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¿Qué justifica escribir -una vez más- sobre melancolía? En primer lugar, la clínica. Si bien la
melancolía ha sido largamente estudiada llegando a numerosas definiciones y debates al respecto,
pareciera ser una categoría diagnóstica que continúa interpelando. En mi recorrido de este año por
diversos dispositivos, me he encontrado con sujetos abrumados por un dolor de existir que no parecía
tramitarse por lo simbólico. La psiquiatría clásica la ha realizado múltiples descripciones, puntualizando
sus síntomas de manera descriptiva. Freud mismo en Duelo y Melancolía la aborda de manera
puntillosa, evidenciando su diferencia con el resto de las afecciones anímicas. En aquello que lo
caracteriza, Freud no vacila: un enorme empobrecimiento del yo, una singular inhibición caracterizada
por la anestesia que Lacan nombrará como dolor de existir.
De manera insistente, un aspecto cobra relieve dentro de los debates sobre la melancolía. La
culpa, y su modo particular de funcionamiento en estas presentaciones, como fenómeno que se recorta
sobre la estructura. Es esta relación la que ha suscitado en mí diversos interrogantes: ¿qué singulariza
el tipo clínico melancólico?, ¿es la presencia de delirios de culpabilidad e indignidad? Por otro lado,
¿cómo se enlaza el tan mencionado vacío melancólico con la culpabilidad?, ¿qué nos enseña en estas
presentaciones y qué lugar toma en la dirección de la cura?
Los matices del caso elegido y su supervisión me han llevado a vacilar respecto del diagnóstico
en numerosas oportunidades. Sin embargo, fue la particularidad del dolor de existir y lo singular de la
culpa en el mismo lo que me ha suscitado el interés por la temática. Incluso podría decirse que no es
paradigmático para pensar esta relación, ya que resta el debate de si configura una verdadera
melancolía o estamos hablando de una melancolización. Aún así, intentaré establecer una articulación
que, sin cerrar sentido, permita pensar algo de las sutilezas de la clínica, aquellas que nos convocan el
deseo a seguir elaborando cada vez.
La pérdida
Unas pocas pero certeras palabras son la carta de presentación de Brian cuando me comentan
su derivación del dispositivo de urgencia hacia consultorios externos: “es la debacle del primer amor”.
Aparenta ser un sujeto en duelo, perturbado por la pérdida de un objeto bien real: su primera novia. Los
primeros encuentros se caracterizan por repetir casi sin diferencia lo narrado en sus seguimientos por
guardia: cabizbajo, con un tono monocorde y marcada dificultad para tomar la palabra, recitará un
continuo de días que pasan sin que él salga de su casa, acuda a la barbería donde trabaja o siquiera se
levante de la cama. Recorta como aquello que lo aqueja principalmente la presencia constante de
pensamientos relacionados con la misma, nombrándolo como una “obsesión”. Sumado a esto el
desgano, desánimo y el desinterés por vivir lo invaden constantemente. «Siento que no puedo estar sin
ella…», «…no tengo ganas de hacer nada: ni de salir, ni de jugar a la Play, ni de trabajar, ni de vivir»,
«siempre me sentí así pero ahora fue peor porque quería suicidarme». Lo novedoso en su estado
anímico es también aquello que más lo desconcierta «… no entiendo por qué me pegó tanto».
Inicialmente, me orienté a intentar pesquisar el estatuto de esa debacle, qué había perdido allí.
Comentará que aquello que lo obsesiona puntualmente es entender el por qué de la separación,
pregunta que invita a la simbolización de esa pérdida. La dificultad para articularla, para elaborar sobre
ese vacío que lo acompaña desde niño (llevándolo a incluso abandonar el colegio dos semanas antes
de terminarlo por imposibilidad para levantarse de la cama), parecían resonar como algo que iba mucho
más allá del sentimiento de pérdida, como “efectos de mortificación bien reales” (Soler, 1991, p. 35) que
lo dejaban preso de una inercia estuporosa.
Las primeras respuestas a esta pregunta estarán enlazadas a lo indigno: «Acepté la separación
primero… pensé que había sido porque soy bastante distraído y frío, me cuesta expresar las cosas…
sé que para ella fui insuficiente», «yo no sé nada del amor… no sé cómo tener relaciones, me aburro
rápido», «cuando empiezo a pensar mucho en esto tengo muchos pensamientos negativos… ya dejé
de tener ganas de matarme pero es como que no le encuentro sentido a vivir, no entiendo para qué
vivir». Ahora bien, si bien estos enunciados conllevan el lastre de la indignidad, no adquieren la
sistematización de un delirio propiamente dicho. La ausencia de tal formación delirante puede hacernos
vacilar a la hora del diagnóstico diferencial. No obstante, cabe recordar aquí la referencia de Jules
Séglas, quien en su texto “Melancolía y dolor moral” (1999 [1894]) describe un tipo de melancolía sin
delirio, como una afección caracterizada por “1° la producción de un estado cenestésico penoso; 2°
modificaciones en el ejercicio de las operaciones intelectuales; 3° un trastorno mórbido de la
sensibilidad moral que se expresa en un estado de depresión dolorosa” (p.). El énfasis está en lo
cenestésico, experiencias vagas a nivel del cuerpo teñidas de malestar. Sumado a esto, la modificación
sutil y difusa de las operaciones intelectuales y el dolor moral conformarán la tríada que caracteriza el
cuadro.
En cierto momento del tratamiento, inmediatamente después de un incremento en la dosis de
antidepresivos, Brian empieza a tener efectos adversos de anorgasmia. Si bien asocia algo de eso al
fármaco, trae una y otra vez esta temática a las consultas, y será el puntapié tanto para múltiples
sensaciones cenestésicas penosas como para un desenganche más marcado del lazo social. «No
estoy pudiendo sentir placer… ni solo ni con otros», «no estoy hablando con nadie, no me interesa
tampoco hacerlo, algunos me escriben pero no tengo energía para contestarles», «empecé a sentir
como una presión en el pecho, mi abuela me dice que es angustia, así que supongo que será eso»,
«dejé de jugar al fútbol porque me canso rápido, no sé si estaré fuera de estado o qué, pero siento
como el cuerpo cansado», «estoy todo el tiempo como mareado, débil… si no fuera por la medicación
estaría todo el día en la cama», «me estoy olvidando mucho de las cosas, si no me hacen acordar no
me acuerdo ni de comer», «tuve varias crisis de llanto estas semanas, es como que se me agita el
pecho, se me acelera el corazón y lloro y lloro… me tiro a la cama y se me pasa solo… viene de la nada
y se va de la nada».
Tomamos esta referencia de la psicopatología clásica no sólo por su similitud con la
presentación clínica sino también para destacar que en esta definición el delirio, si aparece, será
secundario a la tríada principal, siendo el dolor moral el síntoma fundamental. De esta manera, nos
introduce a considerar que la melancolía configura en cierta forma una clínica más sutil de las psicosis,
a diferencia de aquellas que presentan síntomas de una manera más estridente.
Desde una perspectiva psicoanalítica, será la pérdida lo que permitirá a Freud poner en serie
duelo y melancolía, ya desde el Manuscrito G (1894) enuncia que el afecto que corresponde a la
melancolía es el del duelo, como ansia de algo perdido. Del mismo modo que con su primera teoría de
la angustia, Freud pensará esta pérdida en términos económicos y de esta manera lo que se duelará,
puntualmente, será la pérdida de la libido. Una verdadera hemorragia que cavará un agujero en lo
psíquico. En Duelo y Melancolía (Freud, 1914), agregará que esto se dará por la pérdida de un objeto,
cuya sombra recaerá sobre el yo, que se identificará con el objeto perdido y se hará toda clase de
autorreproches y autodenigraciones. Si bien no haré un recorrido exhaustivo por la formulaciones
freudianas, interesa destacar cómo para Freud lo singular de la melancolía es que ésta presenta una
particular relación con un objeto, cuya pérdida no sigue los derroteros habituales sino que en cierta
manera, aunque perdido, está siempre presente, toma en su totalidad al yo y lo deja paralizado,
mortificado, preso de una inhibición generalizada.
La posibilidad de articular la pérdida a una falta será lo que separará el trabajo del duelo de la
melancolía. Porque ese objeto perdido encarna a la vez la imagen especular, el a puro, ese resto real, y
también el falo como mediación. “Ahí donde en el duelo hay una falta en juego, en la melancolía-manía
hay un agujero” (Soria, 2017, p. 22). En el duelo entonces, se juegan los planos del deseo y el amor,
descompletando el goce en tanto convoca a enfrentar los agujeros en lo real desde lo simbólico, desde
la falta; en la melancolía esto se ve obstaculizado, ubicando la prevalencia del objeto a.
La pregunta que atosiga a Brian es la pregunta por el sentido de una pérdida, que insistía en
forma de “no sé por qué me pegó tanto”, articulada con el interrogante por el sentido de la existencia
misma. Pregunta entonces, que convoca a la articulación en el Otro y cuya dificultad en la respuesta
dejaba entrever algo diferente. No parecía en este caso encontrar un Otro al cual apelar en busca de
réplica, más bien parecía que esa pregunta lo confrontaba con un vacío, lo sumía en ese abismo que
Lacan enuncia como “el desorden provocado en la juntura más íntima del sentimiento de la vida”
(Lacan, 2002 [1958], p. 534). Vacío que evidencia la ausencia de significación fálica, en tanto será
justamente aquella la que está relacionada con el sentimiento de la vida, la que le da significación al ser
viviente del sujeto. Su padecimiento se ubica en relación con una ausencia de impulso vital, pensándola
en términos deseantes, como es enunciada en el Seminario 6 (1958-1959):
“El impulso vital, ese querido impulso vital, esa encantadora encarnación del deseo humano en la naturaleza - aquí
corresponde sin duda hablar de antropomorfismo- , ese famoso impulso con que intentamos hacer que se mantenga
en pie esa naturaleza de la cual no comprendemos gran cosa, ese impulso vital, cuando de él se trata, es algo que el
sujeto humano ve delante de sí y teme que le falte.” (p. 118)
Más adelante en su obra, hablará de la paradoja del sentimiento de ya estar muerto y se referirá
a “la segunda muerte”: la primera como biológica, y la segunda simbólica. La psicosis plantea una
inversión en este ordenamiento, la muerte simbólica funciona como una segunda muerte, que antecede
a la primera. El “dolor de existir”, paradigmático de estas presentaciones, se sitúa entre ambas muertes,
como el traumatismo del goce sobre el viviente (Tendlarz, ). Utilizará la tragedia de Antígona para
ejemplificar esto, aquella mujer que se entierra viva: “Su suplicio consistirá en estar encerrada,
suspendida, en la zona entre la vida y la muerte. Sin estar aún muerta, ya está tachada del mundo de
los vivos. Solamente a partir de allí se desarrolla su queja, a saber, el lamento de la vida” (Lacan, 1959-
1960, p.345).
Ese “lamento de la vida”, será lo que caracteriza el estado anímico de Brian, siendo nombrado -
tanto por su familia como desde la psiquiatría clásica- como depresivo. Significante inespecífico que
adquiere otra connotación desde la lectura psicoanalítica. Lacan la nombrará como cobardía moral, en
el sentido de un deseo ante el cual el sujeto no avanza, sino que se detiene. Sin embargo, “lo que
separa depresión de melancolía y rompe su continuo es que en la melancolía se trata del objeto a fuera
de toda puntuación fálica” (Laurent, p.123). Así, la melancolía versará más sobre lo imperativo del goce
que retorna, en lugar de un deseo ante el cual el sujeto fue cobarde. Se establece una distinción entre la
clínica de la cobardía moral -la de un sujeto definido a partir de la estructura del lenguaje- y aquella del
rechazo del inconsciente de las psicosis. Lo que se produce cuando el deseo se vacía es el dolor de
existir. Lo que queda de la vida cuando no hay nada del deseo, es sentir la existencia como dolorosa.