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El surgimiento del intelectual moderno

Damián Grimozzi

(En prensa)

Versión exclusiva para uso interno de la cátedra CBC-IPC Mársico, mar. y vier. 21 a 23

Mientras que el intelectual de la Edad Media tuvo que ser presentado, descubierto, visibilizado
en su condición de tal desde las investigaciones historiográficas, tal como la que ha hecho
Jacques Le Goff,1 el intelectual de fines del siglo XIX encuentra rápidamente a partir del affaire
Dreyfus una forma de presentarse a sí mismo como consciente de su capital simbólico 2 y de que
este capital autoriza su voz. En este capítulo trataremos de explicar cómo fue esto posible, y
cómo se ha ido definiendo de modo cada vez más nítido la figura del intelectual desde aquel
episodio que Émile Zola protagonizó hasta nuestros días.
De hecho, el sencillo y aparentemente descriptivo título del libro que Le Goff publica en 1957,
Los intelectuales en la Edad Media, no es inocente. Nos está diciendo: los intelectuales no
nacieron, como se cree hoy, a partir del affaire Dreyfus a fines del siglo XIX, sino que ya
existían en la Edad Media. En el contexto de enunciación de este texto, era ya un
sobreentendido que al menos la denominación de intelectual (no su efectivo nacimiento, desde
ya) había emergido de modo bastante polémico durante el episodio que tuvo a Zola en su centro.
Y Le Goff nos lo muestra de una manera muy contundente al asociar íntimamente el trabajo de
estos intelectuales a los oficios típicos de las nuevas ciudades medievales: el surgimiento de los
intelectuales medievales queda así atado indisolublemente al surgimiento de las ciudades. Ahora
bien, aquel intelectual de la baja Edad Media ya poseía muchos rasgos en común con el que
adquirirá visibilidad en el siglo XIX: vivía de su actividad, se había desligado en buena medida
de la institución cuyo dominio sobre las actividades intelectuales hubo atravesado toda la alta
Edad Media, esto es, la Iglesia, y ya tenía una -entonces- nueva institución de producción y
legitimación de la práctica intelectual: la universidad.
Sin embargo, como señalamos, ocurría que aquel intelectual no se veía a sí mismo, mientras que
el moderno sí. El problema es congruente con la clásica pregunta que los historiadores de las
ideas se han hecho repetidamente: por qué no se desató la revolución industrial en el siglo XIV,
a pesar de que todas las condiciones materiales estaban dadas, y hubo que esperar casi cuatro
siglos más. Y es que no todas las condiciones estaban dadas: aún faltaba cierto tipo de

1
Le Goff, J. Los intelectuales en la Edad Media, 1986, Barcelona, Gedisa.
2
Bourdieu, P. “Le marché des biens symboliques”, en: L’Année Sociologique, 22, 49-126, 1971, París.
mentalidad necesario para desatar una transformación de semejante magnitud. Este cambio, que
llevó tanto a la revolución industrial en el siglo XVIII como a la emergencia de la figura del
intelectual en el XIX, tiene dos elementos centrales: el proceso de secularización y la
desagregación de esferas de competencia, a los que ya nos hemos referido al hablar del
positivismo del siglo XIX.
Miremos estos conceptos ahora vinculándolos con nuestro tema. La desagregación de esferas de
competencia no es otra cosa que la decantación progresiva de todas y cada una de las disciplinas
que hoy conocemos como carreras universitarias o, dicho en general, actividades especializadas
que requieren formación profesional. Durante el siglo, cada práctica consiguió esta separación
respecto de las demás en base a definir un objeto de estudio específico y distintivo y construir
un campo académico también propio. Pero esta separación e independencia de las disciplinas,
hoy completamente naturalizada, en realidad es un fenómeno que comienza a deslindarse en el
siglo XVIII. Hasta entonces, todas las áreas del saber se consideraban íntimamente conectadas
entre sí. Como vimos a modo de epítome de esta manera de considerarlo, en el siglo anterior
Descartes había hablado en sus Principios de filosofía del árbol del saber, cuyo tronco era la
metafísica y sus ramas, muchas de las disciplinas que hoy conocemos como autónomas. 3 De
todos modos, aun con esta desagregación, el siglo XIX poseyó todavía una filosofía dominante
y hegemónica, que pregnaba todas las disciplinas que se querían científicas: el positivismo.
En cuanto al proceso de secularización, recordemos: lo secular es lo “del siglo”, lo mundano, lo
no religioso. Se trata del proceso que, desde los inicios de la Modernidad, ha ido tratando
de encontrar un sustituto de Dios y de la Iglesia en tanto elementos conservadores del tejido
social. Una vez desplazada la Iglesia de su lugar hegemónico, tanto en términos políticos
como culturales, los modernos se encontraron con serias dificultades para mantener unida a la
gente. Dicho muy rápidamente, ya no había por qué obedecer. Fue necesario, primero,
defender la libertad del sujeto presocial (un concepto imposible hasta finalizada la Edad
Media) y luego reinventar sustitutos de Dios y de la Iglesia para darle a ese sujeto individual y
desligado de toda norma inapelable “nuevos dioses”, nuevos motivos para obedecer al poder
político.
Zola es testigo privilegiado de ambos procesos y, de hecho, su intervención en el affaire
Dreyfus da cuenta lateralmente de ellos. Ha visto cómo durante el siglo se ha completado la
desagregación de esferas de competencia, y ya sobre fines del siglo tanto él como el resto de los
productores simbólicos (para no decir todavía intelectuales) tienen frente a sí un mapa de
todas las disciplinas desagregadas y especializadas, y pueden apreciar que la grilla los iguala:
todos son… y faltaba la palabra que agrupara a toda persona que estuviera dedicada a la
producción simbólica. El affaire Dreyfus terminaría proveyendo esa palabra: intelectual.
Así es como
3
Descartes, R., Los principios de la filosofía, Alianza Editorial, 1995, Barcelona.
veremos en la disputa, y en ambos bandos, a científicos, tanto de las ciencias humanas como de
las ciencias duras, escritores, pintores, publicistas, etc.
Como veremos en seguida, la designación intelectual surge por la negativa, igual que unas
pocas décadas antes ocurrió con la designación de uno de los movimientos artísticos más
populares de todos los tiempos: el impresionismo. Claude Monet estaba en París realizando su
primera exposición de cuadros basados en un concepto completamente diferente al hasta ese
entonces dominante. Él decía que no quería representar sino sólo captar la luz, esto es, guiarse
para pintar por las impresiones sensibles, y no por su referencia a “cosas” concretas, que
pudieran definirse. Así, coherentemente, tituló uno de sus cuadros “Impresión”. Un crítico
parisino (anotemos este dato: el oficio de crítico de arte es muy cercano al de periodista) quiso
burlarse de Monet y sus cuadros “borrosos”, no representativistas, y calificó despectivamente a
su propuesta como “impresionista”. No hizo falta mucho más: rápidamente el término fue
adoptado tanto por los artistas que compartían esa estética como por quienes los seguían y hasta
el día de hoy hablamos (con toda seguridad, sin intención de burlarnos) de los impresionistas y
del impresionismo. Bien. Un fenómeno llamativamente similar tuvo lugar con el término
intelectuales.
El 13 de enero de 1898, Émile Zola publicó en la primera página del periódico L’Aurore una
carta abierta dirigida al presidente de la república, que llevaba por título una sola palabra:
J’accuse, esto es, “Yo acuso”. Así, semejante declaración funcionó como titular, como
encabezado. Más aun, en esta simple expresión, y en el pronombre de primera persona, está la
clave de la visibilización de los intelectuales. Zola no tituló (en realidad, aceptó este título, que
fue idea del editor del diario), de un modo más formal, “Manifiesto en contra del antisemitismo”
o “Acerca de las graves injusticias que el Estado y las Fuerzas Armadas están cometiendo con el
capitán Dreyfus”. No. Simplemente él, Émile Zola, que por esos años era un novelista de alto
alcance popular, utilizó por primera vez su propia figura de intelectual, independizado de toda
otra pertenencia que no fuera la de su profesión y apoyado sólo en el prestigio que a su voz
daban sus propias producciones, para intervenir en la política francesa y en un asunto puntual.
Estaba diciendo: yo, el que tiene todos estos libros publicados con enorme éxito, el autor de
Naná, estoy autorizado para hablar públicamente sobre cuestiones de interés común; yo, por ser
sólo yo, esto es, por no ser político ni integrar el Estado, estoy autorizado para hablar y además
tengo el deber de hacerlo.
Conviene aquí hacer una aclaración sobre el contexto en que esta discusión tuvo lugar, en tanto
suele resultar a veces difícil de entender. Y esto se debe, no a aquel a priori histórico, 4 el de
fines del siglo XIX, sino al nuestro, el que se fue constituyendo durante la segunda mitad del

4
El concepto de a priori histórico, como veremos en este curso, es acuñado por Foucault. Se refiere al
conjunto de condiciones de posibilidad determinado históricamente que hace que ciertas producciones,
objetos de conocimiento, discursos e ideas, puedan emerger en determinados períodos y otros queden
bloqueados.
siglo XX. Y es que ocurre que, después de la Segunda Guerra Mundial, nadie puede (o no
podía, digamos, hasta anteayer) decir que es antisemita, aunque lo sea. El horror y la vergüenza
del holocausto han bloqueado estos discursos, pero no los ha eliminado. De hecho, durante toda
su historia, toda Europa fue antisemita, no sólo Alemania. Pero, como sabemos, durante la
Segunda Guerra Mundial y desde los años previos, los nazis hegemonizaron brutal y
trágicamente este antisemitismo, hasta el punto de que hoy el relato histórico los muestra como
los únicos antisemitas. Señalamos esto porque puede resultar raro detectar, cuando se leen todas
las intervenciones que constituyeron el affaire Dreyfus, que la mitad de Francia está explícita y
abiertamente en contra de la posición de Zola y a favor de la condena de Dreyfus. Este efecto de
extrañamiento sólo es posible a partir de nuestro a priori histórico. Pero la xenofobia, que es el
núcleo del texto de Zola, es un sobreentendido: todos saben que se está hablando de eso. Todo
el mundo sabe que Dreyfus es acusado y condenado sin pruebas sólo porque es judío. Este es el
escándalo que mueve a Zola a escribir. Este es el oprobio que humilla a toda Francia, como le
dice al presidente. Y como mi función de productor de textos es suficiente para que lo que digo
tenga peso, entonces acuso. No es que, como soy una persona que escribe, entonces hablo
solamente de literatura. No. Es: yo, escritor, porque soy escritor y la gente me lee, puedo y debo
hablar sobre la intolerancia y la persecución que el gobierno francés e incluso el pueblo francés
mantienen contra los judíos.
Ni bien se publica este texto, Zola consigue un primer resultado político: una de las personas
acusadas por él es encarcelada esa misma tarde. Pero además, principalmente, desata una cadena
de acontecimientos. En primer lugar, visibiliza lo que hoy llamamos periodismo independiente
(de hecho, este episodio es visto en el ámbito académico del periodismo como un episodio
fundacional); en segundo lugar, desata tanto la furia de un grupo de escritores y científicos
como la adhesión de otro grupo. Ambos rápidamente van publicando en contra de y a favor de,
y así se van armando dos grupos definidos, que en el momento se conocieron como dreyfusards
y antidreyfusards. Naturalmente, en la superficie de los discursos, unos y otros se definían por
defender a Dreyfus o por apoyar su condena. Pero en realidad, la disputa tenía otros dos ejes. El
primero ya lo adelantamos, y es el que puso de un lado a quienes defendían los ideales
progresistas que condenaban el antisemitismo, y del otro a quienes defendían la posición
antisemita de la Iglesia francesa. Y el segundo eje es central para lo que estamos considerando:
los antidreyfusards estaban defendiendo una política estatal, mientras que los dreyfusards
estaban atacándola. Este eje dibujará la discusión en torno a la figura del intelectual desde ese
entonces hasta hoy: un intelectual ¿puede o debe ser orgánico al Estado? ¿Puede o debe ser
independiente de todo compromiso político para poder criticar desde un lugar imparcial lo que
la política haga? Claramente, a lo largo de la historia reciente ha habido y hay intelectuales
orgánicos e intelectuales inorgánicos.
Y esto también tiene todo que ver con cómo surgió el término: los antidreyfusards (entre
quienes figuraban nombres de talla, como por ejemplo, Julio Verne, quien con toda seguridad
vendía por lo menos tantos libros como Zola y así contaba con un capital simbólico por lo
menos equivalente) quisieron descalificar a los dreyfusards y los llamaron “intelectuales”. El
término, naturalmente, intentaba desautorizarlos. Pero las mismas razones para su
desautorización fueron leídas y reivindicadas por los dreyfusards como buenas razones para
encontrarse autorizados a hablar.
Veamos esto con más detalle, ya que es clave para el desarrollo histórico ulterior de la figura del
intelectual. Los antidreyfusards acusaban a Zola y sus aliados de ser sólo unos intelectuales,
esto es, de contar sólo con una producción simbólica sobre un campo determinado. De aquí sin
más deducían que no estaban autorizados para hablar públicamente sobre asuntos políticos o de
común interés, y menos aun para acusar a los poderes del Estado. Congruentemente, sostenían
los antidreyfusards, nosotros somos más que intelectuales, porque trabajamos integrando
nuestra producción simbólica al organismo estatal y es eso lo que nos autoriza a hablar. Frente a
esto, los dreyfusards argumentaron que precisamente su mera y libre condición de intelectuales
es lo que sí autorizaba su voz y desautorizaba la de los antidreyfusards: si están comprometidos
con el Estado y con un gobierno, lo que dicen está viciado de parcialidad. En cambio nosotros
(los dreyfusards) hablamos desde la sola autorización que nuestra obra o nuestras
investigaciones científicas nos dan. Estamos libres de ataduras y es por eso que sí podemos
acusar y denunciar. Y no sólo podemos sino que (en una clave elitista consustancial al siglo
XIX), en tanto poseemos un capital simbólico (ellos hubieran dicho una “ilustración”) que el
pueblo por definición no posee, debemos acusar y denunciar en nombre de quienes no pueden.
Así, del mismo modo que ocurrió treinta años antes con el término impresionismo, usado por
primera vez con la neta intención de descalificar y luego resignificado, el término intelectual
encontraba, a través del diálogo polémico, su lugar definitivo en la historia de Occidente. E
incluso arrastró bajo su concepto a todos los que acabamos de ver en la vereda opuesta, es decir,
los orgánicos. Como bien señala Altamirano, 5 países con estructuras estatales más pregnantes,
como Inglaterra o Italia, tendrán intelectuales orgánicos (pero intelectuales al fin), mientras que
Francia o Estados Unidos tendrán intelectuales mayormente inorgánicos y algunos orgánicos.
Pero ya todos se definen por su productividad simbólica y todos encuentran en esa
productividad legitimidad suficiente para su voz pública. 6

5
Altamirano, C.: “Intelectuales: nacimiento y peripecia de un nombre”, en Revista Nueva Sociedad, Nº
245, mayo-junio de 2013.
6
Dicho entre paréntesis, hay algo a lo que alguien como Émile Zola sí es orgánico: el positivismo. El
naturalismo literario de Zola está en absoluta consonancia con el positivismo dominante. Se trata, desde
su estética naturalista, de relatar “hechos”, presentados en su más objetiva pureza, como si el escritor
pudiera correrse a un costado y sólo ser un instrumento (por ejemplo, un microscopio) de la verdad
objetiva aportada por los sentidos.
Hoy leemos con mucha frecuencia a intelectuales cuya autorización proviene de su propio
campo emitir su opinión sobre cuestiones que tienen lugar en otro campo, siempre que este otro
campo sea público, o de interés general. Noam Chomsky, lingüista de altísimo prestigio, es
archifamoso por sus intervenciones críticas hacia las políticas de su propio país tanto en materia
de relaciones exteriores como en sus políticas internas. Igualmente, muchos escritores son
interrogados sobre las políticas de sus respectivos países y lo que observamos en muchos casos
(en una especie de espejo invertido de la historia) es que no se sienten autorizados a callar. Otro
ejemplo notable de la naturalización de la figura del intelectual es el modo como se componen
contemporáneamente las cartas abiertas de intervención política que se publican en los medios
de comunicación. Lo más habitual es leer un texto no firmado por alguien en particular, donde
se reclama por un asunto en especial o por toda una política estatal, seguido por una cantidad de
firmas, donde lo que importa es no sólo el nombre y el apellido (que no son sino un yo) sino la
tarea intelectual que se realiza (leemos los nombres seguidos por adscripciones tales como:
pintor, cantante, música, profesora, investigador del CONICET, docente UBA, etc.), y son esas
adscripciones intelectuales las que legitiman y autorizan el texto y el reclamo, que pasa a ser así
colectivo.
Ahora bien, si vamos un poco más allá (que en este caso es más acá) del recorrido europeo que
hemos hecho, y que traza Altamirano en su artículo, y miramos lo que ocurre en la Argentina,
vemos que los intelectuales entran y salen del Estado, y que este movimiento está lejos de ser
armonioso y tranquilo. Pero ya desde su primera configuración se ha dado así. Entre fines del
siglo XIX y principios del XX, encontramos un caso particularmente emblemático de cómo se
construye la figura del intelectual en nuestro medio y cómo esta construcción depende de un
contrapunto con el Estado. José Ingenieros posee una trayectoria intelectual que recorre casi
todo el arco que venimos analizando: de inmigrante formado en la universidad pública y
militante socialista pasó a ser un conspicuo intelectual orgánico y terminó su vida en una
posición abiertamente inorgánica y (lo que era totalmente antiestatal en su momento)
americanista. ¿Cómo fue posible esto? Si lo analizamos de cerca, quizás podamos ver mejor qué
es un intelectual.
Ingenieros es uno de los primeros resultados notorios del acenso social argentino de fines del
siglo XIX y comienzos del XX: nacido bajo el apellido Ingegnieri, que luego cambia por una
versión “castellana” que bloqueaba su identificación como inmigrante, primera generación
universitaria de su familia, se recibe de médico muy joven y milita en el Partido Socialista.
Junto a Lugones, dirigía la revista La Montaña, donde publicaba artículos violentamente
antiburgueses y (diríamos hoy) antisistema. Además, compite con el propio Juan B. Justo por el
liderazgo del Partido. Pero, insensiblemente y en muy pocos años, va pasando a integrar el
poderoso aparato estatal del roquismo, hegemónico en el período de entresiglos. Dese 1902,
dirige el Instituto de Criminología, que crece y se desarrolla en el lombrosismo y en esa práctica
biopolítica 7 tan propia del positivismo que consistió en la medicalización del crimen: un crimen
que, a los ojos del propio Ingenieros ya incluía a los militantes italianos y españoles, sobre todo
anarquistas, como “enfermos psiquiátricos”. Durante los once años en que está al frente del
Instituto de Criminología publica y dirige la revista Archivos de psiquiatría y criminología, que
contaba con colaboraciones de médicos e investigadores italianos, franceses y brasileños y
cuyas pretensiones internacionalistas, universalistas, se vieron prácticamente realizadas a
medida que creció su prestigio. Detengámonos un momento a pensar sobre todos estos datos: el
Instituto era parte del Estado, un Estado muy fuerte: el Estado de la generación del ’80, como se
la llama. Una generación que vino a completar el trabajo de su antecesora, la generación del ’37,
en cuanto a lo que se dio en llamar la “organización nacional”, que incluyó no sólo la creación
de un Estado-nación moderno sino ciertas prácticas que este concepto político en todo
Occidente conllevó: genocidios, latifundio, transplante étnico, inmigración masiva y
configuración de un perfil internacional agroexportador. Una de las consecuencias no deseadas
del proyecto del ochenta fue la actitud para nada pasiva de los inmigrantes, que lejos de ser
mansos trabajadores ingleses o irlandeses resultaron ser activos y políticamente bien formados
italianos y españoles, militantes del socialismo y el anarquismo, que organizaron por primera
vez a los trabajadores en la Argentina. En este contexto, y a este Estado, con este perfil, se había
incorporado el joven Ingenieros. Y para este Estado trabajó desde el Instituto de Criminología y
medicalizó la política. Esto es lo que queríamos decir más arriba con organicidad. En este
período, Ingenieros es un intelectual orgánico. Pero ¿verdaderamente legitima su saber en sus
prácticas intraestatales, como sostenían algunos antidreyfusards? No. Este Ingenieros no dejará
nunca de ser consciente de que su capital simbólico depende exclusivamente de su propio
trabajo intelectual. Tal es así que en 1913 rompe violentamente todos sus vínculos con el Estado
conservador. Se había abierto el concurso para una cátedra de Psiquiatría, que en ese momento
incluía en sus programas la criminología, e Ingenieros se había presentado. En ese entonces,
todos los titulares de cátedra de todas las materias de todas las Facultades de la UBA eran
elegidos por el presidente de la Nación, a partir de una terna presentada por cada Facultad. En la
terna que la Facultad de Medicina había presentado, Ingenieros competía con otros dos
candidatos cuyo currículum era a todas luces inferior al de él. Sin embargo, Roque Sáenz-Peña
elige a uno de ellos y no a Ingenieros. Rápidamente, Ingenieros toma una serie de decisiones
típicas de lo que Oscar Terán llamaba “modernos intensos”: renuncia a todos su cargos, cierra
su consultorio y se sube a un barco rumbo a Europa, donde se quedará tres años. En Europa,

7
Desde el punto de vista de Michel Foucault, el término biopolítica refiere a las nuevas tecnologías de
poder que surgen en el siglo XVIII y tienen su principal desarrollo en el XIX, tendientes a generar sujetos
dóciles y útiles, que deseen obedecer y lo hagan en términos de una nueva economía de las relaciones
sociales. Si bien no utiliza en ellas el término todavía, las principales obras de Foucault que conviene leer
en este sentido son: Vigilar y castigar e Historia de la sexualidad, Tomo I. En ambas se ve claramente en
qué consiste esta nueva microfísica del poder, que acompañó al positivismo y continúa hasta nuestros
días.
escribe un libro que será prácticamente un manual para los jóvenes de la inminente Reforma
universitaria: El hombre mediocre. Naturalmente, uno no puede dejar de pensar que mediocre,
para Ingenieros, era Roque Sáenz-Peña, aunque no lo mencione jamás en el libro.
Pensemos ahora nuevamente nuestra figura de intelectual. Tenemos aquí que, nuevamnete en un
lapso increíblemente rápido, Ingenieros pasa de ser un intelectual orgánico a ser uno inorgánico,
uno que critica desde sus libros y publicaciones al Estado en sus mediocridades y en su desvío
del camino de las luces (positivistas), al igual que Zola. Más aun: durante los siete u ocho años
que median entre la Reforma universitaria, que rápidamente tomó un alcance latinoamericano, y
hasta su muerte, Ingenieros se dedicó a construir un polo no estatal de poder: el poder de los
intelectuales latinoamericanos, que trabajaban para diseñar, desde una nueva elite, un proyecto
político regional distinto del que los gobiernos regionales estaban tramitando.
Volvamos ahora a la pregunta inicial: ¿cómo fue posible esto? Se podría pensar que
simplemente Ingenieros se acomodó a las circunstancias. Pero no es eso, o no solamente ni en
mayor medida. En los tres Ingenieros (el joven Ingenieros estudiante socialista, el criminólogo
orgánico y el líder de la elite virtuosa latinoamericanista) había plena conciencia de que su
trabajo simbólico, sus producciones escritas y sus relaciones con los demás intelectuales
constituían todo su capital. Frente al linaje, que responder por su poder y por su autorización
aludiendo a su nacimiento y su apellido, el inmigrante cuyo apellido no es Ingenieros, es decir,
el médico de la universidad pública que construye con su trabajo su apellido, su linaje, responde
que su autorización depende de su propia producción, tal como encontraron que ocurría (gracias
a la burla de sus enemigos) los dreyfusards franceses de la década anterior. Pero lo que es más
importante es que esa misma conciencia le permitió entrar y salir del Estado. Pertenecer a un
proyecto político y luego a otro, totalmente distinto, sin pensar que tuviera que dar explicación
alguna.
Así, frente a las divisiones rígidas que el intelectual europeo suele mostrar en torno al eje
organicidad-inorganicidad, el caso de Ingenieros nos permite considerar un tipo de intelectual se
define, no por pertenecer o no pertenecer al Estado, sino por habitar ese campo de tensión
permanente entre la legitimación independiente y la adhesión a un proyecto político.

Bibliografía

- Altamirano, C.: “Intelectuales: nacimiento y peripecia de un nombre”, en Revista Nueva


Sociedad, Nº 245, mayo-junio de 2013. Disponible en:
https://www.nuso.org/articulo/intelectuales-nacimiento-y-peripecia-de-un-nombre/
- Bourdieu, P. “Le marché des biens symboliques”, en: L’Année Sociologique, 22, 49-126,
1971, París.
- Descartes, R., Los principios de la filosofía, Alianza Editorial, Barcelona, 1995.
- Foucault, M. Historia de la sexualidad, Tomo I: La voluntad de saber. Siglo XXI Editores,
Buenos Aires, 1990.
- Foucault, M. La arqueología del saber. Siglo XXI Editores, México, 1991.
- Foucault, M. Vigilar y castigar, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2008.
- Le Goff, J. Los intelectuales en la Edad Media, Gedisa, Barcelona, 1986.

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