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Amelia tenía razón

Por Mag. Mario R. Núñez Pérez

Amelia no le creía nada a su esposo. Se enojaba con él, pero en el fondo no lo culpaba.
Estaba segura de la infidelidad de su marido. Le pidió que confesara la verdad. Le habló, le
gritó, le rogó, le amenazó con irse, con echarlo de la casa. Con matarlo, con matarla a ella, con
matarse y él nada. Antonio juraba y repetía hasta el cansancio “estás loca mujer”. “A quien se
le ocurre que me voy a meter con la mujer del vecino”. “Yo me casé contigo y con ninguna
más”.
Pero Amelia presentía que entre la vecina de la casa a los fondos de la suya, y su marido, había
algo.
Las vecinas, amigas y parientas escucharon mil veces las razones de Amelia, que iban en
aumento. “Veo cómo la gordita esa mira a mi Antonio. ¿O creen que soy estúpida?”, “Veo
como le brillan los ojitos a él. Al fin y al cabo es hombre”.
Amelia creció sabiendo cómo son los hombres. Lo aprendió de su madre y de su abuela. Las
dos crecieron desde casi niñas con hombres adorables para sus hijas – no tanto para sus hijos -
, buenos vecinos, buenos amigos, muy trabajadores. Divertidos para el trago, decían los
amigos en los asados. Medio gruñones puertas adentro, pero tanto abuela como mamá sabían
el lugar de una mujer. Tenían claro que en esos momentos en que hasta puede volar por los
aires un vaso, un cinturón, un cuchillo, un cachetazo o un empujón, mejor callarse, obedecer
en silencio, porque al fin y al cabo, la mujer nació para hacerse cargo de que la familia
funcione. Esas cosas también eran parte de lo que toca vivir a una señora de bien.
Amelia desde su adolescencia se prometió a sí misma, y le gritó muchas veces a su madre, que
nunca sería de esas mujeres.
También aprendió otro componente que es parte de entender a los hombres: algunas salidas
entre amigos o con otras mujeres, no solo son esperables, sino que aceptables, y hasta
ventajosas en algunos casos.
Esperables, porque los hombres son hombres, y no pueden contra su naturaleza.
Aceptables, porque “una es la esposa, y él lo sabe”, “se divierte afuera, pero éste es su hogar y
yo soy su mujer, la que cuida de la casa y de sus hijos”.
Ventajosas, porque al fin y al cabo “siempre va a volver, y como se va a sentir culpable, en casa
va a tratar de portarse bien”.
Con los hijos varones es igual. Orgullo secreto de mamá y de abuela cuando el hermano
debuta, cuando aparece el primer moretón en el cuello, cuando se hace hombre, y junta
experiencia para ser después un verdadero macho que no faltará a sus deberes ni pasará
vergüenza o algo peor.
Las hermanas, tías y primas, la abuela, y también mamá, son señoras de su casa. Una buena
señora es tolerante, comprensiva, silenciosa cuando hay que serlo, y hasta puede gritar
cuando está en esos días, porque para eso es mujer. Buena madre para ser mujer completa,
organizar y sostener el hogar, aunque a Amelia le cuesta un poco más porque debe sacar
tiempo de donde sea, ahora que debe trabajar ayudar a la economía de la familia, aunque no
tienen hijos con Antonio.
Y en cuanto a la fidelidad, ni se discute. Una buena mujer solo tiene ojos para el hombre con
quien se casó. “Si se fijara en otros, sería como la gordita regalona esa, que se pinta y se pone
ropa ajustada y de colores”. “Para que la vean los tipos. ¿Para qué más va a ser? Ya está
casada, así que no se va a pintar ni a arreglar para el marido. Y esas siempre encuentran algún
pajarón que las mira dos veces y están perdidos.”
“Ese es mi Antonio”. “Buenísimo, trabajador, no molesta para nada en casa, todos lo respetan
y lo aprecian. De algunos problemas de la casa, ni se entera o hace como que no se entera.
Cuando se enoja, se saca un poco”, sobre todo después de unos tintos”. Pero fuera de eso, es
todo lo que Amelia quiere. Salvo por los ojitos con la gordita del fondo.
“La muy trola se pinta, se peina, se arregla, solo para colgar la ropa, y ¡qué casualidad! Cuelga
y retira la ropa seca justo, justo cuando el Antonio está haciendo algo en la parte de atrás de la
casa. A veces se cruzan en el mercadito, otras veces pasa frente a la casa y mira. Y a la muy
desfachatada no le importa si yo estoy allí. Hace como si nos saluda a los dos, pero yo sé que se
ríe en mi cara, y se lo quiere levantar. Se va a terminar saliendo con la suya…si es que ya no lo
hizo”.
Los pensamientos de Amelia se alimentan unos a otros, también las discusiones en casa. Las
miradas desafiantes y los comentarios para que llegue a los oídos de la gordita, y a cuanta
vecina quieran escuchar. “¡Que se entere! Se lo merece por trola. Así sabe que no soy una
estúpida a la que le puede levantar el marido ni ponerle los cuernos”.
Un día se encontraron en el mercadito. Solo ellas y el dueño del local. La gordita la miró con su
gesto que quiere ser simpático. “Hasta aquí llegó”. Mientras la vecina del fondo le preguntaba
si le pasaba algo porque le había cambiado la cara, Amelia le saltó encima. La tomó por los
pelos morenos teñidos, la golpeó en la cara. La otra gritaba y trataba en vano de defenderse.
Ya las dos en el piso, Amelia la golpeó con unas botellas grandes de refresco por la cara, por la
espalda, por las piernas. El dueño del local logró separarlas y empujó a la gordita hacia la
puerta, y a Amelia hasta el mostrador del comercio. Entre gritos de ambas y del hombre que
trataba de mantenerlas separadas mientras calculaba los daños viendo los destrozos, la
mercadería caída, una góndola torcida, cajones rotos y frutas y verduras por el piso.
Algunos clientes desistieron de entrar al comercio y varios se quedaron en la puerta
observando todo aquello e interponiéndose entre la vecina agredida que lloraba a gritos, y la
salida del local. Amelia tomó una cuchilla Tramontina de las largas de cortar quesos y fue
contra la gordita, para darle la gran lección que la trola esa necesitaba, y para que nunca más
pudiera hacerse la linda delante de los hombres.
El dueño y alguien más que se fue enseguida, lograron inmovilizarla a tiempo. Policía, juzgado,
mutualista para estabilizar. Vecinos y vecinas y hasta una prima de Amelia asombrados por la
historia que siguió creciendo en las versiones de los días siguientes.
La gordita no presentó la denuncia. Amelia despertó en el pabellón psiquiátrico de su servicio
médico. Electroshocks, cura de sueño, medicación reguladora de trastornos del humor. Amelia
no sabía desde cuando estaba allí, ni cuándo podría salir.
Nadie vino a visitarla. Los médicos no lo permiten – le dijeron -. Solo sabía que aquello iría para
largo. Cuando saliera, quedaría tomando medicación. Preguntó qué le pasaba, pero tuvo por
toda respuesta “usted descanse y no se preocupe por nada”. Solo escuchó entre sueños a una
enfermera y al psiquiatra decir algo como trastorno delirante… algo.
Cerca de la fecha de salir de aquel lugar blanco y silencioso, con gente que ni parece gente,
Amelia recibió la visita de su prima. Prima del Antonio en realidad, pero su amiga y confidente
de toda la vida, desde chicas.
Le dijo que el Antonio “se fue de la casa de ustedes”. “Se va a divorciar, dice que no te aguanta
más”. “La gordita también tampoco está más en el barrio desde el lío del mercadito. El marido
la echó de la casa por hacerle pasar un papelón así con los vecinos.”
“Mirá, al final, al final de todo, parece que tenías razón Amelia. Pero no era la forma”

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