Porqué
continúan entonces haciendo cosas de las que ustedes ni nadie pueden
prevenir los efectos, y que son análogas a otras de las que ya se cono­
cieron sus horribles resultados?

"Por favor, dice Alicia al gato de Chesire, ¿podría decirme qué camino
debo tomar a partir de aquíÌ
-Eso depende mucho del lugar a donde se dirija, dice el gato.
—No me importa mucho adónde sea, dice Alicia.
- Entonces tampoco importa mucho qué camino tome, dice el gato.
con tal de que llegue a ALGUNA p a r t e , agrega Alicia a modo de
explicación.
-Oh, seguramente llegará allí, dice el gato, si camina durante bastante
tiempo.”

Si no se sabe adonde se quiere ir, ¿cómo y por qué elegir un caminó,


antes que otro? ¿Quién de los protagonistas de la tecnociencia cotv

El MUNDO FRAGMENTADO 49
temporánea sabe a dónde quiere llegar, no desde el punto de vista del
“saber puro”, sino en cuanto al tipo de sociedad que desearía y a los
caminos que conducen a ella? ¿Cómo y por qué, en esas condiciones,
rechazar un largo camino que se abre aparentemente ante sus pasos?
Ese camino -cosa paradójica si se piensa en el dinero y los esfuerzos
gastados- es, cada vez menos, el de lo deseable y, cada vez más, el de lo
simplemente factible. No se intenta hacer lo que “se debería”, o lo que
se considera “deseable”. Cada vez más, se hace lo que se puede hacer,
se trabaja en lo que se estima factible a más o menos corto plazo. Es
decir, se persigue lo que se cree poder alcanzar técnicamente, con el
temor de que el invento llegue después que el hallazgo de los “usua­
rios”. Nadie se ha preguntado si había una verdadera “necesidad” de
computadoras familiares; se podía fabricarlas a un precio no prohibiti­
vo para ciertas franjas de ingresos. Al mismo tiempo, se fabricó tam­
bién la “necesidad” correspondiente, y ahora, se está imponiendo (Minitel
en Francia, etcétera5).
Aquello que sea técnicamente factible, será hecho regardless (des­
cuidadamente), como se dice en el inglés coloquial, sin ningún otro
tipo de miramientos. De la misma manera se llegó a trasplantes de
embriones, fecundaciones in vitro, intervenciones quirúrgicas a los fetos,
etcétera. Actualmente, muchos años después del dominio de la técni­
ca, la cuestión no es ni siquiera discutida, a excepción del gesto valien­
te y ejemplar del profesor Testard 6, con respecto a un libro que habla
en favor de sandeces como la “gestación” masculina, el que -protegido
por una ideología barata- encabeza la lista de best-sellers en Francia
desde hace muchos meses.
La mejor imagen es la de una guerra de posiciones (1914-1918) contra
la Madre Naturaleza. En el frente se tirotea permanentemente, pero
los grandes batallones se envían allí donde parece haber una brecha;
esos pasos se aprovechan sin ninguna idea estratégica. Aquí todavía es
la lógica la conductora de lo ilógico. Concentrar esfuerzos y sitiar don­
de parece más oportuno, no deja de ser perfectamente razonable. Cuan­
do se preguntó a Hilbert por qué no acometían el “último” teorema de
Fermat, contestó que para eso hubiera necesitado tres o cuatro años de
trabajo preparatorio, sin la seguridad de obtener un resultado positivo.
Con frecuencia, se constató que un gran físico pudo hacer avanzar la
ciencia y realizar una gran obra, porque en lugar de acometer los pro­

50 C ornelius C astor iadis


blemas esencialmente importantes, se abocó, en cambio, a aquellos en
los que había percibido la “madurez” inmediata. ¿Cómo criticar eso?
¿Pero, también, cómo permanecer ciego ante el inesperado resultado
glpbal, cuando éste concierne a todo?
; .Habría que conocer los resultados. También habría que.querer obte­
nerlos, para lo cual, sería necesario que hubiera orientaciones, eleccio­
nes. Excepto la factibilidad y.ciertos casos de “demanda social acuciante”
(investigación médica, especialmente sobre el cáncer, pero donde tam­
bién la problemática es menos simple de lo que parecería, como se verá
más adelante), una verdadera elección exigiría el establecimiento de
criterios y de prioridades. ¿Qué criterios, qué prioridades, fijados por quién
y a partir de qué? En el fondo, no sólo es imposible en asuntos como
éstos, establecer, criterios indiscutibles; sino que, incluso si se dispusiera
de ellos, su aplicación por poco incoherente que fuera (no digo ya rigu­
rosa) provocaría problemas enormes. Ya que esa aplicación se haría
siempre, en una situación altamente incierta y absolutamente cam­
biante.
Tomemos un ejemplo bien actual. El National Institute of Health
de Estados Unidos promulgó un conjunto de reglas para los laborato­
rios, con el fin de eliminar (¿limitar?) los riesgos inherentes a las mani­
pulaciones genéticas. Pero, si se cree que con esas reglas la cuestión
está resuelta, se dota al N1H de una suerte de omnisciencia. También
se puede señalar que los gobiernos no están obviamente “sometidos a
las reglas” del NIH,
Precisamente, el mariscal Serguei Akhroméev, jefe del estado ma­
yor, general de-las fuerzas armadas soviéticas, no pareció preocuparse
mucho por las reglas dictaminadas por el NIH, En su declaración del
18 de enero de 19867, donde explicaba la alusión de M. Gorbachov de
algunos días atrás referida a “armas nucleares basadas en nuevos prin­
cipios físicos”, indicó, entre otras, las “armas genéticas”. El correspon­
sal de Le Monde en Moscú, Dopunique Dhombres, comenta: “Hasta
ahora, ese dominio no había parecido ser de interés para los militares”.
Por mi parte, apostaría con gusto algunos francos que, desde que apare­
cieron las posibilidades de operar con el código genético, las dos super-
potencias (¿y por qué no las otras?) le han consagrado algo de capital y
algunos expertos. Por lo demás, sabemos que las investigaciones de las
que antes se llamaban armas ABC (atómicas, bacteriológicas, quími­

El mundo fragmentado 51
cas) nunca renegaron del segundo término de ese trinomio. En Rusia,
ák menos, en abril de 1979, hubo una explosión en una fábrica de
SVéfqlovsk y, en junio del mismo año, otro accidente en una de las
afueras del sur de Novossibirsk: en ambos casos, se trató de fábricas de
armas bacteriológicas. En Novossibirsk, parece que se operaba con án­
trax; en Sverdlovsk, con un virus “V-21” o “U-21”. En ambos casos,
Hubo muchísimos muertos 8. Aun más recientemente, el presidente de
la República Francesa, hablando de las armas químicas, declaraba que
no encontraba ninguna razón para que la panoplia defensiva de Fran­
cia estuviese desprovista de ellas. ¿Por qué razones debería ésta privar­
se de armas biológicas?
Desde ahora, ante las posibilidades de manipulación genética, las
armas “bacteriológicas” adquieren un simpático color retro. El ántrax
es al código genético lo que la pólvora a la bomba H. Si las investiga­
ciones y el abastecimiento en ese dominio permanecen limitados (sal­
vo en el caso de Rusia, no se tiene información sobre el resto de las
potencias), es por la saturación del poder homicida de las armas nu­
cleares, del overkill; y quizá también porque, a semejanza de las armas
nucleares, las armas biológicas plantean el problema del choque de
rechazo, creando una vez más la situación de dos escorpiones en una
botella ?.
Las armas químicas que quisiera tener el presidente francés (proba­
blemente ya tiene) no serán fabricadas por plomeros, sino por quími­
cos. Cuando se tuvo necesidad de físicos y de matemáticos para fabri­
car armas nucleares (sin von Neumann y Ulám, probablemente no
hubiese habido bomba A, norteamericana), se los encontró fácilmente
en Estados Unidos, Rusia, Gran Bretaña, Francia, China, India, quizás
en otros lugares. Cuando la RGB necesita psiquiatras, los encuentra
tan fácilmente como la policía argentina encontraba médicos para
mantener con vida a la víctima, a la que quería seguir torturando. La
experiencia demuestra, si hubiera necesidad de ello, que los científicos
como tales no son mejores ni peores que el resto de la gente, y, se
podría agregar, ni más ni menos cuerdos (no digo “sabios” o “expertos”).
Aquí entran en juego muchas consideraciones difíciles de distin­
guir. Podemos dejar de lado la simple codicia -contra la que la forma­
ción científica no está más prevenida que cualquier otra; tampoco está
prevenida contra las motivaciones políticas o nacionales (no necesa-

52 C ornelius C astoiuadis
trámente nacionalistas)—, de la que se tuvo demostración a gran escala
¿on las dos guerras mundiales. Pero hay también motivaciones más
específicas. Una carrera en la investigación militar es mucho más fácil,
qúé'en la investigación “civil”. No me refiero a la carrera desdé el puti-
to dé vista del dinero, sino de posibilidades de “hacer cosas más intere­
santes”, “hacerlas al propio modo”, dirigir un laboratorio antes que ir a
trabajar allí como subordinado. Y, sobre todo, existe el virus de la in­
vestigación, en sí mismo neutro, si no admirable. Virus que, al fin de
éuéhtas, motiva los gestos de los prisioneros de Stalin en El primer cír­
culo dé Solyenitsin, los conduce a colaborar apasionadamente en un
proyecto cuyo objetivo es facilitar la localización y descubrimiento de
lbs‘ sospechosos para la KGB. Todos piensan que Stalin es un mons­
truo* dueño de un instrumento -la KGB-, todavía más monstruoso que
él. Petó el interés por la solución del problema científico -identificar a
uh individuo a partir del espectrograma de su voz- supera todas las
ofóas consideraciones. No se puede agregar nada. Desde el punto de
vista científico, la pregunta acerca de cómo destruir ala humanidad
tiéne el mismo valor que la de cómo salvarla10.
Todavía se podría demostrar más fácilmente que la investigación
militar, como la política de armamentos de la que es comensal, supues­
tamente poseedora de criterios unívocos, en realidad no tiene
-trivialidades aparte- una orientación dominada por la racionalidad
instrumental (Zweckrationalitát). Pero me atrevo a decir que, incluso
éñ el peor de los casos, los usos militares sólo son un pequeño aspecto
de la cuestión. Todo lo cual nos remite a dos citas:
“La peor cosa que pueda suceder -que va a suceder- durante los
años ’80, [efectivamente, ya terminaron, C.C.] no es el agotamiento de
los; recursos energéticos, el hundimiento económico, una guerra nu­
clear limitada o el asalto al poder de un gobierno totalitario. Por más
terribles que sean para nosotros esas catástrofes, podrían ser reparadas
eh él espacio de algunas generaciones. Pero el proceso único que está
en curso en los años ’80, y que exigirá millones de años para ser corre­
gido, es la pérdida de la diversidad genética y específica debido á la
destrucción de los hábitats naturales. Es la locura que nuestros descen­
dientes tendrán más dificultad para perdonarnos.”
“Hay- pocos problemas que sean menos reconocidos y más impor­
tantes que la desaparición acelerada de los recursos biológicos de la

El mundo fragmentado 53
Tierra. Empujando a las otras especies a la extinción, la humanidad
está serruchando enérgicamente la rama sobre la que está asentada11
No se trata básicamente de la destrucción que provoca la caza, el
D D J o incluso la horrorosa pesca de ballenas, que no obstante han
monopolizado las energías de los “ambientalistas”. Se puede enunciar
así: desaparición casi con certeza de la selva tropical dé aquí a treinta
años, como resultado de la roturación y de la tala intensivas a que se
abocan, por fuerza (simulando que es para sostener a los pueblos ham-
brientos, y los socios capitalistas desarrollados lo impulsan), los países
de la zona tropical y ecuatorial. Los resultados catastróficos de esa evo­
lución se harán sentir, no sólo en la segura extinción de cientos o miles
de especies, sino también en perturbaciones gravísimas del equilibrio
térmico de la tierra, de su régimen hidrológico y meteorológico y de los
grandes ciclos de metabolismo bioquímico. Un planeta cuya superficie
continental está cubierta de bosques y un planeta cuya misma superfi­
cie está cubierta de cultivos de cereales son completamente diferentes.
Chernobyl, que conmovió tanto al mundo, fue sólo un pequeño in­
conveniente. La alharaca se hizo con el fin de dirigir a la población
hacia objetivos políticos aparentemente accesibles, aprovechándose de
su miedo: el cierre de las centrales nucleares (a la vez imposible en el
contexto actual e irrisoriamente insuficiente). ¿Pero cómo movilizar a
la población contra la destrucción de la selva tropical? Esos pueblos
necesitan comer. Si se replica que se podría comenzar por distribuirles
los excedentes de los países industriales (como se sabe, son sobre todo
excedentes agrícolas), luego dejar de penalizar en éstos a los campesi­
nos que podrían producir mucho más, se lo acusará de querer mantener
en la dependencia a los países del tercer mundo. Si usted me dice aho­
ra que obviamente sabe muy bien que eso no se podría hacer, más que
a condición de un cambio radical en la estructura política y social de
los países “desarrollados”, usted es un utopista incorregible, mientras
que aquellos que sólo son capaces de ver de aquí a diez años son evi­
dentemente realistas.
¿Quién sostendrá que el conjunto de esas evoluciones corresponde
a elecciones en lo posible dilucidadas? ¿Y quién haría esas elecciones?
Como tales, los científicos no deciden; como tales, los científicos no
tendrían por qué decidir (no es en tanto especialista en láser que un
físico puede decidir que esa investigación es o no prioritaria con res­

54 C ornelius C astor jadis


pecto a las investigaciones inmunológicas). Por más que participen en
los procesos de decisión, no pueden influirlos más que asociándose a
un clan o ganándose la confianza de una de las camarillas político-
burocráticas que se disputan el poder y se sirven de jugadas científicas
y técnicas como emblemas y banderas o, mucho más frecuentemente,
necesitan “expertos” para vestir científicamente opciones ya tomadas
.y*;motivadas de otra manera. (La historia bien documentada 12 dé
Ghurchill con Lindemann, luego Lord Cherwell de un lado, y Tizard
del otro, pertenece al período simple, épico y “honesto” de ese estado
dé cosas,) A lo que se dijo antes sobre las motivaciones de los científi­
cos para obtener el financiamiento de sus proyectos, agregamos que en
lá!competencia con los de otros, no se trata solamente de una cuestión
dé carrera y prestigio personales; para cada uno su idea es su hija, la
“objetividad” es casi imposible.
En cuanto a los políticos, que en el fondo son los que determinan
los presupuestos para la investigación, la caridad impondría no insistir.
Si no son ignorantes, tienen sus caprichos personales; es tal vez el peor
de los casos. Si son ignorantes y lo saben (no es lo mismo), se hacen
conducir por asesores que por regla general han elegido la administra­
ción y las camarillas políticas porque su rendimiento científico perso­
nal era desdeñable; son a la verdad científica lo que los críticos a la
creación literaria o filosófica. Sus motivaciones están, ante todo, liga­
das con la subsistencia del clan al que están integrados.
Se dirá que estamos en democracia y que el público o la opinión
pública puede -o debe- controlar lo que sucede. Abstracción exangüe.
No basta con repetir lo que no hace mucho era bien sabido y, desde
hace algunos años, parece extraño y masivamente olvidado, merced al
redescubrí miento de los “valores liberales”: la opinión pública accede
a las informaciones que se tenga a bien proporcionarle, es manipulada
de todas las formas posibles, tiene que hacer enormes esfuerzos de tiempo
en tiempo para levantar una barrera (y solamente después) frente a
una pequeña parte de lo que se perpetra por los aparatos burocráticos
del Estado, políticos y económicos, las veinticuatro horas del día. La
cuestión es mucho más profunda: concierne a la formación de las re­
presentaciones y de la voluntad del hombre moderno. Se podría decir,
en un primer nivel, que esas representaciones y esa voluntad se forman,
constantemente por el conjunto del mundo instituido contemporá­

El MUNIX) FRAGMENTADO 55
neo, incluyendo su pesado componente tecnocientífico. Éste ha dota­
do al mundo del que procede de ese instrumento intrínsecamente adap­
tado, no solamente a la extensión sino al contenido mismo de la mani­
pulación: los modernos medios de comunicación. Esta verdad no agota
la cuestión. ¿Quién quiso la tecnociencia moderna tal como es?, ¿y
quién quiso su continuación y proliferación indefinida? Nadie y todos.
Hay que dejar de repetir con la humanidad entera la operación marxis­
ta con respecto al proletariado: un sujeto todopoderoso y totalmente
inocente de lo que le sucede. Si nunca sobreviene un invierno nuclear,
si nunca se hunden los glaciares polares; si nunca un virus letal de
propagación rápida sale del laboratorio genetista, y si los sobrevivien­
tes hirsutos y hambrientos arrastran al físico o al biólogo residual ante
un tribunal, las paradojas y las aporías serán tan agudas y tan intensas
como cuando se evoca al tribunal de Nuremberg, la presencia en éste
de procuradores soviéticos y la elección reciente de Waldheim para la
presidencia de Austria. Ya que, así como ningún régimen totalitario
hubiera podido hacer lo que ha hecho sin millones de Eichmann y de
Waldheim (acepto en el caso de este último, la versión oficial más
reciente, a saber, que sirvió como intérprete en una unidad armada que
exterminaba a partisanos yugoslavos y griegos) -y éstos no hubiesen
sido nada sin la.tolerancia de los pueblos respectivos-, de igual mane­
ra, pero más claramente, la avalancha de la tecnociencia contemporá­
nea se alimenta del apoyo activo de los pueblos y no de una simple
tolerancia: ¿Se puede arrastrar a pueblos enteros hasta un tribunal?,
¿qué tribunal y quiénes los arrastrarían? Pero tal vez estén yendo por sí
mismos, encadenando a ellos a los treinta y nueve justos de la parábola
judía.
Todo el mundo-liberales, marxistas, ricos, pobres, sabios, analfabe­
tos- creyó, quiso creeer y siempre quiere creer que la tecnociencia es
casi omnisciente, casi omnipotente, casi siempre buena, si algunos
malvados no la desviaran de sus objetivos auténticos. La cuestión su­
pera con mucho toda dimensión de “intereses particulares,, o de “ma­
nipulación” . Concierne al núcleo imaginario del hombre moderno, de
la sociedad y de las instituciones que crea y que le crean. Volveré sobre
este tema hacia el final del artículo. Sólo retengamos que, si es real­
mente así, las transformaciones requeridas son infinitamente más vas­
tas y profundas que las que se haya podido imaginar hasta hoy. La crea-

56 C ornelius C astoriauis
jetón de la vida sedentaria o de la domesticiación de las especies vi-
■ Vientes ofrece pálidas analogías con aquéllas.
Esta última afirmación sólo parecerá excesiva a quienes apenas en­
ciéndan la dimensión de lo que se apuesta, pero sobre todo el carácter
liésgarrador de las elecciones virtuales, enraizadas en interrogaciones
elementales antinómicas.
Desde un punto de vista abstracto: nadie quiere -nadie debería que­
p i s el regreso a la edad de piedra (aunque parecería que ya lo hubiése­
mos dictam inado sin saberlo ni quererlo); y nadie debe seguir
[ilusionándose con la tecnociencia, “excelente instrumento en manos
de pérfidos amos”.
Más concretamente: ¿quién hizo y quién podría hacer, desde el punto
de vista de la humanidad, el cálculo costos/beneficios entre las sumas
consagradas a la investigación sobre el cáncer y aquellas que serían
necesarias para ir en ayuda de los hambrientos del tercer mundo? ¿Qué
O pinión “racional” puede haber sobre la diferencia entre los admira­
bles resultados de las experiencias del CERN (y los millones de dólares
que se les consagraron) y los muertos en vida por las calles de Bombay
y de Calcuta? No hablaré del debate -que, por lo demás, nadie lleva a
Cabo- sobre el “derecho de los individuos estériles a tener sus propios
hijos”, las investigaciones y el dinero que se consagran a ello, de tan
siniestra que me parece la farsa, cuando se muestra al mismo tiempo
en la televisión a los esqueletos vivos de niños de Etiopía o Eritrea.
ha elección ya está hecha: el señor y la señora N. N. tendrán “su
propio (? )” hijo, al precio de sumas de dinero y de tiempo de trabajo
que hubieran podido mantener en vida quizás a cincuenta niños afri­
canos.
No digo que todas esas elecciones, y todas las otras que se podrían
citar, sean “falsas”. Desde cierto punto de vista, son completamente
‘‘arbitrarias” y, desde otro, no totalmente arbitrarias. Son determinadas
por cualquier otra cosa, antes que prioridades “racionales” o humanas.
Cuando se pretende que sirven a los intereses permanentes y universa­
les de la humanidad (todo ser humano podría un día padecer de cán­
cer, por ejemplo) esa universalidad se revek vacía (buena parte de Id
humanidad ni siquiera tiene la oportunidad de alcanzar la edad de ma­
yor incidencia del cáncer). Las elecciones se “determinan" por ese pro»
ceso, “aleatorio” en sus detalles y más bien vectorizádo en su-conjuntó?;

El m u n d o fr a g m en ta d o
por medio del cual se desarrolla la tecnociencia, verdadero martillo sin
dueño y en movimiento acelerado.

Sobre las representaciones sociales de la ciencia

Se ha dicho cientos de veces lo increíblemente paradójica que es la


situación del hombre contemporáneo. Mientras más “poderpso”, más
“impotente”. Mientras más sabe, menos sabe. Y, a pesar de la fantástica
arrogancia de algunos hombres de ciencia, mientras más sabe, menos
sabe qué es o qué sería saber.
Mientras más sabe, menos sabe. N o es difícil ilustrar esta idea,
tanto con respecto al interior del saber en sí mismo, considerado “in-
trínsécamente” (hablaré brevemente de esto en la tercera parte del
trabajo), como a la relación de ese saber con el sujeto del mismo. En
principio, sujeto individual que siempre sabe más sobre cada vez me­
nos; menos, no solamente en amplitud -cada campo particular se re­
trae continuamente-, sino también en lo que concierne al sentido y
las condiciones de su saber. Sujeto también colectivo -comunidades
científicas en el seno de las cuales tres décadas de discurso sobre lo
multi o transdisciplinario no pudieron hacer frente a la realidad de
una especialización acelerada y sus resultados. Sobre todo, sujeto co­
lectivo: la comunidad humana. Mucho tiempo antes de que se habla­
ra de “dos culturas” y de su escisión en la sociedad contemporánea,
Max Weber señalaba que un salvaje sabe muchísimo más sobre el
mundo práctico que lo rodea, que un contemporáneo sobre el suyo.
En cuanto al mundo “teórico”, la fe religiosa de antaño dejó lugar a
una vaga creencia en la ciencia y en la técnica, creencia abstracta,
envoltura que con frecuencia no contiene más que algunas duras mi­
gajas caídas de la mesa de los vulgarizadores (que generalmente son
científicos). Como el estatuto de esa creencia es sólo un filtrado di­
luido de representaciones que provienen de los científicos mismos,
sería preferible que habláramos directamente de éstas. Pero no tengo
la intención ni la posiblilidad de hacerlo aquí, puesto que sería el
objeto de todo un libro. Más bien me voy a referir a dos falacias que
están muy difundidas. Ambas son muy representativas por sí mismas
y por sus diversas combinaciones más o menos incoherentes y

58 C ornelius C astor ia oís


pretenciosas en su afán por develar las problemáticas subyacentes, in­
cluso si sus detentores no fueran mayoritarios.
La primera, la menos plausible y casi nunca defendida abiertamen­
te, niega a la ciencia todo valor de verdad o, lo que viene a ser lo
mismo, da al término verdad un sentido estrictamente pragmático, “todo
vale”. ¿Qué es lo que vale? El pragmatismo acusa el escepticismo que
contiene: todo vale, no importa qué (anything goes, Feyerabend). Esa
conclusión es inevitable. Tesis pragmática: aceptamos como verdaderas
las teorías que “valen”', Pregunta: ¿cómo sabe que una teoría vale? Mi
propósito no es retomar ahora una “refutación” filosófica del escepti­
cismo, sino señalar que esa concepción límite (el “anarquismo episte­
mológico” ) parte de una constatación que, de hecho, no comprende ni
enuncia correctamente: la historia de la ciencia no forma sistema
desplegándose en el tiempo, para olvidar otro hecho también masivo:
lejos de que “todo valga”, las teorías que pueden, en un momento dado,
entrar en competencia a la vista del caudal de los “hechos admitidos”
son muy pocas.
La segunda, de lejos la más difundida -y que considero ampliamen­
te mayoritaria entre los científicos- es una versión del progresismo del
siglo XX. Pretende que ía evolución de nuestro saber en el tiempo traza
una asíntota hacia una rigurosa verdad, cada vez más próxima; que las
teorías científicas sucesivas constituyen traducciones cada vez más exac­
tas de la realidad y que, si hay sucesión, es que las teorías anteriores
representan “casos particulares” de teorías posteriores, las que son, a su
vez, “generalizaciones” de las primeras. Esta perspectiva insostenible
está sustentada inconscientemente en una pesada metafísica, la que
implica entre otras cosas una armonía preestablecida entre un ordena­
miento de los estratos del ser y un desarrollo de nuestro pensamiento o,
más aún, qué lo más “profundo”, lo más alejado de lo fenomenal es
necesariamente universal. Para fundamentarla, se sigue invocando obs­
tinadamente la sucesión Newton-Einstein, por otra parte atípica en la
historia de la ciencia, anulando el cambio total de categorías, axiomas
y representaciones que los separa.
Cómo es natural, la última falacia conduce a un.dogmatismo
triunfalista cuyos ejemplos abundan. El dogma, afirma que al día si­
guiente tendrá prácticamente la última palabra, y eso todos los días. Ya
en 1898, lord Kelvin, inaugurando un congreso de físicos, afirmaba

El mundo fragmentado 59
que el edificio de la física estaba casi terminado, con la excepción de
dos pequeños problemas a los que los años inmediatamente venideros
iban a ofrecerla solución. No se sabe si admirar más la arrogancia
megalomaníaca o el instinto seguro del físico genial que da en el clavo
de lo que precisamente iba a echar por tierra el edificio del que Kelvin
proclamaba su culminación: la experiencia de Michelson y la radia­
ción del cuerpo negro, entre tantas otras cuestiones que ya antes como
ahora continúan abiertas. Desde entonces, no han escaseado las pro­
clamaciones análogas, sobre todo difundidas por los divulgadores y los
periodistas, que van repitiendo todo el tiempo la resolución del último
enigma de la naturaleza.
Las dos falacias tienen implicancias políticas. Nosotros sabemos todo,
así que déjennos hacer. Nadie sabe nada, no hay discurso coherente
posible (o hay una infinidad sobre el mismo objeto, lo que viene a ser
lo mismo), por lo que el orden existente de las cosas es tan bueno o tan
malo como cualquier otro.
Las dos tienen algo en común: quieren ocultar la interrogación filo­
sófica que no sólo está en el origen de la ciencia occidental, sino que,
hoy más que nunca, es requerida por las dificultades teóricas sin prece­
dentes de la ciencia.
Sociológica e históricamente, lo que quizá resulta más interesante
es la existencia segura (no estoy discutiendo su importancia estadística
-desde mi punto de vista la tiene y mucho-) de una categoría de cien­
tíficos que viven en el clivaje mental entre la “conciencia de sí” y la
“representación de sf\ sin que se pueda afirmar cuál de esos niveles es
el primero o el más profundo con relación al otro.
En uno de esos niveles, el científico representativo, de esa categoría
pensará y expresará: tenemos la verdad, o vamos a aproximarnos a ella
lo más humanamente posible. En otro nivel, dirá: es estúpido (“metafí­
sica”) plantearse el problema de la verdad; esa cuestión no tiene senti­
do, la ciencia no examina el qué sino el cómo: no interroga al objeto, lo
manipula previendo su comportamiento. Hay cálculos y experiencias
que marchan, otras no. Se las exprime hasta el logro o bien se cambian
las hipótesis. Si se es más sofisticado epistemológicamente, se recono­
cerá con deleite dentro de una concepción que consigue la extraña
síntesis de las dos precedentes y dirá que una teoría nunca es verdadera
sino simplemente “falseable” o (“refutable”), que se acepta mientras

60 C ornelius C astoriadis
no ha sido refutada. Desde luego, no se planteará la cuestión de lo que
Hace “verdadera” o válida la refutación de una teoría, todavía menos
cuáles son los presupuestos, con respecto al sujeto como al objeto de la
ciencia, para que procedimientos como el planteamiento de hipótesis
y enseguida su “falseabilidad” o “refutación” sean posibles.
Pero lo más grave es que, para ese tipo de científico, los dos niveles
descritos están completamente cubiertos por su actitud real, en cierto
sentido, la más auténtica. Actitud para la cual la cuestión de la verdad
ni siquiera se plantea en el grado necesario como para decir: la cues-
tión no tiene sentido. Es cierto que siempre hay consideraciones de
corrección o de exactitud; de resultados correctos, de observaciones exac-
tas y, sobre todo, de coherencia o correspondencia para que lo que se
investiga avance con theaccepted body ofbeliefs, el cuerpo de supuestos
científicos admitidos y considerados como establecidos, provisoriamente
o no. En este nivel de realidad, efectivo, la actividad científica se con­
vierte en una actividad técnico-pragmática que manipula objetos, ins­
trumentos, algoritmos y conceptos, se satisface con todo lo que “vale”,
mal que bien, y se prohíbe interrogarse a sí misma sobre las condicio­
nes de su éxito, incluso pragmático.
Pero para que esta actividad técnico-pragmática, para que el desa­
rrollo de ese tecnosaber sean sociológicamente posibles, para que la
empresa, con sus costos generalmente inmensos y no justificables ra­
cionalmente (lo cual no quiere decir que sean positivamente injustifi­
cados) sea financiada, para que atraiga jóvenes dotados acumulando
autoridad y prestigio y que los riesgos de todo tipo que engendre per­
manezcan socialmente contenidos, hace falta presentar al público una
cierta imagen de la ciencia moderna, que es precisamente la que el
publico, bajo la influencia de la significación imaginaria de la expan­
sión ilimitada del dominio “racional”, espera y demanda. Esa imagen
es la de una marcha triunfal, dónde incertidumbres teóricas interiores
a la ciencia, y cuestiones de fondo relativas a su objeto y a su relación
con la sociedad deben ser evacuadas a todo precio. También hace falta
asegurar, contra la evidencia, que no existe ningún problema o riesgo
mayor qué se derive de la utilización o de la aplicación dé los descubri­
mientos científicos, o que algunas reglas de buena conducta de los la>
boratorios bastan para ponerles fin.
Así, de todas las actividades humanas, la ciencia sería la única que

El MUNIX> FRAGMENTADO 61
resuelve asuntos sin cuestionar ninguno, sustraída tanto de la interro­
gación como de la responsabilidad. Divina inocencia, maravillosa ex­
traterritorialidad,
? Dé la misma manera, habría que abolir toda comunicación entre
ciencia y filosofía, o simplemente el pensamiento, la reflexión, la inte­
rrogación. Las cuestiones que promueven las crisis sucesivas de la cien­
cia y su historia, pero también las condiciones y los fundamentos de la
actividad científica, finalmente, y, sobre todo, lo que ésta dice o no
sobre lo que es y su modo de ser, así como también sobre aquel que
conoce y su modo de ser, todas esas cuestiones deben olvidarse. A tal
punto, que me pregunto si lo que estoy diciendo aquí (y en otras partes
desde hace mucho tiempo), ese lenguaje, esas preocupaciones (que fue­
ron, en su tiempo, con perdón sea dicho, las de esos débiles mentales
llamados Demócrito, Platón, Aristóteles, Descartes, Leibniz, Newton,
Kant, Maxwell, Eínstein, Poincaré, Bohr, Weyl, Eddington, Hilbert,
Broglie, Heisenberg, etcétera), ese mismo asombro -el thaumazein, decía
Aristóteles- que no puede más que amplificarse e intensificarse
inmensamente por el mismo éxito -en un sentido poco razonable- de la
ciencia moderna, si ese lenguaje y esas preocupaciones tendrán todavía
un sentido cualquiera, aunque fuese incoherente, para el científico de
aquí a treinta años, o si ellas le parecerán simplemente ininteligibles.

Sobre algunos aspectos de la ciencia contemporánea como teoría

Dije antes que, mientras más se sabe, se sabe menos, y es cierto que
puede parecer una boutade motivada por la diferencia entre la realidad
del saber y la idea que, en realidad, se tiene de ella. Pero no es tanto
asL Los mundos “clásicos” eran, por así decir, completos (en el sentido
“topològico” ). Para Newton, no había “agujeros” manifiestos en el sis­
tema del mundo de Newton (de Laplace), ni los había para Euclides,
eri las<matemáticas de Euclides. Evidentemente, en los dos casos había
problemas, pero se trataba de algo completamente diferente. El mundo
éüclidiano (con su reforma hilbertiana) está completo, una vez
“ekiíiada” la cuestión de la validez del postulado de las paralelas; está
completo con esa validez indiscutible como punto sin límites. El mun-
dqmewtòniàno está completo, a condición de prohibir una o algunas

62 C ornelius C astoriaois
cuestiones aparentemente “periféricas” (por ejemplo, el significado de
la simultaneidad de observaciones hechas por observadores distantes o
el modo de verificarlas). Y la milagrosa correspondencia entre Euclides y
Newton también era “completa”. Dicho de otra manera, los “agujeros”
estaban en la frontera del sistema y había un solo sistema, o muy pocos.
Por lo tanto, era posible taparlos, “aislarlos” casi del todo. Hoy ese ais­
lamiento u ocultamiento ya no son posibles, no deben ser posibles.:
Me gustaría tener espacio como para analizar más de cerca las aporías
que surgen del interior de la ciencia contemporánea, poner así de ma­
nifiesto su importancia, tanto para la ciencia como para la filoso­
fía13. A falta de aquél, y para señalar lo que me parece cierta torpeza
epistemológica que se ampara en la época, daré solamente una serie de
ejemplos mayores que justifican, según mi opinión, que un científico
se incline sobre los fundamentos de su actividad y reanude la interro­
gación filosófica.
A tal señor, tal honor. Comencemos por algunas cuestiones relati­
vas a las matemáticas. Después de los dos teoremas de Godel (1931),
surgieron otros teoremas de indecidibtlidad (especialmente Church,
1936; Turing, 1936). Para abreviar, esos teoremas significan que fuera
de casos perfectos, en matemáticas, existen proposiciones indécidibles,
que la coherencia de los sistemas formales nunca se puede demostrar
desde el interior de esos mismos sistemas, que nunca existirá una má­
quina (o algoritmo) que indique por adelantado si una proposición es
o no decidible. Desde su publicación, la discusión de esos teoremas
parece ser progresivamente aislada en el interior de un círculo estre­
cho de especialistas en lógica matemática. En un sentido, es natural:
esos teoremas no afectaban el trabajo corriente de los matemáticos,
cualquiera fuese la “profundidad” de su objeto. Su importancia está en
otro lado. Ellos destruyen la idea de la posibilidad de un s^ber hipoté-
tico-deductivo riguroso, en el único dominio no acabado y al qué nos
parecía habernos aproximado. De lo anterior, no solamente desconoz­
co cualquier verdadera elaboración filosófica; sino que, a mi entender,
nadie intentó examinar sus implicancias para la física de lo real (es cier­
to que se considera que ésta sólo está en relación con cantidades fini­
tas, pero constantemente pone en práctica conjuntos infinitos en los
formalismos que utiliza).
Por otra parte, desde Cantor, la matemática fue reconstruida pro­

El. MUNDO FRAOMENTAIX) 63


gresivamente de arriba a abajo sobre la base de la teoría de los conjun­
tos y, en todo caso (aparte de toda cuestión de “fundamento”), contie­
ne esa teoría como una de sus partes esenciales. Ahora bien, de la teo­
ría de los conjuntos surge necesariamente una cuestión -en apariencia
“secundaria”-: la de la continuación de los números cardinales de los
conjuntos infinitos. Hablando en forma burda, la cuestión es: entre el
infinito de los números naturales (1,2,3...) y el infinito de los números
reales (los que corresponden a los puntos de una línea), ¿hay o no un
infinito de otro “tipo de cantidad” (de otro cardinal)? La hipótesis de
Cantor, llamada hipótesis del continuo, responde negativamente: al
infinito de los naturales sigue (desde el punto de vista de la cardinalidad)
el infinito de los reales. Ahora bien, en principio Gódel demuestra en
1940 que la hipótesis del continuo (e inclusive una hipótesis más fuer­
te, llamada hipótesis del continuo generalizado) es compatible con los
axiomas usuales de la teoría de los conjuntos, especialmente el sistema
de axiomas de Zermelo-Fraenkel. Luego, en 1963, Paul J, Cohén de­
muestra que la negación de la hipótesis del continuo es igualmente com­
patible con la teoría de los conjuntos. Se sigue que la teoría de los
conjuntos es incompleta; que se podría completar admitiendo tal o
cual axioma suplementario, lo que conduciría a una situación compa­
rable a la de las geometrías euclidianas y no euclidiánas. No parece que
se hayan elaborado hasta ahora las implicancias, probablemente consi­
derables, de una pluralidad de teorías de los conjuntos.
En tercer lugar, una gran parte de los resultados matemáticos del
siglo XX se sustenta en el axioma de la elección, formulado por Zermelo,
que equivale a la aserción: todo conjunto puede ser bien ordenado. A
grandes matemáticos como E. Borel o H. Weyl y toda la escuela
íntüicionista, dicho axioma les pareció antiintuitivo. Se puede mos­
trar que equivale, simultáneamente, a proposiciones que parecen
intuitivamente evidentes (por ejemplo, que el producto cartesiano de
una familia de conjuntos no vacíos no es vacío) y que es incompatible
con otras proposiciones que parecen intuitiva e igualmente evidentes
(como el axioma de la determinidad de J. Mycielski -1964-, que afir­
ma que todos las jugadas infinitas en cuanto a información perfecta
són determinadas, en el sentido de que siempre hay una estrategia ga­
nadora por parte de uno de los dos oponentes). Aquí la cuestión no es
sólo la posible fragilidad de gran parte de los resultados de la matemá­

; «Cornelius C astori Anís


tica moderna (que había conducido a N, Bourbaki a señalar con un
asterisco los teoremas cuya demostración depende de la aceptación del
axioma de la selección), sino también la vacilación de la intuición
matemática en conflicto con sus creaciones extremas.
En la intersección de la matemática con la física, en el pasaje de una
a otra, hay que recordar que la cuestión de la extraordinaria eficacia de
las matemáticas aplicadas al mundo físico permanece tan abierta como
en tiempos de su primer autor, Pitágoras. Y nada indica que haya sido
resuelta por la Crítica de la razón pura. Ya que, por un lado, lo esencial
de esas aplicaciones presupone la teoría matemática de la medida so-
hre conjuntos de reales, que incluso permanece oscura desde el punto
de vista estrictamente matemático. Por otra parte, el explicandum es la
aplicabilidad a un mundo físico que no es el de la experiencia corriente
de “instrumentos” (de formas, si se prefiere) provenientes de matemá-
ticas, tan complejas y tan alejadas entre ellas como, por ejemplo, el
cálculo diferencial absoluto y la teoría de las distribuciones, cuya reía-
ción con la “estética trascendental” es muy improbable, que es lo me­
nos que se puede decir.
En el terreno propiamente dicho de la física, la obra -la gran obra-
constantemente está comenzando. Así, por ejemplo -y a pesar de una
suerte de publicidad unilateral difundida desde hace treinta y cinco
años por lo menos-, es inexacto decir que actualmente se puede deci­
dir entre los diferentes modelos cosmológicos y especialmente entre
un Universo "abierto” y uno “cerrado”. Si en el estado actual de nues­
tros conocímentos, la singularidad “explosiva” del origen del Universo
hace 15 o 20 millones de años no puede ser seriamente discutida, el
modelo de un Universo “abierto” (en expansión indefinida a partir de
un acontecimiento único que signa un origen absoluto) se pone cada
vez más en tela de juicio, por las constantes revisiones en alza (lo quea
priori no era difícil de prever) de las estimaciones sobre la densidad
promedio del Universo. La superación de cierto valor crítico (del que
las estimaciones actuales parecen bastante próximas), obligaría a aceptar
un modelo “cíclico”, alternativamente en expansión y en contracción,
en la historia del cual, por lo tanto, el big bang no habría sido más que
un acontecimiento importante de una serie quizás infinita de aconte­
cimientos del mismo tipo. Pero en ese último modelo, la materia-ener­
gía no se conserva (“crece” con cada ciclo, durante la fase de contrae-

El m u n d o fra g m en ta d o 6.5
ción). Simplemente advertimos que, además de la importancia intrírv.
seca fundamental de la cosmología y de la elección entre esos modelos
(u otros), la simple existencia de un modelo coherente (derivado de la
relatividad general y de las ecuaciones de Friedmann) en principio
compatible con observaciones posibles, en el seno, del cual algunas le*
yes esenciales de conservación de la física actual no son válidas, basta
para mostrar qué extravagancia sería el pensar que esa física está ver­
daderamente asegurada sobre sus bases teóricas.
En el otro extremo de la física (íntimamente ligado con el primero),
la “zoología” de las partículas elementales de las que se quejaba
Heisenberg ha cambiado de forma, pero tal vez no de fondo. Si se pudo
poner orden en los cientos de partículas “elementales”, no obstante,
queda pendiente una treintena de partículas “verdaderamente funda­
mentales”, en sí misma “resultante” de la combinatoria de un número
más limitado de características. Se puede pensar que la verdadera cues­
tión es menos la multiplicidad de las partículas, que la pluralidad de las
características de base; ¿por qué la carga, el espín, el u, el d, el b, el t y
todo el resto? Por otra parte, las tentativas de construir una teoría ver­
daderamente unificada tropieza siempre con la incompatibilidad entre
ía estructura de la relatividad general y la de la teoría cuántica, ambas
constantemente “confirmadas” por observaciones y hechos experimen­
tales. Pero si, como parecería, la posición cuántica es inquebrantable
(cf. la suerte de “paradoja EPR”, todavía reciente, y la cuestión de la
no separación), una unificación exigiría una cuantificación del espa­
cio-tiempo, expresión a la que parece imposible dar un sentido. La
situación de la física fundamental está siempre en movimiento y nue­
vos conceptos de base se introducen periódicamente, como hace poco
la “super-sim etría”, o las “cuerdas” y “super-cuerdas” (strings y
superstrings), que deberían reemplazar a las partículas en un Universo
subyacente “verdadero" en diez dimensiones.
En el dominio de la biología, hay que señalar un malentendido in­
menso que reina casi desde que el darwinismo original fue superado.
Constantemente se habla de la teoría de la evolución. El término “evo-
lución”, tanto en el lenguaje común, como para Darwin (cf. para no
dar más que un ejemplo, las expresiones de “selección” y de
“sobrevivencia del más apto”), tiene el sentido ineludible de un des­
pliégúe de potencialidades, de una progresión, al menos de una

.66 C ornelius C astoriaois


complejización. Ahora bien, si el hecho de la evolución es indiscutible,
no existe una verdadera teoría de la evolución. Es evidente, que la teo-
ría neodarwiniana (la “síntesis moderna”) es una teoría de la diferencia­
ción de las especies, pero no de la evolución de las especies. Puesto que,
no solamente “éxplicaría” además una historia de la Tierra que habría
conducido a la existencia de especies completamente distintas de las
que existen; sino que nada en ella hace inteligible que el sentido de esa
evolución (su dirección) vaya de algunos organismos primitivos a los
homínidos; nada, en ella, dice por qué la diferenciación se hizo en el
sentido de una complejización creciente y no, por así decir, “lateralmen­
te". ¿Por qué los millones de especies actuales, y no -para decirlo en
forma burda- algunos millones de especies monocelulares?
Por último, después de un tumulto de proclamaciones excesivas que
duraron veinte años, parece que se ha admitido que el A.DN y el códi­
go genético, -¿quién negaría que fueron descubrimientos fundamenta'
les?- están lejos de brindar todo lo que se necesita para hacer inteligi­
ble la autoproducción e incluso la reproducción del ser vivo. Basta
recordar que neurólogos, así como inmunologistas, en su mayoría re­
chazan la idea de una predeterminación genética completa (codificada
en el A D N ) de las especializaciones de las células nerviosas o
inmunológicas, en favor de las hipótesis llamadas epigenéticas (que
hacen de esa especialización el resultado de la “historia” de cada célula
ampliamente codeterminada por el “paisaje” donde se encuentra, a sa­
ber, sus “vecinos”). Pero también se puede preguntar si la concepción
epigenética no vuelve a conducir a otro nivel de dificultad, a la que se
supone que responde (aún sería necesaria una predeterminación
genética, que volviera capaces a las células de tal desarrollo epigenético
y no de otros, de tales secuencias de reacción a esa “historia” y no a
otras, etcétera). Y, por otra parte, ésta conduce a preguntarse sobre
capacidades y propiedades completamente fundamentales del ser vivo,
del que por ahora no existe ningún inicio de comprensión teórica. Una
cosa es decir que un gen determina un carácter preciso. Y otra, que un
gen determina la capacidad de producir un número indefinido de ca­
racteres (de lo que, por otra parte, tenemos la certidumbre merced al
ejemplo de las capacidades lingüísticas del ser humano). ¿Qué significa
todo esto sino que la ciencia está, felizmente, más abierta que nunca,
más cuestionadora que nunca, menos tranquila que nunca? ¿Qué signi-

Et MUNDO FRAGMENTAIS 67
fíca todo esto para los verdaderos científicos y para quienes no pueden
permanecer indiferentes ante su inmensa tarea, sino un llamado a la
renovación del pensamiento humano?

En lugar de concluir

Contrariamente a lo que sucedió desde Hegel la ciencia es, o debe­


ría ser, objeto de pasión para el filósofo. No como conjunto de certi­
dumbres, sino como pozo interminable de enigmas, mezcla inextrincable
de luz y oscuridad, testimonio de un incomprensible reencuentro siem­
pre asegurado y siempre fugitivo entre nuestras creaciones imaginarias
y lo que es. También, como brillante afirmación de nuestra autonomía,
del rechazo a las creencias simplemente heredadas e instituidas, de
nuestra capacidad para tejer constantemente lo nuevo en una tradi­
ción, para transformarnos basándonos en nuestras transformaciones
pasadas.
Pero debemos distinguir el alcance filosófico y las virtualidades prác­
ticas abstractas de la ciencia, de su realidad sociohistórica, del lugar
efectivo* que cumple en el mundo contemporáneo y en su inmensa de­
riva. Considerado en su totalidad, ese lugar está lejos de ser
unívocamente positivo. La destrucción del entorno, con sus consecuen­
cias incalculables y en gran medida desconocidas, ha comenzado ya
con el fin del neolítico (comienzo de la eliminación de diversas espe­
cies vivas, desaparición de bosques). A dquirió dim en sion es
cualitativamente distintas, no tanto desde la revolución industrial, sino
con la revolución científica de la industria, a saber, como decía Marx,
“la aplicación consciente (!) de la ciencia a la industria”. En suma,
desde que no vivimos más con una tecnología “ingenua” (!), sino con
una científica. ¿Cómo pesará el confort.para los que gozan de él en la
vida moderna, ante un eventual derretimiento de los casquetes glaciares?
¿Y cuántos centavos valdrían todas las conquistas de la medicina mo­
derna, si una Tercera Guerra Mundial estallara? Esos cálculos no se
pueden hacer en ningún dominio, el más y el menos se mezclan inex­
tricablemente. Menos pueden ser hechos para todos los dominios a la
vez, a menos que la realidad los haga un día por nosotros. Para obtener
respuesta habría que contar con elementos separables, que hoy no exis­

68 C ornelius C astoriaois
ten. La falacia de la separación: conservemos la medicina moderna y
rechacemos (las consecuencias militares de) la física nuclear. Esa acti­
tud es tan ilógica, como la de los jóvenes ecologistas que huyen de la
industria estableciendo comunidades rurales, en el seno de las cuales
no pueden prescindir de productos industriales. La medicina moderna
y la física nuclear (teórica y aplicada) no son plantas diferentes, sino
dos ramas del mismo árbol, por no decir dos sustancias contenidas en
el mismo fruto. La existencia y el desarrollo del uno como del otro
presuponen el mismo tipo antropológico, las mismas actitudes con res­
pecto al mundo y a la existencia humana, los mismos modos de pensa­
miento, de tecnicismo y de instrumentación.
Todo esto no significa que la investigación científica sea “mala” en
sí misma, lejos de eso, tampoco que haya que detenerla (de todas ma­
neras ni se podría, ni se debería). Solamente advertimos ciertas evi­
dencias, algunas más banales, otras menos.
Evidencias banales: fuera de su laboratorio, los científicos son hom­
bres como los otros, tan vulnerables a la ambición, al deseo de poder, a
la adulación, a la vanidad, a las influencias, a los prejuicios, a la codi­
cia, a los errores de juicio y a las tomas de posición irreflexivas como
cualquiera. Además, como se podía prever, el inmenso progreso del sa­
ber positivo y de sus aplicaciones no ha sido acompañado por un mínimo
de progreso moral, ni de sus protagonistas ni de sus conciudadanos.
Evidencias menos banales: la fantástica autonomización de la
tecnociencia -Jacques Ellul tuvo el imprescriptible mérito de formu­
larla en 1947-, que tanto científicos como laicos disimularon con la
ilusión de la separabilidad entre los “medios” y los “fines”: dependería
del especialista dar otra orientación a la evolución técnico-científica.
Pero ese conjunto de conocimientos, de prácticas, de posibilidades,
que fabrica laboratorios, ayudantes de laboratorio, imitadores, inven­
tores, descubridores, armas apocalípticas, bebés de probeta, quimeras
reales, venenos y medicamentos, a esa hipermegamáquina nadie la
domina ni controla y, en el estado actual de las cosas, la cuestión de
saber si alguien podría controlarla ni siquiera se plantea. Con la
tecnociencia, el hombre moderno cree haber alcanzado el poder. En
realidad, a medida que ejerce un número creciente de “dominios” pun­
tuales, va siendo menos poderoso que nunca ante la totalidad de los
efectos de sus acciones, precisamente porque éstas se han multiplicado

El MUNIX) FRAGMENTAIX) 69
tanto, y porque alcanzan estratos del ser físico y biológico sobre los que
no se sabe nada, lo cual no impide hurgar con un palo siempre más
grande el hormiguero que, por supuesto, es también un avispero.
j -J-Iay que terminar con la idea de que la ciencia y la técnica'conferí'
rfen a la humanidad un poder que sería actualmente “mal utilizado”.
Por un lado, la tecnociencia produce constantemente “poder”, en el
sentido limitado de capacidad efectiva para hacer; por otra, con la evo-
lución de la sociedad contemporánea (cf. infra), ese poder no podría
ser utilizado de otra manera, ni por otros que no fueran quiénes lo
utilizan, es decir Nadie. No hay tecnocracia, ni cientocracia. Lejos de
formar un nuevo grupo dominante, científicos y técnicos sirven a Apa'
ratos de poder existentes (en rigor, ellos forman parte de los mismos) y
esos Aparatos explotan, por cierto, y oprimen a casi todo el mundo,
pero no dirigen verdaderamente nada.
En el corazón de la época moderna, desde el fin de las “edades oscu-
ras” , dos significaciones sociales imaginarias, intrínsecam ente
antinómicas aunque relacionadas (no nos podemos detener ahora en
esa relación). Por un lado, la autonomía que animó tanto a los movi'
mientos democráticos y de emancipación que recorren la historia de
Occidente, como al renacimiento de la interrogación y de la investiga-
ción racional. Por otra parte, la expansión ilimitada del dominio “ra-
cional”, fundamento de la institución del capitalismo y de sus avatares
(entre ellos, por monstruosa inversión, el totalitarismo), que induda-
blemente culmina con el desencadenamiento de la tecnociencia.
Por razones que en otras oportunidades desarrollé ampliamente, el
dominio “racional” en expansión ilimitada, en realidad, sólo es un do-
minio seudoracional. Pero me importa más resaltar ahora otra dimen-
sión. Un “dominio racional” implica y exige, desde el momento en que
la racionalidad fue vista como perfectamente “objetivable”, ser
algoritmizable, ser un dominio impersonal. Pero es evidente que un
dpmihio impersonal expandido es el dominio de outís, de nadie, y por
lá misma razón es un no dominio, es decir, la impotencia. (Sin duda
ajgpnáv en una democracia hay una regla racional impersonal, la ley,
pebrada sin deseo como decía Aristóteles, pero también hay gobernatv
tes Mi uéces que son de carne y hueso.)
Eíi esc sentido, es completamente sintomática la tendencia actual a
la “automatización de las decisiones”, ya en curso en un gran número

70 C ornelius C astóriadis
de casos secundarios, pero que empieza a cobrar otra dimensión con los
“sistemas expertos”. Y todavía es más ilustrativa la idea de la Doomsday
machine -de alguna manera la culminación de lo anterior—, sistema
experto que haría partir automáticamente misiles de un campo, en
cuanto los del otro fueran computados o supuestamente disparados,
eliminando así todo factor político-psicológico “subjetivo” (falible e
Influible) en la disuasión, y del que no estamos tan lejos.
En las sociedades que precedieron a la nuestra, la negación de la
mortalidad humana estaba asegurada por la religión, considerada en el
sentido más amplio del término. Esta negación siempre fue una dene­
gación, en el sentido freudiano del término: negación que, en el acto
mismo dé formularse, demuestra lo contrarió de lo que afirma explíci­
tamente. (Si el hombre fuera inmortal, no habría necesidad de todas
esas demostraciones y todos esos artículos de fe.) En la medida de sus
posibilidades, ese lugar hoy ha sido ocupado por la tecnociencia, No
basta ir repitiendo que en el mundo moderno la ciencia ocupa el lugar
de la religión; hay que entender, a la vez, los límites de esa sustitución
(que aquí no nos concierne) y el indicio de verdad que comporta. La
ciencia ofrece un sustituto de la religión, por el mismo hecho de que
encarna nuevamente la ilusión de la omnisciencia y de la omnipoten­
cia: la ilusión del dominio. Esa ilusión saca partido de una infinidad de
maneras, desde la espera del medicamento milagroso, pasando por la
creencia de que los “expertos” y los gobernantes saben lo que es bueno,
hasta el último consuelo: “soy débil y mortal pero el Poder existe”. La
dificultad del hombre moderno para admitir la eventual nocividad de
la tecnociencia no deja de tener una analogía con el sentimiento de
absurdo que experimentaría el fiel ante la aserción: Dios es malo.
De la valorización del poder-hacer, en tanto que tal, a la adoración
de la fuerza desnuda, la distancia es muy breve.
Sin duda, el fantasma de la omnipotencia existe desde que el hom­
bre es hombre. Siempre fue aprovechado por algún poder, refugiándo­
se en la magia o en la conquista militar. Por primera vez, la fecunda­
ción por parte de su vástago -la racionalidad- le permitió convertirse
en poder histórico efectivo, significación social imaginaria que domi­
na al mundo entero. Si esto pudo ser así, no lo fue sólo porque el ima­
ginario humano hizo ese rodeo y se dio otros medios además de los
mágicos o ingenuamente militares. También el mundo -el mundo “pre-

El munuo fragmentado 7Í
humano”- se prestó a ser cognoscible e, incluso, manipulable. Aparen--
teniente, es cognoscible de manera ilimitada, develando paulatinamente
a través de nuestro trabajo, estratos conectados y, no obstante,
heterogéneos. Pero es ¿vidente que su manipulación tiene límites, no ■
simplemente desde iin punto de vista “cuantitativo” (invertir el senti­
do dé la rotación de la galaxia, por ejemplo), sino desdé un punto de
vista cualitativo. Hemos alcanzado visiblemente ese límite y estamos
franqueándolo en muchos puntos a la vez. Y -como he intentado de­
mostrarlo- existe la más íntima relación entre el despliegue sin límite
de-nuestro conocimiento y los límites que deberían ser impuestos a
.nuestras manipulaciones.
Ahora bien, al mismo tiempo que se expande triunfante el furor del
“poder”, el fetichismo del “dominio racional”, parece sufrir un eclipse la
otra gran significación social imaginaria creada por la historia greco-
occidental: la de la autonomía, especialmente la política. La crisis actual
de la humanidad es política en el sentido más amplio del término, crisis
arla vez de la creatividad y de la imaginación políticas, y de la participa­
ción política de los individuos. En primer lugar, la privatización y el
‘‘individuaUsmo” reinantes dejan libre curso a lo arbitrario de los apara­
tos; en un nivel más profundo, a la marcha autónoma de la tecnociencia.
, Éste es el punto básico de la cuestión. Los peligros enormes, lo ab­
surdo del desarrollo en todas direcciones y sin ninguna verdadera “orien­
tación” de la tecnociencia no pueden ser superados por “reglas” esta­
blecidas de una sola vez, ni por una “compañía de sabios”, que
finalmente se volvería un instrumento, si no. ya sujeto de una tiranía.
Lo que se requiere es más que una “reforma del entendimiento huma­
no”;.es una reforma del ser humano en tanto ser sociohistórico, un
e|/rpSidc la mortalidad, una autosuperación de la Razón. No necesita­
o s a algunos “sabios”. Necesitamos que la mayor cantidad posible
adquiera y ejerza la cordura, lo que a su vez requiere una transforma­
ción radical de la-sociedad como sociedad política, instaurando rio so­
lamente la participación formal, sino la pasión de todos para los asun­
tos comunes. Ahora bien, lo que menos produce la cultura actual es
seres humanos sensatos.
“-¿Qué quiere.entonces?, ¿cambiar a la humanidad?
-No, algo mucho más modesto: que la humanidad se cambie a sí
misma, como ya Jo hizo dos o tres veces.”

72 C ornelius C astoriadis
N otas

Publicado en Les scientifiques parlent... Bd. Albert Jacquard, Paris, Hachette,


1987.

Por consideraciones de espacio y tiempo, varias veces en el texto solamente


afirmo ideas, cuya argumentación he desarrollado en otras partes, desde hace
tiempo. Me permito remitir al lector interesado, a los textos “Science moderne
ét interrogation philosophique” (197M 973) y “Téchnique” (1973), incluido
en Bes Carrefours du labyrinthe. Paris, Ed. du Seuil, 1978; "Développement et
rationalité" (1974), “La logique des magmas et la question de l’autonomie”
(1981) y “Portée ontologique de l'histoire de la science” (1986), retomado en
Domaines de ¡’homme. Les Carrefours du labyrinthe II. Paris, Ed. du Seuil, 1981.
(Tradución castellana en Ed. Gedisa, Barcelona, 1988.)
Hay algunas excepciones a esa pasividad, como los movimientos ecológicos, sin
hablar, por supuesto, de algunos individuos aislados.
Cf. “Développement et rationalité" y De l’écologie à l’autonomie. Op. cit.
Mature, V, 132,1933, pp. 432-433. Citado por Pringle y Spigelman en Les Barons
de l'atome. Paris, Ed. du Seuil, 1982, p.14.
Puede ser que, a la larga, se manifieste en las computadoras familiares (que no
hay que confundir con las microcomputadoras como tales) alguna utilidad. Lo
que quiero remarcar es que se invirtieron sumas fabulosas en lo que por ahora
no es más que un gadget.
Véase entrevista en Le Monde del 10 de septiembre de 1986. Fue también él
quien dijo en Liberation hace aproximadamente un año, a propósito de la “ges­
tación” masculina: “No se inquieten, si es técnicamente posible, algún día Esta­
dos Unidos lo hará". Véase también sobre la cirugía fetal las declaraciones del
doctor F. Frigoletto, de Harvard: “La eficacia y la inocuidad de la cirugía fetal
no están demostradas” (Le Monde, 10 de octubre de 1986, p. 12). Efectivamen­
te, esas operaciones ya se practican.
Tal como es referido por Le Monde del 21 de enero de 1986, p. 3.
Marie Samatan. Droits de /’homme et répression en U R SS. Paris, Ed. du Seuil,1980,
p. 143; Boris Komarov. Le Rouge et le Vert. La destruction de ia nature en U R SS.
Parts, Ed. du Seuil, 1981, postfaciode Léonid Pliouchtch, p. 207-
Como en el caso nuclear, esa disuasión no es absoluta; y más bien parece unila­
teral. La URSS no tiene ni de lejos intereses comparables en el Nuevo Mundo
con los de América en el Viejo. Por lo que sería menos atenta si hubiese que

El m u n d o fragm entado 73
poner al Nuevo Mundo en cuarentena. También hay que tener en cuenta el
Costo relativamente bajo y la facilidad desconcertante con la que tales armas
podrían ser llevadas a cabo. Digamos que en este caso también hay, en teoría, el
"equivalente de un primer atisbo quirúrgico y la “defensa estratégica": Ubrar.el
" agente patógeno después de asegurarse que se posee el antídoto suficiente para
;: k>s países, amigos.
;10:El argumento de que destruyendo la humanidad el científico “estaría en contra-
dicción consigo mismo”, porque sin humanidad no habría ciencia, no es válido.
Nunca vi demostración científica que demostrase que debe haber ciencia. Un
; Científico que destruyera la humanidad entraría en contradicción consigo mis-
“ trió; tal vez como hombre -o con valores éticos, en el caso de que los tuviese-^
pero no con una proposición científica cualquiera que valorice la ciencia.
• Valorizar la ciencia no es obligatorio, de ninguna manera; cf. el ayatollah
/ Khomeini y sus partidarios, para dar el ejemplo más cercano. Asimismo, se pue­
de sóstener que la demostración de la conjetura de Goldbach tendría más inte­
rés ctcntí/ico que el descubrimiento de un tratamiento para el cáncer: estaría
■-rerérídá á objetos de una universalidad mucho más vasta. El punto dé vista rigu-
• rosamente científico puede llegar a esa conclusión, y en tal caso a ningún medio
de evaluar esos dos tipos de investigación.
11 Citas de E. O.Wilson, de Harvard, y de Paul Ehrlich, de Standford, en Scientific
American, febrero de 1986, p. 97.
12 Por ejemplo, por G P. Snow en Science and Government. Oxford University
Press, 1961 y A Postscript to Science and Government, Oxford University Press,
1962.
13 Lo hice hace quince años en "Science moderne ec interrogation philosophique”,
op: cit .
SEGUNDA PARTE

POLIS
LOS INTELECTUALES Y LA HISTORIA'

Viejo hábito filosófico: me siento obligado a detenerme primero en


los términos en los que se plantea el asunto.
Historia: por ésta no entiendo sólo la historia acabada, sino tam-
bien la historia que se está produciendo y la que está por llevarse a
cabo.
Esta historia es, esencialmente, creación: creación y destrucción.
Creación significa algo más que la indeterminación objetiva o la
imprevisibilidad subjetiva de los acontecimientos y del curso de la his­
toria. Es irrisorio decir que la aparición de la tragedia era imprevisible,
y estúpido ver en La Pasión según San Mateo un efecto de indetermina­
ción de la historia. La historia es el dominio donde el ser humano crea
Formas ontológicas, siendo la historia y la sociedad mismas las primeras
de esas formas. Creación no significa necesariamente (ni por lo gene­
ral) creación (buena) o de “valores positivos”. Auschwitz y el Gulag
son creaciones tanto como el Partenón o los Principia Mathematica.
Pero, entre las creaciones de nuestra historia, la historia greco-occi­
dental, hay una que nosotros evaluamos positivamente y retomamos
por nuestra cuenta: la puesta en tela de juicio, la crítica, la exigencia
del logon didonai, del dar cuenta y razón que es la presuposición a la vez
de la filosofía y de la política, Se trata de una posición humana funda­
mental -y, en principio, universal- cuya sustentación es que no hay
instancia extrahumana responsable en primer grado de lo que pase en
la historia, que sea la verdadera causa de la historia o el autor [no hu­
mano] de la historia; dicho de otra manera, que la historia no es hecha
por Dios, o por la phusis, o por algunas “leyes” cualesquiera. Fue porque
no creyeron en esas determinaciones extrahistóricas (fuera.del límite
último del Ananké), que los griegos pudieron crear la democracia y la
filosofía.
Retomamos, reafirmamos y queremos prolongar esa creación. Esta­
mos y queremos existir en una tradición de crítica radical, lo que tam­
bién implica: responsabilidad (no podemos echar la culpa a Dios todo-

El. MUNIX) FRAGMENTAIX") 77


poderoso,^etcétera) y autolimitación (no podemos invocar ninguna
norma extrahistórica para reglar nuestras acciones, que no obstante
deben ser reglamentadas). Resulta de lo anterior que nos situamos con
respecto a lo que es, a lo que podrá o deberá ser, e incluso a lo que fue
como actores críticos. Podemos contribuir a que lo que es, sea distinto.
No podemos cambiar lo que fue, pero podemos cambiar la mirada con
respecto a eso, mirada que es ingrediente esencial (incluso si en gene-
ral no lo es conscientemente) de las actitudes presentes, En particular,
y como primer enfoque no acordamos ningún privilegio filosófico ala
realidad histórica pasada y presente. Pasado y presente no son otra cosa
que un conjunto de hechos brutos (o de materiales empíricos) que, no
obstante, han sido re-avalados críticamente por nosotros. En un se­
gundo enfoque, puesto que estamos delante de ese pasado y que, por lo
tanto, éste pudo entrar en los presupuestos de lo que pensamos y de lo
que somos, el mismo adquiere uría.suerte de importancia trascenden­
tal, ya que su conocimiento y su crítica forman parte de nuestra
autorreflexión. Y es así, no sólo porque se hace manifiesta la relatividad
del presente, debido al conocimiento de otras épocas, sino porque se
deja entrever la relatividad de la historia efectiva, a través de la re­
flexión sobre otras historias que fueron efectivamente.posibles y no se
produjeron.
Intelectual: nunca me gustó este término (no lo acepto con respec­
to a mi persona), por razones a la vez estéticas -la arrogancia miserable
y defensiva que implica- y lógicas -¿quién no es intelectual? Sin entrar
en cuestiones de biopsicología básica, al aplicar el término intelectual
a quien trabaja casi exclusivamente con la mente y casi nada con las
manos, se deja afuera a gente que, evidentemente, debería estar inclui­
da (escultores y otras categorías de artistas) y se incluye a otra que no
entra en lo que comúnmente se entiende por ese término (especialistas
en informática, bancarios, cambistas, etcétera).
N o vemos por qué un excelente egiptólogo o un matemático, que
no quieren saber nada fuera de su disciplina, deberían asimismo entrar
en esa categoría. A partir de esta observación, se podría proponer que
se tomara en cuenta, a fines de la presente discusión, a aquellos que,
sea cual fuere su oficio, trataran de superar su esfera de especialización
y se interesasen activamente en lo que sucede en la sociedad. Pero ésta
es -o debería serlo- la definición misma del ciudadano democrático,

78 C ornelius C astoriams
cualquiera sea su ocupación (y se dirá de paso que es exactamente lo
contrario a la definición de la justicia dada por Platón: ocuparse de los
propios asuntos y no mezclarse en todo, lo cual no tiene nada de sor'
préndente, ya que uno de los fines a los que apuntaba Platón era mos­
trar que una sociedad democrática no es justa).
No intentaré aquí responder a esa cuestión. Mis observaciones im­
plicarán a quienes, por el uso de la palabra y la formulación explícita
de ideas generales, pudieron o pueden tratar de influir en la evolución
de su sociedad y en el curso de la historia. La lista es inmensa, las cues­
tiones que sus palabras o actos plantean son innumerables. De manera
que me limitaré a una breve discusión de tres puntos. El primero con­
cierne a dos tipos diferentes de relación entre el pensador y la comuni­
dad política, tal como los ejemplifica la oposición radical entre Sócrates,
el filósofo de la ciudad, y Platón, el filósofo que se pretende por encima
de la ciudad. El segundo se referirá a la tendencia que, a partir de cierta
fase histórica, se amparó en los filósofos para racionalizar lo real, es
decir, para legitimarlo. En la época que acaba de concluir, hemos co­
nocido casos particularmente lamentables con los compañeros de ruta
del estalinismo; también con Heidegger y el nazismo, de manera dife­
rente en lo “empírico”, pero filosóficamente equivalente. Concluiré
con un tercer punto: la cuestión que plantea la relación de la crítica y
la visión del filósofo-ciudadano con el hecho de que, en un proyecto
de autonomía y democracia, es la gran mayoría de los hombres y de las
mujeres viviendo en sociedad quienes son la fuente de la creación,
depositarios principales del imaginario instituyente, y quienes deben
convertirse en sujetos activos de la política explícita.
En Grecia, durante un largo período inicial el filósofo fue un ciuda­
dano como todos. Es por eso también que a veces fue llamado a “dar las
leyes” a su ciudad o a otras. Solón es el ejemplo más célebre. Pero
todavía en el año 443, cuando los atenienses establecieron una colo­
nia panheíénica en Italia (Thurioi), fue a Protágoras que pidieron el
establecimiento de las leyes.
El último en esa línea -el último grande, en todo caso- es Sócrates.
Sócrates es filósofo, pero también es ciudadano. Discute con todos sus
conciudadanos en el ágora. Tiene una familia e hijos. Forma parte de
tres expediciones militares. Asume la magistratura suprema, es epistate
de los prítanes (presidente de la república por un día) en el momento

El MUNIX) FRAGMENTADO 79
quizá más trágico de la historia de la democracia ateniense: el día del
proceso de los generales vencedores de la batalla de Arginuses, cuando
presidiendo la asamblea del pueblo» afronta a la muchedumbre enlo­
quecida y rechaza iniciar ilegalmente el procedimiento contra los ge­
nérales. De la misma manera, algunos años más tarde se negará a obe­
decer las órdenes de los Treinta Tiranos y a detener ilegalmente a un
ciudadano. Su proceso y condenación son una tragedia en el estricto
sentido del término, en la cual sería en vano buscar inocentes y culpa­
bles, No hay duda de que el demos del 399 no es más el de los siglos vi
y V, y no hay duda de que la ciudad hubiera podido seguir aceptando a
Sócrates como lo había hecho durante décadas. Pero, en rigor, tam­
bién hay que comprender que la práctica de Sócrates transgrede el lí­
mite de lo que es tolerable en una democracia. La democracia es el
régimen explícitamente basado en la doxa, la opinión, la confronta­
ción de las opiniones, la formación de una opinión común. La refuta­
ción de las opiniones de los demás, más que permitida y legítima, es la
respiración misma de la vida pública. Pero Sócrates no se limita a mos­
trar que tal o cual doxa es errónea (y no propone una doxa propia en su
lugar). Muestra que todas las doxae son erróneas e incluso que quienes
las defienden no saben lo que dicen. Ahora bien, ninguna vida en so­
ciedad y ningún régimen político, la democracia menos que ninguno,
son posibles sobre la hipótesis de que todos los participantes viven en
un mundo de ilusiones incoherentes, lo que Sócrates demuestra cons­
tantemente. Esto hubiera debido ser aceptado por la ciudad; lo hizo
durante mucho tiempo, con respecto a Sócrates y a otros. Pero Sócrates
mismo sabía perfectamente que, tarde o temprano, debería rendir cuen­
tas de su práctica; no había necesidad de que se le preparase una apolo­
già/ dijo, porque pasó toda su vida reflexionando en la apología que
presentaría si lo acusaban. Y Sócrates no sólo acepta el juzgamiento
del tribunal formado por ciudadanos: su discurso en el Critón, que con
tanta frecuencia se toma por una arenga moralizante y edificante, es un
magnífico desarrollo de la idea griega fundamental: la ciudad como
fófmàdòra del individuo. Polis andra didaskei, es la ciudad la que educa
ál hombre, escribía Simónides. Sócrates sabe que fue engendrado por
Atenas Y qué no lo hubiera podido ser en ninguna otra parte.
Es difícil'pensar en un discípulo que, en la práctica, haya traiciona­
do más Íáisícléas de su maestro que Platón. Platón se retira de la ciudad;

80 C ornelius C aStoriadis
es en sus puertas que establece una escuela para discípulos elegidos. No
se conoce que haya participado en campañas militares. No se le cono­
ce familia. No provee a la ciudad que lo alimentó y lo hizo ser lo que él
es, con nada de lo que todo ciudadano le debe: ni servicio militar, ni
hijos, ni aceptación de las responsabilidades públicas. Calumnia a Ate­
nas en el grado más extremo: gracias a su inmensa capacidad para la
puesta en escena, la retórica, el sofisma y la demagogia, logrará iihpo-
ner a los siglos venideros esta imagen: los hombres políticos de Atenas
-Temístocles, Pericles- eran demagogos; sus pensadores, sofistas (en el
sentido que él le dio a la expresión); sus poetas, corruptores de la ciu­
dad; su pueblo, una vil tropa librada a las pasiones e ilusiones. Falsifica
a sabiendas la historia, en ese dominio es el primer inventor de los
métodos estalinistas: si no se conociera la historia de Atenas más que
por Platón (Tercer Libro de las Leyes) se ignoraría la batalla de Salamina,
victoria de Temístocles y del despreciable démos de los remeros1. Quie­
re establecer una ciudad sustraída del tiempo y de la historia, y gober­
nada no por su pueblo sino por los “filósofos”. Pero es también -y con­
trariamente a toda la experiencia griega precedente, donde los filósofos
habían mostrado una phronésis, una sagacidad en sus acciones, ejem­
plar- el primero en exhibir esa ineptitud esencial que desde entonces
caracterizará tan frecuentemente a filósofos e intelectuales frente a la
realidad política. Se quiere consejero del príncipe, en realidad del tira­
no -esto no se terminó después-, y lamentablemete fracasa porque él,
sutil psicólogo y admirable retratista, confundió al tirano Dionisio de
Siracusa con un rey filósofo en potencia, como veinte siglos más tarde,
Heidegger tomó a Hitler y el nazismo por encarnaciones del espíritu
del pueblo alemán y de la resistencia histórica contra el reino de la
técnica. Es Platón quien inaugura la era de los filósofos que se alejan de
la ciudad pero que al mismo tiempo, erigidos en poseedores de la ver­
dad, quieren dictarle leyes en pleno desconocimiento de la creatividad
instituyente del pueblo, y que, impotentes políticamente, tienen como
máxima ambición convertirse en consejeros del príncipe.
Sin embargo, no es con Platón que comienza esa otra parte deplora­
ble de la actividad de los intelectuales frente a la historia: la
racionalización de lo real, es decir, la legitimación de los poderes exis­
tentes. El culto al hecho consumado es desconocido e imposible como
actitud en la mentalidad griega. Hay que llegar a los estoicos para co­

E l MUN 1X1 FRAÜMI-NTAIX) 81


menzar a encontrar los gérmenes. Es imposible discutir ahora los oríge­
nes de esta actitud que, evidentemente, restablece después de un cnor-
rne rodeo las fases arcaicas y tradicionales de la historia humana, para
las que las instituciones existentes en cada caso son sagradas, y logra
esa hazaña de colocar a la filosofía -nacida como parte integral de la
puesta en tela de juicio del orden establecido- al servicio de la conser­
vación del orden. Pero también es imposible dejar de ver en el cristia­
nismo, desde sus primeros días, al creador explícito de posiciones espi­
rituales, afectivas, existenciales que sostendrán, durante dieciocho siglos
y más, la sacralización de los poderes existentes. El “dar al César lo que
es del César” sólo se puede interpretar juntamente con “todo poder
viene de Dios”. El verdadero reino cristiano no es de este mundo y, por
otra parte, la historia de este mundo, convirtiéndose en la historia de
la Salvación, es inmediatamente sacralizada en su existencia y en su
“dirección”, a saber, en su “sentido” esencial. Utilizando para sus fines
la instrumentación filosófica griega, el cristianismo proveerá durante
quince siglos las condiciones requeridas para la aceptación de lo “real”,
tal como es, hasta el “transformarse uno mismo, antes que el orden del
mundo” de Descartes, y obviamente, hasta la apoteosis literal de la
realidad en el sistema hegeliano (“todo lo que es real es racional”).
A pesar de las apariencias, es ese mismo universo -esencialmente
teológico, apolítico, acrítico- al que pertenecen Nietzsche, proclamando
la “inocencia del devenir”, y Heidegger, presentando a la historia como
Ereignis y Geschick, advenimiento del ser y donación/destinación de y
por éste. Hay que terminar con el respeto eclesiástico, académico y
literario. Hay que hablar por fin de sífilis en esa familia de la que visi­
blemente la mitad de los miembros sufren de parálisis general. Hay que
tirar de las orejas al teólogo, al hegeliano, al nietzscheano, al
heideggeriano, conducirlos a Kolima, a Auschwitz, a un hospital psi­
quiátrico ruso, a las cámaras de tortura de la policía y los militares
argentinos y exigir que expliquen sobre la marcha y sin subterfugios el
sentido de las expresiones “todo poder viene de Dios”, “todo lo que es
real es racional”, “inocencia del devenir”, o “el alma se empareja con
las cosas, en su presencia”2.
; Pero la mezcla más extraordinaria se presenta cuando el intelectual,
en ün four dé force supremo, logra ligar la crítica de la realidad con el
(Qtilto a la fuerza y al poder. Esa proeza se vuelve elemental, a partir del

32 , C ornelius C astor iadis


momento en que aparece en algún lado un “poder revolucionario“.
Comienza entonces la edad de oro de los compañeros de ruta, que pu­
dieron pagarse el lujo de una oposición aparentemente intransigente
contra una parte de la realidad, la realidad “de su país", combinada con
la glorificación de otra parte de esa misma realidad, allá en Rusia, en
China, en Cuba, en Argelia, en Vietnam o, si es necesario, en Albania.
Entre los grandes nombres de la intelligentsia occidental, son escasos los
que, en algún momento entre 1920 y 1970, no hayan hecho ese “sacri­
ficio de la conciencia”, unas veces -en la menor parte de los casos-
con la credulidad más infantil, otras -con mayor frecuencia- con la
astucia más irrisoria.
“Ustedes no pueden discutir los actos de Stalin, ya que él es el único
que posee las informaciones que los motivan”. Esa afirmación de Sartre
en tono amenazante quedará como el ejemplo más instructivo de esa
autorridiculización del intelectual.
Frente al exceso de perversidad devota y de corrupción del uso de la
razón, hay que afirmar con fuerza esta evidencia que permanece pro­
fundamente disimulada: no hay privilegio alguno de la realidad, ni filosó­
fico ni normativo; el pasado no vale más que el presente y éste no es
modelo sino materia. La historia pasada del mundo no está de ninguna
manera santificada -y más bien podría ser condenada-, por el hecho
de que haya desechado otras historias efectivamente posibles. Estas
tienen tanta importancia para el entendimiento como la historia “real”,
quizás aun más valor para nuestras actitudes prácticas. Nuestro perió­
dico no contiene, como creía Hegel, “nuestra plegaria realista de la
mañana”, sino más bien nuestra farsa surrealista cotidiana. Tal vez hoy
más que nunca. Que en 1987 aparezca algo creado en primer término
y, hasta prueba de lo contrario, una fuerte presunción de que encarna
la futilidad, la malignidad y la vulgaridad.
Restaurar, restituir, re-instituir el cometido auténtico del intelec­
tual en la historia es, antes que nada, restaurar, restituir, re-instituir su
función crítica. Debido a que la historia es siempre a la vez creación y
destrucción, y que la creación (cómo la destrucción) concierne a lo
sublime tanto como a lo monstruoso, que elucidación y crítica son de
la incumbencia de quien por ocupación y posición -más que ningún
otro- puede tomar distancia de lo cotidiano y de lo real: el intelectual.
En la medida de lo posible, la distancia la toma también con respec-

El MÜNDO FRAGMENTADO 33
to a sí mismo: y esto no sólo bajo la forma de “objetividad”, sino la del
esfuerzo permanente por superar su especialidad, la de que le concierna
todo .taque tenga relación con los hombres,
;Sin ninguna duda, esas actitudes tenderían a separar al sujeto de sus
contemporáneos. Pero hay separaciones y separaciones. Sólo saldre-
tad^de la perversión que ha caracterizado el lugar de tos intelectuales
d.éáde Platón y nuevamente desde hace setenta arios, si el intelectual
vüeíyé a ser un verdadero ciudadano, Un ciudadano no es forzosamen­
te M ilitante en un partido”,: sino alguien que reivindica activamente
su participación en la vida pública y en los asuntos comunes con el
mismo derecho que todos los otros.
JE$.evidente que hay una antinomia que no tiene solución teórica.
Solamente la phronésis, la cordura, puede permitir su superación. El
intelectual debe considerarse ciudadano como los otros, sentirse por­
tavoz, con derecho, de la universalidad y de da objetividad. La condi­
ción para poder mantenerse en ese espacio es que reconozca los límites
dé lo que su. supuesta objetividad y universalidad le permiten; debe
aceptar, y no a desgano, que lo que trata de hacer entender, todavía es
una doxa, una opinión, no una episteme, una ciencia. Sobre todo es
necesario reconocer que la historia es el dominio en el que se despliega
la creatividad- de todos, hombres y mujeres, sabios y analfabetos, de
una humanidad en la que él mismo no es más que un átomo. Todo lo
cual.no debe convertirse en pretexto para que avale sin. crítica las deci­
siones de la mayoría, para que se incline ante la fuerza del número. Ser
democrático y poder decir al pueblo, si así se considera: ustedes se equi­
vocan. Eso es lo que se le debe exigir. Sócrates pudo hacerlo en el
proceso de los arginuses. Después el caso parece evidente y Sócrates
podíaademás, apoyarse en una regla de derecho formal. A menudo, las
cosas son mucho más oscuras. Sólo la cordura, la p/ironésis, y. el gusto
pueden permitir todavía separar el reconocimiento de la creatividad
del pueblo, del culto ciego a la “fuerza de los hechos”. Y que nadie se
asombre de encontrar la palabra gusto al fin de estas reflexiones. Basta­
ría leer cinco líneas de Staíin,' para comprender que la revolución no
podía ser eso

84 @©RHBU!U.SiíSASXpRIAptS
N otas

Publicado en Lcttre international, N ° 15,1987 y, en inglés, en Salmagundi, N ° 80,


otoño de 1988.

Pierre Vidal-Naquet me recordó este último punto en conversación de amigos.


M. Heidegger, “Serenité”, en Questions III, París, Gailimard, 1966, p. 177. Cf.
i b í d p . 175: “Ningún individuo, ningún grupo humano, ninguna organización
puramente humana [?!] está en condiciones de tomar en sus manos el gobierno
de nuestra época”. Y: “No debemos hacer nada, solamente esperar” (ibíd. , p.
188).

El m u n d o f r a c m e n t a ix ) 85
A

•«
P oder, política , autonomía*

El autodespliegue del imaginario radical como sociedad y como his­


toria -como lo social-histórico- sólo se hace, y no puede dejar de ha­
cerse, en y por las dos dimensiones del instituyeme y del instituidoLa
institución, en el sentido fundador, es una creación originaria del cam­
po social-histórico -del colectivo-anónimo- que sobrepasa, como eidos,
“toda producción posible de los individuos o de la subjetividad. El in­
dividuo -y los individuos- es institución, institución de uria vez por
todas e institución cada vez distinta en cada distinta sociedad. Es el
polo cada vez específico de la imputación y de la atribución sociales
establecidos según normas, sin las cuales no puede haber sociedad”2.
La subjetividad, como instancia reflexiva y deliberante (como pensa­
miento y voluntad) es proyecto social-histórico, pues el origen (acae­
cido dos veces, en Grecia y en Europa Occidental, bajo modalidades
diferentes) es datable y localizable3. En el núcleo de las dos, la mónada
psíquica, irreductible a lo social-histórico, pero formable por éste casi
ilimitadamente a condición de que la institución satisfaga algunos re­
quisitos mínimos de la psique. El principal entre todos: nutrir a la psi­
que de sentido diurno, jo cual se efectúa forzando e induciendo al ser
humano singular, a través de un aprendizaje que empieza desde su na­
cimiento y que va robusteciendo su vida, invistiendo y dando sentido
para sí a las partes emergidas del magma de significaciones imaginarias
sociales instituidas cada vez por la sociedad y que son las que comparte
con sus propias instituciones particulares 4.
Resulta evidente que lo social-histórico sobrepasa infinitamente toda
“inter-subjetividad”. Éste término viene a ser la hoja de parra que no
logra cubrir la desnudez del pensamiento heredado a este respecto, la
evidencia de su incapacidad para concebir lo social-histórico como
tal, La sociedad no es reducible a la “ intersubjetividad”, no es un cara-
a-cara indefinidamente múltiple, pues el cara-a-cara o el espalda-a-
espalda sólo pueden tener lugar entre sujetos ya socializados. Ninguna
“cooperación” de sujetos sabría crear el lenguaje, por ejemplo. Y una

El MUNDO I RAOMINTADO SI
asamblea de inconscientes nucleares sería imaginariamente más abs-
trusa que la peor sala de locos furiosos de un manicomio. La sociedad,
en tanto que siempre ya instituida, es auto-creación y capacidad de auto­
alteración, obra del imaginario radical como instituyente que se
autoconstituye como sociedad constituida e imaginario social cada vez
particularizado.
El individuo como tal no es, por lo tanto, “contingente” relativa­
mente a la sociedad. Concretamente, la sociedad no es más que una
mediación de encarnación y de incorporación, fragmentaria y comple­
mentaria, de su institución y de sus significaciones imaginarias, por los
individuos vivos, que hablan y se mueven. La sociedad ateniense no es
otra cosa que los atenienses -sin los cuales no es más que restos de un
paisaje trabajado, restos de mármol y de ánforas, de inscripciones
indescifrables, estatuas salvadas de las aguas en alguna parte del Medi­
terráneo—, pero los atenienses son sólo atenienses por el nomos de las
polis. En esta relación éntre una sociedad instituida que sobrepasa infi­
nitamente la totalidad de los individuos que la “componen”, pero no
puede ser efectivamente más que en estado “realizado” en los indivi­
duos que ella fabrica, y en estos individuos puede verse un tipo de
relación inédita y original, imposible de pensar bajo las categorías del
todo y las partes, del conjunto y los elementos, de lo universal y lo
particular, etc. Creándose, la sociedad crea al individuo y los indivi­
duos en y por los cuales sólo puede ser efectivamente. Pero la sociedad
no es una propiedad de composición, ni un todo conteniendo otra cosa
y algo más que sus partes -no sería más que por ello que sus “partes” son
llamadas al ser, y a “ser así”, por ese “todo” que, en consecuencia, no
puede ser más que por ellas, en un tipo de relación sin analogía en
ningún otro lugar, que debe ser pensada por “ella misma”, a partir de
“ella misma” como modelo de “sí misma”5.
Pero a partir de aquí hay que ser muy precavidos. Se habría apenas
avanzado (como algunos creen) diciendo: la sociedad hace los indivi­
duos que hacen la sociedad. La sociedad es obra del imaginario
instituyente. Los individuos están hechos por la sociedad, al mismo tiem­
po que hacen y rehacen cada vez la sociedad instituida: en un sentido,
ellos sí son sociedad. Los dos polos irreductibles son el imaginario radi­
cal instituyente —el campo de creación sociohistórico-, por una parte,
y la psique singular, por otra. A partir de la psique, la sociedad instituí-

88 C ornelius CASTORiAnis
da hace cada vez a los individuos --que como tales, no pueden hacer
más que la sociedad que los ha hecho-. Lo cual no es más que la imagi­
nación radical de la psique que llega a transpirar a través de los estratos
sucesivos de la coraza social que es el individuo, que la recubre y la
penetra hasta un cierto punto -límite insondable, ya que se da una
acción de vuelta del ser humano singular sobre la sociedad-. Nótese,
de entrada, que una tal acción es rarísima y en todo caso imperceptible
en la casi totalidad de las sociedades, donde reina la heteronomfa insti*
mida 6, y donde, aparte del abanico de roles sociales predefinidos, las
únicas vías de manifestación reparable de la psique singular son la trans­
gresión y la patología. Sucede de manera distinta en aquellas socieda­
des donde la ruptura de la heteronomía completa permite una verda­
dera individualización del individuo, y donde la imaginación radical de la
psique singular puede a la vez encontrar o crear los medios sociales de
una expresión pública original y contribuir a la autoalteración del
mundo social. Y queda todavía otro aspecto por constatar, además de
alteraciones social-históricas manifiestas y marcadas, sociedad e indi­
viduos se implican recíprocamente.
La institución y las significaciones imaginarias que lleva consigo y
que la animan son creaciones de un mundo, el mundo de la sociedad
dada, que se instaura desde el principio en la articulación entre un
mundo “natural” y “sobrenatural” -más comúnmente “extrasocial” y
“mundo humano” propiamente dicho-. Esta articulación puede ir des­
de la casi fusión imaginaria hasta la voluntad de separación más rotun­
da; desde la puesta de la sociedad al servicio del orden cósmico o de
Dios, hasta el delirio más extremo de dominación y enseñoramiento
sobre la naturaleza. Pero, en todos los casos, la “naturaleza” como la
“sobrenaturaleza”, son cada vez instituidas en su propio sentido como
tal y en sus innombrables articulaciones, y esta articulación contempla
relaciones múltiples y cruzadas con las articulaciones de la sociedad
misma instauradas cada vez por su institución 7.
Creándose como eidos cada vez singular (las influencias, transmisio­
nes históricas, continuidades, similitudes, etc., ciertamente existen y
son enormes, como las preguntas que suscitan, pero no modifican, en
nada la situación principal y no pueden evitarla presente discusión), la
sociedad se despliega en una multiplicidad de formas organizativas, y
organizadas. Se despliega, de entrada, como creación de un espacio.y

El m u n d o fragm entado M
ì:

J
j?]

4*
I
■>éi

M
'H

■S
’3
Uno de los universales que podemos “deducir” de la idea de socie-
dad, una vez que sabemos lo que es una sociedad y lo que es la psique,
concierne a la validez efectiva (Geltung), positiva (en el sentido del
“derecho positivo”) del inmenso edificioinstituido. ¿Qué sucede para
que la institución y las instituciones (lenguajes, definición de la “reali-
dad” y de la “verdad”, maneras de hacer, trabajo, regulación sexual,
permisión/prohibición, llamadas a dar la vida por la tribu o por la na­
ción, casi siempre acogida con entusiasmo) se impongan a la psique,
por esencia radicalmente rebelde a todo este pesado fárrago, que cuan­
to más lo perciba más repugnante le resultará? Dos vertientes se nos
muestran para abordar la cuestión: la psíquica y la social.
Desde el punto de vista psíquico la fabricación social del individuo
es un proceso histórico a través del cual la psique es constreñida (sea
de una manera brutal o suave, es siempre por un acto que violenta su
propia naturaleza) a abandonar (nunca totalmente, pero lo suficiente
en cuanto necesidad/uso social) sus objetos y su mundo inicial y a in­
vestigar unos objetos, un mundo, unas reglas que están social mente
instituidas. En esto consiste el verdadero sentido del proceso de
sublimación9. El requisito mínimo para que el proceso pueda desarro­
llarse es que la institución ofrezca a la psique un sentido - otro tipo de
sentido que el protosentido de la mónada psíquica-. El individuo so­
cial que constituye así interiorizando el mundo y las significaciones
creadas por la sociedad, interiorizando de este modo explícitamente
fragmentos importantes e implícitamente su totalidad virtual por los
“re-envíos” interminables que ligan magmáticamente cada fragmento
de este mundo a los otros.
La vertiente social de este proceso es el conjunto de las institucio­
nes que impregnan constantemente al ser humano desde su nacimien­
to, y en destacado primer lugar el otro social, generalmente pero no
ineluctablemente |a madre, que toma conciencia de sí estando ya ella
misma socializada de una manera determinada, y el lenguaje que había
esc otro. Desde una perspectiva más abstracta, se trata de la “parte” de
todas las instituciones que tiende a la escolarización, al pupilaje, a la
educación de los recién llegados, lo que los griegos denominan paideia:
familia, ritos, escuela, costumbre y leyes, etcétera.
La validez efectiva de las instituciones está así asegurada de entrada
y antes que nada por el proceso mismo mediante el cual el pequeño

EL MUNiX) HRAOMENTAIX3 91
monstruo chillón se convierte en un individuo social. Y no puede con-
vertirse en tal más que en la medida en que ha interiorizado el proceso.
Si definimos cómo poder la. capacidad de una instancia cualquiera
(personal o impersonal) de llevar a alguno (o algunos-unos) a hacer (o
no hacer) lo que, a sí*mismo, no habría hecho necesariamente (o ha-
bría hecho quizá) es evidente que el mayor poder concebible es el de
preformar a alguien de suerte que por sí mismo haga lo que se quería
que hiciese sin necesidad de dominación (Herrschaft) o de poder explí­
cito para llevarlo a... Resulta evidente,que esto crea para el sujeto so­
metido a esa formación, a la vez la apariencia de la “espontaneidad”
más completa y en la realidad estamos ante la heteronomía más total
posible. En relación con este poder absoluto, todo poder explícito y
toda dominación son deficientes y testimonian una caída irreversible.
(En adelante hablará de poder explícito; el término dominación debe
ser reservado a situaciones social-históricas específicas, ésas en las que
se ha instituido una división asimétrica y antagónica del cuerpo social.)
Anterior a todo poder explícito y, mucho más, anterior a toda “do­
minación” la institución de la sociedad ejerce un infra-poder radical
sobre todos los individuos que produce. Este mira-poder -manifesta­
ción y dimensión del poder instituyente del imaginario radical- no es
localizable. Nunca es sólo el de un individuo o una instancia determi­
nada. Es “ejercido” por la sociedad instituida, pero detrás de ésta se
halla la sociedad instituyente, “y desde que la institución se establece,
lo social instituyente se sustrae, se distancia, está ya aparte” 10. A su
alrededor la sociedad instituyente, por radical que sea su creación, tra­
baja siempre a partir y sobre lo ya constituido, se halla siempre -salvo
por un punto inaccesible en su origen- en la historia. La sociedad
instituyente es, por un lado, inmensurable, pero también siempre retoma
lo ya dado, siguiendo las huellas de una herencia, y tampoco entonces
se sabría fijar sus límites. Todo lo que esto comporta respecto de un
proyecto de autonomía y de la idea de libertad humana efectiva será
tratado más adelante. Nos queda el infra-poder en cuestión, el poder
instituyente que es a la vez el del imaginario instituyente, el de la so­
ciedad instituida y el de toda la historia que encuentra en ello su salida
provisional. Es pues, en cierto sentido, el poder del campo histórico,-,
social mismo, el poder de out/s, de Nadie11.
Tomado en sí mismo, pues, el infra-poder instituyente tal y como es

92 C ornelius C astoriadis
ejercido por ja institución,, debería ser absoluto y formar a los indivi­
duos de manera tal que éstos reprodujesen eternamente el régimen que
los ha producido. Es ésta, por otra parte evidente, la estricta finalidad
de las instituciones existentes siempre y por todas partes. La sociedad
instituida no alcanza nunca a ejercer su infra-poder como absoluto.
Además es el caso de las sociedades salvajes y, más generalmente, de
las sociedades que debemos llamar tradicionales; puede alcanzar a ins­
taurar una temporalidad de la aparente repetición esencial, bajo la cual
trabaja, im perceptiblem ente y sobre muy largos periodos, su
ineliminable historicidad12. En tanto que absoluto y total, el infra-po­
der de la sociedad instituida (y, tras él, de la tradición) está, pues, abo­
cado al fracaso. Este hecho, que aquí simplemente constatamos, se nos
impone -existe la historia, existe una pluralidad de otras sociedades- y
requiere ser elucidado.
Cuatro son los factores que aquí intervienen.
La sociedad crea su mundo, le concede sentido y hace provisión de
significación destinada a cubrir de antemano todo cuanto pueda pre­
sentarse. El magma de significaciones imaginarias socialmente insti­
tuidas que reabsorbe potencialmente todo cuanto pueda suceder, no
puede, en principio, ser sorprendido o tomado desprevenido. En esto,
evidentemente, el rol de la religión -y su función esencial para la clau­
sura del sentido- ha sido siempre central13(el Holocausto se convierte
en prueba de la singularidad y de la elección del pueblo judío). La
organización conjuntiva-identitaria “en sí” del mundo es no sólo sufi­
cientemente estable y “sistemática” en su primer momento para per­
mitir la vida humana en sociedad, sino también suficientemente ende­
ble e incompleta como para conllevar un número indefinido de
creaciones social-históricas de significaciones. Los dos aspectos remi­
ten a las dimensiones ontológicas del mundo en sí, como ninguna sub­
jetividad trascendental, ningún lenguaje, ninguna pragmática de la co­
municación sabrían hacerlo M. Pero también el mundo, en tanto que
“mundo presocial” -límite del pensamiento-, aunque en sí mismo no
“significa” nada, está siempre ahí, como provisión inabarcable de
alteridad, como riesgo siempre inminente de desgarrar el tejido de signi­
ficaciones con el cual la sociedad lo ha revestido. El sinsentido del mun­
do representa siempre una amenaza posible para el sentido de la socie­
dad, el riesgo siempre presente de que se resquebráje el edificio social.

El MUNOO FRAGM ENTAIS #


La sociedad fabrica los individuos a partir de una materia prima, la
psique. ¿Qué hay de admirable, de entrada, eh lá plasticidád casi total
de la psique aí cuidado de la formación social a la que se supedita, o en
su capacidad invencible de preservar su núcleo monàdico y su imagi'
nación radical, poniendo en jaque, al menos parcial, al adiestramiento
soportado en perpetuidad? Cualquiera que sea la rigidez ó cerrazón del
tipo de individuo en que en ella se transforme, el ser propio e irreductible
de la psique singular se manifiesta siempre -como sueño, enfermedad
“psíquica”, transgresión, litigio y querencia- pero también cómo con­
tribución singular -raramente asignable, en las sociedades tradiciona­
les- a la hiperlepta alteración de las maneras de hacer y de representar
sociales.
La sociedad no es más que excepcionalmente -¿o nunca?- única y
aislada. La sociedad se encuentra que existe una pluralidad indefinida de
sociedades humanas, una coexistencia sincrónica y contacto entre so­
ciedades otras. La institución de los otros y sus significaciones son siem­
pre una amenaza mortal para las nuestras, lo que es sagrado para noso­
tros es abominable para ellos, y nuestro sentido les resulta el rostro
mismo del stnsentido15.
En fin, posiblemente la sociedad no pueda nunca escapar a sí mis­
ma. La sociedad instituida es siempre trabajada por la sociedad
instituyente, bajo el imaginario social establecido corre siempre el ima­
ginario radical. Es el hecho primero, bruto, del imaginario radical el
que permite no ya “explicar”, sino desplazar la pregunta que plantean
el “se encuentra” y el “existe” anterior. La existencia de pluralidad esen­
cial, sincrónica y diacrònica, de sociedades significa que existe imagi­
nario instituyente.
Contra todos estos factores que amenazan su estabilidad y su
autppercepción, la institución de la sociedad siempre dispone de unas
defensas, y exhibiciones preestablecidas y preincorporadas. La princi­
pal entre estas: la católica y virtual omnipotencia de su magma de sig­
nificaci ones- A las. irrupciones del mundo bruto les serán atribuidos
signos,; de alguna manera serán interpretados y exorcizados. Incluso el
sueño yrla enfermedad. Los otros serán considerados como extranjeros,
safejesf ünpíps. El punto en el que las defensas de la sociedad institui­
da^ setán más débiles es, sin ninguna duda, su propio imaginario
instituyente. También es éste el punto respecto del cual ha sido inven-

Q^aNELIUS CASTORIADIS
rada la defensa más fuerte -lá más fuerte desde hace mucho tiempo, y
Su duración parece extenderse al menos desde hace cien mil años- Es
k negación y lá ocultación de la dimensión instituyeme de la sociedad
y la imputación del origen y del fundamento de la institución y de las
significaciones lo que-conduce a una fuente extrasocial (extrasocial en
relación con la sociedad efectiva, viviente: se puede tratar de los dioses
0 de Dios, pero también de los héroes fundadores o de los ancestros que
M reencarnan continuamente en las nuevas venus). Líneas suplemen­
tarias aunque más débiles de defensa han sido creadas en los más tor­
mentosos universos históricos. Mientras que la negación de la altera­
ción de la sociedad o el recubrimiento de la innovación por su exilio
en un pasado mítico se convierten en imposibles, lo nuevo puede ser
sometido a una reducción ficticia pero eficaz mediante el “comenta­
rio” y ía “interpretación” de la tradición (es el caso de las Weltreligionen,
dé las religiones como-históricas, y en particular de las concernientes a
los mundos judíos, cristianos e islámicos).
El hecho de que todas estas defensas puedan fracasar, y en cierro
sentido fracasen siempre, que puedan ocurrir crímenes, conflictos vio­
lentos insoíubles, calamidades naturales que destruyan la funcionalidad
de las instituciones existentes, guerras, etc., constituye una de las fuen­
tes del poder explícito. Hay y habrá siempre una dimensión de la insti­
tución de la sociedad encargada de esta función esencial: restablecer el
Orden, asegurar la vida y la operación de la sociedad hacia y contra lo
tjue en acto o en potencia la ponga en peligro.
Existe otra fuente, tan importante o más que la anterior, del poder
explícito. La institución de la sociedad, y el magma de significaciones
imaginarias que ella encarna, es mucho más que un montón de repre­
sentaciones (o de “ideas”). La sociedad se instituye en y por las tres
dimensiones indisociables: de la representación, del afecto y de la in­
tención.
Si la parte “representativa” (lo cual no significa forzosamente
representable y que pueda ser dicha) del inagna de significaciones ima­
ginarias sociales es la más difícilmente abordable, ello de entrada per­
manecería en un segundo plano (como a menudo en las filosofías de la
bistoriá y1fehflás'historiografías) si no apuntara más que a una historia y
una hermenéutica de las “representaciones” y de las “ideas", si ignorara
el magma de afectos propios de cada sociedad -su Stimmung, su “manera

El. MUNIX) FRAGMENTAIX) 95


de vivirse y de vivir el mundo y la vida así como los vectores intencionales
que tejen en conjunto la institución y la vida de la sociedad, eso a lo
qué pódemos denominar su empuje propio y característico (que puede
idealmente ser reducido, pero en realidad no lo es jamás, a su simple
conservación)”16. Gracias al empuje en el pasado/presente de la socie-
dad habita un porvenir que está siempre por hacer. Este empuje es el
que da sentido al enigma más grande de todos: eso que todavía no es
pero será, otorgando a los vivos el medio de participar en la constitu­
ción o lá preservación de un mundo que prolongará el sentido estable­
cido. También mediante este empuje la innombrable pluralidad de las
actividades sociales sobrepasa siempre el nivel de la simple “conserva­
ción” biológica de la especie, al mismo tiempo que se halla sometida a
una jerarquización.
Ya que la ineliminable dimensión del empuje de la sociedad hacia
eso que hay que introducir, otro tipo de “desorden” en el orden social,
supone, incluso en el marco más fijo y más repetitivo, que la ignoran­
cia e incertidumbre en el porvenir no permita nunca una plena codifi­
cación previa de decisiones. El poder explícito aparece así como enraizado
también en la necesidad de la decisión en cuanto a eso que queda por
hacer y por no hacer en el seno de los fines (más o menos explicitados)
y que el émpuje de la sociedad se da como objetivo.
De esté modo, si eso a io que denominamos “poder legislativo” y
“poder ejecutivo” puede permanecer enterrado en la institución (en la
costumbre y la interiorización de normas supuestas como eternas), un
“poder judicial” y un “poder gubernamental” deben estar explícitamente
presentes, bajo cualquier forma, desde que la sociedad existe. La cues­
tión del nomos (y de su aplicación de una forma “mecánica”, el preten­
dido: “poder ejecutivo”) puede ser recubierta por una sociedad; las cues­
tiones de la diké y del télos, no.
Fuese lo que fuese la articulación explícita del poder instituido, éste,
lo acabamos de ver, no puede nunca ser pensado únicamente en fun­
ción de la oposición “amigo-enemigo” (Karl Schmitt); no estaría tam­
poco reducido (no más que la dominación) al “monopolio de la vio­
lencia legítima”. En la cima del monopolio de la violencia legítima,
encontramos el monopolio de la palabra legítima; y éste está, a su vez,
ordenado por el monopolio de la significación válida. El Amo de la
significaeión sienta cátedra por encima del Amo de la violencia17. Sólo

96 C ornelius C astoriadis
mediante eí fracaso que supone el derrumbe del edificio de significa-
ciones instituidas puede empezar a hacerse oír la voz de las armas. Y
para que la violencia pueda intervenir es necesario que la palabra -el
imperativo del poder existente- asiente su poder en los “grupos de hom­
bres armados”. La cuarta compañía del regimiento Pavlovsky, la guar­
dia de corps de Su Majestad, y el regimiento Semenovsky, son los más
sólidos sostenes del trono del zar -hasta las jornadas del 26 y 27 de
febrero de 1917, cuando confraternizan con las masas y voltean las
armas contra sus propios oficiales-. El ejército más poderoso del mun­
do no puede proteger nunca “si no” es fiel -y el fundamento último de
su fidelidad es su creencia imaginaria en la legitimidad imaginaria-.
Hay y habrá siempre, pues, poder explícito en cualquier sociedad, a
menos que ésta no consiga transformar sus individuos en autómatas,
haciéndoles interiorizar completamente el orden instituido y constru­
yendo una temporalidad que recubra de antemano todo el porvenir,
misión imposible a tenor de lo que sabemos que está dado en la psique,
en el imaginario instituyente y en el mundo.
Esta dimensión de la institución de la sociedad, relacionada con el
poder explícito, o bien debido a la existencia de instancias que puedan
emitir imperativos sancionables, es a lo que hay que identificar como la
dimensión de lo político. A este respecto, importa poco que estas ins­
tancias se encarnen en la tribu entera, en los ancianos, en los guerre­
ros, en el jefe, en el démos, en el Aparato burocrático o en lo que sea.
Llegados aquí conviene disipar tres confusiones. La primera, la iden­
tificación del poder explícito con el Estado. Las “sociedades sin Esta­
do” no son "sociedades sin poder” . En éstas existe no solamente, como
en todas partes, un mira-poder enorme (tanto más enorme cuanto más
reducido sea el poder explícito) de la institución ya dada, sino también
un poder explícito de la colectividad (o de los hechiceros, los guerreros,
etc.) relativo q la diké y al télos - a los litigios y a las decisiones-. El
poder explícito no es el Estado, término y noción que debemos reser­
var a un eidos específico, ya que la creación histórica es de hecho casi
datable y localizable. El Estado es una instancia separada de la colectivi­
dad e instituida de tal manera que asegure constantemente esta separa­
ción. El Estado es típicamente una institución secundaria18.
Propongo reservar el término Estado a aquellos casos en que éste se
encuentra instituido como Aparato de Estado, lo cual comporta una

El MUNIX3 FRAGMENTADO 97
“burocracia” separada, civil, clerical o militar, que es rudimentaria, es
decir: una organización jerárquica con delimitación de áreas de com- ■
petencia. Esta definición cubre la inmensa mayoría de organizaciones :J
estatales conocidas y no deja fuera, por encima de sus límites, más que §
cosas excepcionales sobre las cuales pueden ensañarse los que olvidan j
que toda definición en el dominio social-histórico no va más que ós epi J
fb polu, en la gran mayoría de las ocasiones, como diría Aristóteles. En j
este sentido, la polis democrática griega no es “Estado” si se considera |
que el poder explícito-la posición del nomos, la diké, el télos-Apertene' |
cen al conjunto de los ciudadanos. Y esto explica, entre otras cosas, las |
dificultades de un espíritu tan potente como el de Max Weber ante la ,|j
polis democrática, merecidamente subrayadas y correctamente comen- í|
tadas en uno de los últimos textos de M. 1. Finley19, la imposibilidad de j
hacer entrar la democracia ateniense en el tipo ideal de dominación |
“tradicional” o “racional” (tengamos presente que para Max Weber j
“dominación racional” y “dominación burocrática” son términos ínter- :
cambiables) y sus desafortunados esfuerzos por vincular los “demago- ?i
gos” atenienses con los detentadores de un poder “carismàtico”. Los ^
marxistas y las feministas replicarán, sin duda, aduciendo qué el dèmos
ejercía un poder sobre los esclavos y las mujeres, ya que se trataba de J
un Estado. Pero ¿admitirían, entonces, que los blancos de los estados |
del Sur de Estados Unidos eran el Estado con respecto a los esclavos J
negros hasta 1865? ¿O bien que los varones adultos franceses eran Es- ]j
tado respecto de las mujeres hasta 1945 (y, por qué no, los adultos |
respecto de los no adultos en la actualidad)? Ni el poder explícito ni '?
incluso la dominación toman necesariamente la forma de Estado.
• La segunda dimensión del poder explícito alude a la confusión de lo j
¡político con la institución conjunta de la sociedad. Se sabe que el tér- •;
mino “lo político” fue introducido por Karl Schmitt (DerBegriff des }
Politischen, 1928) en un sentido excesivamente estrecho y, en el caso
de aceptarse lo que venimos arguyendo, esencialmente defectuoso. I
Asistimos en la actualidad a una tentativa inversa que consiste en pre- :
tender dilatar el sentido del término hasta permitirle absorber la insti- j
tuéión conjunta de la sociedad. La distinción de lo político en el seno i
de Otros “fenómenos sociales” reemplazaría, al parecer, al positivismo
(por supuesto de lo que se trata no es de “fenómenos”, sino de dimen­
siones ineliminables de institución social: lenguaje, trabajo, reproduc- |

98 C ornelius C astoiuadis
dòn sexual, aprendizaje de las nuevas generaciones, religión,
bres, “cultura” en su sentido restringido, etc.). También dé esto^eí^l,-,
cargaría la política que asumiría la carga de generar las relaciones enttp-.
los seres humanos y de éstos con el mundo, la representación ídé'dS,
naturaleza y del tiempo, o la relación del poder y la religión. Esto no til
obviamente, nada distinto a lo que desde 1965 vengo definiendo comò'
institución imaginaria de la sociedad y su desdoblamiento esencial e s,
instituyeme e instituido20. Dejando de lado los gustos personales, no
vemos qué beneficios se obtienen de denominar lo político a la institu-
ción catholou de la sociedad, y vemos claramente lo que se pierde. Así
pues, o una cosa o la otra: bien, denominando “lo político” a eso que
todo el mundo denominaría naturalmente la institución de la socie*
dad, se opera un cambio de vocabulario, que sin comportar nada res*
pecto de la sustancia crea una confusión y entra en contradicción con
nomina non sime praeter necesitatem multiplicando; o bien se intenta pre­
servar en esta sustitución las connotaciones que el término político
tiene desde su creación por los griegos, es decir, que alude a decisiones
explícitas y, al menos en parte, conscientes o reflexionadas; y enton­
ces, por un extraño cambio, la lengua, la economía, la religión, la re­
presentación del mundo, se encuentran relevadas de decisiones políti­
cas de una manera que no desaprobarían ni Charles Maurras ni Pol-Pot.
Todo es política o bien no significa nada, o bien significa: todo debe
ser política, salvo la decisión explícita del Soberano.
La raíz de la segunda confusión se encuentra, quizás, en la tercera.
Actualmente se oye decir: los griegos han inventado la política21. Se
puede atribuir a los griegos muchas cosas -sobre todo: muchas más co­
sas de las que se les atribuyen habitualmente- pero ciertamente no la
de la invención de la institución de la sociedad, ni siquiera del poder
explícito. Los griegos no han inventado “lo” político en el sentido de
la dimensión del poder explícito siempre presente en toda sociedad;
han inventado o mejor, creado, “la” política, lo cual es muy distinto.
En ocasiones se discute para saber en qué medida existía la política con
anterioridad a los griegos. Vana querella, términos vagos, pensamiento
confuso. Antes de los griegos (y después) existían intrigas, conspira­
ciones, tráficos de influencia, luchas sordas o declaradas para conse­
guir el poder explícito, hubo un arte (fantásticamente desarrollado en
China), de administrar y agrandar el poder. Ocurrieron cambios explí-

El m u n ito fr a g m en ta d o 99
çitos; y decididos, de algunas instituciones -incluso de re-instituciones
radicales (“Moïse” o, si se prefiere, Mahoma)-. Pero en estos últimos
casos, el legislador alegaba un poder de instituir que era de derecho
divino, fuese Profeta o Rey. Invocaba o producía los Libros Sagrados.
Pero si los griegos han podido crear la política, la democracia, la filoso*
fía* es también jorque no tenían ni Libro Sagrado, ni Profetas. Tenían
poetas, filósofos, legisladores y politeti.
La política tal y como ha sido creada por los griegos ha comportado
la puesta en tela de juicio explícita de .la institución establecida de la
sociedad -lo que presuponía, y esto se ve claramente afirmado en el
siglo y, que al menos grandes partes de esta institución no tenían nada
dç? “sagrado”, ni de “natural”, pero sustituyeron al nomos-. El movi-'
miento democrático se acerca a lo que he denominado el poder explí­
cito y tiende a reinstituirlo. Gomo se sabe, lo intenta (no llega a pías*
marse verdaderamente), en la mitad de las poleis. Ello no impide que se
desarrolle en todas las poleis, yaque también los regímenes oligárquicos
o tiránicos debían, ante él, definirse como tales, aparecer tal y como
eran. Pero no se limita a esto, pretende potencialmente la re-institu­
ción global de la sociedad y esto se actualiza mediante la creación de la
filosofía. Ya no se hacen más comentarios o interpretaciones de textos
tradicionales o sagrados, eí pensamiento griego es ipso facto cuestiona­
do; por la dimensión más importante de la institución de la sociedad;
las representaciones y las normas de la tribu, y por la noción misma de
verdad. Existe, siempre y en todas partes, “verdad” socialmente insti­
tuida, equivalente a la conformidad canónica de las representaciones y
de los enunciados con lo que es socialmente instituido como el equiva­
lente de “axiomas” y de “procedimientos de verificación”. Es preferible
denominarla simplemente corrección (Richtigkeit) . Pero los griegos crean;
la verdad como movimiento interminable del pensamiento, poniendo
constantemente a prueba sus límites y volviendo sobre sí mismo
(reflex ivi dad) y la crean como filosofía democrática: pensar no es la
ocupación de los rabinos, los curas, etc., sino de los ciudadanos que
quieren discutir en un espacio público creado por este mismo movi­
miento. •
Tanto la política griega como la política katá ton orthon logon pue­
den ser definidas como la actividad colectiva explícita queriendo ser
lúcida (reflexiva y deliberativa), dándose comò objeto la institución

100 .Gx) rnku.u$ G astoriaiiis


de la sociedad como ta l. Así pues, supone una puesta al día, ciertamen­
te parcial» del instituyeme en persona (dramáticamente, pero no de
una manera exclusiva, ilustrada por los momentos de revolución)22. La
creación de la política tiene lugar debido a que la institución dadasde
la sociedad es puesta en duda como tal y en sus diferentes aspectos y
dimensiones (lo que permite descubrir rápidamente, explicitar, pero
también articular de una manera distinta la solidaridad), a partir de que
una relación otra, inédita hasta entonces, se crea entre el instituyetite y
el instituido23.
La política se sitúa pues de golpe, potencial mente, a un nivel a la
vez radical y global, así como su vastago, la “filosofía política” clásica.
Hemos dicho potencialmente ya que, como se sabe, muchas institucio-
nes explícitas, y entre ellas, algunas que nos chocan particularmente
(la esclavitud, el estatuto de la mujeres), en la práctica nunca fueron
cuestionadas. Pero esta consideración no es pertinente. La creación de
la democracia y de la filosofía es la creación del movimiento histórico en
su origen, movimiento que se da desde el siglo vin al siglo V, y que se
acaba de hecho con el descalabro del 404.
La radicalidad de este movimiento no será menospreciada. Sin ha­
blar de la actividad de los nomotetas, sobre la cual tenemos pocos da­
tos fiables (pero sobre la cual muchas deducciones razonables, espe­
cialmente acerca de las colonias que empiezan a partir del siglo vm,
quedan por formular), basta con aludir a la audacia de la revolución
clisteniana, que reorganizó profundamente la sociedad ateniense tra­
dicional en vistas a una participación igualitaria y equilibrada de todos
en el poder político. Las discusiones y los proyectos políticos de los
siglos vi y v lo testimonian (Solón, Hipodamos, sofistas, Demócríto,
Tucídides, Aristófanes, etc.), muestran claramente esta radicalidad. La
institución de la sociedad es considerada como obra humana (Demó-
crito, Mi/cros Diakosmos en la transmisión de Tzetzés). Al mismo tiem­
po los griegos supieron muy pronto que el ser humano será aquello que
hagan los nomoi de la polis (daramepte formulado por Simónides, la
idea fue todavía respetada en varias¡ peatones comOíuna evidencia*por
Aristóteles). Sabían, pues, que no existe1ser humanó que válga sin una
polis que valga, que sea regida por el nomos apropiado. Sabían también,
contrariamente a Léo Strauss, que no hay nomos “natural” (lo que en
griego sería una asociación de términos contradictorios). Es el descu-

El m u n d o frag m entad o 10$


brímiento de lo “arbitrario” del nomos al mismo tiempo que su dimen­
sión constitutiva para el ser humano, individual y colectivo, lo que
abre la discusión interminable sobre lo justo y lo injusto y sobre el
“ buen régimen” 2L
Es.esta radicalidad y esta conciencia de la fabricación del individuo
por la sociedad en la cual vive, lo que encontramos detrás de las obras
filosóficas de la decadencia -del siglo IV, de Platón y de Aristóteles-;
las dirige como una Seibswerstandlichkeit -y las alimenta-. E s is ta la
que permite pensar a Platón én una utopía radical y la que lleva a
Aristóteles a hacer hincapié en la paideiatanto o más que en lá “cons­
titución política” en su séntido estricto. No es de ninguna manera ca­
sualidad que el renacimiento de la vida política en Europa Occidental
vaya unido, con. relativa rapidez, a la reaparición de “utopías” radica-,
les. Estas utopías prueban, de entrada y antes que nada, esta concien­
cia: la institución es obra humana. No es por casualidad que, contra­
riamente a là indigencia que se observa en el seno de la “filosofía
política” contemporánea, la gran filosofía política, desde Platón hasta
Rousseau, haya puesto la paideia en el centro de su reflexión. Esta gran
tradición -aunque en la práctica la cuestión de la educación haya pre­
ocupado siempre a los modernos- muere prácticamente con la Revolu­
ción Francesa. Y hay que ser beato e hipócrita a la vez, para poner mala
cara y sorprenderse de que Platón haya pensado en despreciar las nomoi
musicales y poéticas (el Estado decreta actualmente qué poemas tie­
nen que aprender los niños en la escuela); que él haya tenido razón o
no en hacerlo como lo hizo y hasta el grado en que quiso hacerlo, es otro
asunto. Y ya volveremos a ello.
La creación por los griegos de la política y la filosofía es la primera
aparición histórica del proyecto de autonomía colectiva e individual.
Si queremos ser libres, debemos hacer nuestro nomos. Si queremos ser
libres, nadie debe poder decirnos lo que debemos pensar.
Pero ¿de qué manera y hasta dónde queremos ser libres? Estas^son las
preguntas qüe aborda la verdadera política -cada vez más remotas en
los discursos contemporáneos sobre “la política”, los “derechos del hom­
bre” o el “derecho natural”—que debemos abordar ahora.
Casi siempre y en todas partes las sociedades han vivido en la
heteronomía instituida25. En esta situación, la representación instituida
de una fuente extrasocial del nomos constituye una parte integrante. El

102 C ornelius C astoriadis


rol de la religión es, a este respecto, central: fortalece la representación
de esta fuente y sus atributos, asegura que todas las significaciones -tanto
del mundo como de las cosas humanas- gocen del mismo origen, ci­
mienta esta seguridad en la creencia de que versa sobre componentes
esenciales del psiquismo humano. Dicho sea de paso: la tendencia ac-
tual de la que Max Weber es en parte responsable- de presentar la
religión como un conjunto de “ideas”, casi como una “ideología reli­
giosa”, conduce a resultados catastróficos, pues ignora las significacio­
nes imaginarias religiosas, tan importantes y variables como las “repre­
sentaciones” que son el efecto y el empuje religioso.
La negación de la dimensión instituyente de la sociedad, el recubri­
miento del imaginario instituyente por el imaginario instituido va uni­
do a la creación de individuos absolutamente conformados, que se vi­
ven y se piensan en la repetición (sea lo que sea aquello que puedan
hacer al margen -y hacen muy poco-), pues la imaginación radical
campa a sus anchas en tanto que puede hacer lo que quiere y mientras
no se trate verdaderamente de individuos (compárese la similitud de
esculturas de una misma dinastía egipcia con la diferencia entre Safo y
Arquíloque o Bach y Haendel). Ello va unido también con la cerrazón
anticipada de toda pregunta sobre el fundamento último de las creen­
cias de lá tribu y de sus leyes, así como sobre la “legitimidad” del poder
explícito instituido. En este sentido, el termino mismo de “legitimi­
dad” de la dominación aplicado a las sociedades tradicionales, resulta
anacrónico (y euro-céntrico o sino-céntrico). La tradición significa que
¡a cuestión de la legitimidad de la tradición no será planteada. Los indivi­
duos son fabricados de suerte que esta pregunta resulte para sí mismos
mental y psíquicamente imposible.
La autonomía surge, como germen, desde que la pregunta explícita
e ilimitada estalla, haciendo hincapié no sobre los “hechos” sino sobre
las significaciones imaginarias sociales y su fundamento posible. Mo­
mento de la creación que inaugura no sólo otro tipo de sociedad sino
también otro tipo de individuos. Y digo bien germen, pues la autono­
mía, ya sea social o individual, es un proyecto. La aparición de la pre­
gunta ilimitada crea un eidos histórico nuevo -la reflexión en un senti­
do riguroso y amplio o aucorreflexividad, así como el individuo que la
encarna y las instituciones donde se instrumentaliza- Lo que se pre­
gunta, en el terreno social, es: ¿son buenas nuestras leyes? ¿Son justas?

El mundo fragmentado 103


¿Qué leyes debemos hacer? Y en un plano individual; ¿es verdad lo que
pienso? ¿Cómo puedo saber si es verdad en el caso de que lo sea? El
momento del nacimiento de la filosofía no es el de la aparición de la
“pregunta por el ser”, sino el de la aparición de la pregunta; ¿qué debe­
mos pensar? (La “pregunta por el ser” no constituye más que un mo-
mentó; por otra parte, es planteada y resuelta a la vez en el Pentateuco,
así como en la mayor parte de los libros sagrados.) El momento del
nacimiento de la democracia y de la política no es el reino de la ley o
del derecho, ni el de los “derechos del hombre”, ni siquiera el de la
igualdad como tal de los ciudadanos: sino el de la aparición en el hacer
efectivo de la colectividad en su puesta en teta de juicio de la ley. ¿Qué
leyes debemos hacer? Es en este momento cuando nace la política y la
libertad como social-históricamente efectiva. Nacimiento indisociable
del de la filosofía (la ignorancia sistemática y de ningún modo acci­
dental de esta indisociación es lo que falsea constantemente la mirada
de Heidegger sobre los griegos así como sobre el resto).
Autonomía: auto-nomos (darse) uno mismo sus leyes. Precisión ape­
nas necesaria después de lo que hemos dicho sobre la heteronomía.
Aparición de un eidos nuevo en la historia del ser: un tipo de ser que se
da a sí mismo, reflexivamente, sus leyes de ser.
Esta autonomía no tiene nada que ver con la "autonomía” kantiana
por múltiples razones; basta aquí con mencionar una: no se trata, para
ella, de descubrir en una Razón inmutable una ley que se dará de una
vez por todas -sino de interrogarse sobre la ley y sus fundamentos, y no
quedarse fascinado por esta interrogación, sino hacer e instituir (así pues,
decir)-. La autonomía es el actuar reflexivo de una razón que se crea en
un movimiento sin fin, de una manera a la vez individual y social.
Llegamos a la política propiamente dicha y empezamos por el protéron
Jyros hémas, para facilitar la comprensión: el individuo. ¿En qué sentido
un individuo puede ser autónomo? Esta pregunta tiene dos aspectos:
interno y extremo.
El aspecto interno: en el núcleo del individuo se encuentra una psi­
que (inconsciente, pulsional) que no se trata ni de eliminar ni de do­
mesticar; ello no sería simplemente imposible, de hecho supondría matar
al ser humano. Y el individuo en cada momento lleva consigo, en sí,
una historia que no puede ni debe “eliminar”, ya que su reflexividad
ipisina, su lucidez, son, de algún modo, el producto. La autonomía deí

ííj04 C ornelius C astoriadis


individuo consiste precisamente en que establece otra relación entre
la instancia reflexiva y las demás instancias psíquicas, así como entre
su presente y la historia mediante la cual él se hace tal como es, permí­
tele escapar de la servidumbre de la repetición, de volver sobre sí mis­
mo, de las razones de su pensamiento y de los motivos de sus actos,
guiado por la intención de la verdad y la elucidación de su deseo. Que
esta autonomía pueda efectivamente alterar el comportamiento del
individuo (como sabemos que lo puede hacer), quiere decir que éste ha
dejado de ser puro producto de su psique, de su historia, y de la institu­
ción que lo ha formado. Dicho de otro modo, la formación de una
instancia reflexiva y deliberante, de la verdadera subjetividad, libera la
imaginación radical del ser humano singular como fuente de creación
y de alteración y le permite alcanzar una libertad efectiva, que presu­
pone ciertamente la indeterminación del mundo psíquico y la permeabi­
lidad en Su seno, pero conlleva también el hecho de que el sentido
simplemente dado deja de ser planteado (lo cual sucede siempre cuan­
do se trata del mundo social-histórico), y existe elección del sentido no
dictado con anterioridad. Dicho de otra manera una ve2 más, en el
despliegue y la formación de este sentido, sea cual sea la fuente (imagi­
nación radical creadora del ser singular o recepción de un sentido so­
cialmente creado), la instancia reflexiva, una vez constituida, juega un
rol activo y no predeterminado26. A su alrededor, esto presupone tam­
bién un mecanismo psíquico: ser autónomo implica que se le ha inves­
tido psíquicamente la libertad y la pretensión de verdad27. Si ése no fuera
el caso, no se comprendería por qué Kant se esfuerza en las Críticas, en
lugar de divertirse con otra cosa. Y esta investidura psíquica - “deter­
minación empírica”- no quita la eventual validez de las ideas conteni­
das en las Críticas ni la merecida admiración que nos produce el audaz
anciano, ni al valor moral de su empresa. Porque desatiende todas estas
consideraciones, la libertad de la filosofía heredada permanece como
ficción, fantasma sin cuerpo, constructum sin interés “para nosotros,
hombres distintos”, según la expresión obsesivamente repetida por el
mismo Kant.
El aspecto extremo nos sumerge de Heno en medio del océano so-
qial-histórico. Yo no puedo ser libre solo, ni en cualquier sociedad (ilu­
sión de Descartes, que pretendió olvidar que él estaba sentado sobre
veintidós siglos de preguntas y de dudas, que vivía en una sociedad

El munix ") fragmentado 105


donde, desde hacía siglos, la Revelación como fe del carbonero dejó de
funcionar, la "demostración” de la existencia de Dios se convirtió en
exigible para todos aquellos que, incluso los creyentes, penaban). No se
trata de la ausencia de coacción formal (“opresión” ), sino de la
ineliminable interiorización de la institución social sin la cual no hay
individuo. Para investir la libertad y la verdad, es necesario que éstas
hayan ya aparecido como significaciones imaginarias sociales. Para que
los individuos pretendan que surja la autonomía, es preciso que el campo
sociahhistórico ya se haya auto-alterado de manera que permita abrir
un espacio de interrogación sin límites (sin Revelación instituida, por
ejemplo). Para que alguien pueda encontrar en sí mismo los recursos
psíquicos y en su entorno los medios para levantarse y decir: nuestras
leyes son injustas, nuestros dioses son falsos, es necesaria una auto­
alteración de la institución social, obra del imaginario instituyente
(él enunciado “ la Ley es in ju sta”, para un hebreo clásico es
lingüísticamente imposible, o por lo menos absurda, ya que la Ley ha
sido dada por Dios y la justicia es un atributo de Dios y solamente de
él). Es necesario que la institución sea de tal modo que pueda permi­
tir su puesta en tela de juicio por la colectividad que ella hace ser y
por los individuos que a ella pertenecen, Pero la encarnación concre­
ta de la institución es esta serie de individuos que caminan, hablan, y
se mueven. Se trata, pues, de un mismo hecho, en cuanto a la esen­
cia, lo que debía surgir y surgió en Grecia a partir del siglo vni, y en
Europa Occidental a partir de los siglos Xü y xui, un nuevo tipo de
sociedad y un nuevo tipo de individuos que se implican recíproca­
mente. No hay falange sin hoplitas, y sin hoplitas no hay falange. No
hay, desde el 700, Arquíloque que pueda vanagloriarse de que ha-
biéndo tirado su escudo para darse a la fuga, ello no le acarreare per­
juicio alguno (siempre podría comprar otro), ya que al no existir una
sociedad dé guerreros-ciudadanos a la que dar cuenta, le permitió
cantar al valor y, al mismo tiempo, como poeta, hacer burla ello.
La necesaria simultaneidad de estos dos elementos en un momento
de alteración histórica crea uña situación impensable para la lógica
heredada de la determinación. ¿Cómo formar una sociedad libre &i
no és a partir de individuos libres? ¿Dónde encontrar estos individuos
si no han sido ya criados en la libertad? (¿Se tratará acaso de la liber­
tad inherente a la naturaleza humana? ¿Por qué entonces ésta estuvo

C ornelius C astor iadis


oculta durante milenios de despotismo, oriental o de cualquier otro
tipo?) Hilo nos remite al trabajo creador del imaginario instituyente
como imaginario radical depositado en el colectivo anónimo-
: La interiorización íneliminable de la institución remite pues al in­
dividuo al mundo social. A quien dice querer ser libre y no tener nada
que ver con la institución (o, lo que es lo mismo, con la política) se les
debe volver a enviar a la escuela primaria. Pero ese mismo remitirse a
se hace a partir del sentido mismo del nomos, de la ley: poner la propia
ley para sí mismo no puede tener un sentido más que para algunas
dimensiones de la vida, y ninguno para otras, no solamente éstas don­
de se encuentra a los otros (con los que nos podemos entender, pelear o
simplemente intentar ignorarnos), sino sobre todo ésas donde encuen­
tro la sociedad como tal, la ley social-institución.
¿Puedo decir que pongo mi ley -ya que vivo necesariamente bajo la
ley de la sociedad-? Sí, sólo en un caso: si puedo decir, reflexiva y
lúcidamente que esta ley es también la mía. Para que pueda decir ésto no
es necesario que la apruebe: basta con que haya tenido la posibilidad
efectiva de participar activamente en la formación y el funcionamien­
to de la ley28. La posibilidad de participar: si acepto la idea de autono­
mía como tal (no sólo porque resulte “buena para mí”), es porque evi­
dentemente ninguna “demostración” puede obligar a poner en
consonancia mis palabras y mis actos, la pluralidad indefinida de indi­
viduos pertenece a la sociedad conduciendo incluso a la democracia
como posibilidad efectiva de participación igualitaria de todos en las
actividades instituyentes del poder explícito (es inútil extenderse aquí
sobre la necesaria implicación recíproca de igualdad y libertad, una vez
que las dos ideas han sido pensadas con rigor, y evidenciados los sofismas
mediante los cuales, desde hace mucho tiempo, se ha intentado con­
vertirlas en términos antitéticos).
Así pues, hemos vuelto a nuestro punto de partida, pues el “poder”
fundamental en una sociedad, el poder primero del que dependen to­
dos los otros, lo que hemos denominado anteriormente el infra-poder,
es el poder instituyente. Y si se deja de estar fascinado por “Constitucio­
nes” éste no es ni localizable, ni formalizable, pues pone de relieve el
imaginario instituyente. La lengua, la “familia”, las costumbres, las
“ideas”, un montón innombrable de otras cosas y su evolución escapan
en lo esencial a la legislación. Por lo demás, en tanto que este poder es

El. MUNDO FRAGMENTADO 107


participable, todos participan. Todos son “actores” de la evolución de
la lengua, de la familia, de las costumbres, etcétera.
¿Cuál ha sido pues la radicalidad de la creación de la política de los
griegos? Ha consistido en que: a) una parte del poder instituyeme ha
sido explicitada y formalizada (concretamente, la que concierne a la
legislación en sentido estricto, público - “constitucional”- así como
privado), b) las instituciones han sido creadas para convertir la parte
explícita de poder (comprendido el "poder político” en el sentido defi-
nido con anterioridad) participable, de ahí la participación igualitaria
de todos los miembros del cuerpo político en la determinación del
nomos, la diké y del telos, de la legislación, de la jurisdicción del gobier­
no (no existe, hablando con rigor, “poder ejecutivo”: las tareas enco­
mendadas a los esclavos en Atenas son realizadas actualmente por hom­
bres frenéticos, animales vociferar tes en espera de que el ser advenga a
través de las máquinas).
Pues, planteada así la cuestión, la política ha acaparado, por lo me­
nos en derecho, a lo político en el sentido definido con anterioridad.
La estructura y el ejercicio del poder explícito se han convertido, en
principio y en hecho, tanto en Atenas como en el Occidente euro­
peo, en objeto de deliberación y de decisión colectiva (de la colecti­
vidad cada Vez autO'puesta y, en hecho y en derecho, siempre necesa­
riamente aiito-puesta) . Pero también, y mucho más importante, la
puesta en tela de juicio de la institución iri toto se ha convertido po­
tencialmente en radical e ilimitada. La transformación por Clístines
del reparto tradicional de las tribus atenienses pertenece quizás a la
historia antigua. Pero nosotros se supone que vivimos en una repú­
blica; necesitaremos, pues, probablemente una “educación republi­
cana”. ¿Dónde empieza y dónde acaba la “educación" -sea o no repu­
blicana-? Los movimientos emancipadores modernos, especialmente
el movimiento obrero, pero también el movimiento de mujeres, han
planteado la pregunta: ¿puede haber democracia, puede haber igual
posibilidad efectiva para todos los que quieren participar en el poder
en una sociedad donde existe y se reconstituye constantemente una
enorme desigualdad del poder económico, inmediatamente traduci­
ble en poder político, o bien en una sociedad que aun habiendo pro­
mulgado hace unos decenios los “derechos políticos” de las mujeres,
continúa en la práctica tratándolas como “ciudadanos jüasivos”? ¿Las

T©8 . C ornelius C astoriadis


leyes de la propiedad (privada o de “Estado”) han caído del cielo? ¿En
qué Sinaí han sido recogidas?
• La política es proyecto de autonomía: actividad colectiva reflexión
hada y lúcida tendiendo a la institución global de la sociedad como tal.
Para decirlo en otros términos, concierne a todo lo que, en la sociedad,
es participable y compartible 29. Pues esta actividad auto-instituyeme
.aparece así como no conociendo, y no reconociendo, de jure, ningún
límite (prescindiendo de las leyes naturales y biológicas). ¿Puede y debe
j)ermanecer así?
La respuesta es negativa, tanto ontològicamente -por encima de la
pregunta quid juris- , como políticamente -en prueba de esta pregunta-.
El punto de vista ontològico conduce a las reflexiones más pesadas y
menos pertinentes a propósito de la cuestión política. De todas formas
la auto-institución explícita de la sociedad reencontrará siempre los
límites a los que hemos aludido anteriormente. Toda institución, por
más lúcida, reflexiva y deseada que sea surge del imaginario instfluyente,
que no es ni formalizable ni localizable. Toda institución, así como la
revolución más radical que se pueda concebir, sucede siempre en una
historia ya dada e incluso por más que tenga el proyecto alocado de
hacer tabla rasa total, se encontraría que debería utilizar los objetos de
la tabla para hacerla rasa. El presente transforma siempre el pasado
enpasado'presente, es decir el ahora adecuado no será más que la “re-
interpretación” constante a partir de lo que se está creando, pensando,
poniendo -pero es este pasado, no cualquier pasado, el que el presente
modela a partir de su imaginario-. Toda sociedad debe proyectarse en
un porvenir que es esencialmente incierto y aleatorio. Toda sociedad
deberá socializar la psique de los seres que la componen, y la naturaleza
de esta psique impone tanto a los modos como al contenido de esta
socialización de fuerzas tan inciertas como decisivas.
Consideraciones muy pesadas y sin pertinencia política. Son pro­
fundamente análogas -y ello no se debe a un accidente- a las que, en
mi vida personal, muestran que yo me hago en una historia que siem­
pre me ha hecho ya, que mis proyectos más arduamente reflexionados
pueden ser destruidos en un instante por lo que ocurre, que, viviendo,
soy siempre para mí mismo una de las más poderosas fuentes de sorpre­
sa y un enigma incomparable (pues me es muy cercano), que con mi
imaginación, mis afectos, mis deseos me puedo entender pero no pue­

El. MUNDO FRAGMENTAIS 109


do ni debo dominarlos, Debo dominar mis actos y mis palabras, lo cual
es algo muy distinto. Y, del mismo modo que estas consideraciones no
me dicen nada sustancial respecto de lo que debo hacer -ya que puedo
hacer todo lo que puedo hacer, pero no debo hacer cualquier cosa, y
sobre lo que debo hacer, la estructura ontológica de mi temporalidad
personal, por ejemplo, no me brinda ninguna ayuda-, a la vez, los lími­
tes ciertos e indefinibles que la naturaleza misma de lo social-histórico
pone a la posibilidad de que una sociedad pueda establecer otra rela­
ción entre lo instituyente y lo instituido, no aporta nada sobre eso que
debemos querer como institución efectiva de la sociedad donde vivi­
mos, Del hecho de que, por ejemplo, “el muerto se agarre al vivo”,
como cuenta Marx, no puedo deducir ninguna política. El vivo no
estaría vivo si no estuviera agarrado por el muerto -pero tampoco lo
sería si lo estuviera totalmente-, ¿Qué puedo concluir respecto de la
relación que una sociedad debe querer establecer, puesto que esto de­
pende de ella, con su pasado? No puedo decir que una política que
quisiera ignorar totalmente o exiliar la muerte, porque ella es contraria
a la naturaleza de las cosas, estaría “abocada” al fracaso o “enloqueci­
da”: estaría en la ilusión total en cuanto a su objetivo establecido, no
sería por lo tanto nula. Estar loco no me impide existir: el totalitarismo
ha existido, existe, bajo nuestra mirada intenta siempre reformar el
“pasado” en función del “presente” (digamos, de pasada, que ha hecho
a ultranza, sistemática y violentamente, lo que de otra manera todo el
mundo hace tranquilamente, es la tarea cotidiana de periodistas, his­
toriadores y filósofos). Y decir que el totalitarismo no puede tener éxi­
to porque es contrario a la naturaleza de las cosas (lo cual no puede
querer decir otra cosa: “naturaleza humana”) es una vez más mezclar
los niveles y poner como necesidad esencial lo que es un puro hecho:
Hitler ha sido vencido, el comunismo no consigue, por el momento,
dominar el planeta. Es todo. De puros hechos, y las explicaciones par­
ciales que se podrían dar provienen también del orden de los puros
hechos, no se deduce ninguna necesidad trascendente, ningún “senti­
do de la historia”.
Sucede de otro modo si se adopta un punto de vista político, en
prueba de la admisión que no sabemos definir los límites principales
(no triviales) de la auto-institución explícita de la sociedad. Si la polí­
tica es proyecto de autonomía individual y social (dos caras de lo mis-

¿11Ó C ornelius C astoriaids


;mó), se derivan buenas y abundantes consecuencias sustantivas. En
efecto, el proyecto de autonomía debe ser puesto (“aceptado”, “postu­
lado”). La idea de autonomía no puede ser fundada ni demostrada,
toda fundación o demostración la presupone (ninguna “fundación” de
la reflexión sin presuposición de la reflexividad). Una vez puesta pue­
de ser razonablemente argumentada a partir de sus implicaciones y sus
consecuencias. Pero puede también y, sobre todo, debe ser explicitada.
Sé derivan entonces consecuencias sustantivas, que dan un contenido,
ciertamente parcial, a una política de la autonomía, pero le imponen
también limitaciones. En efecto, se requiere, en esta perspectiva, abrir
lovmás posible la vía a la manifestación dél instituyente - y además in-
trbducir el máximo posible de reflexividad en la actividad instituyente
explícita, así como en el ejercicio del poder explícito- Pues, no hay
que olvidarlo, el instituyente como raí, y sus obras, no sori ni “buenas”
ni “malas” -o más bien, pueden ser, desde el punto de vista de la
reflexividad, el uno o el otro hasta el grado más extremo (así como la
imaginación del ser humano singular)-. Resulta entonces impondera­
ble^formar instituciones convirtiendo esta reflexividad colectiva efec­
tivamente posible e instrumentándola concretamente (las consecuen­
cias de esto son innombrables), así como dar a todos los individuos la
posibilidad efectiva máxima de participación en todo poder explícito
y en la esfera más extensa posible de vida individual autónoma. Sí se
tiene en cuenta que la institución de la sociedad no existe más que por
el hecho de estar incorporada en los individuos sociales, se puede en­
tonces, evidentemente, justificar (fundar, si se quiere) a partir del pro­
yecto de autonomía los “derechos del hombre”, y mucho más; se puede
también y sobre todo, dejando de lado las frivolidades de la filosofía
política contemporánea y teniendo en cuenta a Aristóteles -la ley tiende
a la “creación de la virtud total” mediante prescripciones peri paideian
tén pros to koinon, relativas a la paideia orientada hacia la res públi­
ca50- comprender que la paideia, la educación -que comprende desde
el nacimiento hasta la muerte- es una dimensión central de toda polí­
tica de la autonomía, y reformular, corrigiéndolo, el problema de
Rousseau: “Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja
de toda la fuerza común a la persona y los bienes de cada asociado, y
por la cual cada uno uniéndose a todos no obedezca por lo tanto más
que a sí mismo y permanezca tan libre como antes”31. Inútil comentar

E l MUNIX) FRAGMENTA 1X3 111


la fórmula de Rousseau y su pesada dependencia de una metafisica del
individuo-sustancia y de sus “propiedades“. Pero veamos la verdadera
formulación:
Crear las instituciones que, interiorizadas por los individuos, facili­
ten lo más posible el acceso a su autonomía individual y su posibilidad
de participación efectiva en todo poder explícito existente en la
sociedad.
La formulación no resultará paradójica más que a los poseedores de
la concepción de la libertad-fulguración, de un para sí ficticio desliga­
do de todo, incluso de su propia historia.
Resulta también-es una tautología-que la autonomía es, ipso facto,
autolimitación. Toda limitación de la democracia no puede ser, tanto de
hecho como de derecho, otra cosa que autolim itación 32. Esta
autolimitación puede ser mucho más que simple exhortación, en el
caso de que se encarne en la creación de individuos libres y responsa­
bles. Para la democracia no hay más que una “garantía” relativa y con­
tingente. La menos contingente de todas se encuentra en la paideia de
los ciudadanos, en la formación (siempre social) de individuos que han
interiorizado a la vez la necesidad de la ley y la posibilidad de ponerla
en tela de juicio, la interrogación, la reflexividad y la capacidad de
deliberar la libertad y la responsabilidad.
La autonomía es pues el proyecto -y ahora nos situamos sobre un
plano a la vez ontològico y político- que tiende, en un sentido amplio,
a la puesta al día del poder instituyente y su explicación reflexiva (que
no puede nunca ser más que parcial); y en un. sentido más estricto, la
reabsorción de lo político, como poder explícito, en la política, activi­
dad lucida y deliberante que tiene como objeto la institución explícita
de la sociedad (así como de todo poder explícito) y su función como
nomos, diké, télos -legislación, jurisdicción, gobierno- hacia fines co­
munes y obras públicas que la sociedad se haya propuesto deliberada­
mente.

Burgos, marzo 1978


París, noviembre 1987

1:12 C ornelius C astoriadis


N o ta s

Publicado en Revue de métaphysique et de morale, 1988, N ° 1.

f G. Çastorîadis, “Marxismo y teoría revolucionaria”, Socialismo o barbarie, Nos. 36-


40, abril, 1964-junio, 1965, retomado posteriormente como primera parte de La
institución imaginaria de la sociedad. Citado más adelante como Castoriadis 1964'
65 (1975), para la primera parte y Castoriadis 1975 para la segunda; véase p.
153-147, 184-218 y la segunda parte, passim.
I C. Castoriadis, 1975, cap. Vi.
* C. Castoriadis, “L’état du sujet aujourd’hui”, Tropique N ° 38 ( 1986), p. 13 y ss.;
citado en adelante como Castoriadis, 1986. (Traducción castellana incluida en
El psicoanálisis. Proyecto y elucidación, Ed. Nueva Visión, Bs. As., 1992.)
4 C. Castoriadis, 1975, cap. VI y passim; también “Institution de la société et
religion”, Espirit, mayo, 1982 e incluido en Los dominios del hombre. Las encruci-
jadas del laberinto; citado en adelante como Castoriadis, 1982 (1986).
5 C. Castoriadis, 1964-65 (1975), cap. IV.
6 C. Castoriadis, 1964-65 (1975), pp. 148-151 ; Castoriadis, 1982 (1986).
7 C. Castoriadis, 1964-65 (1975), pp. 208-211 ; Castoriadis, 1975, cap. V.
« Ibid.
9 C. Castoriadis, “Epilégomenes à une théorie de l’âme...", L’inconscient, N° 8,
octubre 1968, retomado en Les carrefours du labyrinthe, París, Ed. du Seuil, 1978;
citado en adelante como Castoriadis 1968 (1978); véase pp, 59-64 y Castoriadis
1975, pp. 420-431. (Incluido en El psicoanálisis. Proyecto y elucidación).
10 C. Castoriadis, 1964-65 (1975), p. 154 y 1975, pp. 493-498.
II C. Castoriadis, 1968 (1978), p. 64.
12 C. Castoriadis, 1975, pp. 256-259 y 279-296.
11 C. Castoriadis, 1964-65 (1975), pp. 182-184,196,201-202, 207; 1975, pp. 484-
85; (1986), passim.
14 C. Castoriadis, 1975, cap. V; también, “Alcance ontològico de la historia de la
ciencia" en Los dominios del hombre, op. efe.; citado en adelante como Castoriadis
1985 (1986).
15 C. Castoriadis, “Notations sur le racisme”, Connexions, N ° 48, 1986, pp. 107-
118.
16 C. Castoriadis, 1975, passim.
17 C. Castoriadis, 1975, p. 416.
IN Sobre el término véase Castoriadis, 1975, pp. 495-496, e “Institution première

El. MUNIXI IR ACM ENTAIXT 11 3


de la société et institutions secondes", en Y a-t-il une théorie de l'institution?,
publicado por el Centre d’Étude de la Famille, 1985, pp. 105-122.
M. I. Fin ley, Sur /’histoire ancienne, Paris. La Découverte, 1987, cap. 6. " Max
Weber et la cité greque", pp. 154-175 y 179-182. Véase también C. Castoriadis,
“ La polis griega y la creación de la democracia”, Gradúate Faculty Fhilosophy
Journal, New School for Social Research, New York, 1983, vol. IX, N ° 2,
retomado en Los dominios del hombre, op. cit., Gedisa, Barcelona 1988, citado
en adelante Castoriadis 1983 (1986)*, pp. 290-292.
C. Castoriadis, 1964-65 (1975), pp. 159-230; Castoriadis, 1975, passim.
La traductora de Politics in the Ancien World de M. I. Finley tiene toda la razón al
no ceder a una moda fácil, dándole como título francés L'invention de la politique,
París, Flammarion, 1985.
C. Castoriadis, 1964-65 (1975), p. 154.
C. Castoriadis, 1964-65 (1975), pp. 130-157. También, “Introduccióngeneral"
en La société bureaucratique, París, 1973, 10/18 (edición española La sociedad
burocrática, Tusquets, Barcelona, 1978) pp. 51-61, y 1975, pp. 295-296 y 496-
498,
C. Castoriadis, “Valeur, égalité, justice, politique: de Marx à Aristote y d’ Aristote
à nous", Textures, Nos. 12-13, 1975; retomado en Les Carrefours du labyrinthe,
op. cit. pp. 268-316.
C. Castoriadis, 1964-65 (1975), pp. 148-151 y los textos citados, p. 62.
C. Castoriadis, 1964-65 (1975), pp. 138-146; 1986, pp. 24-39.
C. Castoriadis, 1968 (1978), pp. 60-64,
El discurso de las Leyes, en el Critdn -que tengo por una simple transcripción,
ciertamente admirable, de los Topoi y del pensamiento democrático de los
atenienses- dice todo lo que puede decirse al respecto; é peithein é porcin a an
kéleui (51-b) o bien lo persuade (la patria, la colectividad que pone las leyes) o
bien hacer lo que ella ordena. Las leyes añaden: tú siempre eres libre de partir,
con todo lo que posees, (51 d-e), lo que, en rigor no resulta cierto en ningún
Estado “democrático moderno".
Véase el texto citado en la nota de p. 63.
Ética a Nicomaco. E, 4, 1130 b 4-5, 25-26.
El contrato social, Libro l, cap. VI.
C. Castoriadis, “La lógica de los magmas y la cuestión de la autonomía", en Los
dominios del hombre, op. cit., pp. 417-418; también 1983 (1986), pp. 296-303.

14 C o r n e l iu s C astoriadis
P sicoanálisis y política*

... Quienes han escrito sobre las relaciones entre psicoanálisis y polfti-
, lca se han concentrado, en su mayoría, de manera unilateral en
. formulaciones aisladas de Freud o en sus escritos de excursión e incur-
t sión en los ámbitos de la filosofía de la sociedad y de la historia (¡El
malestar en la cultura, El porvenir de una ilusión, Moisés), De éstos, casi
siempre se han extraído conclusiones “pesimistas" y hasta “reacciona­
rias” sobre las implicaciones del psicoanálisis respecto de los proyectos
de transformación social y política. Los psicoanalistas mismos, por cuan­
to -rara vez- expresaron una opinión sobre estas cuestiones, han mos­
trado una perezosa y sospechosa prisa en conformarse con estas “con­
clusiones". Para ello, había que desechar o hacer silencio sobre otras
obras (por ejemplo, Tótem y tabú) y otras formulaciones de Freud sobre
las que he llamado la atención en otro lugar1. Pero también, lo que es
mucho más grave, al hacer esto se han ocultado cuestiones de sustan­
cia fundamentales, mucho más importantes que las “opiniones” de
Freud. ¿Cuál es la significación del psicoanálisis mismo, como teoría y
como práctica? ¿Cuáles son sus implicaciones, las que, por cierto, no
han sido exploradas por Freud en su totalidad? ¿Acaso nada tienen que
ver con el movimiento de emancipación de Occidente? ¿El esfuerzo
por conocer el inconsciente y transformar el sujeto no tiene acaso nin­
guna relación con la cuestión de la libertad, y con los problemas de la
filosofía? ¿Hubiera sido posible el psicoanálisis fuera de las condicionéis
sociohistóricas que se dieron en Europa? ¿El conocimiento del incons­
ciente nada puede enseñarnos en relación con la socialización de los
individuos, y, por ende, con las instituciones sociales? ¿Por qué la pers­
pectiva práctica que es la del psicoanálisis en el campo individual esta­
ría automáticamente tachada de nulidad al pasar al campo colectivo?
Es preciso constatar que estas preguntas sólo se plantean rara, vez., y
nunca de manera satisfactoria. Resumo y extiendo en las líneas qqc
siguen las conclusiones de un trabajo de veinticinco años2, ;
Voy a empezar con una frase de Freud que considero profundamente

El mundo fragmenta£>o ;
cierta. En dos ocasiones, Freud declaró que el psicoanálisis, la pedago-
gía y la política son las tres profesiones imposibles5. No explicó por qué
eran imposibles. Este término debe ser tomado literalmente y cum gra­
no salís a la vez, ya que, después de todo, Freud había creado el psicoa­
nálisis y lo ejercía. Podemos reflexionar con provecho sobre este tér­
m ino: im posibles. Freud no dijo que estas profesiones eran
extremadamente difíciles -como lo son las de neurocirujano, concer­
tista de piano o de guía de montaña-. Y tampoco podemos calificarlas
de imposibles por trabajar con el más inmanejable de los materiales, el
ser humano. Los generales, los vendedores, las prostitutas trabajan con
este mismo material, y no por ello calificaríamos sus profesiones como
imposibles.
Parecería poder evocarse una razón de peso que convierte al
psicoanálisis y la pedagogía por lo menos, en casi imposibles: ambas se
proponen cambiar a los seres humanos. Sin embargo, las cosas no son
tan sencillas. Un psiquiatra conductista (en realidad, pavloviano), un
"pedagogo” como el padre del presidente Sehreber, los guardias de un
carnpo de concentración nazi o stalinista, los agentes del Minilove, y
O’Brien misino (Orwell, 1984)*. todos ellos actúan para cambiar a los
seres humanos -lográndolo a menudo-. En todos estos casos,, empero,
el fin de la actividad aparece ya completamente determinado en el
cerebro del agente: se trata de erradicar, en mente y alma del paciente,
coda huella de un pensar y un querer propios. El agente utiliza medios
igualmente determinados; tiene por tarea, además, controlar por com­
pleto estos medios y los procesos de conjunto. (El hecho de que pueda
Tacasar, y el que las razones de un fracaso tal no sean en absoluto acci­
dentales, es otra cuestión.) Una vez dadas las condiciones necesarias,
.ncluidas el saber del agente, dados también sus fines y lo que sabe o
:ree saber del paciente, el agente actúa, o debe actuar, del modo racio­
nalmente más eficaz. Evidentemente, su saber también puede com­
prender cierto conocimiento de los procesos psíquicos profundos, como
o ha mostrado Bruno Bettelheim en su análisis de los lineamentos
acionales del trato de los prisioneros en los campos de concentración
nazis: se trataba allí de quebrar en el prisionero su imagen de sí, de
lemoler sus hitos identificatorios. Antes de Bettelheim, y de manera
ndependiente, Orwell vio esto con claridad y penetración en 1984.
Son también estas consideraciones las que me hacen hablar de política,

16 C ornelius C astoriapis
al comentar la frase de Freud, y no de “gobierno” (Regierung) .‘“ gober­
nar” a los hombres, por el terror o la suave manipulación, piiedé redu­
cirse a una técnica racional con úna acción Zwechrationaly inátrúíhéti*
tal o racional de acuerdo con medios, en la expresión de Max Webér.
. Consideremos ahora el psicoanálisis: nada de lo que acaba de decir>
se puede aplicársele. Por abiertas que sean las discusiones sobre los
propósitos y los fines o el fin del análisis, el objetivo que el analista
stratá de alcanzar no puede definirse fácilmente en términos determi-
nádos y específicos. O’Brien alcanza su meta cuando Winston Smith
•rió sólo confiesa todo lo que le piden que confiese, sino que admite en
sí mismo que ama realmente a Big Brother. Se trata en este caso de un
Catado del sujeto (del paciente) que puede definirse y describirse clara­
mente. Nada semejante puede decirse con respecto al fin del análisis.
(Considero aquí lo que llamaría proceso analítico “pleno” -y no
“ideal”-. Es cierto que la naturaleza del caso puede conducir al analista
a limitar sus ambiciones. Pero aun en esa situación no sabría él definir
de antemano hacia qué y hasta dónde quiere llegar.) Como se sabe,
Ffeud volvió en varias ocasiones sobre la cuestión del fin y de los fines
del análisis, dándoles definiciones diversas y aparentemente diferen­
tes. Me detendré aquí en una de las más tardías, pues considero que es
la más rica, imponente y osada. Es la célebre Wo es war, solllch werden,
donde era Ello, Yo debo/ debe devenir. Ya he discutido y comentado in
extenso esta formulación en otro lugar4, por lo que me limito a resumir
mis conclusiones. Si -como por desgracia parece implicarlo la conti­
nuación inmediata del texto de Freud- entendemos que esta frase quiere
decir: el Ello, el Es, debe ser eliminado o conquistado por el Yo, el Ich,
desagotado y cultivado como la Zuider Zee, nos propondríamos un ob-
jétivo inaccesible y monstruoso a la vez5. Inalcanzable, puesto que no
puede existir ser humano Cuyo inconsciente haya sido conquistado por
ló consciente, cuyas pulsiones estén sometidas a un completo control
pór parte de las consideraciones racionales, que haya dejado de fanta­
sear y soñar. Monstruoso, dado que si alcanzáramos ese estado, habría­
mos matado lo que hace de nosotros seres humanos, que no es la racio­
nalidad sino el surgimiento continuo, incontrolado e incontrolable de
ttúestra imaginación radical creadora en y por el flujo de las represen­
taciones, dos afectos y los deseos. Por el contrario, uno de los fines del
análisis es precisamente liberar este flujo de la represión a la que se ve

El. MUÑIXl FRAOMENTAIX) 117


sometido por un Yo que no es por lo general sino una rígida construc­
ción básicamente social. Por esta razón, propongo que la formulación
de Freud sea completada así: Wo Ich bin soil auch Es auftauchen, donde
Yo soy/es, Ello también debe emerger.
El objetivo del análisis no es eliminar una instancia psíquica en be­
neficio de otra, sino alterar la relación entre las instancias. Para esto,
debe alterar fundamentalmente a una de ellas: el Yo, o lo consciente.
El Yo se altera al recibir y admitir los contenidos del inconsciente, al
reflejarlos y al devenir capaz de elegir con lucidez los impulsos y las
ideas que intentará poner en acto. En otras palabras, el Yo tiene que
devenir subjetividad reflexiva, capaz de deliberación y de voluntad. La
meta del análisis no es la santidad: como dijo Kant, nadie jamás es un
santo. Este punto es decisivo: opone de manera explícita el análisis a
todas las éticas fundadas en la condena del deseo, y, por ende, en la
culpabilidad. Deseo matarlo a usted -o violarlo-, mas no lo haré. Com­
párese con Mateo 5, 27,-18: “Ustedes saben que se ha dicho: No come­
teros adulterio. Peor yo os digo: quienquiera mire a una mujer para de­
searla ya ha cometido en su corazón adulterio con ella”. Cómo podría
el análisis olvidar alguna vez el hecho clave que lo funda: que comen­
zamos nuestra vida mirando una mujer para desearla (cualquiera sea
nuestro sexo), que este deseo nunca puede ser eliminado y, lo que es
más importante aún, que sin este deseo nunca nos volveríamos seres
humanos y hasta no podríamos siquiera simplemente sobrevivir.
He hablado de la relación alterada entre instancias psíquicas. Pode­
mos describirla diciendo que la represión cede su lugar al reconoci­
miento de los contenidos inconscientes y la reflexión sobre éstos, y
qüe la inhibición, el evitar o el actuar compulsivos ceden su lugar a la
deliberación lúcida. La importancia de este cambio no se halla en la
eliminación del conflicto psíquico; nadie nos ha garantizado nunca
poder tener una vida psíquica libre de conflictos. Ella reside en la ins­
tauración de una subjetividad reflexiva y deliberante, que ha dejado de
set úna máquina pseudo-racional socialmente adaptada y ha reconoci­
do y liberado la imaginación radical que se encuentra en el núcleo de
lá psique.
• r Traduzco, en la formulación de Freud, werden por devenir (que es su
; sentid© exacto) y no por "ser” o incluso “advenir”, pues la subjetividad
queantento describir es esencialmente un proceso, no un estado alcan-

M flS C ornelius C astoiuaois


¿ado de una vez para siempre. Es también por ello que diré que pode­
mos elucidar el fin del análisis, y no definirlo con exactitud. Lo que
denomino “proyecto de autonomía”, a nivel del ser humano singular,
£s la transformación del sujeto de modo que éste pueda acceder a tal
proceso. El fin del psicoanálisis es consustancial con el proyecto de
autonomía.
No puede lograrse este fin, y ni siquiera aproximarse a él sin la acti­
vidad propia del paciente: rememorar, repetir, elaborar (durcharbeiten).
El paciente es, pues, el agente principal del proceso psicoanalítico.
N o hay aquí separación entre medios y fines. Los diversos aspectos
relativos al marco del proceso analítico (posición horizontal, sesiones
fijas, etc.) no son medios sino condiciones que permiten su despliegue.
EL proceso mismo es analítico en la medida en que es medio y fin a la
Vez. Las asociaciones libres del paciente, por ejemplo, no son un me­
dio: al desplegarse, expresan y efectúan ya el desarrollo de su capacidad
para liberar su flujo representativo, y, con esto, para reconocer sus afectos
y deseos. Y el flujo asociativo, con el puntuado sostén de las interpreta­
ciones del analista, provoca la entrada en escena de la actividad re­
flexiva del paciente; él piensa y se piensa, vuelve sobre el material y lo
re-toma o re-admite.
Por tal razón, el psicoanálisis no es una técnica, y no es correcto
siquiera hablar de técnica psicoanalítica. El psicoanálisis es una activi­
dad prácticopoiética, en la que son agentes sus dos participantes. El
paciente es el agente principal del desarrollo de su propia actividad. La
denomino “poiética”, pues es creadora: su resultado es (debe ser) la
auto-alteración del analizante, es decir, estrictamente hablando, la apa­
rición de otro ser. La denomino “práctica”, pues llamo praxis a la acti­
vidad lúcida cuyo objeto es la autonomía humana y para la cual el
único “medio” de alcanzar dicho fin es esta misma autonomía.
Desde este punto de vista, la situación de la pedagogía resulta muy
semejante. La pedagogía comienza en la edad cero, y nadie sabe cuán­
do termina. El objetivo de la pedagogía -hablo evidentemente desde
una perspectiva normativa- es ayudar al recién nacido, ese hopeful y
dreod/uí monster (monstruo esperanzado y terrible), a devenir ser hu­
mano. El fin de la paideia es ayudar a ese atado de pulsiones e imagina­
ción a devenir anthropos. Doy aquí a la palabra “ser humano”, anthropos ¡
el sentido indicado más arriba de “ser autónomo”. Asimismo, bien puede

El. MUNIX1.FRAGMENTADO
decirse, recordando a Aristóteles, un ser capaz de gobernar y de ser
gobernado.
La pedagogía debe en todo momento desarrollar la actividad propia
del sujeto utilizando, por así decirlo, esta misma actividad propia. El
objeto de la pedagogía no es enseñar materias específicas, sino desarro-
llar la capacidad de aprender del sujeto -aprender a aprender, aprender
a descubrir, aprender a inventar-. Por supuesto, la pedagogía no puede
hacer esto sin enseñar ciertas materias, así como tampoco puede avan-
zar el análisis sin las interpretaciones del analista. Pero, al igual que
estas interpretaciones, las materias enseñadas deben ser consideradas
como escalones o puntos de apoyo útiles, no sólo para hacer posible la
enseñanza de un número creciente de materias, sino para desarrollar
las capacidades del niño de aprender, descubrir e inventar. La pedago-
gía también debe necesariamente enseñar, y desde este punto de vista
deben condenarse los excesos de varios pedagogos modernos. Mas dos
principios deben ser firmemente defendidos:
- todo proceso educativo que no apunte.a desarrollar al máximo la
actividad propia de los alumnos es malo;
< todo sistema educativo incapaz de proveer una respuesta razonable
a la posible pregunta de los alumnos: ¿y por qué tenemos que aprender
esto í, es defectuoso.
No puedo abordar aquí el inmenso tema de las relaciones entre psi­
coanálisis y pedagogía. Pero hay que despejar al menos un malentendi­
do. El psicoanálisis no postula la existencia de un ser humano intrínse­
camente “bueno”, así como tampoco cree -es el caso de Reich, Marcuse
y algunos ideólogos franceses del “deseo”- que baste con dejar expre­
sarse los deseos y pulsiones para arribar a la felicidad universal. Para el
psicoanálisis -como también, de hecho, para el sentido común y para
los pensadores que van de Platón y Aristóteles a Diderot-, un ser hu­
mano, adulto necesariamente ha interiorizado un inmenso número de
restricciones externas que, a partir de ese momento, son parte integral
de la psique. Desde el punto de vista psicoanalítico, tal ser ha renun­
ciado a la omnipotencia, acepta cjue las palabras no significan lo que
quisiera que significaran, reconoce la existencia de otros seres huma­
nos cuyos deseos, las más de las veces, se oponen a los suyos, y así
sucesivamente. Desde el punto de vista social-histórico, ha interiorizado
yirtu^lmente la totalidad de la institución social mente dada y, de ma-

||0 v C o R U E t iu s C a s t o r ia w s
ñera más específica, las significaciones imaginarias que en cada socie­
dad particular organizan el mundo humano y no humano, y le confie­
ren un sentido.
Así, desde la perspectiva psicoanalftica, la pedagogía es (debe ser)
la educación del recién nacido que lo conduce al estado anteriormente
descrito, implicando éste la inhibición mínima de su imaginación ra­
dical y el desarrollo máximo de su reflexividad. No obstante, desdé la
perspectiva sociál-histórica, la pedagogía debería educar a su sujetó de
manera tal que logre interiorizar -y, por lo tanto, haga mucho más que
aceptar- las instituciones existentes, cualesquiera sean éstas. Resulta
claro que llegamos de esta manera a una aparente antinomia, una cues­
tión profunda y difícil. Esto nos conduce a la política, y al proyecto de
áútonomía como proyecto necesariamente social, y no meramente in­
dividual.
Antes de abordar esta cuestión, una observación más sobre el térmi-
ino freudiano “imposibilidad” con el que comenzamos. La imposibili-
dád del psicoanálisis y de la pedagogía consiste en que ambas deben
apoyarse en una autonomía aún inexistente a fin de ayudar a crear la
Autonomía del sujeto. Esto se muestra, visto desde la lógica común, la
lógica conjuntista-identitaria, como una imposibilidad lógica. Pero la
^imposibilidad también parece consistir, particularmente en el caso de
da¡pedagogía, en la tentativa de volver autónomos a hombres y mujeres
dentro del marco de una sociedad heterónoma y, yendo aún más lejos
;én éste enigma aparentemente insoluble, ayudar a los seres humanos a
¡acceder a la autonomía a la vez que -o a pesar de que- ellos absorben e
interiorizan las instituciones existentes.
La solución de este enigma es la tarea “imposible” de la política
arrias imposible aún ya que debe, también en este caso, basarse en una
autonomía aún inexistente a fines de hacer surgir la autonomía. Este es
‘el ítema que ahora tendremos que abordar.
El psicoanálisis apunta a ayudar al individuo a devenir autónomo:
ds decir, capaz de actividad reflexiva y de deliberación. Desde este punto
de vista, pertenece en un todo a la inmensa corriente social-histórica
que se manifiesta en las luchas por la autonomía, al proyecto de eman­
cipación del que la democracia y la filosofía también forman parte. Sin
embargo, como ya he indicado, el psicoanálisis, al igual que la pedago­
gía, debe enfrentar desde el primer momento la cuestión de las institü-

EL MUNIX} FRAGMENTADO ll l
ciones existentes en la sociedad. En el caso de la pedagogía, esto se
manifiesta de inmediato. En el caso del psicoanálisis, el encuentro con
la institución existente es el encuentro con el Yo concreto del pacien­
te. Este Yo es, en una parte decisiva, una fabricación social: está cons­
truido para funcionar dentro de un dispositivo social dado y para pre­
servar, continuar y reproducir este dispositivo -es decir, las instituciones
existentes- Estas no se conservan tanto por la violencia y la coerción
explícita sino especialmente gracias a su interiorización en los indivi­
duos fabricados por ellas.
Las instituciones y laá significaciones imaginarias sociales son crea­
ciones del imaginario radical, del imaginario social que instituye la
capacidad creadora de la colectividad anónima, tal como se manifiesta
de modo palmario, por ejemplo, en y por la creación del lenguaje, las
formas de familia, costumbres, ideas, etc. La colectividad sólo puede
existir en tanto instituida. Sus instituciones son una y otra vez su pro­
pia creación, pero casi siempre, una vez creadas, aparecen para la co­
lectividad como dadas (por ios ancestros,-los dioses, Dios, la naturale­
za, la Razón, las leyes de la historia, los mecanismos de la competencia,
etc.). Así es como ellas se vuelven fijas, rígidas, sagradas. Siempre hay
en las instituciones un elemento central, potente y eficaz, de
autoperpetuación (sumado a los instrumentos necesarios a tal fin) -lo
que se llamaría, en psicoanálisis, de repetición-; el principal de estos
instrumentóles, corno ya se ha dicho, la fabricación de individuos con-
formistas. Llamó a este estado de la spciedad “heteronomía”; el héteros,
el otro, que ha dado la ley, no es sino la sociedad instituyente misma, la
que, por razones muy profundas, debe ocultar este hecho. Llamo autó­
noma a una sociedad que no sólo sabe explícitamente que ha creado
sus leyes, sino que se ha instituido a fin de liberar su imaginario radical
y de poder alterar sus instituciones por intermedio de su propia activi­
dad colectiva, reflexiva y deliberativa. Y llamo “política” a la actividad
lúcida que tiene por objeto la institución de una sociedad autónoma y
las decisiones relativas a las empresas colectivas. Es inmediatamente
evidente que el proyecto de una sociedad autónoma pierde todo sentb.
do si no es a la vez el proyecto que apunta a hacer surgir individuos
autónomos —y a la inversa-.
Existe efectivamente una esclarccedora analogía (no es, por cierto*:
una identidad o una “homología estructural”) entré las cuestiones y la§;

122 C ornelius C astoríaois


tareas que afronta el proyecto de autonomía en el campo individual y..
en ei campo colectivo. En el caso de la heteronomía, la estructura rígi­
da de la institución y el ocultamiento del imaginario radical instituyente
corresponden a la rigidez del individuo fabricado socialmente así como
a la represión de la imaginación radical de la psyché. Desde la perspec­
tiva del proyecto de autonomía, hemos definido los propósitos del psi-
coanálisis y de la pedagogía como, en primer término, la instauración
de otro tipo de relación entre el sujeto reflexivo -sujeto de pensamien­
to y de voluntad- y su inconsciente, es decir, su imaginación radical;
en segundo lugar, como la liberación de su capacidad de obrar, de for­
mar un proyecto abierto para su vida y dé trabajar en él. Podemos, de
manera similar, definir la intención de la política, primeramente, cómo
la instauración de otro tipo de relación entre la sociedad instituyente y
la sociedad instituida; entre las leyes dadas siempre y la actividad re­
flexiva y deliberante del cuerpo político y, luego, la liberación de la
creatividad colectiva, la cual permite formar proyectos colectivos para
empresas colectivas y trabajar en ellos. Y podemos señalar el lazo esen­
cial entre ambos que constituye la pedagogía, la educación, la paideia,
pues ¿cómo podría existir una colectividad reflexiva sin individuos re­
flexivos? Una sociedad autónoma, en tanto colectividad que se
autoinstituye y se autogobíerna, presupone el desarrollo de la capaci­
dad de todos sus miembros para participar en actividades reflexivas y
deliberativas. La democracia, en el pleno sentido de la palabra, puede
ser definida como el régimen de la reflexividad colectiva; todo el resto
-puede demostrarse- deriva de esta definición, Y la democracia no
puede existir sin individuos democráticos, y a la inversa. También éste
es uno de los aspectos paradójicos de la “imposibilidad" de la política.
Podemos mostrar con mayor claridad aún la íntima solidaridad exis­
tente entre las dimensiones social e individual del proyecto de autono­
mía partiendo de otra consideración. La socialización de la psyché y*
hasta su supervivencia misma exige que ella reconozca y acepte el he­
cho de que sus deseos nucleares, originarios, nunca pueden realizarse.
En las sociedades heterónomas; esto siempre se ha logrado no con la
simple interdicción de los actos, sino sobre todo por la interdicción dé
los pensamientos, él bloqueo del flujo de representaciones, el silencio
impuesto a la imaginación radical. Como si la sociedad aplicara al re­
vés, para imponérselas, las vías del inconsciente A la omnipotencia

El. MUNDO FRAUMENTADO 12 3


del pensamiento inconsciente, la sociedad responde tratando de indu­
cir la plena impotencia a este pensamiento y, finalmente, al pensa­
miento mismo como único medio de limitar los actos. Así, la prohibi­
ción del pensamiento se ha manifestado como el único modo de prohibir
los actos. Llega esto mucho más lejos que el “superyó severo y cruel" de
Freud: la historia muestra que ha provocado una mutilación en la ima­
ginación radical de la psyché. Nosotros queremos individuos autóno­
mos, es decir, individuos capaces de una actividad reflexiva propia.
Pero, a menos de entrar en una repetición sin fin, los contenidos, y los
objetos de esta actividad y el desarrollo mismo de sus medios y méto­
dos sólo pueden ser proporcionados por la imaginación radical de la
psyché. A llí es donde se encuentra la fuente de la contribución del
individuo a la creación social-histórica. Y es por ello que una educa­
ción no mutiladora, una verdadera paideia, posee una importancia ca­
pital.
Vuelvo a lo que he llamado el enigma de la política. Una sociedad
autónoma implica individuos autónomos. Los individuos devienen lo
que son absorbiendo e interiorizando las instituciones; en cierto senti­
do, ellos son la encarnación principal de estas instituciones. Sabemos
que esta interiorización no es en modo alguno superficial: los modos de
pensamiento y acción, las normas y valores y, finalmente, la identidad
misma del individuo dependen de ella. En una sociedad heterónoma,
la interiorización de todas las leyes -en el sentido más amplio del tér­
m in o- carecería de efecto si no estuviera acom pañada por la
interiorización de esta ley suprema o metaley: no cuestionarás las le­
yes. Por el contrario, la metaley de una sociedad autónoma no puede
ser sino ésta: obedecerás la ley -pero puedes cuestionarla-. Puedes plan­
tear el problema de la justicia de la ley -o de su conveniencia-. No
discutiré aquí las premisas formales que pueden y deben acompañar
esta metaley.
Podemos ahora formular la solución de nuestro enigma, que es al
mismo tiempo el objeto primero de una política de la autonomía, a
saber, democrática: ayudar a la colectividad a crear las instituciones
cuya interiorización por los individuos no limite sino que amplíe su
capacidad de devenir autónomos. Se ve claramente que, a partir de
esta formulación, combinada con el principio de igualdad implicado
por el plural, los individuos, pueden derivarse las reglas principales de

12.4 C ornelius C astor ia oís


una institución plenamente democrática de la sociedad (por ejemplo,
tanto los derechos humanos como el imperativo de otorgar a todos
iguales posibilidades efectivas de participación en toda forma de poder
que pudiera existir).
Una elaboración más profunda de estos puntos superaría los marcos
de esta discusión. Comentaré solamente la expresión que acabo de uti­
lizar: “objeto primero”. Primero, pues es a la larga presuposición de
todo el resto, y porque virtualmente contiene a éste en su totalidad.
Pero hay evidentemente otros objetos, que no son “secundarios”. Tal
es la creación de instituciones específicas que corresponden a la máxi­
ma enunciada y la especifican en circunstancias dadas. Tal es, tam­
bién, la creación del autogobierno real. Y, last but not least, tales son
también las propuestas y decisiones relativas a las obras y empresas
colectivas. La autonomía no es un fin en sí; también lo es, pero noso­
tros queremos la autonomía también y sobre todo para ser capaces y
libres de hacer cosas. Este punto siempre es olvidado por la filosofía
política descamada y raciocinante de nuestra época. Una política de la
autonomía es parte esencial de todas estas tareas; no es el psicoanalis­
ta, ni el pedagogo, ni la conciencia de la sociedad, pero constituye una
dimensión esencial de su reflexividad. Como tal, debe actuar sobre los
seres humanos postulándolos como autónomos a fines de ayudarlos a
alcanzar su propia autonomía, sin olvidar nunca que la fuente última
de la colectividad histórica es el imaginario radical de la creatividad
anónima. En este sentido es como podemos comprender por qué la
política es una "profesión imposible”, como el psicoanálisis y la peda­
gogía, e incluso imposiblemente más imposible que éstas, dadas la na­
turaleza y las dimensiones de su acompañante y de sus tareas.
Voy a terminar con algunas observaciones sobre la cuestión más
importante de todas, que es común al psicoanálisis y a la política.
r Las instituciones sociales dominan a los individuos porque los
fabricany los forman por completo, en las sociedades tradicionales; en
un grado todavía importante, en nuestras sociedades liberales. Esto es
lo que significa la interiorización de tas instituciones por el individuo a
lo largo de su vida. El punto decisivo es aquí la interiorización de las
significaciones -de las significaciones imaginarias sociales. La socie­
dad arranca al ser humano singular del universo cerrado de la mónada
psíquica y lo fuerza a entrar en el duro mundo de la realidad; en contra-;

El. MUNDO FRAGMENTA!*} P2ÓÍ


partida, le ofrece sentido, sentido diurno. En el mundo real creado en
cada ocasión por la sociedad, las cosas poseen un sentido; la vida y (por
lo común) la muerte tienen un sentido. Este sentido constituye la faz
subjetiva, la faz para el individuo de las significaciones imaginarias so­
ciales^
Es esta Sinngebung, donación de sentido, o, m ejor dicho,
Smnschóp/ung, creación de sentido, el difícil momento crucial. Ahora
bien, el psicoanálisis no enseña un sentido de la vida; Simplemente
puede ayudar al paciente a encontrar, inventar, crear para sí mismo un
sentido para su vida. No es cuestión de definir este sentido de antema­
no y de manera universal. En uno de sus momentos de mayor desalien­
to, Freud escribió que el análisis no aporta la felicidad; apenas puede
transformar la miseria neurótica en desgracia banal. En este punto,
encuentro que es demasiado pesimista. Es cierto que, como tal, el aná­
lisis no aporta la felicidad, pero ayuda al paciente a librarse de su mise­
ria neurótica y a formar su propio proyecto de vida.
Pero esto no agota la cuestión. ¿Por qué el análisis tan a menudo
fracasa o se vuelve interminable? En uno de sus últimos escritos (Aná­
lisis finito e infinito, 1937), Freud evoca varias razones acerca de este
estado de cosas, y termina señalando lo que él llama la roca; el rechazo
de la femineidad, que reviste la forma de envidia del pene en la mujer,
y él repudio de la actitud pasiva o femenina respecto de otro varón en
el hombre. Menciona también la pulsión agresivo-destructiva, y la
pulsión de muerte. Pienso que la muerte sin duda desempeña un papel
decisivo en la cuestión, mas no exactamente del modo que Freud tenía
en vista.
Un análisis interminable se caracteriza esencialmente por la repeti­
ción. Es como la neurosis a un nivel más alto: es repetición redoblada.
¿Por qué esta repetición? Resumiendo una extensa discusión, puede
decirse: la repetición en el sentido pertinente en este caso, es decir,
cómo moneda de cambio de la muerte, es la vía utilizada por el pacien­
te para defenderse de la realidad de la muerte total. El análisis fracasa o
se vuelve interminable, en primer lugar, en razón de la incapacidad del
paciente (y del analista que trabaja con él) de aceptar la muerte del
que era para!devenir otra persona.
Freud, que lo sabía muy bien, describió esto empleando otros térmi­
nos; -Pero también -lo que es mucho más importante- el análisis fraca­

YÍ6 C ornelius C astoiuadis


sa en razón de la incapacidad del paciente —que aquí se encuentra ne­
cesariamente solo- de aceptar la realidad de la muerte real, total, pie-
-na. La muerte es la roca última contra la que puede partirse el análisis.
La vida -lo sabemos todos- contiene e implica la precariedad del
íSehtido en continuo suspenso, la precariedad de los objetos investidos,
¡ía¡ ¡precariedad de las actividades investidas y del sentido del que las
liemos dotado. Pero la muerte -sabemos también- implica lo sin-senti-
xjo de todo sentido. Nuestro tiempo no es tiempo. Nuestro tiempo no
es el tiempo. Nuestro tiempo no tiene tiempo.
El análisis no está terminado (y no ha sido alcanzada la madurez)
ántes de que el sujeto se haya vuelto capaz de vivir al borde del abismo,
apresado por este último doble nudo: vive como un mortal -vive como
si fueras inmortal (eph’oson endechetai athanatizein, “tender a la inmor­
talidad cuanto sea posible” -escribía Aristóteles en la Ética a
Ñicómaco-).
Estas legendarias banalidades, como hubiera dicho Jules Laforgue,
encuentran un equivalente fundamental a nivel social, y, por ende,
tam bién político. Las sociedades heterónom as realizan una
Smnschóp/wng, una creación de sentido, para todos, e imponen a todos
la interiorización de este sentido. También instituyen a los represen­
tantes reales o simbólicos de un sentido perenne y una inmortalidad
imaginaria que, de diversas maneras, todos suponen compartir. Puede
tratarse del mito de la inmortalidad personal, o de la reencarnación.
Pero también puede tratarse de la perennidad de un artefacto institui­
do -el Rey, el Estado, la Nación, el Partido- con el que cada uno, en
mayor o menor medida, puede identificarse.
Pienso que una sociedad autónoma no aceptaría esto en absoluto
(quiero decir, a nivel público), y que una de las principales dificultades
-de no ser la dificultad- a la que se enfrenta el proyecto de autonomía
es la dificultad de los seres humanos para aceptar sin rodeos la mortali­
dad del individuo, de la colectividad, e incluso de sus obras.
Hobbes tenía razón, pero no por las razones que esgrimía. El miedo a
la muerte constituye la piedra angular de las instituciones. No es éste
el miedo a ser matado por el vecino sino el miedo, completamente
justificado, de que todo -hasta el sentido- se disuelva.
Evidentemente, nadie puede "resolver” el problema resultante de
esto. De hacerse, no se resolverá sino por una nueva creación

El. MUNIX7) PRAGMtlNTÁlX} : !Ü2Í7 '


soCiohistórica y la correspondiente alteración del ser humano y su ac­
titud1respecto de la vida y la muerte.
- Por él momento, sería realmente muy útil reflexionar en las respues­
tas parciales que han dado a este problema las dos sociedades en donde
sé ha,creado y continuado con el proyecto de autonom ía-la sociedad
griega antigua y la sociedad occidental. En particular, no puede uno
dejar de sorprenderse por la enorme diferencia existente entre estas
dos respuestas, y de ligarla con otros importantes aspectos dé estas dos
tentativas por crear una sociedad democrática. Pero es ésta una cues­
tión muy vasta que habrá que retomar en Otro lugar.

París, octubre de 1987-marzo de 1989

P8 • Cornelius C astoriaois
N o ta s

* Conferencia dictada en la New School for Social Research de Nueva York, en el


marco de los coloquios Hannah Arendt, el 25 de octubre de 1987. Traducido
por C. Castoriadis al francés y publicado en Lettre internationale N ° 21, 1989.

1 "Epilegómenos a una teoría del alma que pudo presentarse como ciencia.” en C.
Castoriadis, El psicoanálisis. Proyecto y elucidación.
2 La institución imaginaria de la sociedad, op. cit; Los dominios del hombre, op.
cit.

3 Esta idea se encuentra en Análisis finito e infinito (1937). Ya aparece expresada


en el prefacio escrito por Freud para el libro de Aichhorn Verwahrloste jugend,
en él se presenta como una broma tradicional. Freud habla en realidad de "go­
bierno" (Regieren). Sin embargo; como veremos más adelante, el “gobierno”
entendido en sentido tradicional no suscita los problemas discutidos aquí.
4 La institución imaginaria de la sociedad, op. cit; Los dominios del hombre, op, cit.
5 Es evidente que Freud sabía esto perfectamente, como lo muestran varias
formulaciones de Análisis finito e infinito.

El mundo fragmentado 129


L a r e v o l u c ió n a n t e lo s t e ó l o g o s *
Para una reflexión crítica/política de nuestra historia

Frente a la gran mayoría de textos y tomas de posición suscitados


por el bicentenario de la Revolución Francesa, Clemenceau habría sido
el primero en regocijarse. Con algunas notables excepciones -François
Furet y quienes trabajan próximos a la óptica por él promovida o, en
otro sentido, Perene Feber, en su texto publicado en el número 22 de
Lettre internationale-, “amigos” y “enemigos” de la Revolución pare­
cen, efectivamente, estar de acuerdo en un punto: la Revolución es un
bloque; negro y siniestro para unos, radiante y resplandeciente para
otros. Es verdad que, al leerlos, uno se pregunta a veces si todos ellos
hablan del mismo objeto, dado el grado en el que difieren y se Oponen
los acontecimientos seleccionados de la inmensa masa de hechos, los
abordajes, las perspectivas y, pese a quienes sostengan lo contrario, las
apreciaciones morales. Por el contrario, el abordaje del objeto, el “mé­
todo” e, inseparable de éste, la filosofía implícita, es el mismo. La Re­
volución se toma o se deja: se trata de mostrar que hay que condenarla
o aprobarla con algunas salvedades secundarias. En ambos casos, la
filosofía de la historia subyacente es cuasi o francamente teológica: la
Revolución no pudo ser más que encarnación del Bien o del Mal.
Antes de examinar, en la última parte de este texto, lo que resulta
de esta filosofía en la pluma de Solyenitsín1, voy a abordar algunos
presupuestos más generales; luego, trataré de aportar algunos elemen­
tos para una reflexión crítica/política de la Revolución,

El ciudadano lúcido y el pensador político no pueden sino descartar


desde el primer momento la demonología o la angelología de la Revo-;
lución. No para adoptar un cordial eclecticismo, emitir juicios medi­
dos y dar algo de razón a todo el mundo, sino para desarrollar una

El MUNOO FRAGMENTADO 131


actitud crítica y política. Crítica: ícrinó, verbo que, antes de significar “juz­
gar”, quiere decir “separar”, “distinguir” -auseinandersetzen, diríamos en
alemán-. Una actitud crítica tal -el esfuerzo por distinguir y separar- se
impone, frente a un proceso que, aunque data de hace dos siglos, guarda
para nosotros una eminente significación política -como no sólo lo prue­
ban las disputas de nuevo surgidas al respecto, sino aspectos menos
efímeros sobre los cuales volveré más adelante. El historiador que, en
tanto “puro” historiador-si tal cosa, pudiera existir-, estudia y describe
el reino de Cambises, la época merovingiá o los Tiempos de Desórdenes,
no precisa krinein, distinguir/separar/juzgar. Las “diferencias de aprecia­
ción” relativas a estos períodos, los autores y los actos sólo pueden apli­
carse a encadenamientos reales (¿qué habría sucedido si Cambises hubie­
ra tenido en Egipto una conducta diferente?) e interesan exclusivamente
a los especialistas. Algo muy distinto ocurre con los acontecimientos,
procesos y formas sociohistóricas que, irremediablemente hundidos en
el pasado, permanecen vivos quodammodo para nosotros, porque no son
simples antecedentes de lo que somos, condiciones necesarias de hecho
del presente, sino componentes pertinentes y, por así decir, siempre acti­
vos de nuestros interrogantes y nuestro querer. ¿Qué es lo que constituye
esta pertinencia? Ocurre que las significaciones creadas entonces, y las
instituciones en donde se han encarnado conservan para nosotros un sen­
tido, y que este sentido no va de suyo (como -supongamos- va de suyo la
existencia de la escritura o cierta validez de la matemática). Esto signifi­
ca que las preguntas que nos hacemos en cuanto a lo que hay o no que
hacer, en cuanto a nuestra organización colectiva, en cuanto a las orien­
taciones de la vida social en la medida en que éstas dependen de nuestra
actividad lúcida y deliberada, estas preguntas -no resueltas, pues, para
nosotros- fueron creadas como preguntas durante estos períodos y las
respuestas que se les ha ofrecido, vistas por nosotros como aceptables o
inaceptables, siguen haciendo a los términos del debate.
Se requiere aquí hacer una aclaración. Las preguntas sobre la orga­
nización de la sociedad y el rol de los individuos en ella han sido, natu
raímente, “formuladas” y “resueltas” por todas partes y siempre, sin lo
cual no habría sociedad. Han sido resueltas tanto por los navajos como
por los balineses, tanto por los aztecas como por los faraones, en la
época de los Tang como en la de Iván el Terrible. A pesar de ello, han
sido “resueltas” sin haber sido “formuladas” .

132 C ornelius C astoriadis


Ahora bien; nosotros nos las formulamos de manera explícita, y hp
podemos dejar de hacerlo sin dejar de ser lo que somos. Tal vez “ hipó?
tesis altamente improbable; en todo caso, vana especulación- noclas
habríamos formulado de todas maneras. El hecho es que si nos lasTqr-
muíamos es porque existimos en y por una historia, la única que las
haya formulado, y que se define esencialmente por este hecho mismo.
Una historia definida por la emergencia de preguntas explícitas: ¿qué
debemos pensar?, ¿qué debemos hacer?, ¿cómo debemos organizar nues­
tra comunidad?, como preguntas suscitadas por los hombres que deben
encontrar su respuesta en y por el pensar y accionar de los hombres por
fuera de toda Revelación y toda autoridad instituida. Una historia que
comienza con Grecia y, luego, tras un largo eclípse, comienza nueva­
mente con el primer Renacimiento (que precede por tres o cuatro siglos
al “Renacimiento” convencional de los manuales de historia), continúa
con el siglo XVII inglés, el Iluminismo y las Revoluciones (norteameri­
cana y francesa) del s. xvui y, más tarde, con el movimiento obrero.
Las otras historias -china o azteca, por ejemplo- nos interesan filo­
sóficamente. Ellas despliegan ante nosotros algunas de las posibilida­
des del ser humano, concretan la ontología de la humanidad. No es
cierto que “la industria es el libro abierto de las facultades humanas”;
pero sí es cierto que la historia en general es el rollo de papel en donde
se inscribe progresivamente la creación humana. Sin embargo, esta
historia, la nuestra, también nos interesa politicamente. Ella conserva
pertinencia para nosotros -así como también para los demás habitan­
tes del planeta- porque es la historia de la libertad, de nuestra libertad
sociaí-histórica ¿fectiva, libertad de hacer, libertad de pensar, en parte
lograda, en parte balbuceante, en parte por lograr, y siempre en peligro.
Puede ilustrarse esta diferencia de intereses considerando las razo­
nes que hacen que, por ejemplo, la historia de Rusia propiamente di­
cha -antes de la caída de la región bajo la influencia política de Occi­
dente, es decir, hasta la playa temporal que va de los decembristas, a
1905- en nada nos interese en tanto historia política. Nada podemos
hacer con ella, nada hay en ella para reflexionar políticamente. Cuanto
más, puede servirnos negativamente, por yuxtaposición y oposición
con la historia de Europa occidental. En efecto; ella ofrece un magnífi­
co y sólido contraejemplo de la idea de que el cristianismo haya podi­
do ser lin elemento de importancia en proceso de emancipación inicia­

El m unix >i;raomentaoo 133


do en Europa occidental a partir de los siglos Xll y Xlll. Muestra hasta
qué punto el cristianismo puede combinarse orgánica y armoniosamente
con el despotismo oriental para producir un absolutismo teocrático
^cómo ya lo había hecho durante un milenio en el Imperio Bizantino-
y que, por tanto, si Europa occidental pudo abrir otro camino, las con­
diciones eficientes de este hecho deben buscarse en otra parte. Los
atenienses, los florentinos, e incluso los romanos pueden hacemos re­
flexionar políticamente. Pero Rusia, hasta el s. xix, no tiene lugar algu­
no én la historia de la libertad (mientras que sí tiene un lugar muy
importante -como Bizancio, por otra parte-, en la historia de la pintu­
ra, de la arquitectura, de la música, etcétera). No ingresa en dicha his­
toria sino a partir del momento en que trata a su modo de naturalizarse
en la historia de Occidente -proceso de naturalización doloroso, que
también dio luz al monstruo leninista-stalinista, y que sigue siendo pro­
blemático, como lo muestran los acontecimientos que se desarrollan a
nuestra vista.
Reflexionar las épocas y los procesos históricos críticamente, sepa­
rar/ distinguir/juzgar es tratar de encontrar en ellos gérmenes que nos
importen, así como también límites y fracasos que en el comienzo de­
tienen nuestro pensamiento como los topes que fueron en la realidad.
(Es así como uno lee, o más bien como uno debería leer un gran texto
filosófico si quiere hacerse de él algo para sí mismo.) No se trata, por
cierto, de buscar en ellos modelos o contrastes. Tampoco buscar lec­
ciones. La historia no es un proceso de aprendizaje, como algunos vuel­
ven a sostener ahora. Pero, en este segmento de la historia que nos
concierne, existe una continuidad específica, fuerte, que hace que las
significaciones creadas hace largo tiempo puedan conservar para noso­
tros pertinencia política. Esto en modo alguno es contingente. Si la
reflexión sobre esta historia es posible, es porque esta historia misma
es, en un grado importante, reflexiva. Ella es la que ha creado la
reflexividad, la cual implica y exige, entre otras cosas, el retorno al
pasado propió a fin de elucidarlo. Es también por eso que se encuen­
tran aquí Tucídides, Michelet, Tocqueville o Pirenne -mientras que
cró'nistas o archivistas de reyes, los hay por todas partes.
' 'Igualmente absurdo sería - “condenar” a los atenienses (en función
dé iá esclavitud, de la condición de las mujeres o hasta de su religión)
como sostener que tenemos que imitarlos (incluso con “modificacio-

134 C ornelius C astoriadis


nes”). Así como el texto de Aristóteles sólo es pertinente de verdad si
es para nosotros punto de partida del pensamiento, y no objeto de co-
mentario o de interpretación, las significaciones creadas por los
atenienses sólo adquieren su plena pertinencia gracias a nuestra posi­
bilidad y nuestra voluntad de crear significaciones nuevas.

II

Sobre el caso de los atenienses, reflexionamos sobre la primera for­


ma de autogobierno en la historia que los hombres se han dado, y la
primera sociedad en donde se han creado individuos en el sentido pie--
no del término.
En el caso de la Revolución Francesa, reflexionamos, en primer lu­
gar, sobre la obra de un pueblo (con las dimensiones no ya de una
ciudad sino de una nación moderna) que quiso y pudo autoinstituirse
Explícitamente; que puso en tela de juicio una institución de la socie-
dad que le negaba la libertad; que ha formulado o reformulado de esta
libertad algunos principios sin los cuales, por insuficientes que pudie­
ran ser, no podemos ya concebir una sociedad siquiera apenas civiliza­
da. Reflexionamos sobre la inmensa obra instituyente lograda en tan­
tos. terrenos y en tan poco tiempo. Reflexionamos sobre la ruptura
¿Establecida con las “reformas” y las “mejoras” conferidas por amos (por
¿Ejemplo, Alejandro II o Mijail Gorbachov, pasando por Stolypin).
¿Reflexionamos sobre su testimonio respecto de la posibilidad y capaci­
dad de una colectividad para tomar en sus manos su propio destino.
Reflexionamos, por sobre todo, en torno de la cuestión abisal que vol­
vió a abrir, haciéndola infinitamente más aguda de lo que lo hizo todo
Movimiento anterior (un ejemplo visible: la revolución norteamerica­
na); lcómo debe instituirse la sociedad, por cuanto esta institución de­
pende de una actividad deliberada y explícita, y quién debe respondes
áb“cómo debe,}l Respondiendo a este “quién”; el pueblo, y planteando
este “cómo" como ilimitado en derecho, la Revolución ha redefinido
para nuestra época la democracia y el proyecto de autonomía humana.
A pesar de todas las peripecias, ella ancló este proyecto en la reali­
dad histórica (cruzando en mucho las fronteras francesas); no lo ha
hecho llegar a término. De ahí su pertinencia para nosotros. La Revo-

El, MUNIK) FRAGMENTAIX) 135


lución Francesa, por cierto, está “terminada”. Terminada no sólo en
sentido trivial, cronológico, sino en el sentido que François Furet tenía
en mente al resaltar esta fórmula2: los “logros” de la Revolución, como
principios abstractos tanto como instituciones (sufragio universal y
electividad, separación de poderes, derechos humanos, etc.) no son ya,
en tanto tales, cuestionados por una fracción siquiera poco significativa
de la población; y también (o por esta razón) no podemos ya colocar
nuestras luchas políticas bajo las banderas de 1789 (o 1793). Sin em-
bargo, no está “terminada”; debe ser más bien retomada y llevada más
allá si se considera el potencial liberador de las preguntas que ha hecho
surgir, potencial que se halla lejos de haberse realizado, así como si se
consideran también las inmensas brechas entre los principios y la rea>
lidad.
Las preguntas y las brechas: la soberanía -dice la Revolución- per­
tenece a la nación. Pero ¿pertenece realmente la soberanía a la nación
cuando el poder está en realidad en manos de una oligarquía económi­
co-política, como es el caso de todos los países llamados “democráti­
cos” ?... ¿A la nación, que lo ejerce por vía directa o por medio de sus
representantes? ¿Estos representantes siempre representan a la nación
0 bien a otra cosa? Este vago “o” (no disyuntivo, por cierto) encubre y
enmascara la oposición entre democracia directa y “democracia repre­
sentativa”; pero si la “democracia representativa" evoluciona fatalmente
hacia la oligarquía (ya lo sabía Rousseau), ¿la cuestión de la democra­
cia directa no se plantea acaso con un renovado vigor? Y ¿qué quiere
decir, cómo puede hacerse efectiva una verdadera democracia directa
a escala de las colectividades políticas modernas? Libertad, igualdad,
fraternidad, çUce la Revolución. Pero es en nombre de la “libertad”
económica (que beneficia principalmente a quienes ya son “económi­
camente libres”) que reina una desigualdad política digna de conside­
ración. Y ¿cómo puede existir la “libertad” (de no ser en un sentido
limitado y defensivo), si se excluye toda la nación salvo una ínfima
thayoría de la participación en el poder? Ser amo de sí e imponer algu­
nos límites al poder de sus amos son dos cosas radicalmente diferentes.
La Revolución vio algunas de las condiciones sociales de la demo­
cracia y las hizo realidad (destruyendo el Antiguo Régimen). No vio
muchas Otras, principalmente económicas. La insistencia con que las
Asahibleas votan prohibiciones de proponer “leyes agrarias” (a saber,

1 36 C ornelius C astoriadis
relativas a la propiedad) merece destacarse, así como su “ignorancia”
respecto de la cuestión de las mujeres: éstas, que cuentan entre las má¿
decisivas, marcan sus límites. Existen sin duda muchas otras cuest{p-r
n'es. Sólo menciono a aquéllas para combatir la confusión y el olvido
que caracterizan a nuestra época.
Esto no impide que -salvo para quienes consideran que el capitalis-
mo liberal es la forma por fin hallada de la sociedad humana, y quienes,
hegelianos o no, sueñan con el fin de la historia- las preguntas que, de
mañera explícita o implícita, ha suscitado la Revolución, así como las
que ha callado, sigan acompañándonos.

III

Reflexionamos también sobre los fracasos y la deriva de la Revolu-


xión. Esto presupone que son separables, en pensamiento, al interior de
este gran proceso histórico, y que sus aspectos y momentos no están,
no estaban sostenidos en él conjuntamente por cabos de acero, enca­
denados por una fatalidad inquebrantable. La historia no puede ser el
xámpo de lo posible prospectivamente, y haber dejado de serlo retros­
pectivamente. Desde hace tiempo escribo que no podemos pensar la
historia incluso retrospectivamente sin la categoría de lo posible3; asi­
mismo, Hugh Trevor-Roper insiste desde hace muchos años en la im­
portancia de la reconstrucción imaginativa de otras trayectorias, otras
^salidas a las bifurcaciones pasadas, a fin de entender verdaderamente
tó sucedido4. Decir esto no significa querer rehacer la historia de la
¿Revolución, o mostrar que una evolución “ideal” (o idílica) era igual­
mente probable; es querer testear la solidez de la “lógica interna" del
pfóceso, al límite de la idea misma, de una lógica interna exhaustiva; es
negarse a sacar por poco precio los pies secos deí oleaje de la contin­
gencia histórica; es, sobre todo, comprender la eventual lógica, o no-
lógica, de nuestras propias acciones.
Esta actitud es evidentemente inadmisible para el determinista ab­
soluto -*o para el hegeliano (lo que quiere decir aproximadamente lo
hiismo)-, quien dirá que esta separación es imposible en el pensamien­
to 1789, es la Vendeé; la Declaración de los Derechos del Hombre ya
el Terror. Resulta divertido ver a cristianos como Solyenitsin, o a

EL MUNIX'í FRAGMENTADO 137


“filósofos” que denuncian los orígenes del totalitarismo en Hegel, abrazar
la visión de la historia como fatalidad y afirmar: si ustedes desean la
Revolución, y ustedes la quieren, están obligados a querer el Terror (o
el Gulag). Esta retórica, que ha alimentado la vulgata periodística de
los últimos diez años, sólo es posible en función de una concepción
mágica de la historia: los sortilegios de la Revolución se consuman fá­
cilmente en el horror.
He discutido este paralogismo en otra parte5. Abundan los
contraejemplos a la pseudoecuación: revolución = totalitarismo. Pero
esto no nos exime de discutir y criticar la deriva de la Revolución
Francesa: deriva del Terror, deriva de la guerra, como sabemos, estre­
chamente ligadas. Así como tampoco de constatar que también en este
aspecto la Revolución fue un fracaso. Un fracaso que nos hace reflexio­
nar, y cuyas condiciones intentamos elucidar.
Naturalmente, estas cuestiones no se plantean para Solyenitsin. La
maldición inmanente a la Revolución, a toda revolución, cohesiona
hasta las piezas más pequeñas del catastrófico proceso y demoniza a
todas por igual. Los encadenamientos se vuelven fatales apenas empie­
za a girar la “Rueda roja”, y nada puede hacerse contra esto. Como
ocurre tan a menudo en la obra de Solyenitsin, Toístoi (el Tolstoi de
La guerra y la paz) aparece del otro lado de la puerta. Y la astucia de la
sinrazón tiene los instrumentos que le corresponden, y que merece.
Cuando se abandonan las disquisiciones sobre la “profundidad del ser”,
uno se da cuenta de que en la pluma de Solyenitsin, como en la de
tantos otros antes de él, no sólo el Terror sino la Revolución en su
totalidad se resuelven en actividades de un puñado de ideólogos locos
y de bandas de criminales salidos de la hez de la sociedad. ¿Por qué
milagro la conjunción de estas dos minorías marginales pudo echar
abajo una sociedad que (contrariamente a la Rusia de 1917) no estaba
en absoluto en descomposición, crear nuevas instituciones -la mayoría
de las cuales forman la base de la organización actual-, hacer frente a
la coalición de toda Europa y vencerla de manera aplastante, propagar
su mensaje y hacer que después de dos siglos aún sigamos debatiendo
sobre el sentido y valor de sus actos? Misterio demonológico, que sola­
mente un starets tal vez pueda aclarar.
El Terror es el fracaso por excelencia de la Revolución. Tal vez no
podamos eliminar toda violencia de la vida política -y la lógica y la

138 C ornelius C astor iaw s


experiencia se conjugan para enunciar la extrema improbabilidad de
que un grupo dominante que no se halle descompuesto (como lo están
o está por suceder con los partidos comunistas en el poder en Europa
del Este y Rusia) abandone pacíficamente el poder. Mas no cabe duda
de que una política que se proclama revolucionaría y democrática petó
no puede imponerse sino por medio del Terror ya perdió la partida
antes de empezar: dejó de ser lo que decía ser. No se puede salvar a la
humanidad entera a pesar de ella, y menos aun contra ella. No se pue­
de instaurar un régimen democrático, cuyo tínico fundamento sea la
actividad libre del pueblo y su participación en las cuestiones públicas
haciendo dé estas cuestiones el coto de caza de un comité de salvación
pública, de un Club de los Jacobinos, o de un partido “revolucionario”,
y helando (el término es de Saint Just) a este mismo pueblo por medio
jdel Terror. A los diferentes, “no a la libertad para los enemigos de la
libertad” y “los forzaremos a ser libres”, Rosa Luxemburgo ya respondió
en su crítica al bolchevismo: la libertad es, sobre todo, la libertad para
quienes piensan de otra forma, Rosa sabía ruso, pero resulta sorprenden­
te ver cómo anticipa en está frase la expresión que, en ruso, iba a desig­
nar cincuenta años más tarde a los disidentes (“los que piensan de otra
forma”).
Pero lo dicho sigue siendo insuficiente. La Revolución Francesa no
es un pwtsc/i de un pequeño partido (Octubre del T7). La arrastra el
movimiento de una gran parte de la sociedad, de 1789 hasta 1792.
Ahora bien, este movimiento se detiene hacia fines de 1792. El pueblo
se retira de escena, dejándola en manos de los líderes, los clubes y los
activistas. Y a partir de ese momento es cuando se instala el Terror. El
fracaso de lá Revolución no sólo es el fracaso (o el crimen) de los revo­
lucionarios o los jacobinos. Es el fracaso de todo el pueblo. Resulta
extraño tener que recordarle esto a Solyenitsin, quien, en las mejores
páginas del Archipiélago Gulag, subraya insistentemente qué el terror
¡stalinista estaba también condicionado por la actitud general del pue­
blo ruso. En una primera fase de la Revolución Francesa, los revolucio­
narios no habrían sido nada si el pueblo no hubiera estado allí. En una
segunda fase, los revolucionarios no habrían sido nada si el pueblo hu­
biera estado allí. No es esto convertir en inocentes a los artífices del
Jerror sino constatar que fue condición del Terror la retirada del p.ue?
blo. Y también esto nos hace reflexionar. Podemos decir por cierto que;

El mundo fragmentado . 1;39;


tal retirada debe sobrevenir fatalmente en toda revolución, que la acti­
vidad política de la población en las sociedades modernas es forzosa­
mente ciclotímica. Pero también podemos ver en este carácter
ciclotímico uno de los principales obstáculos y, al fin de cuentas, senci­
llamente el obstáculo mismo, para la instauración de una sociedad de­
mocrática. A partir de entonces, este hecho se convierte en formula­
ción de un problema: ¿qué y cómo hay que hacer para que cada etapa
de un proceso de emancipación, por medio de sus resultados, vuelva
más fácil, y no más difícil, la participación política del pueblo en la
etapa siguiente? (Señalaré al pasar que el espíritu de esta formulación
vale por igual para el proceso pedagógico y el proceso psicoanalítico.)
Por supuesto, esto estuvo lejos de lograrse durante la Revolución.
No^pr.edo discutir aquí el porqué. Agregaré simplemente que, en esa
época, nadie o casi nadie pensaba la cuestión en estos términos, y sin
duda no podía haberlo hecho. Es la Revolución misma —y su fracasó­
la que nos lo permite. Y las conclusiones que extraemos de esto se ven
sólidamente reforzadas por las monstruosas consecuencias del putsch
bolchevique de Octubre del ’ 17, y la rápida instauración del primer
poder totalitario tras el mismo.

IV

Es éste el único punto de contacto entre la Revolución Francesa y


lo que erróneamente se denomina la revolución rusa, entendiendo por
esto la toma del poder por parte de Lenin y su partido. Hubo una revo­
lución rusa en febrero; no hay revolución en octubre, sólo hay un gol­
pe de Estado por un partido, totalitario en.germen en su estructura y
espíritu, que toma el poder y pone todo en funciamicnto para dominar
y domesticar el movimiento popular, lo que logra rápidamente (siendo
Kronstadt, 1921, su acto final).
Solyenitsin simplemente retoma el viejo topos, que se halla en el
centró de la visión bolchevique-comunista, del parentesco profundo o
esencia idéntica (“naturaleza común” -escribe—) de los acontecimien­
tos de Francia y Rusia. François Furet ha dicho ya lo que debe pensarse
acerca de este “catecismo" revolucionario que6, como vemos, puede
servir con igual eficacia de catecismo reaccionario. Es este catecismo

CORNELIUS C a STORIAPIS
ël que repite Solyenitsin, simplemente invirtiendo los signos algebraicos.
(Señalemos al pasar que el paralelo entre Luis XVI y Nicolás II es am-
pitamente desarrollado por Trotski7.) Repite también, evidentemente,
Sü metafísica subyacente: la fatalidad de la “Rueda roja” se asemeja
COtííó una hermana al determinismo de la “dinámica interna del proce­
so revolucionario”, caro a Lenin y Trotski. La obsesión de Lenin con él
■‘precedente” francés (del que evidentemente se ha fabricado una ima­
gen a medida de sus propósitos y falsa dé un extremo al otro), su expli­
cita identificación con los jacobinos, su idea fija de “Termidor” son
■ conocidas. Su frase “si un Termidor se vuelve inevitable, lo haremos
nosotros mismos”, pensándolo bien, lo dice todo,: mantener el poder
pase lo que pasé, sin importar para qué. Pero esta imitación grotesca y
siniestra de un pasado caricaturizado dista en mucho de poder crear
qna “naturaleza común”.
; La obsesión con una esencia.de la Revolución como tal, común a
tos procesos francés y ruso, esencia angelical para la ideología comu­
nista, diabólica para Solyenitsin, hace a este último perder de vista lo
esencial, Bajo su pluma desaparecen los pueblos como agentes activos
(lúcidos o no, poco interesa aquí) de su historia. Desaparecen también
lás decisivas diferencias entre los acontecimientos de Francia y los de
?Rú$ia. Desaparecen, por último, las diferencias en sus resultados.
En efecto, el movimiento de las sociedades y las actividades com­
plejas de los hombres se encuentran disueltos entre, por una parte, una
serié de exacciones y crímenes cometidos por locos y bandidos y, por la
Offa, él “torbellino que apresa” casi todo, la “Rueda roja”. Apenas son
hombrados de manera esporádica algunos grupos sociales, los que pare­
cen actuar solamente por reflejo ó bien aprovechan las oportunidades
dé entregarse a crímenes y rapiñas, lo que, como bien se sabe, es propio
dë' las “multitudes”. El “despertar popular”, la “actividad excepcional
délas masas populares”, para retomar las expresiones de François Furet,
hó éxisteñ para él o bien son tratados como pura anarquía y desorden.
Así, Solyenitsin producé la ablación de, hasta el momento, el único
título de entrada, en la historia de su país, la historia de la libertad: la
creación de los soviets, en 1905 así como en 1917, seguida de la Crea­
ción de los comités de fábrica. Son nuevas formas de poder colectivo
democrático (los consejos de fábrica, sabemos, serán recuperados por
la Revolución húngara de 1956) que no coinciden en absoluto con el

El mundo fragmentaix-) Nr
poder bolchevique, el cual tratará de apropiárselas, hallará a menudo
resistencia por parte de las mismas, y no logrará emascularlas y domes-;
ticarlas por completo más que aí cabo de cuatro años. yi:
. Ahora bien, este hecho mismo devela una de las diferencias esen*
cíales (no descriptivas) entre lo que sucedió en Francia y lo que suce-j
dió en Rusia. Esquematizando en verdad enormemente, puede decirse,
que en Francia no aparece al comienzo y durante largo tiempo un ven'
d¡adero clivaje entre las capas sociales que hacen la Revolución y los
“representantes" políticos. Como se ha dicho ya, a partir del fin de
1.792 el pueblo se retira. Desde ese momento, sólo quedan en escena
tos activistas de las secciones, parisienses en su mayoría, que reprimirá
el .poder de Robespierre en otoño de 1793 y luego, nuevamente, en la
primavera de 1794. Pero hay en Rusia una enorme „brecha que
Solyenitsin, exactamente del mismo modo que la historiografía bol-; ;ít
chevique, oculta. Febrero; no es bolchevique -y octubre no es popu­
lar-.. Existen dos vectores en los acontecimientos de Rusia. El desmo­
ronamiento del zarismo es efecto de un inmenso movimiento de obreros
y soldados, extendido de inmediato al campesinado que, como se sabe,
vuelve a tomar, por sorpresa a los bolcheviques, y que de inmediato se
proporciona formas de organización autónomas: los soviets. La lógica
de este movimiento no es por cierto el poder totalitario de un partido
único. Por el otro lado se encuentra Lenin y su partido -muy débil al
comienzo-, que apunta a conseguir el poder absoluto y se organiza para
apoderarse de él. Éste partido es ya un miCro-Estado y un micro-ejérci­
to. Si bien logra adquirir una fuerte influencia en el soviet de Petrogrado
y los soviets obreros, es fuertemente minoritario cuando -en octubre-
torna el poder. Desde entonces, el totalitarismo en germen se expande
rápidamente: se vuelve de hecho Partido/Estado/Ejército, y “resuelve"
todos sus problemas con el terror. En vano se buscará en sus activida­
des ralguna.creación institucional que posea interés y sentido. O. más
v.?b^|>^iJb^^i^arpreaci^n. es. precisamente el totalitarismo, acompañado
pqtda reconstrucción de un aparato de Estado y militar y, quince años
^más^arde, ppr la construcción de la industria sobre millones de cada-
-véresj jRerp sólo podrá hacer esto destruyendo de hecho a los soviets
i .^apjbpfándose impúdicamente a la vez de su nombre-quitándoles todo
transf ° rrnarl ° s (no hallar una
e.ñ correa de transmisión por algún tiempo y lúe-

r^^E Liu s,C astoriaois


g0j rápidamente, en biombos de su poder. Este clivaje, este conflicto
potencial y a menudo real en la Rusia de 1917-1921 éntre el poder
bolchevique y los organismos .creados por las masas a partir de febrero,
no puede ser dejado de lado por ninguna reflexión sobre este período,
Pero Solyeñitsin no parece ver problema alguno en el hecho de que los
bolcheviques sólo hayan podido llegar al poder con el grito “Todo el
poder a los soviets”, y que no pudieran mantenerse en él sino haciendo
de esta consigna la primera oración del Neokngua del siglo XX.
Nada análogo sucede en Francia. Los jacobinos no son un partido
totalitario; no son siquiera un verdadero partido: si lo hubieran sido,
probablemente no habría habido un Termidor. Pero hablar, como lo
hace Solyenitsin, de Rusia después del T7 sin hablar del partido bol­
chevique y de su rol capital, es servir ehalioli sin ajo, poner Hamiet en
escena, pero sin el Príncipe.
Por ultimo, tanto la teología demonológica de la Revolución en
tanto esencia, como la descripción periodística y trivial de los "parale­
lismos” sumen en la oscuridad la enorme y esencial diferencia en los
resultados. Es sencillamente absurdo insinuar que la libertad se hubie­
ra instalado en Francia a pesar de la Revolución y que “si la libertad ha
terminado instaurándose en Francia, ha sido precisamente gracias a
estos retrocesos” (se. la Restauración, el Segundo Imperio, etc.).
De la labor bolchevique queda y quedará solamente un inmenso
amontonamiento de cadáveres torturados, la creación inaugural d el,
tótalitarismo, la perversión del movimiento obrero internacional, la des­
trucción del lenguaje -y la proliferación en el planeta de numerosos re­
gímenes de esclavitud sanguinaria. Más allá de esto, un modo de re­
flexionar sobre este siniestro contraejemplo de lo que no es una revolución.
De la Revolución Francesa, además del mensaje de libertad recibido
como tal por todas partes del mundo y que en ningún lugar -salvo
precisamente en Rusia- hace renacer un Terror, permanece una multi­
tud de insistentes y fecundos interrogantes, y queda una base social-
histórica sin la cual no se ve cómo podríamos avanzar en la vía de la
emancipación humana.
Por último, el estribillo de Burke, que Solyenitsin retoma a su vez.
Rusia -dice- estaba en un camino de progreso y reformas qüe 1917 (y
aquí, como en todo su texto, Febrero y Octubre no aparecen diferen­
ciados) no hizo otra cosa que interrumpir y anular. Yo mismo estoy

El. MUNnO. FRAGM ENTAD


convencido de que sin el putsch bolchevique, y suponiendo que el
movimiento comenzado en febrero hubiera fracasado como movimien­
to democrático radical, habría terminado instaurándose en Rusia un
régimen liberalv y que el desarrollo continuado del capitalismo ha*
Jtarfeillpvadp,; la economía rusa aproximadamente -al nivel .estadouni­
dense,! probablemente a partir de los años treinta. Pero Solyenitsin
qb se pregunta: ¿y por qué tuvieron lugar las reformas de los últimos
zares? ¿Fue por iluminación divina? ¿1905 no.cumplió ningún papel
efiiestp? ¿En esta influencia, isi se considera -eL niveb político^ nada
myo que ver la Revolución Francesa ? ¿Podía Alejandro II, después
dé 1789 y 1848, limitarse a úna nueva versión de Catalina la Grande
Ó dé Pedro el Grande? : i . . >=, ■..■. . - . - v , . ^ -
■.ívLá. discusión puede por supuesto volver <a empezar; con la Revolu­
ción Francesa: es la discusión con Burke. Pero las reformas realizadas
durante las últimas décadas del: Antiguo Régimen (reformas irrelevan­
tes de hecho en el plano de las libertades) tampoco procedieron de la
buena voluntad del monarca. En la pequeña medida de su realidad;
expresan una enorme presión de todo el cuerpo social, el que final­
mente estalló bajo la? forma de revolución. E sta presión no era
resultado de un determinismo económico. Traducía una. inmensa mo­
dificación, de las ideas, un. nuevo imaginario social, la emergencia de
significaciones .tales como la libertad política, la igualdad, la soberanía
popular. Estas significaciones ya; estaban obrando en la-revolución es­
tadounidense de 1776. Tras¿ésta cómo, de mòdo más indirecto, tras la
Revolución Francesa, se alza el siglo xvu inglés, sus dos revoluciones,
su guerra civil, la cabeza cortada dfc Carlos. La historia de la libertad en
Europa no es una historia de reformas otorgadas. Es una historia de
luchas, de las que las revoluciones forman parte.
Uno puede amar al pueblo como lo amaban los popes y los zares: a
condición de que incline la cabeza, acepte el despotismo con gratitud
y con una;gratitud mayor aun,;algunas concesiones de ‘'libertades”. Tal
no es nuestra tradición. Una libertad otorgada es libertad en tan escasa
medida como un sistema de pensamiento aceptado como dogma es un
pensamiento personal. Lá Revolución es. el esfuerzo de un pueblo por
darse a sí mismo la libertad y por trazar sus límites por sí mismo.

Octubre de 1989

144 C ornelius C astoriadis


N otas

Publicado en Lettre internationale N ° 23, 1989.

1 A. Solyenitsin, “Les deux révolutions”, Lettre internationale, N® 22, ot. 1989, p.


54*62.
2 François Furet, Penser la Révolution française, París, Gallimard, 1978.
i Cornelius Castoríadis, La institución imaginaria de la sociedad, op. cit.
4 Cf. también F. Furet, op. cit., pp. 36-41.
s Le Débat, N° 57, nov.-dic. de 1989.
6 Op. cit., pp. 113-172.
1 L. Trotski, Historia de la revolución rusa, vol. I.

El m undo fragmentado 145


TERCERA PARTE

LOGOS
¿El fin de la filosofía?’"

Estamos atravesando un período de crisis prolongada de la cultura


occidental. El diagnóstico no se invalida por la simple razón de haber­
se repetido innúmeras veces -desde Rousseau y los románticos hasta
Nietzsche, Spengler, Trotski, Heidegger y demás. En realidad, las vías
mismas sobre las que han intentado establecerla la mayoría de estos
autores y otros son de por sí síntomas de la crisis y pertenecen a ella1.
Pertenecen también a la crisis la proclamación -particularmente
por Heidegger, mas no solo por él- del “fin de la filosofía”, y toda la
gama de retóricas deconstructivistas y posmodernas. La filosofía es un
elemento central del proyecto greco-occidental de autonomía indivi­
dual y social; el fin de la filosofía significaría, pues, ni más ni menos
que el fin de la libertad. La libertad no sólo está amenazada por los
regímenes totalitarios o autoritarios. Lo está también, de un modo más
oculto pero no menos fuerte, por la atrofia del conflicto y la crítica, la
expansión de la amnesia y la irrelevancia, la creciente incapacidad
para cuestionar el presente y las instituciones existentes, ya sean éstas
propiamente políticas o ya bien contengan las concepciones del mun­
do. En esta crítica, la filosofía siempre ha tenido una parte central, si
bien su acción ha sido indirecta la mayor parte del tiempo. Esta acción
está desapareciendo, en primer término y fundamentalmente, bajo el
peso de las tendencias social-históricas contemporáneas, que no discu­
tiré aquí2. Pero un efecto de estas tendencias, reforzadas por él a su vez,
es la influencia de la adoración hcideggeriana y postheideggeriana de
la “realidad” bruta, y las proclamaciones heideggerianas “no tenemos
nada por hacer”, “no hay nada que hacer”3. Se percibe fácilmente la
combinación de ambas en la glorificación del “pensamiento débil”
(pensiero debole), es decir, de un pensamiento tibio y flexible adaptado
explícitamente a las sociedades de los medios de comunicación . La
“crítica” deconstructivista, que se limita escrupulosamente a la decons­
trucción de libros viejos, es de por sí uno de los síntomas de la crisis.
La proclamación del “fin de la filosofía” no es nueva por cierto. Sü

El mundo fragmentado 149


final ya fue enfáticamente decretado por Hegel. Éste deriva, tanto en
Hegel como en Heidegger, de una filosofía que es, de manera indisolu­
ble, ontología (o “pensamiento del Ser” ), filosofía de la historia y filo­
sofía de la historia de la filosofía. No es mi propósito aquí discutir las
ontologías de Hegel o de Heidegger por sí mismas. Me limitaré a hacer
algunas observaciones que me parecen pertinentes respecto de mi tema.
La filosofía implícita de la historia de Heidegger -la historia como
Geschick, destino, destinación y don del Ser y por el Ser-, así como la
totalidad de sus escritos, hallan su condición necesaria en la ceguera
congènita de Heidegger ante la actividad crítica/política de los seres
humanos (que se encuentra en la raíz de su adhesión al nazismo y al
Führerprinsip). Una ceguera completada por otra, aparentemente tam­
bién congenita, ante la sexualidad y, de manera más general, ante la
psichi, Estamos aquí frente al extraño espectáculo de un filósofo que
habla interminablemente de los griegos, y en cuyo pensamiento se cons­
tatan huecos en lugar de la polis, el eros y la psyché. Pero una “interpre­
tación” de la filosofía griega que ignora sistemáticamente el hecho de
que la filosofía ha nacido en y por la polis, y que forma parte del mismo
movimiento que ha creado las primeras democracias, se ve condenada
a una tara incurable. Si, como una vez escribió Heidegger, el griego no
es “una” lengua sino la lengua, predestinando por lo tanto a la filosofía,
¿qué hacemos con los espartanos, que hablaban griego -e incluso, me­
jor que los demás griegos: lakonizein- pero no produjeron ningún filó­
sofo?5La misma ceguera conduce a Heidegger a no ver en el período
contemporáneo más que el dominio de la técnica y la “ciencia” -en
ambos casos, con una aceptación increíblemente ingenua de su supuesta
omnipotencia- y lo vuelve incapaz de percibir la crisis interna del uni­
verso tecno-científico y (lo que es todavía más importante) tas activi­
dades de los seres humanos dirigidas contra el sistema establecido y las
posibilidades contenidas en ellas.
Su filosofía de la historia conduce a Heidegger a un método de in­
terpretación de la historia de la filosofía de núcleo hegeliano, por las
mismas razones y, de hecho, con los mismos resultados que en la obra
de Hegel. Para decirlo brevemente: una verdadera discusión crítica de
los filósofos del pasado se encuentra prohibida o se vuelve imposible.
De este modo, la democracia filosófica, el ágora intemporal en donde
filósofos vivos y muertos se reúnen por encima de los siglos y discuten

150 C ornelius C astori Anís


realmente, se ve abolida. En Hegel, la crítica a los filósofos del pasado
no es sino un signo de que el crítico no comprende qué es la filosofía.
Los filósofos del pasado no pueden ser criticados, sólo pueden ser so-
brepasados, aufgehoben; debe mostrarse que cadá uno de ellos conduce
. “desde adentro” hacia la filosofía siguiente, y así sucesivamente, hasta
el momento en que alcanzamos el Saber absoluto, es decir, el sistema
hegeliano. (Evidentemente, Hegel mismo no pudo permanecer fiel a
este programa.) Los lazos profundos de esta actitud con el conjunto de
la filosofía de Hegel son tan claros como las intratables imposibilida­
des a las que conduce. El fin de la filosofía no es el humor o la opinión
de Hegel, sino la implicación necesaria de su sistema total, que se sos­
tiene o cae con ella.
En el fondo, la situación con Heidegger no es diferente. No puede
haber una discusión crítica de los filósofos del pasado. Los “pensado­
res” expresan momentos de la “historia del Ser”, el Ser habla por boca
de ellos. (Resulta harto evidente que tampoco Heidegger podía perma­
necer fiel a su programa.) Los filósofos del pasado solamente pueden
ser interpretados y “deconstruidos” (con total literalidad, el programa
anunciado en Sein und Zeit es die Destruktion der Ontologie; “decons­
trucción” es un fruto más reciente). Esto significa que es preciso mos­
trar en cada caso: I o) que todos los filósofos pasados participan de la
“m etafísica” , entendida como encubrimiento de la “diferencia
ontológica”, olvido del Ser, preocupación por el ser de ios entes y des­
atención respecto de la pregunta sobre el sentido del Ser; y que, 2°) a
pesar de esto, curiosamente este “olvido” en cierto modo “progresa”
(es decir, regresa) con un movimiento hegeloide a través de la historia
hacia formas más y más completas, de modo que el completamiento y
la culminación de la metafísica, así como el olvido del Ser, ya aparecen
con Platón desde un comienzo (incluso tal vez con los presocráticos),
pero se encuentran más completos aun con Hegel y -más tarde- con
Nietzsche. A lo largo de este camino, los conflictos, las contradicción
nés, las luchas entre filósofos se ignoran o se encubren, y el conjuntó
de la historia de la filosofía aparece como un recorrido lineal que al­
canza su resultado predestinado, la clausura de la metafísica y del pen­
sador de esta clausura, Heidegger.
Con Hegel, todas las filosofías se reducen a lo mismo, en el sentido
én que todas ellas no son sino “momentos” del proceso de la eoncien-

El m u n d o fragm entado 151


cía de sí y del conocimiento de sí del Espíritu --estando condenados
todos esos “momentos” a ser “momentos” del Sistema (hegeliano)-.
Con Heidegger, todos los filósofos se reducen a lo mismo6. Ellos repre­
sentan vías diferentes del olvido del Ser, del pensamiento del Ser como
presencia, de la confusión entre presencia y lo que cada vez es presen­
te. Entre los posthe idegge ríanos, esto se convertirá en e! círculo
infracturable del onto-teo-logo-falocentrismo greco-occidental. Feliz­
mente aún no estamos del todo perdidos. Con ayuda del Zeitgeist se
hacen más y más perceptibles algunos ruidos relativos a la posibilidad
de salir de este círculo recurriendo al Antiguo Testamento (no el Nue­
vo por cierto, contaminado sin remedio por esos malditos griegos). En
tanto habíamos llegado casi a convencernos de la inexistencia de todo
“significado trascendental”, nos advierten ahofa que Jehová, sus leyes
y la ética de los hebreos pueden y deben restaurarse en el lugar de
cierto significado (meta-? o post-?) trascendental. De modo que pode­
mos empezar a tener esperanzas en que nos baste con reemplazar la
filosofía por la revelación para lograr la salvación.
No es nada sorprendente en estas condiciones que, aparte de algu­
nas escasas excepciones, la filosofía se ejerza cada vez menos, y que la
mayor parte de lo que circula hoy como filosofía no es más que comen­
tario e interpretación, o mejor dicho, comentario al cuadrado e inter­
pretación al cuadrado. Esto provoca también una distorsión de la his­
toria misma de la filosofía, desmembrada entre un academicismo
escolástico falto de espíritu y la irrelevancia deconstructivista.
El modo de abordar la historia de la filosofía, es decir, el trabajo de
los filósofos importantes del pasado, es, evidentemente, una cuestión
inmensa. Deben señalarse aquí algunos puntos cardinales.
Un filósofo escribe y publica porque cree que tiene cosas verdaderas
e importantes que decir, pero también, porque quiere ser discutido. Ser
discutido implica la posibilidad de ser criticado y, eventualmente, re­
futado. Todos los grandes filósofos del pasado -hasta Kant, Fichte y
Schelling incluidos- han discutido, criticado y refutado de manera
explícita — o pensaban que refutaban- a sus predecesores. Pensaban
acertadamente que pertenecían a un espacio social-histórico público y
transtemporal, al ágora transhistórica de la reflexión, y que su crítica
pública a los otros filósofos era un factor esencial para el mantenimien-
tb o la ampliación de ese espacio como espacio de libertad en donde

1-52 C ornelius C astoriadis


no se encuentran autoridades, ni revelación, ni secretarios generales,
ni Führer, ni Destino del Ser; espacio en donde se confrontan las dife­
rentes doxae y en donde cada uno tiene el derecho, a su propio riesgo,
de expresar su desacuerdo.
4: Por esto es que para un filósofo no puede haber una historia de la
filosofía que no sea crítica. La crítica presupone evidentemente el más
laborioso y desinteresado de los esfuerzos para comprender la obra cri­
ticada. Pero también exige una constante vigilancia respecto de las
posibles limitaciones de esa obra, limitaciones que resultan de la clau­
sura casi inevitable de toda obra del pensamiento que acompaña su
ruptura con la clausura que la precede.
: . También es por eso que para un filósofo debe haber una historia crí­
tica de la filosofía. Si dicha historia no es crítica, él no es filósofo; sólo
es historiador, intérprete o hermeneuta. Y si no ve en ella una historia
én el sentido denso y pleno del término, sucumbirá a la ilusión fatal de
volver a empezar todo de nuevo -la ilusión de la tabula rasa-. La filoso­
fía es una actividad reflexiva que se despliega a la vez libremente y bajo
(as restricciones de su propio pasado. La filosofía no es acumulativa
Sino profundamente histórica.
Se crea visiblemente así una situación circular, que no resulta de
ningún “defecto lógico”, sino que expresa la esencia misma de la
autorreflexión en el horizonte necesariamente total del pensamiento
filosófico -o el hecho de que su centro es su periferia, y viceversa. Una
historia crítica de la filosofía sólo es posible si uno mantiente un punto
de vista propio. No obstante, sigue sin ser posible si falta una concep­
ción de qué es la historia -la historia humana, en el sentido más am­
plió y profundo- y del lugar de la filosofía en esta historia. (Respecto
de est°i Hegel y Heidegger, por cierto, son formalmente correctos.)
Esto no significa en absoluto que Platón y Aristóteles se “expliquen" y
{ “refuten”) por la existencia de la esclavitud, Descartes y Locke, por el
Acenso de lá burguesía, y todos los muy conocidos absurdos de esta
especie. Por el contrario: significa muy categóricamente que la filoso­
fía pasada (y presente) debe ubicarse en la historia del imaginario hu­
mano y de la lucha difícil y mu bisecular contra la institución
beterónoma de la sociedad. Sería igualmente estúpido negar las deter­
minaciones y motivos esencialmente políticos de la filosofía de Platónj
su lucha contra la democracia y sus lazos estrechos con el conjunto del

E l MUNDO FRAGMENTA! >ó


pensamiento de Platón, incluida su ontología, como negar que Platón
ha re-creado y re-instituido la filosofía por segunda vez, y que, desde
esta perspectiva hasta el día de hoy, sigue siendo el mayor filósofo de
todos. De modo similar, aunque a un nivel mucho más modesto, sería
igualmente estúpido negar los motivos y rasgos profundamente
antidemocráticos y reaccionarios del pensamiento de Heidegger -ya
manifestados en Ser y tiempo (seis años antes del Discurso del rectorado)
y persistentes hasta el fin (en la entrevista pósturna de Der Spiegel) - y
la íntima relación de éstos con el conjunto de sus concepciones de la
misma manera que negar que Heidegger haya sido uno de los filósofos
importantes del siglo XX o afirmar que un filósofo podría hoy día igno­
rarlo sin más. La aparente paradoja que se implica en este punto en
verdad exigiría elucidación, pero ahora no es éste nuestro tema.
La filosofía no es acumulativa -como sí podría decirse de la ciencia,
si bien también en este caso las cosas son menos claras de lo que pare­
cen serlo habitualmente. De todos modos, en la práctica uno puede
aprender hoy matemática o física estudiando los tratados contemporá­
neos, sin necesidad de recurrir a Newton, Einstein, Arquímedes, Gauss
o Cantor. El arte tampoco es acumulativo, si bien de manera diferente.
La inmersión en la cultura en la que fue creada una obra de arte dada es
casi siempre condición de su “comprensión" (si ésta no debe permane­
cer exterior). Pero no se sigue de esto que uno no pueda entusiasmarse
con Wagner (por ejemplo) a menos de haber recorrido todas las etapas
que van del canto gregoriano a Beethoven, etcétera.
El caso de la filosofía todavía es otro distinto. En tanto actividad
autorreflexiva del pensamiento, la filosofía implica que idealmente toda
forma de pensamiento le es pertinente; por lo tanto, son también obli­
gatoriamente pertinentes para un filósofo los pensamientos de los filó­
sofos que lo precedieron. Pero autorreflexividad ciertamente significa
crítica; de un filósofo que critica a filósofos del pasado podemos decir
que hace autocrítica (con razón o sin ella es otra cuestión). No puedo
despertarme una mañana con una idea que contradiga todo lo que pen­
saba hasta entonces, y precipitarme a desarrollarla olvidando todo lo
que pude haber dicho anteriormente. Los pájaros cantan con inocen­
cia nuevamente cada mañana -pero son pájaros, y cantan el mismo
canto-. Asimismo, no puedo ignorar el hecho de que mi pensamiento,
por original que pueda creerlo, no es más que una pequeña ondula­

154 C ornelius C astor )alus


ción, una oía a lo sumo, del inmenso río social-histórico surgido en
jonia hace veinticinco siglos. Me encuentro ubicado bajo este doble
mandato: pensar libremente, y pensar bajo la restricción de la historia.
Está antinomia aparente y reál no forma un doble vínculo; es resorte y
fuente de vigor para el pensamiento filosófico. Es resorte y fuente dé
un diálogo monológico o de un monólogo dialógico de inmensa rique­
za potencial.
1 Por último, esto también significa que debo tener -o formar gra­
dualm ente- una concepción de qué es la filosofía, la actividad
áutórreflexiva del pensamiento. Ahora bien; sabemos que la filosofía
ha vuelto a definirse cada vez, explícita o implícitamente, por cada
filósofo importante -y definirse en íntima relación con el contenido
de su filosofía. Dicho de otra manera, es imposible definir qué es la
filosofía sin cierta comprensión de lo dicho por los filósofos -esto es
Óási una tautología-* pero también, sin adoptar una actitud crítica al
réspeeto (la que por cierto puede simplemente desembocar en una re-
confirmación de lo dicho). Así, la concepción que me formo de la
filosofía está fuertemente ligada con la concepción que me formo de la
historia de la filosofía, y viceversa. Pero también es imposible pensar
qué es la filosofía sin cierta concepción de la historia, puesto que la
filosofía es también un dato social-histórico (cualesquiera sean las pre­
tensiones'desde el punto de vista “trascendental”, no seguiría discu­
tiendo con alguien que sostuviera que Aristóteles podría haber sido
chino, o siquiera Hegel, italiano). Y, para cerrar el círculo, esto mues­
tra que la filosofía es imposible sin una filosofía de lo social-histórico.
v Respecto de todo lo anterior, aquí sólo puedo resumir dogmática­
mente mis propias posiciones. Creo que es imposible comprender qué
eS realmente la filosofía sin tomar en cuenta su lugar central en el na­
cimiento y desarrollo del proyecto social-histórico de autonomía (so­
cial e individual), La filosofía y la democracia han nacido en la misma
éfióca y en el mismo sitio. Su solidaridad resulta de que ambas expre-
sán él rechazo a la heteronomía -el rechazo a las pretensiones con va­
lidez de reglas y a las representaciones que se encuentran allí sin más,
lá ftegativa a toda autoridad externa (aun y especialmente “divina”) y
dé toda fuente extra-social de la verdad y de la justicia; en suma, él
éúéstionamicnto a las instituciones existentes y la afirmación de lá
capacidad de la colectividad y el pensamiento para instituirse a sí miSi?

, E l mundo fragmentado ÍÍ->


mos de manera explícita y reflexiva7. Para decirlo de otra manera, la
lucha por la democracia es lucha por un verdadero autogobierno. El
propósito del autogobierno no acepta ningún límite externo, el verda­
dero autogobierno implica una auto-institución explícita que, eviden­
temente, presupone el cuestionamiento de la institución existente y
esto último --en principio-, en todo momento. El proyecto de autono­
mía colectiva significa que la colectividad, que no puede existir sino
como instituida, reconoce su carácter instituyeme y lo recupera explí­
citamente, y se cuestiona a sí misma y a sus propias actividades. En|
otras palabras, la democracia es el régimen de la autorreflexividad (po­
lítica). ¿Qué leyes debemos tener, y por qué razones? Esto vale también
para la filosofía. La filosofía no gira en torno de la pregunta sobre qué :
es el Ser, o cuál es el sentido del Ser, o por qué hay algo y no nada, etc.
Todas estas preguntas son secundarias, en el sentido en que todas ellas
están condicionadas por la emergencia de una pregunta más radical (y
radicalmente imposible en una sociedad heterónoma): ¿qué debo pen­
sar (del ser, de la phusis, de la polis, de la justicia, etc. —y de mi propio
pensamiento-)?
Este cuestionamiento continúa y debe continuar incesantemente
por una sencilla razón. Todo ser para sí existe y sólo puede existir den­
tro de una clausura. Esto vale también para la sociedad y el individuOi
La democracia es el proyecto de romper la clausura a nivel colectivo.
La filosofía, que crea la subjetividad reflexionante, es el proyecto de
romper la clausura a nivel del pensamiento. Pero evidentemente toda
ruptura de la clausura, a menos de quedar en una abertura que nada
rompe en absoluto, debe plantear algo, alcanzar algunos resultados y,
partiendo de esto mismo, arriesgarse a crear una nueva clausura. La
continuación y renuevo de la actividad reflexiva -no por el placer de
renovar sino porque esto mismo es la actividad reflexiva- provoca en
consecuencia el cuestionamiento de los resultados precedentes (no
necesariamente su descarte), así como tampoco el carácter revisable
de las leyes en una democracia significa que todas deban ser modifica­
das cada mañana).
. De este modo, nacimiento de la filosofía y nacimiento de la demo­
cracia no coinciden, co-significan. Ambas son expresiones y encarna­
ciones centrales del proyecto de autonomía, Y debe encararse aquí otrq
aspecto de la deformación que sufrió y sigue sufriendo Grecia a manos

156 C ornelius C astoriaois


de los occidentales nunca del todo descristianizados. La creación poli'
tica griega —la polis y la democracia- se ha visto siempre como un “re­
sultado” estático, y los “méritos “ y “equivocaciones“ de la.democracia
já m e n se han sido discutidos como si este régimen estuviera destinado
¿a^e.r modelo o antimodelo para todo tiempo y lugar 8, en ;vcz de verse
que lo qiie por sobre todo el resto es verdaderamente democrático en
Atenas, y posee para nosotros la mayor importancia, no es una ti otra
¡institución particular establecida en tal momento (aunque, entre esas
instituciones, muchas contienen lecciones para nosotros) sino el pro­
cedo continuo de autoinstitución democrática que se prolonga durante
^asj; tres siglos: allí está la creatividad, allí está la reflexividad, allí está
la democracia, allí está la lección. Asimismo, lo importante en lo con-
cerniente a la filosofía griega -por encima de todos los “resultados“ por
ella alcanzados de los que sabemos el peso que conservan- es el proce­
do ¿continuo de su autoinstitución. La aparición de Tales de inmediato
condiciona la aparición de otro filósofo, y así sucesivamente: comienza
a,desplegarse un movimiento autorreflexivo del pensamiento en una
dimensión verdaderamente.histórica, encarnándose en discusiones y
críticas continuas, abiertas y públicas, sin tratarse aquí de una vana
afirmación de “individualidades”, puesto que estos pensadores, cono'
cen y reconocen sus posiciones respecto de los demás e intercambian
argumentos (los cuales debemos tener en cuenta hoy la mayor parte
del tiempo). Realizan así no una “progresión dialéctica” sino un
auto despliegue histórico auténtico del pensamiento. No hay aquí dos
pitres ‘‘escuelas” congeladas para siempre que comentan interminable'
tqeiue la enseñanza de Confucio o de Lao Tsé, sino varias decenas de
pensadores verdaderamente independientes. Con excepción de .los
pitagóricos, las “escuelas” comienzan a existir solamente cuando co­
mienza la decadencia: con Platón y quienes lo siguen. Con la caída de
Ja democracia, y los estoicos, la filosofía se rigidiza en “escuelas” y;Lse
dedica más y más al comentario y la interpretación.
,Este último periodò comienza en él momento en que termina el
período de creación política democrática. Los años 404 —la derrota/de
Jos. atenienses en la guerra del Peloponeso- y 399 -la condena a .muer?
te de Sócrates- son en to simbólico fechas de igual importancia. Sócrates
es el último filósofo-ciudadano -y el demos de los atenienses dejó de ser
el demos de los siglos Vi y v-. Puede parecer paradójico que el. periodò

E l MUN1X1 FRAíiMliNTAlXi Wl
de decadencia que comienza en ese entonces haya producido dos de. los
mayores filósofos que hayan existido, Platón y Aristóteles- si bien Platón
el matricida se crió y se formó bajo la democracia.
Con Platón comienza la torsión (y distorsión) platónica que desde
entonces ha dominado la historia de la filosofía o por lo menos su co­
rriente principal. El filósofo deja de ser un ciudadano. Sale de la polis,
o se alza por sobre ella, y dice a los ciudadanos qué tienen que hacer, lo
que él deduce de su propia epistéme. Busca, y cree encontrar, úna onto­
logía unitaria -es decir, una ontología teológica-. En el centro de esta
ontología, como de todo lo demás, ubica la metaidea de lo determina­
do (peras, Bestimmheit). De esta ontología trata de derivar, el régimen
político ideal. Y más tarde (con los estoicos y, mucho más, con el cris­
tianismo) santifica la realidad, es decir, comienza a racionalizar lo exis­
tente en todos los ámbitos.
Nos es posible demorarnos apenas en el largo período intermedio.
Tiene lugar un nuevo nacimiento en Europa occidental, durante los
siglos XÍl y XIII, con la emergencia de la protoburguesía y la constitución
de las colectividades políticas -las nuevas o renovadas ciudades- que
quieren acceder al autogobierno. A partir de ese momento, la filosofía,
si bien situada bajo pesadas restricciones teológicas, vuelve a'conver-
, tirse en parte fundamental del movimiento emancipador de Occiden­
te, sin liberarse, empero, nunca por completo en su corriente central
de la torsión platónica.
A partir del siglo XVi, la lucha se vuelve manifiesta en el interior de
la filosofía misma. De este modo, la galaxia en despliegue de la filosofía
europea, desde Occam y Duns Escoto hasta Husserl y Heidegger, pre­
senta constantemente caracteres antinómicos. La filosofía participa en
ocasiones de los combates por la emancipación; las más de las veces,
permanece indiferente a ellos, y los mira en ciertos casos con hostili­
dad y desprecio. La actitud predominante sigue siendo, bajo formas
diversas, la que conduce a construir sistemas, sacralizar la realidad y
mirar la colectividad desde arriba. Esto a veces desemboca en tos más
extraños iresultados, como el de los pensadores “críticos" Marx y
Nietzsehe, quienes, sin duda, comparten la mentalidad de la sancta
rédito*(leyes-de la historia, “inocencia del devenir”, etcétera). Duran­
te todo este período, la principal contribución de la filosofía al movi­
miento emancipador no se halla tanto en los “contenidos” de las filo-

1§,8 C ornelius C astoriaois


Asofias sino en el sostenimiento de un debate abierto y del espíritu críti­
co. Así, a pesar de negaría en principio, la mayor parte del tiempo,
reinstaura de facto el ágora filosófica.
‘r* Exceptuando la idea de determinidad, los. rasgos que hesúbrayado
más arriba como característicos de la torsión platónica (y estoico-cris?
tiana) son manifiestos en Heidegger y subyacen en su proclamación
del “ fin de la filosofía”. El principio sancta realitas es en él decisivo. La
¿dominación planetaria de la tecnociencia se plantea como insuperable
;iío por obra de una reflexión sobre las posibilidades y fuerzas sociat-
;históricas (reflexión que, justificadamente, no podría arribar a ün re­
sultado categórico ni resolver la cuestión), sino a partir de proclama­
ciones totalmente arbitrarias y.estrictamente "metafísicas” (en el sentido
depreciativo del término) relativas al "destino del Ser”. Esto resulta
afín y se combina con la visión menos crítica posible -en realidad,
falta de información- respecto de la técnica y la ciencia contemporá-
neas9.
El fundamento "teórico” de la proclamación del fin de la filosofía
^brevemente hablando, que la filosofía es "metafísica” y que la metafí­
sica ha sido absorbida restlos, sin residuo, por la ciencia contemporá­
n ea- solamente adquiere sentido a partir de la tesis de Heidegger de
;que puede haber un "pensamiento del Ser” o un "pensamiento del ser
dél Ser” separado de toda reflexión relativa al ente o al ser del ente. La
¡tesis es estéril y carente de sentido a la vez.
Su esterilidad resulta manifiesta: en Heidegger, no condujo más que
a palabras roncas y pseudoproféticas (como das Gevier, etc.); en nin­
gún sitio puede verse, siquiera de manera aproximada, en qué consiste
el "pensamiento del Ser”. No es sorprendente que los epígonos de
[Heidegger se hayan mostrado incapaces de producir alguna cosa en
esta dirección, y que hayan tenido que confinarse dentro de la intermi-
ípable "interpretación” y "deconstrucción” de los filósofos del pasado.
>:.;Pero su tesis también tendría sentido al basarse en la presuposición
errónea de qué el objeto de.la filosofía es el que provee, por ejemplo, la
pregunta del Ser, o de por qué hay algo en vez de nada, etc. La verdad,
como lo he dicho más arriba, es que el objeto de la filosofía es la pré-;
Jgunta: qué debo, que debemos pensar -del Ser, del conocimiento del
Ser, del "Yo”, de "Nosotros”, de nuestra constitución política, de la
justicia, etc. Un resultado manifiesto de la restricción heideggeriana es

El mundo fragmentado 159


que toda reflexión política y ética, por ejemplo, deviene imposible, a
la vez por razones de “sustancia” (puesto que “no tenemos nada que
hacer, simplemente esperar”: Gelassenheit) , siendo esto, evidentemen-
té, consecuencia inmediata de la concepción de la historia como “don
y destinación del ser”, y por razones de “método”, puesto que, por ejem­
plo, la polis y todo el resto no pueden pertenecer sino a lo “óntico”, y no
constituyen, en consecuencia, un digno objeto del pensamiento del Ser.
¿Vale la pena subrayar la admirable concordancia de todo esto con
dte geistigeund politische Situation.det Zeit, la situación espiritual y polí­
tica de los tiempos? Esto por cierto no exime de tener que discutir su
sustancia. Mas tampoco puede olvidarse que estas proclamaciones apa­
recen en una época en donde las preguntas: ¿qué debemos pensar?,
¿qué debemos hacer? adquieren una inmediatez y urgencia trágicas. En
este sentido, la filosofía heideggeriana y sus vástagos no son más que
una de las expresiones (y uno de los factores menores) de la tendencia
general hacia la descomposición de la sociedad y la cultura occidenta­
les -es decir, hacia el desvanecimiento del proyecto de autonomía. Pero
esta tendencia, incuestionablemente real y cada vez más amenazadora
(no se esperó a Heidegger para ver y decir esto), no puede ser hoy
considerada por nadie como definitiva e irreversiblemente victoriosa.
No vivimos .todavía en la Roma o Constantinopla del siglo v10.
No existe.de hecho la posibilidad real de que la filosofía sea absorbi­
da por la tecnociencia. Lo que sí es posible, y que se desarrolla en efec­
to a nuestra vista, es que las verdaderas preguntas filosóficas sean ente­
rradas a una profundidad cada vez mayor, bajo una espesa capa de calmo
y blanduzco dogmatismo de metafísica positivista. Esto se hace, por lo
demás, en secreta complicidad con un “anarquismo/escepticismo” a la
Feyerabend: el “todo vale” expresa una posición profundamente posi­
tivista. Todo vale; en verdad, nada vale, pero algunas cosas valen de
manera provisoria; la cuestión de la verdad es una cuestión metafísica,
etc. Al mismo tiempo, en otros edificios de la Universidad, los histo­
riadores de la filosofía siguen masticando los frutos secos de su especia­
lidad y, en eí fabuloso libre mercado de las ideas, algunas sectas punk-
filosóficas ofrecen ideoclips para el consumo de los diferentes medios
de comunicación.
Debo dejar de lado aquí la cuestión de saber si, en la situación so-
cial-histórica presente, una persona aislada que reconoce lo que consi-

¿60 C ornelius CASTORtAnis


déro como las tareas auténticas de la filosofía y trabaja en ellas podría
hacer más que una obra personal. Cuál puede ser la resonancia de una
obra tal, en qué medida podría estimular una renovación de la activi-
dad filosófica, son evidentemente preguntas a las que no puede respon'
dérsé de antemano. Como en otros campos, la única máxima válida
también én este caso es haz lo que debas, pase lo que pase.
Por mi parte, quisiera, con ayuda de un ejemplo, hacer resaltar por
qué-considero imposible -de jure- la “desaparición de la filosofía en el
mundo de la ciencia tecnificada”.
Cuando la filosofía heredada, virtualmente en su conjunto, habla
del mundo o del ser físico (y psíquico), tiene en vista ya sea la Lebenswelt,
el “mundo de la vida” (la mayoría los antiguos filósofos, Kant en parte
y, evidentemente el Husserl de la vejez y Heidegger), o bien el mundo
“clásico" de la física matemática (a partir de Descartes). En los dos
casos, estas imágenes han jugado un papel decisivo, tanto como
paradigmas del ente (on, Se/endes) como de punto de partida para un
método. Pero la Lebenswelt (es decir, el retorno de Husserl durante su
vejez al punto de partida de Aristóteles) provee en verdad una superfi­
cie inicial común e indispensable, pero es una superficie resbaladiza,
llena de hoyos y arenas movedizas. Y el edificio físico-matemático “clá­
sico” yace en ruinas.
La cosa, el tiempo, el espacio, la materia se han vuelto más enigmá­
ticos aun de lo que hayan sido alguna vez. La física moderna, por regla
general sin saberlo, se encuentra incómodamente sentada sobre sus
cuatro pares de antinomias kantianas al mismo tiempo, a las que agre­
ga una multitud de otras nuevas. Su maravilloso “instrumento”, la ma­
temática, exhibe más y más su aterradora eficacia que ninguna razón
aparente justifica (las razones kantianas no son de ningún auxilio ante
una multiplicidad casi riemaniana de cuatro o, quizá, diez dimensio­
nes). La progresión de la matemática continúa a un ritmo alucinante,
pero revela al mismo tiempo el abismo situado en su fundamento. Los.
teoremas de la indecidibilidad (Gódel, Turing, Church) se combinan
con hipótesis paradójicas (axioma de la elección) para llevar hacia una
situación (Gódel y Paul Cohén sobre la hipótesis de lo continuo) en
donde deviene posible un número indefinido de teorías de conjuntos
“no euclidianas” (“no cantorianas” ).
La matemática aparece cada vez más como una creación libre de la

El m u nix > fragmentado 161


imaginación humana que trabaja bajo ciertas restricciones (consisten­
cia, economía). Pero también aparece a) extrañamente ligada con el
mundo físico; todas las teorías físicas están anatematizadas, aunque, a
veces, de manera müy extraña (como en el caso de la teoría cuántica)
y las consideraciones puramente matemáticas juegan un papel heurístico
enorme en la física contemporánea y b) en choque con restricciones,
necesidades y parentescos intrínsecos que no son de factura humana
Parece que estamos creando un mundo ideal de estratos múltiples, el
cual, de la manera más extraña y menos examinable, se encuentra a la vez
con un mundo físico de estratos múltiples y con un mundo “ideal” en sí.
Todo el mundo conoce, o debería conocer, la caótica situación teó-
rica de la física fundamental; una situación más sorprendente aún por
no obstaculizar en absoluto la precisión y eficacia de la física en los
campos de la experimentación, la observación y la aplicación, ni su
capacidad predictiva. Las dos teorías principales -relatividad general y
quanta- son ambas continuamente corroboradas por la observación y
la experimentación, mientras que cada una de ellas siempre contiene
profundos problemas sin resolver y se contradicen una a otra. El edifi­
cio clásico de las categorías -de ningún modo se trata solamente de la
causalidad- es una máquina rota que sigue fabricando productos mara
viílosos. Y podría seguir yo con esto durante páginas.
Sería inepto considerar todo esto como tocante a cuestiones sim­
plemente “epistem ológicas” o “metafísicas” incluso (en sentido
heideggeriano). Estamos en el corazón de la pregunta ontológica. ¿Cuál
es el ser de este ente (humano) que puede crear libremente formas que
revelan tener relación con, e incluso encontrar algo dado desde lo exte­
rior? Pero también: ¿qué debemos pensar del ser como tal, si el ser tam­
bién pertenece a un ente capaz de creación libre, la que a la vez en­
cuentra y fracasa en su tentativa de encontrar lo que es? Sería risible
qreer que estas preguntas se ven eliminadas por la “diferencia ontológica”
o la supremacía de la pregunta concerniente al “sentido del Ser”. La
pregunta sobre el “sentido del Ser”, en el giro resueltamente no- y anti-
aristotélico que Heidegger quiere imprimirle, carece de sentido, salvo
como pregunta antropomórfica, antropológica y/o teológica. ¿Quién
nos dijo, pues, que hay un sentido del Ser? Y la “diferencia ontológica”
es finalmente un pesado subterfugio (o chatura) sin un contenido sus­
tancial. Ser es inseparable de los modos de ser, inseparables de los en-

162 C ornelius C astori Anís


tes a su vez. En la jerga del clan: la presencia, como tal, ciertamente es
diferente de lo que es presente cada vez —pero la presencia misma cada
vez es diferente, se encuentra en un modo de relación diferente con lo
que se presenta. La presencia de un amante no es la presencia de Un
cocodrilo (en todo caso, no necesariamente). El fenomenalismo dedos
fenómenos por supuesto no es un dato fenom énico. Pero el
fenomenalismo del pensamiento, por ejemplo, no es el fenomenalismo
de una estrella. Hablar solamente de fenomenalismo (o de presencia, o
de presencia/ausencia, etc.) necesariamente deviene palabra hueca
(íogicon kai kenon, diría Aristóteles), lo que sencillamente significa:
algo es dado -es gibt, esíin einai-, algo debe ser dado.
Algo es dado -algo debe ser dado, pero ¿a quién? y ¿cómo? ¿Nos es
dada” la matemática o bien creamos nosotros la matemática? ¿En qué
región son “dados” los espacios hilbertianos de dimensión infinita? ¿Y
quién piensa el Ser? ¿Es el Dasein, ese espurio y heterogéneo construc­
tor (espurio y heterogéneo como casi siempre lo es el “sujeto” filosófi­
co) que ignora sus elementos constitutivos, yuxtaposición artificial de
componentes psíquicos, socíal-históricos y reflexivos salpicado con un
polvo que despide fuertemente los olores de la situación social-históri-
ca ligada con su fabricación y elecciones de valor como idiosincrasias
de su fabricante?
Si filosofamos (o incluso si “pensamos el sentido del Ser” ), debemos
preguntarnos: ¿quién es ese “nosotros”? y ¿qué es él? ¿Quién y qué soy
yo, cuando dejo de ser simplemente un Dasein y comienzo a pensar la
pregunta: quién y qué soy qua Dasein? La era más reciente asiste a la
amplia promoción de un potaje ecléctico, incongruente e irreflexivo
llamado “muerte del sujeto” (y del hombre, del sentido, de la historia,
etc.), bajo la invocación de Marx, Nietzsche y Freud, y también, extra­
ñamente, de Heidegger como garante filosófico. Pero era y sigue sien­
do imposible discernir en esta empresa la menor consciencia de las
verdaderas cuestiones que, a nivel filosófico, suscitan el psicoanálisis o
lo que puede ser válido del pensamiento de Marx o de Nietzsche. No
vale siquiera la pena recordar la evidente e irrefutable objeción que un
bachiller inteligente habría opuesto a esta retórica: si todo lo que di­
cen ustedes está determinado por vuestro inconsciente (o por vuestra
posición social, o cualquier otra interpretación), también lo está está
misma concepción que defienden (todo esto ya se sabía en Atenas há-

El. MUNIK) FRAUMENTADO 163


cia el 450 A.C.). Pero el problema sustantivo es: dado que es verdad
que en el núcleo del “sujeto" (cualquiera sea el sentido de este térmi-
no) una psiquis inconsciente motiva la mayor parte del tiempo sus
actos y, por ende, también sus juicios; dado que es verdad que nadie
nunca puede saltar por encima de su época o arrancarse de la sociedad
a la que pertenece; dado que es verdad que todo enunciado contiene un
elemento ineliminable de interpretación, correspondiente a la posi­
ción, al punto de vista, a los intereses del intérprete ^-dado que todo
esto es verdadero- ¿cómo somos capaces de una actividad autorreflexio-
nante, incluida la que nos conduce a los enunciados arriba citados, y a
todos los demás?
Ante esta situación -que, repito, básicamente no es nueva- y exclu­
yendo un escepticismo radical que se condena a sí mismo al silencio,
sólo parecen posibles dos posiciones.
O bien aceptamos la idea de que tal o cual individuo o filósofo -por
ejemplo, Heidegger o stuítiores minoresque alii- ha sido dotado, sin ra­
zón alguna, de la capacidad de enunciar la verdad (o la meta- o post-
vérdad) y, en todo caso, de proceder a proclamaciones que valen para
todos pero sobre las que no es posible ninguna investigación ulterior.
Volvemos simplemente entonces a la consagración como profeta de tal
filósofo en particular, es decir, volvemos a la posición religiosa.
O bien nos limitamos a la tradición greco-occidental y no recono­
cemos a ningún profeta -sea Dios o el Ser que habla por boca de ellos-.
Permanecemos entonces bajo la obligación del logon didonai, de dar
cuenta y razón de todo lo que decimos y hacemos en público. Logon
didonai nó significa, por cierto, demostración matemática o corrobora­
ción experimental -tampoco la investigación y exhibición de una “fun­
dación"-. Por el contrario, efectivamente implica que aceptamos la
crítica y. la discusión; y no es posible la discusión sin el requisito de
consistencia mínima (que no es una consistencia conjuntista-identitaria).
También tenemos entonces realmente que hacer frente a este desa­
fío: ¿cómo puede un ser psíquico, que al mismo tiempo es social-histó
rico, devenir una subjetividad reflexionante? A esta pregunta, la posi
ción kantiana no ofrece respuesta. No podemos conformarnos con el
punto de vista "trascendental" o, en otras palabras, con la simple dis­
tinción entre la quaestio juris y la quaestio facti, pues el "sujeto" que nos
interesa, que tiene una importancia decisiva para todo lo que pensa-

164 C ornelius C astori apis


mos y hacemos, no es un sujeto “trascendental” sino un sujeto efecti­
vo". Nos encontramos enfrentados a dos consideraciones a primera
vista antinómicas: sabemos, y no podemos argüir que no sabemos, qufe
para todo lo que pensamos y hacemos existen condiciones (¡no “cau-
sas”!) social-históricas; pero tampoco podemos simular ignorar que tra­
tamos de pensar, discutir y juzgar sin tomar en cuenta estas condicio­
nes, qué pretendemos validez para lo que decimos independientemente
del lugar, el momento, los motivos y las condiciones. Por consiguiente,
debemos reconocer la validez del punto de vista efectivo y del punto
de vista reflexivo a la vez. Y debemos hacer frente al hecho de que es
solamente en y por lo social-histórico (y apuntalándose sobre ciertas
capacidades de la psyché) que lo reflexivo (una de cuyas dimensiones
es lo “trascendental”) deviene efectivo. Si no podemos pensar en la
posibilidad y la efectividad de un compromiso entre eljus y elfactum,
sencillamente ya no podemos pensar.
Pero también sabemos que el pensamiento reflexivo, así como la
democracia, tampoco están presentes desde siempre. Esta ha emergido,
ha sido creada por intermedio de la actividad humana en cierta época
y lugar (tras lo cual es claro que deviene virtualmente accesible a todos
los humanos). Debemos, por lo tanto, reconocer en ella una creación
humana; así, también de esta forma, esto nos lleva a reconocer sin más
el hecho, a todas luces evidente, de que la historia humana es creación
-creación de significaciones y de instituciones que las encarnan, del
individuo social a partir del material de la psyché, y de la subjetividad
reflexionante. Ubicándonos entonces en el punto de vista de la tradi­
ción a la que la filosofía y la democracia pertenecen, podemos ver que
casi todas las sociedades se han instituido como heterónomas en y por
la clausura de sus instituciones y significaciones. Asimismo, podemos
ver que filosofía y democracia son manifestaciones gemelas de una rup­
tura social-histórica que ha creado el proyecto de autonomía (social e
individual). El sentido de este proyecto es el rechazo a ta clausura y la
instauración de una nueva relación entre lo instituyente y lo instituido
a nivel colectivo, entre la imaginación radical y el individuo socializa-:
do a nivel del ser humano singular, entre la incesante actividad reflexi­
va del pensamiento y sus resultados y alcances en cada momento dado.
Se trata aquí de creaciones. No hay ningún medio de mostrar que la
condensación de las galaxias, el BigBango las propiedades combinatorias

El W UNÍXl FRAGMENTADO 165


del carbono fueran condiciones necesarias y suficientes para la emer-
gencia de la democracia y la filosofía. Por un lado, esto vuelve a con­
ducirnos a la pregunta ontológica: existe por lo menos un tipo de ser
capaz de alterar su modo de ser -y esto es un modo de ser; luego, perte­
nece a lo que pensamos del Ser-. Por otro lado, esta creación contiene
la creación de un espacio socíal-histórico y de un tipo de individuo (la
subjetividad reflexionante) en donde y para quien la cuestión de da
verdad puede surgir y elucidarse de manera no vacía. Esto significa qüe
lo reflexivo pertenece a lo efectivo -y que lo efectivo puede contenér
lo reflexivo. Nada tiene que ver esto con un Geschic/c des Seins, uría
destinación/don del Ser. La creación del proyecto de autonomía, la
actividad reflexiva del pensamiento y la lucha por la creación de irísti*
tucipnes autorreflexivas, es decir, democráticas, son resultados y manb
festaciones del hacer humano. Es la actividad humana la que ha enr
gendrado la exigencia de una verdad que parte el muro de las
representaciones de la tribu instituidas una y otra vez. Es la actividad
humana la que ha creado la exigencia de libertad, de igualdad, de jus­
ticia, en su lucha contra las instituciones establecidas. Y es nuestró
reconocimiento, libre e histórico, de la validez de este proyecto y de la
efectividad de su realización, hasta aquí parcial, el que nos enlaza con
estas exigencias -de verdad, libertad, igualdad, justicia- y nos motiva
para la continuación de esta lucha.
Trabajar bajo estas exigencias es, pues, una tarea a la vez política y
filosófica, en todos los sentidos de estos términos. Desde el punto de
vista más específicamente filosófico, la clausura que encontramos ante
nosotros es la clausura conjuntista-identitaria que, desde los estoicos,
ha dominado la filosofía cada vez más. Desde este punto de vista, la
idea de un *‘fin de la filosofía” no expresa sino la impotencia ante la
clausura conjuntista-identitaria y el.vano intento de escapar a ella re­
fugiándose en seudo-poemas y seudo-poesías disfrazados de pensamiento;
La noche sólo ha caído para los que se han dejado caer en la noche.
Para los que están vivos, héíios neos eph’hémerei estin el sol es nuevo
cada día (Heráclito, Diels 22, B 6).

Francfort, noviembre de 1986


París, octubre de 1988

166 C ornelius C astoriaois


N otas

* Las ideas de este texto han sido expuestas primeramente en ocasión de una
conferencia en la Universidad Goethe de Francfort, en noviembre de 1986. La
versión aquí publicada es la de una conferencia dictada en el Skidinore College
{octubre de 1988) y publicada en Sfllmagtmdi N ° 82-83 (primavera-verano de
1989).

* Por mi parte, he tratado la cuestión en “Le mouvement révolutionnaire sous le


capitalisme moderne", S. ou B., números31,32 y 33 (1960-1961), reproducido
ahora en Capitalisme moderne et Révolution, París, 10/18,1979, vol- 2 y en varios
otros textos, entre ellos, “La crise de la société moderne" (196.5, ibíd.), y
“Transformation sociale et création culturelle” ( 1978, retomado en Le Contenu
dit socialisme, Paris, 10/18, 1979).
1 Cf. los textos citados en la nota anterior.
3 Cf., por ejemplo, y entre muchas otras formulaciones, “No debemos hacer nada,
sólo esperar” (“Pour servir de commentaire à Sérénité", Questions IU, Paris,
Gallimard, 1966, p. 188). La entrevista postuma de Dey Spiegel es igualmente
enfática en este punto.
4 Así, El pensamiento débil, Gianni Va timo y Pier Aldo Rovati, Cátedra, Barcelo­
na, 1989 y Gianni Vatimo, El fin de la modernidad, Gedisa, Barcelona, 1987-
3 -Excepción hecha de Chilón el Lacedemonio, uno de los Siete Sabios-. La
monstruosa (y, éh el punto decisivo, claramente polítical reaccionaria) “ inter­
pretación" de Heidegger del célebre stasimon de Antífona (“Numerosos son los
terribles, pero nada más terrible que el hombre...”) al final de su introducción a
la metafísica lo muestra profundamente ajeno al mundo y al espíritu griegos.
6 Cf. las últimas páginas de La sentencia de Anaximandro, 1946, en donde
Aristóteles, Platón, Heráclito, Parménides y Anaximandro son presentados como
pensando “ lo mismo". (Incluido en Sendas perdidas, Ed. Losada. Bs. As., 1960).
7 Véase mí texto “La polis griega y la creación de la democracia” ( 1983), incluido
en Los dominios del hombre, op. c/t.
a Lo peor: la mayor parte del tiempo, los filósofos políticos occidentales-por ejem­
plo, Leo Strauss- tienen la costumbre de hablar acerca de “pensamiento políti­
co de los griegos” entendiendo por esto Platón (y en mucha menor medida,
Aristóteles). Es como si se hablara del “pensamiento político de la Revolución
Francesa” citando a Bonald, de Maistre o Charles Maurras.
9 Heidegger escribe (en el “Prólogo” de "Temps et ] tre” -Questions /V, París,

El MUN1X) FRAGMENTAIX) 167


Gallimard, 1976, p. 12) que Werner Heisenberg estaría “en busca” de la “fór-
nuda absoluta del mundo". Fórmula absolutamente absurda de la que no he
podido encontrar huella en los escritos de Heisenberg. Hay cuanto mucho una
frase (banal, para quien está al tanto de la labor de la física moderna) en sus
Gifford Lecturesde 1955-1956 (Physics and Philosophy, Penguin, Londres, 1989,
p. 155) que expresa la “esperanza" de que un día se llegue a una “comprensión
tptál” de la "unidad de la materia”; evidentemente se trata de las teorías llama­
das “de unificación”, que efectivamente han avanzado mucho desde entonces
-y en modo alguno de la “fórmula absoluta del mundo”-. Heisenberg expresa de
manera totalmente explícita sqs dudas sobre la posibilidad de reducir los fenó­
menos de lo viviente a meras leyes físico-químicas (ibíd., p. 143, 187). Es alta­
mente improbable que Heisenberg haya podido pronunciar alguna vez un ab­
surdo tan absoluto como el de "la fórmula absoluta.del mundo" (era uno de los
últimos grandes físicos qUe poseían un conocimiento y sentido de la filosofía).
Pero, aun si en alguna ocasión lo hubiera hecho, uñ filósofo tendría que haber
sonreído tristemente ante esto, a la ve2 por razones de principio y porque debe­
ría saber que desde Newton, pasando, por lord Kelvin y George Gamow, hasta
los promotores contemporáneos de la TOE (théory of everything, teoría del todo),
los físicos han proclamado periódicamente }a llegada de uña teoría que pondría
fin a todas las teorías; por supuesto, una y otra vez los periodistas han propagado
rápidamente la Buena Nueva. En realidad Heidegger cree ingenuamente en la
ciencia y la técnica modernas del mismo modo que lo hace un empleado de
banco aficionado a revistas de vulgarización científica. Nunca vio (as profundas
antinomias y aporías internas de las que está colmada la ciencia contemporá-
nea.
10 A veces se oye decir a personas simpáticas, honestas y sinceras: pero usted no
puede negar que Heidegger es el crítico de la técnica moderna. Evidentemente,
no se trata de un provincianismo y una ignorancia “epocales”. La crítica a la
técnica moderna comienza por lo menos con Rousseau y los románticos, sigue
presente durante todo el siglo XIX (por ejemplo, William Morris, Ruskin, etc.) y
se convierte en lugar común en Alemania entre uno y otro siglo con Max Weber,
Tonnies, Alfred Weber, Simmel, etc. El capítulo “La reificación y la conscien­
cia del proletariado” en Historia y conciencia de cíase de G. Luckáks (1923), que
desarrolla las ideas de Marx y Max Weber, contiene, tras oropeles claramente
marxistas, la mayoría de lo que, en este punto, tiene algún contenido en Ser y
tiempo (1927) y Ein/ü/irung in die Metaphysik (1935). Debe mencionarse asimis­
mo, dentro del mismo contexto, la Escuela de Francfort. (Nadie parece haber
destacado que gran parte de los escritos de M. Foucault no son sino una aplica­
ción de las ideas de Lukaks y de la Escuela.de Francfort a algunos campos espe­
cíficos.) En síntesis, la crítica a la técnica moderna y el mundo por ella creado,
la sociedad reificada y la Entzauberung der Welt corría por los desagües de la
Alemania de Weimar (y los otros países europeos; véase por ejemplo D. H.

168 C ornelius C astoriadis


Lawrence), y era un caballito de batalla de los oponentes de “derecha” tanto
como de “izquierda” a la sociedad capitalista. El "agregado” de Heidegger ha
sido el hacer de la técnica el resultado de la “metafísica occidental”, en lugar de
ver que a) el nacimiento del capitalismo y la emergencia, digamos, de Desear-
tes/Leibniz son manifestaciones paralelas de un nuevo imaginario soc ia l-h istèri­
co (ni la metafísica de Plotino ni la de Tomás de Aquino “produjeron” la técni­
ca moderna o el capitalismo); y b) simultánea, y antinómicamente, el proyecto
de autonomía (el movimiento emancipador o democrático) nunca dejó de ma­
nifestarse durante ese período y de interferir -en una relación extremadamente
compleja de antagonismo y contaminación recíprocos- con el proyecto capita­
lista de expansión ilimitada del seudodominio seudorracional. Pero, evidente­
mente, para Heidegger el movimiento democrático no puede ser nada más que
otra expresión del moderno olvido del Ser.
Como se sabe, o debería saberse, Kant vacila en este punto. Constantemente
habla de "nosotros hombres" (wir Menscfien) y de los "intereses de nuestra ra­
zón” -y construye un sujeto trascendental del que nunca se sabe si representa el
modo en que funcionamos efectivamente o en que deberíamos funcionar. En
síntesis, la respuesta “trascendental” deja a oscuras la cuestión del estatuto
ontològico del sujeto cognoscente. Véase al respecto “Alcance ontològico de la
historia de la ciencia", Los dominios del hombre, op. cit. y, en lo que concierne a
la relación entre la psiquis y el pensamiento reflexivo, el cap. VI de La institu­
ción imaginaria de la sociedad, la primera parte, “Psyché" de Las encrucijadas del
laberinto y, en este mismo lugar, “El estado del sujeto hoy" (Incluido en El psL
coanálisis. Proyecto y elucidación).

El MUNITO FRAOMENTAITO 169


’ :;fö
T iempo y creación *

Cuando pensamos el tiempo -como cuando de hecho pensamos


cualquier cosa-, nos resulta imposible evitar una división insuperable:
'Tiempo para nosotros -o para un sujeto o ser para sí, con diversas
características evidentes y enigmáticas a la vez (aunque más no fuera
su pulverización entre todos lós sujetos efectivos y posibles);
'Tiempo en el mundo o del mundo, como receptáculo y dimensión
de todo lo que pudiera aparecer, y como orden y medida de esta apari­
ción.
Llamémoslos provisoriamente tiempo subjetivo y tiempo objetivo.
Surge entonces de inmediato la cuestión del tiempo como tal, de un
tercer término que posibilita hablar del tiempo subjetivo y del tiempo
objetivo en tanto tiempo. El tiempo como tal aparecería así sobrepa­
sando no sólo los diversos tiempos subjetivos -el mío, el de ustedes, el
tiempo de los aztecas y el tiempo de los occidentales, el tiempo de las
ballenas y el tiempo de las abejas-, es decir, las variedades de tiempos
privados o tiempos para un sujeto, sino también todos los tiempos par­
ticulares cualquiera sea su naturaleza, incluido el tiempo objetivo y sus
fragmentaciones posibles (tal fragmentación existe para la relatividad
general), y posibilitanto, por medio de innúmeras articulaciones y
encastres cruzados, su ajuste recíproco o, al menos, su acomodación y
"correspondencia”.
De este modo, hablamos, podemos hablar y tenemos la obligación
de hablar de tiempo en general, pero siempre teniendo en cuenta de
que hay varias especies de tiempos -o varios sentidos para este térmi­
no, del mismo modo que Aristóteles decía del ser que es unpollachos
legomenon, un término utilizado de varias maneras diferentes-. La men­
ción a Aristóteles en este punto no es accidental: me propongo soste­
ner que el tiempo es inseparable del ser. No es que se nos ocurra otor­
gar sentidos diferentes a un mismo termino "tiempo” sino que hay
diferentes categorías de tiempos..Por qué son categorías del tiempo, es
decir, qué es lo que tienen en común o, para expresarlo de una forma

El m u n d o fr a g m e n t a d o 171
más radical, por qué hay unidad y unicidad del tiempo-si la hay-: son
éstas preguntas para las que sólo es posible una tentativa de respuesta
muy compleja. La situación al respecto es idéntica a la concerniente al
ser y, si pienso acertadamente, por las mismas razones profundas.
He hablado de tiempo subjetivo y objetivo. ¿Por qué retomar y vali­
dar esta vetusta y banal distinción entre lo subjetivo y lo objetivó?
Volveré más adelante a esta cuestión. Por el momento, afirmo que hay
ser como sujeto, o que hay seres que son sujetos, á saber, que son para sí
mismos. Por ejemplo: nosotros. Pero un sujeto no es nada si no hay
creación de un mundo para él en una clausura relativa. Este mundo
(receptáculos, elementos, relaciones, etc.) es lo que es para el sujeto, y
no sería así y tal como es si no hubiera un sujeto y ese sujeto (y/o esa
clase de sujetos, etc.). Esta creación siempre es creación de una multi­
plicidad. Sólo podemos encontrar esto ante nosotros y constatarlo; no
podemos producirlo ni deducirlo. Esta multiplicidad se despliega siem­
pre en dos modos: el modo de lo simplemente diferente, como diferen­
cia, repetición, multiplicidad ensídica (eonjuntista-identitaria); y el
modo de lo otro, como alteridad, emergencia, multiplicidad creadora,
imaginaria o poiética (véase Nota al final de este texto).
Pero afirmo también que la subjetividad no agota el ser (a menos de
dejarse llevar uno por un delirio solipsista absoluto). Ante todo, ¿de
qué sujeto se trata? Hay otros sujetos y modos de ser sujeto; no hay
ninguna posibilidad de que yo llegue a construir la organización y el
funcionamiento existentes y eficaces para sí de un cocodrilo o de un
panal de abejas como producto de mi conciencia (trascendental). Asi­
mismo, tampoco puedo olvidar que el mundo del panal implica nece­
sariamente el mundo de las plantas con flores; o -para detener aquí
una sucesión ilimitada de inferencias- que el mundo de las plantas se
relaciona con ciertas propiedades de la materia inorgánica o con tas
posibilidades que ella ofrece. Es cierto que todo lo que voy a decir
sobre todo esto también está codetermínado, coorganizado de manera
decisiva por mí en tanto sujeto. Pero -y volveré sobre este argumento-
aunque piense la organización que en tanto sujeto pensante impongo
yo a lo que es, o la organización que los seres vivos en general al mismo
tiempo exhiben en sí mismos e imponen a su mundo, sigue siendo cier­
to que ni una ni otra podrían existir si el mundo, como tal, en sí, no
fuera organizable. Los sujetos no pueden existir fuera de un mundo, ni

1¡72 C ornelius C astoriahis


en cualquier mundo concebible. El sentido del término objetivo es
aquí la posibilidad que ofrece lo que es a los sujetos (posibilidad am­
pliamente independiente de éstos) en tanto seres para sí, de existir en
Un mundo y de organizar, cada vez de otra manera, lo que es.
De ésto se siguen dos consecuencias:
En primer término, en todo lo que decimos del mundo, nunca pode­
mos separar rigurosa y absolutamente, a nivel último, los componentes
subjetivo y objetivo.
En segundo lugar, no podemos confinar los dos modos de ser de la
diferencia y la alteridad al mundo de los sujetos; ellos son inherentes al
mundo como tal. Hay multiplicidad ensídica: hay algunos árboles, en
plural; una vaca produce terneros y no loros, etc. Y hay multiplicidad
creadora, poiética: un jaguar es otro que una estrella de neutrones, un
compositor es otro que un pájaro cantor.
Estas dos implicaciones -así como, la mayor parte del tiempo, sus
premisas subyacentes- han sido subestimadas o ignoradas en su conjun­
to por la filosofía heredada. Y esto, en más de dos maneras que de una.
Primeramente, en el nivel más abstracto, la filosofía heredada tra­
baja con una separación radical entre el sujeto y el objeto. El resultado
de esto ha sido una vacilación entre una posición (Emste/lung) subjeti­
va y una posición objetiva. Esta situación no cambia sino que más bien
alcanza un grado extremo cuando una de las dos posiciones absorbe
totalmente la otra -como ocurre con el idealismo o el materialismo-.
Es lo que tiene lugar a nivel gnoseológico con el empirismo
(inductivismo) y el apriorísmo. Ambas visiones se desentienden de que
hay sujeto y de que todo mundo es mundo para un sujeto, así como no
podría haber sujeto y un mundo para ese sujeto sin un mundo que se
preste a la existencia de sujetos y (otro aspecto de lo mismo) le permita
conocer algo del mundo. Ya sea que consideremos la “fe perceptiva”
(Husserl, Merleau-Ponty) de mayor ingenuidad o bien el pensamiento
filosófico o científico más sutil, siempre nos encontramos en medio de
un mundo subjetivo que no podría ser ni ser lo que es por el simple
hecho de que el sujeto es. Pero lo mismo es cierto a nivel ontológico,
cuando la determinación esencial del ser subjetivo, su autocrcación en
tanto ser subjetivo le es rehusada -o bien, cuando se la rehúsan al ser
del mundo, considerado como reunión de elementos sometidos a de­
terminaciones perennes c idénticas a sí mismas.

El m u n o o fragm entado 173


Segundo: a un nivel más concreto pero no menos fundamental, con
la simple polarización o separación entre sujeto y objeto, la filosofía ha
ignorado lo sotial'histórico, tanto como ámbito propio y modo de ser
como fundamento y médium, de jure y de facto, de todo pensamiento.
Puede verse esto en la manera en que la filosofía, de Platón, a Heidegger,
ha estructurado su terreno. Lo ha hecho postulando una dupla polar: el
sujeto o ego por un lado (psyché, animus), conciencia trascendental,
ego, Dasein como el je eigenes, je meines = lo que es Cada vez me es.
propio, lo mío); por el otro, el objeto o mundo (cosmos, creación, na-
turaleza, trascendencia, Welt y/o Ser), Lo que así permanece oculto,
jamás tematizado, jamás comprendido en su propio peso y carácter fi­
losóficos -como condición, médium, fuente de formas y activo coautor
de todo proceso de pensamiento-, es lo social-histórico, que siempre,
de facto y de jure a la ve2, es co-sujeto y co-objeto del pensamiento. La
encamación efectiva y concreta del pensamiento ciertamente es la sub­
jetividad pensante y autorreflexionante; pero esta subjetividad misma
es una creación socíal-histórica.
El doble resultado de este ocultamiento ha sido:
- que la subjetividad de la que habla la filosofía heredada sea siem­
pre una construcción espuria que, en proporciones variables, combina
elementos de lo psíquico propiamente dicho, del entendimiento y de
la razón sociaí-históricamente instituidos, y de la actividad autorre-
flexionante del individuo social en determinada etapa de la historia;
- que el mundo (o el ser) qonsidcrado por esta filosofía es pensado
independientemente de su construcción (es decir, creación) social-his-
tórica con la consecuencia, entre otras, 1) de que la cuestión del mun­
do como piso para las creaciones social-históricas diferentes se ve en­
cubierta, y 2) que el carácter profundamente histórico del conocimiento
—y la existencia de una verdadera historia del conocimiento- o bien es
convertido en imposible (Kant), ignorado, reducido a un momento del
“olvido del Ser” (Heidegger), o bien se ve devaluado por versiones
puramente relativistas, “sociológicas” u otras -que en todos los casos
eliminan la cuestión de la historia de la verdad y de la verdad como
historia. .
: >.No es mi propósito aquí tratar de por sí la situación heredada. Me
limitaré, a, discutirla brevemente sobre la base del ejemplo del proble­
ma del tiempo.

' -Cornelius C astori adis


Como lo muestra Paul Ricoeur (en Temps et Récit especialmente,
voi. Ili), la filosofía se ha ocupado siempre ya sea del tiempo subjetivo
O fenomenològico (Agustín,, Husserl, Heidegger -en lo esencial de lo
que éste escribió al respecto-), ya del tiempo objetivo o cosmológico
'('Platón, Aristóteles, la “comprensión vulgar” del tiempo según
Heidegger: Ricoeur sólo menciona a Platón al pasar, y ubica también a
Kant en esta categoría, decisión esta última que suscita problemas que
no puedo discutir aquí). Como resultado, todo adelanto en la com­
prensión de uno no ha hecho sino multiplicar las dificultades para la
comprensión del otro, así como, de uno u otro modo, para tratar de
tender un puente por sobre el abismo que los separa. Esta división pue-
de entenderse e interpretarse fácilmente sobre la base de lo dicho ante­
riormente. La filosofía se ha concentrado:
: -ya sea sobre un tiempo cosífícado, identitario (ensfdico), que
¡presumiblemente forma la columna vertebral de la experiencia física y
que, como tal, debe ser esencialmente medible; que debe ser, pues,
considerado fundamentalmente desde la perspectiva de la repetición
de lo idéntico (periodicidad, etc.), ignorando así, entre otros muchos
enigmas, el dato primero de la emergencia de là alteridad;
-ya sea sobre un tiempo vivido, tiempo de la experiencia del sujeto,
que como tal sólo puede ser cada vez subjetivo al extremo, en el senti­
do despreciativo del término subjetivo (je meines, je eigenes -dice
Heidegger-), lo que hace de la existencia de un tiempo público tanto
como de un tiempo cósmico una aporía intratable o bien un efecto de
la degradación del sujeto (del Dasein) en la cotidianidad y la
inautenticidad, de su olvido del Ser.y del encubrimiento de éste por los
entes que se encuentran sencillamente “a la mano” (Vor/wndenes).
Los efectos fatales del ocultamiento de lo social-histórico sobre este
pùnto pueden ser ilustrados. Si, como debía haberse hecho, se hubiera
ubicado lo social-histórico en el punto de partida de la reflexión, una
habría disuelto una parte de las aporías del tiempo y la otra, visto com
Una luz diferente. Así, podría haberse percibido de inmediato la solida­
ridad y la diferencia entre tiempo identitario y tiempo imaginario a ía
vez; el apuntalamiento necesario del primero sobre el primer estrato
natural (por ende, sobre el tiempo cósmico); la alteridad fundamental
de los tiempos imaginarios instituidos por otras sociedades, opuesta a
la relativa homogeneidad y conmensurabilidad de sus tiempos

E l munito fragmentaixt 175


identitarios tomados como tales (en separación abstractiva). Se habría
visto también que cada sociedad, en tanto ser para sí, crea su tiempo
imaginario propio, consustancial a su ser-así (ser-sociedad, ser tal so­
ciedad en particular).

II

A fin de ilustrar las aporías engendradas por los abordajes objetivo


(cosmológico) y subjetivo (fcnomenológico), será de utilidad discutir
brevemente los enfoques de dos de sus más eminentes representantes.
Dejando a Platón de lado -en el Timeo (37 d), el tiempo es plantea­
do claramente como un orden identitario, objetivo, mensurable, de
todo lo que pertenece al mundo-, encontramos en Aristóteles la pri­
mera exposición sistemática y completa desde el punto de vista objeti­
vo o cosmológico. La muy conocida sedes materias es el Libro IV de la
Física, capítulos 10-14 (217 b 29 - 244 a 17). Sin entrar en las comple­
jidades y extraordinaria riqueza, sutileza y solidez de la argumentación,
nos limitamos a relevar la solución ofrecida por Aristóteles, como de
costumbre, bajo la forma canónica de una definición:
"El tiempo es el número (número: número, medida] del movimiento
según el antes y el después” (219 b 1-2; 220 a 24-23). Recordemos que
para Aristóteles el movimiento no solamente es el movimiento local
sino el cambio en general (sentido reafirmado en varios lugares de Físi­
ca /V ). El tiempo no es el cambio (movimiento) sino una de sus deter­
minaciones esenciales. Y también es una de las determinaciones esen­
ciales del movimiento el ser medible.
Convengamos en esto. No podemos, sin embargo, evitar la pregun­
ta: ¿qué es “el antes y el después” ? La explicación provista en 219 a 10-
25 delata un deslizamiento habitual mente velado por los intérpretes y
comentadores armonizadores de Aristóteles. A pesar de la (en la Física
y otros textos) repetida tesis física y metafísica según la cual el movi­
miento local no es sino una de las especies del cambio (métabolé, Ffs.
IV, 10, 218 b 19), el cual comprende además la generación y la corrup­
ción, la alteración, y el incremento y el perecer (Fís. VIH, 7, 261 a 27-
36), es decir, el cambio según la esencia, la cualidad, la cantidad y el
lugar, Aristóteles, en este y otros sitios (219 a 11-25; cf. Fís. VIII, 7,

17 6 Cornelius C astor iaois


261 a 26-27), afirma que el movimiento local es "primero” (en el sen­
tido de lo más importante) y que "el antes y el después” primeramente
(originariamente) está en el topos -el lugar, la ubicación, el espacio.
Tendríamos que considerar, pues, que “el antes y el después” traducen
un orden espacial -el “antes” y el “después” de un cuerpo en movi­
miento -que sigue el orden temporal (akolouthein, 219 a 19), puesto
que el movimiento (definido localmente) y el tiempo se acompañan
siempre uno a otro (ibíd.). Pero todo orden espacial es por necesidad
arbitrario, (El que para Aristóteles no sea absoluto tal carácter arbitra­
rio, puesto que la tierra tiene una posición privilegiada o más bien
única, es aquí irrelevante. No medimos los movimientos en relación
con el centro de la tierra.) Es por ello que se insinúa inevitablemente
un elemento subjetivo en la visión cosmológica de Aristóteles acerca
del tiempo. Esto se hace manifiesto en las formulaciones de Physique,
IV, 11: "...nosotros tomamos conocimiento del tiempo cuando hemos
definido el movimiento habiendo definido el antes y el después; y de­
cimos que ha transcurrido tiempo cuando percibimos el antes y el des­
pués en el movimiento”. "Pues no es sino cuando comprendemos
(noésomen) que los extremos son otros que el medio, y el alma pronun­
cia que los instantes presentes (nun) son dos, no es sino entonces que
decimos que eso es tiempo...” (219 a 22-25; 26-29). El antes y el des­
pués deviene así una noción primitiva, cuya comprensión debe recu­
rrir a alguna imposición de orden por el alma (el observador). Volveré
a esto más adelante.
Siete siglos más tarde -y dejando de lado a los estoicos y a Plotino-
encontramos en Agustín a la vez la primera formulación clara del abor­
daje subjetivo y el rechazo a ía concepción de “un filósofo”, concep­
ción que muy probablemente cree Agustín perteneciente a Aristóteles,
a quien, con igual probabilidad, no leyó o, si leyó, no comprendió.
Comienzo por el segundo punto. El tiempo -dice Agustín- no puede
ser el movimiento, pues vemos que este mismo movimiento tiene lugar
en duraciones diferentes (Con/esiottes, XI, XXIII 33-40; XIV, a 1-5).
Este argumento evidentemente nada tiene que ver con la definición de
Aristóteles. Aristóteles no escribió que el tiempo fuera el movimiento
(sino explícitamente lo contrario); escribió que el tiempo era una de
las determinaciones esenciales del movimiento, es decir, su medida. Si
el “mismo movimiento” tiene lugar con duraciones diferentes, senci-

El MONI V) 1;RAOMI:NTAÜO 177


llámente deja de ser el mismo movimiento, puesto que su medida tenv
poral es una de sus determinaciones esenciales. Ninguna persona en su
sano juicio supondría que Aristóteles ignoraba la diferencia entre re­
gresar ai su casa caminando y regresar corriendo, o entre la tortuga y
Aquiles. Pero el desgraciado argumento de Agustín también oculta la
apóría central de su posición: ¿cómo sabe él que las dos “duraciones
diferentes” del mismo movimiento són diferentes sino comparándolas
con un tertium quid, por ejemplo, con otro movimiento que en princi­
pio transcurre a un ritmo constante durante el mismo “tiempo” ? Aquí,
el “mismo movimiento” no puede significar sino los mismos puntos
espaciales extremos; por lo tanto, el argumento carece de sentido.
Agustín continúa diciendo: non estergo tempus corporis motus (XXIV,
29); luego, el tiempo no es el movimiento del (de un) cuerpo: por
ende, medimos tanto el movimiento como el reposo con nostra dimensio,
nuestra medida. Pero ¿podríamos medir el reposo si todo estuviera en
reposo? Un aristotélico por supuesto señalaría que “medimos” el repo­
so como el tiempo durante el cual se ha desplegado otro movimiento
medido, es decir, refiriéndonos al movimiento y por comparación con
el mismo.
Pero si bien la dialéctica de Agustín es débil, resulta sólida su intui­
ción central. Podemos medir el tiempo -dice- porque hay una distentio
(distando: extender, desplegar) -una extensión o distensión o desplie­
gue. ¿Distentio de qué? Distentio animi -una extensión, una separación
del espíritu. ín te anime meus témpora metior: mido los tiempos en ti,
espíritu mío (XI, XXVII, 26). Y mido esta distentio por cuanto aliquid in
memoria mea metior quod infixum manet -mido algo que permanece fija­
do en mi memoria (ibíd., 24-25).
Así, el tiempo se encuentra en estricta correlación con la capacidad
o posibilidad del espíritu para medir la afección (o impresión:
áffectioném) quam res proetetereuntes ... faciunt... et manet, ipsa metior
presen tem; es esta impresión misma producida por cosas precedentes,
qúe permanece, la que mido como presente (o porque ella siempre es
presente) (XVII, 4-6). El tiempo es en realidad la distentio a través de la
que vive el espíritu y que queda (en la memoria), que por lo tanto
puede ser recordada, llamada a presentarse como inalterada -al menos,
inalterada en tanto distentio-. (Por cuanto se trata de la medida en
sentido*propio, aquí se trata claramente de una posición insostenible:

178 C ornelius C astori aw $


volveré sobre este punto.) Asi, el futuro, el aún-no (non dum), “se con-
sume en el pasado”, y el pasado, el ya-no-aquí, crece (cresdt), pues el
anitnus es capaz de sostener tres actividades o posturas: et expecteh et
adtendit, et meminit, él guarda expectativa (espera), presta atención a
(o cuida de, se preocupa por - {Heidegger!), rememora o recuerda
(XXVIII, 1-6). De este modo, (o; en vistas de esto) “lo expectado pasa
(transeat) a través de aquello a lo que se presta atención en lo que se
recuerda”. El animus, el espíritu, es en el tiempo y/o hace ser el tiempo
por cuanto es una distentio que une estos tres “momentos”: la expecta­
ción, la atención, la memoria. Si es también capaz de medir el tiempo,
es en función de esta rara posibilidad de cuantificación limitada por el
incremento de recuerdos en la memoria. ;
Puede entonces volver Agustín (Libro XII) a la pregunta que lo
había empujado por este traicionero camino y que sigue siendo el mo­
tor de su búsqueda sobre el tiempo. “¿Qué hacía Dios antes de la crea­
ción?” pregunta estúpida y blasfema que en principio encuentra su res­
puesta gracias a la distinción entre la eternidad como nunc stans,
presente inmutable, y tiempo, que sólo pertenece a lo creado. Pero si el
tiempo no está ligado con el animus creado solamente en cuanto a su
medida o percepción sino de manera esencial -como tiende a mostrar­
lo el desarrollo del Libro XI- surgen de esto serias dificultades, las que,
en el Libro XII de las Con/esiones, llevarán a Agustín a una flagrante
contradicción, como se verá en un instante. Mientras tanto, debemos
señalar la decisiva influencia de Agustín sobre las concepciones del
tiempo de Kant, Husserl y Heidegger.
Analizamos a Agustín para ilustrar una posición fundamental y sus
aporías. Agustín no dice, y no podría decir: hay tiempo solamente por
cuanto hay animus y distentio tmimi. Dice -como se ha visto- y debe
decir: mido el tiempo por esta distentio. De esto resulta una imposibili;
dad que todos los abordajes subjetivos del tiempo comparten. ¿Cómo
podría una distentio animi suministrar un tiempo común, público y una
medida común del tiempo? ¿Cómo podría siquiera proveer de una mer;
dida en el propio sentido del término (debe suponerse que Agustín
sabe qué significa metior, “yo mido”) del tiempo privado, subjetivo,
personal mismo? Los referentes de Agustín son puramente subjetivos
(aun si se sostiene que no son psicológicos): expectación, atención,
memoria. Para llegar a un tiempo común y a una medida común del

El m u n ix ) f r a g m e n t a d o 179
tiempo, todos los animi debían ser dotados a priori no sólo de una capa­
cidad abstracta de medir el tiempo sino también, de la capacidad de
medir el mismo tiempo y estrictamente de la misma manera. Señale­
mos a! pasar que, en esta perspectiva, la existencia de un fluir del
tiempo con igual dirección para todos los sujetos debe considerarse
como un simple hecho, que no puede ser sometido a elaboración o
elucidación ulterior. Es tal la estructura de la subjetividad que ésta
vive prestando atención..., expectante y rememorante (en Husserl:
atención, retención, protención; en Heidegger: lo anticipado, la me­
moria, lo presente), y con igual orden de. los acontecimientos para
todos. El contenido concreto de este orden para mí debe ser el mismo
contenido concreto del orden para ustedes. Esto parece serle eviden­
te a Agustín (así como, en verdad, a casi todos los filósofos), dé ma­
nera que no menciona siquiera el problema. Pero también: la medida
debe establecerse con los mismos patrones, y conducir a los mismos
resultados sin ningún jalón externo. Así, el animus -todos los animi,
o el animus como tal- debe ser de modo tal que todas las operaciones
de medida deban ser idénticas, de manera totalmente independiente
de toda “cantidad” y “cualidad” de los recuerdos acumulados en cada
caso particular. Entonces ¿por qué hacer siquiera mención de estos
recuerdos? ¿Y por qué dirigirse siempre al animus como animus meus,
como lo hace Agustín (lo que pasará a ser el je meine, je eigene de
■ Heidegger) í Pero incluso en eí caso de un animus único ¿qué podría
garantizar la identidad de sucesivas medidas del mismo lapso, o el
carácter comparable, con respecto a la medida, de lapsos diferentes,
los que indudablemente se hallan cada uno de ellos llenos de recuer­
dos diferentes?
Permítaseme aquí una digresión. ¿Vamos a morir tras haber nacido
porque expectamos la muerte y rememoramos el nacimiento (Tal y
Qéworfenheit de Heidegger)? Proposición absurda ésta en su conjunto,
y falsa o poco rigurosa en su segunda parte. No recordamos nuestro
nacimiento; estrictamente hablando, propiamente, eigentlich, no sabe-
mós que hemos nacido. El Dasein no sabe de sí y por sí mismo que ha
venido al mundo; simplemente se lo dijeron, y ha visto nacer a otros.
Asimismo, él Dasein tampoco sabe eigentlich que morirá; se lo dijeron, y
ha visto morir a otros. Nada hay en mí, nada mío y propio, que me diga
qü'e hé habido y que moriré -nada “psicológico” y nada “trascenden-

;$ $ (! GORNEfcRJS C a STORIAOIS
tal”-. El hecho de que nací y moriré es un saber esencialmente social,
que me es transmitido/impuesto (y que, por supuesto, el núcleo tnásí
íntimo de la psyché ignora sin más). ;
Volvamos a las aporías del abordaje subjetivo. Dentro del encuadre
teológico de Agustín, podrían allanarse las dificultades por construc­
ción divina (¿qué podría no serlo?) Esta vía se encuentra cerrada para
un filósofo (para Husserl, para Heidegger, etc.). Pero, aun para Agustín
el teólogo sigue estando en esta vía llena de trampas, puesto que basa
claramente el conjunto de su argumentación en nociones estrictamen­
te subjetivas (memoria, etc.) Por consiguiente, las propiedades de los
sujetos equivalentesá priori deben ser objeto de un postulado a i hoc. La
Cuestión es importante porque, dentro de un marco diferente, persiste,
después de Kant, en Husserl y Heidegger, en donde se vuelve imposible
de analizar.
Resulta útil mostrar este punto en el caso de Kant. Para Kant, el
tiempo en tanto forma a priori de la intuición fuerza (por así decirlo)
todo lo que aparece, externo o interno, a entrar en una dimensión
única dé sucesión. La imposición de esta forma a todo lo que aparece
(los fenómenos) requiere de la mediación de un esquema trascenden­
tal, dado por la imaginación trascendental. Este esquema es la “línea”.
Asistimos aquí a un visible desplazamiento de la problemática del tiem­
po hacia la problemática del espacio. Pero incluso este desplazamiento
tampoco alcanza. Una propiedad fundamental del tiempo (de toda es­
pecie de tiempo) es la irreversibilidad, y no hay nada irreversible en
una línea: el orden total sobre el intervalo [abierto o cerrado] (x, y) es
isomorfo al orden total sobre el intervalo (y, x). Pero también el tiem­
po debe ser, además, medido. En el caso del espacio, puede aceptarse la
idea de una medida sin soporte externo (como se hace por ejemplo en
matemática): la intuición pura compara segmentos, los encuentra igua­
les o desiguales, y así sucesivamente. Pero esto presupone que los seg­
mentos pueden ser superpuestos o vueltos congruentes (en la intuición
pura). Sin embargo, los segmentos de la “línea del tiempo”, por su na­
turaleza misma, no son superponibles. ¿Cómo pueden ser entonces com>
parados de manera válida, y cómo podría medirse el tiempo? Sin algo
inherente a tos fenómenos como tales, que el sujeto trascendental nó
puede dar, es decir, sin la existencia de la repetición efectiva de pares>
equivalentes de ocurrencias fenoménicas de los que pueda postulabe

EL MUNIX'» FRAGMENTAIS)
racionalmente que se encuentran separados por intervalos equivalen*
tes» no puede haber medida del tiempo -así como tampoco experiencia
física (Erfahrung) en el sentido de Kant.
Importa destacar que ni Aristóteles ni Agustín pueden mantener su
pQsip.ión hasta el final* •
; He recordado más arriba dos formulaciones de Aristóteles que am­
biguamente ligan el tiempo con la actividad del alma (Fis, IV, 11, 219
a 22¿25, 26-29). Pero hay más. Si nada cambia en nuestro espíritu, o si
elcarnbip escapa a nuestra atención, nos parece (dokei) que no ha trans­
currido tiempo. Pero si hay “un movimiento del alma”, aun estando en
la oscuridad y sin que nada afecte nuestros cuerpos, nos parece de in­
mediato que ha transcurrido tiempo (Fis. IV, 11, 218 b 21-219 2 y 219
a 4-6). Así, el alma no puede percibir el tiempo a menos que haya un
cambio para ella; pero también, ella misma puede producir el cambip
(el “movimiento” ) por el cual le es dado el tiempo. Y cuando, al final
de su investigación, Aristóteles discute la aporía: ¿habría tiempo si no
hubiera alma?, su respuesta suscita más dificultades de lo que |os intér­
pretes quisieran admitir. Sin un sujeto que mide -dice explicando la
aporía- no puede haber numero (y el tiempo -recordemos- es el nú­
mero del movimiento). Por consiguiente, “si ninguna otra cosa tiene
en su naturaleza (pephuken) la posibilidad de medir, salvo el alma y el
espíritu del alma, es imposible que el tiempo sea si el alma no es, ex­
cepto para lo que concierne al sustrato del tiempo (ho pote on), de la
misma manera que sería posible para el movimiento ser sin el alma”.
En un mundo sin alma habría movimiento porque la phusis es movi­
miento; por esta razón existiría también el “sustrato” del tiempo; pero
no habría tiempo en el sentido pleno -en el sentido dado por la propia
definición de Aristóteles- puesto que éste exige numerar” o “medir”.
Las;dificultades de esta solución se encuentran ligadas con las dificul­
tades; miás generales de la fundamental distinción aristotélica entre po­
tencia y,acto,que no puedo discutir aquí. Pero podemos concluir que,
para .Aristóteles: a) el alma misma puede producir un sustrato para el
tiempo por intermedio de su propio movimiento (lo que no causa sor­
presa dado que la psyché es phusis o bien está fuertemente ligada con
élla)* y bj).;la actualización (pasaje de la potencia al acto) del tiempo
comq medida del movimiento, implica la actividad del alma-
Las eóspisjsop más sencillas con Agustín, quien se contradice abierta

(p'ASTORlAPIS
e ingenuamente. Unas páginas más lejos en las Confesiones, retomando
la discusión de la creación, afirma directamente: “Tú (Dios), a partir
de esta casi nada (paene nihilo, la informitas inicial creada antes que
todo el resto) Tú has creado todas las cosas en las que este mundo
mutable (mutabilis) subsiste y no subsiste, donde aparece la mutabili­
dad misma, donde el tiempo puede ser percibido (sentiri) y medido,
pues los tiempos están hechos gracias a las mutaciones de las cosas,
cuando las apariencias (species) varían y cambian (vertuntur)”, (L XII,
VIH* 28-32; cf. ibíd, IX, 13-15). Pero ya había escrito anteriormente:
(L XI, XI, 4^10): ■‘¿Quién podría nunca decirme que, si todas las apa­
riencias fueran suprimidas y anonadadas, y sólo debiera quedar la
informitas a través de la cual todo varía y cambia de una forma en otra,
esta informitas presentaría las vicisitudes del tiempo? Esto es absoluta­
mente imposible, pues no hay tiempo sin la variedad de las mociones,
y allí donde no hay forma no hay variedad”. Aquí el tiempo ha dejado
de ser la simple distentio animi, la extensión de mi espíritu; es aquello
en lo que las formas veruntur, cambian unas en otras, es producido por
esta mutación de las formas y estrictamente dependiente de ella. En
otros términos, Dios debe crear el tiempo a la véz que da forma a la
informitas inicial creada por El. (Es evidente que todo esto es una pará­
frasis del Timeo de Platón con oropeles del Antiguo Testamento.) Y rio
se trata aquí de un lapsus de Agustín: él debe decir esto, puesto que la
creación es una historia que se despliega en el tiempo (en un tiempo
cósmico, desde el punto de vista de aquí abajo, diesseits), y donde la
creación del alma tiene lugar a b último.

III

El tiempo pertenece a todo sujeto -a todo ser para sí-. Es una forma
del autodespliegue de todo ser para sí. El ser para sí (por ejemplo, todo
ser vivo) es creación de un interior, es decir, de un mundo propió;
mundo organizado en y pdr un tiempo propio (Bigenzeit). No se trata
aquí de una deducción ni de una explicación. Consideramos esto cornò
un hecho que exige elucidación.
Este hecho es totalmente evidente para nosotros, como dató prima­
rio, en el caso de la psique humana -tanto inconsciente comò cohs-

El. M UNIXi í RAOMÉNfAOÓ í®


diente—. Es cierto que debemos afrontar aquí el hecho de que, en un
sentido profundo, el tiempo del inconsciente y el tiempo de lo cons-
:iente claramente no son “el mismo” -aunque uno actúe sobre el otro.
Pero esto exigiría una investigación aparte -como, por ejemplo, con el
tiempo de la sesión psicoanalítica y el tiempo de la cura-.
La psycfié es en su núcleo irreductible a la sociedad; La verdadera
polaridad no es entre individuo y sociedad sino entre psyché y socie­
dad. El individuo es una fabricación social. Pero la psyc/ié no puede
sobrevivir salvo si sufre un proceso de socialización que le impone o
:onstruye en torno de ella las capas sucesivas de lo que, en su cara
íxtema, será el individuo. La socialización es obra de la institución, la
:ual, evidentemente, siempre es mediatizada por individuos ya sociali­
zados.
Dentro y por medio del proceso de socialización, la psique absorbe o
nterioriza el tiempo instituido por la sociedad dada. A partir de en-
ronces, pasa a conocer un tiempo público —y debe seguir viviendo li­
bando con la difícil convivencia de los diversos estratos de su tiempo
propio, privado, con el tiempo instituido, público. Por cierto, lo mis-
no vale para todo lo demás: ideas, objetos investidos, etc. La dificul-
:ad, o más bien el conflicto se manifiesta no sólo en la oposición del
lorizonte finito en cuyo interior debe vivirse el tiempo privado del
ndividuo (la muerte) y el horizonte social indefinido del tiempo sino
¡ambién, de manera igualmente importante, en la diferencia entre el
'itmo y la cualidad (extremadamente variables ambos) del tiempo pri­
mado y la constancia, la fijeza del tiempo público y la organización
previa de las variaciones de su cualidad.
La sociedad (las sociedades como tales) es un tipo de ser para sí.
2rea en cada ocasión su mundo propio, el mundo de las significaciones
maginarias sociales incorporado en sus instituciones particulares. Este
nundo -como también es el caso de todos los mundos creados por
seres para sí- aparece como el despliegue de dos receptáculos, el espa­
do social y el tiempo social, llenos de objetos organizados según rela­
jones, etc., e investidos de significación. ¿Por qué receptáculos, y por
qué dos receptáculos? ¿Hasta dónde pueden separarse estos receptácu­
los de lo que reciben y del sujeto para quien aparecen como receptácu­
los£§pn éstas preguntas que, finalmente, se relacionan con la multipli­
cidad del ser, de lo que volveremos a hablar.

184 C orheuos C astoriadis


Desde el punto de vista descriptivo, encontramos siempre el tiempo
(y el espacio) social (público) instituido en dos vetas estrechamente
entrelazadas.
Siempre hay (y siempre debe haber) tiempo identitario (énsídicó),
cuya columna vertebral es el tiempo calendario, el que establece jalones
y duraciones comunes y públicos y que, a grandes rasgos, puede ser
medido; se caracteriza esencialmente por la repetición, la recurrencia,
la equivalencia.
Pero el tiempo social siempre es, y -también- siempre debe ser -esto
es más importante- tiempo imaginario. El tiempo nunca se instituye
como un medio puro y neutro o un receptáculo que permita la coordi­
nación externa de las actividades. El tiempo siempre está dotado de
significación. El tiempo imaginario es el tiempo significativo y el tiem­
po de la significación. Esto se pone de manifiesto con la significatividad
de las escansiones impuestas al tiempo calendario (recurrencia de mo­
mentos privilegiados: fiestas, rituales, aniversarios, etc.), con la instau­
ración de bornes o puntos-límites fundamentalmente imaginarios para
el tiempo tomado como un todo, y con la significatividad imaginaria
de la que el tiempo en su conjunto se ve investido por cada sociedad.
Está el tiempo del retorno perpetuamente recurrente de los antepasa­
dos; el tiempo de los avatares intramundanos de las almas humanas; el
tiempo de la Caída, la Prueba y la Salvación; o, como en las sociedades
modernas, el tiempo del “progreso indefinido”. El tiempo imaginario
está constituido de manera no separable por los tres dermis (como me
gustaría denominarlos, tomando este término de la embriología), cuya
superposición, interpenetración y cruzamiento constituyen conjunta­
mente la trama de la sociedad: las representaciones, tos afectos y las
pulsiones instituidos socialmente. El enlace del tiempo imaginario no
sólo con la creación de una representación social del mundo propia­
mente dicha, sino con las impulsiones fundamentales de una sociedad
y sus afectos fundamentales (Stimmungen, moods) resulta evidente, pero
exigiría una elaboración explícita. Tucídides (I, 78), al describir y opo­
ner los humores y comportamientos de los atenienses y lacedemonios,
muestra claramente el íntimo lazo de los mismos con la manera en que
cada una de esas sociedades vivía el tiempo.
Esta creación por la sociedad de un tiempo (social) exige elucida­
ción en y por sí misma. Pero primeramente debe subrayarse otro de sus

E l m ó n d o fr a ü m e n t a o o 18 5
aspectos. La sociedad se apuntala -y siempre debe apuntalarse- en el
primer estrato natural en lo que concierne a la dimensión identitaria
(ensídica) de sus creaciones. (Lo dicho vale para todo ser para sí.) Me
atrevo a pensar que una verdadera consideración de este hecho nos
obliga a admitir las dos proposiciones cardinales -y, a mis ojos, évident
tes- que he mencionado al comienzo de este texto y que deberían pó^
ner fin a la eterna disputa filosófica entre subjetivismo y objetivismo*
ubicando en un nuevo terreno la cuestión a la que estas concepciones
intentaban responder:
Las sociedades conocen (como el zorro y el puercoespín) algo al.
menos del mundo. De no ser así, no podrían existir. Pero esto implica
que, al menos en algunos de sus aspectos, el mundo es cognoscible, se¡
presta a algún conocimiento (el que éste sea empírico, relativo, eto
carece de total pertinencia para la presente discusión). Las sociedades
construyen su mundo cada vez -pero esto conlleva la existencia de
algo que en sí mismo posee esta cualidad, independientemente de toda
construcción: el ser constructible (por cierto, en parte)-.
Pero si nos ubicamos en un punto de vista último, no estamos en lá
situación de poder separar enteramente y desentrañar rigurosamente
lo que se origina, en estas construcciones, en el sujeto constructor -eri
este caso particular, la sociedad- y lo que pertenece al mundo en sí, a
lo que está allí. Nuestro esfuerzo por lograr esta separación no es por
cierto estéril ni carente de sentido (muy por el contrario), pero está
condenado a ser interminable.
Podemos mostrar esto con mayor precisión en el caso de la instituí
ción social del tiempo.
La sociedad se crea -se instituye- a lo largo de dos dimensiones;
tejidas a la par: la dimensión conjuntista-identitaria (ensídica) y 1^
dimensión propiamente imaginaria, o poiética. Ella crea la lógica y la
aritmética corrientes, ordinarias, y objetos dotados de propiedades e$&
tables y permanentes; es ésta la dimensión identitaria (ensídica) delà
institución y de todas las significaciones encamadas por ella. La socie*
dad nunca habría podido hacer esto sin apuntalarse sobre el primer
estrato natural, a saber: la capa inmediatamente accesible del mundo;
tal como es dada a los humanos en razón de su constitución animal.
Para decirlo brutalmente, la existencia de sociedades prueba que hay
en el’mundo en sí -al menos, en el primer estrato natural- algo que

186 C ornelius C astoríaujs


corresponde a la aritmética y la geometría. O bien: la causalidad es
indudablemente una categoría a priori, que no puede ser inducida a
partir de los fenómenos. Pero la causalidad carecería de utilidad si fió
estuviera, repetidamente confirmada por la posibilidad de su aplica­
ción. Lo mismo vale para lo que es relativo al tiempo social ideñtiíárió
ó calendario: éste se crea apoyándose sobre el tiempo cósmico, es decir,
sobre la existencia, entre los datos del primer estrato natural, de
récurrencias equivalentes (equivalentes en modo suficiente “en cuan-
tó a la necesidad/ uso”). Deben distinguirse estas equivalencias -pero
esto puede hacerse-. Podemos ir hasta ahí, no más lejos. Para que el
tiempo ensídico social sea creado y organizado en detalle, es necesario
qué el primer estrato natural exhiba lo que puede ser construido como
¿Ocurrencias equivalentes. Nada deriva de esto respecto de la tempora­
lidad o no-temporalidad de otras capas del mundo, ni en cuanto a la
naturaleza de este estrato. Debe decirse lo mismo de los caracteres fun­
damentales del tiempo usual, por ejemplo, la irreversibilidad, la
íntransportabilidad, etc.: éstos se apuntalan igualmente en aspectos de
la dimensión ensídica del tiempo cósmico. Cualesquiera sean, por ejem­
plo, los enigmas del concepto de irreversibilidad en la física, todos los
Caballos del rey y todos los hombres del rey jamás podrían recomponer
Un huevo roto.
Pero sobre estos portantes se erige cada vez un tiempo social propio
a cada sociedad, y la dimensión imaginaria del tiempo social a menudo
quiebra al convocarlos los caracteres ya mencionados. Así, por ejem­
plo, no existe irreversibilidad simple y absoluta* no para algunas sino
f>ára la mayoría de las creencias y las religiones (las que plantean un
tiempo cíclico); ni necesariamente, íntransportabilidad de los segmen­
tos del tiempo (o de los procesos ligados con el tiempo) para varias de
éllás (chamanismo, magia, etcétera). La cuestión relativa al tiempo y
süs caracteres, que van más allá de los datos del primer estrato natural
y de las creencias de la tribu, solamente emerge con la creación dé la
filosofía y dél pensamiento racional/científico.
r El tiempo social imaginario sería el tema más importante por tratar
-lo que no puedo hacer aquí-. Baste decir que él siempre es consustan­
cial a los aspectos más decisivos de la institución global de la sociedad
y de sus significaciones imaginarias. Y, como ocurre con todas las signi­
ficaciones imaginarias sociales nucleares, su contenido es esencialmente

El munixi fragmentado
independiente de toda apoyatura sustantiva sobre el primer estrato
natural: es pura creación de la sociedad considerada (compárese, por
ejemplo, el tiempo cristiano y el tiempo hindú o budista). Teniendo
en cuenta las implicaciones más generales de este hecho, nuestra pre-
gunta filosófica acerca del mundo puede formularse del modo más
penetrante. Relativamente al tiempo identitario, como también al
conjunto del edificio de objetos y relaciones identitarias erigido por
la sociedad, preguntamos: ¿cómo debe ser el mundo para que este
edificio pueda erigirse? La única respuesta posible es: el mundo debe
contener el equivalente (misterioso, por otra parte) de una dimen­
sión identitaria. Por ejemplo, las vacas y los toros engendran y, a ni­
vel social funcional, no pueden engendrar otra cosa que terneros y
terneras -dejando de lado lo que puedan significar toros y vacas en la
religión o las representaciones de la tribu-; y los astros retornan pe­
riódicamente, sean ellos dioses, luminarias creadas por Dios o masas
de hidrógeno y helio.
Relativamente al tiempo imaginario, como a todo el edificio de
significaciones imaginarias erigido por cada sociedad, preguntamos:
¿cómo debe ser el mundo, en sí mismo, para que esta sorprendente e
ilimitada variedad de edificios imaginarios pueda erigirse? La única
respuesta posible es: el mundo debe ser tolerante e indiferente res­
pecto de todas estas creaciones. Debe poder darles un lugar a todas
ellas y no impedir, favorecer o imponer una cualquiera en compara­
ción con las demás. En síntesis: el mundo debe ser carente de senti­
do. Es solamente porque no hay una significación intrínseca al mun­
do que los humanos deben y pueden dotarlo de esta extraordinaria
variedad de significaciones fuertemente heterogéneas. Porque no hay
ninguna voz atronando detrás de las nubes y ningún lenguaje del Ser
es que ha sido posible la historia. (Lógicamente, las religiones -espe­
cialmente las religiones reveladas- afirman lo contrario. La desgracia
es que hay demasiadas.) Y hoy día, la prevalencia en la significación
imaginaria occidental de la expansión ilimitada del seudodominio
seudorracional se hace posible por la ubicuidad de la dimensión
identitaria del mundo (sobre la que se apoyan sus realizaciones prác­
ticas), la que, como tal, carece de sentido.

188 C ornelius C astoriaois


IV

El tiempo identitario social -por ende, el tiempo social a secas-


presupone el tiempo identitario en el primer estrato natural o una di­
mensión identitaria del tiempo (como de todo lo demás) sobre lo que
existe en general. De esta dimensión identitaria del mundo se ocupa la
física, al menos en el comienzo. Debo limitarme a hacer algunas breves
.observaciones sobre un tema que es inmenso, inmensamente difícil e
inextricablemente ligado con puntos con tecnicismos matemáticos y
físicos.
No puede dudarse casi de que el espectro de la espacialización obse­
siona al conjunto de la física -al menos, desde la época de Lagrange
(•‘la física es una geometría de cuatro dimensiones”) - Einstein mismo
creía firmemente que el tiempo es una ilusión subjetiva (cualquiera sea
el sentido de esta expresión). En la física matemática, el tiempo apare­
ce esencialm ente como la cuarta dimensión de una variedad
cuatridimensional. No es fácil ver por qué es distinto de las otras tres
dimensiones, ni aquello que lo distingue de ellas.
Habitualmente se hace entrar en juego la irreversibilidad del tiem­
po (más exactamente, de los procesos temporales) para definir el
carácter propio del tiempo: los movimientos en el espacio son
reversibles, los procesos en el tiempo no lo son. Pero esto sigue siendo
insatisfactorio en varios aspectos. En primer término, no es seguro
en absoluto que todos los movimientos en el espacio sean reversibles.
Allí donde existe, por ejemplo, una gradiente gravitacional muy
poderosa (como en el entorno de un agujero negro), los movimien­
tos espaciales solamente pueden desarrollarse en ciertas direccio­
nes privilegiadas (haciendo abstracción de los efectos cuánticos). Y
si consideramos el universo en su conjunto, según las concepciones
cosmológicas dominantes que explican el corrimiento hacia el rojo
observado en la luz de las galaxias lejanas, existen direcciones en el
espacio que no pueden ser recorridas de modo reversible: ningún
cúmulo de galaxias podría moverse “hacia adentro” durante una fase
de expansión del universo, ni “hacia afuera” durante una fase de
contracción. En segundo término, como lo indica ya este último
ejemplo, la irreversibilidad deviene un enigma a escala cosmológica,
No puedo resistir a la tentación de ilustrar esto último de un m.údó

El. <MUNIX> FRAGMENTAIS) ■ l || |


algo divertido citando un scoop periodístico (New York Times, 21 de
enero de 1987):
“De todos los fenómenos que afectan a la condición humana, nin­
guno ha causado en los científicos más perplejidad que la marcha del
tiempo hacia adelante, su conexión con la aparentemente incansable
tendencia hacia el desorden, conocida con el nombre de entropía, y
con la expansión del universo.
”Algunos de los más célebres teóricos del mundo han lanzado la
idea de que, si se invierte la expansión en curso y sí el universo co
mienza a contraerse, la flecha del tiempo cambiará de dirección. La
gente -si existiera- viviría de la tumba hacia la cuna y ‘‘recordarían” lo
que debe suceder mañana. Algunos teóricos han sugerido que quienes
vivieran en un universo tal no tendrían conciencia del hecho de que el
tiempo transcurriría al revés, pues su percepción misma del mundo es­
taría invertida. Pero vivirían en un universo cuyo futuro, en todos sus
detalles, estaría predeterminado. Los científicos han sugerido también
que nuestro universo tal vez posee un universo gemelo, compuesto de
antimateria, en donde el tiempo transcurre al revés.
”Stephen W. Hawking, de la Universidad dé Cambridge (Inglate
rra), un eminente partidario de la visión según la cual el tiempo trans
curriría al revés en un universo en contracción, anunció recientemen
te que ha cambiado de opinión. Sus recientes investigaciones lo han
llevado a la conclusión de que el tiempo seguiría yendo hacia adelante,
aun si el universo comenzara a contraerse -dijo en Chicago frente a
una conferencia de astrofísicos.”
Con todo el respeto que se debe a la extraordinaria inteligencia de
Stephen Hawking, es algún consuelo para el filósofo ver a los físicos
más eminentes apresados en las redes del tiempo -y (cabe agregar)
exhibiendo cierto grado de ingenuidad-. Debe lamentarse también la
desaparición de los estudios clásicos: sin duda Hermann Weyl o Werner
Heisenberg no hubieran perdido setenta años atrás la oportunidad de
mencionar que este “desarrollo al revés” del tiempo es el tema central
del célebre mito del Político de Platón.
Tercero, como bien se sabe, las tentativas de deducir la irreversibilí
dad a partir de los primeros principios de la física (o incluso, de
compatibilizarla con ellos), comenzadas con Bolzmann hace más de un
siglo, siguen siendo insatisfactorias.

190 CORNELIUS C astoriams


Cuarto -y lo más importante-, la irreversibilidad física es localmente
un hecho indiscutible. Pero es un hecho parcial que -por mucho- no
agota los datos. Dicho más precisamente, la irreversibiíídad física es
interpretada como entropía creciente, o sea desorden y organización
crecientes (lo que, dicho sea de paso, implica la paradoja de que, si la
tendencia hacía el incremento de la entropía debiera prevalecer por
completo, deviniendo el universo -como debiera suceder en estos ca-
sos- un gas de fotones, el tiempo dejaría de tener todo sentido físico).
Pero la entropía no es todo: emergen especies vivientes, nacen y cre­
cen bebés, componen los pintores obras maestras. Todo esto no “viola”
la segunda ley de la termodinámica -sencillamente se sitúa más allá de
su alcance-. Las formas no son solamente destruidas, también son crea­
das, y no se puede lograr una comprensión del tiempo ni -creo- eluci­
dar su “flecha” y la irreversibilidad sin tener en cuenta éstos dos he­
chos: la creación y la destrucción de las formas.
He hablado del espectro de la espacialización, el cual obsesiona a la
física. En realidad, la cuestión cala más profundo. La espacialización
del tiempo en la física no es sino una consecuencia del hecho de que la
física, la física matemática, todo lo trata -incluido el espacio mismo-
dentro del marco conjuntista-identitario (ensídico). Es esto resultado
de su dependencia frente a la matemática (al menos, de la matemática
tal como es hasta el presente), la cual es una interminable elaboración
de las posibilidades de lo ensídico. Señalemos al pasar que éste era
también el error de Bergson, quien criticaba la concepción del tiempo
de los físicos como esp ad añ ad a e identificaba el espacio con lo
cuantificable. Esto sólo es verdad para el “espacio” abstracto -es decir,
matemático, ensídico-. En la medida en que la física trata el tiempo
como una simple cuarta dimensión de un espacio geométrico
cuatridimensional, lo dicho sigue siendo verdadero. Pero nada asegura
que el espacio efectivo (el espacio.en que vivimos así como el espacio
del mundo en sí) sea reductible al espacio abstracto, matemático (y,
por tanto, pasible de una pura y simple cuantificación). No es éste
lugar para elaborar la cuestión. Es por ello que en las páginas que
siguen inmediatamente, mis referencias al espacio como distinto¡(del
tiempo deben ser entendidas como aplicadas al espacio abstracto,
matemático.
No podemos llegar al núcleo de la cuestión del tiempo -subjetivo.

El m u n d o fragm entado 191


objetivo, o sobrepasante- a menos de comenzar con la idea de la emer­
gencia de la Alteridad (alíoiosis), en tanto creación/destrucción de for-
mas, considerada como una determinación fundamental del ser como
tal, es decir, en sí.
Esto nos obliga a establecer una estricta distinción entre diferencia
y alteridad. 34 difiere de 43, un círculo y una elipsis son diferentes. La
Ufada y El castillo no son diferentes -son otros- Una banda de babuinos
y una sociedad humana son otros. La sociedad humana, por ejemplo,
no existe sino como emergencia de una nueva forma (etdos) y encarna
dicha forma. Diremos que dos objetos son diferentes si existe un con­
junto de transformaciones determinadas (“leyes”) que permiten la de­
ducción o producción de uno de ellos a partir del otro. Si ese conjunto
de transformaciones determinadas no existe* los objetos son otros. La
emergencia del otro es la única manera de dar un sentido a la idea de
novedad, de lo nuevo como tal. Lo nuevo no es lo imprevisible, lo
impredecible, ni lo indeterminado. Una cosa puede ser impredecible
‘ (el número que ya a salir en la ruleta)- y seguir siendo la repetición
trivial de una forma; o bien ser indeterminado, y seguir siendo también
simple repetición de una forma dada (por ejemplo, fenómenos
■ cuánticos). Decir que algo es nuevo significa, pues: algo es la posición
de huevas determinaciones, de nuevas leyes. Es éste el sentido de la
forma -de eidos-.
Como tal, el nuevo eidos, la nueva forma, es creada ex nihilo. En
tanto forma, en tanto eidos, no es producible o deductible a partir de lo
que "allí estaba”. Esto no significa que sea creación ex ni/úío o cim nihilo.
Así, los humanos crean el mundo del sentido y la significación, o de la
institución bajo ciertas condiciones -que ya son seres vivos, que no
hay un Dios constante y corporalmente presente que les diga el sentido
del mundo y de su vida, etcétera-, Pero no hay medio de derivar de
estas condiciones ya sea este nivel de ser -lo social-histórico-, ya sea
sus contenidos siempre particulares. La polis griega es creada en ciertas
condiciones y “con” ciertos medios, en un entorno definido, por seres
humanos definidos, tras un formidable pasado incorporado (entre otros)
en la mitología y el lenguaje griegos, y así sucesivamente, ad in/mitum
Pero ella no es causada ni determinada por esos elementos. Lo que
existe, o una parte de esto, condiciona la nueva forma; no la causa ni la
determina.

192 C ornelius C astoriaims


El hecho de la creación como tal nada tiene que ver con la querella
a propósito del determinismo. Solamente contradice la idea paradóji­
ca -si no francamente absurda- de un determinismo universal homo­
géneo que reduciría los niveles o estratos del ser (y las leyes qüe les
corresponden) a un nivel único, último y elemental. Esto implicaría,
entre otras, la interesante conclusión teológica-metaffsica de que para
el universo era rigurosamente necesario arribar a un conocimiento de sí
(por intermedio de la teoría física). La creación implica solamente que
las determinaciones, que se aplican a lo que es, nunca están cerradas
de manera tal que prohíban la emergencia de otras determinaciones.
Esto nos permite proponer una caracterización del tiempo que lo
distingue del espacio (y del espacio-tiempo) abstracto o matemático.
En el pensamiento podemos hacer abstracción de lo que es diferente y
pensar la pura diferencia como tal. Esto es posible -y el resultado dé
esta operación abstractiva es el espacio puro, abstracto-. En este espa­
cio, todo punto difiere de cualquier otro punto sin poseer ninguna ca­
racterística intrínseca, solamente por medio de algo que le es exterior,
a saber, su posición “en” el espacio. Dos cubos estrictamente idénticos
son diferentes si ocupan lugares diferentes en el espacio. El espacio
abstracto es ese milagro, esta posibilidad fantástica de la diferencia dé
lo idéntico. Los puntos, los segmentos iguales, las figuras o los sólidos
pueden ser distinguidos sin poseer ninguna diferencia "propia” -por el
hecho de ser diferente su localización, su posición en el espacio-.
La diferencia es infinitamente productiva; por ejemplo, sostiene y
posibilita la totalidad de la matemática. En matemática, procedemos
atribuyendo características a conjuntos de elementos “indiferentes”;
luego, volviendo estas mismas características “indiferentes” a otro ni­
vel, y así sucesivamente. Digo productiva: producción significa aquí la
construcción a partir de elementos dados y según leyes dadas. Podemos
pensar una multiplicidad infinita de elementos “idénticos” a lo largo
de una dimensión o de un número cualquiera de dimensiones -y tene­
mos un receptáculo “del género espacio”. Podemos llenar este receptá­
culo con objetos producidos como diferentes -a saber, reductibles unos
a los otros y todos ellos, a algunos objetos elementales, según reglas y
leyes determinadas: tenemos entonces un universo seudofísico, inmó­
vil. Podemos añadirle una dimensión suplementaria, denominarla tiem­
po, y dotarla de algunas propiedades particulares que la distingan de

El m u n d o f r a g m é n t a ix 'i 193
tas otras dimensiones de esta multiplicidad Oseudofisica. Tales propie­
dades podrían ser, por ejemplo:
a) las producciones son irreversibles; es decir, la inversión de la
estructura de orden total impuesta a la dimensión “tiempo" es imposi­
ble o carente de sentido; .
b) existen propiedades distinguidas {elementos y construcciones)
que permanecen invariables a lo largo de esta dimensión, es decir, pro­
piedades que son conservadas a lo largo de este tiempo “espacial" (por
ejemplo, la cantidad de “materia-energía” y, en este momento, algunas
otras cantidades más exóticas de la física cuántica);
c) ciertos “subconjuntos” y “producciones1’, llamadas procesos, no
son transportables a lo largo de esta dimensión.
Tenemos entonces una multiplicidad cuatrí- (on-) dimensional,
construida a partir de lo idéntico y lo diferente (o sea, idéntico repeti­
do), que podemos pensar y elaborar haciendo abstracción de todos sus
contenidos concretos, (Las cosas devienen más complicadas con la
relatividad general, en donde la medida del “tiempo” depende de la
estructura “espacio-temporal” total del universo, la que a su vez depen­
de del “contenido” del universo en materia-energía. Pero penetramos
aquí en los enigmas cosmológicos a los que ya se ha aludido.)
En el caso de la alteridad, empero, no podemos hacer abstracción de
lo que es cada vez otro; no podemos pensar la pura alteridad como tal
La alteridad también aparece de hecho en el espacio, pero no hay espa­
cio puro, abstracto, de la alteridad. La alteridad es siempre la alteridad
de algo relativamente a otra cosa (ti y alio ti -etwas anderes, no etwas
verschiedenes). Sentimos la alteridad en el momento en que nos ena­
moramos (o descubrimos que nos hemos enamorado) como con todo
súbito cambio de humor, o con la emergencia de otra idea, o leyendo
El castillo después de Madame Bovary, o al mirar focos del Partenón y de
la catedral de Reims, o incluso, al mirar una roca y descubrir súbita
mente un gusano moviéndose sobre ella.
Así, no tenemos en este caso un receptáculo que pudiera ser colma
do o no por elementos indiferentes. La dimensión a lo largo de la cual
aparece la alteridad siempre es consustancial y coemergente con lo que
emerge como otro en relación con algo. Es inseparable de esto, es inse­
parable de las formas o de los acontecimientos que hacen ser la alteridad
y hacen de ella cada vez una alteridad otra. Las diferencias en las posi­

194 C o r n e l iu s C a s t o r ia d is
ciones de Marte y Venus en relación con la Tierra son comparables (y,
por lo tanto, medibles en el espacio-tiempo identitario). La alteridad
que separa Gaspar de la noche de los Cuartetos Rasumovsky y estos últi­
mos de El arte de la fuga no es comparable, y la distancia cronológica
entre estas obras (medidas en tiempo identitario, calendario) no*nos
ofrece sino jalones externos. La alteridad es irreductible, indeductible
e improductible.
Por cuanto la forma que emerge en cada caso es otra, ella trae con­
sigo -es consustancial con- su tiempo propio. Hay otro tiempo pata
cada categoría o clase de alteridad. Y surge la cuestión de un tiempo
propio de cada instancia o realización de la forma nueva -aun si ella es
única-. El tiempo de la célula sin duda no es el tiempo del organisíno
en su conjunto; pero también el tiempo de La educación sentimental no
es el mismo que el tiempo de Endgame. El éncastre/inclusión, la inter­
conexión, el mutuo engranaje de estos tiempos es un tema inmenso
que no puede ser abordado aquí. Como emergencia de la alteridad -de
lo que no puede ser producido o deducido de lo que allí está- el ser es
creación; creación de sí mismo, y creación del tiempo como tiempo de
la alteridad y del ser. Y la creación implica la destrucción -aunque más
no fuera porque una forma otra altera la forma total de lo que allí está.
La diferencia y el espacio abstracto son solidarios, pero son exterio­
res a lo que es cada vez diferente: por ejemplo, dos puntos. Así, pode­
mos pensar el espacio abstracto haciendo abstracción precisamente de
todo contenido particular: la matemática. La alteridad y el tiempo son
solidarios. Pero la alteridad y el tiempo no son exteriores a lo que es,
cada vez, otro. No podemos pensar la pura alteridad como tal. Un es­
pacio vacío es a la vez un concepto matemático legítimo y una posibi­
lidad de nuestra intuición (“pura”). Un tiempo vacío no es nada-o no
es sino una dimensión “espacial” adicional de la que, si la considera­
mos como tal no podemos tener una intuición de ella y, simplemente,
no podemos pensar-. Añadiré que, independientemente de toda posi­
bilidad o imposibilidad de nuestra intuición, un tiempo vacío no pue­
de ser.
El tiempo es el ser por cuanto el ser es alteridad, creación y destruc­
ción. El espacio abstracto es el ser por cuanto el ser es determinidad,
identidad y diferencia.
Se vuelve indispensable en este punto una larga digresión. He ha-

EL MUNIXl I;RACIMENTA IK) 195


bíado del espacio abstracto, y advertido contra la identificación erró-
nea (Bergson) del espacio abstracto con el espacio a secas. Lo que
Bergson denomina espacio no es más que el espacio matemático (y de
la física matemática) y lo que de él dice concierne en realidad a la
dimensión conjuntis.ta'idcntitaria del espacio, Pero tal dimensión
ensídica es inherente a todo lo que es, incluso al tiempo, y es ella la
que permite a las sociedades construir un tiempo público identitario
(calendario), El tiempo público usual, como el espacio público usual
son construidos por la sociedad y dotados de características ensídicas
definidas (homogeneidad, repetición, diferencia de lo idéntico, etc.),
apuntalándose visiblemente en características ensídicas de aquello que
es -más allá de las cuales sin duda existe una multiplicidad más amplía,
de la que, para empezar, no conocemos nada-. También, empero, el
espacio abstracto está lejos de agotar lo que tenemos que pensar como
espacio. Nada nos autoriza a tratar el espacio como identitario de lado
a lado. No hablo solamente del hecho de que el espacio efectivo nunca
sea puramente ensídico para un sujeto (animal, humano, sociedad, etc.)
irreductible siempre a lo homogéneo, la repetición, etc,, que más bien
se encuentra siempre cualitativamente organizado y articulado por y
para el sujeto (es a lo que se refiere el In-der^Weltsein, el ser^en-cl
mundo déHeidegger). Hablo sobre todo del despliegue del ser como
despliegue de una multiplicidad heterogénea de alteridades coexistentes
La consideración del tiempo mismo como tal nos conduce a esta idea
puesto que debemos admitir la coexistencia (y el encastre, entrecruza­
miento recíproco, etc.) de una multiplicidad de tiempos propios. Por
lo tanto, debemos pensar que el espacio comporta no solamente una
dimensión ensídica sino también una dimensión imaginaria o poiética
En tanto implica el despliegue “simultáneo” de formas que son otras,
permite un “corte instantáneo” de lo que es como otro y hay “multipli­
cidad sincrónica” de formas otras, el espacio efectivo en el sentido pie
no del término llega más allá del espacio abstracto y más allá de la
simple organización ensídica.
Sería por consiguiente erróneo identificar simplemente el espacio
(el espacio pleno, efectivo en tanto es distinto del espacio abstracto)
con la identidad y la diferencia, la repetición, la determinidad -en
síntesis, con lo ensídico- y el tiempo solamente con la alteración, la
creación/ destrucción-, (Esto no está suficientemente elucidado en el

196 C o r n e l iu s C a s t o r ia o is
cap. IV de La institución imaginaria de la sociedad.) Hay espacio poiético,
espacio que se despliega con y por la emergencia de formas. Como hay
tiempo identitario, tiempo ensídico incorporado en el tiempo poiético
o imaginario. Y el límite de este tiempo identitario es el que en vano
tratamos de alcanzar cuando tratamos de pensar la diferencia entre el
éstado E y el estado E’ de un puro gas de fotones. Aun en este caso, sin
duda habría una diferencia, que sería descriptible por y para un obser­
vador ultrafino y ultrapoderoso -cuya aparición, empero, destruiría
inmediatamente el estado del universo como puro gas de fotones; ade­
más, por sus observaciones y actos subjetivos, sería la única fuente de
sentido para un antes y un después ligados con los estados del gas.
¿Existe entonces la posibilidad de una distinción esencial entre tiem­
po y espacio, más allá de la evidencia vivida de esta diferencia, más
allá de la reducción objetivista del tiempo al espacio abstracto, y más
allá del esquive positivista de la pregunta? Pienso que esta posibilidad
existe* y que resulta de su relación distinta con la alteridad y la altera­
ción.
Digo: la emergencia de las formas es el carácter último del tiempo;
el antes y el después son dados por la escansión de la creación y la
destrucción. Sobre esta vía podemos, en un sentido, elucidar la irrever-
sibílidad. A lo largo de la dimensión indiferente, ensídica del tiempo,
más allá de la repetición medible pero reversible de lo idéntico cómo
sucesivo, emergen o son destruidas formas (|no: se encuentran termo-
dinámicamente desorganizadas!). La dirección según la cuál se
incrementa la desorganización de lo ensídico (entropía) y emergen y
son destruidas formas en tanto formas nos da una flecha del'tiempo.
(Las formas como tales no son destruidas por la entropía creciente. El
enunciado “el Imperio Romano se desmoronó en función de la segun­
da ley de la termodinámica” carece de sentido.) ¿Podríamos invertir
esta flecha? Si nos limitamos a la dimensión identitaria o.énsídica, esta
inversión es posible, si bien prodigiosamente improbable. Pero si to­
mamos en cuenta las formas, la idea de una inversión pierde su senti­
do. Existe una probabilidad finita (aunque, en la práctica, cercana a
cero) para que la gota de tinta que se diluye en un vaso de agua vuélva
a condensarse de manera espontánea en el sitio del que cayó al princi­
pio. Pero no hay ningún sentido en la idea de que Proust podría haber
escrito En busca del tiempo perdido antes de Jean Santeuil; o que Aterías

E l M UÑI*) FRAGMENTADO 197


podría haber comenzado con Demóstenes y continuar, pasando por
Pericles, yendo hacia Solón y más allá.
Esto no se debe al hecho de que el después haya sido causado por el
antes. En los casos más importantes no podemos hablar de causación y
a nivel elemental, la acción de la causalidad es reversible (es ésta la
raíz de las dificultades de la “deducción” termodinámica sobre la irre­
versibilidad), Se debe a que el antes (el antes pertinente en cada oca­
sión) condiciona el después de manera no simétrica. (La trivial pero
fundamental distinción entre causas y condiciones, o entre condicio­
nes simplemente necesarias y condiciones necesarias y suficientes es
sorprendentemente, olvidada a mentido en este tipo de discusiones)
Las formas en tanto formas no son causadas por cualquier cosa sino que
emergen dadas ciertas condiciones (de hecho, incontables). Las con­
diciones permiten la emergencia de la forma, pero la relación inversa
no tiene sentido. Así, la inversión de la flecha del tiempo no es sinó
extremadamente improbable desde el punto de vista abstracto, ensídico
-y sencillamente absurda cuando se considera la emergencia de las for­
mas- No somos solamente nosotros quienes no podemos concebir la
polis griega sin la mitología griega; la polis en sí misma era imposible sin
esa mitología (que la precedió de larga data). Pero la. mitología no
causó la polis -no era condición necesaria y suficiente (aun si se la com­
pleta con otras condiciones)—; y no podemos derivar una de la otra, en
uno u otro sentido.
¿Cuál es, pues, la distinción entre tiempo y espacio? Ya he dicho que
no basta la irreversibilidad habitual (termodinámica) para establecer
la. Hablamos del tiempo caracterizado por la emergencia de formas
emergencia condicionada cada vez por las formas que allí están (q por
algunas de ellas). Pero también podemos decir -y esto es evidente-
que la emergencia de una forma nueva está condicionada por las for
mas que la rodean (o algunas de ellas). Todo está condicionado aquí
por el afuera.
Pienso, no obstante, que puede hacerse dicha distinción.
La perspectiva del tiempo es efectivamente completa.
Ella contiene la del espacio y la implica. En el tiempo emergen for­
mas o son creadas; pero una forma es una multiplicidad organizada, de
suerte que su,emergencia conduce el sera una coexistencia simultánea
(los constituyentes de la forma). La recíproca no es verdadera. La pers­

198 C o r n e l iu s C a s t o r ia o is
pectiva del espado es esencialmente deficiente. Considerado como tal,
el ser de una forma no se refiere ni está ligado con una sucesión cual-
quiera, a un pasado/presente/futuro; del mismo modo, tampoco necesi-
ta tiempo para aparecer como tal. (La forma como tal implica el espa­
cio, la multiplicidad simultánea. No implica eltiempo, la multiplicidad
sucesiva; su emergencia es la que requiere el tiempo y escansiona el
tiempo.) Podemos destacar aquí que, en una extraña reversión, típica
del pensamiento heredado, este hecho ha sido considerado desdé Platón
como "fundante" del carácter “derivado" del tiempo.
Podemos expresar esta idea todavía de otro modo.
Si no emergieran nuevas formas, no podríamos decir que el espacio
ha dejado de ser, así como tampoco siquiera que se hubiera convertido
en espacio abstracto, ensídico. Podemos Concebir un espacio heterogé­
neo, lleno de formas inmutables, donde cada una es otra de todas las
otras, donde nada ocurre. (Un mundo platónico de las ideas podría
ofrecer un modelo al respecto.) Si un viajero debiera explorar ese espa­
cio y encontrar sucesivamente otras formas, nuevas para él, siempre se
trataría dé sus propios descubrimientos; nunca ocurriría nada, excepto
su (imposible) viaje y los cambios en sus estados subjetivos, escansiones
de ese tiempo subjetivo sin relación con el mundo que visita. Es éste,
más o menos, el viaje del alma platónica en el mundo supracéleste.
Pero podemos decir que sin la emergencia de la alteridad, sirria
creación/ destrucción de formas, no habría tiempo (excepto en el sen­
tido puramente ensídico e imposible indicado antes. Llevando ésta idea
a su límite, podemos decir que no habría nada, puesto que ninguna
forma habría emergido jamás.
En este sentido, el tiempo está esencialmente ligado con la emer­
gencia de la alteridad. El tiempo es esta emergencia como tal -mien­
tras que el espacio es “solamente" su acompañante necesario-. El tiem­
po es creación y destrucción -el tiempo es ser en sus determinaciones
sustantivas.

Para ayudarnos en la elucidación de la cuestión del tiempo, hemos


planteado dos categorías fundamentales: diferencia y alteridad. Pode-

EL MUNIXl FRAGMENTADO 199


mos reunir ahora a ambas .bajo la idea de multiplicidad. La múltipla
dad implica formalmente la unidad: sin la unidad, la multiplicidad Cl*
sería multiplicidad, sino ínfracaos, disperso y desconectado en sf
mo. La unidad, por otra parte, no implica la multiplicidad. Ocurre
cillamente que hay varios. Sucede sencillamente que el ser es -y Q
no es uno-. Nosotros podemos ver y aceptar esto, pero no elucida^
en mayor medida, 0
¿Qué significa que el ser es -y que no es uno? Por cuanto la mulata.
cidad en el ser existe como diferencia, el ser es uno no sólo lógíCar
nominal mente (como título abstracto de todo lo que es), sino efect?
vamente. La multiplicidad como diferencia, significa que la pluralidad
de los entes particulares es agrupada en uno por las leyes que produC€n
deducen, etc., unos entes a partir de los otros. Para hablar breve y
talmente, ¿las cualidades se reducen a cantidades, y cantidades difer^
tes dan lugar a cualidades (reductibles) diferentes. Aquí se encuentra a
la vez Hegel y el programa reduccionista que domina las ciencias p0s^
tiyas.
Pero, por cuanto la multiplicidad existe en el ser como alteridad Ja
unidad del ser se halla esencialmente fragmentada. Esto porque a pesar
de todos los, recientes discursos sobre la diferencia ontológica, ser y
modo de ser no son separables -y porque los modos de ser emerge^
alterando con esto el ser mismo y manifestando el ser como autoaltera
ción~. Por cierto, la emergencia como tales distinta de lo aue emerge
cada vez -así como la presencia es distinta de lo que es presente, y ej
ser es distinto de los entes-. Pero si nos quedamos en. este punto, ía
distinción deviene lógica y escolástica. En tanto autoalteración, el ser
también implica la alteridad de los modos de emergencia, de suerte
que hablar de la emergencia como tal, haciendo abstracción del modo
de emergencia, a su vez inseparable de lo que emerge, carecería de
contenido. Tal ha sido el discurso de Heidegger sobre el ser, o sobre la
presencia. La presencia como tal -el hecho de la presencia-sin duda es
distinta de lo que es presente; pero los modos de presencia son otros, y
no puede pensarse la presencia como tal haciendo abstracción de los
modos de la presencia. N o solamente no podemos ubicar bajo el mis­
mo título, excepto de manera lógica y vacía como diría Aristóteles. El
clape bien temperado y la nebulosa de Andrómeda; tampoco podemos
pensar el. ser como autoalteración e incesante a-ser (por-ser) sin consi-

200 X íO RN Eiius C a s t o r i a o is
derar los modos de esta autoalteración y los modos de ser que hacen
surgir.
¿El ser es en tanto alteridad?.Sin duda alguna; si tal no fuera el caso,
no habría un ser-sujeto (una niultiplicidad indefinida de seres^sujetos y
una multiplicidad indefinida de modos de ser-sujeto), que cree cada
vez su propio modo de ser y su propio mundo (y tiempo) y, por ejem­
plo, que piense el ser y hable de él. Sin la alteridad, no habría ñingima
pregunta del ser. No sólo no habría nadie que planteara la pregunta
sino que, si ésta fuera formulada por así decirlo en el vacío, la respuesta
sería simple: el ser sería un conjunto, o un.corijunto de conjuntos, y en
este caso ser y modo de ser coinciden, como también coinciden la po­
sibilidad y la efectividad. Matemáticamente, lo que es posible es a se­
cas; y algo no es si y sólo si éste es imposible. Los elementos de un
conjunto son si y sólo,: si puede definirse, de manera consistente, el
conjunto del que son elementos.
La multiplicidad del ser es un datura primario, irreductible. Es dada.
Pero también es dado que esta multiplicidad existe por una parte, como
diferencia, por otra, como alteridad. Por cuanto la diferencia es una
dimensión del ser hay identidad; persistencia, repetición. Por cuanto
la alteridad es una dimensión del ser, hay creación y destrucción de
formas. Y en realidad, también aquí ta alteridad implica la diferencia.
No puede decirse de una forma que ella* es a menos de ser idéntica a sí
misma (en el sentido más amplio del término idéntico) y de persistir/
repetirse por un tiempo - a saber, en y por una dimensión identitaria a
lo largo de la cual ella difiere de sí misma simplemente por el hecho de
encontrarse ubicada en un tiempo (identitario) diferente. Y ésto es
sólo un aspecto del hecho de que no puede haber forma sin un mínimo
de determinidad, lo que quiere decir que toda forma necesariamente
implica una dimensión énsídica -y, por lo tanto, que participa necesa­
riamente del universo ensíd ico-.
Si tales son los caracteres del ser, encontramos que son los mismos
que los que debemos atribuirle al tiempo: el despliegue de la alteridad,
que va a la par con una dimensión de idcntidad/difercncia (repeti­
ción). En el espacio abstracto (ensídico), sólo encontramos esta ulti­
ma. Encontramos ambas -diferencia y alteridad- en el espacio efecti­
vo; pero, por las razones ya mencionadas, el espacio efectivo presupone
el tiempo. La plenitud del ser es dada -a saber, simplemente: es- sola-

El. M U N lio PRAO MENTADO Z01


í mente en y por la emergencia de la alteridad, que es solidaria con el
tiempo.
■ ' Constatando este autodespliegue en y por el tiempo, es decir, la
¿emergencia de la alteridad, podemos comprender que la unidad y la
í íinicidad del ser están verdaderamente fragmentadas y estratificadas;
Estó dOyiene particularmente manifiesto con la emergencia del ser para
, sü(qyeicomienza ya con el ser vivo) que implica la creación (objetíva-
mente hablando) de otros fftodos dé Ser y (subjetivamente Hablando)
i/feotrps imundos, cerrados ^sòbrie síímisrhósp que comportan en cad a
/ casorsu tiempo propioiiEl iser pará sí se despliega también, en tanto ser,
en el espacio y; el tiempo. Pero ser- para sí crea un^tiempo y un espacio
;yíun;íserípafa;sí y dé; ésta tálnéi^'Mpníéntá et-^f/él:espacio y el tierna
/■ pò;.-Y nosotros no podemos; considerar conio única por originaria o
-auténtieauna temppralidadpárircu^^ ‘‘temporalidad origina­
ria del ser-para-la-muerte” del Dasèìn de H^idègger (la que con toda
evidencia és uña temporalidad tificamente subjetiva, exactamente
como el ‘‘ser^en-el-mundo” es un modo de ser de un set en unúLebenswelí
que ha sido creada soeiabhistóricamenté sin que el Dasein o Heidegger
; m ism olo >hayari;;notadó;algúriávve¿)^^pues- sabemos; y ño podemos si-
imilár no saberlo, que hay tiempo del ser vivo y tiempo cósmico y que
nada hay. de derivado o inautèntico quedos implique,
i . Suijgeiíde esteimodo, para áék>tios jy'^h sí. misma; la cuestión de la
unidad y unicidad del set y del tiempo por encima y más allá de su
ifrágmentáción y^estratificacióri indefinida e inolvidable. Por cuanto se
trata solamente de la dimensión ensídica, podríamos hablar de la uni­
dad; del ser. Pero esta unidad -por' supuesto no es sino parcial y, ■sobre
-.todo,; mese metal. ( Pod emós >disciriguir elementos numerables tanto en
tuna! sonata'de Beethoven como en una estrella ¿Y con eso qué?) Así, la
-pregunta sobrepasadora del tiempo sobrepasador y del ser sobrepasador
de;be seguir siendo uria pregunta, por el momento, y probablemente,
-enitodo momento. ^

Gerisy-la-Salle, junio de 1983-


Stanford, febrero de 1988- París, septiembre de 1988.

202 C o r n e l iu s C a s t o r i a d is
N otas

Las ideas de este texto han sido expuestas por primera vez en una conferencia
en ocasión del coloquio Temps et devenir en Ccrisy'la-Salle (junio de 1983). El
texto reelaborado ha provisto la base de mi conferencia introductoria al colo-
quio The Construction of Tíme efectuada en Stanford, en febrero de 1988. Lo he
traducido al francés, con algunas modificaciones secundarias.

Et mundo fragmentado 203

También podría gustarte