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Beethoven
A las cinco de la tarde del 26 marzo de 1827 se levantó en Viena un fuerte viento
que momentos después se transformaría en una impetuosa tormenta. En la
penumbra de su alcoba, un hombre consumido por la agonía está a punto de
exhalar su último suspiro. Un intenso relámpago ilumina por unos segundos el
lecho de muerte. Aunque no ha podido escuchar el trueno que resuena a
continuación, el hombre se despierta sobresaltado, mira fijamente al infinito con
sus ojos ígneos, levanta la mano derecha con el puño cerrado en un último gesto
entre amenazador y suplicante y cae hacia atrás sin vida. Un pequeño reloj en
forma de pirámide, regalo de la duquesa Christiane Lichnowsky, se detiene en ese
mismo instante. Ludwig van Beethoven, uno de los más grandes compositores de
todos los tiempos, se ha despedido del mundo con un ademán característico,
dejando tras de sí una existencia marcada por la soledad, las enfermedades y la
miseria, y una obra que, sin duda alguna, merece el calificativo de genial.
Johann se casó con María Magdalena Keverich en 1767, y tras un primer hijo
también llamado Ludwig, que murió poco después de nacer, nació el 16 de
diciembre de 1770 el que habría de ser compositor. A Ludwig siguieron otros dos
niños, a los que pusieron los nombres de Caspar Anton Karl y Nikolauss Johann.
A la muerte del abuelo, auténtico tutor de la familia (Ludwig contaba entonces tres
años de edad), la situación moral y económica del matrimonio se deterioró
rápidamente. El dinero escaseó; los niños andaban mal nutridos y no era
infrecuente que fueran golpeados por el padre; la madre iba consumiéndose,
hasta el extremo de que, al morir en 1787 a los cuarenta años, su aspecto era el
de una anciana.
Parece ser que Johann se percató pronto de las dotes musicales de Ludwig y se
aplicó a educarlo con férrea disciplina como concertista, con la idea de convertirlo
en un niño prodigio mimado por la fortuna, a la manera del primer Mozart. En 1778
el niño tocaba el clave en público y llamó la atención del anciano organista Van
den Eeden, que se ofreció a darle clases gratuitamente. Un año más tarde,
Johann decidió encargar la formación musical de Ludwig a su compañero de
bebida Tobias Pfeiffer, músico mucho mejor dotado y no mal profesor, pese a su
anarquía alcohólica que, ocasionalmente, imponía clases nocturnas al niño
cuando se olvidaba de darlas durante el día.
Infancia y formación
Los testimonios de estos años trazan un sombrío retrato del niño, hosco,
abandonado y resentido, hasta que en su destino se cruzó Christian Neefe, un
músico llegado a Bonn en 1779, quien tomó a su cargo no sólo su educación
musical, sino también su formación integral. Diez años más tarde, el joven
Beethoven le escribió: «Si alguna vez me convierto en un gran hombre, a ti te
corresponderá una parte del honor». A Neefe se debe, en cualquier caso, la nota
publicada en el Cramer Magazine en marzo de 1783, en la que se daba noticia del
virtuosismo interpretativo de Beethoven, superando «con habilidad y con fuerza»
las dificultades de El clave bien temperado de Johann Sebastian Bach, y de la
publicación en Mannheim de las nueve Variaciones sobre una marcha de Dressler,
que constituyeron sin duda alguna su primera composición.
En junio de 1784 Maximilian Franz, el nuevo elector de Colonia (que habría de ser
el último), nombró a Ludwig, que entonces contaba catorce años de edad,
segundo organista de la corte, con un salario de ciento cincuenta guldens. El
muchacho, por aquel entonces, tenía un aire severo, complexión latina (algunos
autores la califican de «española» y recuerdan que este tipo de físico apareció en
Flandes con la dominación española) y ojos oscuros y voluntariosos; a lo largo de
su vida, algunos los vieron negros, y otros gris verdosos, siendo casi seguro que
su tonalidad varió con la edad o con sus estados de ánimo.
Amarga habría sido la vida del joven Ludwig en Bonn, sobre todo tras la muerte de
su madre en 1787, si no hubiera encontrado un círculo de excelentes amigos que
se reunían en la hospitalaria casa de los Breuning: Stefan y Eleonore von
Breuning, a la que se sintió unido con una apasionada amistad, Gerhard Wegeler,
su futuro marido y biógrafo de Beethoven, y el pastor Amenda. Ludwig compartía
con los jóvenes Von Breuning sus estudios de los clásicos y, a la vez, les daba
lecciones de música. Habían corrido ya por Bonn (y tal vez este hecho le abriera
las puertas de los Breuning) las alabanzas que Mozart había dispensado al joven
intérprete con ocasión de su visita a Viena en la primavera de 1787. Cuenta la
anécdota que Mozart no creyó en las dotes improvisadoras del joven hasta que
Ludwig le pidió a Mozart que eligiera él mismo un tema. Quizá Beethoven
recordaría esa escena cuando, muchos años más tarde, otro muchacho, Liszt,
solicitó tocar en su presencia en espera de su aprobación y aliento.
Estos años de formación con Neefe y los jóvenes Von Breuning fueron de extrema
importancia porque conectaron a Beethoven con la sensibilidad liberal de una
época convulsionada por los sucesos revolucionarios franceses, y dieron al joven
armas sociales con las que tratar de tú a tú, en Bonn y, sobre todo, en Viena, a la
nobleza ilustrada. Pese a sus arranques de mal humor y carácter adusto,
Beethoven siempre encontró, a lo largo de su vida, amigos fieles, mecenas e
incluso amores entre los componentes de la nobleza austriaca, cosa que el más
amable Mozart a duras penas consiguió.
Beethoven tenía sin duda el don de establecer contactos con el yo más profundo
de sus interlocutores; aun así, sorprende la fidelidad de sus relaciones en la élite,
especialmente si se considera que no estaban habituadas a un lenguaje
igualitario, cuando no zumbón o despectivo, por parte de sus siervos, los músicos.
Forzosamente la personalidad de Beethoven debía subyugar, incluso al margen
de la genialidad y grandeza de sus creaciones. Así, su amistad con el conde
Waldstein fue decisiva para establecer los contactos imprescindibles que le
permitieron instalarse en Viena, centro indiscutible del arte musical y escénico, en
noviembre de 1792.
En Viena
El avance de las tropas francesas sobre Bonn y la estabilidad del joven Beethoven
en Viena convirtieron lo que tenía que ser un viaje de estudios bajo la tutela
musical de Haydn en una estancia definitiva. Allí, al poco de llegar, recibió la
entusiasta protección del príncipe Lichnowsky, quien lo hospedó en su casa, y
recibió lecciones de Johann Schenck, del teórico de la composición
Albrechtsberger y del maestro dramático Antonio Salieri.
Sus éxitos como improvisador y pianista eran notables, y su carrera como
compositor parecía asegurada económicamente con su trabajo de virtuoso.
Porque, entretanto, el joven Beethoven componía infatigablemente: fue éste, de
1793 a 1802, su período clasicista, bajo la benéfica influencia de la obra de Haydn
y de Mozart, en el que dio a luz sus primeros conciertos para piano, las cinco
primeras sonatas para violín y las dos para violoncelo, varios tríos y cuartetos para
cuerda, el lied Adelaide y su primera sinfonía, entre otras composiciones de esta
época. Su clasicismo no ocultaba, sin embargo, una inequívoca personalidad que
se ponía de manifiesto en el clima melancólico, casi doloroso, de sus movimientos
lento y adagio, reveladores de una fuerza moral y psíquica que se manifestaba por
vez primera en las composiciones musicales del siglo.
Durante estos «años felices», Beethoven llevaba en Viena una vida de libertad,
soledad y bohemia, auténtica prefiguración de la imagen tópica que, a partir de él,
la sociedad romántica y postromántica se forjaría del «genio». Esta felicidad, sin
embargo, empezó a verse amenazada muy pronto, ya en 1794, por los tenues
síntomas de una sordera que, de momento, no parecía poner en peligro su carrera
de concertista. Como causa los biógrafos discutieron la hipótesis de la sífilis,
enfermedad muy común entre los jóvenes que frecuentaban los prostíbulos de
Viena, y que, en cualquier caso, daría nueva luz al enigma de la renuncia de
Beethoven, al parecer dolorosa, a contraer matrimonio. La gran crisis moral de
Beethoven no estalló, sin embargo, hasta 1802.
La crisis
Obras maestras de este período son, entre otras, el Concierto para violín y
orquesta en re mayor, Op. 61 y el Concierto para piano número 4, las oberturas
de Egmont y Coriolano, las sonatas A Kreatzer, Aurora y Appassionata, la
ópera Fidelio y la Misa en do mayor, Op 86. Mención especial merecen sus
sinfonías, que tanto pudieron desconcertar a sus primeros oyentes y en las que,
sin embargo, su genio consiguió crear la sensación de un organismo musical, vivo
y natural, ya conocido por la memoria de quienes a ellas se acercan por primera
vez.
El final
Desde 1814 dejó de ser capaz de mantener un simple diálogo, por lo que empezó
a llevar siempre consigo un "libro de conversación" en el que hacía anotar a sus
interlocutores cuanto querían decirle. Pero este paliativo no satisfacía a un hombre
temperamental como él y jamás dejó de escrutar con desconfianza los labios de
los demás intentando averiguar lo que no habían escrito en su pequeño cuaderno.
Su rostro se hizo cada vez más sombrío y sus accesos de cólera comenzaron a
ser insoportables. Al mismo tiempo, Beethoven parecía dejarse llevar por la
pendiente de un caos doméstico que horrorizaba a sus amigos y visitantes.
Incapaz de controlar sus ataques de ira por motivos a veces insignificantes,
despedía constantemente a sus sirvientes y cambiaba sin razón una y otra vez de
domicilio, hasta llegar a vivir prácticamente solo y en un estado de dejadez
alarmante.