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Los poetas románticos a la vista del Niágara

Ya bien entrado el siglo XIX, surge en Hispanoamérica una serie de vates cuyas voces
poéticas adoptan claramente posturas subjetivas en relación con las realidades que
describen (realidades naturales, normalmente). En el año 1824, el poeta cubano José María
Heredia da a conocer su Oda al Niágara: la contemplación de las cataratas va a hacer que el
poeta se incluya protagónicamente en su composición (mucho más que en “En el Teocalli
de Cholula” de 1820). Este canto al Niágara va a ser retomado por otros poetas posteriores
a Heredia, tales como Gertrudis Gómez de Avellaneda, Rafael Pombo, y, por último, Juan
Antonio Pérez Bonalde. Primero me centraré en el caso fundacional de Heredia, y a partir
de allí iré destacando y comparando entre sí los rasgos que definen a cada composición
poética.

José María Heredia


En la composición de José María Heredia, interesa ver la manera en que el poeta resalta en
varios momentos el carácter sublime de la catarata, contraponiendo este dinamismo vital
del río, a otras realidades naturales más sosegadas:

La palma y mirto y delicada rosa,


Muelle placer inspiren y ocio blando
En frívolo jardín: a ti la suerte
Guardó más digno objeto, más sublime.
El alma libre, generosa, fuerte,
Viene, te ve, se asombra,
El mezquino deleite menosprecia,

Asimismo, es importante ver que el estado anímico del sujeto que enfrenta esa realidad
sublime, es un estado anímico exaltado por una fuerza vital, así como el torrente sublime.
Ese estado anímico es el que encaja a la perfección con esa realidad “sublime”: “Yo digno
soy de contemplarte: siempre/ Lo común y mezquino desdeñando/ Ansié por lo terrífico y
sublime”
Más adelante en el poema, vemos que hay una mención de Dios, como más adelante se
hará en los otros. La voz poética refiere que estuvo en "otros climas" (no se sabe a qué
lugares se refiere, tal vez Europa). Lo que sí se sabe es que en esas regiones lo que medraba
era la corrupción y la blasfemia hacia Dios. Luego dice que su mente necesitaba conectarse
con Él, de una manera sublime. Interesa ver, sobre todo, la manera en que el poeta siente la
presencia de Dios, y que la contemplación de la catara lo lleva a comulgar con Él:

Por eso te buscó mi débil mente


En la sublime soledad: ahora
Entera se abre a ti; tu mano siente
En esta inmensidad que me circunda,
Y tu profunda voz hiere mi seno
De este raudal en el eterno trueno.

Una última cosa interesante de este poema: el paso de la corriente hace pensar en el paso
del tiempo, para que luego la voz poética exprese cierta angustia o lástima por los estragos
que la corriente temporal ha hecho en su vida. En este punto intenta volver a ilusionarse,
fantaseando sobre una "hermosa" que pudiera estar ahí abrazándolo, para luego abandonar
su quimera e irse con una nota negra, mencionando su pronta muerte; pero teniendo la
esperanza de que sus versos perduren mucho más que él.

Gertrudis Gómez de Avellaneda

En la composición de Gertrudis Gómez de Avellaneda, uno de los aspectos que más


resaltan con respecto a la composición de Heredia, es que el sujeto poético en este caso no
muestra ese ímpetu o fuerza anímica: sino más bien reconoce que su espíritu está
atravesado por el desgano. De ese modo, no hay una compatibilidad total entre el estado
anímico del sujeto y esa realidad sublime (que era una característica de la composición de
Heredia). Explícitamente, el sujeto poético de esta composición lo deja claro: “En vano,
pues, en vano/ De un vate triste admiración merece/ Esta naturaleza prodigiosa”

El hecho de no estar anímicamente al nivel de esa realidad, no quiere decir que vaya a
hacer una infravaloración. Al igual que Heredia, Gertrudis Gómez de Avellaneda exalta esa
"naturaleza prodigiosa". Y, asimismo, la asocia con Dios, su "Creador": “Esta naturaleza
prodigiosa/ Que de la eterna mano/ Siempre acabada de salir parece “

Un punto de convergencia con el poema de Heredia, puede ser el hecho de que, en su


poema, Gertrudis Gómez de Avellaneda, a la vista del Niágara, haya recordado con
melancolía a su difunto esposo. Ese momento de remembranza nostálgica también se da en
el exilado Heredia, quien ante la realidad sublime que tiene al frente, añora las palmeras de
los llanos de su patria.

También, vemos que, al igual que Heredia, en esta composición la vista del Niágara invita
a fantasear (recuérdese la composición de Heredia, y esa "hermosura" ideal): Cuánta
belleza/ En cielo y noche, campos y raudales/ Que hacen que el alma, a su pesar, se
entregue/ --Con vaguedad de mística tristeza-/ A ensueños de venturas ideales!... “

En esta composición, se nos ofrece la imagen del torrente que cae al vacío, cuyo vapor
sube al cielo y sin ningún esfuerzo es esparcido por el viento. Esa imagen lo que busca es
ser una metáfora de la condición frágil del hombre, que, así como el humo, puede ser
fácilmente anulado. Y luego, siguiendo a Heredia, el paso de la corriente sirve para que
toque el tema del paso del tiempo. Y así como Heredia al final de su composición,
Gertrudis Gómez de Avellaneda expresa que las producciones artísticas son más duraderas
que los creadores de ellas:

Del voraz tiempo en rápidos turbiones


Cual tus fugaces ondas, desparecen
-- En sucesion sin fin -- generaciones...
Sólo se libran, sólo permanecen
Sobre el abismo donde todo se hunde,
Las nobles obras en que el genio humano
-- Forma feliz prestando á las ideas --
Graba su sello y poderoso infunde
De la belleza el soplp soberano.

Al final de este poema, hay algo importante, y es que en primer lugar Gertrudis Gómez de
Avellaneda no tiene deseos de eternizar artísticamente al Niágara: eso se lo deja a Heredia.
Ella más bien se va a centrar en el puente que lo atraviesa, para decir que es obra del
ingenio humano, así como el Niágara es obra de un Arquitecto mucho más grande. Luego
de mencionar el puente y la idea de progreso que trajo consigo la modernidad, habla de la
independencia política americana y de la formación de las naciones (lo que dice con
optimismo). Vemos así, ciertas implicaciones políticas que se desprenden de esta
composición.

Rafael Pombo

En la composición de Rafael Pombo, también vemos un enfoque en la fuerza vital de la


corriente del Niágara, así como en Heredia: “¡Ahí estás siempre el Niágara! Perenne/ En tu
extático trance, en ese vértigo/ De voluntad tremenda, sin cansarte/ Nunca de ti, ni el
hombre de admirarte.”

Y así como en el poema del cubano, Rafael Pombo hace más clara la idea de que allí, en el
Niágara, está presente Dios: “Algo nos dice/ Que allí está Dios: el néctar de embeleso/ Y de
reparación que a un tiempo mana.”

Ahora bien, en el caso de Pombo, vemos que hay una inclinación mucho más mística sobre
su contemplación del Niágara, hasta el punto que podemos decir que se trata de una
experiencia extática, en la que él tendría un contacto directo con eso que él considera ser
Dios. Fijarse en estos versos:

Al contemplarla en nuestro fondo bullen


Los dormitados gérmenes divinos,
Cual hierve al sol el ánima viviente
De la naturaleza; y surge ansioso
El amor de familia, el de la eterna
E indisoluble y como al mar la gota
Emancipada al fin de térreos lazos,
Como del pecho de la madre el niño,
Mudos de íntimo gozo nos prendemos
En comunión de eternidad con ella.

Y al contrario de la composición de Gertrudis Gómez de Avellaneda, en Pombo se ve más


bien una crítica del hombre moderno, ese “activo Cíclope anglosajón” que construye
puentes. En el poema de la poetisa cubana, vemos que no menosprecia al creador del
puente, y que incluso equipara esa creación con la creación “divina” del Niágara. En el caso
de Pombo no tenemos nada parecido. Ver:

el activo
Cíclope anglosajón, probando al mundo
Que es digno amo de ti, con puente aéreo
Salva tu abismo inmenso, y por su mano
Te da su abrazo atlético de hierro
Esto que el hombre (insecto de un instante
Y atolondrado por su instante) llama
La civilización. El cielo mismo
Tiende a tus pies esos divanes de ángeles,
Nácar del firmamento, y oponiendo
A un puente, mil; al arte de los hombres
El del Señor, suspende caprichoso

En este poema ocurre algo realmente interesante: el poeta no se identifica, como Heredia,
con aquel ímpetu del torrente que se precipita al vacío, sino más bien con el lago quieto que
recibe al torrente, demostrando así su estado de ánimo con respecto a la realidad natural que
está viendo:
Ese lago de leche que dormido
Yace a tus pies; esas tendidas hojas
De cuajada esmeralda, opacas, turbias,
Manto marino que tu cauce vela,
Cuyas inertes, aplanadas olas
Atónitas al golpe, ignoran dónde
Seguir corriendo; ese ancho remolino
Que abajo las aguarda, y retorciéndose
Al empuje del mar que los violenta
Yérguese al centro, y cual pausada boa
En silencio fatal se enrosca, y nunca
Suelta la presa que atrayente arrolla
Allí más bien estoy; ese el mar muerto
De mi existencia, y el designio arcano
Que en giro estéril me aletarga y me hunde
¿Dónde, oh Heredia, tu terror? Lo anhelo
Y no puedo encontrarlo

En fin, como hemos visto, lo que caracteriza a esta composición es el marcado pesimismo,
llegando a una especie de desesperación nihilista sin salida. Así lo podemos ver en los
geniales versos que cierran el poema:

Despliegas tu grandeza en tu caída,


Y alzas de aquel abismo al firmamento
El himno de la fuerza y de la vida.
Mas para mí la vida es un sarcasmo,
Mi mundo ha concluido
Mi alma es hoy incapaz del entusiasmo
Y al quererte cantar, mi canto fuera
Del despecho el rugido,
O un de profundis de cansancio y muerte

Juan Antonio Pérez Bonalde

Juan Antonio Pérez Bonalde divide su composición en apartados discretos, que incluso
tienen títulos. En el segundo, "El río", vemos las caracterizaciones recurrentes en las otras
composiciones. En el tercer apartado, "El torrente", vemos algo totalmente original: el
sujeto se asombra ante el torrente que cae al vacío, y es ese vacío el que hace que el
pensamiento del sujeto se sumerja en las profundidades "abismales" del Ser, llegando así a
reflexionar gravemente sobre las preguntas más fundamentales que aquejan al ser humano
cuando está dominado por la duda o la desesperación. Intentando formular esa divagación
en una sola pregunta, esa pregunta podría ser "¿qué sentido tiene la existencia y todas las
cosas que hay que vivir?". Bonalde propone que, detrás del arco que forma la caída del
torrente, se encuentra la deidad del abismo, quien probablemente tenga la respuesta: y para
allá se encamina el ser desesperado, con el objetivo de hallar reposo. Para su desgracia, los
ecos de la deidad de las tinieblas solo le ofrecen respuestas devastadoras:

¿Por qué lucha el mortal, y ama, y espera,


y ríe, y goza, y llora y desespera,
si todo, al fin, bajo la losa fría
por siempre ha de acabar? … Dime, ¿algún día,
sabrá el hombre infelice do se esconde
el secreto del ser? ¿Lo sabrá nunca?
y el eco me responde,
vago y perdido: ¡nunca!

En vez de terminar su composición de manera pesimista (como Rafael Pombo), Juan


Antonio Pérez Bonalde, en cambio, propone como salvación, en primer lugar, la salida del
pensamiento de la región abismal, que solo puede ofrecer respuestas de muerte y de
desaparición total. En segundo lugar -y esto se expresa implícitamente en los últimos
versos, describiendo el Niágara-, propone esa “nueva alianza” como la respuesta (lo que yo
interpreto como la encarnación del Verbo en Jesús, como sostiene la teología cristiana):

Tú ostentas en tu frente majestuosa


el iris luminoso de los cielos
que en círculo te ciñe, cual diadema
de oro y zafir, y de esmeralda y rosa
y al hombre triste, en medio de los duelos
de su lucha suprema,
lo corona en señal de nueva alianza
el iris del amor y la esperanza.

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