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CAPÍTULO 24: LA CENICIENTA AMELIA.

Un lujoso roll roice de los 50 apareció frente a la academia. Allí venía de pasajera, la
Cenicienta con unos kilos demás por su dieta de empanadas y donas. El vehículo se
estacionó frente a la gran entrada decorada de calabazas. El príncipe Arturo agudizó su
vista para ver. En su corazón oraba porque fuese Amelia. Aunque vendría con antifaz, el
cuerpo la delataría; él reconocería su silueta, como en una pintura de Botero.

─Es él, Patricia ─dijo Amelia a Patricia al verlo. Esta se llevó las uñas a su boca por
los nervios ─. Está en la puerta. ¿Y ahora qué hago?

─¿Cómo que qué vas a hacer? ─dijo Patricia volviendo su rostro atrás desde el
asiento del conductor ─.Salir, saludar y entrar. Ese no te va a reconocer con esa máscara.
Además, esa faja te partió en dos. Yo no sé cómo estarán ese pobre hígado y estómago
─dijo, arrugando la cara —. Baja ya, que ese no te va a reconocer. Pero el tipo está
guapísimo ─insistió, mirando que estaba hermosamente disfrazado — Baja de una vez,
antes de que esa faja se te rompa aquí dentro y te riegues en este carro.

─Muy cómica tú ─dijo Amelia haciendo mella en el comentario de Patricia ─,


palillo e diente ─dijo y se bajó del vehículo. Patricia se rió.

Arturo quedó lerdo ante aquellas gruesas y delicadas piernas que se descubrían tras la
puerta del vehículo parqueado. Enseguida pensó: es ella. Es mi amada Amelia.

Sin embargo, dudó cuando esta estuvo de pie. Aquella delgada cintura que dividía en dos
aquel estrambótico cuerpo lo alejaba de su reconocimiento. Aunque le parecía sensual, se
decepcionó.

─No es mi gorda, pero se parece ─se dijo, quedando a la espera de Amelia,


dejando que aquella mujer terminase de entrar.

Amelia era extrovertida, cómica y hasta burlista; sin embargo, ante la presencia de Arturo,
se reservaba. Un sentimiento de vergüenza o timidez lo alejaban de él. Solo se abría al
amor con él por el chat.

Por fin llegó hasta él. Su vestido rosa tallado a su cuerpo y un delicado descubrir en el
pecho mostraba apenas su hermoso busto, lo que le daba un aire de sensualidad y
delicadeza. Su antifaz cubría todo su rostro. Ella llegó hasta él invadida de nervios.
Escuchaba a su mismo corazón bombear agitadamente. Extendió su mano en forma
reverencial. Arturo la tomó. Ambas pieles calientes, por el deseo, se rozaron. Arturo se
inclinó en reverencia real e imprimió un tierno beso en la mano de ella. Amelia retiró de
inmediato su mano para no flaquear ante aquellos encantos, luego entró
apresuradamente. Arturo la reconoció.

Las promesas deben hacerse sobre actos que podemos manejar o dominar, o cuando
tengamos la suficiente voluntad de no cometer errores, por mas tentados que estemos ante
alguna situación.

Amelia fue tentada esa noche…


Amelia entró al salón de la academia a paso ligero, como huyendo de algo o de alguien,
en realidad. Sentía miedo de flaquear ante la presencia de Arturo, aquel hombre que tenía
el poder sobre ella de descontrolar sus hormonas. Caminó entre un mar de disfraces,
donde por cierto no era la única Cenicienta. Había más de diez. Algunas morenas, otras
raquíticas, una de ellas coja... Amelia caminaba, apartando personas en su ruta. Algunas
le gritaban porque esta los pisaba, haciéndoles ademanes groseros y con insultos. Luego
tropezó con sus hermanas mellizas y su madrastra. Trató de cambiar su andar para que no
la reconocieran, pero estas, de igual manera, la miraron con curiosidad.

─Eso brazos tan gordos como que los conozco ─susurró Corintia a las gemela
mientras Amelia se perdía entre la gente.

Cuando al fin Amelia logró emerger de aquella comunión de invitados, chocó de frente
con la debilidad de su pecado: cuatro mesones unidos contra la pared y cubiertos por un
mantel blanco que apenas mostraba sus faldas, por lo atiborrado de bocadillos y
entremeses. La punta, por donde ella llegó, estaba preparada y arreglada con suculentas
empandas y redondas donas con arequipe. Amelia quedó lela, observando aquel paraíso
en la tierra. Caminó hacia ellas lentamente, como hipnotizada o encantada de aquella real
aparición.

─ ¿Porque tenían que tener empandas y donas? ─dijo casi en sollozo.

*****************

Virginia hablaba al teléfono y sobre la cama mientras Dago dormía en su regazo:

─Vamos a reanudar lo nuestro ─rogaba Damián a Virginia al teléfono —.


Hagámoslo por Dago ─suplicaba.

Damián estaba dispuesto a recuperar a Virginia, pero esta ya no sentía nada por él. Más
que miedo, se ahogaba en un caldo de desprecio. Su corazón ya pertenecía a otro. En
ocasiones, permitía que Damián la visitase por el niño, quien se compadecía de su padre y
pedía verlo.

─No, tú y yo no podemos, no debemos, y particularmente ya no quiero ni deseo


estar contigo ─respondía Virginia al instante, sin una pizca de sentimiento. Ella esperaba
el regreso de Stallone.

─Perdona, mi amor ─rogaba Damián con un supuesto arrepentimiento ─. Yo


estaba como loco, pero he cambiado.

─ ¡Para ya! ─exclamó Virginia, blanqueando sus ojos con rabia.

─Mami ─rogaba Damián ─, yo sé que tú me amas. Yo siento que ese cuerpo de


pecas aún me pertenece…

Virginia atajó aquella declaración.

─Si sigues, tranco la llamada ─advirtió esta —. Es más, tú y yo no deberíamos ni


hablar. Basta ya con tus insinuaciones. Mi corazón pertenece a otro, y si no puedo estar
con él, puesto que tú te ocupaste de separarnos, entonces viviré el duelo de ese amor con
dignidad, hasta que aparezca otro que me respete, al igual que lo hizo él y como nunca lo
harás tú.
─Tú no quieres a ese malandro ─respondió Damián lleno de ira, la cual ocultaba
tras la línea con una voz de compresión —. Tú me quieres a mí.

En ese momento supo que se quedó solo en la comunicación. Virginia cortó su llamada.

─ Yo mato a ese desgraciado, si vuelve a aparecer ─dijo para sí Damián.

*****************

En el baile de disfraces…

Amelia estaba como devoto religioso frente a un Santo, venerando las empanadas y las
donas. Las manos le temblaban, las cuales acercó para acariciar aquel irresistible
banquete. Recordaba la faja, que iría ensanchándose con la misma velocidad que comiera,
perdiendo aquella bella cintura, pero este pensamiento iba perdiendo protagonismo hasta
desvanecerse ante la majestuosidad. Amelia flaqueó, y en un arrebato de ansiedad, tomó
una empanada, y cuando casi le da el primer mordisco, sintió que una mano sujetó la suya
y la volvió a la realidad.

─Yo sabía esto ─recriminó Patricia. Sus ojos brillaban a través de antifaz de
molestia ─. No te puedes contener.

Amelia quedó con su boca abierta a milímetros de la empanada que tenía en sus manos.

─Es una sola, Pati ─respondió Amelia.

─Sí sí ─refutó Patricia, sacudiendo la mano de Amelia para que soltara la causante
de su debilidad ─, después es una dona, luego es pizza, hasta que acabes con la mesa, la
faja se libere y tú comiences a rodar, en vez de caminar. ¿Y el baile? ¿Y el príncipe? Al
carajo.

─Está bien ─respondió Amelia con frustración.

*****************

En el apartamento de Frías…

─Freddy, busca una pijama a Stallone, que esta noche dormirá con ustedes
─ordenó a su hijo este, sin siquiera consultar con su invitado.

─No, jefe ─intervino Stallone al momento ─, yo me voy a casa. No se preocupe.

─Quédate, chamo ─dijo Freddy, quien salió de inmediato por la pijama.

─ ¿Para dónde vas tú a esta hora? ─intervino Anahis desde la cocina. Se escuchaba
el sonar de las losas mientras las lavaba —. Usted se queda aquí. Mañana desayuna con
nosotros, oramos y salimos todos.

─Él sabe que yo no le estoy pidiendo que se quede, se lo estoy ordenando ─dijo
Frías, apagando los equipos y ordenando la sala del desorden que todos dejaron.

─Habló el general, pues ─dijo Anahis hundida en el lavado de los trastes.


Pablo, el hijo menor de Frías, salió de su habitación en pijamas y con el control del
videojuego en sus manos. Stallone lo miró con tanta profundidad, como quien mira a un
hermano menor en medio de la alegría que le produce el uso de su regalo.

─ ¿Stallone, se queda esta noche? ─preguntó Pablo con júbilo y alegría —. Chamo,
duermes en mi cuarto ─invitó de manera frenética.

Vaya detalle para quien nunca tuvo una familia completa… Stallone se sentía bendecido
bajo aquel techo. Se sentía un Frías. Mientras el matrimonio ordenaba la casa, los tres
chicos, entre ellos Stallone, conversaban y reían sobre el sofá de la sala. Una última orden
de Frías a los tres conmovió a Stallone.

─ ¡Vamos, váyanse a dormir! Cada uno tiene agendas que cumplir mañana.

Stallone lo miró con gratitud y amor.

Cuántas veces Stallone, desde su niñez, no añoró una voz paternal dando esa orden.
Cuántas veces se fue a dormir ordenándoselo a sí mismo. Cuántas veces se imaginó
hablando y riendo entre hermanos. En ese momento un espontáneo suspiro lo llenó de
paz.

*****************

La academia se convirtió en una discoteca. Arturo caminaba en la pista y entre los


bailadores, buscando a su gorda. Se tropezó en un momento con Corintia y las gemelas.
Estas permanecían dizque en incógnita... Corintia alertó a las lagartijas que Arturo se
aceraba, pero ellas parecían unos de esos inflables tubulares que dan la bienvenida a los
comercios, y en forma de olas se movían, al son de la música y sin hacer caso a la madre.
Cuando Arturo estaba cerca, Corintia le volvió a susurrar muy cerca de él.

─Somos nosotras. ¿No nos reconoces? ─le dijo, pero Arturo nuevamente simuló no
escuchar y siguió su camino sin rumbo, huyendo de aquella plaga que estas
representaban para él.

─Pero es que esta doña parece una barajita repetida ─refunfuñó mientras se
esfumaba entre las personas…

Las gemelas estaban alertas para reconocer entre los disfrazados al padre de sus hijos aún
en sus vientres, el técnico de cámaras. Este las había visto. Estaba disfrazado de Aladino;
sin embargo, se les escondía para no afrontar aquella doble metida de pata.

La música sonaba fuerte. Todas las Blancanieves, Rapúcenles y Cenicientas bailaban al


son del famoso género “perreo”, pero hacían movimientos discretos de doncellas, mas no
así Amelia, quien tenía su torso doblado, aguantando su peso con una mano en la pared, y
con movimientos sensuales moviendo su trasero en la pelvis de un hombre disfrazado de
Pinocho. Le daba con tantas revoluciones que aquel estaba transportado. Patricia la
observaba con asombro y negaba con su cabeza, pero entre risas.

─Esta carricita sí es loca ─dijo después con una sonrisa que la ocultó el bigote
falso.

Pero no solo Patricia la observó…

Arturo, desde la distancia, la miró, y de un brinco se volvió a adentrar entre la gente, en


busca de su obra de Botero, pero en ese momento invadido por los celos. Todas las demás
chicas estaban deseosas de este. Lo miraban con deseo al pasar junto a ellas, más él no les
prestaba atención a esas percepciones, estaba concentrado en el trasero de Amelia, que
estaba siendo rozado por el busto de un raquítico Pinocho. Arturo llegó y haló a Pinocho
del hombro. Este lo reconoció; era uno de sus empleados. En seguida, por miedo, aquel le
dejó el paso libre al príncipe. Arturo tomó el puesto de Pinocho. Amelia no notó el
cambió y siguió enfurecida en su baile. Arturo se emocionó hasta la excitación. Amelia
fue bajando las revoluciones de su trasero, al sentir aquella dureza en sus glúteos del que
ella creía que era Pinocho. Entre las luces intermitentes de la bola del centro de la pista,
Amelia no distinguía, hasta que un destello más luminoso le mostró el cuerpo de su
príncipe. Amelia paró el baile en seco, irguiendo su torso y volviéndose al intruso,
agudizando su mirada para verlo mejor, chocando de pronto contra un beso de labios
abiertos que Arturo imprimió en su boca. Más que imprimir, fue lamer sus tejidos
bucales con hambre. Amelia no pudo escapar y también introdujo su lengua.

─ ¡Ay!, pero qué decepción ─dijo una de las Cenicientas ─… mira con quién se está
besando Arturo. Es la ballena Cenicienta.

─ Vaya vaya ─dijo Corintia, pellizcando a sus gemelas para que miraran lo que
ella notaba, mas estas estaban pendientes de su técnico de cámaras, a quien no veían ─...
Míralo cómo acaricia a esa gorda. Imposible que sea la Amelia.

─ ¡Qué bueno, mi loca! ─dijo Patricia con ternura —. Te mereces a ese príncipe, y
hasta un Rey.

En ese instante las gemelas desaparecieron, al ver a un Aladino sin alfombra pasar de
forma fugaz al lado de ellas. Corintia no se percató de aquella fuga…

*****************´

En la casa de Frías…

Anahis y Rey caminaban en silencio desde la cocina hasta su habitación, y tras ellos
acontecía la oscuridad, mientras apagaban las luces de los pasillos. Anahis aceleró su paso
para usar el baño de la habitación de ambos antes de que Frías lo ocupara con sus largas
meditaciones. Rey siguió a paso lento, y en su ruta abrió la puerta del cuarto de su hijo
menor, Pablo. Este aún estaba despierto y jugando con frenesí con el videojuegos que le
trajo Stallone.

─Apaga eso, hijo ─dijo Frías en tono de cariñosa amonestación ─. Es muy tarde ya.

Pablo lo miró con ojos de niño manipulador y apagó el equipo, lentamente.

─Está bien, papi ─dijo con un tono de voz que parecía que estaba por ir al paredón
─. Bendición ─pidió.

Frías terminó de entrar, haciéndoles un cariño peculiar y habitual ─Dios te bendiga, hijo
─lo bendijo y se retiró.

Frías siguió su ruta, llegando hasta la puerta del cuarto de Freddy, donde también estaba
Stallone. Escuchaba las voces de estos, también risas. Abrió la puerta lentamente, y justo
en ese momento escuchó a Freddy preguntar: ─ ¿Entonces las chinas son buenas en el
Suaaas? ─Frías abrió la puerta con violencia.
─ ¡Muy edificante la conversación! ─dijo este con sus ojos en círculos. Stallone y
Freddy se arroparon hasta sus cabezas — ¿No pueden hablar de la economía china?
─preguntó.

─Bendición, papá ─dijo Freddy, descubriendo su rostro con una sonrisa. Stallone
también se descubrió, riéndose.

─Dios te bendiga ─bendijo Frías al hijo, mientras le apretó también con ternura la
nariz —. Y tú descansa, que mañana debes empezar a trabajar ─dijo a Stallone,
acariciando su cabello, pero no había terminado de pronunciar la última palabra cuando
se cruzó con la voz de Stallone.

─Bendición ─dijo Stallone con sus ojos húmedos. Frías se paralizó. Su corazón se
arrugó de ternura. Freddy reía con aceptación, mientras Frías volvió su mirada lentamente
a Stallone, como padre a un hijo.

─Dios te bendiga, hijo ─lo bendijo, estirando su mano a la cara de Stallone y


atrapando su nariz entre sus dedos, como un bautismo de padre.

El corazón de Stallone latió por todos sus años sin bendición paterna, por descubrir lo
poderoso de aquella frase en la voz de un hombre inmaculado para él, como lo era Rey.
Esa oración “Dios te bendiga, hijo” quedó impresa en su alma y mente, y una partida de
nacimiento con el apellido Frías se grabó en su psiquis. “Stallone Frías”

*****************´

Amelia, después de reconocer la libido de su príncipe, se llenó de deseo y vergüenza. Su


reacción fue la fuga. Corrió agitada entre la muchedumbre, llevándose por delante a todas
las doncellas como bola de boliche a los pines. Estas aprovecharon para vengarse por
cautivar al príncipe, profiriéndole insultos:

─¡Mira por dónde caminas, camión de carne! ─dijo una.

─¡Me pisaste, bombón de grasa! ─dijo otra.

─¿Bola de mierda, estás ciega? ─dijo otra.

Arturo escuchaba aquellos insultos tras él. Se detuvo en seco y se volvió a ellas,
quitándose el antifaz. Sus ojos azules eran unos brasas ardientes por la cólera. Este les
respondió:

─Camión, bombón o bola ─dijo entre dientes ─, es más hermosa, seductora y sobre
todo más inteligente que muchas de ustedes, que solo tienen un cuerpo bonito ─dijo con
respiración fuerte, siguiendo el camino que tomaba su amada.

Amelia ignoró aquellos insultos. Solo quería huir. No sabía cuán grande era la academia,
hasta esa noche, que la recorrió toda en su fuga mientras Arturo la perseguía, en un largo
pasillo que parecía no tener fin. Trató de refugiarse en una de las puertas. Intentó abrir
dos, pero estaban cerradas. Corrió a la tercera y abrió, pero lo que descubrió dentro fue
más impactante que la libido del príncipe. Era Aladino que estaba acostado en el suelo,
mientras una lagartija le hacía el sexo oral y la otra lo besaba en la boca.

─ ¡Asco! ─exclamó en voz baja Amelia, tapando su boca con las manos y cerrando
la puerta con lentitud para que no la vieran. Siguió su ruta corriendo, mientras recordaba
la libido del príncipe, y a las lagartijas como zombies, devorándose a Aladino.
─ ¡Amelia! ─gritó Arturo, logrando verla ─ No corras, mi amor. Perdóname
─rogaba este mientas avanzaba detrás de ella.

Amelia se detuvo al escucharlo. Su carne temblaba. Hundió su cuello en los hombros y se


sintió perdida. Desplazó la mirada a su derecha y encontró una puerta abierta, y sin
pensar entró a ella con rapidez, pero el destino se empeñaba en juntarla con Arturo.
Aquella puerta pertenecía al camerino de descanso de Arturo. Una hermosa cama con
sábanas blancas como la diana y decorada en rojo se presentó ante ella. Esta la miró con
nervios y volvió con rapidez a la puerta, con intenciones de salir. Alternó rápidamente su
vista entre puerta y la cama, y en la última inspección la puerta se abrió, y en el umbral se
presentó Arturo sin antifaz.

─Perdóname ─le dijo casi en sollozo ─. No me huyas más. Yo te amo ─se declaró.
Amelia quedó muda ante aquella voz y palabras. No se quitó el antifaz. Sus ojos estaban
húmedos ante la ternura que aquel momento le produjo ─. Dime algo, Amelia ─rogaba
Arturo, quien caminaba lentamente hasta ella. Ella estaba de espalda a la cama.

En las pista de baile...

Corintia caminaba entre la gente, angustiada por la ausencia de sus gemelas. Por
momentos pensaba que se las habían secuestrado.

─¿No han visto a mis hijas? ─preguntaba nerviosa a unas chicas—Son unas niñas
altas, hermosas y esbeltas ─las describía. Las chicas, quienes también habían visto la
escena del trío, respondieron con sarcasmo y burla:

─ ¡Ay no, Doña! ─dijo una con burla — Pero búsquelas. Hay muchos
secuestradores ─advirtió con los ojos en círculos. Las demás oprimían las risas —. Tal vez
una de sus hijitas esté amordazada, pero hasta la garganta ─continuaba con sus
expresiones de doble sentido.

Corintia las miraba con miedo y asombro. ─ ¡Ay, pero qué mentecitas! ─dijo, retirándose
sin dejar de mirarlas. Esta continuó su búsqueda.

En el camerino de Arturo…

Arturo llegó hasta la presencia de Amelia. Esta siguió en silencio, mientras él no dejaba
de rogar. ─Te quiero, Amelia ─reiteraba su declaración de amor ─. Te deseo, y si no te
tengo, voy a enloquecer…

Amelia no hablaba, pero su cuerpo gritaba entregarse a aquel hombre. No se quitó el


antifaz. Detrás de él adoraba los ojos azules de su príncipe. Este le rozó los labios con sus
dedos. De inmediato ella se sujetó el antifaz para que Arturo no se lo quitara.

─Te deseo, Amelia. Quiero hacerte mía.

Ella cerraba los ojos ante aquellas palabras, tomó la mano que él tenía sobre sus labios, y
cálidamente se permitió besarla…

En la pista de baile…

─¿Niñas, dónde están? ─gritaba Corintia para rebasar el sonido de la música ─


¿Qué se hicieron? ─continuaba devorando el lugar con su mirada.
Por otro lado...

─ ¿Qué estará pasando entre esos dos? ─pensaba Patricia mientras miraba su reloj
y miraba el pasillo — ¿Será posible que están en el Suass? ─dijo para sí, acariciando su
bigote, asumiendo muy bien su papel masculino —. ¿Qué estará pasando con Amelia?

Pasaba lo que tenía que pasar. En un santiamén Arturo liberó de la faja a Amelia,
recuperando la silueta que él deseaba, una hermosa mujer con kilos demás, pero de líneas
perfectas. Ambos estaban desnudos sobre las dianas, con movimientos suaves, sublimes y
llenos de pasión. Pero Amelia no se quitó el antifaz, tampoco habló durante el acto, solo
gimió. Hasta en esos momentos su picardía y jocosidad no faltaba.

─ ¡Ay, Stallone, te perdiste mi virginidad! ─pensó, atrapando a Arturo entre sus


piernas mientras este lloraba de placer.

En el exterior de aquel lecho de amor…

─ ¿Dónde estaban ustedes? ─recriminó Corintia a las lagartijas, quienes llegaron


detrás de ella, una sin pintura de labios y la otra con acidez estomacal —. Me tienen que
dar una muy buena excusa por esta pérdida que ustedes se dieron ─advirtió.

Las gemelas sacaron a pasear su inteligencia y respondieron al unísono:

─ ¡Estábamos con Arturo! ─respondieron al unísono.

Ellas sabían que con aquella mentira se ganarían todo lo contrario a una amonestación, y
por el contrario, recibirían un premio…

─ ¡Qué bueno! ─respondió Corintia con alegría mientras las acariciaba en sus
mejillas con orgullo — Así es, mis niñas.

El Aladino pasó al lado de ellas. Las lagartijas lo miraron de reojo, mientras este iba más
pálido que donante de sangre.

Una hora más tarde la fiesta continuaba. Patricia estaba inquieta por la desaparición de
Amelia; sin embargo, no se movía del sitio. Esta sabía que estaba con Arturo.

En el lecho de amor, los amantes se durmieron después de un maravilloso momento de


placer. Arturo dormía sobre el regazo de Amelia. La faja, que estaba tirada en el suelo,
hizo un ruido de alarma, indicando que se desactivaría. Amelia despertó con una sonrisa
de felicidad, viendo la luz que expedía el pequeño bombillo de la faja, luego observó su
reloj y eran las 11:30 p.m. ¡Ya iban a ser las doce!

─¡Dios mío! ─susurró con asombro ─ El carro de Pablo ─exclamó. Luego, con
rapidez y sigilo, se levantó de la cama. Su peso hizo que el colchón se moviera por
completo. Arturo hizo un movimiento, pero solo dio una vuelta en la cama y continuó
durmiendo. Amelia se vistió en segundos y, de la misma forma, salió de aquella
habitación, corriendo por los pasillos hasta encontrarse con Patricia, quien estaba con su
espalda apoyada en la pared, como un padre esperando su hija…

─Hasta que al fin ─dijo Patricia al verla ─… Por lo menos me hubieses pasado un
mensaje…
─Perdona, Pati ─dijo Amelia, halando a Patricia por un brazo cuando pasó a su
lado, mientras caminaba aprisa —. Vamos rápido ─añadió fatigada en su carrera ─. Tengo
que entregar ese carro a las doce al papá de Virginia.

Abordaron el carro y partieron.

─ ¿Cómo te fue? ─preguntó Patricia con picardía mientras conducía.

Amelia la miró con indiferencia.

─Ni sueñes que te daré detalles ─dijo con parquedad —. Pero sí te diré que le puse
fin a mi virginidad ─dijo, soltando una carcajada de felicidad.

─ ¿Pero cómo fue? ─insistió Patricia.

─Ni sueñes que te voy a contar ─respondió Patricia, adoptando otra vez su cara de
indiferencia —. No faltaba más. ¿Qué quieres que te cuente?, ¿que entra y sale, que entra
y sale? No, mija.

Así terminó la noche de la Cenicienta gorda. La original de los cuentos dejó una zapatilla
en las escaleras, pero Amelia olvidó la faja en el camerino.

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